174034.fb2 La reina del Sur - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

La reina del Sur - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

–Les digo que ya no sé nada –seguía gimoteando el Gato.

A Potemkin Gálvez se le veía mas entero. Apretaba los labios, obstinado, poco fácil para salivear verbos. Y ni modo. Mientras que al Gato parecían haberle dado gas defoliante, éste negaba con la cabeza ante cada pregunta, aunque tenía el cuerpo tan maltrecho como su carnal, con manchas nuevas sobre las de nacimiento que ya traía en la piel, y cortes en el pecho y los muslos, insólitamente vulnerable con toda su desnudez gorda y velluda trincada a la silla por los alambres que se hundían en la carne, amoratando manos y pies hinchados. Sangraba por el pene y la boca y la nariz, el bigote negro y espeso chorreando gotas rojas que corrían en regueros finos por el pecho y la barriga. No, pues. Estaba claro que lo suyo no era hacer de madrina, y Teresa pensó que incluso a la hora de acabar hay clases, y tipos, y gentes que se comportan de una manera o de otra. Y que aunque a esas alturas da lo mismo, en el fondo no lo da. Tal vez era menos imaginativo que el Gato, reflexionó observándolo. La ventaja de los hombres con poca imaginación era que les resultaba más fácil cerrarse, bloquear la mente bajo la tortura. Los otros, los que pensaban, se disparaban antes. La mitad del camino la hacían solos, dale que dale, piensa que te piensa, y lo que se había de cocer lo iban remojando. El miedo siempre es más intenso cuando eres capaz de imaginar lo que te espera.

Yasikov miraba un poco apartado, la espalda contra la pared, observando sin abrir la boca. Es tu negocio, decía su silencio. Tus decisiones. Sin duda también se preguntaba cómo era posible que Teresa soportase aquello sin un temblor en la mano que sostenía los cigarrillos que fumaba uno tras otro, sin un parpadeo, sin una mueca de horror. Estudiando a los sicarios torturados con una curiosidad seca, atenta, que no parecía de ella misma, sino de la otra ruca que rondaba cerca, mirándola como lo hacía Yasikov entre las sombras del sótano. Había misterios interesantes en todo aquello, decidió. Lecciones sobre los hombres y las mujeres. Sobre la vida y el dolor y el destino y la muerte. Y, como los libros que leía, todas aquellas lecciones hablaban también de ella misma.

El guarura del polo deportivo se secó la sangre de las manos en las perneras del pantalón y se volvió hacia Teresa, disciplinado e interrogante. Su navaja estaba en el suelo, a los pies del Gato Fierros. Para qué más, concluyó ella. Todo anda requeteclaro, y el resto me lo sé. Miró por fin a Yasikov, que encogió casi imperceptiblemente los hombros mientras dirigía una ojeada significativa a los sacos de cemento apilados en un rincón. Aquel sótano de la casa en construcción no era casual. Todo estaba previsto.

Yo lo haré, decidió de pronto. Sentía unas extrañas ganas de reír por dentro. De sí misma. De reír torcido. Amargo. En realidad, al menos en lo que se refería al Gato Fierros, se trataba sólo de acabar lo que había iniciado apretando el gatillo de la Doble Águila, tanto tiempo atrás. La vida te da sorpresas, decía la canción. Sorpresas te da la vida. Híjole. A veces te las da sobre cosas tuyas. Cosas que están ahí y no sabías que estaban. Desde los rincones en sombras, la otra Teresa Mendoza seguía observándola con mucha atención. A lo mejor, reflexionó, la que se quiere reír por dentro es ella.

–Yo lo haré –se oyó repetir, ahora en voz alta.

Era su responsabilidad. Sus cuentas pendientes y su vida. No podía descansar en nadie. El del polo deportivo la observaba curioso, como si su español no fuera bastante bueno para comprender lo que oía; se giró hacia su jefe y luego volvió a mirarla otra vez.

–No –dijo suavemente Yasikov.

Había hablado y se había movido al fin. Apartó la espalda de la pared, acercándose. No la observaba a ella, sino a los dos sicarios. El Gato Fierros tenía la cabeza inclinada sobre el pecho; Potemkin Gálvez los miraba cual si no los viera, los ojos fijos en la pared a través de ellos. Fijos en la nada.

