174034.fb2 La reina del Sur - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 34

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Apagaba el cigarrillo en el cenicero, sin prisas, pero resuelta a terminar aquella conversación. No era la primera vez que policías, agentes o traficantes venían con historias. No tenía ganas de perder el tiempo.

–Se lo cuento –dijo sencillamente el gringo– para situarle mi trabajo.

–Está situadísimo. Y ahora, si me disculpan... Se puso en pie. Héctor Tapia también se levantó con reflejo automático, abotonándose la chaqueta. Miraba a su acompañante, desconcertado e inquieto. Pero Rangel seguía sentado.

–El Güero Dávila era agente de la DEA –dijo con sencillez–. Trabajaba para mí, y por eso lo mataron. Teresa estudió los ojos inteligentes del gringo, que acechaban el efecto. Ya soltaste el golpe de teatro, pensó. Y ni modo, salvo que te quede más parque. Sentía deseos de reír a carcajadas. Una risa aplazada doce años, desde Culiacán, Sinaloa. La broma póstuma del pinche Güero. Pero se limitó a encoger los hombros.

–Ahora –dijo con mucha sangre fría–, cuénteme algo que yo no sepa.

Ni la mires, había dicho el Güero Dávila. La agenda ni la abras, prietita. Llévasela a don Epifanio Vargas y cámbiasela por tu vida. Pero aquella tarde, en Culiacán, Teresa no pudo resistir la tentación. Pese a lo que pensaba el Güero, ella tenía ideas propias, y sentimientos. También curiosidad por saber en qué infierno acababan de meterla. Por eso, momentos antes de que el Gato Fierros y Pote Gálvez aparecieran en el apartamento cercano al mercado Garmendia, infringió las reglas, pasando páginas de aquella libreta de piel donde estaban las claves de lo que había ocurrido y de lo que estaba a punto de ocurrir. Nombres, direcciones. Contactos a uno y otro lado de la frontera. Tuvo tiempo de asomarse a la realidad antes de que todo se precipitara y se viera huyendo con la Doble Águila en la mano, sola y aterrorizada, sabiendo exactamente de qué intentaba escapar. Lo resumió bien aquella misma noche, sin pretenderlo, el propio don Epifanio Vargas. A tu hombre, fue lo que dijo, le gustaban demasiado los albures. Las bromas, el juego. Las apuestas arriesgadas que hasta la incluían a ella misma. Teresa sabía todo eso al acudir a la capilla de Malverde con la agenda que nunca debió leer y que había leído, maldiciendo al Güero por semejante forma de ponerla en peligro justo para salvarla. Un razonamiento típico del jugador cabrón aficionado a meter en la boca del coyote su cabeza y la de otros. Si me queman, había pensado el hijo de su pinche madre, Teresa no tiene salvación. Inocente o no, son las reglas. Pero había una remota posibilidad: demostrar que ella realmente actuaba de buena fe. Porque Teresa nunca habría entregado la agenda a nadie, de conocer lo que tenía dentro. Nunca, de estar al corriente del juego peligroso del hombre que llenó esas páginas de mortales anotaciones. Llevándosela a don Epifanio, padrino de Teresa y del propio Güero, ella demostraba su ignorancia. Su inocencia. Nunca se habría atrevido, en caso contrario. Y esa tarde, sentada en la cama del apartamento, pasando las páginas que eran al mismo tiempo su sentencia de muerte y su única salvación posible, Teresa maldijo al Güero porque al fin lo comprendía todo muy bien. Echar a correr sin más era condenarse a sí misma a no llegar lejos. Tenía que entregar la agenda para demostrar precisamente que ignoraba su contenido. Necesitaba tragarse el miedo que le retorcía las tripas y mantener la cabeza tranquila, la voz neutra en su punto exacto de angustia, la súplica sincera al hombre en quien el Güero y ella confiaban. La morra del narco, el animalito asustado. Yo no sé nada. Nomas dígame usted, don Epifanio, qué iba yo a leer. Por eso seguía viva. Y por eso ahora, en el saloncito de su despacho de Marbella, el agente de la DEA Willy Rangel y el secretario de embajada Héctor Tapia la miraban boquiabiertos, uno sentado y el otro de pie, todavía con los dedos en los botones de la chaqueta.

