174034.fb2 La reina del Sur - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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–Porque te la pasas requetelindo en mi panochita. Y porque a veces te sientes solo.

Lo vio pasarse una mano por el pelo, confuso. Luego la agarró del brazo.

–¿Y si me acostara con otras? ¿Te importaría? Liberó el brazo sin violencia; sólo fue apartándolo con suavidad hasta que de nuevo lo sintió libre. –Estoy segura de que también te acuestas con otras.

–¿En Melilla?

–No. Eso lo sé. Aquí, no. –Di que me quieres. –Órale. Te quiero. –Eso no es verdad.

–Qué más te da. Te quiero.

No me fue difícil conocer la vida de Santiago Fisterra. Antes de viajar a Melilla completé el informe de la policía de Algeciras con otro muy detallado de Aduanas que contenía fechas y lugares, incluido su nacimiento en O Grove, un pueblo de pescadores de la ría de Arosa. Por eso sabía que, cuando conoció a Teresa, Fisterra acababa de cumplir los treinta y dos años. El suyo era un currículum clásico. Había estado embarcado en pesqueros desde los catorce, y después del servicio militar en la Armada trabajó para los amos do fume, los capos de las redes contrabandistas que operaban en las rías gallegas: Charlines, Sito Miñanco, los hermanos Pernas. Tres años antes de su encuentro con Teresa, el informe de Aduanas lo situaba en Villagarcía como patrón de una lancha planeadora del clan de los Pedrusquiños, conocida familia de contrabandistas de tabaco, que por esa época ampliaba sus actividades al tráfico de hachís marroquí. En aquel tiempo Fisterra era un asalariado a tanto el viaje: su trabajo consistía en pilotar lanchas rápidas que alijaban tabaco y droga desde buques nodriza y pesqueros situados fuera de las aguas españolas, aprovechando la complicada geografía del litoral gallego. Ello daba pie a peligrosos duelos con los servicios de vigilancia costera, Aduanas y Guardia Civil; y en una de esas incursiones nocturnas, cuando eludía la persecución de una turbolancha con cerrados zigzags entre las bateas mejilloneras de la isla de Cortegada, Fisterra, o su copiloto –un joven ferrolano llamado Lalo Veiga–, encendieron un foco para deslumbrar a los perseguidores en mitad de una maniobra, y los aduaneros chocaron contra una batea. Resultado: un muerto. La historia sólo figuraba a grandes rasgos en los informes policiales; así que marqué infructuosamente algunos números de teléfono hasta que el escritor Manuel Rivas, gallego, amigo mío y vecino de la zona –tenía una casa junto a la Costa de la Muerte–, hizo un par de gestiones y confirmó el episodio. Según me contó Rivas, nadie pudo probar la intervención de Fisterra en el incidente; pero los aduaneros locales, tan duros como los propios contrabandistas –se habían criado en los mismos pueblos y navegado en los mismos barcos–, juraron echarlo al fondo en la primera ocasión. Ojo por ojo. Eso bastó para que Fisterra y Veiga dejaran las Rías Bajas en busca de aires menos insalubres: Algeciras, a la sombra del Peñón de Gibraltar, sol mediterráneo y aguas azules. Y allí, beneficiándose de la permisiva legislación británica, los dos gallegos matricularon a través de terceros una potente planeadora de siete metros de eslora y un motor Yamaha PRO de seis cilindros y 225 caballos, trucado a 250, con la que se movían entre la colonia, Marruecos y la costa española.

–Por ese tiempo –me explicó en Melilla Manolo Céspedes, después de ver a Dris Larbi– la cocaína todavía era para ricos–ricos. El grueso del tráfico consistía en tabaco de Gibraltar y hachís marroquí: dos cosechas y dos mil quinientas toneladas de cannabis exportadas clandestinamente a Europa cada año... Todo eso pasaba por aquí, claro. Y sigue pasando.

Despachábamos una cena en regla sentados ante una mesa de La Amistad: un bar–restaurante más conocido por los melillenses como casa Manolo, frente al cuartel de la Guardia Civil que el propio Céspedes había hecho construir en sus tiempos de poderío. En realidad el dueño del local no se llamaba Manolo sino Mohamed, aunque también era conocido por hermano de Juanito, propietario a su vez del restaurante casa Juanito, quien tampoco se llamaba Juanito sino Hassán; laberintos patronímicos, todos ellos, muy propios de una ciudad con múltiples identidades como Melilla. En cuanto a La Amistad, era un sitio popular, con sillas y mesas de plástico y una barra para el tapeo frecuentada por europeos y musulmanes, donde a menudo la gente comía o cenaba de pie. La calidad de su cocina era memorable, a base de pescado y marisco fresco venido de Marruecos, que el propio Manolo –Mohamed– compraba cada mañana en el mercado central. Esa noche, Céspedes y yo tomábamos coquinas, langostinos de Mar Chica, mero troceado, abadejo a la espalda y una botella de Barbadillo frío. Disfrutándolo, claro. Con los caladeros españoles arrasados por los pescadores, era cada vez más difícil encontrar aquello en aguas de la Península.

