174034.fb2
Nunca antes habían ironizado sobre eso. Nunca de aquel modo. Pati se quedó callada.
–Tú estabas en ese sueño, Mejicana –dijo al fin. Sonaba a justificación y a reproche. Pero a esta carta no le entro, se dijo Teresa. No es mi juego, ni lo fue. Así que al carajo.
–Me vale madres –dijo–. No pedí estar. Fue decisión tuya, no mía.
–Es cierto. Y a veces la vida se desquita concediendo lo que deseas.
Tampoco es mi caso, pensó Teresa. Yo no deseaba nada. Y ésa es la mayor paradoja de mi pinche vida. Apagó el cigarrillo y, vuelta hacia la mesilla de noche, dejó allí el cenicero.
–Nunca pude elegir –dijo en voz alta–. Nunca. Vino y le hice frente. Punto.
–¿Y qué pasa conmigo?
Aquélla era la pregunta. En realidad, reflexionaba Teresa, todo se reducía a eso.
–No lo sé... En algún momento te quedaste atrás, a la deriva.
–Y tú en algún momento te convertiste en una hija de puta.
Hubo una pausa muy larga. Estaban inmóviles. Si oyera el ruido de una reja, pensó Teresa, o los pasos de una boqui en el corredor, creería estar en El Puerto. Viejo ritual nocturno de amistad. Edmundo Dantés y el abate Faria haciendo planes de libertad y de futuro.
–Creí que tenías cuanto necesitabas –dijo–. Cuidé de tus intereses, te di a ganar mucho dinero... Corrí los riesgos e hice el trabajo. ¿No es suficiente?
Pati tardó un rato en responder. Yo era tu amiga.
–Eres mi amiga –matizó Teresa.
–Era. No te detuviste a mirar atrás. Y hay cosas que nunca...
–Híjole. Aquí está la esposa redolorida porque el marido trabaja mucho y no piensa en ella todo lo que debe... ¿Vas por ahí?
–Nunca pretendí...
Teresa sentía crecerle el enojo. Porque sólo podía ser eso, se dijo. La otra no tenía razón, y ella se irritaba. La pinche Teniente, o lo que ahora fuese, iba a terminar colgándole hasta la difunta de aquella noche. También en eso le tocaba firmar cheques. Pagar las cuentas.
–Maldita seas, Pati. No vengas chingando con telenovelas baratas.
–Claro. Olvidaba que estoy junto a la Reina del Sur.
Había reído bajo y entrecortado al decirlo. Eso hizo que sonara más mordaz, y no mejoró las cosas. Teresa se incorporó sobre un codo. Una cólera sorda empezaba a batirle en las sienes. Dolor de cabeza.
–¿Qué es lo que te debo?... Dímelo de una vez, cara a cara. Dímelo y te pagaré.
La otra era una sombra inmóvil, contorneada por la claridad de la luna que asomaba en un ángulo de la ventana.
–No se trata de eso.
–¿No? –Teresa se acercó más. Podía sentir su respiración–... Yo sé de qué se trata. Por eso me miras raro, porque crees que entregaste demasiado a cambio de poco. El abate Faria confesó su secreto a la persona equivocada... ¿Verdad?
Brillaban los ojos de Pati en la oscuridad. Un resplandor suave, gemelo, reflejo de la claridad de afuera. –Nunca te reproché nada –dijo en voz muy baja. La luna en sus ojos los volvía vulnerables. O tal vez no es la luna, pensó Teresa. Quizá las dos nos engañamos desde el principio. La Teniente O'Farrell y su leyenda. De pronto sintió el impulso de reír mientras pensaba qué joven fui, y qué estúpida. Luego vino una oleada de ternura que la sacudió hasta las puntas de los dedos y entreabrió su boca de pura sorpresa. El acceso de rencor llegó después como un auxilio, una solución, un consuelo proporcionado por la otra Teresa que siempre estaba al acecho en los espejos y en las sombras. Acogió eso con alivio. Necesitaba algo que borrase aquellos tres segundos extraños; sofocarlos bajo una crueldad definitiva como un hachazo. Experimentó el impulso absurdo de girarse hacia Pati con violencia, ponerse a horcajadas sobre ella, zarandearla casi a golpes, arrancarse la ropa y arrancársela diciendo pues te lo vas a cobrar todo ahorita, de una vez, y al fin estaremos en paz. Pero sabía que no era eso. Que nada se pagaba así, y que estaban ya demasiado lejos una de otra, siguiendo caminos que no volverían a cruzarse jamás. Y, en aquella doble claridad que tenía delante, leyó que Pati lo comprendía tanto como ella.
–Tampoco yo sé adónde voy.
