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Parecía un pastel en una caja, una de esas tartas personalizadas que preparan para que se parezcan a Marilyn Monroe. El antropólogo había pintado el rostro en un tono de piel beis, con carmín rojo y ojos azules, y le había añadido una peluca rubia ondulada. A Bosch, que estaba de pie en la sala de la brigada, mirando la imagen de escayola y preguntándose si parecía alguien real, le parecía de azúcar escarchada.
– Faltan cinco minutos -dijo Edgar.
Estaba sentado en su silla, que había orientado hacia la tele de los armarios, con el mando a distancia en la mano. Su chaqueta azul estaba pulcramente colocada en un colgador. Bosch se quitó la chaqueta y la colgó en una de la perchas. Comprobó su casilla en la mesa de los mensajes y se sentó en su sitio de la mesa de homicidios. Había recibido una llamada de Sylvia, nada más de importancia. Marcó el número justo cuando empezaban las noticias del Canal 4. Conocía lo suficiente acerca de las prioridades informativas de la ciudad para saber que el reportaje sobre la rubia de hormigón no sería el primero.
– Harry, vamos a necesitar esa línea libre en cuanto lo emitan -dijo Edgar.
– Es un minuto. Van a tardar en pasarlo, si es que lo pasan.
– Lo pasarán. He cerrado acuerdos secretos con ellos. Todos creen que van a tener la exclusiva si conseguimos una identificación. No quieren perderse la entrevista lacrimógena con los padres.
– Estás jugando con fuego, tío. Haces una promesa así y descubrirán que les has tomado el pelo…
Sylvia cogió el teléfono.
– Hola, soy yo.
– Hola, ¿dónde estás?
– En comisaría. Vamos a tener que estar un rato contestando teléfonos. Van a sacar la cara de la víctima del caso de ayer en televisión esta noche.
– ¿Cómo ha ido en el juicio?
– De momento es el caso de la demandante. Pero creo que les hemos clavado un par de golpes.
– He leído el Times hoy a la hora de comer.
– Sí, bueno, la mitad de lo que dicen está bien.
– ¿Vas a salir?
– Bueno, ahora mismo no. Tengo que ayudar a contestar los teléfonos y después dependerá de lo que consigamos. Si no sacamos nada en claro, saldré pronto.
Se dio cuenta de que había bajado la voz para que Edgar no oyera la conversación.
– ¿Y si conseguís algo bueno?
– Ya veremos.
Una inspiración, después silencio. Harry esperó.
– Has dicho «ya veremos» muchas veces, Harry. Ya hemos hablado de eso. A veces…
– Ya lo sé.
– … creo que sólo quieres que te dejen en paz. Quedarte en tu casita de la colina y mantener a todo el mundo alejado. Incluida yo.
– Tú no, ya lo sabes.
– A veces no. Ahora mismo no siento que lo sepa. Me apartas justo en el momento en que necesitas que yo (o alguien) esté cerca.
Bosch no tenía respuesta. Pensó en Sylvia al otro lado del hilo telefónico. Probablemente estaba sentada en el taburete de la cocina. Probablemente ya había empezado a preparar la cena para los dos. O tal vez ya se estaba acostumbrando a sus modos y había estado esperando la llamada.
– Mira, lo siento -dijo Bosch-. Ya sabes cómo es. ¿Qué estás haciendo para cenar?
– Nada, ni voy hacer nada tampoco.
Edgar soltó un silbido corto y rápido. Harry levantó la mirada y vio en la tele el rostro pintado de la víctima. Estaba sintonizado el Canal 7. La cámara mostró un largo primer plano de la cara. Se veía bien por la tele, al menos no parecía tanto un pastel. La pantalla mostró los dos números públicos del despacho de detectives.
– Lo están pasando ahora -le dijo Bosch a Sylvia-. Necesito dejar esta línea libre. Te llamaré después, cuando sepa algo.
– Claro -dijo ella con voz fría, y colgó.
