174034.fb2 La reina del Sur - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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Esas veces él salía de casa, al centro de la ciudad. Durante un tiempo Teresa sospechó que tenía otra amante –las tenía sin duda, como todos, pero ella recelaba que hubiese una en particular–. Eso la volvía loca de vergüenza y celos; de manera que una mañana lo siguió hasta las cercanías del mercado Garmendia, disimulada entre la gente, hasta verlo meterse en la cantina La Ballena: Prohibida la entrada a vendedores, limosneros y menores de edad. El cartel de la puerta no mencionaba a las mujeres, pero todo el mundo sabía que ésa era una de las dos normas tácitas del local: sólo cerveza y sólo hombres. Así que estuvo parada en la calle mucho rato, más de media hora junto al escaparate de una zapatería, sin hacer otra cosa que vigilar las puertas batientes y esperar a que él saliera. Pero no salía, de modo que al fin cruzó la calle y fue hasta el restaurancito que había al lado, cuyo salón comunicaba con la cantina. Pidió un refresco, anduvo hasta la puerta del fondo, se asomó a mirar, y vio una sala grande llena de mesas, y al fondo una rockola donde los Dos Reales cantaban Caminos de la vida. Y lo insólito del sitio, a esas horas, era que en cada mesa había un hombre solo con una botella de cerveza. Tal cual. Uno por mesa. Casi todos se veían gente hecha o mayor, los sombreros de palma y las gorras de béisbol en la cabeza, caras morenas, bigotazos negros o canos, cada uno tomando en silencio, ensimismados y sin hablar con nadie, a la manera de extraños filósofos pensativos; y algunas botellas de cerveza aún tenían la servilleta de papel con que eran servidas a medio meter por el gollete, como si en las mesas hubiera clavelitos blancos que servían con las chelas. Todos callaban, bebían y escuchaban la música que a veces alguno se levantaba a poner echando monedas en la rockola, y en una de las mesas estaba el Güero Dávila con su chamarra de piloto sobre los hombros, inmóvil la cabeza rubia, completamente solo, mirando al vacío; así minuto tras minuto, rompiendo su quietud sólo para quitar el clavelito de papel de la media Pacífico de a siete pesos y llevársela a los labios. Callaron los Dos Reales y los relevó José Alfredo cantando Cuando los años pasen. Entonces Teresa se apartó despacio de la puerta, y salió a la calle, y en el camino de vuelta a casa estuvo llorando mucho rato sin poder parar. Lloraba y lloraba, incapaz de aguantar las lágrimas, sin saber bien por qué. Quizá por el Güero y por ella misma. Por cuando pasaran los años.

Lo había hecho. Sólo dos veces, en el tiempo que llevaba en Melilla. Y el Güero tenía razón. Tampoco ella había esperado gran cosa. La primera vez fue por curiosidad: quería saber cómo se sentía después de tanto tiempo, con el recuerdo lejano de su hombre y el mas reciente y doloroso del Gato Fierros, su sonrisa cruel, su violencia, todavía firmes en la carne y en la memoria. Había elegido con cierto cuidado no exento de casualidad, sin problemas ni consecuencias. Era un guachito joven, un militar que la abordó a la salida del cine Nacional, donde ella había estado viendo una película de Robert de Niro en su día libre: una de guerra y de amigos con un final bien chueco, dándole a la ruleta rusa como una vez que ella vio al Güero y a su primo, muy tomados de tequila, haciendo el idiota con un revólver hasta que se puso a gritarles y les quitó el arma y los mandó a dormir mientras se reían, los borrachos desgraciados e irresponsables. Lo de la ruleta rusa la puso triste, recordando; y quizá por eso, a la salida, cuando se le acercó el militar –camisa de cuadros como los sinaloenses, alto, amable, pelo clarito y corto como el Güero–, ella se dejó invitar a un refresco en el Anthony's y escuchó la conversación intrascendente del otro, y acabó con él en la muralla de la ciudad vieja, desnuda de cintura para abajo, la espalda contra la pared y un gato encima de una tapia mirándolos interesado, con ojos que la luna hacía relucir. Apenas sintió nada porque estaba demasiado atenta observándose a sí misma, comparando sensaciones y recuerdos, como si de nuevo se hubiera desdoblado en dos personas y la otra fuese el gato que estaba enfrente mirando, desapasionado y silencioso igual que una sombra. El guachito quiso volver a verla y ella dijo claro, mi vida, otro día; pero sabía que no iba a volver a verlo nunca más, e incluso que si un día se lo cruzaba en algún sitio –Melilla era una ciudad pequeña– no lo conocería apenas, o haría semblante de no conocerlo. Ni siquiera retuvo su nombre.

