174034.fb2 La reina del Sur - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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La O'Farrell, prosiguió Cucho tras ir en busca de otro zumo de naranja y saludar a unos conocidos de regreso, era cocaína de otro costal. Amigas y socias, aunque resultaban como la noche y el día. Pero estuvieron juntas en la cárcel. Vaya historia, ¿verdad? Tan promiscua y todo eso. Tan perversa. Y ésa sí que era fina. Un putón tortillero. Madurita, con todos los vicios del mundo, incluido éste –Cucho se tocaba significativamente la nariz–. Frívola a más no poder, así que no es fácil explicarse cómo esas dos, Safo y el capitán Morgan, podían estar juntas. Aunque se descontaba que las riendas las llevaba la Mejicana, claro. Imposible imaginar a la oveja negra de los O'Farrell montando ese negocio ella sola.

–Era una bollera convicta y confesa. Cocainómana hasta las cachas. Eso dio lugar a muchos cotilleos... Dicen que refinó a la otra, que era analfabeta, o casi.

Fuera verdad o no, cuando la conocí ya vestía y se comportaba con clase. Sabía usar buena ropa, siempre discreta: tonos oscuros, colores sencillos... Te vas a reír, pero un año hasta la metimos en la votación de las veinte mujeres más elegantes del año. Medio de coña, medio en serio. Te lo juro. Y salió, figúrate el morbazo. La diecitantos. Era monilla, poca cosa, pero sabía arreglarse –permaneció pensativo, distraída la sonrisa, y al cabo encogió los hombros–... Está claro que algo había entre esas dos. No sé qué: amistad, rollito íntimo, pero algo había. Muy raro todo. Y a lo mejor eso explica que la Reina del Sur tuviera pocos hombres en su vida.

Ding, dong, sonó la megafonía de la sala. Iberia anuncia la salida de su vuelo con destino a Barcelona. Cucho miró el reloj y se puso en pie, colgándose al hombro su bolso de cuero. Me levanté también, nos dimos la mano. Me alegro de verte, etcétera. Y gracias. Espero leer ese libro si antes no te cortan los huevos. Emasculación, creo que se dice. Antes de irse me guiñó un ojo.

–Luego está el misterio, ¿verdad?... Lo que pasó al final con la O'Farrell, y con el abogado –se reía, yéndose–. Lo que pasó con todos.

Aquél era un otoño suave, de noches templadas y buenos negocios. Teresa Mendoza bebió un sorbo del cóctel de champaña que tenía en la mano y miró alrededor. También a ella la observaban, directamente o de soslayo, entre comentarios en voz baja, murmullos, sonrisas que a veces eran aduladoras o inquietas. Ni modo. En los últimos tiempos, los medios de comunicación se ocupaban demasiado de ella como para permitirle pasar inadvertida. Trazando las coordenadas de un plano mental, se veía en el centro geográfico de una compleja trama de dinero y poder llena de posibilidades, y también de contrastes. De peligros. Bebió otro sorbo. Música tranquila, cincuenta personas selectas, once de la noche, la luna partida por la mitad, horizontal y amarillenta sobre el mar negro, reflejándose en la ensenada de Marbella al otro lado del inmenso paisaje salpicado por millones de luces, el salón abierto al jardín en la ladera de la montaña, junto a la carretera de Ronda. Los accesos controlados por guardias de seguridad y policías municipales. Tomás Pestaña, el anfitrión, iba y venía charlando de un grupo a otro, con chaqueta blanca y fajín rojo, el enorme cigarro habano entre los anillos de la mano izquierda, la cejas, tupidas como las de un oso, enarcadas en continua sorpresa de placer. Parecía un malandrín de película de espías de los años setenta. Un malo simpático. Gracias por venir, queridísimas. Qué detalle. Qué detalle. ¿Conocéis a Fulano?... ¿Y a Mengano?... Tomás Pestaña era así. En su salsa. Le gustaba presumir de todo, hasta de Teresa, como si ella fuese otra prueba más de su éxito. Un trofeo peligroso y raro. Cuando alguien lo interrogaba al respecto, modulaba una sonrisa intrigante y movía la cabeza, insinuando: si yo contara. Todo lo que da glamour o dinero me sirve, había dicho una vez. Una cosa arrastra a la otra. Y además de darle un toque de misterio exótico a la sociedad local, Teresa era cuerno de la abundancia, fuente inagotable de inversiones en dinero fresco. La última operación destinada a ganarse el corazón del alcalde –cuidadosamente recomendada por Teo Aljarafe– incluía la liquidación de una deuda municipal que amenazaba al Ayuntamiento con un escandaloso embargo de propiedades y consecuencias políticas. Además, a Pestaña, hablador, ambicioso, astuto –el alcalde más votado desde los tiempos de Jesús Gil–, le encantaba alardear de sus relaciones en momentos especiales, aunque sólo fuese para un grupo selecto de amigos, o de socios, del mismo modo que los coleccionistas de arte enseñan sus galerías privadas, donde ciertas obras maestras, adquiridas por medios ilícitos, no siempre pueden mostrarse en público.

