174034.fb2 La reina del Sur - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 28

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–Pues fíjense que no –dijo–. Que no caigo en ese Velasco.

–No cae –comentó la mujer. Casi lo escupía. Se volvió a su jefe insinuando y usted qué opina, mi capitán. Pero Castro miraba hacia la ventana como pensando en otra cosa.

–En realidad no podemos relacionarla –prosiguió la sargento Moncada–. Además, es agua pasada, ¿verdad? –volvió a mojarse un dedo y consultó la libreta, aunque estaba claro que no leía nada–. Y lo de aquel otro, Cañabota, al que mataron en Fuengirola, ¿tampoco le suena?... ¿El nombre de Oleg Yasikov no le dice nada?... ¿Nunca oyó hablar de hachís, ni de cocaína, ni de colombianos, ni gallegos? –se interrumpió, sombría, para dar ocasión a Teresa de intercalar algún comentario; pero ella no abrió la boca–... Claro. Lo suyo son las inmobiliarias, la bolsa, las bodegas jerezanas, la política local, los paraísos fiscales, las obras de caridad y las cenas con el gobernador de Málaga.

–Y el cine –apuntó el capitán, objetivo. Seguía vuelto hacia la ventana con cara de pensar en cualquier otra cosa. Casi melancólico.

La sargento levantó una mano.

–Es verdad. Olvidaba que también hace cine –el tono se volvía cada vez más grosero; vulgar en ocasiones, como si hasta entonces lo hubiera reprimido, o recurriese ahora a él de forma deliberada– ... Debe de sentirse muy a salvo entre sus negocios millonarios y su vida de lujo, con los periodistas haciendo de usted una estrella.

Me han provocado otras veces, y mejor que ella, se dijo Teresa. O esta tipa es demasiado ingenua pese a su mala leche, o de verdad no tienen nada a qué agarrarse.

–Esos periodistas –respondió con mucha calma– andan metidos en unas querellas judiciales que no se la van a acabar... En cuanto a ustedes, ¿de veras creen que voy a jugar a policías y ladrones?

Era el turno del capitán. Se había girado lentamente hacia ella y la miraba de nuevo.

–Señora. Mi compañera y yo tenemos un trabajo que hacer. Eso incluye varias investigaciones en curso –echó un vistazo sin demasiada fe a la libreta de la sargento Moncada–. Esta visita no tiene otro objeto que decírselo.

–Qué amable y qué padre. Avisarme así.

–Ya ve. Queríamos conversar un poco. Conocerla mejor.

–Lo mismo –terció la sargento– hasta queremos ponerla nerviosa.

Su jefe negó con la cabeza.

–La señora no es de las que se ponen nerviosas. Nunca habría llegado a donde está –sonrió un poco; una sonrisa de corredor de fondo–... Espero que nuestra próxima conversación sea en circunstancias más favorables. Para mí.

Teresa miró el cenicero, con su única colilla apagada entre las bolitas de papel. ¿Por quién la tomaban aquellos dos? El suyo había sido un largo y difícil camino; demasiado como para aguantar ahora truquitos de comisaría de telefilme. Sólo eran un par de intrusos que se hurgaban los dientes y arrugaban kleenex y pretendían revolver cajones. Ponerla nerviosa, decía la pinche sargento. De pronto se sintió irritada. Tenía cosas que hacer, en vez de malgastar su tiempo. Tragarse una aspirina, por ejemplo. En cuanto la pareja saliera de allí, encargaría a Teo que presentara una denuncia por coacciones. Y después haría algunas llamadas telefónicas.

–Hagan el favor de marcharse.

Se puso en pie. Y resulta que sabe reír la sargento, comprobó. Pero no me gusta cómo lo hace. Su jefe se levantó al tiempo que Teresa, pero la otra seguía sentada, un poco hacia adelante en la silla, los dedos apretados en el borde de la mesa. Con aquella risa seca y turbia.

–¿Así, por las buenas?... ¿Antes no va a intentar amenazarnos, ni comprarnos, como a esos mierdas del DOCS?... Eso nos haría muy felices. Un intento de soborno en condiciones.

