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Así es como me convertí en nuestro agente secreto.
El barón Dupin cambiaba de hotel cada pocos días. Yo imaginaba que estas mudanzas venían impulsadas por sus constantes temores de que sus enemigos de París hubieran dado con su pista aquí aunque eso se me antojaba muy rebuscado. Pero luego empecé A fijarme en dos hombres que parecían observar regularmente al barón. También observaba yo al barón, por supuesto, y por eso me resultaba difícil vigilar de cerca al mismo tiempo a aquellos dos. Vestían como si llevaran uniforme: abrigos negros pasados de moda, pantalones azules y sombreros de tres picos que les ocultaban el rostro. Aunque físicamente no se parecían el uno al otro, ambos tenían la misma mirada inexpresiva, como los ojos desdeñosos de las estatuas romanas del Louvre. Esos ojos se dirigían a un mismo objeto: el barón. Al principio pensé que podrían estar trabajando para el propio barón, pero me di cuenta de que evitaban con el mayor cuidado su proximidad. Después de cruzarme varias veces con aquellos hombres, recordé dónde había visto por primera vez a uno de ellos. Fue durante uno de mis paseos con Duponte. Tropecé con él en las cercanías del lugar de uno de nuestros encuentros con el barón. Quizá por entonces ellos hubieran localizado a su objetivo.
Pero no eran las únicas personas en Baltimore que ahora se interesaban por los asuntos del barón Dupin. Ése era también el caso del portero del club Dios Rosado, el garito de los whigs del Distrito Cuarto, donde conocimos al señor George, presidente del grupo. Aquel corpulento portero empezó a hostigar al barón cuando éste llevaba el primer disfraz que yo conocí en la sala de lectura del ateneo. Y eso que el barón ni siquiera había desafiado abiertamente a aquel agente whig, Tindley, un nombre demasiado bonito para semejante monstruo. Cualquiera parecía un enano a su lado.
– ¿Qué pretende usted, buen hombre? -preguntó el barón a su atormentador.
– Que ustedes, dandis, dejen de hablar de nuestro club -respondió Tindley.
– Querido amigo, ¿qué le lleva a pensar que a mí me importa su club? -volvió a preguntar el barón, condescendiente.
Tindley se quedó con la boca abierta, mientras metía el dedo entre los pliegues de la ondulante chalina negra del barón.
– ¡Nos han advertido sobre usted, después de que intentara untarme para entrar en el club! Y ahora estoy vigilando.
– Ah, a ustedes les han advertido -replicó el barón en tono despreocupado-. En ese caso, me temo que los han engañado terriblemente. ¿Y quién en este ancho mundo podría haberlos advertido? -inquirió fingiendo una desesperada preocupación.
Tindley no tenía por qué revelar el nombre de Duponte, que por lo demás desconocía. Pero el barón pudo adivinarlo.
– ¿Un francés alto y desgarbado con cabeza de huevo? ¿Fue él? Pues es un impostor, querido señor -dijo el barón refiriéndose a Duponte-. ¡Y más peligroso de lo que imaginan!
¡Qué breve relámpago de ira en los ojos del barón, mientras maldecía en silencio el triunfo de Duponte. Estorbado por Tindall allá adonde iba, el barón pronto tuvo que prescindir de su disfraz del hombre de los estornudos, y de los informadores que gracias a él había conseguido… Una pequeña victoria para nosotros, pensé con ánimo vengativo, después de la afortunada infiltración del barón en Glen Eliza a través del retratista holandés.
Hablando del aspecto del barón Dupin por entonces, ¡qué cambios experimentaba ante nuestros ojos! En el capítulo anterior he mencionado su facilidad para alterar su apariencia física con singular efectividad. En ocasiones recientes, viendo al barón por las calles, advertí una nueva transformación en su rostro y en su persona en general, pero sin ser capaz de identificar en qué consistía exactamente el cambio. No era cuestión de una nariz falsamente bulbosa ni de una peluca, ni del traje que vestía anteriormente, propio de los actores de ínfima categoría de la rué Madame de París. Su apariencia parecía ahora por completo distinta, y al mismo tiempo misteriosa y asombrosamente familiar.
Una noche estaba yo añadiendo combustible al fuego de la chimenea de la sala de estar. Duponte comentó que ya estaba bastante cómodo antes. En este punto, lo ignoré. Se dice que en París es difícil ver una chimenea echando humo incluso en las peores noches de invierno. Nosotros, los americanos, somos sensibles en exceso al calor y al frío, mientras que en el Viejo Mundo apenas parecen darse cuenta del uno y del otro. En cambio, yo no me sentaba envuelto en mantas como un francés insistiría en hacer. Aquella misma noche recibí una nota.
Era de la tía Blum. La abrí con cierta duda. Decía que esperaba que mi maleducado repostero francés (refiriéndose a Duponte) hubiera sido despedido. Aparte de hacerme llegar la cortés consideración que me debía por su larga amistad con la familia de Glen Eliza, el motivo principal era informarme de que Hattie estaba ahora comprometida con otro hombre, laborioso y digno de confianza.
Al principio, quedé anonadado por la noticia. ¿Realmente Hattie podía haber encontrado a alguien más? ¿Podía yo llegar a perder a una mujer tan maravillosa como Hattie mientras, a la vez, hacía lo que parecía adecuado y necesario?
Entonces comprendí. Volví a pensar en la sabia advertencia de Peter de que no resultaría fácil apaciguar a la tía Blum, y reconocí aquella carta como una maniobra de aquella mujer artera para atormentarme con culpabilidades y recriminaciones excesivas a mí mismo a propósito de mi equivocación con su sobrina.
Yo no estaba por encima de esa táctica, ni tampoco por debajo, llegado el caso.
Me senté en el sofá, pensando si debido a la naturaleza de mi actual empresa había puesto fin a cualquier relación adecuada con la sociedad. Después de todo, mis compañías eran ahora hombres de personalidad muy fuerte, como Duponte y el barón, que desafiaban todos los usos sociales y que buscaban cosas que no podían obtenerse mediante la cortesía habitual.