–Cuando llegó Santiago Fisterra –continuó Céspedes–, casi todo el tráfico importante se hacía en lanchas rápidas. Vino porque ésa era su especialidad, y porque muchos gallegos buscaban instalarse en Ceuta, Melilla y la costa andaluza... Los contactos se hacían aquí o en Marruecos. La zona más transitada eran los catorce kilómetros que hay entre Punta Carnero y Punta Cires, en pleno Estrecho: pequeños traficantes en los ferrys de Ceuta, alijos grandes en yates y pesqueros, planeadoras... El tráfico era tan intenso que a esa zona la llamaban el Bulevar del Hachís.

–¿Y Gibraltar?

–Pues ahí, en el centro de todo –Céspedes señaló el paquete de Winston que tenía cerca, sobre el mantel, y describió con el tenedor un círculo a su alrededor–. Como una araña en su tela. En aquella época era la principal base contrabandista del Mediterráneo occidental... Los ingleses y los llanitos, la población local de la colonia, dejaban las manos libres a las mafias. Invierta aquí, caballero, confíenos su pasta, facilidades financieras y portuarias... El alijo de tabaco se hacía directamente de los almacenes del puerto a las playas de La Línea, mil metros más allá... Bueno, en realidad eso todavía ocurre –señaló otra vez la cajetilla–. Éste es de allí. Libre de impuestos.

–¿Y no te da vergüenza?... Un ex delegado gubernativo defraudando a Tabacalera Eseá.

–No fastidies. Ahora soy un pensionista. ¿Tú sabes cuánto fumo al día?

–¿Y qué hay de Santiago Fisterra?

Céspedes masticó un poco de mero, saboreándolo sin prisas. Luego bebió un sorbo de Barbadillo y me miró. –Ése no sé si fumaba o no fumaba; pero de alijar tabaco, nada. Un viaje con un cargamento de hachís equivalía a cien de Winston o Marlboro. El hachís era mas rentable.

–Y más peligroso, imagino.

–Mucho más –después de chuparlas minuciosamente, Céspedes alineaba las cabezas de los langostinos en el borde del plato, como si fueran a pasar revista–. Si no tenías bien engrasados a los marroquíes, ibas listo. Fíjate en el pobre Veiga... Pero con los ingleses no había problema: ésos actuaban con su doble moral de costumbre. Mientras las drogas no tocasen suelo británico, ellos se lavaban las manos... Así que los traficantes iban y venían con sus alijos, conocidos de todo el mundo. Y cuando se veían sorprendidos por la Guardia Civil o los aduaneros españoles, corrían a refugiarse en Gibraltar. La única condición era que antes tirasen la carga por la borda.

–¿Así, tan fácil?

Así. Por el morro –señaló otra vez la cajetilla de tabaco con el tenedor, dándole esta vez un golpecito encima–. A veces los de las lanchas tenían apostados en lo alto de la piedra a cómplices con visores nocturnos y radiotransmisores, monos, los llamaban, para estar al tanto de los aduaneros... Gibraltar era el eje de toda una industria, y se movían millones. Mehanis marroquíes, policías llanitos y españoles... Ahí mojaba todo Dios. Hasta a mí quisieron comprarme –reía entre dientes al recordar, la copa de vino blanco en la mano–... Pero no tuvieron suerte. Por esa época era yo quien compraba a otros.

Después de aquello Céspedes suspiró. Ahora, dijo mientras liquidaba el último langostino, es diferente. En Gibraltar se mueve el dinero de otro modo. Date una vuelta mirando buzones por Main Street y cuenta el número de sociedades fantasma que hay allí. Te mondas. Han descubierto que un paraíso fiscal es más rentable que un nido de piratas, aunque en el fondo sea lo mismo. Y de clientes, calcula: la Costa del Sol es una mina de oro, y las mafias extranjeras se instalan de todas las maneras imaginables. Además, desde Almería a Cádiz las aguas españolas están ahora muy vigiladas por lo de la inmigración ilegal. Y aunque lo del hachís sigue en plena forma, también la coca pega fuerte y los métodos son diferentes... Digamos que se acabaron los tiempos artesanos, o heroicos: las corbatas y los cuellos blancos relevan a los viejos lobos de mar. Todo se descentraliza. Las planeadoras contrabandistas han cambiado de manos, de tácticas y de bases de retaguardia. Son otros pastos.