Teresa abrió la puerta. Pote Gálvez estaba allí, grueso, vigilante, como si no se hubiera movido de la alfombra. Y seguro que no. Tenía las manos ligeramente separadas del cuerpo. Esperando. Lo tranquilizó con una mirada.

–Usted está como una cabra –dijo Teresa–. Yo no hago esas cosas.

La sargento se levantaba al fin, casi a regañadientes. Se había sonado otra vez y tenía la bolita del kleenex estrujada en una mano, y la libreta en la otra. Miraba alrededor, los cuadros caros en las paredes, la vista de la ventana sobre la ciudad y el mar. Ya no disimulaba el rencor. Al dirigirse a la puerta detrás de su jefe se paró delante de Teresa, muy cerca, y guardó la libreta en el bolso.

–Claro. Tiene quien lo haga por usted, ¿no? –acercó más el rostro, y los ojillos enrojecidos parecían estallarle de cólera–. Ande, anímese. Por una vez pruebe a hacerlo en persona. ¿Sabe lo que gana un guardia civil?... Estoy segura de que lo sabe. Y también la de gente que muere y se pudre por toda esa mierda con la que usted trafica... ¿Por qué no prueba a sobornarnos al capitán y a mí?... Me encantaría oír una oferta suya, y sacarla de este despacho esposada y a empujones –tiró la bolita del kleenex al suelo–. Hija de la gran puta.

Había una lógica, después de todo. Eso pensaba Teresa mientras cruzaba el lecho casi seco del río, que se estancaba en pequeñas lagunas poco profundas junto al mar. Un enfoque casi exterior, ajeno, en cierto modo matemático, que enfriaba el corazón. Un sistema tranquilo de situar los hechos, y sobre todo las circunstancias que estaban al inicio y al final de esos hechos, dejando cada número a este o al otro lado de los signos que daban orden y sentido. Todo eso permitía excluir, en principio, la culpa o el remordimiento. Aquella foto partida por la mitad, la chava de ojos confiados que le quedaba tan lejos, allá en Sinaloa, era su papelito de indulgencias. Puesto que de lógica se trataba, ella no podía sino moverse hacia donde esa lógica la conducía. Pero no faltaba la paradoja: qué pasa cuando nada esperas, y cada aparente derrota te empuja hacia arriba mientras aguardas, despierta al amanecer, el momento en que la vida rectifique su error y golpee de veras, para siempre. La Verdadera Situación. Un día empiezas a creer que tal vez ese momento no llegue nunca, y al siguiente intuyes que la trampa es precisamente ésa: creer que nunca llegará. As¡ mueres de antemano durante horas, y durante días, y durante años. Mueres larga, serenamente, sin gritos y sin sangre. Mueres más cuanto más piensas y más vives.

Se detuvo sobre los guijarros de la playa y miró a lo lejos. Vestía un chándal gris y calzaba zapatillas de deporte, y el viento le revolvía el pelo sobre la cara. Al otro lado de la desembocadura del Guadalmina había una lengua de arena donde rompía el mar; y al fondo, en la calima azulada del horizonte, blanqueaban Puerto Banús y Marbella. Los campos de golf estaban a la izquierda, acercando sus praderas hasta casi la orilla, en torno al edificio ocre del hotel y los cobertizos playeros cerrados por el invierno. A Teresa le gustaba Guadalmina Baja en esa época del año, las playas desiertas y unos pocos apacibles golfistas moviéndose en la distancia. Las casas de lujo silenciosas y cerradas tras sus altos muros cubiertos de buganvillas. Una de ellas, la más cercana a la punta de tierra que se adentraba en el mar, le pertenecía. Las Siete Gotas era el nombre escrito sobre un hermoso azulejo junto a la puerta principal, en una ironía culichi que allí sólo ella y Pote Gálvez podían descifrar. Desde la playa no se alcanzaba a ver más que el alto muro exterior, los árboles y los arbustos que asomaban por encima disimulando las videocámaras de seguridad, y también el tejado y las cuatro chimeneas: seiscientos metros edificados en una parcela de cinco mil, la forma de una antigua hacienda con aire mejicano, blanca y con remates ocres, una terraza en el piso de arriba, un porche grande abierto al jardín, a la fuente de azulejos y a la piscina.

