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Me vale madres, respondió Teresa. Es a usted a quien le toca batear. Don Epifanio movió afirmativamente la cabeza mientras repetía lo de batear, como si ella hubiese resumido bien el estado de las cosas. Luego alzó las manos para dejarlas caer a los costados con desolación. Debí matarte aquella noche, se lamentó. Aquí mismo. Lo dijo sin pasión en la voz, muy educado y objetivo. Teresa lo miraba desde el barquito, sin moverse. Sí que debió, dijo con calma. Pero no lo hizo, y ahora le cobro. Y quizá. tenga razón en que la cuenta sea excesiva. En realidad se trata del Güero, del Gato Fierros, de otros hombres que ni siquiera conoció. Es usted quien al final paga por todos. Y yo también pago.
–Estás loca.
–No –Teresa se levantó entre los destellos de la puerta y la luz rojiza de las velas–... Lo que estoy es muerta. Su Teresita Mendoza murió hace doce años, y vine a enterrarla.
Apoyó la frente en la ventana medio empañada del segundo piso, sintiendo el vaho húmedo refrescarle la piel. Los focos del jardín hacían relucir las ráfagas de agua, convirtiéndolas en millares de gotas luminosas que se desplomaban en el contraluz, entre las ramas de los árboles, o brillaban suspendidas al extremo de las hojas. Teresa tenía un cigarrillo entre los dedos, y la botella de Herradura Reposado estaba sobre la mesa junto a un vaso, el cenicero lleno, la Sig Sauer con los tres cargadores de reserva. En el estéreo cantaba José Alfredo: Teresa no sabía si era una de las rolas que siempre cargaba para ella Pote Gálvez, el casete de los autos y los hoteles, o si formaba parte del ajuar de la casa:
La mitad de mi copa dejé servida, por seguirte los pasos no sé pa' qué.
Llevaba horas así. Tequila y música. Recuerdos y presente desprovisto de futuro. María la Bandida. Que se me acabe la vida. La noche de mi mal. Se bebió la mitad de la copa que le quedaba y la llenó de nuevo antes de volver a la ventana, procurando que la luz de la habitación no la recortara demasiado. Mojó de nuevo los labios en el tequila mientras canturreaba las palabras de la canción. La mitad de mi suerte te la llevaste. Ojalá que te sirva no sé con quién.
–Se han ido todos, patrona.
Se volvió despacio, sintiendo de pronto mucho frío. Pote Gálvez estaba en la puerta, en mangas de camisa.
Nunca se presentaba así ante ella. Llevaba un boquitoqui en una mano, su revólver en la funda de cuero sujeta al cinturón, y se veía muy serio. Mortal. El sudor le pegaba la camisa al grueso torso.
–¿Cómo que todos?
La miró casi con reproche. Para qué pregunta, si lo entiende. Todos significa todos menos usted y el aquí presente. Eso decía el gatillero sin decirlo.
–Los federales de la escolta –aclaró al fin–. La casa está vacía.
–tY adónde fueron?
El otro no respondió. Se limitaba a encoger los hombros. Teresa leyó el resto en sus ojos de norteño suspicaz. Para detectar perros, Pote Gálvez no necesitaba radar.
–Apaga la luz –dijo.
La habitación quedó a oscuras, iluminada sólo por la claridad del pasillo y los focos de afuera. El estéreo hizo clic y enmudeció José Alfredo. Teresa se acercó al marco de la ventana y echó un vistazo. Lejos, tras la gran verja de la entrada, todo parecía normal: se apreciaban soldados y coches bajo las grandes farolas de la calle. En el jardín, sin embargo, no advirtió movimiento. Los federales que solían patrullarlo no aparecían por ninguna parte.
–¿Cuándo fue el relevo, Pinto?
–Hace quince minutos. Vino un grupo nuevo y se fueron los otros.
–¿Cuántos?
–Los de siempre: tres feos en la casa y seis en el jardín.
–¿Y la radio?