Dicho todo aquello, Céspedes se echó atrás en la silla, le pidió un café a Manolo–Mohamed y encendió un cigarrillo libre de impuestos. Su cara de viejo tahúr sonreía evocadora, enarcando las cejas. Que me quiten lo que me he reído, parecía decir. Y comprendí que, además de viejos tiempos, el antiguo delegado gubernativo añoraba a cierta clase de hombres.

–El caso –concluyó–, es que cuando Santiago Fisterra apareció por Melilla, el Estrecho estaba en todo lo suyo. Edad golden age, que dirían los llanitos. Ohú. Viajes directos de ida y vuelta, por las bravas. Con dos cojones. Cada noche era un juego del gato y el ratón entre traficantes por una parte y aduaneros, policías y guardias civiles por la otra... A veces se ganaba y a veces se perdía –dio una larga chupada al cigarrillo y sus ojos zorrunos se empequeñecieron, recordando–. Y ahí, huyendo de la sartén para caer en las brasas, es donde fue a meterse Teresa Mendoza.

Cuentan que fue Dris Larbi el que delató a Santiago Fisterra; y que lo hizo pese al coronel Abdelkader Chaib, o tal vez incluso con el conocimiento de éste. Eso resultaba fácil en Marruecos, donde el eslabón más débil eran los contrabandistas que no actuaban protegidos por el dinero o la política: un nombre dicho aquí o allá, algunos billetes cambiando de manos. Y a la policía le iba de perlas para las estadísticas. De todas formas, nadie pudo probar nunca la intervención del rifeño. Cuando planteé el tema –lo había reservado para nuestro último encuentro–, éste se cerró como una ostra y no hubo forma de sacarle una palabra más. Ha sido un placer. Fin de las confidencias, adiós y hasta nunca. Pero Manolo Céspedes, que cuando ocurrieron los hechos todavía era delegado gubernativo en Melilla, sostiene que fue Dris Larbi quien, con intención de alejar al gallego de Teresa, pasó el encargo a sus contactos del otro lado. Por lo general, la consigna era paga y trafica, a tu aire. Iallah bismillah. Con Dios. Eso incluía una vasta red de corrupción que iba desde las montañas donde se cosechaba el cannabis hasta la frontera o la costa marroquí. Los pagos se escalonaban en la proporción adecuada: policías, militares, políticos, altos funcionarios y miembros del Gobierno. A fin de justificarse ante la opinión pública –después de todo, el ministro del Interior marroquí asistía como observador a las reuniones antidroga de la Unión Europea–, gendarmes y militares realizaban periódicas aprehensiones; pero siempre a pequeña escala, deteniendo a quienes no pertenecían a las grandes mafias oficiales, y cuya eliminación no molestaba a nadie. Gente que a menudo era delatada, o apresada, por los mismos contactos que les procuraban el hachís.

