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–¿Por qué repartirlo tanto?... ¿No es mejor todo de golpe?
El doctor Ramos la miró, grave. Viniendo de otra persona, la pregunta habría ofendido al táctico de Transer Naga; pero, con Teresa, aquello resultaba normal. Solía supervisarlo todo hasta el menor detalle. Era bueno para ella y bueno para los demás, porque las responsabilidades de éxitos y de fracasos siempre eran compartidas, y no hacía falta andar luego con demasiadas explicaciones. Minuciosa, solía comentar Farid Lataquia en su gráfico estilo mediterráneo, hasta machacarte los huevos. Nunca delante de ella, por supuesto. Pero Teresa lo sabía. En realidad lo sabía todo de todos. De pronto se encontró pensando en Teo Aljarafe. Asunto pendiente, también a resolver en los próximos días. Se corrigió por dentro. Lo sabía casi todo de casi todos.
–Veinte mil kilos juntos en una sola playa son muchos kilos –explicaba el doctor–, incluso con los mehanis de nuestra parte... Prefiero no llamar tanto la atención. Así que se lo planteamos a los marroquíes como si se tratara de tres operaciones distintas. La idea es embarcar la mitad de la carga en el punto uno con las seis gomas a la vez, un cuarto en el punto dos con sólo tres gomas, y el otro cuarto en el tercer punto, con las tres restantes... Así reduciremos el riesgo y nadie tendrá que volver a cargar al mismo sitio.
–¿Qué tiempo hay previsto?
–En esta época no puede ser muy malo. Tenemos un margen de tres días, el último con la luna casi en oscuro, en el primer creciente. A lo mejor tenemos niebla, y eso puede complicar las citas. Pero cada goma llevará un GPS, y el pesquero también. –¿Comunicaciones?
–Las de costumbre: móviles donados o en clave para las gomas y el pesquero, Internet para el barco grande... Boquitoquis STU para la maniobra.
–Quiero a Alberto en la mar, con todos sus aparatos.
Asintió Rizocarpaso, el ingeniero gibraltareño. Era rubio, con cara aniñada, casi lampiño. Introvertido. Muy eficaz en su registro. Llevaba siempre las camisas y los pantalones arrugados de pasar horas delante de un receptor de radio o del teclado de un ordenador. Teresa lo había reclutado porque era capaz de camuflar los contactos y operaciones a través de Internet, desviándolo todo bajo la cobertura ficticia de países sin acceso para las policías europeas y norteamericana: Cuba, India, Libia, Irak. En cuestión de minutos podía abrir, usar y dejar dormidas varias direcciones electrónicas camufladas tras servidores locales de esos u otros países, recurriendo a números de tarjetas de crédito robadas o de testaferros. También era experto en esteganografía y en el sistema de encriptado PGP.
–¿Qué barco? –preguntó el doctor.
–Uno cualquiera, deportivo. Discreto. El Fairline Squadron que tenemos en Banús puede valer –Teresa le indicó al ingeniero una amplia zona en la carta náutica, a poniente de Alborán–. Coordinarás las comunicaciones desde allí.
El gibraltareño moduló una sonrisita estoica. Lataquia y el doctor lo miraban guasones; todos sabían que se mareaba en el mar como un caballo de tiovivo, pero sin duda Teresa tenía sus razones.
–¿Dónde será el encuentro con el Xoloítzcuintle? –quiso saber Rizocarpaso–. Hay zonas donde la cobertura es mala.
–Lo sabrás a su debido tiempo. Y si no hay cobertura, usaremos la radio camuflándonos en canales pesqueros. Frases establecidas para cambios de una frecuencia a otra, entre los ciento veinte y los ciento cuarenta megaherzios. Prepara una lista.
Sonó uno de los teléfonos. La secretaria de la oficina de Marbella había recibido una comunicación de la embajada de México en Madrid. Solicitaban que la señora Mendoza recibiese a un alto funcionario para tratar un asunto urgente. Cómo de urgente, quiso saber Teresa. No lo han dicho, fue la respuesta. Pero el funcionario ya está aquí. Mediana edad, bien vestido. Muy elegante. Su tarjeta dice Héctor Tapia, secretario de embajada. Lleva quince minutos sentado en el vestíbulo. Y lo acompaña otro caballero.
–Gracias por recibirnos, señora.
Conocía a Héctor Tapia. Lo había tratado superficialmente unos años atrás, durante las gestiones con la embajada de México en Madrid para resolver el papeleo de su doble nacionalidad. Una breve entrevista en un despacho del edificio de la Carrera de San Jerónimo. Algunas palabras medio cordiales, la firma de documentos, el tiempo de un cigarrillo, un café, una charla intrascendente. Lo recordaba educadísimo, discreto. Pese a estar al corriente de todo su currículum –o quizás a causa de eso mismo–, la había recibido con amabilidad, reduciendo los trámites al mínimo. En casi doce años, era el único contacto directo que Teresa había mantenido con el mundo oficial mejicano.
–Permítame presentarle a don Guillermo Rangel. Norteamericano.
Se le veía incómodo en la salita de reuniones forrada de nogal oscuro, como quien no está seguro de hallarse en el lugar adecuado. El gringo, sin embargo, parecía a sus anchas. Miraba la ventana abierta a los magnolios del jardín, el antiguo reloj de pared inglés, la calidad de la piel de las butacas, el valioso dibujo de Diego Rivera –Apunte para retrato de Emiliano Zapata– enmarcado en la pared.