Se divisaba un barco en la distancia –un pesquero faenando cerca de tierra–, y Teresa estuvo un rato observándolo con interés. Seguía vinculada al mar; y cada mañana, al levantarse, lo primero que hacía era echar una ojeada a la inmensidad azul, gris, violeta según la luz y los días. Aún calculaba por instinto marejadas, mar de fondo, vientos favorables o desfavorables, incluso cuando no tenía a nadie trabajando aguas adentro. Aquella costa, grabada en su memoria con la precisión de una carta náutica, seguía siendo un mundo familiar al que debía desgracias y fortuna, y también imágenes que evitaba evocar en exceso, por miedo a que se alteraran en su memoria. La casita en la playa de Palmones. Las noches en el Estrecho, volando a puros pantocazos. La adrenalina de la persecución y de la victoria. El cuerpo duro y tierno de Santiago Fisterra. Al menos lo tuve, pensaba. Lo perdí, pero antes lo tuve. Era un lujo íntimo y calculadísimo recordar a solas con un carrujo de hachís y un tequila, las noches en que el rumor de la resaca en la playa llegaba a través del jardín, ausente la luna, recordando y recordándose. A veces oía pasar al helicóptero de Vigilancia Aduanera sobre la playa, sin luces, y pensaba que a lo mejor iba a los mandos el hombre al que había visto apoyado en la puerta de la habitación del hospital; el que los perseguía volando tras el aguaje de la vieja Phantom, y que al fin se tiró al mar para salvar su vida junto a la piedra de León. Una vez, molestos por las persecuciones de los aduaneros, dos hombres de Teresa, un marroquí y un gibraltareño que trabajaban con las gomas, propusieron darle un escarmiento al piloto del pájaro. A ese hijoputa. Una trampa en tierra para alegrarle el pellejo. Cuando llegó la sugerencia, Teresa convocó al doctor Ramos y le ordenó que transmitiera, sin cambiar una coma, el mensaje a todo cristo. Ese güey hace su trabajo como nosotros el nuestro, dijo. Son las reglas, y si un día se va a la chingada en una persecución o se lo friegan bien fregado en una playa, será cosa suya. A veces se gana y a veces se pierde. Pero a quien le toque un pelo de la ropa estando fuera de servicio, haré que le arranquen la piel a tiras. ¿Lo tienen claro? Y lo tuvieron.

