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En el camino por la autovía hasta el siguiente valle, trató de imaginarse esa vida. Se preguntaba qué esperanza podría mantener ella, qué esperanza alentaba y protegía como una vela bajo la lluvia incluso cuando yacía boca arriba con la mirada distante vuelta hacia el extraño que tenía dentro. La esperanza tenía que ser lo último que le quedaba. Bosch sabía que la esperanza era el alimento del alma. Sin ella no había nada, sólo oscuridad.
Se preguntó dónde se habían cruzado las dos vidas, la del asesino y la de la víctima. Quizá la semilla de lujuria y deseo homicida la había plantado la misma bobina que Bosch acababa de ver. Tal vez el asesino había alquilado el vídeo por el que Bosch acababa de pagar cincuenta dólares. ¿Podía haber sido Church? ¿O había alguien suelto? Bosch pensó en la caja y dejó la autovía en la primera salida, Van Nuys Boulevard en Pacoima.
Aparcó y sacó la caja del vídeo de la bolsa de papel marrón que le había dado el hombre bajo. Encendió la luz del coche y rebuscó en todas las superficies del estuche, leyendo cada palabra. Pero no había fecha de copyright que le dijera cuándo se había grabado la cinta, si antes o después de la muerte de Church.
Volvió a la Golden State, que lo llevó al norte, al valle de Santa Clarita. Después de salir en Bouquet Canyon Road tomó un camino de curvas a través de una serie de calles residenciales, más allá de una aparentemente interminable fila de casas californianas. En Del Prado, estacionó enfrente de la vivienda con el cartel de la inmobiliaria Ritenbaugh.
Sylvia llevaba más de un año tratando de vender la casa, sin suerte. Cuando pensó en ello, Bosch se sintió aliviado. Esa circunstancia le libraba de afrontar la decisión de qué harían a continuación Sylvia y él.
Sylvia abrió la puerta antes de que él llegara.
– Hola.
– Hola.
– ¿Qué llevas?
– Ah, cosas del trabajo. Tengo que hacer un par de llamadas dentro de un rato. ¿Has comido?
Bosch se inclinó para besarla y entró en la casa. Ella llevaba el vestido camisero gris que le gustaba usar para estar por casa después del trabajo. Se había soltado el pelo, y los reflejos rubios captaban la luz de la sala de estar.
– Una ensalada, ¿tú?
– Todavía no. Me preparé un sandwich o algo. Lo siento. Con el juicio y luego con este caso nuevo, es…, bueno, ya lo sabes.
– No pasa nada. Sólo te echaba de menos. Siento cómo me he comportado por teléfono.
Sylvia lo besó y lo abrazó. Bosch se sentía a gusto con ella. Eso era lo mejor, esa sensación. Nunca la había sentido antes y podía olvidarla a veces cuando estaba alejado de ella. Pero en cuanto volvía a verla la recuperaba.
Sylvia lo llevó de la mano a la cocina y le dijo que se sentara mientras le preparaba un sandwich. Bosch observó cómo ella ponía una sartén en el fuego y encendía el gas. A continuación puso cuatro lonchas de beicon en la sartén. Mientras se freía, cortó un tomate y un aguacate y extendió una hoja de lechuga. Bosch se levantó, sacó una cerveza de la nevera y la besó en el cuello. Entonces retrocedió, molesto porque el recuerdo de la mujer que le había tocado en la cabina se interpuso en el momento. ¿Por qué le había ocurrido eso?
– ¿Qué pasa?
– Nada.
Ella puso dos rodajas de pan de girasol en la tostadora y sacó el beicon de la sartén. Al cabo de unos minutos, ella le sirvió el sandwich y se sentó.
– ¿A quién has de llamar?
– A Jerry Edgar y tal vez a un tipo de antivicio.
– ¿Antivicio? ¿Estaba en el porno? ¿La nueva víctima?
Sylvia había estado casada con un policía y pensaba con los saltos lógicos de un policía. A Bosch le gustaba eso de ella.
– Eso creo. Tengo una pista, pero también tengo el juicio, así que quiero dársela.
Ella asintió. Bosch nunca tenía que pedirle a Sylvia que no preguntara demasiado. Ella siempre sabía cuándo tenía que parar.
– ¿Cómo ha ido hoy en el instituto?
– Bien. Cómete el sandwich. Y date prisa en hacer esas llamadas porque quiero que nos olvidemos del juicio y del instituto y de tu investigación. Quiero que abramos una botella de vino, que encendamos unas velas y nos metamos en la cama.