Pote pulsó dos veces el botón del boquitoqui y se lo mostró. Ni madres, mi doña. Nadie dice nada. Pero si quiere podemos platicarle a los guachos. Teresa movió la cabeza. Fue hasta la mesa, empuñó la Sig Sauer y se metió los tres cargadores de reserva en los bolsillos del pantalón, uno en cada bolsillo de atrás y otro en el delantero de la derecha. Pesaban mucho.
–Olvídate de ellos. Demasiado lejos –acerrojó la pistola, clac, clac, un plomo en la recámara y quince en el cargador, y se la fajó en la cintura–. Además, lo mismo están de acuerdo.
–Voy a echar un lente –dijo el gatillero– con su permiso.
Salió de la habitación, el revólver en una mano y el boquitoqui en la otra, mientras Teresa se acercaba de nuevo a la ventana. Una vez allí se asomó con cuidado a observar el jardín. Todo parecía en orden. Por un momento creyó ver dos bultos negros moviéndose entre unos macizos de flores, bajo los grandes mangos. Nada más, y ni siquiera estaba segura de eso.
Tocó la culata de la escuadra, resignada. Un kilo de acero, plomo y pólvora: no era gran cosa para lo que podían estarle organizando afuera. Se quitó el semanario de la muñeca, guardándose en el bolsillo libre los siete aros de plata. No convenía ir haciendo ruido como si llevara un cascabel. Su cabeza funcionaba sola desde hacía rato, apenas Pote Gálvez vino a dar noticia del desmadre. Números a favor y en contra, balances. Lo posible y lo probable. Calculó una vez más la distancia que separaba la casa de la verja principal y de los muros, y repasó lo que durante los últimos días estuvo registrando en la memoria: lugares protegidos y descubiertos, rutas posibles, trampas en las que evitar caer. Había pensado tanto en todo eso que, ocupada ahora en revisarlo punto por punto, no tuvo tiempo de sentir miedo. Excepto que el miedo, esa noche, fuese aquella sensación de desamparo físico: carne vulnerable y soledad infinita.
La Situación.
Se trataba de eso mismo, confirmó de golpe. En realidad no venía a Culiacán para testificar contra don Epifanio Vargas, sino para que Pote Gálvez dijera estamos solos, patrona, y sentirse como ahora, la Sig Sauer fajada a la cintura, dispuesta a pasar la prueba. Lista para franquear la puerta oscura que durante doce años tuvo ante los ojos robándole el sueño en los amaneceres sucios y grises. Y cuando vuelva a ver la luz del día, pensó, si es que llego a verla, todo será distinto. O no.
Se apartó de la ventana, fue hasta la mesa y le dio un último sorbo al tequila. Media copa dejo servida, pensó. Para luego. Aún sonreía de labios adentro cuando Pote Gálvez se recortó en la claridad de la puerta. Traía un cuerno de chivo, y al hombro una bolsa de lona y aspecto pesado. Teresa llevó instintivamente la mano a la escuadra, pero se detuvo a medio camino. El Pinto no, se dijo. Prefiero volver la espalda y que me mate, a desconfiar de él y que se dé cuenta.
–Píquele; patrona –dijo el gatillero–. Nos han tendido un cuatro que ni el del Coyote. Pinches jotos.
–¿Federales o guachos?... ¿O los dos?
–Yo diría que es cosa de los feos, y que los otros miran. Pero cualquiera sabe. ¿Pido ayuda por radio? Teresa se rió. Ayuda a quién, dijo. Si fueron todos a tragar tacos de cabeza y vampiros a la taquería Durango. Pote Gálvez se la quedó mirando, se rascó la sien con el cañón del Aká y al cabo moduló una sonrisa entre aturdida y feroz. Ésa es la neta, mi doña, dijo al fin, comprendiendo. Se hará lo que se pueda. Dijo eso y se quedaron los dos mirándose otra vez entre la luz y la sombra, de un modo con el que nunca se habían encarado antes. Entonces Teresa rió de nuevo, sincera, los ojos muy abiertos e inspirando aire hasta bien adentro, y Pote Gálvez movió la cabeza de arriba abajo como quien entiende un buen chiste. Esto es Culiacán, patrona, dijo el gatillero, y qué buena onda que se carcajee orita. Ojalá pudieran verla esos perros antes de que les abrasemos la madre, o viceversa. Pues a lo mejor me río de puro miedo a morirme, dijo ella. O de miedo a que me duela mientras me muero. Y el otro asintió otra vez y dijo: pos fíjese que como todos, patrona, o qué pensó. Pero eso del picarrón lleva su tiempito. Y mientras nos morimos o no, igual ahí nomás se mueren otros.