En cuanto al mar, Teresa mantenía el vínculo personal. Y no sólo desde la orilla. El Sinaloa, un Fratelli Benetti de treinta y ocho metros de eslora y siete de manga, abanderado en jersey, estaba amarrado en la zona exclusiva de Puerto Banús, blanco e impresionante con sus tres cubiertas y su aspecto de yate clásico, los interiores amueblados con madera de teca e iroko, baños de mármol, cuatro cabinas para invitados y un salón de treinta metros cuadrados presidido por una impresionante marina al óleo de Montague Dawson –Combate entre los navíos Spartiate y Antilla en Trafalgar– que Teo Aljarafe había adquirido para ella en una subasta de Claymore. Pese a que Transer Naga movía recursos navales de todo tipo, Teresa nunca utilizó el Sinaloa para actividades ¡licitas. Era territorio neutral, un mundo propio, de acceso restringido, que no deseaba relacionar con el resto de su vida. Un capitán, dos marineros y un mecánico mantenían el yate listo para hacerse a la mar en cualquier momento, y ella embarcaba con frecuencia, a veces para cortas salidas de un par de días, y otras en cruceros de dos o tres semanas. Libros, música, un televisor con vídeo. Nunca llevaba invitados, a excepción de Pati O'Farrell, que la acompañó en alguna ocasión. El único que la escoltaba siempre, sufriendo estoicamente el mareo, era Pote Gálvez. A Teresa le gustaban las singladuras largas en soledad, días sin que sonara el teléfono y sin necesidad de abrir la boca. Sentarse de noche en la cabina de mando junto al capitán –un marino mercante poco hablador, contratado por el doctor Ramos, que Teresa aprobó precisamente por su economía de palabras–, desconectar el piloto automático y gobernar ella misma con mal tiempo, o pasar los días soleados y tranquilos en una tumbona de la cubierta de popa, con un libro en las manos o mirando el mar. También le gustaba ocuparse personalmente del mantenimiento de los dos motores turbodiesel MTU de 1.800 caballos que permitían al Sinaloa navegar a treinta nudos, dejando una estela recta, ancha y poderosa. Solía bajar a la sala de máquinas, el cabello recogido en dos trenzas y un pañuelo en torno a la frente, y pasaba allí horas, lo mismo en puerto que en alta mar. Conocía cada pieza de los motores. Y una vez que sufrieron una avería con fuerte viento de levante a barlovento de Alborán, trabajó durante cuatro horas allá abajo, sucia de grasa y aceite, golpeándose contra las tuberías y los mamparos mientras el capitán intentaba evitar que el yate se atravesara a la mar o derivase demasiado a sotavento, hasta que entre ella y el mecánico solucionaron el problema. A bordo del Sinaloa hizo algún viaje largo, el Egeo y Turquía, el sur de Francia, las islas Eólicas por las bocas de Bonifacio; y a menudo ordenaba arrumbar a las Baleares. Le gustaban las calas tranquilas del norte de Ibiza y de Mallorca, casi desiertas en invierno, y fondear ante la lengua de arena que se extendía entre Formentera y los freus. Allí, frente a la playa de los Trocados, Pote Gálvez había tenido un tropiezo reciente con paparazzis. Dos fotógrafos habituales de Marbella identificaron el yate y se acercaron en un patín acuático para sorprender a Teresa, hasta que el sinaloense fue a darles caza con la neumática de a bordo. Resultado: un par de costillas rotas, otra indemnización millonaria. Aun así, la foto llegó a publicarse en primera página del Lecturas. La Reina del Sur descansa en Formentera.

Regresó despacio. Cada mañana, incluso los raros días de viento y lluvia, paseaba por la playa hasta Linda Vista, sola. Sobre la pequeña altura junto al río distinguió la figura solitaria de Pote Gálvez, que vigilaba de lejos. Tenía prohibido escoltarla en aquellos paseos, y el sinaloense se quedaba atrás, mirándola ir y venir, centinela inmóvil en la distancia. Leal como un perro de presa que aguardase, inquieto, el regreso de su dueña. Teresa sonrió para sus adentros. Entre el Pinto y ella, el tiempo había establecido una complicidad callada, hecha de pasado y de presente. El duro acento sinaloense del gatillero, su manera de vestir, de comportarse, de mover sus engañosos noventa y tantos kilos de peso, las eternas botas de piel de iguana y el rostro aindiado con el bigotazo negro –pese al tiempo en España, Pote Gálvez parecía recién llegado de una cantina culichi–, significaban para Teresa más de lo que estaba dispuesta a reconocer. El ex pistolero del Batman Güemes era, en realidad, su último vínculo con aquella tierra. Nostalgias comunes, que no era preciso argumentar. Recuerdos buenos y malos. Lazos pintorescos que afloraban en una frase, un gesto, una mirada. Teresa le prestaba al guarura casetes y cedés con música mejicana: José Alfredo, Chavela, Vicente, los Tucanes, los Tigres, hasta una cinta preciosa que tenía de Lupita D'Alessio –seré tu amante o lo que tenga que ser / seré lo que me pidas tú–; de modo que, al pasar bajo la ventana del cuarto que Pote Gálvez ocupaba en un extremo de la casa, oía esas canciones una y otra vez. Y en ocasiones, cuando ella estaba en el salón, leyendo u oyendo música, el sinaloense se paraba un momento, respetuoso, alejado, tendiendo la oreja desde el pasillo o la puerta con la mirada impasible, muy fija, que en él hacía las veces de sonrisa. Nunca hablaban de Culiacán, ni de los acontecimientos que hicieron cruzarse sus caminos. Tampoco del difunto Gato Fierros, integrado hacía mucho tiempo en los cimientos de un chalet en Nueva Andalucía. Tan sólo una vez cambiaron algunas palabras sobre todo aquello, la Nochebuena en que Teresa dio la jornada libre a la gente del servicio –una doncella, una cocinera, un jardinero, dos guardaespaldas marroquíes de confianza que se relevaban en la puerta y el jardín– y ella misma se metió en la cocina y preparó chilorio, jaiba rellena gratinada y tortillas de maíz, y luego le dijo al gatillero te invito a cenar narco, Pinto, que una noche es una noche, órale que se enfría. Y se sentaron en el comedor con candelabros de plata y velas encendidas, uno en cada punta de la mesa, con tequila y cerveza y vino tinto, bien callados los dos, oyendo la música de Teresa y también la otra, puro Culiacán y bien pesada, que a Pote Gálvez le mandaban a veces de allá: Pedro e Inés y su pinche camioneta gris, El Borrego, El Centenario en la Ram, el corrido de Gerardo, La avioneta Cessna, Veinte mujeres de negro. Saben que soy sinaloense –ahí rolearon juntos oyéndolo, bajito–, pa' qué se meten conmigo. Y cuando para rematar José Alfredo cantaba el corrido del Caballo Blanco –la favorita del guarura, que inclinaba un poquito la cabeza y asentía al escuchar–, ella dijo estamos requetelejos, Pinto; y el otro respondió ésa es la neta, patrona, pero más vale demasiado lejos que demasiado cerca. Luego observó su plato, pensativo, y al fin alzó la vista.