–En realidad soy de origen mejicano, como usted –dijo, contemplando todavía el retrato bigotudo de Zapata, con aire complacido–. Nacido en Austin, Tejas. Mi madre era chicana.
Su español era perfecto, con vocabulario norteño, apreció Teresa. Muchos años de práctica. Pelo castaño a cepillo, hombros de luchador. Polo blanco bajo la chaqueta ligera. Ojos oscuros, ágiles y avisados.
–El señor –comentó Héctor Tapia– tiene ciertas informaciones que le gustaría compartir.
Teresa los invitó a ocupar dos de las cuatro butacas colocadas en torno a una gran bandeja árabe de cobre martilleado, y ella se sentó en otra, colocando un paquete de Bisonte y el encendedor sobre la mesa. Había tenido tiempo de arreglarse un poco: pelo recogido en cola de caballo con un pasador de plata, blusa de seda oscura, pantalón tejano negro, mocasines, chaqueta de gamuza en el brazo de la butaca.
–No estoy segura de que esas informaciones me interesen –dijo.
El pelo plateado del diplomático, la corbata y el traje de corte impecable contrastaban con la apariencia del gringo. Tapia se había quitado los lentes de montura de acero y los estudiaba con el ceño fruncido, como si no estuviera satisfecho del estado de los cristales.
–Éstas sí le interesan–se puso los lentes y la miró, persuasivo–. Don Guillermo...
El otro levantó una mano grande y chata. Willy. Pueden llamarme Willy. Todo el mundo lo hace.
–Bien. Pues aquí, Willy, trabaja para el Gobierno americano.
–Para la DEA –matizó el otro, sin complejos. Teresa estaba sacando un cigarrillo del paquete. Siguió haciéndolo sin inmutarse.
–¿Perdón?... ¿Para quién ha dicho?
Se puso el cigarrillo en la boca y buscó el encendedor, pero Tapia se inclinaba ya sobre la mesa, atento, un chasquido, la llama dispuesta.
–De–E–A –repitió Willy Rangel espaciando mucho las siglas–... Drug Enforcement Administration. Ya sabe. La agencia antidrogas de mi país.
–Híjole. No me diga –Teresa echó el humo observando al gringo–... Muy lejos de sus rumbos, lo veo. No sabía que su empresa tuviera intereses en Marbella. –Usted vive aquí.
–¿Y qué tengo yo que ver?
La contemplaron sin decir nada, unos segundos, y luego se miraron el uno al otro. Teresa vio que Tapia enarcaba una ceja, mundano. Es tu asunto, amigo, parecía apuntar el gesto. Yo sólo oficio de acólito.
–Vamos a entendernos, señora –dijo Willy Rangel–. No estoy aquí por nada que tenga que ver con su modo actual de ganarse la vida. Ni tampoco don Héctor, que es tan amable de acompañarme. Mi visita tiene que ver con cosas que ocurrieron hace mucho tiempo...
–Hace doce años –puntualizó Héctor Tapia, como desde lejos. O desde afuera.
Y con otras que están a punto de ocurrir. En su tierra.
–Mi tierra, dice. –Eso es.
Teresa miró el cigarrillo. No voy a terminármelo, decía el gesto. Tapia lo entendió a la perfección, pues dirigió al otro una ojeada inquieta. Órale que se nos va, acuciaba sin palabras. Rangel parecía de la misma opinión. Así que fue al grano.
–¿Le dice algo el nombre de César Batman Güemes?
Tres segundos de silencio, dos miradas pendientes de ella. Echó el humo tan despacio como pudo. –Pues fíjense que no.
Las dos miradas se cruzaron entre sí. De nuevo a ella.
–Sin embargo –dijo Rangel–, usted lo conoció hace tiempo.
–Qué raro. Entonces nomás lo recordaría, ¿verdad? –miró el reloj de pared, en busca de un modo cortés de ponerse en pie y zanjar aquello–... Y ahora, si me disculpan...
Los dos hombres se miraron de nuevo. Entonces el de la DEA sonrió. Lo hizo con una mueca amplia, simpática. Casi bonachona. En su oficio, pensó Teresa, alguien que sonríe así es que reserva el efecto para las grandes ocasiones.
–Concédame sólo cinco minutos más –dijo el gringo–. Para contarle una historia.
–Sólo me gustan las historias con final bien padre. –Es que este final depende de usted.
Y Guillermo Rangel, a quien todo el mundo llamaba Willy, se puso a contar. La DEA, explicó, no era un cuerpo de operaciones especiales. Lo suyo era recopilar datos de tipo policial, mantener una red de confidentes, pagarlos, elaborar informes detallados sobre actividades relacionadas con la producción, tráfico y distribución de drogas, ponerle nombres y apellidos a todo eso y estructurar un caso para que se sostuviera ante un tribunal. Por eso utilizaba agentes. Como él mismo. Personas que se introducían en organizaciones de narcotraficantes y actuaban allí. El propio Rangel había trabajado así, primero infiltrado en grupos chicanos de la bahía de California y luego en México, como controlador de agentes encubiertos, durante ocho años; menos un período de catorce meses que estuvo destinado en Medellín, Colombia, de enlace entre su agencia y el Bloque de Búsqueda de la policía local encargado de la captura y muerte de Pablo Escobar. Y, por cierto, la foto famosa del narco abatido, rodeado por los hombres que lo mataron en Los Olivos, la había hecho el propio Rangel. Ahora estaba enmarcada en la pared de su despacho, en Washington D. C.
–No veo qué puede interesarme a mí de todo eso –dijo Teresa.