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Jacinto los precedía por senderos invisibles, a veces agachándose para pasar por corredores practicados por los animales, otras trepando por troncos muertos que cerraban el paso o abriéndose paso a machetazos por florestas intrincadas. Una algarabía de monos y pájaros de roncas voces los acompañaba.
– ¿No nos delatará el ruido? -preguntó Lola.
– No hay cuidado -respondió Jacinto a gritos para demostrarlo-. La selva se escandaliza por cualquier cosa. Nadie le presta la menor atención.
Después de una hora de penoso avance se volvió hacia los extranjeros.
– Desde aquella horquilla se divisa ya la Casa Grande.
La horquilla la formaban dos árboles que crecían abrazados. Las raíces aéreas, perfectamente trabadas, formaban una especie de escalera que permitía ascender unos metros hasta un punto en el que se distanciaban. Era una atalaya natural desde la que se divisaba un gran espectáculo: una inmensa llanura formada por las copas de los árboles y al fondo, a menos de un kilómetro, sobre una colina, una insólita casa de piedra y madera, de estilo tirolés.
– La construyeron para Goering, tengo entendido -dijo Lola.
Continuaron caminando hasta el punto de la alambrada en el que Jacinto había practicado un portillo. Desmontó el alambre que disimulaba el roto y mostró el coladero.
– Por aquí podrán entrar. Tengan mucho ojo porque al caer la tarde liberan a los perros asesinos. Estaré de vuelta en cuanto el avión haya soltado la bomba. Que Dios los bendiga y les dé suerte.
Jacinto se marchó a toda prisa, como si el avión estuviera a punto de llegar.
Se miraron. Lola respiraba profundamente. Draco le apretó cariñosamente un hombro.
– Bien, señora. Yo iré delante.
Gateando por la áspera hierba pasaron al otro lado. Draco repuso el alambre que disimulaba el agujero.
Caminaron por la espesura hasta un extremo de la explanada en la que se asentaba la casa. Las cocinas, las caballerizas y los cobertizos de los aperos estaban en el lado opuesto a las pistas de tenis y a la piscina cubierta. El campo se despejó a la hora del almuerzo. Entonces se acercaron al edificio aprovechando la desenfilada que les suministraba un tentadero equino. En el extremo del jardín principal conversaban y fumaban dos centinelas vestidos de paisano, con sombreros de paja y fusil de asalto al hombro. Draco y Lola se arrastraron por la hierba alta hasta un tractor que había junto a los cobertizos. Aguardaron a que los centinelas les dieran la espalda para atravesar corriendo el espacio abierto que los separaba de los cobertizos. Había varias puertas numeradas en la larga pared de madera. Abrieron una y se metieron en un almacén de aperos que olía a grasa de caballo y a gasóleo. Necesitaban un escondite seguro donde aguardar a que se hiciera de noche. Draco encendió su linterna halógena y acomodó un par de mantas y una montura que sirviese de respaldo. Hacía frío. Lola le apoyó la espalda en el pecho y se dejó abrazar. A media tarde escucharon el rotor del helicóptero.
– El Turco -susurró Draco.
Ella reprimió un escalofrío.
A veces les llegaban retazos de conversaciones de operarios o guardias que pasaban cerca de la puerta.
Cuando anocheció, Draco estuvo atento al reloj. A las doce menos diez anunció:
– Es la hora, dentro de unos minutos soltarán a los perros.
Desde la puerta del cobertizo vigilaron la casa. Había una luz amarillenta en el porche de las cocinas, pero dentro estaba oscuro.
La escotilla de la carbonera estaba abierta, tal como anunciara Escarlata. Se deslizaron por ella hasta una bodega débilmente iluminada por los pilotos rojos de varias cámaras frigoríficas. Al otro lado de unos barrotes se alineaban hileras y más hileras de botellas sobre viejos anaqueles de madera, las reservas de vino de Klaus Benz. Subieron por la amplia escalera hasta las rendijas de luz de la puerta del sótano. Draco la entreabrió y miró el interior de la casa: la luz del vestíbulo permanecía encendida pero no había nadie. Desde el salón, a la derecha, les llegaba el murmullo de una conversación distante. Era el momento. Draco abrió la puerta de par en par, salió, miró a un lado y a otro y le indicó a Lola que lo siguiera. Subieron una escalera de piedra, con balaustrada de mármol rosa. El distribuidor estaba iluminado por una lámpara que sostenía la imponente estatua en bronce de una walkiria con el cabello sobredorado, una notable obra de mal gusto nazi salvada de las ruinas de la Gran Alemania. El dormitorio principal era la segunda puerta a la derecha. Se veía luz por debajo de la puerta.
– Frau Benz está despierta -murmuró Draco.
– Habrá que dormirla.