Edgar había sintonizado el 4 y estaban mostrando la cara. Cambió al 2 y captó los últimos segundos del reportaje. Incluso habían entrevistado al antropólogo.
– Un día de pocas noticias -dijo Bosch.
– Mierda -replicó Edgar-. Vamos a toda máquina. Todo lo que…
El teléfono sonó y Edgar contestó.
– No, acaba de salir-dijo después de escuchar unos segundos-. Sí, sí, descuide. Vale.
Colgó y negó con la cabeza.
– ¿Pounds? -preguntó Bosch.
– Sí, cree que vamos a tener el nombre diez segundos después de que salga la noticia. Joder, qué memo.
Las siguientes tres llamadas fueron de bromistas, todos ellos testimonios de la deslumbrante falta de originalidad y la paupérrima salud mental de los televidentes. Las tres personas que llamaron dijeron «¡Es tu madre!», o algo por el estilo, y colgaron riendo. Al cabo de veinte minutos, Edgar recibió una llamada y empezó a tomar notas. El teléfono sonó otra vez y contestó Bosch.
– Soy el detective Bosch, ¿con quién hablo?
– ¿Lo está grabando?.vi…-No. ¿Quién es?…-No importa, pero pensaba que le gustaría saber que el nombre de la chica es Maggie. Maggie no sé cuantos. Es latín. La he visto en vídeos.
– ¿Qué vídeos? ¿MTV?
– No, Sherlock. Vídeos para adultos. Folla en las pelis. Era buena. Sabía poner un condón con la boca.
Colgaron. Bosch tomó una par de notas en la libreta que tenía delante. ¿Latín?
Edgar colgó y dijo que quien había llamado decía que se llamaba Becky, que había vivido en Studio City unos años atrás.
– ¿Qué has conseguido tú?
– Maggie. Sin apellido. Posiblemente un nombre artístico en latín. Dice que era actriz porno.
– Eso encajaría.
El teléfono volvió a sonar. Edgar atendió y escuchó durante unos segundos antes de colgar.
– Otro que ha reconocido a mi madre.
Bosch contestó la siguiente.
– Sólo quería decirles que la chica que ha salido por la tele es actriz porno -dijo la voz.
– ¿Cómo lo sabe?
– Lo sé por eso que han enseñado en la tele. Alquilé un vídeo. Sólo una vez, y salía ella.
Sólo una vez pero se acuerda, pensó Bosch. Sí, claro.
– ¿Sabe su nombre?
El otro teléfono sonó y lo atendió Edgar.
– Yo no sé nombres, señor -respondió el informante de Bosch-. De todas formas todas usan nombres falsos.
– ¿Cuál era el nombre del vídeo?
– No me acuerdo. Estaba borracho cuando lo vi. Como le he dicho fue la única vez.
– Oiga, no soy un confesor. ¿Sabe algo más?
– No, listillo. No.
– ¿Quién es?
– No tengo que decírselo.
– Mire, estamos tratando de encontrar a un asesino. ¿Dónde alquiló el vídeo?
– No se lo voy a decir, podría conseguir mi nombre de ellos. No importa, lo tienen en todos los sitios para adultos.
– ¿Cómo lo sabe si sólo lo alquiló una vez?
El tipo colgó.
Bosch se quedó una hora más. Al final tenían cinco personas que aseguraban que la cara pintada pertenecía a una starlet del porno. Sólo uno de los que habían llamado decía que su nombre era Maggie, los otros cuatro hombres no se habían fijado en los nombres. Había alguien que decía que era Becky de Studio City y otra persona que aseguraba que era una stripper que había trabajado una temporada en el Booby Trap de La Brea. Uno de los hombres que llamó dijo que el rostro pertenecía a su mujer desaparecida, pero preguntando Bosch averiguó que ésta había desaparecido hacía sólo dos meses. La rubia de hormigón llevaba muerta demasiado tiempo. La esperanza y desesperación que se mezclaban en la voz del hombre que llamaba le parecieron reales a Bosch, quien al explicarle que no podía tratarse de su mujer no supo si le estaba dando al hombre una buena noticia o una mala porque lo dejaba de nuevo en la incertidumbre.