Dijo. Después se acercó más a la que había sido su amiga, y la abrazó en silencio. Sentía algo deshecho e irreparable adentro. Un desconsuelo infinito. Como si la chica de la foto rota, la de los ojos grandes y asombrados, hubiera regresado a llorarle en las entrañas.
–Pues cuídate de no saberlo, Mejicana... Porque puedes llegar.
Permanecieron abrazadas, inmóviles, el resto de lanoche.
Patricia O'Farrell se quitó la vida tres días más tarde, en su casa de Marbella. La encontró una criada en el cuarto de baño, desnuda, sumergida hasta la barbilla en el agua fría. Sobre la repisa y en el suelo hallaron varios envases de somníferos y una botella de whisky. Había quemado todos sus papeles, fotografías y documentos personales en la chimenea, pero no dejó ninguna nota de despedida. Ni para Teresa ni para nadie. Salió de todo como quien sale discretamente de una habitación, entornando la puerta con cuidado para no hacer ruido.
Teresa no fue al entierro. Ni siquiera vio el cadáver. La misma tarde en que Teo Aljarafe le dio la noticia por teléfono, ella subió a bordo del Sinaloa con la única compañía de la tripulación y de Pote Gálvez, y pasó dos días en alta mar, sentada en una tumbona de la cubierta de popa, mirando la estela de la embarcación sin despegar los labios. En todo ese tiempo ni siquiera leyó. Contemplaba el mar, fumaba. A ratos bebía tequila. De vez en cuando sonaban sobre la cubierta los pasos del gatillero, que rondaba a distancia: sólo se acercaba a ella a la hora de la comida o de la cena, sin decir nada, apoyado en la borda y esperando hasta que su jefa negaba con la cabeza y él desaparecía de nuevo; o para traerle un chaquetón cuando las nubes tapaban el sol, o éste se ponía en el horizonte y el frío arreciaba. Los tripulantes se mantuvieron aún más lejos. Sin duda el sinaloense había dado instrucciones, y procuraban evitarla. El patrón sólo habló con Teresa dos veces: la primera cuando ella ordenó al subir a bordo navegue hasta que le diga basta, me vale madres adónde, y la segunda cuando, a los dos días, se le volvió en el puente y dijo regresamos. Durante esas cuarenta y ocho horas, Teresa no pensó cinco minutos seguidos en Pati O’Farrell ni en ninguna otra cosa. Cada vez que la imagen de su amiga le cruzaba por la cabeza, una ondulación del mar, una gaviota que planeaba a lo lejos, el reflejo de la luz en la marejada, el ronroneo del motor bajo cubierta, el viento que le sacudía el cabello contra la cara, ocupaban todo el espacio útil de su mente. La gran ventaja del mar era que podías pasar horas mirándolo, sin pensar. Sin recordar, incluso, o haciendo que los recuerdos quedasen en la estela tan fácilmente como llegaban, cruzándose contigo sin consecuencias, igual que luces de barcos en la noche. Teresa lo había aprendido junto a Santiago Fisterra:.aquello sólo pasaba en el mar, porque éste era cruel y egoísta como los seres humanos, y además desconocía, en su terrible simpleza, el sentido de palabras complejas como piedad, heridas o remordimientos. Quizá por eso resultaba casi analgésico. Podías reconocerte en él, o justificarte, mientras el viento, la luz, el balanceo, el rumor del agua en el casco de la embarcación, obraban el milagro de distanciar, calmándolos hasta que ya no dolían, cualquier piedad, cualquier herida y cualquier remordimiento.
Al fin cambió el tiempo, el barómetro bajó cinco milibares en tres horas, y empezó a soplar un levante fuerte. El patrón miraba a Teresa, que seguía sentada a popa, y luego a Pote Gálvez. Así que éste fue y dijo se nos tuerce el tiempo, mi doña. A lo mejor quiere dar alguna orden. Teresa lo miró sin responder nada, y el gatillero volvió junto al patrón encogiéndose de hombros. Aquella noche, con viento del este de fuerza seis a siete, el Sinaloa navegó balanceándose a media máquina, amurado a la mar y al viento, con la espuma saltando en la oscuridad sobre la proa y el puente de mando. Teresa estaba en la cabina, desconectado el piloto automático, y manejaba el timón iluminada por la luz rojiza de la bitácora, una mano en la caña y otra en las palancas de motores, mientras el patrón, el marinero de guardia y Pote Gálvez, que iba hasta las trancas de Biodramina, la observaban desde la camareta de atrás, agarrados a los asientos y a la mesa, derramando el café de las tazas cada vez que el Sinaloa daba un bandazo. Por tres veces Teresa salió a la regala de sotavento, azotada por las ráfagas, para vomitar por la borda; y volvió al timón sin decir palabra, el pelo revuelto y mojado, cercos de insomnio en los ojos, a encender otro cigarrillo. Nunca se había mareado antes. El tiempo se calmó al amanecer, con menos viento y una luz grisácea que planchaba un mar pesado como el plomo. Entonces ella ordenó regresar a puerto.