La segunda vez fue un asunto práctico, y un policía. La gestión para sus documentos provisionales de residencia iba despacio, y Dris Larbi aconsejó que agilizara los trámites. El tipo se llamaba Souco. Era un inspector de mediana edad y razonable aspecto, que cobraba favores a emigrantes. Había ido un par de veces al Yamila Teresa tenía instrucciones de no cobrarle las copas– y se conocían vagamente. Fue a verlo y el otro le planteó sin rodeos la cuestión. Como en México, dijo, sin que ella fuera capaz de establecer qué entendía aquel hijo de su madre por costumbres mejicanas. Las opciones eran dinero o lo otro.

Respecto al dinero, Teresa ahorraba hasta el último céntimo, así que se inclinó por lo otro. Por un curioso prurito machista que a ella misma estuvo a punto de hacerla reír, el tal Souco procuró esmerarse durante el encuentro, en la habitación 106 del hotel Avenida –Teresa había establecido con toda claridad que sería una cita y no más–, y hasta reclamó un veredicto a la hora del cigarrillo y el hastío, atento a su autoestima y todavía con el preservativo puesto. Me vine, respondió ella vistiéndose despacio, el cuerpo empapado en sudor. ¿Me vine es me corrí?, preguntó él. Claro, repuso ella. Luego, de regreso a su casa, estuvo sentada en el cuarto de baño, lavándose pensativa y despacio, mucho rato, antes de fumarse un cigarrillo ante el espejo, observando con aprensión cada uno de los rasgos de sus veintitrés años de vida como si tuviera miedo a verlos alterarse en una mutación extraña. Miedo a ver, un día, su propia imagen sola en la mesa, como los hombres de aquella cantina de Culiacán; y no llorar, y no reconocerse.

Pero el Güero Dávila, tan preciso en sus predicciones como en sus imprevisiones, se equivocó en un punto del pronóstico. A partir de ciertas cosas, sabía ella ahora, la soledad no resultaba difícil de asumir. Ni siquiera los pequeños accidentes y concesiones la alteraban. Algo había muerto con el Güero, aunque ese algo tuviera menos que ver con él que con ella misma. Tal vez cierta inocencia, o una injustificada seguridad. Teresa salió muy joven del frío, dejando atrás la calle hosca, la miseria y los aspectos en apariencia más duros de la vida. Creyó alejarse de todo aquello para siempre, ignorante de que el frío seguía ahí, acechando tras la puerta cerrada y equívoca, a la espera del momento para deslizarse por los resquicios y estremecer de nuevo su existencia. De pronto piensas que el horror está lejos, bien a raya, y éste se te cuela dentro. Ella todavía no estaba preparada, entonces. Era una chavita: la morra de un narco bien puesta en casa, coleccionando videos y porcelanas y láminas con paisajes para colgar en la pared. Una de tantas. Siempre lista para su hombre, que se lo devolvía de lujo. Bien padre. Con el Güero todo era reírse y coger. Más tarde ella había visto las primeras señales de lejos, sin prestar atención. Signos nefastos. Avisos que el Güero se tomaba a broma o, para ser más exactos, le importaban un carajo. Le valían madres, porque él era bien listo, pese a lo que otros decían. Muy vivo y muy lanza. Simplemente decidió saltarse la barda y no esperar. Ni siquiera a ella la había esperado el cabrón. Y como resultado, un día y de pronto, bip–bip: Teresa viéndose de nuevo en el exterior, a la intemperie, corriendo desconcertada con una bolsa y una pistola en las manos. Y luego el aliento del Gato Fíerros y su miembro endurecido encajándose en ella, el fogonazo de los tiros, la cara de sorpresa de Potemkin Gálvez, la capilla de Malverde y el olor del cigarro habano de don Epifanio Vargas. El miedo que se le pegaba a la piel como el tizne de las velas encendidas, espesándole el sudor y las palabras. Y al cabo, entre el alivio de lo que quedaba atrás y la incertidumbre del futuro, un avión con ella misma, o con la otra mujer que a veces se le parecía, mirándose –mirándola– en el reflejo nocturno de la ventanilla, a tres mil metros sobre el Atlántico. Madrid. Un tren hacia el sur. Un barco moviéndose por el mar y la noche. Melilla. Y ahora, a este lado del largo viaje, Teresa ya no podría olvidar nunca el soplo siniestro que rondaba afuera. Ni aunque tuviese otra vez la piel y el vientre disponibles para quienes ya no eran el Güero. Incluso aunque –la idea siempre la hacía sonreír de un modo extraño– amase de nuevo, o creyera hacerlo. Pero tal vez la secuencia correcta, pensaba al repasar su caso, fuese primero amar, después creer amar, y al fin dejar de amar o amar un recuerdo. Ahora sabía –eso la asustaba y, paradójicamente, la tranquilizaba al mismo tiempo– que era posible, incluso fácil, instalarse en la soledad como en una ciudad desconocida, en un apartamento con un viejo televisor y una cama cuyo somier rechina cuando te revuelves, insomne. Levantarse a orinar y quedarse allí quieta, un cigarrillo entre los dedos. Meterse bajo la ducha y acariciarse el sexo con la mano humedecida de agua y jabón, los ojos cerrados, recordando la boca de un hombre. Y saber que eso podría durar toda la vida, y que ella podría extrañamente acostumbrarse a que así fuera. Resignarse a envejecer amarga y sola, estancada en aquella ciudad como en cualquier otro rincón perdido del mundo, mientras ese mundo seguía girando como siempre lo hizo, aunque antes no se diera cuenta: impasible, cruel, indiferente.