–Imagínate una redada aquí –dijo Pati O'Farrell. Tenía un pitillo humeante en la boca y se reía, la tercera copa en la mano. No hay policía que tenga huevos, añadió. Estos bocados son de los que se atragantan. –Pues hay un policía. Nino Juárez.

–Ya he visto a ese cabrón.

Teresa bebió otro sorbo mientras terminaba de hacer la cuenta. Tres financieros. Cuatro constructores de alto nivel. Un par de actores anglosajones y maduros, afincados en la zona para eludir impuestos en su país. Un productor de cine con el que Teo Aljarafe acababa de establecer una provechosa asociación, pues quebraba una vez al año y era experto en mover dinero a través de sociedades con pérdidas y películas que nadie veía. Un dueño de seis campos de golf. Dos gobernadores. Un millonario saudí venido a menos. Un miembro de la familia real marroquí que iba a más. La principal accionista de una importante cadena hotelera. Una famosa modelo. Un cantante llegado de Miami en avión privado. Un ex ministro de Hacienda y su mujer, divorciada de un conocido actor de teatro. Tres putas de superlujo, bellas y notorias por sus romances de papel couché... Teresa había conversado un rato con el gobernador de Málaga y su esposa –ésta la estuvo mirando todo el rato recelosa y fascinada, sin abrir la boca, mientras Teresa y el gobernador acordaban la financiación de un auditorio cultural y tres centros de acogida para toxicómanos–. Después charló con dos de los constructores e hizo un aparte, breve y útil, con el miembro de la familia real marroquí, socio de comunes amigos a ambos lados del Estrecho, que le dio su tarjeta de visita. Tiene que venir a Marrakech. He oído hablar mucho de usted. Teresa asentía sin comprometerse, sonriente. Hijole, pensaba, imaginándose lo que aquel fulano habría oído. Y a quién. Luego cambió unas palabras con el dueño de los campos de golf, al que conocía un poco. Tengo una propuesta interesante, dijo el tipo. La llamaré. El cantante de Miami reía en un corrillo próximo, echando atrás la cabeza para mostrar la papada que acababan de estirarle en una clínica. De jovencita estaba loca por él, había dicho Pati, guasona. Y ahí lo ves. Sic transit –le chispeaban los iris, de pupilas muy dilatadas–. ¿Quieres que nos lo presenten?... Teresa negaba con la cabeza, la copa en los labios. No me chingues, Teniente. Y ojo que llevas tres. Tú sí que me chingas, había dicho la otra sin perder el humor. Tan sosa y sin olvidar el trabajo en tu puta existencia.

Teresa volvió a mirar en torno, distraída. En realidad aquello no era exactamente una fiesta, aunque lo que se celebraba fuese el cumpleaños del alcalde de Marbella. Era pura liturgia social, vinculada a los negocios. Tienes que ir, había insistido Teo Aljarafe, que ahora conversaba en el grupo de los financieros y sus mujeres, correcto, atento, un vaso en la mano, ligeramente inclinada su alta silueta, el perfil de águila vuelto cortés hacia las señoras. Aunque sean quince minutos déjate caer por allí, fue su consejo. Pestaña es muy elemental para ciertos detalles, y con él esas atenciones funcionan siempre. Además, no se trata sólo del alcalde. Con media docena de buenas noches y cómo te va, resuelves –de golpe un montón de compromisos. Desbrozas caminos y facilitas las cosas. Nos las facilitas.