Cuando las llamas adquirieron una terrible intensidad en el hogar, y yo estaba considerando aquellas cuestiones, de pronto me puse a pensar en el barón Dupin como si hubiera percibido su rostro reflejado en el fuego. Se me ocurrió mientras trataba de representarme al hombre sin tenerlo delante.
Ningún pintor o retratista de daguerrotipos podría hacer justicia al barón debido a sus constantes cambios de aspecto. De haberlo intentado, probablemente el barón habría acabado pareciéndose más al retrato que viceversa. Sería menester sorprenderlo dormido para verlo en su verdadera forma.
– Monsieur Duponte -dije, dando un salto, mientras el fuego crepitaba y daba estampidos, como si cobrara vida-. ¡Es usted!
Se me quedó mirando, ante aquella afirmación dramática.
– ¡Él es usted! -exclamé, agitando las manos en todas direcciones-. ¡Por eso planeó traer aquí a Van Dantker!
Tuve que hacer tres o cuatro tentativas para expresar el significado de mi hallazgo: ¡el barón Dupin se había apropiado de la forma de Auguste Duponte! El barón había tensado los músculos de su rostro, dirigido hacia abajo las comisuras de la boca y usado algún conjuro mágico, pues yo no podía expresarlo de otro modo, para afilar los contornos de su cabeza y ajustar su altura. También seleccionó su vestuario como el de Duponte, imitando el corte holgado y los colores apagados. Prescindió de las joyas y los anillos con los que anteriormente se adornaba, y suavizó los encrespados rizos de su cabello. El barón, utilizando su observación y el estudio de los dibujos y el retrato de Van Dantker, se remodeló en una versión de Duponte.
La razón la imaginé sencilla. Para irritar a su oponente, para vengar la provocación de Tindley, para mofarse de aquel ser, más noble que él, que había osado ser su competidor en aquella empresa. Siempre que veía a Duponte por la calle, el barón apenas podía hablar sin romper a reír ante la brillantez del escarnio de que ahora le hacía objeto.
¡Una abominación, un conspirador, un estafador enmascarado de gran hombre!
También, se lo juro a ustedes, había llegado a transformar de algún modo el verdadero timbre y el tono de su voz ¡para imitar con precisión el de Duponte! Incluso el acento estaba ajustado a la perfección. De haber estado en una habitación a oscuras escuchando un monólogo de aquel falsario, me hubiera dirigido alegremente al diabólico personaje como si fuera mi habitual y auténtico compañero.
La despreciable mascarada del barón me perseguía. Me rondaba. Me producía dentera. Pero no creo que inquietara a Duponte ni la mitad que a mí. Cuando me lamenté de la maniobra del barón, la boca de Duponte formó un enigmático arco, como si encontrara divertida aquella befa, como si se tratara de un juego de niños. Y cuando se encontró con su competidor, le dirigió una inclinación, como antes. El aspecto que presentaba el barón era asombroso, en particular de noche y viéndolos juntos a los dos. La única manera segura de distinguirlos acabó siendo la identidad de sus fieles asociados: yo por un lado y mademoiselle Bonjour por el otro.
Finalmente, un día, me enfrenté a Duponte.
– Cuando ese diablo se burla de usted y lo imita, usted permanece imperturbable.
– ¿Y qué me aconsejaría hacer, monsieur Clark? ¿Proponerle un duelo? -preguntó Duponte con una suavidad probablemente superior a la que yo merecía.
– ¡Sacudirle un buen guantazo, desde luego! -dije, aunque no me imaginaba a mí mismo haciéndolo-. Al menos yo me pondría hecho una furia con él.
– Comprendo. Pero ¿ayudaría eso a nuestra causa?
Pensé que quizá no, pero respondí:
– Así es. Creo que eso le recordaría que no está solo en este juego. ¡Él cree, dada la infinita impostura que encierra su cerebro que ya ha vencido, monsieur Duponte!
– Entonces ha caído en una creencia errónea. La situación es completamente opuesta. El barón, lo temo por él, ya ha perdido. Ha llegado al final, lo mismo que yo.
Me incliné hacia delante, incrédulo.
– ¿Quiere decir…?
Duponte hablaba de nuestra auténtica finalidad: desentrañar el misterio completo de Poe…
Pero veo que he dado un salto excesivo adelante, como tiendo a hacer. Reconstruiré mis pasos antes de regresar al diálogo anterior. He empezado a describir mi vida de espía, estimulado por el deseo de Duponte de conocer los secretos y los planes del barón.
Como ya he señalado, el barón cambiaba de hotel con frecuencia para eludir a los perseguidores. Yo estaba al corriente de sus alojamientos porque seguía a un fatigado mozo trasladando su equipaje de su hotel hasta ponerlo en manos de un colega. No supe cómo respondía el barón a las preguntas sobre la peculiar práctica de cambiar de hoteles cada vez que firmaba en la hoja de registro. Si alguna vez me hubiera encontrado haciendo lo mismo, y no pudiera aducir la razón verdadera -«Pues mire usted, señor, mis acreedores andan buscándome para disminuir mi estatura en una cabeza»-, contaría que estaba escribiendo una guía de Baltimore para extranjeros, y que necesitaba elementos de juicio en materia de hospedaje. Los hoteleros descargarían sobre mí una lluvia de ventajas. Ésta era una buena idea, y estuve tentado de escribírsela al barón como una anónima sugerencia.
Mientras tanto, Duponte me dio instrucciones para averiguar más acerca de Newman, el esclavo al que el barón había contratado, y así trabé conversación con él una tarde, en el salón de un hotel.
– Después de la primavera me voy de Baltimore -me dijo Newman cuando le formulé mis preguntas sobre el barón-. Tengo un hermano y una hermana en Boston.
– ¿Y por qué no se va ahora? Hay estados en el norte que le protegerían -comenté.
Señaló un aviso impreso, en el vestíbulo principal del hotel. Advertía que ninguna persona de color «vinculada o libre» podía abandonar la ciudad sin depositar primero su documentación y contar con el aval de un hombre blanco.
– Yo no soy un nigger lo bastante estúpido como para dejar que me cacen y me maten. Sería como si me presentara ante mi amo y le pidiera que me pegara un tiro.
Newman tenía razón: seguirían su rastro aun en el caso de que su amo no se preocupara especialmente de su pérdida.