–Es mi guerra –dijo Teresa. –No –repitió Yasikov.

La tomaba con dulzura por el brazo, invitándola a salir de allí. Ahora se encaraban, estudiándose.

–Me vale verga quien sea –dijo de pronto Potemkin Gálvez–... Nomas chínguenme, que ya se tardan. Teresa se encaró con el gatillero. Era la primera vez que le oía despegar los labios. La voz sonaba ronca, apagada. Seguía mirando hacia Teresa como si ella fuera invisible y él tuviese los ojos absortos en el vacío. Su desnuda corpulencia, inmovilizada en la silla, relucía de sudor y de sangre. Teresa anduvo despacio hasta quedar muy cerca, a su lado. Olía áspero, a carne sucia, maltrecha y torturada. –Órale, Pinto –le dijo–. No te apures... Te vas a morir ya.

El otro asintió un poco con la cabeza, mirando siempre hacia el lugar en donde ella había estado parada antes. Y Teresa volvió a escuchar el ruido de astillas en la puerta del armario de Culiacán, y vio el caño del Python acercándosele a la cabeza, y de nuevo oyó la voz diciendo el Güero era de los nuestros, Gato, acuérdate, y ésta era su hembra. Quita que no te salpique. Y tal vez, pensó de pronto, de veras se lo debía. Acabar rápido, como él había deseado para ella. Chale. Eran las reglas. Señaló con un gesto al cabizbajo Gato Fierros.

–No te añadiste a éste –murmuró.

Ni siquiera se trataba de una pregunta, o de una reflexión. Sólo un hecho. El gatillero permaneció impasible, cual si no hubiera oído. Un nuevo hilillo de sangre le goteaba de la nariz, suspendido en los pelos sucios del bigote. Ella lo estudió unos instantes más, y luego fue despacio hasta la puerta, pensativa. Yasikov la aguardaba en el umbral.

–Respetad al Pinto –dijo Teresa.

No siempre es cabal mochar parejo, pensaba. Porque hay deudas. Códigos raros que sólo entiende cada cual. Cosas de una.

12. Qué tal si te compro

Bajo la luz que entraba por las grandes claraboyas del techo, los flotadores de la lancha neumática Valiant parecían dos grandes torpedos grises. Teresa Mendoza estaba sentada en el suelo, rodeada de herramientas, y con las manos manchadas de grasa ajustaba las nuevas hélices en la cola de dos cabezones trucados a 250 caballos. Vestía unos viejos tejanos y una camiseta sucia, y el cabello recogido en dos trenzas le pendía a los lados de la cara moteada por gotas de sudor. Pepe Horcajuelo, su mecánico de confianza, estaba junto a ella observando la operación. De vez en cuando, sin que Teresa se lo pidiera, le alargaba una herramienta. Pepe era un individuo pequeño, casi diminuto, que en otros tiempos fue promesa del motociclismo. Una mancha de aceite en una curva y año y medio de rehabilitación lo retiraron de los circuitos, obligándolo a cambiar el mono de cuero por el mono de mecánico. El doctor Ramos lo había descubierto cuando a su viejo Dos Caballos se le quemó la junta de la culata y anduvo por Fuengirola en busca de un taller que abriese en domingo. El antiguo corredor tenía buena mano para los motores, incluidos los navales, a los que era capaz de sacarles quinientas revoluciones más. Era de esos tipos callados y eficaces a los que les gusta su oficio, trabajan mucho y nunca hacen preguntas. También –aspecto básico– era discreto. La única señal visible del dinero que había ganado en los últimos catorce meses era una Honda 1.200 que ahora estaba aparcada frente al pañol que Marina Samir, una pequeña empresa de capital marroquí con sede en Gibraltar –otra de las filiales tapadera de Transer Naga–, tenía junto al puerto deportivo de Sotogrande. El resto lo ahorraba cuidadosamente. Para la vejez. Porque nunca se sabe, solía decir, en qué curva te espera la siguiente mancha de aceite.

Ahora ajusta bien –dijo Teresa.