–¿Lo ha sabido todo este tiempo? –preguntó el gringo, incrédulo.

–Hace doce años que lo sé.

Tapia se dejó caer de nuevo en la butaca, esta vez olvidando soltarse los botones.

–Cristo bendito –dijo.

Doce años, se dijo Teresa. Superviviente a un secreto de los que mataban. Porque aquella última noche de Culiacán, en la capilla de Malverde, en la atmósfera sofocante del calor húmedo y el humo de las velas, ella había jugado sin apenas esperanza el juego dispuesto por su hombre muerto, y ganó. Ni su voz, ni sus nervios, ni su miedo la traicionaron. Porque era un buen tipo, don Epifanio. Y la quería. Los quería a los dos, pese a comprender mediante la agenda –quizá lo sabía de antes, o no– que Raimundo Dávila Parra trabajaba para la agencia antidrogas del Gobierno americano, y que seguramente el Batman Güemes lo hizo bajar por eso. Y así Teresa pudo engañarlos a todos, rifándose la loca apuesta en el filo de la navaja, justo como había previsto el Güero que sucedería. Imaginó la conversación de don Epifanio, al día siguiente. Ella no sabe nada. Ni madres. ¿Cómo iba a traerme la pinche agenda si supiera? Así que podéis dejarla en paz. Órale. Sólo fue una posibilidad entre cien, pero bastó para salvarla.

Ahora Willy Rangel observaba a Teresa con mucha atención, y también con un respeto que antes no estaba allí. En tal caso, apuntó, le ruego que tome asiento de nuevo y escuche lo que vengo a decirle. Señora. En este momento es más necesario que nunca. Teresa dudó un instante, pero sabía que el gringo llevaba razón. Miró a un lado y a otro y luego la hora que marcaba el reloj de pared, simulando impaciencia. Diez minutos, dijo. Ni uno mas. Después volvió a sentarse y encendió otro Bisonte. Tapia estaba aún tan asombrado, en su butaca, que esta vez tardó en ofrecerle fuego; y cuando al fin acercó la llama del encendedor, murmurando una disculpa, ella había encendido el cigarrillo con el suyo propio.

Entonces el hombre de la DEA contó la verdadera historia del Güero Dávila.

Raimundo Dávila Parra era de San Antonio, Tejas. Chicano. Nacionalidad norteamericana desde los diecinueve años. Tras haber trabajado muy joven en el lado ilegal del narcotráfico, pasando mariguana en pequeñas cantidades por la frontera, fue reclutado por la agencia antidrogas después de que lo detuvieran en San Diego con cinco kilos de mota. Tenía condiciones, y era aficionado al riesgo y a las emociones fuertes. Valiente, frío pese a su apariencia extrovertida, tras un período de adiestramiento, que oficialmente pasó en una cárcel del norte –de hecho estuvo una temporada para afianzar su cobertura–, el Güero fue enviado a Sinaloa con la misión de infiltrarse en las redes de transporte del cártel de Juárez, donde tenía viejas amistades. Le gustaba aquel trabajo. Le gustaba el ' dinero. También le gustaba volar, y había hecho un curso de piloto en la DEA, aunque como cobertura hizo otro en–.