Debería incluir aquí una nota adicional, para evitar cualquier perplejidad, acerca del lenguaje del joven esclavo. Entre los africanos, tanto esclavos como libres, en los estados sureños como en los norteños, el empleo de la palabra nigger no designaba la raza. He oído a negros referirse a un mulato con ese término e incluso llamar a sus amos «ellos, los nigger blancos». Nigger lo usaban los negros para calificar a un sujeto al que tenían por inferior, con independencia de su tipo, color o clase. Esto redefine ingeniosamente la fea palabra, hasta que sin duda sea desplazada de nuestro lenguaje. Para quienes siempre dudaron de la inteligencia de esa maltratada raza, señalo este giro lingüístico y me pregunto si los blancos hubieran dado en hacer lo mismo.
– ¿Y qué hay del otro negro? -pregunté.
– ¿Quién?
– El otro negro contratado por el barón.
Estaba suficientemente convencido de que al extraño al que vi una vez con el barón le había sido encomendada mi vigilancia; debía espiarme como yo lo espiaba a él.
– No hay otro, señor, ni blanco ni negro. El barón no quiere que demasiada gente sepa realmente cómo es de cerca.
Al aproximarme de nuevo al barón, me sorprendió, y no dejó de complacerme, advertir que había moderado la jactancia que acostumbraba desplegar. En varias ocasiones oí que Bonjour le formulaba una pregunta más bien elemental sobre sus conclusiones relativas a Poe, y que el barón Dupin vacilaba. Esto alimentaba mis esperanzas de éxito para nosotros. Pero supongo que eso también me inspiraba un negativo e incómodo temor de que Duponte estuviera igualmente desorientado, como si existiera una vinculación mágica entre ambos hombres. Quizá ésta era una sutil consecuencia, en mi mente, del nuevo y sorprendente parecido entre Claude Dupin y Auguste Duponte, como si el uno fuera real y el otro, una imagen en el espejo, al igual que en el predestinado último encuentro del propio William Wilson de Poe. Otras veces parecía que ambos eran imágenes especulares de un mismo ser.
Pero sus comportamientos eran bastante diferentes.
En público, el barón continuaba con sus proclamas chillonas e impertinentes. Empezó a ofrecer suscripciones, para un boletín que se proponía publicar, y una serie de conferencias que pensaba dar acerca de los verdaderos y sensacionales detalles de la muerte de Poe. «Vengan, hagan corro, hagan corro, caballeros y féminas, ¡nunca llegarán a creer lo que ocurrió ante sus narices!», proclamaba en tabernas y posadas, como un charlatán de feria. Debo reconocer que resultaba superficialmente convincente, casi como un nuevo señor Barnum. Uno esperaría de él, poco menos, que en medio de una muchedumbre callejera anunciara aquello de ¡ahora transformaré este recipiente lleno de salvado en un… conejillo de Indias… vivo!
¡Y el dinero que lo seguía dondequiera que fuese! No puedo contar el número de baltimorenses que de buen grado pusieron cantidades abundantes en manos de aquel cuentista; baltimorenses, y lo digo con tristeza, que no daban señales de hacer otro tanto por un libro de poesía de Poe. Así que se dedicó una verdadera fortuna a la idea de que el barón Dupin desvelaría los acontecimientos de las últimas y más oscuras horas del poeta en esta tierra. Yo recordaba la época en que dos actores interpretaban simultáneamente Hamlet en escenarios próximos de Baltimore, y todo el mundo defendía con pasión a su Hamlet favorito, pero no por el drama en sí, sino por la competición a que daban lugar.
Las conferencias se pronunciarían en la sala de reuniones del instituto Maryland. El barón empezó a enviar telegramas repitiendo los mismos anuncios de conferencias, que a continuación tendrían efecto en Nueva York, Filadelfia, Boston… Sus planes eran expansivos, mientras que los nuestros parecían caer cada vez más bajo la sombra del barón.
En tanto se desarrollaban estos acontecimientos, el barón aún abría más la caja de Pandora de los rumores en los periódicos.
Algunas muestras: Poe fue encontrado en una zanja por un vigilante, tras haber sufrido un atraco; o el moribundo Poe yacía sobre unos barriles en el mercado de Lexington, cubierto enteramente de moscas; no, decía otro, Poe se reunió con antiguos cadetes de West Point, donde el poeta había aprendido a manejar el mosquetón y las municiones, y aquéllos estaban comprometidos ahora en cierta operación gubernamental reservada que introdujo a Poe en una peligrosa intriga, probablemente relacionada con sus actividades durante su juventud salvaje, cuando luchó a favor del ejército polaco contra los rusos; pero eso no sucedió así, su triste fin fue el resultado de los excesos cometidos en la bulliciosa y desenfrenada celebración del cumpleaños de un conocido; o Poe fue culpable de suicidio. Una amistad femenina manifestaba que el espectro de Poe le había enviado poemas desde el mundo espiritual, en los que contaba ¡haber recibido una paliza fatal durante el intento de robo de ciertas cartas! Mientras tanto, un periódico local recibió un telegrama de otro periódico antialcohólico de Nueva York, que aseguraba haber conocido a un testigo de los rabiosos excesos de Poe el día antes de que fuera descubierto en Ryan's, asegurando por su comparecencia el Día del Juicio que Poe fue el culpable de todo.
Mientras yo me dedicaba a repasar estos artículos en la sala de lectura, se me acercó aquel empleado anciano en el que yo confiaba.
– ¡Oh, señor Clark! Aún estoy pensando en quién me entregó aquellos artículos sobre su señor Poe. Pero sí he recordado con toda claridad que me pidió que se los diera a usted.
De pronto, perdí la concentración en los periódicos que tenía delante.
– ¿Cómo dice, señor?
Nunca se me había ocurrido que aquellos recortes se los hubieran entregado al empleado con instrucciones específicas de enviármelos. Le pregunté si lo había entendido correctamente.
– Así es.
– ¡Es asombroso! -exclamé, pensando en cómo aquel único recorte que aludía al Dupin «real» había cambiado completamente el curso de los acontecimientos.
– ¿El qué?
