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Amélie yacía en el diván, jugueteando con un mechón de su cabello, su atención concentrada en el viejo libro que su marido había dejado en el piso de Yashim.
Leía con rapidez, saltándose a veces páginas enteras, de vez en cuando dando la vuelta al libro en sus manos con el fin de leer los diminutos garabatos pardos que decoraban los márgenes del texto. Yashim tenía razón. La suya era una cara expresiva, y por tanto, a medida que leía, su expresión cambiaba. Fruncía el entrecejo y se mordía el labio; sonreía; y en una ocasión, sosteniendo un dedo entre las páginas del libro para marcar el punto, se levantó y paseó alrededor del pequeño apartamento lanzando una ansiosa mirada a la ventana.
Cuando hubo acabado de examinar el libro, se irguió, bastante rígida, con las manos en el regazo y una expresión profunda, ausente, en sus claros ojos castaños.