Hubo otras tres llamadas que proporcionaron descripciones vagas de una mujer de la que creían que podría ser la rubia de hormigón, pero después de unas cuantas preguntas Bosch y Edgar identificaron a los que llamaban como gente que se emocionaba hablando con la policía.
La llamada más extraña fue la de una médium de Beverly Hills que mencionó que había puesto la mano encima de la pantalla del televisor mientras mostraba el rostro y había sentido que el espíritu de la difunta la llamaba.
– ¿Qué le decía? -preguntó Bosch pacientemente.
– Alabanzas.
– ¿Alabanzas?
– A Jesús nuestro señor, supongo, pero no lo sé. Es todo lo que recibí. Podría recibir más si me dejara tocar el molde de escayola real de la…
– Bueno, ¿ese espíritu que cantaba alabanzas se identificó? Verá, es eso lo que estamos haciendo. Estamos más interesados en un nombre que en las alabanzas.
– Algún día me creerá, pero entonces ya estará condenado. -La mujer colgó.
A las siete y media Bosch le dijo a Edgar que se largaba.
– ¿Y tú? ¿Vas a esperar a las noticias de las once?
– Sí, estaré por aquí, pero puedo ocuparme solo. Si recibo un montón de llamadas sacaré a uno de esos capullos del despacho.
Acumula horas extra, pensó Bosch.
– ¿Y ahora qué? -preguntó.
– No lo sé, ¿qué opinas?
– Bueno, aparte de las llamadas que dicen que es tu madre, esto del porno parece la línea a seguir.
– Deja en paz a mi bendita madre. ¿Cómo crees que podría comprobar lo del porno?
– Con el tío de vicio administrativo. Ray Mora trabaja en el porno. Es el mejor. También estuvo en el equipo de investigación del Fabricante de Muñecas. Llámalo y veremos si puede venir a echar un vistazo a la cara. Puede que la conociera. Cuéntale que tenemos a un tío que dice que se llama Maggie.
– Lo haré. Encaja con el Fabricante de Muñecas, ¿no? Me refiero al porno.
– Sí, encaja. -Pensó en ello un momento y añadió-: Otras dos de las víctimas estaban en ese negocio. Y la que escapó también.
– La afortunada. ¿Sigue en eso?
– Que yo sepa, pero también podría haber muerto.
– Todavía no significa nada, Harry.
– ¿Qué?
– El porno. Todavía no significa que fuera el Fabricante de Muñecas. El original, me refiero.
Bosch se limitó a asentir. Tenía una idea. Fue al Caprice y cogió la cámara Polaroid del maletero. En la sala de la brigada sacó dos fotos de la cara que estaba en la caja y se las guardó en el bolsillo del abrigo después de que se hubieron revelado.
Edgar lo observó.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó.
– Pensaba parar en ese supermercado para adultos del valle de camino a casa de Sylvia.
– Que no te pillen en una de esas cabinas con la polla fuera.
– Gracias por el consejo. Ya me contarás lo que dice Mora.
Bosch se dirigió a la autovía de Hollywood sin coger ninguno de los túneles. Enfiló al norte y salió en Lanker-shim, luego tomó esta avenida hasta North Hollywood, en el valle de San Fernando. Llevaba las cuatro ventanillas bajadas y el aire frío le golpeaba por todas partes. Se fumó un cigarrillo, tirando la ceniza por la ventanilla. En la emisora de jazz KAJZ estaban poniendo techno-funk, así que apagó la radio y se limitó a conducir.
El valle de San Fernando era el dormitorio comunitario de la ciudad en más de un sentido. También era la sede de la industria pornográfica de la nación. Los distritos comerciales e industriales de Van Nuys, Canoga Park, Northridge y Chatsworth albergaban centenares de productoras, distribuidoras y mayoristas del porno. Las agencias de modelos de Sherman Oaks proporcionaban el noventa por ciento de los hombres y mujeres que actuaban ante las cámaras. En consecuencia, el valle de San Fernando era asimismo uno de los lugares con más tiendas de porno. Se producía allí y se vendía allí, a través de negocios de comercialización de vídeos por catálogo también vinculados con los mayoristas en la producción de películas y de lugares como X Marks the Spot en Lankershim Boulevard.