El comandante Benamú, del servicio guardacostas de la Gendarmería Real de Marruecos, no tuvo inconveniente en contarme su participación en el episodio de Cala Tramontana. Lo hizo en la terraza del café Hafa, en Tánger, después de que un amigo común, el inspector de policía José Bedmar –veterano de la Brigada Central y ex agente de Información de los tiempos de Céspedes–, se encargara de localizarlo y concertar una cita tras recomendarme mucho por fax y por teléfono. Benamú era un hombre simpático, elegante, con un bigotillo recortado que le daba aspecto de galán latino de los años cincuenta. Vestía de paisano, con chaqueta y camisa blanca sin corbata, y me estuvo hablando media hora en francés, sin pestañear, hasta que, ya con más confianza, pasó a un español casi perfecto. Contaba bien las cosas, con cierto sentido del humor negro, y de vez en cuando señalaba hacia el mar que se extendía ante nuestros ojos bajo el acantilado como si todo hubiera ocurrido allí mismo, frente a la terraza donde él bebía su café y yo mi té con yerbabuena. Cuando ocurrieron los hechos era capitán, puntualizó. Patrulla de rutina con lancha armada –eso de la rutina lo dijo mirando un punto indefinido del horizonte–, contacto radar a poniente de Tres Forcas, procedimiento habitual. Por pura casualidad había otra patrulla en tierra, enlazada por radio –seguía mirando el horizonte cuando pronunció la palabra casualidad–; y entre una y otra, dentro de Cala Tramontana e igual que un pajarito en su nido, una planeadora intrusa en aguas marroquíes, muy pegada a la costa, metiendo a bordo una carga de hachís con una patera abarloada. Voz de alto, foco, bengala iluminante con paracaídas recortando las piedras de isla Charranes sobre el agua lechosa, voces reglamentarias y un par de tiros al aire en plan disuasorio. Por lo visto, la planeadora –baja, larga, fina como una aguja, pintada de negro, motor fueraborda– tenía problemas de arranque, porque tardó en moverse. A la luz del foco y la bengala, Benamú vio dos siluetas a bordo: una en el sitio del piloto, y otra corriendo a popa para soltar el cabo de la patera, donde había otros dos hombres que en ese momento tiraban por la borda los fardos de droga que no había embarcado la planeadora. Rateaba el motor sin llegar a ponerse en marcha; y Benamú –ateniéndose al reglamento, fue el matiz entre dos sorbos de café– ordenó a su marinero de proa que soltara una ráfaga con la 12.7, tirando a dar. Sonó como suenan esas cosas, tacatacatá. Ruidoso, claro. Según Benamú, impresionaba. Otra bengala. Los de la patera alzaron las manos, y en ese momento la lancha se encabritó, levantando espuma con la hélice, y el hombre que estaba de pie a popa cayó al agua. La ametralladora de la patrullera seguía tirando, taca, taca, taca, y los gendarmes de tierra la secundaron tímidamente al principio, pan, pan, y luego con más entusiasmo. Parecía la guerra. La última bengala y el foco alumbraban los rebotes y piques de las balas en el agua, y de pronto la planeadora soltó un rugido más fuerte y salió de estampida en línea recta; de manera que cuando miraron hacia el norte ya se había perdido en la oscuridad. Así que se acercaron a la patera, detuvieron a los ocupantes –dos marroquíes– y pescaron del agua tres fardos de hachís y a un español que tenía una bala del 12.7 en un muslo –Benamú señaló la circunferencia de su taza de café–. Un boquete así. Interrogado mientras se le prestaba la debida atención médica, el español dijo llamarse Veiga y ser marinero de una planeadora contrabandista que patroneaba un tal Santiago Fisterra; y que era ese Fisterra quien se les había escurrido entre las manos en Cala Tramontana. Dejándome tirado, recordaba Benamú oír lamentarse al preso. El comandante también creía recordar que al tal Veiga, juzgado dos años más tarde en Alhucemas, le cayeron quince años en la prisión de Kenitra –al mencionarla me miró como recomendándome que nunca incluyera ese lugar entre mis residencias de verano–, y que había cumplido la mitad. ¿Delación? Benamú repitió esa palabra un par de veces, cual si le resultara completamente ajena; y, mirando de nuevo la extensión azul cobalto que nos separaba de las costas españolas, movió la cabeza. No recordaba nada al respecto. Tampoco había oído hablar nunca de ningún Dris Larbi. La Gendarmería Real tenía un competente servicio de información propio, y su vigilancia costera resultaba altamente eficaz. Como la Guardia Civil de ustedes, apuntó. O más. La de Cala Tramontana había sido una actuación rutinaria, un brillante servicio como tantos otros. La lucha contra el crimen, y todo eso.

Tardó casi un mes en regresar, y lo cierto es que ella no esperaba verlo nunca más. Su fatalismo sinaloense llegó a creerlo ausente para siempre –es de los que no se quedan, había dicho Dris Larbí–, y ella aceptó esa ausencia del mismo modo que ahora aceptaba su reaparición. En los últimos tiempos, Teresa comprendía que el mundo giraba según reglas propias e impenetrables; reglas hechas de albures –en el sentido bromista que en México daban a esa palabra– y azares que incluían apariciones y desapariciones, presencias y ausencias, vidas y muertes. Y lo más que ella podía hacer era asumir esas reglas como suyas, flotar sintiéndose parte de una descomunal broma cósmica mientras era arrastrada por la corriente, braceando para seguir a flote, en vez de agotarse pretendiendo remontarla, o entenderla. De ese modo había llegado a la convicción de que era inútil desesperarse o luchar por nada que no fuese el momento concreto, el acto de inspiración y espiración, los sesenta y cinco latidos por minuto –el ritmo de su corazón siempre había sido lento y regular– que la mantenían viva. Era absurdo gastar energías en disparos contra las sombras, escupiendo al cielo, incomodando a un Dios ocupado en tareas más importantes. En cuanto a sus creencias religiosas –las que había traído consigo desde su tierra y sobrevivían a la rutina de aquella nueva vida–, Teresa seguía yendo a misa los domingos, rezaba mecánicamente sus oraciones antes de dormir, padrenuestro, avemaría, y a veces se sorprendía a sí misma pidiéndole a Cristo o a la Virgencita –un par de veces invocó también al santo Malverde– tal o cual cosa. Por ejemplo, que el Güero Dávila esté en la gloria, amén. Aunque sabía muy bien que, pese a sus buenos deseos, era improbable que el Güero estuviera en la pinche gloria. De fijo ardía en los infiernos, el muy perro, lo mismo que en las canciones de Paquita la del Barrio –¿estás ardiendo, inútil?–. Como el resto de sus oraciones, aquélla la encaraba sin convicción, más por protocolo que por otra cosa. Por costumbre. Aunque tal vez en lo del Güero la palabra era lealtad. En todo caso, lo hacía a la manera de quien eleva una instancia a un ministro poderoso, con pocas esperanzas de ver cumplido su ruego.