Volvió a verlo una semana más tarde, junto al mercadillo de la cuesta Montes Tirado. Ella había ido a comprar especias a la tienda de ultramarinos de Kif–Kif –a falta de chile mejicano, su gusto por el picante había terminado adaptándose a los fuertes condimentos morunos– y caminaba calle arriba, una bolsa en cada mano, buscando las fachadas con más sombra para evitar el calor de la mañana, que allí no era húmedo como en Culiacán, sino seco y duro: calor norteafricano de rambla sin agua, chumbera, monte bajo y piedra desnuda. Lo vio salir de una tienda de repuestos eléctricos con una caja bajo el brazo, y lo reconoció en el acto: Yamila, días atrás, el hombre al que había dejado terminar su copa mientras Ahmed limpiaba el suelo y las chicas se despedían hasta mañana. También él la reconoció; pues cuando pasó a su lado, apartándose un poco para no estorbarla con la caja que llevaba, sonrió de la misma forma que cuando tenía el whisky encima de la barra y pedía permiso para terminarlo, más con los ojos que con la boca, y dijo hola. Ella también dijo hola y siguió camino mientras él metía la caja en el maletero de una furgoneta aparcada junto a la acera; y sin volverse supo que seguía mirándola, hasta que al cabo, cerca de la esquina, sintió sus pasos detrás, o creyó sentirlos. Entonces Teresa hizo algo extraño, que ella misma era incapaz de explicarse: en vez de continuar recto a su casa, se desvió a la derecha para entrar en el mercado. Anduvo al azar, como sí buscara protección entre la gente, aunque no habría sabido responder en caso de preguntarle de qué se protegía. Lo cierto es que caminó sin rumbo entre los animados puestos de fruta y verduras, con las voces de tenderos y clientes resonando bajo la nave acristalada, y tras deambular por el recinto de la pescadería salió por la puerta que daba al cafetín de la calle Comisario Valero. De ese modo, sin mirar atrás ni una vez en todo el largo rodeo, llegó a su casa. El portal estaba al final de una escalera encalada, en un callejón que subía Polígono arriba entre rejas con macetas de geranios y persianas verdes –era un buen ejercicio bajar y subir dos o tres veces al día–, y desde la escalera se veían los tejados de la ciudad, el minarete rojo y blanco de la mezquita central, y a lo lejos, en Marruecos, la sombra oscura del monte Gurugú. Al fin se volvió a mirar atrás mientras buscaba las llaves en el bolsillo de los liváis. Entonces pudo verlo en la esquina del callejón, quieto y tranquilo, igual que si no se hubiera movido de ese lugar en toda la mañana. El sol reverberaba en las paredes encaladas y en su camisa dorándole los brazos y el cuello, proyectando en el suelo una sombra neta y definida. Un solo gesto, una palabra, una sonrisa inoportuna, habrían hecho que ella girase sobre sus talones y abriese la puerta para cerrarla a su espalda, dejando al hombre atrás, afuera, lejos de su casa y de su vida. Pero cuando sus miradas se cruzaron él se limitó a quedarse como estaba, inmóvil en la esquina entre toda aquella luz de las paredes blancas y de su camisa blanca. Y los ojos verdes parecían sonreír de lejos, como cuando ella dijo es hora de cerrar en la barra del Yamila, y también parecían ver cosas que Teresa ignoraba. Cosas sobre su presente y su futuro. Tal vez por eso, en vez de abrir la puerta y cerrarla tras de sí, dejó las bolsas en el suelo, se sentó en un peldaño de la escalera y sacó el paquete de cigarrillos. Lo sacó muy despacio, y sin levantar la vista permaneció así mientras el hombre se movía escalera arriba hasta llegar a su altura. Por un momento su sombra ocultó la luz del sol. Después se sentó al lado, en el mismo peldaño; y aún con la vista baja ella vio unos pantalones de algodón azules, muy lavados. Unos tenis grises. Las vueltas de la camisa remangada sobre los brazos tostados por el sol, delgados y fuertes. Un reloj sumergible Seiko con correa negra en la muñeca izquierda. El tatuaje del Cristo crucificado en el antebrazo derecho.

Teresa encendió el cigarrillo, inclinando el rostro, y el cabello suelto le cayó sobre la cara. Al hacerlo se acercó un poco al hombre, sin pretenderlo; y éste se ladeó igual que había hecho en la calle cuando cargaba con la caja, como para no estorbarle el movimiento. No lo miró, y supo que él tampoco la miraba. Fumó en silencio, analizando ecuánime cada uno de los sentimientos y sensaciones físicas que le recorrían el cuerpo. La conclusión era sorprendentemente simple: mejor cerca que lejos. De pronto él se movió un poco, y ella se vio a sí misma temiendo que se marchara. Pa' qué te digo que no, pensó. Si sí. Alzó el rostro, apartando el cabello para observarlo. Tenía un perfil agradable, huesudo el mentón, bronceada la cara, el ceño un poco fruncido por efecto de la luz que le hacía entornar los ojos. Todo bien chílo. Miraba lejos, hacia el Gurugú y Marruecos.