Tomó el cigarrillo que humeaba sobre el caballete que sostenía los cabezones y le dio un par de chupadas, manchándolo de grasa. A Pepe no le gustaba que fumaran cuando se trabajaba allí; tampoco que otros anduvieran trajinando en los motores cuyo mantenimiento le confiaban. Pero ella era la jefa, y los motores y las lanchas y el pañol eran suyos. Así que ni Pepe ni nadie tenían qué objetar. Además, a Teresa le gustaba ocuparse de cosas como aquélla, trabajar en la mecánica, moverse por el varadero y las instalaciones de los puertos. Alguna vez salía a probar los motores o una lancha; y en cierta ocasión, pilotando una de las nuevas semirrigidas de nueve metros –ella misma había ideado usar las quillas de fibra de vidrio huecas como depósitos de combustible–, navegó toda una noche a plena potencia probando su comportamiento con fuerte marejada. Pero en realidad todo eso eran pretextos. De aquel modo recordaba, y se recordaba, y mantenía el vínculo con una parte de ella misma que no se resignaba a desaparecer. Puede que eso tuviera que ver con ciertas inocencias perdidas; con estados de ánimo que ahora, mirando atrás, llegaba a creer próximos a la felicidad. Quizá fui feliz entonces, se decía. Tal vez lo fui de veras, aunque no me diera cuenta.

–Dame una llave del número cinco. Sujeta ahí...

Así.

Se quedó observando el resultado, satisfecha. Las hélices de acero que acababa de instalar –una levógira y otra dextrógira, para compensar el desvío producido por la rotación– tenían menos diámetro y más paso helicoidal que las originales de aluminio; y eso permitiría a la pareja de motores atornillados en el espejo de popa de una semirrígida desarrollar algunos nudos más de velocidad con mar llana. Teresa dejó otra vez el cigarrillo sobre el caballete e introdujo las chavetas y los pasadores que le alcanzaba Pepe, fijándolos bien. Después dio una última chupada al cigarrillo, lo apagó cuidadosamente en la media lata de Castrol vacía que usaba como cenicero, y se puso en pie, frotándose los riñones doloridos.

–Ya me contarás qué tal se portan. –Ya le contaré.

Teresa se limpió las manos con un trapo y salió al exterior, entornando los ojos bajo el resplandor del sol andaluz. Estuvo así unos instantes, disfrutando del lugar y del paisaje: la enorme grúa azul del varadero, los palos de los barcos, el chapaleo suave del agua en la rampa de hormigón, el olor a mar, óxido y pintura fresca que desprendían los cascos fuera del agua, el campanilleo de drízas con la brisa que llegaba de levante por encima del espigón. Saludó a los operarios del varadero –conocía el nombre de cada uno de ellos–, y rodeando los pañoles y los veleros apuntalados en seco se dirigió a la parte de atrás, donde Pote Gálvez la esperaba de pie junto a la Cherokee aparcada entre palmeras, con el paisaje de fondo de la playa de arena gris que se curvaba hacia Punta Chullera y el este. Había pasado mucho tiempo –casi un año– desde aquella noche en el sótano del chalet en construcción de Nueva Andalucía, y también de lo ocurrido unos días más tarde, cuando el gatillero, todavía con marcas y magulladuras, se presentó ante Teresa Mendoza escoltado por dos hombres de Yasikov. Tengo algo que platicar con la doña, había dicho. Algo urgente. Y debe ser ahorita. Teresa lo recibió muy seria y muy fría en la terraza de una suite del hotel Puente Romano que daba a la playa, los guaruras vigilándolos a través de las grandes vidrieras cerradas del salón, tú dirás, Pinto. Tal vez quieras una copa. Pote Gálvez respondió no, gracias, y luego estuvo un rato mirando el mar sin mirarlo, rascándose la cabeza como un oso torpe, con su traje oscuro y arrugado, la chaqueta cruzada que le sentaba fatal porque acentuaba su gordura, las botas sinaloenses de piel de iguana a modo de nota discordante en la indumentaria formal –Teresa sintió una extraña simpatía por aquel par de botas– y el cuello de la camisa cerrado para la ocasión por una corbata demasiado ancha y colorida. Teresa lo observaba con mucha atención, del modo con que en los últimos años había aprendido a mirar a todo el mundo: hombres, mujeres. Pinches seres humanos racionales. Calando lo que decían, y sobre todo lo que se callaban o lo que tardaban en contar, como el mejicano en ese momento. Tú dirás, repitió al fin; y el otro se fue girando hacia ella, todavía en silencio, y al cabo la miró directamente, dejando de rascarse la cabeza para decir en voz baja, tras echar un vistazo de reojo a los hombres del salón, pos fíjese que vengo a agradecerle, señora. A dar las gracias por permitir que siga vivo a pesar de lo que hice, o de lo que estuve a punto de hacer. No querrás que te lo explique, replicó ella con dureza. Y el gatillero desvió de nuevo la vista, no, claro que no, y lo repitió dos veces con aquella manera de hablar que tantos recuerdos traía a Teresa, porque se le infiltraba por las brechas del corazón. Sólo quería eso. Agradecerle, y que sepa que Potemkin Gálvez se la debe y se la paga. Y cómo piensas pagarme, preguntó ella. Pos fíjese que ya lo hice en parte, fue la respuesta. Platiqué con la gente que me envió de allá. Por teléfono. Conté la pura neta: que nos tendieron un cuatro y le dieron padentro al Gato, y que no pudo hacerse nada porque nos madrugaron gacho. De qué gente hablas, preguntó Teresa, conociendo la respuesta. Pos nomás gente, dijo el otro, irguiéndose un poco picado, endurecidos de pronto los ojos orgullosos. Quihubo, mi doña. Usted sabe que yo ciertas cosas no las platico. Digamos sólo gente. Raza de allá. Y luego, de nuevo humilde y entre muchas pausas, buscando las palabras con esfuerzo, explicó que esa gente, la que fuera, había visto bien cabrón que él siguiera respirando y que a su cuate el Gato se lo torcieran de aquella manera, y que le habían explicado clarito sus tres caminos: acabar la chamba, agarrar el primer avión y volver a Culiacán para las consecuencias, o esconderse donde no lo encontraran.