Culiacán. Durante varios años se introdujo en los medios narcotraficantes a través de Norteña de Aviación, primero como empleado de confianza de Epifanio Vargas, con quien actuó en las grandes operaciones de transporte aéreo del Señor de los Cielos, y luego como piloto de Cesar Batman Güemes. Willy Rangel fue su controlador. Nunca se comunicaban por teléfono excepto en casos de emergencia. Se citaban una vez al mes en hoteles discretos de Mazatlán y Los Mochis. Y toda la información valiosa que la DEA obtuvo del cártel de Juárez durante aquel tiempo incluidas las feroces luchas por el poder que enfrentaron a los narcos mejicanos al independizarse de las mafias colombianas, provino de la misma fuente. El Güero valía su peso en coca.

Por fin, lo mataron. El pretexto formal era cierto: aficionado a correr riesgos extra, aprovechaba los viajes en avioneta para transportar droga propia. Le gustaba jugar a varias bandas, y en aquello estaba implicado su pariente el Chino Parra. La DEA andaba más o menos al corriente; pero se trataba de un agente valioso y le daban su margen. El caso es que al final los narcos le ajustaron las cuentas. Durante algún tiempo, Rangel tuvo la duda de si fue por las transas privadas con droga o porque alguien lo delató. Tardó tres años en averiguarlo. Un cubano detenido en Miami, que trabajaba para la gente de Sinaloa, se acogió a la normativa sobre testigos protegidos y llenó dieciocho horas de cinta magnetofónica con sus revelaciones. En ellas contó que el Güero Dávila fue asesinado porque alguien desmontó su cobertura. Un fallo tonto: un funcionario norteamericano de Aduanas de El Paso accedió casualmente a una información confidencial, y se la vendió a los narcos por ochenta mil dólares. Los otros ataron cabos, empezaron a sospechar y de algún modo centraron al Güero.

–Lo de la droga en la Cessna –concluyó Rangel– fue un pretexto. Iban por él. Lo curioso es que quienes lo bajaron no sabían que era agente nuestro.

Se quedó callado. Teresa todavía encajaba aquello. –¿Y cómo puede estar seguro?

El gringo afirmó con la cabeza. Profesional. –Desde el asesinato del agente Camarena, los narcos saben que nunca perdonamos la muerte de uno de nuestros hombres. Que persistimos hasta que los responsables mueren o son encarcelados. Ojo por ojo. Es una regla; y si de algo entienden ellos es de códigos y de reglas. Había una frialdad nueva en la exposición. Somos muy malos enemigos, decía el tono. A las malas. Con dólares y con una tenacidad de poca madre.

–Pero al Güero se lo mataron bien muerto. –Ya –Rangel movía la cabeza otra vez–. Por eso le digo que quien dio la orden directa de montar la celada en el Espinazo del Diablo ignoraba que era un agente... El nombre tal vez le suene, aunque hace un rato negó conocerlo: César Batman Güemes.

–No lo recuerdo.

–Claro. Aun así, estoy en condiciones de asegurarle que él se limitaba a cumplir un encargo. Ese güey trafica a su aire, le dijeron. Convendría un escarmiento. Nos consta que el Batman Güemes se hizo de rogar. Por lo visto el Güero Dávila le caía bien... Pero en Sinaloa, los compromisos son los compromisos.

–¿Y quién, según usted, hizo el encargo e insistió en la muerte del Güero?

Rangel se frotó la nariz, miró a Tapia y después volvió a Teresa, sonriendo torcido. Estaba en el borde de la butaca, las manos apoyadas en las rodillas. Ya no parecía bonachón. Ahora, decidió ella, la suya era la actitud de un perro de presa rencoroso y con buena memoria.

–Otro al que seguro que tampoco recuerda... El hoy diputado por Sinaloa y futuro senador Epifanio Vargas Orozco.