–¿Dónde estuviste? –preguntó ella.

–De viaje –su voz tenía un ligero acento que no había notado la primera vez: una modulación agradable y suave, algo cerrada, diferente del español que se hablaba por allí–. Regresé esta mañana.

Ocurrió así, como si reanudaran un diálogo interrumpido. Dos viejos conocidos que se encuentran, sin sorprenderse el uno del otro. Dos amigos. Tal vez dos amantes. –Me llamo Santiago.

Al fin se había vuelto. O eres muy listo, pensó ella, o eres un encanto. En cualquier caso, daba lo mismo. Los ojos verdes sonreían de nuevo, seguros y tranquilos, estudiándola.

–Yo soy Teresa.

Repitió el nombre de ella en voz baja. Teresa, dijo en tono reflexivo, como si por alguna razón que ambos todavía ignoraban debiera acostumbrarse a pronunciarlo. Siguió observándola mientras ella aspiraba el humo del cigarrillo antes de expulsarlo de golpe, a la manera de una decisión; y cuando dejó caer la colilla al suelo y se puso en pie, él permaneció sin moverse, sentado en el peldaño. Supo que se quedaría allí sin forzar las cosas, si no le facilitaba el siguiente paso. No por inseguridad o timidez, desde luego. Estaba claro que no era de ésos. Su calma parecía establecer que aquello era un asunto al cincuenta por ciento, y que cada cual debía recorrer su trecho del camino.

–Ven –dijo ella.

Era diferente, comprobó. Menos imaginativo y divertido que el Güero. No había, como en el otro caso –el guacho joven y el policía nada tenían que ver con eso–, bromas, ni risas, ni osadías, ni procacidades dichas a modo de prólogo o de aderezo. En realidad esa primera vez apenas hubo palabras: aquel hombre callaba casi todo el tiempo mientras se movía muy serio y muy lento. Tan minucioso. Sus ojos, que incluso entonces eran tranquilos, no la perdían un instante. No se desviaban ni entornaban nunca. Y cuando una rendija de luz entraba por las varillas de la persiana, haciendo brillar minúsculas gotas de sudor en la piel de Teresa, los destellos verdes parecían aclararse más, fijos y siempre alerta, tan serenos como el resto del cuerpo delgado y fuerte que no la acometía impaciente, como ella había esperado, sino que se adentraba firme, seguro. Sin prisas. Tan atento a las sensaciones que la mujer mostraba en el rostro y a los estremecimientos de su carne como al propio control; prolongando hasta el límite cada beso, cada caricia, cada situación. Repetidos una y otra vez los mismos gestos, las mismas vibraciones y respuestas, todo aquel complejo encadenamiento: olor a sexo desnudo y húmedo, tenso. Saliva. Calidez. Suavidad. Presión. Paz. Causas y efectos que se convertían en nuevas causas, secuencias idénticas de apariencia interminable. Y cuando ella tenía vértigos de lucidez, como si fuera a caerse desde algún lugar donde yacía o flotaba abandonada, y creyendo despertar correspondía de algún modo, acelerando el ritmo, o llevándolo allí adonde sabía –creía saber– que todo hombre desea ser llevado, él movía un poco la cabeza, negando, y se acentuaba la sonrisa serena en sus ojos, y pronunciaba en voz baja palabras inaudibles, y una vez hasta alzó un dedo para amonestarla dulcemente, espera, susurró, quieta, ni parpadees; y tras retroceder e inmovilizarse un instante, rígidos los músculos de la cara, concentrado para recobrar el control –lo sentía entre los muslos, bien duro y mojado de ella–, de repente se hundió de nuevo, suave, todavía más lento y más hondo, hasta bien adentro. Y Teresa ahogó un gemido y todo volvió a comenzar otra vez mientras el sol en las rendijas de la persiana la deslumbraba con ráfagas de luz breves y tibias como cuchilladas. Y así, entrecortado el aliento, mirándolo desorbitada tan de cerca que parecía tener su rostro y sus labios y sus ojos también dentro de sí, prisionera entre aquel cuerpo y las sábanas revueltas y húmedas a su espalda, lo apretó más intensamente con los brazos y las manos y las piernas y la boca mientras pensaba de pronto: Dios mío, Virgencita, santa madre de Cristo, no estamos usando condón.