Ahora vuelvo –dijo Pati.

Había dejado la copa vacía en una mesa y se alejaba, camino del bar: tacón alto, espalda escotada hasta la cintura, en contraste con el vestido negro que llevaba Teresa, con el único adorno de unos pendientes –pequeñas perlas sencillas– y el semanario de plata. De camino, Pati rozó deliberadamente la espalda de una joven que charlaba en un grupo y la otra se volvió a medias, mirándola. Esa chochito, había dicho antes Pati, moviendo la cabeza que seguía llevando casi rapada, al ponerle la vista encima. Y Teresa, acostumbrada al tono provocador de su amiga –a menudo Pati se extralimitaba a propósito cuando ella estaba presente–, encogió los hombros. Demasiado chava para ti, Teniente, dijo. Chava o no, respondió la otra, en El Puerto no se me habría escapado ni dando brincos. Y lo mismo, añadió tras mirarla pensativa un instante, me equivoqué de Edmundo Dantés. Sonreía excesivamente al decirlo. Y ahora Teresa la observaba alejarse, preocupada: Pati empezaba a tambalearse un poco, aunque tal vez aguantara un par de tragos más antes de la primera visita a los servicios para empolvarse la nariz. Pero no era problema de copas ni de pericazos. Pinche Pati. Las cosas iban cada vez peor, y no sólo aquella noche. En cuanto a la propia Teresa, era suficiente y podía ir pensando en marcharse.

–Buenas noches.

Había visto a Nino Juárez dando vueltas cerca, estudiándola. Menudo, con su barbita güera. Ropa costosa, imposible de pagar con un sueldo oficial. Se cruzaban alguna vez de lejos. Era Teo Aljarafe quien resolvía ese asunto. –Soy Nino Juárez.

–Sé quién es.

Desde el otro lado del salón, Teo, que estaba en todo, le dirigió a Teresa una mirada de advertencia. Aunque nuestro, previo pago de su importe, ese individuo es terreno minado, decían sus ojos. Y además hay gente que mira.

–No sabía que frecuentara estas reuniones –dijo el policía.

–Tampoco yo sabía que las frecuentara usted.

Eso no era cierto. Teresa estaba al corriente de que al comisario jefe del DOCS le gustaban la vida marbellí, el trato con los famosos, salir en televisión anunciando la realización de tal o cual brillante servicio a la sociedad. También le gustaba el dinero. Tomás Pestaña y él eran amigos y se apoyaban mutuamente.

–Forma parte de mi trabajo Juárez hizo una pausa y sonrió–... Lo mismo que del suyo.

No me gusta, decidió Teresa. Hay gente a la que puedo comprar si es necesario. Algunos me gustan y otros no. Éste no. Aunque tal vez lo que no me gusta son los policías que se venden. O los que se venden, sean o no policías. Comprar no significa llevártelo a casa.

–Hay un problema –comentó el tipo.

El tono era casi íntimo. Miraba alrededor como ella, el gesto amable.

–Los problemas –respondió Teresa– no son cosa mía. Tengo quien se encarga de resolverlos.

–Pues éste no se resuelve fácil. Y prefiero contárselo directamente a usted.

Luego lo hizo, en el mismo tono y en pocas palabras. Se trataba de una nueva investigación, impulsada por un juez de la Audiencia Nacional en extremo celoso de su trabajo: un tal Martínez Pardo. Esta vez, el juez había decidido dejar a un lado al DOCS y apoyarse en la Guardia Civil. Juárez quedaba al margen y no podía intervenir. Sólo quería dejarlo claro antes de que las cosas siguieran su curso.

–¿Quién en la Guardia Civil?

–Hay un grupo bastante bueno. Delta Cuatro. Lo dirige un capitán que se llama Víctor Castro.

–He oído hablar de él.