No rezaba por Santiago Fisterra. Ni una sola vez. Ni por su bienestar ni por su regreso. Lo mantenía al margen de forma deliberada, negándose a vincularlo de modo oficial a la médula del problema. Nada de repeticiones o dependencias, se había jurado a sí misma. Nunca más. Y sin embargo, la noche en que regresó a su casa y lo encontró sentado en los escalones igual que si se hubieran despedido unas horas antes, sintió un alivio extremo, y una alegría fuerte que la sacudió entre los muslos, en el vientre y en los ojos, y la necesidad de abrir la boca para respirar bien hondo. Fue un momento cortito, y luego se encontró calculando los días exactos que habían transcurrido desde la última vez, echando la cuenta de lo que se empleaba en ir de acá para allá y el regreso, kilómetros y horas de viaje, horarios adecuados para llamadas telefónicas, tiempo que tarda una carta o una tarjeta postal en ir del punto A al punto B. Pensaba en todo eso, aunque no hizo ningún reproche, mientras él la besaba, y entraban en la casa sin pronunciar palabra, e iban al dormitorio. Y seguía pensando en lo mismo cuando él se quedó quieto, tranquilo al fin, aliviado, de bruces sobre ella, y su respiración entrecortada fue apaciguándose contra su cuello.

–Trincaron a Lalo –dijo al fin.

Teresa se quedó aún más quieta. La luz del pasillo recortaba el hombro masculino ante su boca. Lo besó. –Casi me trincan a mí –añadió Santiago. Seguía inmóvil, el rostro hundido en el hueco de su cuello. Hablaba muy quedo, y los labios le rozaban la piel con cada palabra. Lentamente, ella le puso los brazos sobre la espalda.

–Cuéntamelo, si quieres.

Negó, moviendo un poco la cabeza, y Teresa no quiso insistir porque sabía que era innecesario. Que iba a hacerlo cuando se sintiera más tranquilo, si ella mantenía la misma actitud y el mismo silencio. Y así fue. Al poco rato, él empezó a contar. No a la manera de un relato, sino a trazos cortos semejantes a imágenes, o a recuerdos. En realidad recordaba en voz alta, comprendió. Quizá en todo aquel tiempo era la primera vez que hablaba de eso.

Y así supo, y así pudo imaginar. Y sobre todo entendió que la vida gasta bromas pesadas a la gente, y que esas bromas se encadenan de forma misteriosa con otras que le ocurren a gente distinta, y que una misma podía verse en el centro del absurdo entramado como una mosca en una tela de araña. De ese modo escuchó una historia que ya le era conocida antes de conocerla, en la que sólo cambiaban lugares y personajes, o apenas cambiaban siquiera; y decidió que Sinaloa no estaba tan lejos como ella había creído. También vio el foco de la patrullera marroquí quebrando la noche como un escalofrío, la bengala blanca en el aire, la cara de Lalo Veiga con la boca abierta por el estupor y el miedo al gritar: la mora, la mora. Y entre el inútil ronroneo del motor de arranque, la silueta de Lalo en la claridad del reflector mientras corría a popa a largar el cabo de la patera, los primeros disparos, fogonazos junto al foco, salpicaduras en el agua, zumbidos de balas, ziaaang, ziaaang, y los otros resplandores de tiros por el lado de tierra. Y de pronto el motor rugiendo a toda potencia, la proa de la planeadora levantándose hacia las estrellas, y más balazos, y el grito de Lalo cayendo por la borda: el grito y los gritos, espera, Santiago, espera, no me dejes, Santiago, Santiago, Santiago. Y luego el tronar del motor a toda potencia y la última mirada sobre el hombro para ver a Lalo quedándose atrás en el agua, encuadrado en el cono de luz de la patrullera, alzado un brazo para asirse inútilmente a la planeadora que corre, salta, se aleja golpeando con su pantoque la marejada en sombras.