Escuchar. Ruidos, crujidos, rumor de lluvia en los cristales y en el tejado. Evitar que todo lo ensordezcan los latidos del corazón, el batir de la sangre en las venas minúsculas que corren por el interior de tus oídos. Calcular cada paso, cada ojeada. La inmovilidad con la boca seca y la tensión que asciende dolorosa por los muslos y el vientre hasta el pecho, cortando la poca respiración que todavía te permites. El peso de la Sig Sauer en la mano derecha, la palma de la mano apretada en torno a la culata. El pelo que apartas de la cara porque se pega a los ojos. La gota de sudor que rueda hasta el párpado y escuece en el lagrimal y terminas enjugando en los labios con la punta de la lengua. Salada.
La espera.
Otro crujido en el pasillo, o tal vez en la escalera. La mirada de Pote Gálvez desde la puerta de enfrente, resignada, profesional. Arrodillado en su falsa gordura, asomando media cara detrás del marco, el cuerno de chivo listo, desprovisto de culata para manejarlo más cómodo, un cargador con treinta tiros metido y otro sujeto con masking tape a ése, boca abajo, listo para dar la vuelta y cambiarlo en cuanto el primero se vacíe.
Más crujidos. En la escalera.
La mitad de mi copa, murmura Teresa sin palabras, dejé servida. Se siente vacía por dentro y lúcida por fuera. No hay reflexiones, ni pensamientos. Nada que no sea repetir absurdamente el estribillo de la canción y concentrar los sentidos en interpretar ruidos y sensaciones. Hay un cuadro al final del corredor, sobre el arranque de la escalera: sementales negros que galopan por una inmensa llanura verde. Delante de todos va un caballo blanco. Teresa cuenta los caballos: cuatro negros y uno blanco. Los cuenta igual que ha contado los doce barrotes de la barandilla que da sobre el hueco de la escalera, los cinco colores de la vidriera que se abre al jardín, las cinco puertas a este lado del pasillo, los tres apliques de luz en las paredes y la lámpara que pende del techo. También cuenta mentalmente la bala en la recámara y las quince en el cargador, el primer tiro en doble acción, un poquito más duro y luego los demás ya salen solos, y así uno tras otro, los cuarenta y cinco del parque de reserva que le pesan en los cargadores que lleva en los bolsillos de los tejanos. Hay para quemar, aunque todo depende de lo que traigan los malandrines. En cualquier caso, es la recomendación de Pote Gálvez, mejor irlo quemando de poquito a poco, patrona. Sin nervios y sin prisas, jalón a jalón. Dura más y se desperdicia menos. Y si acaba el plomo, tíreles mentadas, que también duelen.
Los crujidos son pasos. Y suben.
Una cabeza se asoma con precaución por el rellano. Pelo negro, joven. Un torso y otra cabeza. Llevan armas por delante, cañones que se mueven haciendo arcos en busca de algo a lo que disparar. Teresa extiende el brazo, mira de soslayo a Pote Gálvez, aguanta la respiración, aprieta el gatillo. La Sig Sauer salta escupiendo como truenos, bum, bum, bum, y antes de que suene el tercero se comen todo el sonido del pasillo las ráfagas cortas del Aká del gatillero, raaaca, suena, raaaca, raaaca, y el pasillo se llena de humo acre, y entre el humo se ve deshacerse en fragmentos y astillas la mitad de los barrotes de la escalera, raaaca, raaaca, y las dos cabezas desaparecen y en el piso de abajo hay voces gritando, y ruido de raza que corre; y en ésas Teresa deja de disparar y aparta el arma porque Pote, con una agilidad inesperada en un tipo de sus dimensiones, se incorpora y corre agachado hacia la escalera, raaaca, raaaca, hace de nuevo su cuerno a medio camino, y una vez alli saca el Aká con el caño hacia abajo, sin apuntar, larga otra ráfaga, busca una granada en la bolsa que lleva al hombro, le quita el pasador con los dientes como en las películas, la tira por el hueco de la escalera, se vuelve con una carrerita corta, agachado, y se lanza al piso de un barrigazo mientras el hueco de la escalera hace pum–pumbaaa, y entre humo y ruido y un golpe de aire caliente que le pega en la cara a Teresa, lo que hubiera en la escalera, caballos incluidos, acaba de irse a la chingada.