–Pues llevan tiempo preparando en secreto el asunto. El juez ha venido un par de veces. Por lo visto le siguen la pista a la última partida de semirrígidas que anda por ahí. Quieren intervenir unas cuantas y establecer la conexión hacia arriba.

–¿Es grave?

–Depende de lo que encuentren. Usted sabrá lo que tiene a la vista.

–¿Y el DOCS?... ¿Qué piensa hacer?

–Nada. Mirar. Ya he dicho que a mi gente la dejan al margen. Con lo que acabo de contarle, cumplo. Pati estaba de regreso con una copa en la mano. Caminaba otra vez firme; y Teresa supuso que había pasado por los servicios a regalarse algo. Vaya, dijo al reunirse con ellos. Mira a quién tenemos aquí. La ley y el orden. Y qué Rolex tan grande lleva esta noche, supercomisario. ¿Es nuevo? Juárez ensombreció el gesto, mirando unos segundos a Teresa. Ya sabe lo que hay, dijo sin palabras. Y su socia no va a ser de ayuda si empiezan a llover hostias.

–Discúlpenme. Buenas noches.

Juárez se alejó entre los invitados. Patricia se reía bajito, viéndolo irse.

–¿Qué te contaba ese hijo de puta?... ¿No llega a fin de mes?

–Es imprudente provocar así –Teresa bajaba la voz, incómoda. No quería irritarse, y menos allí–. Sobre todo a los policías.

–¿No le pagamos?... Pues que se joda.

Se llevaba el vaso a los labios, casi con violencia. Teresa no podía saber si el rencor de sus palabras se debía a Nino Juárez o a ella.

–Oye, Teniente. No te me apendejes. Estás tomando demasiado. Y de lo otro también.

–¿Y qué?... Es una fiesta, y esta noche tengo ganas de marcha.

–No mames. Quién habla de esta noche. –Vale, nodriza.

Teresa ya no dijo nada. Miró a su amiga a los ojos, con mucha fijeza, y ésta apartó la vista.

A fin de cuentas –refunfuñó Pati al cabo de un momento– el cincuenta por ciento del soborno a ese gusano lo pago yo.

Teresa seguía sin responder. Reflexionaba. Sintió de lejos la mirada inquisitiva de Teo Aljarafe. Aquello no terminaba nunca. Apenas tapabas un agujero, aparecía otro. Y no todos se arreglaban con sentido común o con dinero.

–¿Cómo está la reina de Marbella?

Tomás Pestaña acababa de aparecer junto a ellas: simpático, populista, vulgar. Con aquella chaqueta blanca que le daba el aspecto de un camarero bajo y rechoncho. Teresa y él se trataban con frecuencia: sociedad de intereses mutuos. Al alcalde le gustaba vivir peligrosamente, siempre que hubiese dinero o influencia de por medio; había fundado un partido político local, navegaba en las turbias aguas de los negocios inmobiliarios, y la leyenda que empezaba a tejerse alrededor de la Mejicana reforzaba su sensación de poder y su vanidad. También reforzaba sus cuentas corrientes. Pestaña había hecho su primera fortuna como hombre de confianza de un importante constructor andaluz, comprando terrenos para la empresa a través de los contactos de su jefe y con dinero de éste. Después, cuando un tercio de la Costa del Sol fue suyo, visitó al jefe para decirle que se despedía. ¿De veras? De veras. Oye, pues lo siento. Cómo podré agradecer tus servicios. Ya lo hiciste, fue la respuesta de Pestaña. Lo puse todo a mi nombre. Más tarde, cuando salió del hospital donde le trataron el infarto, el ex jefe de Pestaña anduvo meses buscándolo con una pistola en el bolsillo.

–Gente interesante, ¿verdad?

Pestaña, a quien no se le escapaba nada, la había visto charlar con Nino Juárez. Pero no hizo comentarios. Cambiaron cumplidos: todo bien, alcalde, muchas felicidades. Estupenda reunión. Teresa preguntó la hora y el otro se la dijo. Quedamos a comer el martes, claro. Donde siempre. Ahora tenemos que irnos. Cada chango a su mecate.