Teresa escuchaba todo eso mientras el hombre desnudo e inmóvil sobre ella seguía rozándole la piel del cuello al mover los labios, sin levantar el rostro y sin mirarla. O sin dejar que ella lo mirase a él.

Los gallos. El canto del muecín. Otra vez la hora sucia y gris, indecisa entre noche y día. Esta vez tampoco Santiago dormía; por su respiración supo que continuaba despierto. Todo el resto de la noche lo había sentido removerse a su lado, estremeciéndose cuando caía en un sueño breve, tan inquieto que despertaba en seguida. Teresa permanecía boca arriba, reprimiendo el deseo de levantarse o de fumar, abiertos los ojos, mirando primero la oscuridad del techo y luego la mancha gris que reptaba desde afuera como una babosa maligna.

–Quiero que vengas conmigo –murmuró él, de pronto.

Ella estaba absorta en los latidos de su propio corazón: cada amanecer le parecía más lento que nunca, semejante a esos animales que duermen durante el invierno. Un día voy a morir a esta misma hora, pensó. Me matará esa luz sucia que siempre acude a la cita.

–Sí –dijo.

Aquel mismo día, Teresa buscó en su bolso la foto que conservaba de Sinaloa: ella bajo el brazo protector del Güero Dávila, mirando asombrada el mundo sin adivinar lo que acechaba en él. Estuvo así un buen rato, y al fin fue al lavabo y se contempló en el espejo, con la foto en la mano. Comparándose. Después, con cuidado y muy despacio, la rasgó en dos, guardó el trozo en el que estaba ella y encendió un cigarrillo. Con el mismo fósforo aplicó la llama a una punta de la otra mitad y se quedó inmóvil, el cigarrillo entre los dedos, viéndola chisporrotear y consumirse. La sonrisa del Güero fue lo último en desaparecer, y se dijo que eso era muy propio de él: burlarse de todo hasta el final, valiéndole madres. Lo mismo entre las llamas de la Cessna que entre las llamas de la pinche foto.

5. Lo que sembré allá en la sierra

La espera. El mar oscuro y millones de estrellas cuajando el cielo. La extensión sombría, inmensa hacia el norte, limitada al sur por la silueta negra de la costa. Todo alrededor tan quieto que parecía aceite. Y una leve brisa de tierra apenas perceptible, intermitente, que rozaba el agua con minúsculos centelleos de extraña fosforescencia. Siniestra belleza, concluyó al fin. Ésas eran las palabras.

No era buena para expresar ese tipo de cosas. Le había costado cuarenta minutos. De cualquier modo, así era el paisaje, bello y siniestro; y Teresa Mendoza lo contemplaba en silencio. Desde el primero de aquellos cuarenta minutos estaba inmóvil, sin despegar los labios, sintiendo cómo el relente calaba poco a poco su jersey y las perneras de sus liváis. Atenta a los sonidos de tierra y del mar. Al amortiguado rumor de la radio encendida, canal 44, con el volumen al mínimo.

–Echa un vistazo –sugirió Santiago.

Lo dijo en un susurro apenas audible. El mar, le había explicado las primeras veces, transmite los ruidos y las voces de forma diferente. Según el momento, puedes oír cosas que se dicen a una milla de distancia. Lo mismo ocurre con las luces; por eso la Phantom estaba a oscuras, camuflada en la noche y el mar con la pintura negra mate que cubría su casco de fibra de vidrio y la carcasa del motor. Y por eso los dos estaban callados y ella no fumaba, ni se movían apenas. Esperando.

Teresa pegó la cara al cono de goma que ocultaba la pantalla del radar Furuno de 8 millas. A cada barrido de la antena, el trazo oscuro de la costa marroquí persistía con nitidez perfecta en la parte inferior del recuadro, mostrando la ensenada arqueada hacia abajo entre las puntas de Cruces y Al Marsa. El resto estaba limpio: ni una señal en la superficie del mar. Pulsó dos veces la tecla de alcance, ampliando el radio de vigilancia de una a cuatro millas. Con el siguiente barrido la costa apareció más pequeña y prolongada, incluyendo hacia levante la mancha precisa, adentrada en el mar, de isla Perejil. También allí estaba limpio. Ningún barco. Ni siquiera el eco falso de una ola en el agua. Nada.

–Esos cabrones –oyó decir a Santiago.