–¿Nunca pensó en volver, mi doña?

Teresa lo miró tan fijamente que el gatillero se removió en la silla, incómodo, y desvió los ojos. Abría la boca, tal vez para emitir una disculpa, cuando ella sonrió un poco, distante, acercándose la copa de vino.

–Sabes que no podemos volver –dijo. Pote Gálvez se rascaba la sien.

–Pos fíjese nomas que yo no, claro. Pero usted tiene medios. Tiene conectes y tiene lana... Seguro que si quisiera lo arreglaba machín.

–¿Y tú qué harías si yo me volviera?

El gatillero miró de nuevo su plato, fruncido el ceño, como si nunca antes se hubiera planteado aquella posibilidad. Pos no sé, patrona, dijo al rato. Sinaloa está lejos de la chingada, y lo de volver yo lo encuentro más lejos todavía. Pero le insisto en que usted...

–Olvídalo –Teresa movía la cabeza entre el humo de un cigarrillo–. No quiero pasar el resto de mi vida atrincherada en la colonia Chapultepec, mirando por encima del hombro.

–No, pues. Pero qué lástima, oiga. Aquélla no es una mala tierra.

–órale.

–Es el Gobierno, patrona. Si no hubiera Gobierno, ni políticos, ni gringos arriba del Bravo, allí se viviría a toda madre... No haría falta ni la pinche mota ni nada de eso, ¿verdad?... Con purititos tomates nos arreglábamos.

También estaban los libros. Teresa seguía leyendo, mucho y cada vez más. A medida que transcurría el tiempo, se afirmaba en la certeza de que el mundo y la vida eran más fáciles de entender a través de un libro. Ahora tenía muchos, en estanterías de roble donde se alineaban ordenados por tamaños y por colecciones, llenando las paredes de la biblioteca orientada al sur y al jardín, con sillones de cuero muy cómodos y buena iluminación, donde se sentaba a leer de noche o en los días de mucho frío. Con sol salía al jardín y ocupaba una de las tumbonas junto a la palapa de la piscina –había allí una parrilla donde Pote Gálvez asaba los domingos carne muy hecha– y permanecía horas enganchada a las páginas que pasaba con avidez. Siempre leía dos o tres libros a la vez: alguno de historia –era fascinante la de México cuando llegaron los españoles, Cortés y toda aquella bronca–, una novela sentimental o de misterio, y otra de las complicadas, de esas que llevaba mucho tiempo acabárselas y a veces no conseguía comprender del todo, pero siempre quedaba, al terminar, la sensación de que algo diferente se te anudaba dentro. Leía así, de cualquier manera, mezclándolo todo. La aburrió un poquito una muy famosa que todo el mundo recomendaba: Cien años de soledad –le gustaba más Pedro Páramo–, y disfrutó lo mismo con las policíacas de Agatha Christie y Sherlock Holmes que con otras bien duras de hincarles el diente, como por ejemplo Crímen y castigo, El rojo y el negro o Los Buddenbrook, que era la historia de una joven fresita y su familia en Alemania hacía lo menos un siglo, o así. También había leído un libro antiguo sobre la guerra de Troya y los viajes del guerrero Eneas, donde encontró una frase que la impresionó mucho: La única salvación de los vencidos es no esperar salvación alguna.

