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La mañana del viernes echó por tierra todo aquello que había ido bien para Bosch el jueves. El primer desastre ocurrió en el despacho del juez Keyes, donde éste convocó a los abogados y sus clientes tras estudiar en privado durante media hora la nota del supuesto Fabricante de Muñecas y después de que Belk hubiera argumentado durante una hora contra su inclusión en el juicio.
– He leído la nota y sopesado los argumentos -dijo el juez-. No veo cómo puede ocultarse al jurado esta carta, nota, poema o lo que sea. Tiene tanto que ver con el caso de la señora Chandler que es el caso en sí. No estoy haciendo ningún juicio sobre si es real o de algún chiflado, eso le corresponderá decidirlo al jurado. Si puede. Pero el hecho de que la investigación siga en curso no es motivo para retener esto. Yo autorizo la presentación de la prueba y, señora Chandler, puede introducirla en el momento apropiado, siempre que establezca las bases adecuadas. Señor Belk, su protesta constará en acta.
– ¿Señoría? -probó Belk.
– No, no vamos a discutir más sobre el tema. Vamos a la sala del tribunal.
– ¡Señoría! No sabemos quién ha escrito esto. ¿Cómo puede autorizarlo como prueba cuando no tenemos la menor idea ni de dónde surgió ni de quién lo envió?
– Sé que el fallo le supone una decepción, por eso voy a concederle cierto margen y no voy a amonestarle por esta muestra de falta de respeto a los deseos de este tribunal. He dicho que no se discute más, señor Belk, así que no voy a volver sobre la cuestión. El hecho de que esta nota de origen desconocido condujera directamente al descubrimiento de un cadáver que tenía todas las similitudes con una víctima del Fabricante de Muñecas es en sí mismo una prueba de cierta autenticidad. No se trata de ninguna travesura, señor Belk. No es ninguna broma. Aquí hay algo y el jurado debe verlo. Vamos. Todo el mundo fuera.
La sesión apenas había comenzado cuando se produjo la siguiente debacle. Belk, que tal vez seguía aturdido por su derrota en cámaras, se metió de cabeza en la trampa que le había preparado hábilmente Chandler.
Su primer testigo del día era un hombre llamado Wieczorek, quien testificó que conocía a Norman Church bastante bien y declaró que estaba seguro de que no había cometido los once crímenes que se le imputaban. Wieczorek y Church habían trabajado juntos durante doce años en el laboratorio de diseño aeronáutico. Wieczorek tenía cincuenta y tantos, y llevaba el pelo blanco tan corto que permitía que se adivinara el cuero cabelludo rosado.
– ¿Por qué está tan seguro de que Norman no era un asesino? -preguntó Chandler.
– Bueno, para empezar, sé a ciencia cierta que no mató a una de esas chicas, la undécima, porque estuvo conmigo cuando a ella… Él estaba conmigo. Entonces la policía lo mató y le colgó once asesinatos. Bueno, supongo. Sé que no mató a una de las chicas, de manera que probablemente están mintiendo acerca del resto. Todo es un montaje para cubrir que mataron…
– Gracias, señor Wieczorek -dijo Chandler.
– Sólo digo lo que pienso.
Belk se levantó y protestó de todos modos, acercándose al estrado y quejándose de que toda la respuesta era especulación. El juez aceptó, pero el daño ya estaba hecho. Belk caminó con paso firme hasta su silla y Bosch vio que pasaba hojas de una gruesa trascripción de la declaración tomada a Wieczorek unos meses antes.
Chandler formuló unas pocas preguntas más acerca de dónde estuvieron el testigo y Church en la noche en que la undécima víctima fue asesinada y Wieczorek respondió que estuvieron en su apartamento con otros siete hombres en una fiesta de despedida de soltero de un compañero del laboratorio.
– ¿Cuánto tiempo permaneció Norman Church en su apartamento?
– Durante toda la fiesta. Diría que desde las nueve en punto. Terminamos pasadas las dos de la mañana. La policía dijo que la chica, la undécima víctima, fue a un hotel a la una y la mataron. Norman estaba conmigo a la una de la mañana.
– ¿Podría haberse escabullido durante más o menos una hora sin que usted lo viera?