Bosch aparcó en el estacionamiento de la enorme tienda y la contempló durante unos momentos. Antes había sido un supermercado Pie N Pay, pero las ventanas delanteras habían sido tapiadas. Bajo el neón rojo del X Marks the Spot, la fachada estaba encalada y pintada con siluetas de mujeres desnudas con mucho pecho, como las siluetas metálicas que Bosch veía constantemente en los guardabarros de los camiones de la autovía. Los tipos que ponían eso en los camiones eran probablemente los mismos a los que ese lugar ofrecía sus servicios.
El negocio, propiedad de un testaferro de la mafia de Chicago llamado Harold Barnes, facturaba más de un millón de dólares al año, y probablemente ganaba otro más en negro. Bosch conocía toda esta información por Mora de vicio administrativo, con quien había patrullado algunas noches cuando ambos formaban parte del equipo de investigación, cuatro años atrás.
Bosch observó a un hombre de unos veinticinco años que bajó de su Toyota. El tipo caminó con rapidez hacia la puerta de madera maciza y se coló como un agente secreto. Bosch lo siguió. La mitad delantera del antiguo supermercado estaba dedicada al negocio al por menor: la venta y alquiler de vídeos, revistas y todo un surtido de productos para adultos, fundamentalmente fabricados en goma. La parte de atrás, a la que se accedía a través de una cortina, estaba dividida entre salas de «encuentros» y cabinas de vídeo privadas. La música heavy metal que salía de las salas se mezclaba con los gemidos enlatados de falsa pasión que surgían de las cabinas de vídeo.
Bosch vio a su izquierda a dos hombres detrás de un mostrador de cristal. Uno de ellos era un tipo corpulento, cuyo cometido obvio era mantener la paz. El otro era más pequeño y mayor, el encargado de recoger el dinero. Bosch sabía por la forma en que lo miraban y la tirantez de la piel en torno a los ojos que lo habían calado en cuanto había entrado. Se acercó y puso una de las polaroids en el mostrador.
– Estoy tratando de identificarla. He oído que trabajaba en vídeo, ¿la reconoce?
El tipo más pequeño se inclinó y miró la foto mientras el otro permanecía inmóvil.
– Parece un pastel, tío -dijo el hombre pequeño-. No conozco pasteles. Me los como.
Miró al tipo grandote e intercambiaron una sonrisa.
– Así que no la reconoce. ¿Y usted?
– Yo digo lo mismo que él -afirmó el tipo grande-. Yo también me como los pasteles.
Esta vez ambos rieron en voz alta y probablemente tuvieron que contenerse para no palmearse las manos como los jugadores de baloncesto después de una buena canasta. Los ojos del hombre más bajo destellaron bajo las gafas tintadas de rosa.
– Bueno -dijo Bosch-. Entonces echaré un vistazo. Gracias.
El hombre más corpulento dio un paso adelante y dijo:
– Manten la pistola cubierta, tío. No queremos excitar a los clientes.
– No voy a excitarlos más de lo que están -dijo Bosch.
Se volvió desde el mostrador hacia las dos paredes de estantes donde se alineaban centenares de cajas de vídeos para vender o alquilar. Había una docena de hombres mirando, incluido el «agente secreto». Sopesar la escena y el número de cajas de vídeos, de algún modo, recordó a Bosch la vez en que leyó todos los nombres en el monumento a los caídos en la guerra de Vietnam durante un caso. Había tardado varias horas.