Libros. Cada vez que se movía junto a los estantes repletos y tocaba el lomo encuadernado de El conde de Montecristo, Teresa pensaba en Pati O'Farrell. Precisamente habían conversado por teléfono la tarde anterior. Hablaban casi cada día, aunque a veces pasaban varios sin verse. Cómo lo llevas, Teniente, qué tal, Mejicana. Por aquel tiempo Pati renunciaba ya a cualquier actividad directamente relacionada con el negocio. Se limitaba a cobrar y a gastárselo: perico, alcohol, morras, viajes, ropa. Se iba a París o a Miami o a Milán y se lo pasaba a toda madre, muy en su línea, sin preocuparse de más. Para qué, decía, sí tú pilotas como Dios. Seguía metiéndose en líos, pequeños conflictos que era fácil resolver con sus amistades, con dinero, con las gestiones de Teo. El problema era que la nariz y la salud se le estaban cayendo a pedazos. Mas de un gramo diario, taquicardias, problemas dentales. Ojeras. Oía ruidos extraños, dormía mal, ponía música y la quitaba a los pocos minutos, entraba en la bañera o la piscina y salía de pronto, presa de un ataque de ansiedad. También era ostentosa, e imprudente. Charlatana. Hablaba demasiado, con cualquiera. Y cuando Teresa se lo echaba en cara, midiendo mucho las palabras, la otra se rebotaba provocadora, mi salud y mi coño y mi vida y mi parte del negocio son míos, decía, y yo no ando fisgando en tus historias con Teo ni en cómo llevas las putas finanzas. El caso estaba perdido hacía tiempo; y Teresa, en un conflicto del que ni los sensatos consejos de Oleg Yasikov –seguía viéndose con el ruso de vez en cuando– bastaban para iluminar la salida. Habrá un mal final para esto, había dicho el hombre de Solntsevo. Sí. Lo único que deseo, Tesa, es que no te salpique demasiado. Cuando llegue. Y que las decisiones no tengas que tomarlas tú.

–Ha telefoneado el señor Aljarafe, patrona. Dice que ya se hizo la machaca.

–Gracias, Pinto.