– De ningún modo. Si estás en una sala con ocho tíos te das cuenta de si alguien desaparece misteriosamente media hora.
Chandler dio las gracias al testigo y se sentó. Belk se inclinó hacia Bosch y susurró:
– Voy a destrozar a este capullo.
Se levantó con la trascripción de la declaración en la mano y avanzó pesadamente hacia el estrado como si llevara un rifle para matar elefantes. Wieczorek, que llevaba unas gafas gruesas que magnificaban sus ojos, lo observó con recelo.
– Señor Wieczorek, ¿se acuerda de mí? ¿Recuerda la declaración que le tomé hace unos meses? -Belk sostuvo la trascripción en alto a modo de recordatorio.
– Me acuerdo de usted -dijo Wieczorek.
– Noventa y nueve páginas, señor Wieczorek. En ningún lugar de esta trascripción se menciona una despedida de soltero. ¿Cómo es eso?
– Supongo que porque no me lo preguntó.
– Pero usted no lo sacó a relucir, ¿verdad? La policía le está diciendo que su mejor amigo mató a once mujeres, usted supuestamente sabe que es mentira, pero no dice una palabra, ¿es así?
– Sí, eso es.
– ¿Le importa decirnos por qué?
– Por lo que a mí concierne, usted estaba implicado. Sólo respondí a lo que me preguntaron. No iba decirles voluntariamente una mié… ah, nada.
– Permítame que le pregunte, ¿alguna vez contó esto a la policía? Cuando mataron a Church y todos los titulares decían que había matado a once personas, ¿alguna vez cogió el teléfono para decir que se habían equivocado de hombre?
– No, en ese momento no lo sabía. No lo supe hasta que hace un par de años leí un libro sobre el caso y conocí detalles relativos a cuándo habían matado a esa última víctima. Entonces supe que él estuvo conmigo durante todo ese tiempo. Llamé a la policía y pregunté por el equipo de investigación y ellos me dijeron que se había desmantelado hacía mucho. Dejé un mensaje para ese tipo que según el libro estaba al mando, Lloyd creo que era, y él nunca me llamó.
Belk exhaló en el micrófono del estrado, creando un fuerte suspiro que indicaba su hastío de tratar con aquel imbécil.
– Así que, si se me permite recapitular, está diciendo a este jurado que dos años después de los asesinatos, cuando salió este libro, usted lo leyó y de repente se dio cuenta de que tenía una coartada sólida para su difunto amigo. ¿Me estoy equivocando en algo, señor Wieczorek?
– Eh, sólo en la parte de darse cuenta de repente. No fue de repente.
– ¿Entonces cómo fue?
– Bueno, cuando leí la fecha (el 28 de septiembre) me dio que pensar y recordé que la despedida de soltero fue el 28 de septiembre de ese año y que Norman estuvo en mi casa todo ese tiempo. Así que entonces lo verifiqué y llamé a la mujer de Norman para decirle que él no estuvo donde decían que estuvo.
– ¿Usted lo verificó? ¿Con los otros invitados?
– No, no me hacía falta.
– ¿Entonces cómo lo hizo, señor Wieczorek? -preguntó Belk en tono exasperado.
– Miré el vídeo que tenía de esa noche. Tenía la fecha y la hora sobreimpresionados en la esquina de la imagen.
Bosch vio que la cara de Belk se tornaba más pálida. El abogado miró al juez y luego a su bloc, y después de nuevo al juez. Bosch sintió que se le caía el alma a los pies. Belk había roto la misma regla fundamental que se había saltado Chandler el día anterior, había formulado una pregunta cuya respuesta desconocía.
No hacía falta ser abogado para saber que puesto que Belk había provocado la mención del vídeo, Chandler tenía libertad para presentarlo como prueba. Había sido una trampa inteligente. Al tratarse de información de Wieczorek que no constaba en su declaración, Chandler habría tenido que informar a Belk con anterioridad si pensaba mostrar el vídeo en el interrogatorio directo. En cambio, de este modo, estaba allí de pie, indefenso, escuchándolo por primera vez al mismo tiempo que los miembros del jurado.
– Nada más -dijo Belk, y regresó a su silla con la cabeza baja.