4. Vámonos donde nadie nos juzgue

A Dris Larbi no le gustaba meterse en la vida privada de sus chicas. O al menos eso me dijo. Era un hombre tranquilo, atento al negocio, partidario de que cada cual se lo montara a su aire, siempre y cuando no le endosaran a él la nota de gastos. Tan apacible era, contó, que hasta se había dejado la barba para contentar a su cuñado: un integrista pelmazo que vivía en Nador con la hermana y cuatro sobrinos. Poseía el DNI español y la nequa marroquí, votaba en las elecciones, mataba su cordero el día de Aid el Adha y pagaba impuestos sobre los beneficios declarados de sus negocios oficiales: no era mala biografía para alguien que había cruzado la frontera a los diez años con una caja de limpiabotas bajo el brazo y menos papeles que un conejo de monte. Precisamente ese punto, el de los negocios, había obligado a Dris Larbi a considerar una y otra vez la situación de Teresa Mendoza. Porque la Mejicana terminó convirtiéndose en algo especial. Llevaba la contabilidad del Yamila y conocía algunos secretos de la empresa. Además, tenía cabeza para los números, y eso era de mucha utilidad en otro orden de cosas. A fin de cuentas, los tres clubs de alterne que el rifeño tenía en la ciudad eran parte de negocios más complejos, que incluían facilitar el tráfico ilegal de inmigrantes –él decía tránsito privado– a Melilla y a la Península. Eso abarcaba cruces por la valla fronteriza, pisos francos en la Cañada de la Muerte o en casas viejas del Real, sobornos a los policías de guardia en los puestos de control, o expediciones más complejas, veinte o treinta personas por viaje, con desembarcos clandestinos en las playas andaluzas mediante pesqueros, lanchas o pateras que salían de la costa marroquí. Más de una vez le habían propuesto a Dris Larbi aprovechar la infraestructura para transportar algo más rentable; pero él, además de buen ciudadano y buen musulmán, era prudente. La droga estaba bien y era dinero rápido; pero trabajar ese género, cuando se era conocido y con cierta posición a este lado de la frontera, implicaba pasar tarde o temprano por un juzgado. Y una cosa era engrasar a un par de policías españoles para que no pidieran demasiados papeles a las chicas o a los inmigrantes, y otra muy distinta comprar a un juez. Prostitución e inmigración ilegal tenían menos ruina que cincuenta kilos de hachís en unas diligencias policiales. Menos malos rollos. El dinero venía mas despacio, pero gozabas de libertad para gastártelo y no se iba en abogados y otras sanguijuelas. Por su cara que no.

La había seguido un par de veces, sin ocultarse demasiado. Haciéndose el encontradizo. También había hecho averiguaciones sobre aquel individuo: gallego, visitas a Melilla cada ocho o diez días, una lancha rápida Phantom pintada de negro. No era preciso ser enólogo, o etnólogo, o como se dijera, para deducir que líquido y en tetrabrik sólo podía ser vino. Un par de consultas en los lugares adecuados permitieron establecer que el fulano vivía en Algeciras, que la planeadora estaba registrada en Gibraltar, y que se llamaba, o lo llamaban –en ese ambiente era difícil saber– Santiago Fisterra. Sin antecedentes penales, contó confidencial un cabo de la Policía Nacional muy aficionado, por cierto, a que las chicas de Dris Larbi se la mamaran en horas de servicio dentro del coche patrulla. Todo eso permitió que el jefe de Teresa Mendoza se hiciera una idea aproximada del personaje, considerándolo bajo dos aspectos: inofensivo como cliente del Yamila, incómodo como íntimo de la Mejicana. Incómodo para él, claro.

Pensaba en todo eso mientras observaba a la pareja. Los había visto de modo casual desde su automóvil paseando cerca del puerto, en el Mantelete, junto a las murallas de la ciudad vieja; y tras seguir adelante un trecho maniobró para regresar de nuevo, aparcar e ir a tomar un botellín a la esquina del Hogar del Pescador. En la placita, bajo un arco antiquísimo de la fortaleza, Teresa y el gallego comían pinchos morunos sentados junto a una de las tres desvencijadas mesas de un chiringuito. Hasta Dris Larbi llegaba el aroma de la carne especiada sobre las brasas, y tuvo que reprimirse –no había almorzado– para no ir hasta allí y pedir algo. A su lado marroquí lo volvían loco los pinchitos.