Cruzó el jardín seguida de lejos por el guarura. La machaca era el último pago hecho por los italianos, a una cuenta de Gran Caimán vía Liechtenstein y con un quince por ciento blanqueado en un banco de Zúrich. Era una buena noticia más. El puente aéreo seguía funcionando con regularidad, los bombardeos de fardos de droga con balizas GPS desde aviones a baja altura –innovación técnica del doctor Ramos– daban excelente resultado, y una nueva ruta abierta con los colombianos a través de Haití, la República Dominicana y Jamaica, estaba dando una rentabilidad asombrosa. La demanda de cocaína base para laboratorios clandestinos en Europa seguía creciendo, y Transer Naga acababa de conseguir, gracias a Teo, una buena conexión para lavar dólares a través de la lotería de Puerto Rico. Teresa se preguntó hasta cuándo iba a durar aquella suerte. Con Teo, la relación profesional era óptima; y la otra, la privada –nunca se habría extendido a calificarla de sentimental–, discurría por cauces razonables. Ella no lo recibía en su casa de Guadalmina; se encontraban siempre en hoteles, casi todas las veces durante viajes de trabajo, o en una casa antigua que él había hecho rehabilitar en la calle Ancha de Marbella. Ninguno de los dos ponía en juego más que lo necesario. Teo era amable, educado, eficaz en la intimidad. Hicieron juntos algún viaje por España y también a Francia e Italia –a Teresa la aburrió París, la decepcionó Roma y la fascinó Venecia–, pero ambos eran conscientes de que su relación discurría en un terreno acotado. Sin embargo, la presencia del hombre incluía momentos quizá intensos, o especiales, que para Teresa conformaban una especie de álbum mental, como fotos capaces de reconciliarla con ciertas cosas y con algunos aspectos de su propia vida. El placer esmerado y atento que él le proporcionaba. La luz en las piedras del Coliseo mientras atardecía entre los pinos romanos. Un castillo muy antiguo cerca de un río inmenso de orillas verdes llamado Loira, con un pequeño restaurante donde por primera vez ella probó el foie–gras y un vino que se llamaba Cháteau Margaux. Y aquel amanecer en que fue hasta la ventana y vio la laguna de Venecia como una lámina de plata bruñida que enrojecía poco a poco mientras las góndolas, cubiertas de nieve, cabeceaban en el muelle blanco frente al hotel. Híjole. Después Teo la había abrazado por detrás, desnudo como ella, contemplando juntos el paisaje. Para vivir así, susurró él en su oído, más vale no morirse. Y Teresa río. Se reía a menudo con Teo, por su forma divertida de ver la existencia, sus chistes correctos, su humor elegante. Era culto, había viajado y leído –le recomendaba o regalaba libros que casi siempre a ella le gustaban mucho–, sabía tratar a los meseros, a los conserjes de los hoteles caros, a los políticos, a los banqueros. Tenía clase en las maneras, en las manos que movía de un modo muy atractivo, en el perfil moreno y delgado de águila española. Y cogía padrísimo, porque era un tipo esmerado y frío de cabeza. Sin embargo, según los momentos podía ser torpe o inoportuno como el que más. A veces hablaba de su mujer y sus hijas, de problemas conyugales, soledades y cosas así; y ella dejaba en el acto de prestar atención a sus palabras. Resultaba bien extraño el afán de algunos hombres por establecer, aclarar, definir, justificarse, hacer cuentas que nadie pedía. Ninguna mujer necesitaba tantas chingaderas. Por lo demás, Teo era listo. Ninguno llegó nunca a decirle te quiero al otro, ni nada parecido. En Teresa era incapacidad, y en Teo minuciosa prudencia. Sabían a qué atenerse. Como decían en Sinaloa, puercos, pero no trompudos.

14. Y van a sobrar sombreros

Era cierto que la suerte iba y venía. Después de una buena temporada, aquel año empezó mal y empeoró en primavera. La mala fortuna se combinaba con otros problemas. Una Skymaster 337 con doscientos kilos de cocaína fue a estrellarse cerca de Tabernas durante un vuelo nocturno, y Karasek, el piloto polaco, murió en el accidente. Eso puso sobre alerta a las autoridades españolas, que intensificaron la vigilancia aérea. Poco después, ajustes de cuentas internos entre los traficantes marroquíes, el ejército y la Gendarmería Real complicaron las relaciones con la gente del Rif. Varias gomas fueron aprehendidas en circunstancias poco claras a uno y otro lado del Estrecho, y Teresa tuvo que viajar a Marruecos para normalizar la situación. El coronel Abdelkader Chaib había perdido influencia tras la muerte del viejo rey Hassan II, y establecer redes seguras con los nuevos hombres fuertes del hachís llevó cierto tiempo y mucho dinero. En España, la presión judicial, alentada por la prensa y la opinión pública, se hizo más fuerte: algunos legendarios amos da fariña cayeron en Galicia, e incluso el fuerte clan de los Corbeira tuvo problemas. Y al comienzo de la primavera, una operación de Transer Naga terminó en desastre inesperado cuando en alta mar, a medio camino entre las Azores y el cabo San Vicente, el mercante Aurelio Carmona fue abordado por Vigilancia Aduanera, llevando en sus bodegas bobinas de lino industrial en envases metálicos, cuyo interior iba forrado de placas de plomo y aluminio para que ni los rayos X ni los rayos láser detectaran las cinco toneladas de cocaína que se ocultaban dentro. No puede ser, fue el comentario de Teresa al conocer la noticia. Primero, que tengan esa información. Segundo, porque llevamos semanas siguiendo los movimientos del pinche Petrel –la embarcación de abordaje de Aduanas–, y éste no se ha movido de su base. Para eso tenemos y pagamos un hombre allí dentro. Y entonces el doctor Ramos, fumando con tanta calma como si en vez de perder ocho toneladas hubiese perdido una lata de tabaco para su pipa, respondió por eso no salió el Petrel, jefa. Lo dejaron tranquilito en el puerto, para confiarnos, y salieron en secreto con sus equipos de abordaje y sus Zodiac en un remolcador que les prestó Marina Mercante. Esos chicos saben que tenemos un topo infiltrado en Vigilancia Aduanera, y nos devuelven la jugada.