– Que alguien… -No terminé la frase-. Es muy importante que me diga más sobre esa persona, sea quien sea. Estos días ando muy ocupado, pero volveré a verlo. Le ruego que trate de recordar. Se lo ruego.
Mi imaginación se encendió con esta nueva revelación. Mientras tanto, encontré una distracción menos teórica al decidir aclarar las cosas con Hattie. Le escribí una larga carta, reconociendo que la cruel aunque bienintencionada táctica de la tía Blum había sido un estímulo para mí, y proponiéndole que, cuando me contestara, reanudaríamos los planes para nuestra unión.
Siguiendo las actividades del barón Dupin a través de la observación disimulada y las entrevistas, supe que casi una semana antes Bonjour se había ofrecido como doncella en casa del doctor Joseph Snodgrass, el hombre que, según recordaba el doctor Moran, había pedido el carruaje que condujo a Edgar Poe al hospital desde Ryan's aquel sombrío día de octubre. El barón Dupin acudió previamente a visitar al doctor Snodgrass a fin de averiguar los detalles de aquella tormentosa tarde de octubre, pero Snodgrass rechazó de plano una entrevista. Insistió en que no deseaba contribuir a la industria del cotilleo en relación con la digna muerte del poeta.
Poco después, Bonjour se había asegurado su posición entre el servicio de la casa de Snodgrass. Lo notable fue que lo consiguió pese a no haber vacante alguna. Se presentó con un atuendo cuidado pero no ostentoso ante la puerta de la moderna casa de ladrillo del 103 de North High Street. Una sirvienta irlandesa le franqueó la entrada.
Bonjour explicó que le habían dicho que en la casa buscaban una nueva doncella para la planta superior (dando por supuesto, acertadamente, que aquélla era una sirvienta adscrita a la planta baja, e imaginando como probable que mantenía una rivalidad con la actual doncella).
– Ah, ¿sí? -se extrañó la sirvienta.
Ella no había oído nada al respecto. Bonjour se excusó, y contó que la doncella de la planta superior le había hablado a un amigo de sus planes de abandonar el puesto sin previo aviso a sus patronos, por lo que Bonjour se apresuraba a ofrecerse para el empleo.
Poco después de esto, la muchacha de la planta baja, que tenía un aire extraviado y tendía a envidiar a las mujeres más agraciadas que ella, informó del diálogo a los Snodgrass, quienes se sintieron obligados a despedir a la doncella de la planta superior, pese a sus protestas. Bonjour se convirtió en la heroína de aquel drama doméstico, al descubrir la inminente pérdida en el personal de servicio; y al aparecer en el momento oportuno, pasó a ser la elección natural como sustituía. Aunque Bonjour era, con mucho, mejor parecida que la celosa criada de la planta baja, el hecho de que fuera demasiado delgada para el gusto popular y que tuviera una inadecuada cicatriz en el labio, la hacía más aceptable a sus ojos.
Todo esto fue fácilmente descubierto más tarde por boca de la antigua doncella, quien tras su partida se mostró bien dispuesta a hablar del injusto trato recibido. Pero una vez Bonjour estuvo instalada tras las paredes de la casa, hubo escasas posibilidades de obtener más detalles de su iniciativa.
– Déjela pues con la familia Snodgrass y limite sus observaciones al barón -me sugirió Duponte.
– No se quedará mucho tiempo a menos que pueda conseguir información. ¡Pero estamos mejor que hace dos semanas, monsieur! -dije-. De todas formas, el barón se ocupa principalmente de vender suscripciones para su conferencia sobre la muerte de Poe.
– Quizá mademoiselle no se entere de mucho -murmuró Duponte-, y simplemente retrase las cosas.
– Yo podría advertir al doctor Snodgrass de que Bonjour no es una doncella.
– ¿Y para qué, monsieur Clark?
– ¿Para qué? -pregunté a mi vez incrédulo, pues aquello parecía obvio-. Para evitar que ella obtenga datos y se los pase al barón.
– Lo que ellos encuentren, nosotros lo sabremos inevitablemente -replicó, aunque no entendí la trayectoria de su razonamiento.
Cuando le transmitía mis informes, Duponte me pedía con regularidad que le explicara el comportamiento y el talante de Bonjour con respecto a su trabajo y a los demás sirvientes.
Bonjour salía a diario de casa de los Snodgrass para reunirse con el barón. Una de esas noches, cuando se dirigía a su cita, la seguí hasta el barrio portuario. No era infrecuente que un hombre fuera arrojado por la puerta de una taberna, por lo que uno tenía que dar un salto sobre su cuerpo o tropezarse con él. Las calles estaban repletas de bares y billares y de olores rancios y humanos. Bonjour iba vestida apropiadamente: el cabello desmelenado, el gorro torcido y el vestido en un cómodo desorden. Cambiaba de atuendo a menudo -según el recado para el barón Dupin requiriese la apariencia propia de una clase u otra-, pero no llevaba a cabo la transformación demoníaca de los disfraces del barón.
La observé mientras se acercaba a un grupo de hombres de baja condición, que reían y aullaban tumultuosamente. Uno de ellos señaló a Bonjour al pasar.
– ¡Mirad -dijo en tono brusco-, una que mira las estrellas! ¡Qué lindo murciélago!
«La que mira las estrellas» y «murciélago» eran dos expresiones igualmente vulgares, y pronunciadas por gentes de las clases más bajas designaban a una prostituta que sólo salía por la noche.
Ella los ignoró. El hombre, que abultaba casi el doble que Bonjour, adelantó el brazo a modo de barrera. Ella se detuvo y dirigió la mirada al antebrazo hinchado, que la manga subida descubría impúdicamente.
– ¿Qué es esto, chica? -Le arrancó un trozo de papel de la mano-. Yo diría que esto es una carta de amor. ¿Qué pone aquí? «Hay un caballero extremadamente fatigado…»
– Fuera esas manos -advirtió Bonjour dando un paso adelante.
El hombre sostuvo el papel en lo alto y lejos del alcance de ella, para exagerada diversión de sus compañeros. Uno de ellos, un tipo pequeño y rechoncho, dejó escapar una risotada y, haciéndose el simpático, dijo que dejaran correr el asunto, a lo que el cabecilla respondió dándole un golpe en el brazo y tildándolo de tonto de baba.