Llegaron junto a la puerta. Draco la abrió lentamente para ver el interior: el embozo de la enorme cama matrimonial estaba desplegado, pero Frau Benz debía de estar en el cuarto de baño. Lola se acercó sigilosamente y observó a Frau Benz a través de la puerta entreabierta. La dama, gorda y rubia, canturreaba distraídamente una cancioncilla bávara de su juventud. Lola le guiñó un ojo a Draco para indicarle que ella se encargaba de la mujer. Vertió el contenido de una ampolla en una mordaza de gasa que traía preparada e irrumpió en el baño. Se oyó un grito ahogado, después un forcejeo. Luego, el silencio.
Draco retiró el retrato del Führer y contempló un momento la caja fuerte. En efecto, una vieja Berling como la que había abierto en Sâo Paulo. «Este hombre va a perder un buen negocio por no renovar esta caja anticuada», se dijo repitiendo las palabras de Max Ballum cuando se enfrentaba a un trabajo.
Lola se quedó junto a la puerta vigilando el pasillo mientras Draco le aplicaba los sensores a la caja. Encendió las letras y comenzó a girar lentamente la primera rueda. Clic en uno, clic en ocho; clic en ocho; clic en nueve; después, la segunda rueda, clic en uno; clic en nueve; clic en cuatro, clic en cinco. Miró las fechas inscritas en la plaquita del cuadro que tenía al lado: 1889, el año del nacimiento del Führer, y 1945, el año de su muerte. Herr Benz no se había quebrado la cabeza buscando una cifra para la clave. Giró hacia abajo la manija. La caja se abrió con un ruido del mecanismo.
– ¡Cógelo todo, absolutamente todo! -gritó Lola en sordina.
Abrió la bolsa de lona plastificada y fue trasvasando el contenido de la caja fuerte. Había agendas, listas de números, fajos de dólares americanos en billetes grandes y marcos alemanes, un estuche con una Cruz de Hierro con diamantes, varios CD en sus embalajes y tres copias en papel de impresora de un mismo grabado de Durero.
¿Durero? Draco recordó las palabras de Perceval: «Topamos con la palabra "Durero" y series de cifras. Debe de ser una clave, pero la informática se estrella en ella.» ¿Tendría alguna relación? Por si acaso los dobló en cuatro, pero en lugar de meterlos en la bolsa de lona se los guardó en el bolsillo.
– Ya estoy -dijo cerrando la caja y colocando el cuadro en su sitio.
– Vámonos -lo apremió Lola desde la puerta.
Salieron nuevamente al pasillo y bajaron precavidamente la escalinata. El vestíbulo seguía desierto, pero en el salón las animadas conversaciones de un rato antes habían decaído, se oía el tintineo del hielo en los vasos. Se deslizaron de puntillas por la puerta del sótano y regresaron a la bodega. Bajaron los peldaños iluminándolos con la linterna.
– Tengo que activar el emisor que guiará al avión -dijo Lola.
Les pareció que el lugar idóneo era la tabla superior de una estantería. Lola comprobó el emisor de frecuencia y lo puso en marcha. El pilotito rojo se reflejó en los ladrillos del techo. Con la habitación a oscuras, aquel resplandor rojizo podía delatarlo. Cubrió el piloto con el tapón de plástico de sus binoculares.
– Podemos irnos.
Draco amontonó un par de cajas vacías para facilitar el acceso a la trampilla.
Arriba todo seguía igual, el sendero entre las cocinas y los barracones débilmente iluminado por la luz huérfana del porche. Se deslizaron al exterior y se dirigieron a las caballerizas. Al resguardo del muro de madera recuperaron el resuello.
– ¿Estás bien? -preguntó Draco.
Lola le apretó el brazo como respuesta. Sentía la garganta seca y el corazón le golpeaba en el pecho. Por un momento pensó que con un poco de suerte saldrían limpiamente de aquello, pero un instante después se arrepintió por haberse precipitado cuando apareció ante ellos la figura inconfundible del Turco encañonándolos con una pistola.
– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó con su voz ronca y atronadora-. Levanten las manos bien altas y no me enfaden.
Detrás de él, temblorosa, apareció una muchacha guajira, casi una niña, con el cabello revuelto y el vestido desgarrado que le dejaba los pechos pequeños y duros al aire. El Turco tenía la bragueta abierta y por la abertura le asomaba un faldón de la camisa. Comprendieron que lo habían sorprendido en una aventura galante. Al multimillonario le gustaba desvirgar indias sobre la paja del galpón, entre los vapores amoniacales del estiércol, como en sus tiempos de mozo de cuadras.
Aníbal dos Mares miró las ropas oscuras de los intrusos, la mochila, las caras tiznadas de negro.