Inmediatamente cogió uno de los libros de leyes que tenía en la mesa, se lo puso en el regazo y empezó a pasar páginas.
Chandler se acercó al estrado para el turno de réplica.
– Señor Wieczorek, ¿todavía conserva esa cinta de vídeo que ha mencionado?
– Claro, la he traído.
Chandler solicitó entonces que se mostrara la cinta al jurado. El juez Keyes miró a Belk, quien avanzó torpemente hasta el estrado.
– Señoría -consiguió decir Belk-, la defensa solicita un descanso de diez minutos para investigar jurisprudencia.
El juez miró al reloj.
– ¿No le parece que es un poco pronto, señor Belk? Acabamos de empezar.
– Señoría -dijo Chandler-. La demandante no tiene objeciones. Necesito tiempo para preparar el equipo de vídeo.
– Muy bien -sentenció el juez-. Diez minutos para los letrados. El jurado puede tomar un descanso de quince minutos antes de volver a la sala de deliberaciones.
Cuando se levantaron mientras salía el jurado, Belk fue pasando hojas en el grueso libro de leyes. Y cuando llegó la hora de sentarse, Bosch colocó su silla más cerca de la del abogado.
– Ahora no -dijo Belk-, tengo diez minutos.
– La ha cagado.
– No, la hemos cagado. Somos un equipo. Recuérdelo.
Bosch dejó allí a su compañero de equipo y salió a fumarse un cigarrillo. Cuando llegó a la estatua, Chandler ya estaba allí. Encendió un pitillo de todos modos y mantuvo la distancia. Ella lo miró y le dedicó una sonrisita.
– Le ha hecho un truco, ¿eh?
– Le he hecho un truco con la verdad.
– ¿La verdad?
– Oh, sí.
Chandler hundió un cigarrillo a medio fumar en la arena del cenicero y dijo:
– Será mejor que entre y prepare el equipo.
Cuando Chandler le repitió la sonrisita, Bosch se preguntó si de verdad era ella tan buena o bien Belk era muy malo.
Belk no tuvo éxito con su protesta de media hora para evitar que se reprodujera la cinta. Argumentó que, puesto que no se había presentado en la declaración previa, constituía una prueba nueva que no podía presentarse tan tarde. El juez Keyes rechazó esta argumentación, señalando lo que todo el mundo sabía, que había sido Belk quien había sacado a relucir la cinta.
Después de que volviera a entrar el jurado, Chandler planteó a Wieczorek varias preguntas relacionadas con la cinta y con el lugar en el que se había conservado ésta en los últimos cuatro años. Después de que el juez Keyes rechazara otra protesta de Belk, Chandler colocó un aparato combinado de vídeo y televisión enfrente de la tribuna del jurado y puso la cinta, que Wieczorek había solicitado a un amigo sentado en la tribuna del público. Bosch y Belk tuvieron que levantarse y colocarse en asientos de la galería del público para poder ver la pantalla de televisión.
Al cambiar de lugar, Bosch vio a Bremmer, del Times, sentado en una de las últimas filas. Éste saludó a Bosch con una ligera inclinación de cabeza y el detective se preguntó si estaba allí para cubrir el juicio o bien porque había sido citado.
La cinta era larga y aburrida, pero no continua. Había sido detenida y puesta en marcha durante la noche de la fiesta, pero el indicador digital de la esquina inferior mantenía la fecha y la hora. Si ésta era correcta, era cierto que Church tenía una coartada para el último de los asesinatos que se le imputaban.
A Bosch le resultó mareante verla. Allí estaba Church, sin peluquín y calvo como un bebé, bebiendo cerveza con sus amigos. El hombre al que Bosch había matado, brindaba por el matrimonio de un amigo y aparecía como el ganso americano que Bosch sabía que no era.
La cinta duraba noventa minutos y el punto culminante era la visita de una stripper que cantaba una canción al novio mientras le echaba en la cabeza cada una de las piezas de lencería de las que se iba desprendiendo. En el vídeo, Church parecía avergonzado de asistir a ese espectáculo y se fijaba más en el novio que en la mujer.
Bosch apartó la mirada de la cinta para observar al jurado y se dio cuenta de que la cinta era devastadora para la defensa. Desvió la mirada.