La pared del vídeo no le ocupó tanto tiempo. Se saltó las películas para gays y las protagonizadas por negros y miró todas las cajas en busca de una cara como la de la rubia de hormigón o del nombre de Maggie. Los vídeos estaban por orden alfabético y tardó casi una hora en llegar a la H. Un rostro de la caja de un vídeo llamado Historias de la cripta captó su atención. En la cubierta se veía a una mujer desnuda en un ataúd. Era rubia y tenía la nariz respingona como la de la máscara de escayola. Bosch giró la caja y vio otra foto de la actriz, en la que aparecía a cuatro patas y con un hombre detrás de ella. Tenía la boca entreabierta y la cara vuelta hacia su compañero sexual.
Era ella, Bosch lo supo. Miró los créditos y vio que el nombre encajaba. Se llevó la caja vacía al mostrador.
– Ya era hora -dijo el hombre pequeño-. Aquí no permitimos que la gente chafardee. Los polis se ponen pesados con eso.
– Quiero alquilar éste.
– No puede. Ya está alquilado. No lo ve, la caja está vacía?-¿Ella sale en algún otro que conozca? El tipo pequeño cogió la caja y miró las fotografías.
– Magna Cum Loudly, sí. No lo sé. Estaba empezando y entonces lo dejó. Probablemente se casó con un tipo rico, muchas lo hacen.
El tipo grande se acercó para mirar la caja y Bosch retrocedió de su zona de olor.
– Estoy seguro de que lo hacen -dijo-. ¿En cuál más salía?
– Bueno -dijo el tipo pequeño-, acababa de dejar las bobinas y luego, pfff, desapareció. Historias fue su primer papel protagonista. Hacía un fantástico bis en La puta de las rosas, y así fue como comenzó. Antes estaba sólo en las bobinas.
Bosch fue a la P y encontró La puta de las rosas. También estaba vacía y no había fotos de Magna Cum Loudly. Su nombre era el último en los créditos. Volvió al tipo pequeño y señaló la caja de Historias de la cripta.
– ¿Y la caja? La compro.
– No podemos venderle sólo la caja, si no ¿cómo mostraríamos el vídeo cuando lo devuelvan? No vendemos cajas. Los tíos que quieren fotos se compran las revistas.
– ¿Cuál es el precio de la cinta? La compraré. Cuando el que la ha alquilado la devuelva puede guardármela y pasaré a recogerla. ¿Cuánto?
– Bueno, Historias es popular. La vendemos a treinta y nueve con noventa y cinco, pero a usted, agente, le haremos nuestro precio especial para las fuerzas de seguridad. Cincuenta pavos.
Bosch no protestó. Tenía efectivo y pagó.
– Quiero un recibo.
Después de que la transacción se completó, el tipo pequeño puso la caja del vídeo en una bolsa marrón de papel.
– ¿Sabe? -dijo-. Magna Cum Loudly sigue en un par de bobinas. Quizá quiera verlas. -Sonrió y señaló a un cartel que tenía detrás-. Por cierto, no damos cambio.
Bosch le devolvió la sonrisa.
– Lo comprobaré.
– Eh, oiga, ¿a qué nombre quiere que reservemos este vídeo cuando nos lo devuelvan?
– Cario Pinzi.
Era el nombre del jefe de la mafia de Chicago en Los Ángeles.
– Muy gracioso, señor Pinzi. Lo haremos.
Bosch pasó la cortina y entró en las salas de la parte de atrás, donde lo recibió una mujer con tacones altos, un tanga negro y una bolsa de cambio de heladero en un cinturón. Nada más. Sus pechos grandes y perfectos de silicona estaban rematados por pezones inusualmente pequeños. Tenía el pelo corto teñido de rubio y llevaba demasiado maquillaje en torno a los ojos castaños y vidriosos. Aparentaba diecinueve. O treinta y cinco.
– ¿Quiere un encuentro privado o cambio para las cabinas de vídeo? -preguntó.
Bosch sacó su ya fino fajo de billetes y le pidió cambio de dos dólares en monedas de veinticinco centavos.
– ¿Me puedo quedar un dólar para mí? No cobro nada, sólo las propinas.
Bosch le dio otro dólar y cogió las ocho monedas de un cuarto que se llevó a las pequeñas cabinas con cortina. Las que estaban ocupadas tenían la luz encendida.