– ¿Sois jodidos policías u os manda la competencia? -preguntó casi complacido y abrió la boca para dar la alarma, pero el grito se le ahogó en la garganta y se transformó en estertor: Draco le había atravesado la garganta con un estilete que ocultaba en la manga. Un chorro de sangre espesa salpicó la cara y los pechos desnudos de la indiecita que se miró las manos y, cuando descubrió de qué se trataba, comenzó a chillar, horrorizada. Sonaron gritos dentro de la casa y carreras de botas militares sobre las maderas del porche principal. Los perros comenzaron a ladrar. Algunas ventanas se iluminaron e inmediatamente se encendió toda la iluminación exterior, incluyendo los focos de la piscina y los farolillos románticos del parque.
Draco y Lola corrían ya, en línea recta, hacia la arboleda. A mitad de camino comenzaron a silbar las balas.
– No tiréis -ordenó una voz en alemán-. Ya van los perros tras ellos.
Seis furiosos perros de presa los perseguían.
– ¡Que no los maten! -gritó Benz-. Quiero uno vivo por lo menos. Tiene que hablar.
Los guardaespaldas siguieron a los perros.
– ¡El pito loco! -gritó Lola.
Draco sacó el artilugio del bolsillo y oprimió el botón cuando las fauces babeantes del primer mastín estaban a dos saltos de su garganta. El animal se detuvo inmediatamente como si hubiera chocado contra un muro de acero, se enroscó en el suelo y prorrumpió en aullidos lastimeros. Los otros perros lo imitaron un poco más lejos.
Los perros habían fracasado. Las balas comenzaron a silbar entre los árboles arrancando astillas y cercenando ramas. En la espesura no penetraba la escasa luz de la luna. Draco y Lola tropezaron y cayeron un par de veces, pero se incorporaron rápidamente y reanudaron su carrera, cogidos de la mano para evitar separarse en la oscuridad; Draco delante, llevándola casi a rastras hasta el árbol grande, una mancha poderosa y benefactora que destacaba contra las estrellas en medio de la arboleda. Nuevamente ladraron los perros que volvían a la carga más furiosos que antes. Uno de los sicarios encontró el rastro.
– ¡Aquí, aquí, han pasado por aquí! -Llamó a sus compañeros, pero cuando llegaron a la arboleda dejaron de disparar, temerosos de herirse entre ellos.
Al otro lado del agujero, Draco y Lola todavía no podían sentirse a salvo. Draco repuso el alambre que cerraba el hueco para evitar que los perros los siguieran. Después colocó en el sendero las dos minas antipersona que había dejado detrás del árbol, las activó y las cubrió con puñados de hierba. Continuaron la huida.
Por encima de sus cabezas se oyó el sonido de un motor. La avioneta acudía puntual a la cita. En medio de la espesura, perdidos, dejaron de huir. Aguzaron el oído mientras respiraban afanosamente, apoyados en un tronco. La selva se había quedado silenciosa. Ni rastro de los perros ni de los perseguidores.
– Quizá no han encontrado el agujero -aventuró Draco, pero un instante después un estampido seguido de un destello distante señaló el estallido de una mina.
Pasó un minuto. El motor del avión se había alejado y no se oía. ¿Habría perdido la señal? ¿Habría dejado atrás la Casa Grande?
Entonces estalló la bomba vietnamita. Un relámpago súbito iluminó un kilómetro cuadrado de selva como si fuera de día. Un instante después, el taponazo sordo de la explosión se percibió remoto, seguido de un temblor en el aire, la onda expansiva muy aminorada, que, no obstante, produjo sobre las cabezas de los fugitivos un estruendo de ramas resquebrajadas.
– Apúrense que esto está que arde.
Jacinto los llamaba desde el otro lado del claro. Lo siguieron de buena gana. Cuando llegaron a la furgoneta, después de cuatro horas de caminar penosamente por la selva, estaba amaneciendo.
Escarlata les estrechó las manos.
– Ha sido un buen trabajo. Ahora tenemos que andar listos porque seguramente extremarán el control en la frontera.
Desandaron el sendero Macuco hasta las proximidades de Iguazú y allí transbordaron a un viejo Volkswagen. Una india gorda y sonriente salió del coche.
– Aquí les presento a Victoria, que va a ser su guía el resto del viaje. Ella sabe lo que tiene que hacer.
Se despidieron brevemente.
La india conducía a toda velocidad volviendo la cabeza para mirar a sus pasajeros cada vez que hablaba, y hablaba mucho.
– En la carterita del asiento tienen dos billetes de autobús. Ahora vamos a visitar la presa y central hidroeléctrica Itaipú Binacional, entre Paraguay y Brasil. Allí encontraremos decenas de autobuses turísticos. Ustedes se buscan el suyo y regresan a Foz de Iguazú confundidos entre los turistas.
– Okay.