En el fondo todas son iguales, se dijo. No importa lo serenas que parezcan, cuando se les cruza una buena herramienta se lían la manta a la cabeza y no atienden a razones. Estuvo un rato mirándola de lejos, con la Mahou en la mano, intentando relacionar a la joven que él conocía, la mejicanita eficiente y discreta detrás del mostrador, con aquella otra vestida con tejanos, zapatos de tacón muy alto y una chaqueta de cuero, el pelo con la raya en medio, liso y tirante hacia atrás para recogerse en la nuca a la manera de su tierra, que conversaba con el hombre sentado junto a ella a la sombra de la muralla. Una vez más pensó que no era especialmente bonita sino del montón; pero que según se arreglara, o según qué momento, podía serlo. Los ojos grandes, el pelo tan negro, el cuerpo joven al que le sentaban bien los pantalones ajustados, los dientes blancos y sobre todo la manera dulce de hablar, y la forma en que escuchaba cuando le decías algo, callada y seria como si pensara, de manera que te sentías atendido, y casi importante. Sobre el pasado de Teresa, Dris Larbi sabía lo imprescindible, y no deseaba más: que tuvo problemas serios en su tierra, y que alguien con influencias le procuró un sitio donde ocultarse. La había visto bajar del ferry de Málaga con su bolsa de viaje y el aire aturdido, desterrada a un mundo extraño del que ignoraba las claves. A esta palomita se la comen en dos días, llegó a pensar. Pero la Mejicana había demostrado una singular capacidad de adaptarse al terreno; como esos soldados jóvenes de origen campesino, acostumbrados a sufrir bajo el sol y el frío, que luego, en la guerra, resisten cualquier cosa y son capaces de soportar fatigas y privaciones, enfrentándose a cada situación como si hubieran pasado la vida en ella.

Por eso lo sorprendía su relación con el gallego. No era de las que se enredaban con un cliente o con cualquiera, sino de las resabiadas. De las que se lo pensaban. Y sin embargo allí estaba, comiendo pinchos morunos sin apartar los ojos del tal Fisterra; que tal vez tuviese futuro por delante –el propio Dris Larbi era una prueba de que podía llegar a medrarse en la vida–, pero de momento no tenía donde caerse muerto, y lo más probable eran diez años en cualquier prisión española o marroquí, o un navajazo en una esquina. Es más: estaba seguro de que el gallego tenía que ver con las recientes e insólitas peticiones de Teresa de asistir a algunas de las fiestas privadas que Dris Larbi organizaba a uno y otro lado de la frontera. Quiero ir, propuso ella sin más explicaciones; y él, sorprendido, no pudo ni quiso negarse. Vale, de acuerdo, por qué no. El caso es que allí había estado, en efecto, ver para creer, la misma que en el Yamila iba de estrecha y de seria detrás de la barra, muy arreglada ahora y con mucho maquillaje y bien guapa, con aquel mismo peinado de raya en medio muy tirante hacia atrás y un vestido negro de falda corta, escotado, de esos que se pegan a un cuerpo que no estaba mal, y sobre el tacón alto unas piernas –nunca antes Dris Larbi la había visto así– en realidad bastante potables. Vestida para matar, pensó el rifeño la primera vez, cuando la recogió con un par de coches y cuatro chicas europeas para llevarla al otro lado de la frontera, más allá de Mar Chica, a un chalet de lujo junto a la playa de Kariat Árkeman. Después, metidos en jarana –un par de coroneles, tres funcionarios de alto rango, dos políticos y un rico comerciante de Nador–, Dris Larbi no le había quitado ojo a Teresa, curioso por averiguar lo que llevaba entre manos. Mientras las cuatro europeas, reforzadas por tres jovencísimas marroquíes, entretenían a los invitados de manera convencional en aquel tipo de situaciones, Teresa entabló conversación un poco con todo el mundo, en español y también en un inglés elemental que hasta ese momento Dris Larbi ignoraba que ella controlara, y que él desconocía por completo salvo las palabras goodmorning, goodbye, fuck y money. Teresa estuvo toda la noche, observó desconcertado, tolerante y hasta simpática de aquí para allá, como tanteando con cálculo el terreno; y tras esquivar el avance de uno de los políticos locales, que a esas horas iba ya bastante cargado de todo lo ingerible en estado sólido, líquido y gaseoso, terminó decidiéndose por un coronel de la Gendarmería Real llamado Chaib. Y Dris Larbi, que como esos maitres eficientes de hoteles y restaurantes se mantenía en discreto aparte, un toque aquí y otro allá, una indicación de cabeza o una sonrisa, procurando que todo transcurriese a gusto de sus invitados –tenía una cuenta bancaria, tres puticlubs que mantener y docenas de emigrantes ilegales esperando luz verde para ser transportados a España–, no pudo menos que apreciar, como experto en relaciones públicas, la soltura con que la Mejicana se trajinaba al gendarme. Que no era, y eso lo advirtió preocupado, un militar cualquiera. Porque todo traficante que pretendiera mover hachís entre Nador y Alhucemas tenía que pagarle un impuesto adicional, en dólares, al coronel Abdelkader Chaib.

Teresa aún asistió a otra fiesta, un mes más tarde, donde se encontró de nuevo con el coronel marroquí. Y mientras los observaba charlar aparte y en voz baja en un sofá junto a la terraza –esta vez se trataba de un lujoso ático en uno de los mejores edificios de Nador–, Dris Larbi empezó a asustarse y decidió que no habría una tercera vez. Llegó a pensar incluso en despedirla del Mamila; pero se veía atado por ciertos compromisos. En aquella compleja cadena de amigos de un amigo, el rifeño no controlaba las causas últimas ni los eslabones intermedios; y en esos casos más valía ser cauto y no incomodar a nadie. Tampoco podía negar cierta simpatía personal por la Mejicana: ella le caía bien. Pero eso no incluía facilitarle las gestiones al gallego ni a ella los polvos con sus contactos marroquíes. Sin contar con que Dris Larbi procuraba mantenerse lejos de la planta del cannabis en cualquiera de sus formas y transformaciones. Así que nunca más, se dijo. Si ella quería cascársela a Abdelkader Chaib o cualquier otro por cuenta de Santiago Fisterra, no era él quien iba a poner la cama.

