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El otro se removió en el asiento. Un hombre decente, había dicho siempre el Güero. Un chaca bueno y justo, de ley. El mejor patrón que tuve nunca.
–Y yo lo quería –don Epifanio hablaba muy quedo, como si recelara de que el guarura de la puerta lo oyese hablar de sentimientos–. Y a ti también... Pero con sus pendejadas te puso en mala situación.
–Necesito ayuda.
–Yo no puedo mezclarme en esto. –Usted tiene mucho poder.
Lo oyó chasquear la lengua con desaliento e impaciencia. En aquel negocio, explicó don Epifanio siempre en voz baja y dirigiendo miradas furtivas al guardaespaldas, el poder era una cosa relativa, efímera, sujeta a reglas complicadas. Y él lo conservaba, puntualizó, porque no iba escarbando donde no debía. El Güero ya no trabajaba para él; era asunto de sus jefes de ahora. Y esa gente mochaba parejo.
–No tienen nada personal contra ti, Teresita. Ya los conoces. Pero es su manera de hacer las cosas... Tienen que dar ejemplo.
–Usted podría hablar con ellos. Decirles que no sé nada.
–Saben de sobra que tú no sabes nada. Ése no es el problema... Y yo no puedo comprometerme. En esta tierra, quien hoy pide favores tiene que devolverlos mañana.
Ahora miraba la Doble Águila que ella mantenía sobre los muslos, una mano apoyada con descuido en la culata. Sabía que el Güero la enseñó a tirar tiempo atrás, hasta conseguir que acertara a seis botes vacíos de cerveza Pacífico, uno tras otro, a diez pasos. Al Güero siempre le habían gustado la Pacífico y las mujeres medio bravas, aunque Teresa no soportara la cerveza y se asustara a cada estampido de la pistola.
Además –prosiguió don Epifanio–, lo que me has contado empeora las cosas. No pueden dejar que les truenen a un hombre, y menos que lo haga una hembra... Serían la risa de todo Sinaloa.
Teresa miró sus ojos oscuros e impasibles. Ojos duros de indio norteño. De superviviente.
–No puedo comprometerme –le oyó repetir. Y don Epifanio se levantó. Ya valió madres, pensó ella. Aquí termina todo. El vacío del estómago se agrandaba hasta abarcar la noche que acechaba afuera, inexorable. Se rindió, pero la mujer que la observaba entre las sombras no quiso hacerlo.
–El Güero dijo que me ayudaría –insistió terca, como si hablara consigo misma–. Llévale la agenda, dijo, y cámbiasela por tu vida.
A tu hombre le gustaban demasiado los albures. –Yo no sé de eso. Pero sé lo que me dijo.
Había sonado más a queja que a súplica. Una queja sincera y muy amarga. O un reproche. Después se quedó un momento callada y al fin alzó el rostro, igual que el reo cansado que aguarda un veredicto. Don Epifanio estaba de pie ante ella, y parecía más grande y corpulento que nunca. Golpeteaba con los dedos en la agenda del Güero. –Teresita...
–Mande.
Seguía tamborileando los dedos en la agenda. Lo vio mirar la efigie del santo, de nuevo al guarura de la puerta, de vuelta a ella. Luego se detuvo otra vez en la pistola. –¿La neta que no leíste nada?
–Lo juro. Nomás dígame qué iba a leer.
Un silencio. Largo, pensó ella, como una agonía. Oía chisporrotear los pábilos de las velas en el altar. –Sólo tienes una posibilidad –dijo el otro al fin. Teresa se aferró a esas palabras, con la mente avivada de pronto como si acabara de meterse dos pases de doña Blanca. La otra mujer había desaparecido entre las sombras. Y de nuevo era ella. O al contrario.
–Me basta con una –dijo. –¿Tienes pasaporte?
–Sí. Con visa americana. –¿Y dinero?
–Veinte mil dólares y unos pocos pesos –abría la bolsa a sus pies para mostrarlo, esperanzada–. También una bolsa de polvo de diez o doce onzas.
–El polvo déjalo. Es peligroso andar con eso por ahí... ¿Sabes conducir?
–No –se había puesto en pie y lo miraba de cerca, atenta. Concentrada en seguir viva–. Ni siquiera tengo licencia.
–Dudo que puedas llegar al otro lado. Te pisarán la huella en la frontera, y ni entre gringos ibas a estar segura... Lo mejor sería que salieras esta mera noche. Puedo prestarte el carro con un chofer de confianza... Puedo hacer eso y que te lleve al Deefe. Directamente al aeropuerto, y allí te agarras el primer avión.