Después de que el vídeo terminó de reproducirse, Chandler dijo que tenía algunas preguntas más para Wieczorek. Eran preguntas que podría haber planteado Belk, pero ella se le estaba adelantando.
– ¿Cómo se coloca la fecha y la hora en el marco del vídeo?
– Bueno, cuando lo compras se pone en hora y luego la batería lo mantiene. Nunca tuve que ajustarlo desde que lo compré.
– Pero si quisiera podría poner la fecha que quisiera en el momento que quisiera, ¿no?
– Supongo.
– Entonces, pongamos que fuera a grabar en vídeo a un amigo para usarlo más tarde como coartada, ¿podría poner la fecha hacia atrás, digamos un año, y luego grabar el vídeo?
– Claro.
– ¿Podría poner una fecha en un vídeo ya grabado?
– No. No se puede sobreimponer una fecha en un vídeo existente. No funciona así.
– Así pues, en este caso, ¿cómo pudo hacerlo? ¿Cómo pudo crear una coartada falsa para Norman Church?
Belk se levantó y protestó, argumentando que la respuesta de Wieczorek sería especulativa, pero el juez Keyes rechazó la protesta diciendo que el testigo tenía experiencia con su propia cámara.
– Bueno, no podría hacerlo ahora porque Norman está muerto -dijo Wieczorek.
– Así que lo que está diciendo es que para hacer una cinta falsa, tendría que haber conspirado con el señor Church para hacerla antes de que el señor Bosch lo matara, ¿es así?
– Sí, tendríamos que haber sabido que en algún momento necesitaría esta cinta y tendría que haberme dicho en qué fecha prepararla y etcétera, etcétera. Es todo bastante rocambolesco, especialmente porque puede buscar los periódicos de ese año y encontrar el anuncio de boda que decía que mi amigo se casó el treinta de septiembre. Eso le muestra que esta despedida de soltero tuvo que celebrarse el veintiocho o alrededor del veintiocho. No es falsa.
El juez Keyes aceptó la protesta de Belk de que la última frase no respondía a la pregunta y pidió al jurado que no la tuviera en cuenta. Bosch sabía que no necesitaban haberlo oído. Todos sabían que la cinta no era falsa. Él también lo sabía. Se sentía sudoroso y mareado. Algo había ido mal, pero no sabía qué. Tenía ganas de levantarse y salir, pero sabía que hacerlo habría sido una admisión de culpa tan fuerte que las paredes habrían temblado como en un terremoto.
– Una última pregunta -dijo Chandler. Tenía el rostro encendido mientras conducía hacia la victoria-. ¿Alguna vez vio que Norman Church llevara un peluquín de algún tipo?
– Nunca. Lo conocí durante muchos años y nunca lo vi con peluquín ni oí hablar de nada por el estilo.
El juez Keyes le devolvió el testigo a Belk, quien se acercó pesadamente al estrado con su bloc amarillo. Parecía demasiado agitado por el giro de los acontecimientos para recordar decir «sólo unas pocas preguntas». Fue directo a su pobre intento de mitigar los daños.
– Ha dicho que leyó un libro sobre el caso del Fabricante de Muñecas y que entonces descubrió que la fecha de esta cinta coincidía con uno de los asesinatos, ¿es así?
– Exacto.
– ¿Buscó para encontrar coartadas para los otros diez asesinatos?
– No, no lo hice.
– Así pues, señor Wieczorek, no tiene nada que ofrecer en términos de defensa de su amigo de muchos años contra esos otros casos que un equipo de investigación formado por numerosos agentes relacionó con él.
– La cinta muestra la mentira de todos ellos. El equipo…
– No está respondiendo a la pregunta.
– Sí, lo estoy haciendo. Si muestra la falsedad en uno de los casos, pone en cuestión todas las pruebas halladas tras el disparo, en mi opinión.
– No le estoy preguntando su opinión, señor Wieczorek. Veamos, eh, ha dicho que nunca vio que Norman Church llevara peluquín, ¿cierto?
– Eso es lo que he dicho, sí.
– ¿Sabía que tenía ese apartamento alquilado con un nombre falso?
– No, no lo sabía.