La previno como él solía hacer esas cosas, sin meterse mucho. Dejándolo caer. En cierta ocasión en que salían juntos del Yamila y bajaron caminando hasta la playa mientras conversaban sobre una entrega de botellas de ginebra que debía hacerse por la mañana, al llegar a la esquina del paseo marítimo Dris Larbi vio al gallego que esperaba sentado en un banco; y sin transición, a medio comentario sobre las cajas de botellas y el pago al proveedor, dijo: ése es de los que no se quedan. Nada más. Luego guardó silencio un par de segundos antes de seguir hablando de las cajas de ginebra, y también antes de darse cuenta de que Teresa lo miraba muy seria; no como si no entendiera, sino desafiándolo a seguir, hasta el punto de que el rifeño se vio obligado a encogerse de hombros y añadir algo: o se van o los matan.

–Qué sabrás tú de eso –había dicho ella.

Y lo dijo con un tono de superioridad y un cierto desdén que hicieron sentirse a Dris Larbi un poco ofendido. Qué se habrá creído esta apache estúpida, llegó a pensar. Abrió la boca para decir una grosería, o quizá –no lo tenía decidido– para comentarle a la mejicanita que él de hombres y de mujeres sabía unas cuantas cosas después de pasar un tercio de su vida traficando con seres humanos y con coños; y que si no le parecía bien, estaba a tiempo de buscarse otro curro. Pero se quedó callado porque creyó comprender que ella no se refería a eso, a los hombres y las mujeres y a los que te follan y desaparecen, sino a algo más complicado de lo que él no estaba al corriente; y que en ocasiones, si uno era capaz de observar ese tipo de cosas, se traslucía en la forma de mirar y en los silencios de aquella mujer. Y esa noche, junto a la playa donde aguardaba el gallego, Dris Larbi intuyó que el comentario de Teresa tenía menos que ver con los hombres que se van que con los hombres a los que matan. Porque, en el mundo del que ella procedía, que te mataran era una forma de irse tan natural como otra cualquiera.

Teresa tenía una foto en el bolso. La llevaba en la cartera desde hacía mucho tiempo: desde que el Chino Parra se la hizo a ella y al Güero Dávila un día que celebraban su cumpleaños. Estaban los dos solos en la foto, él llevaba puesta la chamarra de piloto y le pasaba un brazo por los hombros. Se veía bien chilo riéndose frente a la cámara, con su facha de gringo flaco y alto, la otra mano colgada por el pulgar en la hebilla del cinturón. Su gesto risueño contrastaba con el de Teresa, que apuntaba sólo una sonrisa entre inocente y desconcertada. Contaba apenas veinte años entonces, y además de chavísima parecía frágil, con los ojos muy abiertos ante el flash de la cámara, y en la boca aquella mueca algo forzada, que no llegaba a contagiarse de la alegría del hombre que la abrazaba. Tal vez, como ocurre en la mayor parte de las fotografías, la expresión era casual: un instante cualquiera, el azar fijado en la película. Pero cómo no aventurarse ahora, con la lección sabida, a interpretar. A menudo las imágenes y las situaciones y las fotos no lo son del todo hasta que llegan los acontecimientos posteriores; como si quedaran en suspenso, provisionales, para verse confirmadas o desmentidas más tarde. Nos hacemos fotos, no con objeto de recordar, sino para completarlas después con el resto de nuestras vidas. Por eso hay fotos que aciertan y fotos que no. Imágenes que el tiempo pone en su lugar, atribuyendo a unas su auténtico significado, y negando otras que se apagan solas, igual que si los colores se borraran con el tiempo. Aquella foto que guardaba en la cartera era de las que se hacen para que luego adquieran sentido, aunque nadie sepa eso cuando la hace. Y al cabo, el pasado más reciente de Teresa daba a esa vieja instantánea un futuro inexorable, al fin consumado. Ya era fácil, desde esta orilla de sombras, leer, o interpretar. Todo parecía obvio en la actitud del Güero, en la expresión de Teresa, en la sonrisa confusa motivada por la presencia de la cámara. Ella sonreía para agradar a su hombre, lo justo –ven aquí, prietita, mira el objetivo y piensa en lo que me quieres, mi chula–, mientras se le refugiaba en los ojos el presagio oscuro. El presentimiento.