Bosch le sonrió.
Habían caído en una vida en común así de relajada. Las velas eran siempre su señal para empezar a hacer el amor. Allí sentado, Bosch se dio cuenta de que él no tenía señales. Casi siempre empezaba ella. Se preguntó qué decía eso de él. Le preocupaba que la suya fuera una relación basada exclusivamente en secretos y facetas ocultas. Esperaba que no fuera así.
– ¿Estás seguro de que no te pasa nada? -preguntó Sylvia-. Te noto distante.
– Estoy bien. Esto está muy bueno. Gracias.
– Ha llamado Penny. Tiene a dos personas interesadas, así que va a organizar un día de visita el domingo.
Bosch asintió con la boca llena.
– Tal vez podríamos ir a pasar el día fuera. No quiero estar aquí cuando la gente venga a ver la casa. Incluso podríamos salir el sábado y pasar la noche en algún sitio. Podrías olvidarte de todo esto. Lone Pine estaría bien.
– Suena bien, pero ya veremos qué pasa.
Después de que ella se fuera al dormitorio, Bosch llamó al despacho y contestó Edgar. Bosch puso una voz más grave y dijo:
– Sí, ¿saben eso que enseñaron en la tele, la que no tenía nombre?
– Sí, ¿puede ayudarnos?
– Seguro.
Bosch se tapó la boca con la mano para contener la risa. Se dio cuenta de que no se había preparado una buena frase. Su mente corrió mientras trataba de decidir cuál sería.
– Bueno, señor, ¿quién es? -dij o Edgar impaciente.
– Es, es, es…
– ¿Quién es?
– Es Harve Pounds de drag.
Bosch se echó a reír y Edgar no tardó en reconocerlo. Era estúpido, ni siquiera gracioso, pero ambos rieron.
– Bosch, ¿qué quieres?
Le costó un poco parar de reír, pero al final dijo:
– Sólo fichar. ¿Has llamado a Ray Mora?
– No, he llamado a antivicio y me han dicho que esta noche no trabajaba. Iba a hablar con él mañana. ¿Y tú?
– Creo que tengo un nombre. Llamaré a Mora a su casa para que pueda sacar lo que tenga de ella cuanto antes.
Le dijo el nombre a Edgar y oyó que el otro detective reía.
– Bueno, al menos es original. ¿Cómo…? ¿Qué te hace pensar que es ella?
Bosch respondió en voz baja por si su voz llegaba hasta el dormitorio.
– He visto una bobina y sale una foto suya en un estuche de vídeo que tengo aquí. Se parece a la cara de escayola. Un poco distinta sin la peluca. Pero creo que es ella. Mañana te dejaré la caja en tu mesa de camino al juicio.
– Genial.
– Quizá Mora pueda darnos el primer empujón y ayudarnos a conseguir el nombre real y sus huellas para ti. Probablemente tenía una licencia de ocio para adultos. ¿Te importa que le llame?
– No hay problema. Tú le conoces.
Ambos colgaron. Bosch no tenía el número de la casa de Mora. Llamó al servicio de detectives y dio su nombre y número de placa. Tardaron cinco minutos en conseguirle el número y después Mora contestó al cabo de tres timbrazos. Parecía sin aliento.
– Soy Bosch, ¿tienes un minuto?
– Bosch, ah, Bosch. ¿Qué pasa, tío?
– ¿Cómo va el negocio?
– De culo.
Se rió de lo que Bosch supuso que era una broma para iniciados.
– En realidad se hunde cada vez más a fondo, y no lo digo con segundas. El vídeo lo arruinó, Bosch. Lo ha hecho demasiado grande. La industria es cada vez más grande y la calidad más pequeña. Ya nadie se preocupa por la calidad.
Mora estaba hablando más como un entusiasta de la industria del porno que como su inspector.
– Echo de menos los días en aquellos teatros llenos de humo de Cahuenga y Highland. Entonces controlábamos mejor las cosas. Al menos yo. Bueno, ¿cómo va el juicio? He oído que os ha caído otro que parece del Fabricante de Muñecas. ¿Qué pasa con eso? ¿Cómo podría…?
– Por eso te llamaba. Tengo un nombre y creo que es de tu lado de las vías. Me refiero a la víctima.
– ¿Quién?
– Magna Cum Loudly. Tal vez también la conocieran como Maggie.