– Había muchas cosas que no sabía de su amigo, ¿verdad?
– Supongo.
– ¿Supone que es posible que del mismo modo que tenía ese apartamento sin que usted lo supiera podía llevar ocasionalmente peluquín sin que usted lo supiera?
– Supongo.
– Veamos, si el señor Church era el asesino, según lo acusa la policía, y utilizaba disfraces como dice la policía que hacía el asesino, ¿podría…?
– Protesto -dijo Chandler.
– … esperarse que hubiera algún…
– ¡Protesto!
– … peluquín en el apartamento?
El juez Keyes admitió la protesta de Chandler a la pregunta de Belk, por cuanto buscaba una respuesta especulativa, y amonestó al abogado defensor por continuar con la pregunta después de que se hubiera planteado la protesta. Belk aceptó la reprimenda y dijo que no tenía más preguntas. Cuando se sentó le corrían líneas de sudor desde el cuero cabelludo que le bajaban por las sienes.
– Lo mejor que podía hacer -susurró Bosch.
Belk no le hizo caso, sacó un pañuelo y se enjugó el rostro.
Después de aceptar la cinta de vídeo como prueba, el juez decretó una pausa para comer. Una vez que el jurado hubo abandonado la sala se acercó a Chandler un puñado de periodistas. Bosch observó la escena y supo que representaba el veredicto de cómo iban las cosas. Los medios de comunicación siempre gravitaban en torno a los ganadores, los que se percibían como ganadores, los ganadores finales. Siempre es más fácil hacerles preguntas a ellos.
– Será mejor empezar a pensar en algo, Bosch -dijo Belk-. Podríamos haber llegado a un acuerdo hace seis meses por cincuenta mil dólares. De la manera en que han ido las cosas, eso no era nada.
Bosch se volvió para mirarlo. Estaban en la barandilla, detrás de la mesa de la defensa.
– Usted lo cree, ¿verdad? Se lo cree todo. Que maté a ese tipo y que luego le plantamos todo lo que lo relacionaba con el caso.
– No importa lo que yo crea, Bosch.
– A tomar por culo, Belk.
– Como he dicho, es mejor que empiece a pensar en algo.
Belk sacó su amplio contorno por la puerta y se dirigió a la salida. Bremmer y otro periodista se le acercaron, pero él los eludió con un gesto. Bosch también salió y también rechazó a los periodistas. Sin embargo, Bremmer mantuvo el paso tras él mientras recorría el pasillo hacia la escalera mecánica.
– Escucha amigo, yo también me juego el cuello. Escribí un libro acerca de un tipo, y si no era el asesino quiero saberlo.
Bosch se detuvo y Bremmer estuvo a punto de chocar con el. Miró de cerca al periodista. Éste tenía unos treinta y cinco años, con sobrepeso, pelo castaño que empezaba a perder. Como muchos hombres, trataba de compensarlo dejándose una tupida barba que sólo servía para hacerle parecer mayor. Bosch se fijó en que el sudor del periodista le había manchado la camisa bajo los sobacos. Pero el problema no era su olor corporal, sino el aliento a cigarrillo.
– Mira, si crees que me equivoqué de tipo, entonces escribe otro libro y consigue otro anticipo de cien mil dólares. ¿Qué te importa si era el asesino o no?
– Tengo una reputación en esta ciudad, Harry.
– Yo también la tenía. ¿Qué vas a escribir mañana?
– Tengo que escribir lo que ha sucedido aquí hoy.
– ¿Y también vas a declarar? ¿Es eso ético, Bremmer?
– No voy a testificar. Ella me liberó de la citación ayer. Sólo tuve que firmar una estipulación.
– ¿De qué?
– Decía que en la medida de mis conocimientos el libro que escribí contenía información precisa. La información fue casi por completo sacada de fuentes policiales y de la policía y registros públicos.
– Hablando de fuentes, ¿quién te habló de la nota del artículo de ayer?
– Harry, eso no puedo revelarlo. Recuerda cuántas veces he mantenido tu anonimato como fuente. Sabes que no puedo revelar mis fuentes.
– Sí, eso ya lo sé. Y también sé que alguien me está tendiendo una trampa.
Bosch puso los pies en la escalera mecánica y bajó.