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Antes de embarcar en el Jumbo de la British Airways con destino a Brasil, Simón Draco pasó bajo el arco del detector de metales. El plástico de la Glock, que llevaba en el bolsillo del anorak, no produjo eco alguno. El pasajero recuperó en la bandeja exterior, ante el policía de servicio, el manojo de llaves y el falso encendedor, donde ocultaba cuatro balas del calibre nueve. La maletita del equipaje lo aguardaba al otro lado del túnel detector. Se dirigió con ella a la puerta de embarque.
Simón Draco durmió diez horas en su cómodo asiento reclinable de la clase preferente. Lo despertó la voz del comandante por la megafonía: «Bienvenidos a Brasil. Hace un tiempo excelente. Son las 6.35 horas, hora local. Deseamos que su estancia en el país del futuro sea provechosa.» El Boeing Jumbo sobrevolaba los veinticuatro millones de habitantes de São Paulo y se aproximaba al aeropuerto de Guarulhos.
El país del futuro. Draco se despabiló poco antes de aterrizar, justo a tiempo para contemplar, mientras el aparato iniciaba su aproximación, el inmenso y colorido panorama de la enorme favela que rodea el aeropuerto, casi hasta la cabecera de las pistas, a la luz rosada del amanecer. Draco rescató su equipaje del compartimento superior, y se adelantó a sus compañeros de vuelo que esperaban las maletas junto a la cinta transportadora. Un mulato pintón, al que habían despertado un minuto antes para que atendiera el vuelo procedente de Londres, lo recibió con medio bostezo en la casetilla de la aduana. Nada que declarar. ¿Motivo del viaje? Negocios. Le selló el pasaporte en la primera página que abrió y le indicó vía libre.
El taxista era un mulato cafetal con un diente de oro en la sonrisa. Su Buick modelo 85 apestaba a tabaco rancio y a pies sudados, pero debía de ser un coche seguro dado que lo presidía un Sagrado Corazón de Jesús sangrante, de plástico, con su bombillita dentro. Junto a la piadosa imagen había una postal abarquillada con los tres pastorcillos de Fátima. Habían pasado meses desde la Navidad, pero el parabrisas seguía enmarcado con espumillón de colores.
– Lléveme a la avenida Paulista -solicitó Draco al tiempo que abría la ventanilla para que entrara aire puro.
– ¿Algún hotel en particular? -preguntó el mulato exhibiendo su diente-. Conozco unos cuantos muy buenos.
– No, usted lléveme a la avenida y ya le indicaré cuando lleguemos.
Una autopista de seis carriles enlazaba el aeropuerto con la ciudad. Los últimos modelos de coches japoneses, americanos y europeos circulaban despendolados. También se veían viejos coches americanos de todos los modelos de veinte años a esta parte.
– ¿Es la primera vez que viene a Brasil? -se interesó el mulato mirando por el retrovisor.
Draco no respondió a la pregunta. Contemplaba con distante interés la sucesión de barrios de favelas, kilómetros y kilómetros de míseras chozas construidas con chapas, plásticos, paneles de anuncios, y otros materiales que desechaba la gran ciudad.
El taxista se encogió de hombros y conectó la radio. En las noticias, el portavoz del Vaticano leía el parte médico del papa. Lo habían hospitalizado para un chequeo rutinario, estaba algo cansado del último viaje, pero, aparte de eso, disfrutaba de una salud envidiable.
– Tenemos papa para rato -dijo el taxista exultante mirando otra vez por el retrovisor.
Simón Draco permaneció en silencio, abismado en sus pensamientos.
Al acercarse al núcleo de la conurbación, el tráfico se hizo menos fluido y finalmente se metieron en un gigantesco embotellamiento que duró casi una hora.
– Siento esto, señor -se excusó el taxista como si fuera el causante de aquella confusión-. Los que podrían arreglar este caos viajan como los ángeles -y señaló al cielo. Draco vio que el cielo estaba surcado por media docena de puntos distantes.
– ¿Helicópteros?
El taxista asintió complacido.
– ¿Sabía usted que en la avenida Paulista hay más bancos y más sociedades financieras que en el resto de América Latina? Los banqueros brasileños rivalizan por construir el rascacielos más alto y en la azotea tienen sus helipuertos particulares. Viven en haciendas a doscientos o trescientos kilómetros, fuera de toda esta miseria, en medio de bosques magníficos y cada mañana se trasladan al trabajo en helicóptero. ¡Ésos saben vivir!
Draco observó que los automovilistas se lo tomaban con calma, bajaban las ventanillas y conversaban tranquilamente de un coche a otro. Incluso vio que un hombre intercambiaba un número de teléfono con la conductora solitaria con la que había conversado. «Tienen otro concepto del tiempo -pensó-, pero tampoco lo pierden.»
Cuando el tráfico comenzó a fluir, pasaron por un gigantesco cementerio de coches donde viejos automóviles se apilaban hasta diez alturas. Detrás, en medio de una nube de vapor, media docena de chimeneas fabriles descargaban humo negro.
– … aparte -iba diciendo el taxista- de que así se libran de los atracos. En la ciudad hay miles de atracadores que aprovechan los embotellamientos para hacer su agosto: en un semáforo se te acerca un vendedor de caramelos a ofrecerte su mercancía, y si te ve buena pinta o un buen reloj, te deja pegado un chicle junto a la cerradura. Dos semáforos más adelante, sus compinches te atracan a pistola y te desvalijan. -Miró por el retrovisor para comprobar si la revelación alarmaba al pasajero, pero el inglés seguía tan inexpresivo y abstraído como al principio-. Si nos ocurriera esa desgracia, Dios no lo quiera, de que un bandido se fije en nosotros -prosiguió-, le aconsejo que no se resista, señor, y le entregue todo lo que tenga porque a la menor resistencia disparan. Hay gente muy mala en esta ciudad.