Bonjour, con un ligero suspiro, se acercó al hombre, y sus ojos apenas le llegaban al cuello. Apoyó un dedo en el músculo de su brazo extendido y siguió su línea.
– Éste es el brazo más fuerte que he visto en Baltimore, señor -dijo en un susurro, aunque lo bastante alto para que los otros la oyeran.
– Ahora, querida, no voy a bajar este brazo a menos que me hagas alguna zalamería.
– No quiero que lo baje, señor; quiero que lo suba más alto… Así, así está bien.
Hizo como la otra le pedía… quizá con desgana. Bonjour casi se dobló sobre el cuello del hombre.
– Oh, oh, mirad -dijo jovialmente a sus compañeros-, ¡el murciélago está a punto de venir volando a darme un beso!
Se echaron a reír. El propio protagonista emitía una risita forzada y nerviosa como si fuera una muchacha.
– Los murciélagos -dijo Bonjour- son lamentablemente ciegos.
Con un gesto, más rápido que un rayo, se llevó la mano detrás de la cabeza, y luego la proyectó a un lado del cuello del hombre. El brazo de éste, alzado por aquel lado, no podía intentar bloquearla.
El cuello de la camisa y de la chaqueta, limpiamente cortados a la altura de los botones, cayeron al suelo. Su chasquido se produjo en medio de un grave silencio. Ella devolvió a su cabello en desorden, en la coronilla, una delgada hoja que utilizaba a modo de alfiler. El hombre manoteó en torno a su cuello para asegurarse de que la carne seguía allí, y luego, no hallando un solo corte, retrocedió dando un traspié. Bonjour tomó el pedazo de papel de donde se había caído, y a continuación prosiguió su camino. Quizá lo imaginé, pero antes de marcharse pareció dirigirme una mirada, desde el otro lado de la calle, y su rostro pareció reflejar una expresión confusa ante mi actitud de acudir en su ayuda.
Continué frecuentando los alrededores de la casa Snodgrass. Una mañana, al poco de mi llegada, vi aproximarse a Duponte, vestido con su acostumbrado traje negro y capa con esclavina.
– ¿Monsieur? -lo saludé en tono interrogativo. El hecho tenía algo de extraordinario, pues era raro verlo a la luz del día-. ¿Ha ocurrido algo?
– Hoy tenemos que hacer una excursión de interés para nuestra investigación -comentó.
– ¿Adonde iremos?
– Adonde ya estamos.
Duponte traspuso la cancela y avanzó por el sendero de acceso a casa de los Snodgrass.
– Vamos, adelante -dijo Duponte cuando yo me detuve.
– Monsieur, los Snodgrass no están en casa a esta hora. Y, como usted debe saber, ¡Bonjour podría vernos aquí!
– Eso espero -replicó.
Accionó el llamador plateado, y no tardó en presentarse la criada de la planta baja. Duponte miró en derredor y comprobó con satisfacción que Bonjour observaba desde lo alto de la escalera, como probablemente hacía con todas las visitas que acudían a ver al doctor Snodgrass.
– El asunto que nos trae, señorita -dijo Duponte-, debemos despacharlo con el doctor Snodgrass. Soy -en este punto hizo una pausa y una ligera señal con la cabeza, dirigida al rellano de la escalera- el duque Duponte.
– ¡Duque! Bien, pues el doctor no está en casa, señor.
Dirigió una lenta mirada a mi atuendo, que me invitaba a despojarme del sombrero y el abrigo.
– No me extraña, dado que es hombre de muchas ocupaciones. Pero creo que ha dejado recado a la doncella de la primera planta de que le aguardáramos en su estudio a esta hora -dijo Duponte.
– ¡Vaya, qué raro! -exclamó la muchacha, cuyos celos de Bonjour parecían crecer como un objeto visible ante nuestros ojos.
– Si esa joven está presente, señorita, quizá ella podría confirmar los detalles de nuestra invitación.
– ¡Vaya! -repitió la criada-. Pues será verdad. -Llamó a Bonjour-. El doctor no me dijo nada.
Bonjour sonrió y dijo:
– Naturalmente, el doctor no le dice a usted nada de lo que ocurre en la primera planta, señorita. Y su estudio está arriba.
Bonjour se acercó a nosotros y nos dirigió un gesto cortés. Me sentí muy inquieto al comprobar su aceptación del plan de Duponte, pero una vez pasado este primer momento de sorpresa, alcancé a comprender. Si Bonjour revelaba la falsedad del ardid de Duponte, podríamos demostrar fácilmente las falsedades de la propia Bonjour para asegurarse su puesto. Se trataba de un pacto automático y tácito.
– El doctor Snodgrass me ha pedido que los acompañe -dijo.
– Creo que sugirió que al estudio -replicó Duponte, siguiéndola escalera arriba y haciéndome un gesto invitador.
Bonjour, con una sonrisa, hizo que nos sentáramos en el estudio y se ofreció a cerrar la puerta para que estuviéramos cómodos.
– Les satisfará saber, caballeros, que el respetable doctor no tardará en regresar. Hoy vuelve pronto. Me aseguraré de que cuando llegue a casa lo conduzcan directamente aquí.
– No esperaríamos menos, querida señorita -dijo Duponte.
Cuando estuvimos solos, me volví hacia Duponte.
– ¿Qué podremos averiguar a través de Snodgrass? ¿No nos echará en cara indignadamente haber inventado una cita? ¿Y no ha dicho usted cien veces, monsieur, que no hemos de hablar con testigos?
– ¿Cree acaso que hemos venido a eso? ¿A ver a Snodgrass?
Sentí cierta irritación y me propuse no responder. Duponte suspiró.
– No estamos aquí para ver al doctor Snodgrass; estaremos en condiciones de leer lo que queremos saber en los papeles del doctor. Para eso, sin duda, el barón ha enviado a Bonjour, y por eso, inteligentemente, se las ha arreglado para convertirse en criada de la planta superior; para tener libre acceso a este estudio sin ser observada. Parecía más bien divertida por nuestra presencia, y muy desembarazada con la sirvienta de posición más consolidada, lo que sugiere que casi ha logrado su propósito aquí. Y tampoco cree que tengamos tiempo suficiente para descubrir algo importante entre todos esos papeles.