Oleg Yasikov llegó a la hora del desayuno. Pantalón tejano, chaqueta oscura abierta sobre un polo, zapatos deportivos. Rubio y fornido como siempre, aunque algo ensanchada la cintura en los últimos tiempos. Lo recibió en el porche del jardín, frente a la piscina y la pradera que se extendía bajo los sauces hasta el muro junto a la playa. Llevaban casi dos meses sin verse; desde una cena durante la que Teresa lo previno del cierre inminente del European Union: un banco ruso de Antigua que Yasikov utilizaba para transferir fondos a América. Eso le ahorró al hombre de Solntsevo algunos problemas y mucho dinero. –Cuánto tiempo, Tesa. Sí.
Esta vez era él quien había pedido que se vieran. Una llamada telefónica, la tarde anterior. No necesito consuelos, fue la respuesta de ella. No se trata de eso, contestó el ruso. Niet. Sólo un poquito de negocios y un poquito de amistad. Ya sabes. Sí. Lo de costumbre.
–¿Quieres una copa, Oleg?
El ruso, que untaba una tostada con mantequilla, se quedó mirando el vaso de tequila que Teresa tenía junto a la taza de café y el cenicero con cuatro colillas consumidas. Ella estaba en chándal, recostada en el sillón de mimbre, los pies descalzos sobre el terrazo ocre del suelo. Claro que no quiero una copa, dijo Yasikov. No a esta hora, por Dios. Sólo soy un gangster de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. No una mejicana con el estómago forrado. Sí. De amianto. No. Estoy lejos de ser tan macho como tú.
Se rieron. Veo que puedes reír, dijo Yasikov, sorprendido. Y por qué no iba a hacerlo, respondió Teresa, sosteniendo la mirada clara del otro. De cualquier modo, recuerda que no vamos a hablar de Pati para nada.
–No he venido a eso –Yasikov se servía de la cafetera, masticando pensativo su tostada–. Hay cosas que debo contarte. Varias.
–Desayuna primero.
El día era luminoso y el agua de la piscina parecía reflejarlo en azul turquesa. Se estaba bien allí, en el porche templado por el sol levante, entre los setos, las buganvillas y los macizos de flores, oyendo cantar a los pájaros. Así que liquidaron sin prisas las tostadas, el café y el tequila de Teresa mientras charlaban sobre asuntos sin importancia, reavivando su vieja relación como lo hacían cada vez que estaban frente a frente: gestos cómplices, códigos compartidos. Los dos se conocían mucho. Sabían qué palabras era preciso pronunciar y cuáles no.
–Lo primero es lo primero –dijo Yasikov mas tarde–. Hay un encargo. Algo grande. Sí. Para mi gente. –Eso significa prioridad absoluta.
–Me gusta esa palabra. Prioridad. –¿Necesitáis chiva?
El ruso negó con la cabeza.
–Hachís. Mis jefes se han asociado con los rumanos. Pretenden abastecer varios mercados allí. Sí. De golpe. Demostrar a los libaneses que hay proveedores alternativos. Necesitan veinte toneladas. Marruecos. Primerísima calidad.
Teresa frunció el ceño. Veinte mil kilos eran muchos, dijo. Había que reunirlos primero, y el momento no parecía adecuado. Con los cambios políticos en Marruecos todavía no estaba claro de quién podían fiarse y de quién no. Incluso guardaba un clavo de coca en Agadir desde hacía mes y medio, sin atreverse a moverlo hasta que no viera las cosas claras. Yasikov escuchaba con atención, y al final hizo un gesto de asentimiento. Comprendo. Sí. Tú decides, apuntó. Pero me harías un gran favor. Los míos necesitan ese chocolate dentro de un mes. Y he conseguido precios. Oye. Precios muy buenos.
–Los precios son lo de menos. Contigo no importan.
El hombre de Solntsevo sonrió y dijo gracias. Después entraron en la casa. Al otro lado del salón decorado con alfombras orientales y sillones de cuero estaba el despacho de Teresa. Pote Gálvez apareció en el pasillo, miró a Yasikov sin decir palabra y se esfumó de nuevo. –¿Qué tal tu rottweiler? –preguntó el ruso. –Pues todavía no me mató.
La risa de Yasikov atronaba el salón.