Teresa apoyó la espalda en la pared y miró a los escasos clientes que a esa hora bebían en el Olde Rock. A menudo reflexionaba mejor cuando estaba entre desconocidos, observando, en vez de hallarse a solas con la otra mujer que arrastraba consigo. De regreso a Guadalmina le había dicho de pronto a Pote Gálvez que se dirigiera a Gibraltar; y tras cruzar la verja fue guiando al gatillero por las estrechas calles hasta que le ordenó estacionar la Cherokee frente a la fachada blanca del pequeño bar inglés donde solía ir en otro tiempo –en otra vida– con Santiago Fisterra. Todo seguía igual allí dentro: las metopas y jarras en. las vigas del techo, las paredes cubiertas con fotos de barcos, grabados históricos y recuerdos marineros. Encargó en la barra una Foster's, la cerveza que siempre bebía Santiago cuando estaban allí, y fue a sentarse, sin probarla, en la mesa de costumbre, junto a la puerta, bajo el cuadrito con la muerte del almirante inglés –ahora ya sabía quién era aquel Nelson y cómo le habían partido la madre en Trafalgar–. La otra Teresa Mendoza rondaba estudiándola de lejos, atenta. A la espera de conclusiones. De una reacción a todo cuanto acababan de contarle, que poco a poco completaba el cuadro general que la explicaba a ella, y a la otra, y también aclaraba al fin todos los acontecimientos que la llevaron hasta ese jalón de su vida. Y ahora sabía incluso mucho más de lo que creyó saber.

He tenido mucho gusto, había sido su respuesta. Eso fue exactamente lo que dijo cuando el hombre de la DEA y el hombre de la embajada terminaron de contarle lo que fueron a contar y se quedaron observándola en espera de una reacción. Ustedes están locos, he tenido mucho gusto, adiós. Los vio irse decepcionados. Tal vez aguardaban comentarios, promesas. Compromisos. Pero su rostro inexpresivo, sus modales indiferentes, les dejaron poca esperanza. Ni modo. Nos manda a chingar a nuestra madre, había dicho en voz baja Héctor Tapia cuando se iban, pero no lo bastante bajo como para que ella no lo oyera. Pese a sus exquisitos modales, el diplomático parecía abatido. Piénselo bien, fue el comentario del otro. Su despedida. Pues no veo, respondió ella cuando ya les cerraban la puerta detrás, qué es lo que tendría que pensar. Sinaloa está muy lejos. Permiso.

Pero seguía allí sentada, en el bar gibraltareño, y pensaba. Recordaba punto por punto, ordenando en su cabeza todo lo dicho por Willy Rangel. La historia de don Epifanio Vargas. La del Güero Dávila. Su propia historia. Fue el antiguo jefe del Güero, había dicho el gringo, el mismo don Epifanio, quien averiguó el asunto de la DEA. Durante su época inicial como propietario de Norteña de Aviación, Vargas había alquilado sus aviones a Southern Air Transport, una tapadera del Gobierno norteamericano para el transporte de armas y cocaína con el que la CIA financiaba la guerrilla de la contra en Nicaragua; y el propio Güero Dávila, que en ese tiempo ya era agente de la DEA, fue uno de los pilotos que descargaban material de guerra en el aeropuerto de Los Llanos, Costa Rica, regresando a Fort Lauderdale, en Florida, con droga del cártel de Medellín. Terminado todo aquello, Epifanio Vargas mantuvo buenas conexiones al otro lado, y así pudo enterarse más tarde de la filtración del funcionario de Aduanas que delató al Güero. Vargas pagó al chivato y durante cierto tiempo se guardó la información sin tomar decisiones. El chaca de la sierra, el antiguo campesino paciente de San Miguel de los Hornos, era de los que no se precipitaban nunca. Estaba casi fuera del negocio directo, sus rumbos eran otros, la actividad farmacéutica que manejaba de lejos iba bien, y las privatizaciones estatales de los últimos tiempos le permitieron blanquear grandes capitales. Mantenía a su familia en un inmenso rancho cercano a El Limón, por el que había cambiado la casa de la colonia Chapultepec de Culiacán, y a su amante, una conocida ex modelo y presentadora de televisión, en una lujosa vivienda de Mazatlán. No veía la necesidad de complicarse con decisiones que podían perjudicarlo sin otro beneficio que la venganza. El Güero trabajaba ahora para el Batman Güemes, y ése no era asunto de Epifanio Vargas.