Draco estudió la expresión del taxista por el retrovisor. Parecía sincero, pero tampoco podía descartar que lo estuviera amedrentando antes de llevarlo a un lugar propicio donde algún socio pudiera atracarlo.
– No se preocupe por mí, porque yo también disparo a la menor señal de peligro.
El taxista miró sorprendido y vio que su pasajero estaba cargando una extraña pistola con las balas que sacaba de un encendedor.
– ¡Señor, soy un trabajador que se gana la vida honradamente y no quiere líos! -advirtió.
– También yo soy una persona pacífica. Si no intentan atracarnos, no habrá líos. Esta pistola también lo defenderá a usted -respondió suavemente Simón Draco.
El taxista no volvió a despegar los labios en la hora que invirtieron todavía hasta la avenida Paulista, pero de vez en cuando miraba a su pasajero con expresión preocupada.
Pasaron por nuevos barrios de favelas, construidos con bidones abiertos, puertas rescatadas de escombreras y placas de uralita o de chapa acanalada, un océano de basura reciclada en el que, a veces, surgía como una isla verde un barrio residencial protegido por una muralla de cemento sobre la que asomaban árboles y edificios de construcción vanguardista. Más cerca de la ciudad, tras las favelas vinieron los miserables barrios obreros, y tras éstos, colmenas de apartamentos con ropa puesta a secar sobre barandas oxidadas y casitas familiares de una sola planta. Enormes carteles publicitarios mitigaban la miseria circundante: «Coca-Cola», «Calcinhas» ( [1]), «Café de Brasil», «Jardim Cidade Verde: Morar bem… sua familia merece» ( [2]). E incluso el gigantesco anuncio de una campaña contra el sida que mostraba un condón desplegado de siete pisos de altura con la leyenda: «Camisinha sempre a mão» ( [3]). Draco entendía el portugués bastante bien. Había llegado a chapurrearlo en sus tiempos del Congo, donde convivió con mercenarios angoleños.
En los barrios de Lapa y Perdizes atravesaron varias calles de ferreterías y tiendas de trajes de novia. Dejaron a la izquierda el enorme cementerio de Araça con sus ostentosos mausoleos de los magnates del café y del caucho asomando por encima de los carcomidos muros de ladrillo.
El taxista se persignó frente al camposanto.
– Allá detrás está el estadio Pacaembu, la catedral del fútbol brasileño -señaló con orgullo.
Atravesaron la Rua da Consolação y los atrapó otro atasco de veinte minutos, ya en las inmediaciones de la Paulista.
El taxista le mostró la gran arteria con orgullo:
– Todo esto es la avenida Paulista, señor. Tres kilómetros de largo; ciento treinta edificios de más de cuarenta pisos, donde están instaladas las doscientas empresas más importantes de América Latina. Aquí se concentra el cuarenta por ciento del producto interior bruto del país. ¿Usted sabe lo que es el producto interior bruto?
– Tengo una ligera idea.
– Hablo de más de quinientos billones de dólares, señor. Billones con B. Eso es más de lo que mueven al año muchos países de Europa.
– Ya veo que Europa está de capa caída -comentó Draco.
Complacido, el negro mostró su diente de oro. El orgullo patriótico subió varios enteros.
La avenida Paulista era una calle de treinta metros de anchura con rascacielos a ambos lados. Todavía se resistían al inevitable destino algunos palacetes levantados a principios de siglo por los hacendados del café y del caucho de Manãos.
– Ese rascacielos es el Caesar Business. -El conductor señaló un masivo edificio de cemento de quince plantas que ocupaba toda una manzana.
Los helicópteros iban y venían esquivando las torres de comunicaciones metálicas de algunos edificios.
Draco contemplaba las anchas aceras por las que una multitud deambulaba. En su mayoría eran blancos, o mulatos claros. Los únicos negros eran los vendedores ambulantes y los propietarios de puestos callejeros.
– Más de un millón de personas pasan por la avenida Paulista cada día -seguía diciendo el taxista-. Esos que ve usted en la acera con tablones llenos de tickets venden almuerzos en los restaurantes baratos de la zona. Cuando los empresarios notaron que los trabajadores procedentes de las favelas, que necesitarían tres horas para ir a sus hogares, se quedaban sin almorzar y rendían menos por la tarde, comenzaron a regalar bonos de almuerzo, pero ellos siguen sin almorzar porque se los venden a los ticketeros a mitad de precio.
Un furgón blindado había reculado sobre la acera de un banco para cargar sacas de dinero. Seis policías, con las pistolas desenfundadas, observaban hostilmente a los transeúntes. Dos de los policías eran negras culonas, con los pantalones del uniforme tan ajustados que parecían a punto de estallar.
Simón Draco se apeó frente al parque de Trianón, cuatro hectáreas de selva amazónica que había sobrevivido milagrosamente en el corazón de la urbe. Pagó la tarifa, más cinco dólares de propina, despidió a un indigente que se ofreció a llevarle el equipaje y se desvió por una calle lateral, ocupada principalmente por restaurantes baratos y lavanderías. Se hospedó en el Merak Hotel, de tres estrellas.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Bragas. (N. del t.)
<a l:href="#_ftnref1">[2]</a> Jardín Ciudad Verde. Vivir bien, lo que su familia merece. (N. del t.)
<a l:href="#_ftnref1">[3]</a> El preservativo siempre a mano (N. del t.)