–¿Adónde?
–Me vale verga adónde. Pero si quieres ir a España, tengo amigos allí. Gente que me debe favores... Si mañana me llamas antes de subir al avión, podré darte un nombre y un número de teléfono. Después será asunto tuyo.
–¿No hay otra?
–Ni modo. Con ésta, o te encabestras o te ahorcas. Teresa miró alrededor, buscando en las sombras de la capilla. Estaba absolutamente sola. Nadie decidía por ella, ahora. Pero seguía viva.
–Tengo que irme –se impacientaba don Epifanio–. Decídete.
–Ya decidí. Haré lo que usted mande.
–Bien –Don Epifanio observó cómo ella ponía el seguro a la pistola y se la metía atrás en la cintura, entre los tejanos y la piel, antes de cubrirse con la chamarra– ... Y recuerda una cosa: ni siquiera allí estarás a salvo. ¿Comprendes?... Si yo tengo amigos, ellos también. Así que procura enterrarte tan hondo que no te encuentren.
Teresa asintió de nuevo. Había sacado el paquete de coca de la bolsa y lo colocaba en el altar, bajo la efigie de Malverde. A cambio encendió otra vela. Santa Virgencita, rezó un instante en silencio. Santo Patrón. Dios vendiga mi camino y permita mi regreso. Se persignó casi furtivamente.
–Siento de verdad lo del Güero –dijo don Epifanio a su espalda–. Era un buen tipo.
Teresa se había vuelto al oír eso. Ahora estaba tan lúcida y serena que sentía la garganta seca y la sangre circular muy despacio, latido a latido. Se echó la bolsa al hombro, sonriendo por primera vez en todo el día: una sonrisa que marcó su boca como un impulso nervioso, inesperado. Y aquella sonrisa, o lo que fuera, debía de ser extraña, pues don Epifanio la miró con un poco de sorpresa y el pensamiento a la vista, por una vez reflejado en la cara. Teresita Mendoza. Chale. La morra del Güero. La hembra de un narco. Una chava como tantas, más bien callada, ni demasiado despierta ni demasiado bonita. Y sin embargo la estudió de ese modo reflexivo y cauto, con mucha atención, como si de pronto se viera frente a una desconocida.
–No –dijo ella–. El Güero no era un buen tipo. Era un hijo de su pinche madre.
–Ella no era nadie –dijo Manolo Céspedes. –Explícame eso.
Acabo de hacerlo –mi interlocutor me apuntaba con dos dedos entre los que sostenía un cigarrillo–. Nadie significa nadie. Una paria. Llegó con lo puesto, como quien busca enterrarse en un agujero... Todo fue casualidad. –También algo más. Era una chica lista.
–¿Y qué?... Conozco a muchas chicas listas que han terminado en una esquina.
Miró a uno y otro lado de la calle, como si buscara algún ejemplo que mostrarme. Estábamos sentados bajo la marquesina de la terraza de la cafetería California, en Melilla. Un sol africano, cenital, amarilleaba las fachadas modernistas de la avenida Juan Carlos I. Era la hora del aperitivo, y las aceras y terrazas rebosaban de paseantes, ociosos, vendedores de lotería y limpiabotas. La indumentaria europea se mezclaba con yihabs y chilabas morunas, acentuando el ambiente de tierra fronteriza, a caballo entre dos continentes y varias culturas. Al fondo, donde la plaza de España y el monumento a los muertos en la guerra colonial de 1921 –un joven soldado de bronce con el rostro vuelto hacia Marruecos–, las copas de las palmeras anunciaban la proximidad del Mediterráneo.
–Yo no la conocí entonces –prosiguió Céspedes–. En realidad ni me acuerdo de ella. Una cara detrás de la barra del Yamila, a lo mejor. O ni eso. Sólo mucho después, al oír cosas aquí y allá, terminé asociándola con la otra Teresa Mendoza... Ya te lo he dicho. En aquella época no era nadie.