–¿Y qué has decidido, Pinto?

–Pos ni modo. Fíjese que ninguna de las tres cosas me cuadra. Por suerte todavía no tuve familia. Así que por ese rumbo ando tranquilo.

–Órale. Aquí me tiene. –¿Y qué hago contigo?

–Pos usted sabrá. Se me hace que ése no es mi problema.

Teresa estudiaba al gatillero. Tienes razón, concedió al cabo de un instante. Sentía una sonrisa a flor de labios pero no llegó a mostrarla. La lógica de Pote Gálvez era comprensible de puro elemental, pues ella conocía bien los códigos. En cierto modo había sido y era su propia lógica: la del mundo bronco del que ambos provenían. El Güero Dávila, pensó de pronto, se habría reído mucho con todo esto. Puro Sinaloa. Chale. Las bromas de la vida. –¿Me estás pidiendo un empleo?

–Igual un día mandan a otros –el gatillero encogía los hombros con resignada sencillez– y yo puedo pagarle a usted lo que le debo.

Y allí estaba ahora Pote Gálvez, esperándola junto al coche como cada día desde aquella mañana en la terraza del hotel Puente Romano: chófer, guardaespaldas, recadero, hombre para todo. Fue fácil conseguirle permiso de residencia, e incluso –aquello costó un poco más de lana– una licencia de armas a través de cierta amistosa empresa de seguridad. Eso le permitía cargar legalmente en la cintura, dentro de una funda de cuero, un Colt Python idéntico al que una vez le acercó a la cabeza a Teresa en otra existencia y en otras tierras. Pero la gente de Sinaloa no volvió a dar problemas: en las últimas semanas, vía Yasikov, Transer Naga habla hecho de intermediaria, por amor al arte, en una operación que el cártel de Sinaloa llevaba a medias con las mafias rusas que empezaban a introducirse en Los Ángeles y San Francisco. Eso suavizó tensiones, o adormeció viejos fantasmas; y hasta Teresa llegó el mensaje inequívoco de que todo quedaba olvidado: no carnales pero allá cada cual, el contador a cero y basta de chingaderas. El Batman Güemes en persona había aclarado ese punto por intermediarios fiables; y aunque en aquel negocio cualquier garantía resultaba relativa, bastó para aceitar las aguas. No hubo más sicarios, aunque Pote Gálvez, desconfiado por naturaleza y por oficio, jamás bajó la guardia. Sobre todo teniendo en cuenta que, a medida que Teresa ampliaba el negocio, las relaciones se hacían más complejas y los enemigos aumentaban de modo proporcional a su poder.

