174041.fb2 La serpiente de piedra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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Maximilien Lefèvre se inclinó sobre la barandilla y dejó caer su cigarro puro en la hirviente espuma que se formaba junto al casco del buque. La Punta del Serrallo iba apareciendo por la proa a babor, sus árboles aún se veían negros y macizos a las tempranas luces. Cuando el barco daba la vuelta a la Punta, revelando la Torre de Gálata en la colina de Pera, Lefèvre se sacó un pañuelo de la manga para secarse las manos; su piel estaba pegajosa por el aire salino.

Levantó la mirada hacia los muros del palacio del sultán y se dio palmaditas en el cogote con el pañuelo. Había una vieja columna en el Cuarto Patio del serrallo, rematada por un capitel corintio, que resultaba visible a veces desde el mar, entre los árboles. Era la reliquia que subsistía de una acrópolis que se había alzado allí muchos siglos atrás, cuando Bizancio no era más que una colonia de los griegos; antes de convertirse en una segunda Roma, antes de convertirse en el ombligo del mundo. La mayor parte de la gente ignoraba que la columna aún existía: a veces uno la veía, a veces no.

El barco viró, y Lefèvre soltó un gruñido de satisfacción.

Lentamente, la costa de Estambul del Cuerno de Oro apareció a la vista, una procesión de cúpulas y minaretes que surgían al frente, una a una, y luego modestamente se retiraban. Bajo las cúpulas, cayendo en cascada hacia el bullicioso muelle, los tejados de Estambul despedían resplandores rojos y anaranjados bajo las primeras luces del sol. Ése era el panorama que los visitantes siempre admiraban: Constantinopla, Estambul, la ciudad de patriarcas y sultanes, el concurrido caleidoscopio del espléndido Oriente, el orgullo de quince siglos.

La decepción se producía más tarde.

Lefèvre se encogió de hombros, encendió otro puro y dedicó su atención a la cubierta. Cuatro marineros, descalzos y ataviados sólo con sucias camisetas, se encontraban inclinados junto a la cadena del ancla, aguardando la señal de su capitán. Otros estaban izando las velas sobre sus cabezas. El timonel conducía con cuidado el barco a babor, acercándose a la orilla y a la contracorriente que los iría empujando hasta hacerlos detenerse. El capitán levantó la mano, la cadena se deslizó con el estruendo de un disparo de cañón, el ancla agarró y el barco fue retrocediendo lentamente por la acción de la cadena.

Se lanzó un bote y Lefèvre bajó en él junto con su baúl.

En el embarcadero de Pera, un joven marinero griego saltó a la orilla con un bastón para empujar a la multitud de vendedores. Con su otra mano hizo un gesto esperando una propina.

Lefèvre depositó una monedita en su mano y el joven escupió.

– Dineros de ciudad -dijo despreciativamente-. Dineros de ciudad muy malos, excelencia. -Mantenía su mano extendida.

Lefèvre parpadeó.

– Piastras de Malta -dijo con calma.

– ¡Ajajá! -El griego bizqueó ante la moneda y su rostro se iluminó-. Mu…uy bien. -Redobló sus esfuerzos con los vendedores-. Todos éstos son unos ladrones. ¿Quiere que le encuentre un mozo? ¿Hotel? Muy limpio, excelencia.

– No, gracias.

Los hombres del embarcadero se quedaron en silencio. Algunos de ellos empezaron a dar la vuelta. Un hombre se estaba acercando a través de las tablas con unas babuchas verdes. Era de mediana estatura, con una cabeza de cabello blanco como la nieve. Sus ojos eran de un azul penetrante. Llevaba unos pantalones azules holgados y una camisa abierta de algodón, roja, descolorida.

– ¿El doctor Lefèvre? Sígame, por favor. -Y, volviendo la cabeza, añadió-: Nos haremos cargo de su baúl.

Lefèvre se encogió de hombros: «A la prochaine

– Adio, m'sieur -replicó el marinero lentamente.