Sin embargo, había seguido contando Willy Rangel, las cosas cambiaron. Vargas hizo mucho dinero con el negocio de la efedrina: cincuenta mil dólares el kilo en los Estados Unidos, frente a los treinta mil de la cocaína y los ocho mil de la mariguana. Tenía buenas relaciones que le abrían las puertas de la política; era momento de rentabilizar el medio millón mensual que durante años invirtió en sobornar a funcionarios públicos. Veía ante sí un futuro tranquilo y respetable, lejos de los sobresaltos del viejo oficio. Después de establecer lazos financieros, de corrupción o de complicidad con las principales familias de la ciudad y el estado, tenía dinero suficiente para decir basta, o para seguir ganándolo por medios convencionales. Ásí que de pronto empezó a morir gente sospechosamente relacionada con su pasado: policías, jueces, abogados. Dieciocho en tres meses. Era como una epidemia. Y en ese panorama, la figura del Güero representaba también un obstáculo: sabía demasiadas cosas de los tiempos heroicos de Norteña de Aviación. El agente de la DEA se clavaba en su pasado como una cuña peligrosa que podía dinamitar el futuro.

Pero Vargas era listo, matizó Rangel. Muy listo, con aquella astucia campesina que lo había llevado hasta donde estaba. De modo que le endosó el trabajo a otro, sin revelar por qué. El Batman Güemes nunca habría liquidado a un agente de la DEA; pero un piloto de avionetas que iba por libre, engañando a sus jefes un poquito por aquí y un poquito por allá, era otra cosa. Vargas le insistió al Barman: un escarmiento ejemplar, etcétera. A él y a su primo. Algo para desanimar a quienes andan en tales transas. A mí también me dejó asuntos pendientes, así que considéralo un favor personal. Y a fin de cuentas, tú eres ahora su patrón. La responsabilidad es tuya.

–¿Desde cuándo saben todo eso? –preguntó Teresa.

–En parte, desde hace mucho. Casi cuando ocurrió –el hombre de la DEA movía las manos para subrayar lo obvio–. El resto hará cosa de dos años, cuando el testigo protegido nos puso al corriente de los detalles... También dijo algo más –hizo una pausa observándola atento, como si la invitara a cubrir ella misma los puntos suspensivos–... Que más tarde, cuando usted empezó a crecer a este lado del Atlántico, Vargas se arrepintió de haberla dejado salir viva de Sinaloa. Que le recordó al Batman Güemes que tenía cosas pendientes allá en su tierra... Y que el otro envió dos pistoleros a completar el trabajo.

Es tu historia, apuntaba la expresión inescrutable de Teresa. Tú eres quien la trae entre manos.

–No me diga. ¿Y qué pasó?

–Eso tendría que contarlo usted. De ellos nunca más se supo.

Terció Héctor Tapia, suave.

–De uno de ellos, quiere decir el señor. Por lo visto, otro sigue aquí. Retirado. O casi.

–¿Y por qué vienen a platicarme ahorita todo eso?

Rangel miró al diplomático. Ahora sí que es de veras tu turno, decía aquella mirada. Tapia se quitó otra vez los lentes y volvió a ponérselos. Después se miró las uñas como si llevara notas escritas allí.

–En los últimos tiempos –dijo–, la carrera política de Epifanio Vargas ha ido para arriba. Imparable. Demasiada gente le debe demasiado. Muchos lo quieren o lo temen, y casi todos lo respetan. Tuvo la habilidad de salirse de las actividades directas del cártel de Juárez antes de que éste empezara sus enfrentamientos graves con la justicia, cuando la lucha se llevaba a cabo casi en exclusiva contra los competidores del Golfo... En su carrera ha involucrado lo mismo a jueces, empresarios y políticos que a altas autoridades de la Iglesia mejicana, a policías y a militares: el general Gutiérrez Rebollo, que estuvo a punto de ser nombrado fiscal antidrogas de la República antes de que se descubrieran sus vínculos con el cártel de Juárez y acabara en el penal de Almoloya, era íntimo suyo... Y después está la faceta popular: desde que consiguió que lo nombraran diputado estatal, Epifanio Vargas hizo mucho por Sinaloa, invirtió dinero, creó puestos de trabajo, ayudó a la gente...