– ¡Pues está en lo cierto! -dije, percatándome de que el estudio de Snodgrass estaba atestado de papeles, amontonados y apilados sobre el escritorio, alrededor de éste y dentro de sus cajones.
– Replantéese sus conclusiones. Mademoiselle ha pasado varias semanas aquí, y aunque es una ladrona experta, no desearía arriesgarse a que el doctor Snodgrass se diera cuenta de que le habían revuelto los papeles, lo cual le vedaría toda búsqueda posterior que deseara efectuar. Así pues, habría copiado secretamente de su puño y letra todos los temas de interés y restituido los originales a su lugar para que los descubramos nosotros.
– Pero ¿cómo seremos capaces de descubrir en cuestión de minutos lo que a ella le ha costado semanas reunir?
– Precisamente porque ella lo ha descubierto primero. Todo documento o papel que haya atraído su interés en alto grado, la habrá obligado a retirarlo de su lugar, quizá más de una vez. Ciertamente uno no advertiría esta diferencia de pasada, pero una vez sepamos buscarlos, no tendremos dificultades para seleccionar y copiar esos documentos en concreto.
Nos pusimos a trabajar inmediatamente. Me encargué de un lado del escritorio. Guiado por Duponte, busqué esquinas dobladas y mal alineadas, tinta corrida, ligeras rasgaduras y pliegues, arrugas y otras indicaciones de manejo reciente entre las diversas clases y colecciones de documentos y artículos periodísticos sobre todos los temas, algunos con fechas de hasta veinticinco años de antigüedad. Localizamos juntos muchas menciones de Poe que, al parecer, habían sido examinadas por Bonjour durante el tiempo que llevaba en la casa, incluida una gran variedad de artículos sobre la muerte de Poe que, si no tan completa como mi propia colección, no dejaba de impresionar. Excitado y temeroso, encontré algunos documentos que cabría considerar únicos, tres cartas -cuya caligrafía reconocí de inmediato- de Edgar Poe al doctor Snodgrass, fechadas varios años antes.
En la primera, Poe ofrecía a Snodgrass, quien por entonces editaba una revista llamada The Notion, los derechos de publicación del segundo de los cuentos de Dupin. «Desde luego que yo no puedo permitirme ofrecérselo sin cargo alguno -escribía Poe con firmeza-, pero si accede a admitirlo, le solicitaría 40 dólares.» Pero Snodgrass lo rechazó, y Gmham's hizo lo mismo. Poe publicó «El misterio de Marie Rogét» en otra parte.
En la segunda carta, el escritor pedía al doctor Snodgrass que colocara una reseña favorable de la obra de Poe en una revista que entonces editaba Neilson Poe, esperando que éste se sintiera obligado por ser su primo. El intento al parecer fracasó, y Poe volvió a escribir, contrariado. «Presentía que N. Poe no iba a insertar el artículo -decía-. Le hago una confidencia: creo que él es el peor enemigo que tengo en el mundo.»
Me apresuré a compartir el dato.
– ¡Neilson Poe, monsieur! Edgar Poe lo llama su peor enemigo… ¡No imaginaba que le correspondiera ese papel en todo esto!
Como nuestro tiempo era demasiado breve para tratar de cada tema, Duponte me indicó que copiara rápidamente en mi cuaderno todos los datos sobre Poe que me parecieran importantes. Después de pensarlo, añadió que también los datos que me parecieran poco importantes. Tomé nota de la fecha de la carta de Poe en la que mencionaba a Neilson: 7 de octubre de 1839, ¡exactamente diez años antes del día de la muerte de Poe!
«Es tanto más despreciable -escribía Poe a propósito de Neilson- cuanto más insistentes son las profesiones de amistad que me dirige.» ¿Y Neilson no me contó ese mismo cuento cuando lo conocí? No sólo éramos primos, sino amigos, señor Clark. Neilson Poe, con su corazón ansiando su propia fama literaria, con una esposa que era la hermana y casi una copia de la mujer de Edgar, ¿habría deseado cambiar su vida por la del mismo hombre al que al parecer denigraba?
Esto no fue todo lo que encontré en las cartas de Poe a Snodgrass acerca de sus parientes de Baltimore. Poe calificó a Henry Herring (el primer conocido de Poe que llegó al Ryan's) de «hombre carente de principios».
Duponte se detuvo en mitad de la operación de abrir todos lo» cajones posibles de la habitación.
– Vigile la calle desde el otro lado de la casa, monsieur Clark, por si se acerca el coche del doctor Snodgrass. Cuando llegue, debemos irnos inmediatamente, y asegurarnos de que la criada irlandesa no dirá nada de nuestra visita.
Estudié el rostro de Duponte en busca de cualquier indicio de cómo pensaba cumplir con el segundo objetivo. Me dirigí a una habitación que daba a la fachada principal. Mirando por la ventana, advertí que un coche pasaba por las inmediaciones, pero después de dar por un momento la sensación de que reducía la velocidad, los caballos prosiguieron en dirección a High Street. De regreso al estudio encontré a Bonjour inclinada sobre la chimenea, de tal manera que su vestido negro y su delantal refulgían con las llamas.
– ¿Todo en orden, señores? ¿Puedo hacer algo por ustedes mientras aguardan al señor? -preguntó, imitando la voz de la criada de la planta baja, y lo bastante alto para que ella pudiera oírla. En un tono más contenido, comentó-: Ahora ya ve que su amigo no es más que un buitre de la investigación que lleva a cabo mi jefe.
– Estoy muy bien aquí, señorita, gracias; sólo estaba mirando esas feas nubes de lluvia -dije también en voz alta, y luego, más bajo-: Auguste Duponte no imita a nadie. Resolverá esto de la forma que monsieur Poe merece. Él podría ayudarla, si quisiera, mejor que ese ladrón, mademoiselle; ese al que usted llama marido y jefe.
Bonjour, olvidando las exigencias de su comedia, cerró de un portazo.