– Sí, lo he oído. Estuvo hace un tiempo y luego, tienes razón, desapareció o lo dejó.
Bosch esperó que dijera más. Pensó que había oído una voz de fondo, en persona o en la tele y Mora le dijo que esperara un momento. No había entendido lo que habían dicho ni si se trataba de un hombre o de una mujer. La interrupción llevó a Bosch a preguntarse qué estaba haciendo Mora cuando contestó. En el departamento corría el rumor de que Mora se había acercado demasiado al objeto en el que era experto. Era una enfermedad habitual de un poli. Además, sabía que Mora había rechazado con éxito todos los intentos de transferirle de destino en los primeros años. Ahora, tenía tanta experiencia que sería ridículo trasladarlo. Sería como llevarse a Orel Hershiser del equipo depitchers de los Dodgers y ponerlo de receptor. Era bueno en lo que hacía. Había que dejarlo allí.
– Eh, Harry, no lo sé. Creo que estaba por aquí hace un par de años. Lo que estoy diciendo es que si es ella, entonces no puede haber sido Church. ¿Sabes a qué me refiero? No sé cómo te afecta esto.
– No te preocupes por eso, Ray. Si no lo hizo Church, alguien lo hizo. Aun así vamos a pillarlo.
– Sí, me pondré con eso. Por cierto, ¿cómo la has identificado?
Bosch le contó su visita a X Marks the Spot.
– Sí, conozco a esos tipos. El grande es Jimmy Pinzi, el sobrino del capo Cario. Le llaman Jimmie Pins. Puede hacer ver que es grande y torpe, pero en realidad es el jefe del pequeño Pinkie. Controla el lugar para su tío. Al bajito lo llaman Pinkie por esas gafas que lleva. Pinkie y Pins. Todo es una actuación. Da igual, te han cobrado cuarenta pavos de más por esa cinta.
– Eso supuse. Ah, y te iba a preguntar, no hay ningún copyright en el estuche del vídeo. ¿Estará en el vídeo o hay alguna manera de que pueda adivinar cuándo lo hicieron?
– Normalmente no ponen el copyright en la caja. Los clientes quieren carne fresca. Así que suponen que si el cliente ve un copyright en la caja que tiene un par de años comprará otra cosa. Es un negocio rápido. Bienes perecederos. Así que no hay fechas. A veces no las ponen ni siquiera en la cinta. De todos modos, en la oficina tengo catálogos desde hace doce años. Puedo encontrar la fecha sin problema.
– Gracias, Ray. Puede que no pase yo, sino un compañero de homicidios, Jerry Edgar. Yo tengo el juicio.
– Está bien, Harry.
Bosch no tenía nada más que preguntar y estaba a punto de despedirse cuando habló Mora.
– ¿Sabes? He pensado mucho en ello.
– ¿En qué?
– En el equipo de investigación. Ojalá no me hubiera ido temprano esa noche y hubiera estado allí contigo. Quién sabe, tal vez habríamos pillado a ese tipo vivo.
– Sí.
– Entonces no habría juicio, para ti.
Bosch se quedó en silencio mientras miraba la foto de la parte posterior de la carátula del vídeo. El rostro de la mujer vuelto hacia un lado, como la cara de escayola. Era ella. Estaba seguro.
– Ray, sólo con este nombre (Magna Cum Loudly) puedes conseguir el nombre real y huellas.
– Claro. No importa lo que la gente piense de este producto, hay material legal y material ilegal. Esta chica Maggie parece que se había graduado en el mundo legal. Se había apartado de las bobinas y esa mierda y estaba en el canal principal del vídeo para adultos. Eso significa que probablemente tenía un agente y una licencia. Les hace falta la licencia para demostrar que tienen dieciocho. Así que en su licencia pondrá su nombre verdadero. Puedo repasarlas y encontrarla, llevan foto. Puede que tarde un par de horas, pero la encontraré.
– Muy bien, ¿lo harás por la mañana? Y si Edgar no se pasa envíale las huellas a homicidios de Hollywood.
– Jerry Edgar. Lo haré.
Ambos se mantuvieron un momento en silencio mientras pensaban en lo que estaban haciendo.
– Eh, Harry.
– ¿Sí?
– El diario decía que hay una nueva nota, ¿es verdad?
– Sí.
– ¿Es buena? ¿La cagamos?
– Todavía no lo sé, Ray, pero te agradezco que uses el plural. Hay mucha gente que sólo quiere señalarme a mí.