Teresa estaba inquieta con lo del Aurelio Carmona. No por la captura de la carga –las pérdidas se alineaban en columnas frente a las ganancias, e iban incluidas en las previsiones del negocio–, sino por la evidencia de que alguien había puesto el dedo y Aduanas manejaba información privilegiada. En ésta nos rompieron bien la madre, decidió. Se le ocurrían tres fuentes para el picazo: los gallegos, los colombianos y su propia gente. Aunque sin enfrentamientos espectaculares, seguía la rivalidad con el clan Corbeira, entre discretas zancadillas y una especie de aquí te espero, no haré nada para tiznarte pero como resbales ahí nos vemos. De ellos, a partir de los proveedores comunes, podía venir el problema. Si se trataba de los colombianos, la cosa tenía poco arreglo; sólo quedaba pasarles el dato y que actuaran en consecuencia, depurando responsabilidades entre sus filas. Quedaba, como tercera posibilidad, que la información saliera de Transer Naga: En previsión de eso, era necesario adoptar nuevas precauciones: limitar el acceso a la información importante y tender celadas con datos marcados para seguir su pista, a ver dónde terminaban. Pero eso llevaba tiempo. Conocer al pájaro por la cagada.

–¿Has pensado en Patricia? –preguntó Teo. –No friegues, güey. No seas cabrón.

Estaban en La Almoraima, a un paso de Algeciras: un antiguo convento entre espesos alcornocales que se había convertido en pequeño hotel, con restaurante especializado en caza. A veces iban un par de días, ocupando una de las habitaciones sobrias y rústicas abiertas al antiguo claustro. Habían cenado pata de venado y peras al vino tinto, y ahora fumaban y bebían coñac y tequila. La noche era agradable para la época, y por la ventana abierta escuchaban. el canto de los grillos y el rumor de la vieja fuente.

–No digo que esté pasando información a nadie –dijo Teo–. Sólo que se ha vuelto habladora. E imprudente. Y se relaciona con gente a la que no controlamos.

Teresa miró hacia el exterior, la luz de la luna filtrándose entre las hojas de parra, los muros encalados y los vetustos arcos de piedra: otro lugar que le recordaba a México. De ahí a descubrir cosas como la del barco, respondió, hay mucho trecho. Además, ¿a quién se lo iba a contar? Teo la estudió un poco sin decir nada. No hace falta nadie en especial, opinó al cabo. Ya has visto cómo anda últimamente; se pierde en divagaciones y fantasías sin sentido, en paranoias raras y caprichos. Y habla por los codos. Basta una indiscreción aquí, un comentario allá, para que alguien saque conclusiones. Tenemos una mala racha, con los jueces encima y la gente presionando. Incluso Tomás Pestaña guarda las distancias en los últimos tiempos, por si acaso. Ése las ve venir de lejos, como los reumáticos que presienten la lluvia. Todavía podemos manejarlo; pero si hay escándalos y demasiadas presiones y las cosas se tuercen, acabará volviéndonos la espalda.

Aguantará. Sabemos mucho sobre él.