– ¡Desde luego que no! Duponte es un ladrón de marca, monsieur Clark; él roba los pensamientos de la gente, se aprovecha de sus fallos. El barón es un gran hombre porque es él mismo en toda circunstancia. La mayor libertad de que yo puedo gozar es estar con él.
– Usted cree que asegurando la victoria del barón aquí le habrá pagado la deuda que contrajo cuando la libró de la cárcel, y así quedará libre de este matrimonio al que él la obligó.
Bonjour echó la cabeza atrás, divertida.
– ¡Bien! Se equivoca de medio a medio. Le sugeriría que no me juzgara aplicando el análisis matemático. Se está usted pareciendo demasiado a su compañero.
– ¡Monsieur Clark! -me llamó Duponte, en tono bronco, desde el estudio.
Desplacé ansiosamente el peso del cuerpo de un pie al otro. Bonjour se me acercó y me estudió.
– ¿No tiene usted esposa, monsieur Clark?
Mis pensamientos se oscurecieron.
– La tendré -respondí sin convicción-. Y la trataré bien y aseguraré nuestra mutua felicidad.
– Monsieur, la joven francesa carece de libertad. En América una muchacha es libre y apreciada por su independencia hasta que se casa. En Francia los papeles están invertidos. Ella sólo es libre una vez casada… y entonces alcanza una libertad inimaginable. Una esposa puede tener tantos amantes como las que tiene su marido.
– ¡Mademoiselle!
– A veces, en París, un hombre está mucho más celoso de su querida que de su esposa, y una mujer puede ser más leal a su amante que a su marido.
Me dirigí a la puerta. Bonjour se demoró un momento antes de apartarse con un gesto burlonamente cortés. Cuando regresé al estudio, Duponte dijo:
– Monsieur, aquí está la nota que quizá nos diga más que ninguna otra cosa; la nota cuyo contenido escuchó usted en parte en el puerto. Escriba cada palabra y cada coma en su cuaderno. Y rápido: creo oír rodar otro carruaje que se acerca por el sendero. Escriba pues: «Muy señor mío: Hay un caballero extremadamente fatigado en Ryan's…»
Una vez completadas nuestras transcripciones, Bonjour nos condujo rápidamente abajo.
– ¿Hay una puerta trasera? -susurré.
– El doctor Snodgrass está precisamente en la cochera.
Dimos media vuelta. La criada de la planta baja apareció súbitamente.
– ¿El duque ya se marcha?
– Me temo que se me ha hecho tarde -dijo Duponte-. Tendré que ver al doctor Snodgrass en otra ocasión.
– No dejaré de decirle que han estado aquí -replicó en tono seco- y que se han quedado solos en su estudio, entre sus efectos personales, durante casi media hora.
Duponte y yo nos quedamos helados ante esta advertencia, e interrogué con la mirada a Bonjour, quien estaba igualmente complicada en el asunto.
Bonjour dirigió a su vez una mirada más bien vaga a su colega. Cuando me volví hacia Duponte, vi que éste había entablado una conversación privada con la muchacha irlandesa, susurrándole algo con expresión sombría. Al término de su parlamento, ella asintió ligeramente y un leve sonrojo se extendió por sus mejillas.
– ¿Dónde está, pues, la otra puerta? -pregunté al advertir que ella y Duponte parecían haber alcanzado algún acuerdo.
– Por aquí -dijo la criada, precediéndonos.
Cruzamos el vestíbulo posterior, como si pudiéramos oír el taconeo de las botas del doctor Snodgrass en los peldaños de la puerta principal. Mientras descendíamos por el sendero, Duponte se volvió y se llevó la mano al sombrero, despidiéndose de las dos mujeres.
– Bonjour -dijo.
– Monsieur, ¿cómo convenció a la criada del doctor para que cooperase, a fin de que no se culpara a Bonjour? -le pregunté cuando caminábamos por la calle.
– En primer lugar, usted se equivoca. Yo no he actuado así en beneficio de Bonjour, como usted presupone. Segundo, le he explicado a la criada que, con toda honradez, no nos íbamos porque debíamos acudir a otra cita.
– Entonces, ¿le ha dicho la verdad? -pregunté sorprendido.
– Le he explicado que su interés o capricho hacia usted era sumamente inadecuado, y que prefería que nos marcháramos de manera discreta y tranquila antes del regreso de su patrón, el cual podría darse cuenta de aquello por sí mismo.
– ¿Que se había encaprichado de mí? -repetí-. ¿De dónde ha sacado esa idea, monsieur? ¿Le ha dicho ella algo que yo no he oído?
– No, pero ciertamente lo consideró al mencionarlo yo, pensando que algo debió haber exteriorizado al respecto en su expresión; así pues, pensó que aquello tenía que ser cierto. Mantendrá silencio sobre nuestra visita, se lo aseguro.
– ¡Monsieur Duponte! ¡No alcanzo a entender esa táctica!
– Usted es el prototipo del joven apuesto -replicó, y añadió-: al menos para los cánones imperantes en Baltimore. Que usted apenas sea consciente de ello sólo sirve para que le entre más decididamente por los ojos a una joven. Desde luego que la criada se percató de ello desde que llegamos. Se le fueron los ojos detrás de usted inmediatamente. Ella no llegó a planteárselo… hasta que yo lo mencioné.
– Monsieur, todavía…
– No hablemos más de eso, monsieur Clark. Debemos continuar nuestro trabajo en relación con el doctor Snodgrass.
– Pero ¿qué quiso usted decir con que «no he actuado así en beneficio de Bonjour»?
– Bonjour no necesita nuestra ayuda, y no hubiera dudado en sacrificarnos a sus propósitos de haber tenido oportunidad. Obraría usted muy inteligentemente si recordara eso. Yo actué como lo hice en beneficio de la otra chica.
– ¿Qué quiere decir?
– Si la criada hubiera intentado acusar a Bonjour de conducta impropia, creo que la pobre no hubiera terminado bien a manos de mademoiselle. Desde luego que es cosa sabia salvar vidas siempre que sea posible.
Reflexioné un momento sobre mi ingenua valoración de la situación.
– ¿Adonde iremos ahora, monsieur?
Señaló mi cuaderno de notas.
– A leer, claro.