Esperar. Eso formaba parte de su trabajo; pero en el tiempo que llevaban saliendo juntos al mar, Teresa había aprendido que lo malo no era la espera, sino las cosas que imaginas mientras esperas. Ni el sonido del agua en :,?

las rocas, ni el rumor del viento que podía confundirse con una patrullera marroquí –la mora, en jerga del Estrecho– o con el helicóptero de Aduanas español, eran tan inquietantes como aquella larga calma previa donde los pensamientos se convertían en el peor enemigo. Hasta la amenaza concreta, el eco hostil que aparecía de pronto en la pantalla de radar, el rugido del motor luchando por la velocidad y la libertad y la vida, la huida a cincuenta nudos con una patrullera pegada a la popa, los pantocazos sobre el agua, las violentas descargas alternativas de adrenalina y miedo en plena acción, suponían para ella situaciones preferibles a la incertidumbre de la calma, a la imaginación serena. Qué mala era la lucidez. Y qué perversas las posibilidades aterradoras, fríamente evaluadas, que encerraba lo desconocido. Aquella espera interminable al acecho de una señal de tierra, de un contacto en la radio, resultaba semejante a los amaneceres grises que seguían encontrándola despierta en la cama cada madrugada, y que ahora también llegaban en el mar, con la noche indecisa clareando por levante, y el frío, y la humedad que volvía resbaladiza la cubierta y le mojaba las ropas, las manos y la cara. Chale. Ningún miedo es insoportable, concluyó, a menos que te sobren tiempo y cabeza para pensar en él.

Cinco meses, ya. A veces, la otra Teresa Mendoza a la que sorprendía desde el más allá de un espejo, en cualquier esquina, en la luz sucia de los amaneceres, seguía espiándola con atención, expectante por los cambios que poco a poco parecían registrarse en ella. Esos cambios no eran gran cosa, todavía. Y estaban más relacionados con actitudes y situaciones externas que con los auténticos sucesos que se registran adentro y modifican de veras las perspectivas y la vida. Pero de algún modo también ésos los sentía llegar, sin fecha ni plazo fijo, inminentes y a remolque de los otros, igual que cuando estaba a punto de dolerle la cabeza tres o cuatro días seguidos o de cumplirse el ciclo –para ella siempre irregular y doloroso– de los días incómodos e inevitables. Por eso resultaba interesante, casi educativo, entrar y salir de aquel modo de sí misma; poder mirarse desde el interior lo mismo que desde afuera. Ahora Teresa sabía que todo, el miedo, la incertidumbre, la pasión, el placer, los recuerdos, su propio rostro que parecía mayor que unos meses atrás, podían contemplarse desde ese doble punto de vista. Con una lucidez matemática que no le correspondía a ella, sino a la otra mujer que latía en ella. Y esa aptitud para tan singular desdoblamiento, descubierta, o más bien intuida, la tarde misma –distaba apenas un ano– que sonó el teléfono en Culiacán, era la que le permitía observarse fríamente, a bordo de aquella lancha inmóvil en la oscuridad de un mar que ahora empezaba a conocer, ante la costa amenazadora de un país del que muy poco antes casi ignoraba la existencia, junto a la sombra silenciosa de un hombre al que no amaba o al que tal vez creía no amar, con riesgo de pudrirse el resto de sus años en una cárcel; idea que –el fantasma de Lalo Veiga era el tercer tripulante en cada viaje– la hacía estremecer de pánico cuando, como ahora, contaba con tiempo para meditar sobre ello.

Pero era mejor que Melilla, y mejor que cuanto había esperado. Más personal y más limpio. En ocasiones llegaba a pensar que hasta mejor que Sinaloa; pero entonces la imagen del Güero Dávila venía a su encuentro como un reproche, y ella se arrepentía en los adentros por traicionar de aquella manera el recuerdo. Nada era mejor que el Güero, y eso era cierto en más de un sentido. Culiacán, la bonita casa de Las Quintas, los restaurantes del malecón, la música de los chirrines y las bandas, los bailes, los paseos en coche a Mazatlán, las playas de Altata, todo cuanto ella había creído el mundo real que la ponía a gusto con la vida, se cimentaban en un error. Ella no vivía realmente en ese mundo, sino en el del Güero. No era su vida, sino otra donde había ido a instalarse cómoda y feliz hasta verse expulsada de pronto por una llamada telefónica, por el ciego terror de la huida, por la sonrisa de cuchillo del Gato Fierros y los estampidos de la Doble Águila en sus propias manos. Ahora, sin embargo, existía algo nuevo. Algo indefinible y no del todo malo en la oscuridad de la noche, y en el miedo tranquilo, resignado, que sentía cuando miraba alrededor, pese a la sombra próxima de un hombre que –eso había aprendido desde Culiacán– ya nunca podría hacer que se engañara de nuevo a sí misma, creyéndose protegida del horror, del dolor y de la muerte. Y, cosa extraña, aquella sensación, lejos de intimidarla, la acicateaba.