– Sí, escucha, tengo que decírtelo, esa zorra de Money me ha citado hoy.
A Bosch no le sorprendió, porque Mora estaba en el equipo de investigación del caso del Fabricante de Muñecas.
– No te preocupes, probablemente ha citado a todos los que estaban en el equipo de investigación.
– Vale.
– Pero trata de no mencionar nada de esto si puedes.
– Mientras pueda.
– Ella tiene que saber qué preguntar antes de poder preguntarlo. Sólo necesito un poco de tiempo para trabajar con esto y ver qué significa.
– No hay problema, colega. Tú y yo sabemos que cayó el asesino. No hay duda de eso, Harry.
Pero decirlo en voz alta hacía que surgiera la duda, Bosch lo sabía. Mora se estaba planteando las mismas preguntas que él.
– ¿Necesitas que consiga el vídeo mañana para que sepas qué aspecto tenía antes de que repases los archivos?
– No, como te decía, tenemos catálogos de todo tipo. Buscaré Historias de la cripta y partiré de ahí. Si eso no funciona, iré a los catálogos de agencia.
Ambos colgaron y Bosch encendió un cigarrillo, aunque a Sylvia no le gustaba que fumara en la casa. No es que tuviera un problema con el hecho de que él fumara, pero pensaba que algún comprador potencial podía echarse atrás si pensaba que era la casa de un fumador. Se quedó allí sentado varios minutos, arrancando la etiqueta de la botella vacía de cerveza y pensando en lo deprisa que podían cambiar las cosas. Creer en algo durante cuatro años para de pronto descubrir que podrías estar equivocado.
Cogió una botella de zinfandel Buehler y dos vasos y los llevó al dormitorio. Sylvia estaba en la cama, con el embozo subido hasta los hombros desnudos. Tenía una lámpara encendida y estaba leyendo un libro titulado Morir dos veces. Bosch se acercó a su lado de la cama y se sentó junto a Sylvia. Llenó dos vasos, y ambos brindaron y tomaron un sorbo.
– Por la victoria en el juicio -dijo Sylvia.
– Eso suena bien.
Ambos se besaron.
– ¿Has estado fumando ahí?
– Lo siento.
– ¿Eran malas noticias? Las llamadas.
– No, sólo tonterías.
– ¿Quieres hablar?
– Ahora no.
Bosch se metió en el cuarto de baño con su vaso y se dio una ducha rápida. El vino, que le había parecido excelente, tenía un gusto horrible después de lavarse los dientes. Cuando volvió a salir, la luz de lectura estaba apagada. Había velas encendidas en ambas mesitas de noche y en el escritorio. Estaban en portavelas motivos plateados con lunas crecientes y estrellas en los lados. Las luces titilantes proyectaban motivos borrosos en las paredes, en las cortinas y en el espejo, como una discordancia silenciosa.
Ella estaba recostada en tres almohadas, con las sábanas levantadas. Bosch se quedó de pie desnudo a los pies de la cama unos segundos y ambos se sonrieron el uno al otro. Sylvia era hermosa para Bosch con ese cuerpo bronceado y casi infantil. Era delgada, con pechos pequeños y el vientre plano. Tenía el pecho lleno de pecas de pasar demasiados días de playa en la infancia.
Bosch tenía ocho años más que ella y sabía que los aparentaba, pero no estaba avergonzado de su aspecto físico. A los cuarenta y tres, todavía conservaba un abdomen plano y un cuerpo musculoso; músculos que no eran producto de las máquinas del gimnasio sino de levantar el peso de su día a día, de su misión. Su vello corporal se estaba tornando gris a un ritmo mucho más rápido que el del cabello. Sylvia se burlaba de él con frecuencia, acusándolo de haberse teñido el pelo, de poseer una vanidad que ambos sabían que no existía.
Cuando se metió en la cama junto a ella, Sylvia pasó los dedos por su tatuaje del Vietnam y por la cicatriz que una bala le había dejado en el hombro derecho hacia unos pocos años. Ella siguió la cremallera de cirugía del modo en que siempre lo hacía cuando estaban juntos en esa situación.
– Te quiero, Harry -dijo.
Bosch rodó encima de ella y la besó profundamente, dejando que el gusto del vino tinto en la boca de Sylvia y la sensación de su piel cálida barrieran las preocupaciones y las imágenes de finales violentos. Estaba en el templo del hogar, pensó, aunque no lo dijo. Te quiero, pensó, pero no lo dijo.