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– No creía que volviéramos a vernos -dijo Grigor. -Aún compartimos esta ciudad.
Grigor suspiró.
– En el espacio, Yashim, y en el tiempo. Pero ¿y aquí? -Se clavó el dedo pulgar en el pecho-. ¿O aquí? -Y colocó el dedo índice contra su sien.
Yashim movió la cabeza.
– Compartimos… Ciertas obligaciones, al menos.
– ¿Hacia quién?
Yashim percibió la burla en la voz de Grigor.
– Hacia los muertos.
Grigor levantó una mano y deslizó los dedos por su barba.
– La experiencia me ha enseñado que deberíamos limitarnos a nuestras propias competencias. A nuestros límites. Hay fronteras en Constantinopla. Si las cruzamos, lo hacemos por nuestra cuenta y riesgo.
– Me dijiste hace unos días que a la iglesia le conciernen las cosas del espíritu -respondió Yashim cuidadosamente-. El César exige obediencia. Pero Dios quiere la Verdad, ¿no es así?
Grigor hizo un movimiento desdeñoso con la mano.
– No creo que Dios esté muy interesado en nuestra clase de verdad, Yashim. Es muy pequeña. Quién hizo qué a quién… Quién habló, quién guardó silencio, el año 1839. Dios es el Eterno.
– Tenemos una larga memoria, sin embargo. Las ideas nos sobreviven.
– ¿Qué estás diciendo? -gruñó Grigor.
– El tesoro bizantino. Las reliquias. Sé dónde están.
El archimandrita miró por la ventana.
– ¿Tú, también?
– ¿Me pagarías por ellas?
Grigor se quedó en silencio durante un rato.
– Lo que pagaría o no pagaría está fuera de discusión -dijo finalmente-. Le correspondería al Patriarca decidir.
– ¿Qué decidió el Patriarca… la última vez?
– ¿La última vez?
– Lefèvre.
– Ah, monsieur Lefèvre -repitió Grigor, colocando sus manos sobre la mesa-. ¿No responde eso a tu pregunta?
– ¿Qué se supone que significa eso?
– Pienso -dijo Grigor, levantándose- que olvidaré que hayamos hablado alguna vez. ¿Sabes realmente dónde están las reliquias?
– No estoy seguro siquiera de que existan.
– Lo creas o no, me alegro de que hayas dicho eso, Yashim. Por los viejos tiempos.