174041.fb2 La serpiente de piedra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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En el palacio de Besiktas, con sus setenta y tres habitaciones y cuarenta y siete tramos de escaleras, la Sombra de Dios sobre la Tierra, el sultán Mahmut II, yacía agonizando de tuberculosis… y cirrosis hepática, producida por una vida de dedicación a la reforma de su imperio, según unas normas más occidentales, más modernas; y un mal champán acompañado de fuertes licores.

El sultán yacía recostado sobre las almohadas de un enorme lecho con dosel del que colgaban cortinas adornadas con borlas, contemplando a través de sus ojos inyectados en sangre el Bosforo bajo su ventana y las colinas de Asia, al otro lado de los estrechos. Tenía, lo sabía vagamente, un mundo bajo su mando. Las flotas del sultán otomano patrullaban el Mediterráneo y el mar Negro; se recitaban plegarias en su nombre en las mezquitas de Jerusalén, de La Meca y Medina; sus soldados hacían guardia en el Danubio junto a las Puertas de Hierro, y en las montañas del Líbano; y era el señor de Egipto. Tenía esposas, concubinas, tenía esclavos a su servicio, por no mencionar a los pachás, los almirantes, los seraskiers, voivodas y hospodares que gobernaban su extenso imperio con medrosa, o al menos respetuosa, obediencia a su voluntad.

En sus treinta años como sultán, Mahmut había presidido muchos cambios. Había destruido el poder de los jenízaros, el todopoderoso regimiento que se oponía a cualquier reforma. Había adoptado las botas de montar y las sillas francesas. Había ordenado a sus súbditos que dejaran de llevar turbante, si eran musulmanes, y babuchas azules, si eran judíos, y gorros azul celeste, si eran griegos. Había querido que todos los hombres recibieran el mismo tratamiento, y llevaran el fez rojo y la estambulina.

Los resultados habían sido dispares. Muchos de sus súbditos musulmanes lo denigraban ahora como el Sultán Infiel… Y en muchos de sus súbditos cristianos se habían despertado unas esperanzas no realistas. Aquellos griegos de Atenas se habían rebelado contra él. Al cabo de siete años de luchas, con la ayuda europea, habían creado su propio reino, independiente, en el Egeo. ¡El reino de Grecia!

El champán y el coñac habían aliviado parte de la ansiedad que el sultán experimentaba en sus esfuerzos por actualizar, y preservar, el imperio de sus antepasados.

Y ahora, a la edad de cincuenta y cuatro años, moría por su causa.

Su mano se movió lentamente hacia un cordel de seda cuyas borlas rozaban sus almohadas, y luego volvió a caer. Se estaba muriendo, y no sabía a quién podía llamar.

El sol trazaba lentamente su recorrido circular y ahora brillaba desde el oeste. Había algunas personas de las que se acordaba, no sólo de sus nombres, sino también de sus caras. Veía al viejo general Bayraktar, con sus furiosos mostachos, y el asombro en su cara cuando apareció repentinamente en el viejo palacio, hacía muchos años, y sacó a Mahmut del cesto de la ropa sucia para hacerlo sultán. Vio a su tío Selim muerto, en un caftán manchado con la sangre de la Casa de Osmán; y a su concubina favorita, Fátima, viva: gorda, alegre, la que le masajeaba los pies tal como a él le gustaba, y sin esperar nada a cambio. Recordó a otro general que había caído mortalmente, así como las caras de los hombres que había visto, entre la multitud: un sufí con una amable sonrisa, un estudiante presa de la lealtad, agarrando la Bandera del Profeta; un eunuco negro, de rodillas; un jenízaro que le apuntaba con sus dedos, como si fuera una pistola, y le guiñaba el ojo; las pálidas patillas de Calasso, el profesor de equitación piamontés, y los ojos hundidos de Abdul Mecid, su hijo, cuyo pecho era como la cintura de una muchacha; y la barba del Patriarca -¿cómo se llamaba?- que había recibido de sus manos la Cruz al Servicio y murió retorciéndose al extremo de una cuerda bajo el ardiente sol.

Había otra cara, también… Su mano se movió, sus dedos agarraron la borla.

Pero cuando el esclavo llegó, haciendo una reverencia, sin levantar la vista, el sultán Mahmut no podía recordar a quién deseaba ver.

– Un vaso… la medicina, ahí, eso es -dijo.

– El doctor Millingen… -empezó a decir el esclavo.

– … es mi médico. Pero yo soy el sultán. ¡Sirve!