–Eso no es malo –interrumpió Teresa–. Lo normal en México es que quienes se roban el país lo guarden todo para ellos... El PRI pasó setenta años haciéndolo.

Hay matices, repuso Tapia. De momento, ya no gobierna el PRI. Los nuevos aires condicionan mucho. Tal vez al final cambien pocas cosas, pero existe la intención indudable de cambiar. O de intentarlo. Y justo en este momento, Epifanio Vargas está a punto de ser designado senador de la República...

Y alguien quiere fregárselo –comprendió Teresa. –Sí. Tal vez sea una forma de expresarlo. Por una parte, un sector político de mucho peso, vinculado al Gobierno, no desea ver en el Senado de la nación a un narco sinaloense, incluso aunque esté oficialmente retirado y sea ya diputado en ejercicio... También hay viejas cuentas que sería prolijo detallar.

Teresa imaginaba esas cuentas. Todos hijos de su pinche madre, en guerras sordas por el poder y el dinero, los cárteles de la droga y los amigos de los respectivos cárteles y las distintas familias políticas relacionadas o no con la droga. Gobierne quien gobierne. México lindo, como de costumbre.

–Y por parte nuestra –apuntó Rangel– no olvidamos que hizo matar a un agente de la DEA. –Exacto –aquella responsabilidad compartida parecía aliviar a Tapia–. Porque el Gobierno de la Unión Americana, que como usted sabe, señora, sigue muy de cerca la política de nuestro país, tampoco vería con buenos ojos a un Epifanio Vargas senador... Así que se intenta crear una comisión de alto rango para actuar en dos fases: primera, abrir una investigación sobre el pasado del diputado. Segunda, si reúnen las pruebas necesarias, desaforarlo y acabar con su carrera política, llegando incluso a un proceso judicial.

–A cuyo término –dijo Rangel– no excluimos la posibilidad de solicitar su extradición a los Estados Unidos.

Y qué pinto yo en ese desmadre, quiso saber Teresa. A qué viene viajar hasta aquí para contármelo como si fuéramos todos carnales. Entonces Rangel y Tapia se miraron de nuevo, el diplomático carraspeó un instante, y mientras sacaba un cigarrillo de una pitillera de plata –ofreciéndole a Teresa, que negó con la cabeza–, dijo que el Gobierno mejicano había seguido con atención la, ejem, carrera de la señora en los últimos años. Que nada había contra ella, pues sus actividades se realizaban, hasta donde podía saberse, fuera del territorio nacional –una ciudadana ejemplar, apuntó Rangel por su parte, tan serio que la ironía quedó diluida en las palabras–, Y que en vista de todo eso, las autoridades correspondientes estaban dispuestas a llegar a un pacto. Un acuerdo satisfactorio para todos. Cooperación a cambio de inmunidad.

Teresa los observaba. Suspicaz. –¿Qué clase de cooperación?

Tapia se encendió el cigarrillo con mucho cuidado. El mismo con el que parecía meditar sobre lo que estaba a punto de decir. O más bien sobre la forma de decirlo.

–Usted tiene cuentas personales allí. También sabe mucho sobre la época del Güero Dávila y la actividad de Epifanio Vargas –se decidió al fin–... Fue testigo privilegiado y casi le cuesta la vida... Hay quien piensa que tal vez la beneficiaría un arreglo. Posee medios sobrados para dedicarse a otras actividades, disfrutando de lo que tiene y sin preocuparse por el futuro.