A casa, Pinto. –Sí, patrona.

La casa era el lujoso chalet con inmenso jardín y piscina que por fin estaba terminado en Guadalmina Baja, junto al mar. Teresa se acomodó en el asiento delantero mientras Pote Gálvez tomaba el volante. El trabajo en los motores la había aliviado un par de horas de las preocupaciones que tenia en la cabeza. Era la culminación de una buena etapa: cuatro cargas de la N'Drangheta estaban entregadas sin novedad y los italianos pedían más. También la gente de Solntsevo pedía más. Las nuevas planeadores cubrían eficazmente el transporte de hachís desde la costa de Murcia hasta la frontera portuguesa, con un porcentaje razonable –también esas pérdidas estaban previstas– de aprehensiones por parte de la Guardia Civil y Vigilancia Aduanera. Los contactos marroquíes y colombianos funcionaban a la perfección, y la infraestructura financiera actualizada por Teo Aljarafe absorbía y encauzaba ingentes cantidades de dinero del que sólo dos quintas partes se reinvertían en medios operativos. Pero a medida que Teresa ampliaba sus actividades, los roces con otras organizaciones dedicadas al negocio eran mayores. Imposible crecer sin ocupar espacio que otros consideraban propio. Y ahí venían los gallegos y los franceses.

Ningún problema con los franceses. O más bien pocos y breves. En la Costa del Sol operaban algunos proveedores de hachís de la mafia de Marsella, agrupados en torno a dos capos principales: un francoargelino llamado Michel Salem, y un marsellés conocido como Nené Garou. El primero era un hombre corpulento, sexagenario, pelo cano y modales agradables, con el que Teresa había mantenido algunos contactos poco satisfactorios. A diferencia de Salem, especializado en el tráfico de hachís en embarcaciones deportivas, hombre discreto y familiar que vivía en una lujosa casa de Fuengirola con dos hijas divorciadas y cuatro nietos, Nené Garou era un rufián francés clásico: un gangster arrogante, hablador y violento, aficionado a las chaquetas de cuero, a los coches caros y a las mujeres espectaculares. Garou tocaba el hachís además de la prostitución, el tráfico de armas cortas y el menudeo de heroína. Todos los intentos por negociar acuerdos razonables habían fracasado, y durante una entrevista informal mantenida con Teresa y Teo Aljarafe en el reservado de un restaurante de Mijas, Garou perdió los estribos hasta proferir en voz alta amenazas demasiado groseras y serias como para no tomarlas en cuenta. Ocurrió más o menos cuando el francés le propuso a Teresa el transporte de un cuarto de tonelada de heroína colombiana black tar, y ella dijo que no; que a su entender el hachís era droga más o menos popular y la coca lujo de los pendejos que se la pagaban; pero que la heroína era veneno para pobres, y ella no andaba en esas chingaderas. Eso dijo, chingaderas, y el otro se lo tomó a mal. A mí ninguna zorra mejicana me pisa los huevos, fue exactamente su último comentario, que el acento marsellés hizo todavía más desagradable. Teresa, sin mover un músculo de la cara, apagó muy despacio su cigarrillo en el cenicero antes de pedir la cuenta y abandonar la reunión. ¿Qué vamos a hacer?, fue el interrogante preocupado de Teo cuando estuvieron en la calle. Ese fulano es peligroso y está como una cabra. Pero Teresa no dijo nada durante tres días: ni una palabra, ni un comentario. Nada. En su interior, serena y silenciosa, planeaba movimientos, pros y contras, como si anduviese en medio de una compleja partida de ajedrez. Había descubierto que aquellos amaneceres grises que la encontraban con los ojos abiertos daban paso a reflexiones interesantes, a veces muy distintas de las que aportaba la luz del día. Y tres amaneceres después, ya tomada una decisión, fue a ver a Oleg Yasikov. Vengo a pedirte consejo, dijo, aunque los dos sabían que eso no era cierto. Y cuando ella planteó en pocas palabras el asunto, Yasikov se la quedó mirando un rato antes de encoger los hombros. Has crecido mucho, Tesa, dijo. Y cuando se crece mucho, estos inconvenientes van incluidos en el paquete. Sí. Yo no puedo meterme en eso. No. Tampoco puedo aconsejarte, porque es tu guerra y no la mía. Y lo mismo un día –la vida gasta bromas– nos vemos enfrentados por cosas parecidas. Sí. Quién sabe. Sólo recuerda que, en este negocio, un problema sin resolver es como un cáncer. Tarde o temprano, mata.