Ahora, sentada junto a otro hombre al pie de la Melilla antigua, Teresa pensaba en esa foto. Pensaba en ella porque apenas llegados allí, mientras su acompañante encargaba los pinchitos al moro del hornillo de carbón, un fotógrafo callejero con una vieja Yashica colgada al cuello se les había acercado, y cuando le decían que no, gracias, ella se preguntó qué futuro podrían leer un día en la foto que no iban a hacerse, si la contemplaran años más tarde. Qué signos iban a interpretar, cuando todo se hubiera cumplido, en aquella escena junto a la muralla, con el mar resonando a pocos metros, el oleaje batiendo las rocas tras el arco del muro medieval que dejaba ver un trozo de cielo azul intenso, el olor a algas y a piedra centenaria y a basura de la playa mezclándose con el aroma de los pinchitos especiados dorándose sobre las brasas. –Me voy esta noche –dijo Santiago.

Era la sexta desde que se conocían. Teresa contó un par de segundos antes de mirarlo, y asintió al hacerlo.

–¿Dónde?

–Da igual adónde –la miraba grave, dando por sentado que eran malas noticias para ella–. Hay trabajo. Teresa sabía cuál era ese trabajo. Todo estaba a punto al otro lado de la frontera, porque ella misma se había encargado de que lo estuviera. Tenían la palabra de Abdelkader Chaib –la cuenta secreta del coronel en Gibraltar acababa de aumentar un poco– de que no habría problemas en el embarque. Santiago llevaba ocho días pendiente de un aviso en su habitación del hotel Ánfora, con Lalo Veiga vigilando la lancha en una ensenada de la costa marroquí, cerca de Punta Bermeja. A la espera de una carga. Y ahora el aviso había llegado.

–¿Cuándo te regresas?

–No sé. Una semana como mucho.

Movió Teresa un poco la cabeza, asintiendo de nuevo como si una semana fuera el tiempo adecuado. Habría hecho el mismo gesto si hubiese oído un día, o un mes. –Viene el oscuro –apuntó él.

Quizá por eso estoy aquí sentada contigo, pensaba ella. Viene la luna nueva y tienes trabajo, y es como si yo estuviera sentenciada a repetir la misma rola. La cuestión es si quiero o no quiero repetirla. Si me conviene o no me conviene.

–Seme fiel –apuntó él, o su sonrisa.

Lo observó como si regresara de muy lejos. Tanto que hizo un esfuerzo para entender a qué chingados se refería.

–Lo intentaré –dijo al fin, cuando comprendió. –Teresa.

–Qué.

–No hace falta que sigas aquí.

La miraba de frente, casi leal. Todos ellos miraban de frente, casi leales. Incluso al mentir, o al prometer cosas que no iban a cumplir jamás, aunque no lo supieran.

–No mames. Ya hemos hablado de eso.

Había abierto el bolso y buscaba el paquete de cigarrillos y el encendedor. Bisonte. Unos cigarrillos recios, sin filtro, a los que se había acostumbrado por casualidad. No había Faros en Melilla. Encendió uno, y Santiago seguía mirándola de la misma manera.

–No me gusta tu trabajo –dijo al rato él. A mí me encanta el tuyo.

Sonó como el reproche que era, e incluía demasiadas cosas en sólo seis palabras. Él desvió la vista. –Quería decir que no necesitas a ese moro. –Pero tú sí necesitas a otros moros... Y me necesitas a mí.

Recordó sin desear hacerlo. El coronel Abdelkader Chaib andaba por los cincuenta y no era mal tipo. Sólo ambicioso y egoísta como cualquier hombre, y tan razonable como cualquier hombre inteligente. También podía ser, cuando se lo proponía, educado y amable. A Teresa la había tratado con cortesía, sin exigir nunca más de lo que ella planeaba darle, y sin confundirla con la mujer que no era. Atento al negocio y respetando la cobertura. Respetándola hasta cierto punto.

–Ya nunca más.

–Claro.

–Te lo juro. Lo he pensado mucho. Ya nunca más. Seguía ceñudo, y ella se giró a medias. Dris Larbi estaba al otro lado de la placita, en la esquina del Hogar del Pescador, con una chela en la mano, observando la calle. O a ellos dos. Vio que levantaba el botellín, como para saludarla, y respondió inclinando un poco la cabeza. –Dris es un buen hombre –dijo, vuelta de nuevo a Santiago–. Me respeta y me paga.

–Es un chulo de putas y un moro cabrón. –Y yo soy una india puta y cabrona.

Se quedó callado y ella fumó en silencio, malhumorada, escuchando el rumor del mar tras el arco del muro. Santiago se puso a entrecruzar distraídamente los pinchos de metal en el plato de plástico. Tenía manos ásperas, fuertes y morenas, que ella conocía bien. Llevaba el mismo reloj sumergible barato y fiable, nada de pulseras o anillos. Los reflejos de luz en el encalado de la plaza le doraban el vello sobre el tatuaje del brazo. También clareaban sus ojos.

–Puedes venirte conmigo –apuntó él por fin–. En Algeciras se está bien... Nos veríamos cada día. Lejos de esto.