La obligaba a analizarse con más intensidad; con una curiosidad reflexiva, no exenta de respeto. Por eso a veces se quedaba mirando la foto donde habían estado ella y el Güero, mientras daba al mismo tiempo ojeadas al espejo, interrogándose sobre la distancia cada vez mayor entre aquellas tres mujeres: la joven con ojos asombrados del papel fotográfico, la Teresa que ahora vivía a este lado de la vida y del paso del tiempo, la desconocida que las observaba a las dos desde su –cada vez más inexacto– reflejo.

Chíngale, que estaba requetelejos de Culiacán. Entre dos continentes, con la costa marroquí a quince kilómetros de la española: las aguas del Estrecho de Gibraltar y la frontera sur de una Europa a la que no había soñado viajar en la vida. Allí, Santiago Fisterra era transportista por cuenta ajena. Tenía una casita alquilada en una playa de la bahía de Algeciras, por la parte española, y la planeadora amarrada en Marina Sheppard, protegida por la bandera inglesa del Peñón: una Phantom de siete metros de eslora con autonomía de ciento sesenta millas y motor de 250 caballos –cabezones los llamaban en el argot local, que Teresa empezaba a combinar con su mejicano sinaloense–, capaz de acelerar de cero a cincuenta y cinco nudos en veinte segundos. Santiago era un mercenario del mar. A diferencia del Güero Dávila en Sinaloa, él no tenía jefes ni trabajaba en exclusiva para ningún cártel. Sus empleadores eran traficantes españoles, ingleses, franceses e italianos instalados en la Costa del Sol. En lo demás se trataba más o menos de lo mismo: llevar cargas de un sitio a otro. Santiago cobraba a tanto por entrega, y respondía de pérdidas o fracasos con su propia vida. Pero eso era sólo en casos extremos. Aquel contrabando –casi siempre hachís, algunas veces tabaco de los almacenes gibraltareños– nada tenía que ver con el que Teresa Mendoza había conocido antes. El de estas aguas era un mundo duro, de raza pesada, pero menos hostil que el mejicano. Menos violencia, menos muertes. La gente no se bajaba a plomazos por una copa de más, ni cargaba cuernos de chivo como en Sinaloa. De las dos orillas, la norte era más tranquilizadora, incluso si caías en manos de la ley. Había abogados, jueces, normas que se aplicaban por igual a los delincuentes que a las víctimas. Pero el lado marroquí era distinto: ahí la pesadilla rondaba todo el tiempo. Corrupción en todos los niveles, derechos humanos apenas valorados, cárceles donde podías pudrirte en condiciones terribles. Con el agravante añadido de ser mujer, y lo que significaba caer en el engranaje inexorable de una sociedad musulmana como aquélla. Al principio Santiago se había negado a que ocupara el puesto de Lalo Veiga. Demasiado peligroso, dijo, zanjando el asunto. O creyendo zanjarlo. Todo bien serio y metido en puro macho, el gallego, raro que le salía a veces, menos brusco que el resto de los españoles cuando hablaban, tan cortantes y rudos todos ellos. Pero después de una noche que Teresa pasó con los ojos abiertos, mirando primero la oscuridad del techo y luego la familiar claridad gris, dándole vueltas en la cabeza, despertó a Santiago para decirle que había tomado una decisión. Y ni modo. Nunca volvería a esperar a nadie viendo telenovelas en ninguna casa de ninguna ciudad del mundo, y él podría elegir: o la admitía en la planeadora, o lo dejaba en ese momento, en el acto, para siempre y ahí nos vemos. Entonces él, mentón sin afeitar, ojos enrojecidos de sueño, se rascó el pelo revuelto y le preguntó si estaba loca o se había vuelto gilipollas o qué. Hasta que ella se levantó desnuda de la cama, y tal como estaba sacó su maleta del armario y empezó a meter cosas mientras procuraba no mirarse en el espejo ni mirarlo a él, ni pensar en lo que estaba haciendo. Santiago la dejó hacer observándola minuto y medio sin abrir la boca; y al fin, creyendo que se iba de veras –Teresa seguía metiendo ropa en la maleta sin saber si iba a irse o no–, dijo bueno, vale, de acuerdo. Al carallo con todo. No es a mí a quien los moros van a romper el coño si te agarran. Así que procura no caerte al agua como Lalo.