La de Dios.
Ahora se apaga de golpe la luz en toda la casa. Teresa no sabe si eso es bueno o es malo. Corre a la ventana, mira afuera y comprueba que también el jardín se ha quedado a oscuras, y que las únicas luces son las de la calle al otro lado de los muros y la verja. Corre agachada de regreso a la puerta, tropieza con la mesa y la derriba con todo cuanto tiene encima, el tequila y el tabaco al carajo, se tumba de nuevo, asomando media cara y la pistola. El hueco de la escalera es un pozo seminegro, débilmente iluminado por el resplandor que entra por la vidriera rota que da al jardín.
–¿Cómo se encuentra, mi doña?
Lo de Pote Gálvez ha sido un murmullo. Bien, responde Teresa bajito. Bastante bien. El gatillero no dice nada más. Lo adivina en la penumbra, tres metros más allá, al otro lado del pasillo. Pinto, susurra. Se ve de a madre tu pinche camisa blanca. Pos ni modo, contesta el otro. Ya no es cosa de cambiarse.
–Lo está haciendo bien, patrona. Conserve el parque.
Por qué ahora no tengo miedo, se interroga Teresa. A quién chingados creo que le está pasando todo esto. Se toca la frente con una mano seca, helada, y empuña la escuadra con una mano mojada de sudor. Que alguien me diga cuál de estas manos es mía.
Ahí vuelven los hijos de su madre –susurra Pote Gálvez, encarando el cuerno.
Raaaaca. Raaaca. Ráfagas cortas como las de antes, con los casquillos de 7.62 repiqueteando al caer al suelo por todas partes, el humo arremolinado entre las sombras dándole picor a la garganta, fogonazos del Aká del gatillero, fogonazos de la Sig Sauer que Teresa empuña con ambas manos, bum, bum, bum, abriendo la boca para que los estampidos no le rompan los tímpanos hacia dentro, tirando hacia los fogonazos que surgen de la escalera con zumbidos que pasan, ziaaang, ziaaang, chasquean siniestros contra el yeso de las paredes y la madera de las puertas, y levantan estrépito de cristales rotos al impactar en las ventanas del otro lado del pasillo. El carro de la escuadra detenido atrás de pronto, clic, clac, sin más tiros que pegar, y Teresa desconcertada, hasta que cae en la cuenta y oprime el botón para expulsar el cargador vacío, y mete otro, el que llevaba en el bolsillo delantero de los tejanos, y al liberar el carro éste acerroja una bala. Se dispone a tirar de nuevo pero se contiene, porque Pote ha sacado medio cuerpo fuera de su resguardo y otra granada suya está rodando por el pasillo hasta la escalera, y esta vez el fogonazo es enorme en la oscuridad, pum–pumbaaa de nuevo, cabrones, y cuando el gatillero se incorpora y corre agachado hacia el hueco, con el cuerno listo, Teresa se levanta también y corre a su lado, y llegan juntos a la barandilla deshecha, y al asomarse para quemarlo todo a tiros abajo, los fogonazos de sus disparos alumbran por lo menos dos cuerpos tirados entre los escombros de los escalones.
Chíngale. Le duelen los pulmones de respirar la pólvora. Ahoga la tos lo mejor que puede. No sabe cuánto tiempo ha pasado. Tiene mucha sed. No tiene miedo.
–¿Cuánto parque, patrona?