Teresa decidió aplicar métodos sinaloenses. Me los voy a chingar hasta la madre, se dijo. A fin de cuentas, si allá por sus rumbos ciertas maneras resultaban eficaces, lo mismo iban a serlo aquí, donde jugaba a su favor la falta de costumbre. Nada impone más que lo desproporcionado, sobre todo cuando no lo esperas. Sin duda el Güero Dávila, que era muy fan de los Tomateros de Culiacán, y riéndose mucho desde la cantina del infierno donde ahora ocupara mesa, habría descrito aquello como batear a toda madre y robar a los gabachos la segunda base. Esta vez consiguió los recursos en Marruecos, donde un viejo amigo, el coronel Abdelkader Chaib, le proporcionó gente adecuada: ex policías y ex militares que hablaban español, con pasaportes en regla y visado turístico, que iban y venían utilizando la línea de ferry Tanger–Algeciras. Raza pesada; sicarios que no recibían otra información e instrucciones que las estrictamente necesarias, y a quienes, en caso de captura por las autoridades españolas, resultaba imposible relacionar con nadie. Así, a Nené Garou lo atraparon saliendo de una discoteca de Benalmádena a las cuatro de la mañana. Dos hombres jóvenes de aspecto norteafricano –dijo más tarde a la policía, cuando recuperó el habla– se le acercaron como para atracarlo, y tras despojarlo de la cartera y el reloj le partieron la columna vertebral con un bate de béisbol. Clac, clac. Se la dejaron hecha un sonajero, o al menos ésa fue la gráfica expresión que utilizó el portavoz de la clínica –sus superiores lo reconvinieron luego por ser tan explícito– para describir el asunto a los periodistas. Y la mañana misma en que la noticia apareció en las páginas de sucesos del diario Sur de Málaga, Michel Salem recibió una llamada telefónica en su casa de Fuengirola. Tras decir buenos días e identificarse como un amigo, una voz masculina expuso en perfecto español sus condolencias por el accidente de Garou, del que, suponía, monsieur Salem estaba al corriente. Luego, sin duda desde un teléfono móvil, se puso a contar al detalle cómo en ese momento los nietos del francoargelino, tres niñas y un niño entre los cinco y los doce años, jugaban en el patio del colegio suizo de Las Chapas, las inocentes criaturas, después de haber celebrado el día anterior con sus amiguitos, en un McDonald's, el cumpleaños de la mayor: una pizpireta jovencita llamada Desirée, cuyo itinerario habitual a la ida y al regreso del colegio, igual que el de sus hermanos, le fue descrito minuciosamente a Salem. Y para rematar el asunto, éste recibió aquella misma tarde, por mensajero, un paquete de fotografías hechas con teleobjetivo en las que aparecían sus nietos en distintos momentos de la última semana, McDonald's y colegio suizo incluidos.