– Si necesita algo, me lo dice -le dijo la chica del tanga a su espalda.
O bien estaba demasiado colocada o bien era muy estúpida, o las dos cosas, para no haberse dado cuenta de que era poli. Bosch le dijo que no con la mano y cerró la cortina tras él. El espacio del que disponía era similar al de una cabina telefónica. Había una ventana panorámica de cristal a través de la cual veía una pantalla de vídeo, que en ese momento mostraba una guía de doce películas diferentes que podía elegir. A pesar de que ya todo era vídeo, seguían llamándolos bobinas, por las bobinas de 16 milímetros que pasaban una y otra vez en las primeras peep machines.
No había ninguna silla, pero sí un pequeño estante con un cenicero y una caja de pañuelos de papel. Los pañuelos usados estaban tirados por el suelo y el lugar olía como el desinfectante industrial que usaban en las furgonetas de la oficina del forense. Puso las ocho monedas en la ranura y cambió la imagen de la pantalla.
Había dos mujeres en una cama, besándose y acariciándose. Bosch sólo tardó unos segundos en descartar a ambas. Ninguna de las dos era la chica de la caja del vídeo. Empezó a pulsar el botón de cambio de canal y la imagen saltó de pareja en pareja: heterosexual, homosexual, bisexual. Sus ojos sólo se detenían el tiempo necesario para determinar si la mujer que buscaba estaba allí.
En la novena bobina reconoció a la chica de la caja del vídeo que había comprado. Verla en movimiento le ayudó a convencerse de que la mujer que usaba el nombre de Magna Cum Loudly era la rubia de hormigón. En el vídeo la chica yacía boca arriba en un sofá y se mordía uno de los dedos mientras un hombre arrodillado en el suelo entre sus muslos hundía rítmicamente las caderas en las de la joven.
El hecho de saber que esa mujer había muerto y que lo había hecho de un modo violento y estar allí observando cómo se sometía a otro tipo de violencia le afectó de un modo que no estaba seguro de comprender del todo. La culpa y la pena manaron mientras observaba. Como la mayoría de los polis, había pasado una temporada en antivicio. También había visto algunas de las películas de las otras dos actrices de cine para adultos que habían sido víctimas del Fabricante de Muñecas. Sin embargo, era la primera vez que lo invadía esta desazón.
En el vídeo, la actriz se sacó el dedo de la boca y empezó a gemir sonoramente, haciendo honor a su nombre artístico. Bosch bajó el sonido. Pero todavía podía oír sus gemidos convertidos en gritos en vídeos de otras cabinas. Otros hombres estaban viendo la misma escena. A Bosch le resultó repulsivo saber que el vídeo había atraído el interés de hombres diferentes por razones diferentes.
La cortina crujió y Bosch oyó que alguien se movía detrás de él y entraba en la cabina. En ese mismo momento sintió una mano que le subía por el muslo hasta la entrepierna. Buscó la pistola en la chaqueta al tiempo que se volvía, pero entonces vio que era la cambiadora de monedas.
– ¿Qué puedo hacer por ti, cariño? -le arrulló ella.
Bosch la apartó.
– Para empezar puedes salir de aquí.
– Vamos, querido, ¿para qué mirarlo por la tele cuando puedes hacerlo tú? Veinte pavos. No puedo bajar más. Tengo que partírmelo con la dirección.
Había apretado sus pechos contra él y Bosch no sabía de quién de los dos era el aliento que olía a cigarrillo. De repente la mujer se detuvo al sentir la pistola. Ambos se sostuvieron la mirada durante unos segundos.
– Eso es -dijo Bosch-. Si no quieres ir a la jaula, sal de aquí.
– Lo que usted diga, agente -dijo ella.
Ella abrió la cortina y se fue. Justo entonces la pantalla volvió a la guía. Los dos dólares de Bosch se habían acabado.
Mientras salía oyó los falsos gritos de placer de Magna Cum Loudly que procedían de otras cabinas.