Ex comisario de policía, ex jefe de seguridad de La Moncloa, ex delegado del Gobierno en Melilla: a Manolo Céspedes el azar y la vida lo habían hecho todo eso; pero lo mismo podía haber sido torero templado y sabio, gitano guasón, pirata bereber o astuto diplomático rifeño. Era un viejo zorro, moreno, enjuto como un legionario grifota, con mucha experiencia y mucha mano izquierda. Nos habíamos conocido dos décadas atrás, durante una época de violentos incidentes entre las comunidades europea y musulmana, que pusieron a Melilla en primera plana de los periódicos cuando yo me ganaba el jornal escribiendo en ellos. Y por aquel tiempo, melillense de nacimiento y máxima autoridad civil en el enclave norteafricano, Céspedes ya conocía a todo el mundo: iba de copas al bar de oficiales del Tercio, controlaba una eficaz red de informadores a ambos lados de la frontera, cenaba con el gobernador de Nador y tenía en nómina lo mismo a mendigos callejeros que a miembros de la Gendarmería Real marroquí. Nuestra amistad databa de entonces: largas charlas, cordero con especias morunas, ginebras con tónica hasta altas horas de la madrugada. Hoy por ti, mañana por mí. Ahora, jubilado de su cargo oficial, Céspedes envejecía aburrido y pacífico, dedicado a la política local, a su mujer, a sus hijos y al aperitivo de las doce. Mi visita alteraba felizmente su rutina diaria.
–Te digo que todo fue casualidad –insistió–. Y en su caso, la casualidad se llamaba Santiago Fisterra. Me quedé con el vaso a medio camino, contenido el aliento.
–¿Santiago López Fisterra?
–Claro –Céspedes chupaba el cigarrillo, valorando mi interés –. El gallego.
Solté aire despacio, bebí un poco y me recosté en la silla, satisfecho como quien recobra un rastro perdido, mientras Céspedes sonreía calculando en qué estado situaba eso el balance de nuestra vieja asociación de favores mutuos. Aquel nombre me había llevado hasta allí, en busca de cierto período oscuro en la biografía de Teresa Mendoza. Hasta ese día en la terraza del California, yo sólo contaba con testimonios dudosos y conjeturas. Pudo ocurrir esto. Dicen que pasó aquello. A alguien le habían dicho, o alguien creía saber. Rumores. De lo demás, lo concreto, en los archivos de inmigración del ministerio del Interior sólo figuraba una fecha de entrada –vía aérea, Iberia, aeropuerto de Barajas, Madrid– con el nombre auténtico de Teresa Mendoza Chávez. Luego el rastro oficial parecía perderse durante dos años, hasta que la ficha policial 8653690FA/42, que incluía huellas dactilares, una foto de frente y otra de perfil, clausuraba esa etapa de la vida que yo intentaba reconstruir, y permitía seguirle mejor los pasos a partir de entonces. La ficha era de las antiguas que se hacían en cartulina hasta que la policía española informatizó sus documentos. La había tenido ante mis ojos una semana atrás, en la comisaría de Algeciras, gracias a la gestión de otro antiguo amigo: el comisario jefe de Torremolinos, Pepe Cabrera. Entre la escueta información consignada al dorso figuraban dos nombres: el de un individuo y el de una ciudad. El individuo se llamaba Santiago López Fisterra. La ciudad era Melilla.
Aquella tarde hicimos dos visitas. Una fue breve, triste y poco útil, aunque sirvió para añadir un nombre y un rostro a los personajes de esta historia. Frente al club náutico, al pie de las murallas medievales de la ciudad vieja, Céspedes me señaló a un hombre escuálido, de pelo ceniciento y escaso, que vigilaba los coches a cambio de unas monedas. Estaba sentado en el suelo junto a un noray, mirando el agua sucia bajo el muelle. De lejos lo tomé por alguien mayor, maltratado por el tiempo y la vida; pero al acercarnos comprobé que no debía de tener cuarenta años. Vestía un pantalón remendado y viejo, camiseta blanca insólitamente limpia e inmundas zapatillas de deporte. El sol y la intemperie no bastaban para ocultar el tono grisáceo, mate, de su piel envejecida, cubierta de manchas y con profundas oquedades en las sienes. Le faltaba la mitad de los dientes, y pensé que se parecía a esos despojos que la resaca del mar arroja a las playas y los puertos.
–Se llama Veiga –me dijo Céspedes al acercarnos–. Y conoció a Teresa Mendoza.
Sin detenerse a observar mi reacción dijo hola, Veiga, cómo te va, y luego le dio un pitillo y fuego. No hubo presentaciones ni otros comentarios, y estuvimos allí un rato, callados, mirando el agua, los pesqueros amarrados, el antiguo cargadero de mineral al otro lado de la dársena y las espantosas torres gemelas construidas para conmemorar el quinto centenario de la conquista española de la ciudad. Vi costras y marcas en los brazos y las manos del hombre. Se había levantado para encender el cigarrillo, torpe, balbuceando palabras confusas de agradecimiento. Olía a vino rancio y a miseria rancia. Cojeaba.