Hablé con Cucho Malaspina –pantalón de cuero negro, chaqueta inglesa de tweed, bolso marroquí al hombro– a punto de viajar a México por última vez, dos semanas antes de mi entrevista con Teresa Mendoza. Nos encontramos por casualidad en la sala de espera del aeropuerto de Málaga, entre dos vuelos que salían con retraso. Hola, qué tal, amorcete, saludó. Cómo te va. Me serví un café y él un zumo de naranja, que se puso a sorber con una pajita mientras cambiábamos cumplidos. Leo tus cosas, te veo en la tele, etcétera. Luego nos sentamos juntos en un sofá de un rincón tranquilo. Trabajo sobre la Reina del Sur, dije, y se rió, malvado. Él la había bautizado así. Portada del ¡Hola! cuatro años atrás. Seis páginas en color con la historia de su vida, o al menos la parte que él pudo averiguar, centrándose más en su poder, su lujo y su misterio. Casi todas las fotos, tomadas con teleobjetivo. Algo del tipo esta mujer peligrosa controla tal y cual. Mejicana multimillonaria y discreta, oscuro pasado, turbio presente. Bella y enigmática, era el pie de la única imagen tomada de cerca: Teresa con gafas oscuras, austera y elegante, bajando de un coche rodeada de guardaespaldas, en Málaga, para declarar ante una comisión judicial sobre narcotráfico donde no pudo probársele absolutamente nada. Por aquel tiempo su blindaje jurídico y fiscal ya era perfecto, y la reina del narcotráfico en el Estrecho, la zarina de la droga –así la describió El País–, había comprado tantos apoyos políticos y policiales que era prácticamente invulnerable: hasta el punto de que el ministerio del Interior filtró su dossier a la prensa, en un intento por difundir, en forma de rumor e información periodística, lo que no podía probarse judicialmente. Pero el tiro salió por la culata. Aquel reportaje convirtió a Teresa en leyenda: una mujer en un mundo de hombres duros. A partir de entonces, las raras fotos que se obtenían de ella o sus escasas apariciones públicas eran siempre noticia; y los paparazzi –sobre los guardaespaldas de Teresa llovían denuncias por agresión a fotógrafos, asunto del que se ocupaba una nube de abogados pagados por Transer Naga– le siguieron el rastro con tanto interés como a las princesas de Mónaco o a las estrellas de cine.

Así que escribes un libro sobre esa pájara. –Lo estoy terminando. O casi.

–Vaya personaje, ¿verdad? –Cucho Malaspina me miraba, inteligente y malicioso, acariciándose el bigote–. La conozco bien.

Cucho era viejo amigo mío, del tiempo en que yo trabajaba como reportero y él empezaba a hacerse un nombre en el papel coliche, el cotilleo social y los programas televisivos de sobremesa. Manteníamos un mutuo aprecio cómplice. Ahora él era una estrella; alguien capaz de deshacer matrimonios de famosos con un comentario, un titular de revista o un pie de foto. Listo, ingenioso y malo. El gurú del chismorreo social y del glamour de los famosos: veneno en copas de martini. No era verdad que conociese bien a Teresa Mendoza; pero se había movido en su entorno –la Costa del Sol y Marbella eran rentable coto de caza de los periodistas del corazón–, y un par de veces llegó a acercarse a ella, aunque siempre fue despedido con una firmeza que, en cierta ocasión, llegó a traducirse en un ojo a la funerala y una denuncia en un juzgado de San Pedro de Alcántara después de que un guardaespaldas –cuya descripción le iba como un guante a Pote Gálvez– le diera lo suyo a Cucho cuando éste pretendía abordarla a la salida de un restaurante de Puerto Banús. Buenas noches, señora, quisiera preguntarle si no es molestia, ay. Por lo visto, lo era. Así que no hubo respuestas, ni más preguntas, ni nada excepto aquel gorila bigotudo machacándole un ojo a Cucho con eficacia profesional. Zaca. Zaca. Estrellitas de colores, el periodista sentado en el suelo, portazos de un coche y el ruido de un motor al arrancar. La Reina del Sur vista y no vista.

–Un morbazo, imagínate. Una tía que en pocos años crea un pequeño imperio clandestino. Una aventurera con todos los ingredientes: misterio, narcotráfico, dinero... Siempre a distancia, protegida por sus guardaespaldas y su leyenda. La policía incapaz de hincarle el diente, y ella comprando a todo dios. La Koplowitz de la droga... ¿Recuerdas a las hermanas millonetis?... Pues lo mismo, pero en malísimo. Cuando aquel gorila suyo, un gordo con cara de Indio Fernández, me pegó una hostia, te confieso que estuve encantado. Viví un par de meses de eso. Luego, cuando mi abogado pidió una indemnización increíble que ni soñábamos cobrar, los suyos pagaron a tocateja. Como te lo cuento. Oye. Te juro que una pasta. Sin necesidad de ir a juicio.

–¿Es cierto que se entendía bien con el alcalde? La sonrisa pérfida se acentuó bajo el bigote. –¿Con Tomás Pestaña?... De cine –sorbió un poco por la pajita mientras movía una mano, admirativo–. Teresa era una lluvia de dólares para Marbella: obras sociales, donativos, inversiones. Se conocieron cuando ella compró el terreno para construirse una casa en Guadalmina Baja: jardines, piscina, fuentes, vistas al mar. También la llenó de libros, porque encima la chica nos salió un poquito intelectual, ¿verdad? O eso dicen. Ella y el alcalde cenaban muchas veces juntos, o se veían con amigos comunes. Reuniones privadas, banqueros, constructores, políticos y gente así... –¿Hicieron negocios?

–Pues claro. Pestaña le facilitó mucho el control local, y ella siempre supo guardar las formas. Cada vez que había una investigación, agentes y jueces se mostraban de pronto desinteresados e incompetentes. Así que el alcalde podía frecuentarla sin escandalizar a nadie. Era discretísima y astuta. Poco a poco se fue infiltrando en los ayuntamientos, los tribunales... Hasta Fernando Bouvier, el gobernador de Málaga, le comía en la mano. Al final todos ganaban tanto dinero que nadie podía prescindir de ella. Ésa era su protección y su fuerza.

Su fuerza, repitió. Después se alisó las arrugas del pantalón de cuero, encendió un purito holandés y cruzó las piernas. A la Reina, añadió echando el humo, no le gustaban las fiestas. En todos esos años había asistido a dos o tres, como mucho. Llegaba tarde y se iba pronto. Vivía encerrada en su casa, y algunas veces se la pudo fotografiar de lejos, paseando por la playa. También le gustaba el mar. Se decía que en ocasiones iba con sus contrabandistas, como cuando no tenía dónde caerse muerta; pero eso tal vez era parte de la leyenda. Lo cierto es que le gustaba. Compró un yate grande, el Sinaloa, y pasaba temporadas a bordo, sola con los guardaespaldas y la tripulación. No viajaba mucho. Un par de veces la vieron por ahí. Puertos mediterráneos, Córcega, Baleares, islas griegas. Nada más.

–Una vez creí que la teníamos... Un paparazzi consiguió colarse con unos albañiles que trabajaban en el jardín, e hizo un par de carretes, ella en la terraza, en una ventana y cosas así. La revista que había comprado las fotos me llamó para que escribiera el texto. Pero nada. Alguien pagó una fortuna para bloquear el reportaje, y las fotos desaparecieron. Magia potagia. Dicen que las gestiones las hizo Teo Aljarafe en persona. El abogado guapito. Y que pagó diez veces lo que valían.

–Recuerdo eso... Un fotógrafo tuvo problemas. Cucho se inclinaba para dejar caer la ceniza en el cenicero. Detuvo el movimiento a medio camino. La sonrisa malvada se convirtió en risa sorda, cargada de intención.

–¿Problemas?... Oye, querido. Con Teresa Mendoza, esa palabra es un eufemismo. El chico era un profesional. Un veterano del oficio, basurita de élite, experto en husmear braguetas y vidas ajenas... Las revistas y las agencias nunca dicen quién es el autor de esos reportajes, pero alguien debió de poner el cazo. Dos semanas después de que volaran las fotos, fueron a robar al apartamento que el chico tenía en Torremolinos, casualmente con él durmiendo dentro. Qué cosas, ¿verdad?... Le dieron cuatro navajazos, al parecer sin intención de matarlo, después de quebrarle uno por uno, imagínate, los dedos de las manos... Se corrió la voz. Nadie volvió a rondar la casa de Guadalmina, claro. Ni a acercarse a esa hija de puta en una veintena de metros a la redonda.

Amores –dije, cambiando el tercio.

Negó, rotundo. Aquello entraba de lleno en su especialidad.

–De amores, cero. Al menos que yo sepa. Y sabes que yo sé. Llegó a comentarse una relación con el abogado de confianza: Teo Aljarafe. Bien plantado, con clase. También muy canalla. Viajaban y tal. Incluso en Italia la vieron con él. Pero no le iba. A lo mejor se lo follaba, oye. Pero no le iba. Fíate de mi olfato de perra. Me inclino más por Patricia O'Farrell.