Pero un nuevo obstáculo nos aguardaba. Mientras estuvimos ocupados, llegó a Glen Eliza mi tía abuela. Su propósito no encerraba ningún misterio: le habían llegado noticias de mi regreso a Baltimore, y venía a comprobar por qué no me había casado aún tras mi comentado traspié. Mantenía una larga amistad con la tía de Hattie Blum (¡una conspiración de aquellos personajes!) y debieron llegar a sus oídos retazos extravagantes de medias verdades acerca de que otra mujer era la explicación de mi conducta.
Hasta casi dos horas después de nuestro regreso a casa no me enteré de su presencia. Tras nuestras tareas en casa de Snodgrass, nos entretuvimos en el ateneo para comparar algunos de los datos que habíamos descubierto con artículos de prensa. En Glen Eliza proseguimos una delicada conversación sobre los diversos hallazgos efectuados. Como Duponte y yo estábamos poniendo en orden los datos reunidos en casa de Snodgrass, di órdenes tajantes de que no se nos interrumpiera. En la mesa de la biblioteca el montón de papeles había aumentado de grosor, con periódicos, listas y notas, por lo que permanecimos en la muy espaciosa sala de estar, que ocupaba más de la mitad del segundo piso de la casa. Al cabo de un buen rato, ya al atardecer, fui a consultar algo al otro lado de la casa, cuando me detuvo Daphne, la mejor de mis doncellas.
– No puede entrar, señor -dijo.
– ¿Que no puedo entrar en mi biblioteca? ¿Y por qué?
– La señora insiste en que no la molesten, señor.
Obedientemente, solté el pomo de la puerta.
– ¿La señora? ¿Qué señora?
– Su tía. Ha llegado a Glen Eliza con su equipaje durante su ausencia, señor. Estaba muy fatigada a causa del viaje, ha pasado un frío horroroso y los mozos del tren casi le pierden los bultos.
Quedé confuso.
– He estado en la sala y no me he enterado de eso. ¿Por qué no me lo dijeron?
– Usted llegó a toda prisa y, aun antes de poner pie en la puerta de la calle, usted ordenó que no se le molestara. ¿No fue así, señor?
– He de saludarla como es debido -dije, arreglándome la chalina y alisándome el chaleco.
– Está bien, pero entre sin ruido; ella necesita mucho silencio para aliviarse de la jaqueca que padece, señor. Estoy segura de que le desagradó mucho la otra interrupción.
– ¿Qué otra interrupción, Daphne?
Entonces recordé que, no más de media hora antes, Duponte había ido en busca de un libro que, según recordaba, estaba en la biblioteca. Seguro que mi fiel sirvienta también había advertido a Duponte de las órdenes rigurosas dadas por mi tía abuela.
– ¡El caballero se negó a escucharme! Entró directamente…
Daphne se explicó con acalorada desaprobación y con una fresca evocación de sus aprensiones a propósito de Duponte.
Pensé en el encuentro de Duponte y la tía Blum unas semanas antes, e imaginé la reacción de mi tía abuela ante una conversación similar, y eso me producía un latido en la cabeza. Ahora recapacité sobre mi deseo de saludarla, especialmente dado el probable humor de una mujer de edad avanzada, como ella, después del retraso del tren y del encuentro con monsieur Duponte. Regresé, pues, a la sala de estar. La presencia de la tía abuela representaba una interrupción no pequeña. Claro que no podía adivinar la influencia que la anciana podía tener, en última instancia, en todo aquello.
El siguiente recuerdo vivido que tengo de aquella noche fue cuando me desperté. Había caído en un incómodo sueño en uno de los largos sofás de la sala de estar. Los papeles que estuve revisando estaban desparramados por la alfombra. Hacía aproximadamente una hora que había anochecido, y Glen Eliza estaba sumida en un misterioso silencio. Al parecer, Duponte se había retirado a sus habitaciones, en el tercer piso. Un ruidoso golpe me sacudió y me agudizó la conciencia. El viento soplaba a través de las largas cortinas, y una sensación de gran ansiedad revoloteó dentro de mi estómago.
Los pasillos de aquella parte de la casa estaban desiertos. Recordando a mi tía abuela, ascendí por la escalera, en plena corriente de aire, y pasé, deslizándome, ante las habitaciones donde la habrían instalado los sirvientes, pero encontré la puerta abierta y la cama hecha. Me encaminé de nuevo a la biblioteca, empujé la puerta sin hacer ruido y penetré en la habitación débilmente iluminada.
– Tía abuela Clark -dije suavemente-. Espero que no sigas despierta, después de este día tan difícil.
La habitación estaba desocupada, pero se había producido una perturbación en ella. Había sido saqueada, con papeles tirados y libros desparramados por toda la pieza. No había rastro visible de la anciana. En el pasillo vi una figura envuelta en una capa oscura, que pasó a la carrera. Fui tras la sombra de aquella figura atravesando las amplias estancias de Glen Eliza, hasta que se lanzó por una ventana abierta próxima a la cocina, en el primer piso, y echó a correr por un sendero en dirección a la zona arbolada, detrás de la casa.
– ¡Al ladrón! -grité-. Tía -murmuré para mí, presa de un súbito temor.
Siguiendo la pequeña depresión que discurría a lo largo de la casa en dirección a la calzada de grava, el ladrón frenó su avance para decidir qué camino tomar, quedando en posición enteramente vulnerable. Caí sobre él y lo derribé, dando un gran salto y emitiendo un gruñido.
– ¡De aquí no pasas! -grité.
Caímos juntos formando un ovillo y volví su cuerpo para verle la cara, atenazándolo por la muñeca y pugnando por apartar la capucha de su capa de terciopelo. Pero no era un hombre.
– ¡Usted! ¡Cómo! ¿Qué ha hecho con mi tía abuela Clark? -le pregunté. Luego me percaté de mi propia estupidez-. ¿Fue usted todo el tiempo, mademoiselle? ¿Mi tía no ha venido?
– Quizá vendría si usted le escribiera con más frecuencia -replicó Bonjour como regañándome-. Tengo la seguridad de que en su biblioteca hay lecturas mucho más interesantes, rastreadas por el maestro Duponte, que en todos los cuentos de su monsieur Poe.
– ¡Cuando nos marchamos de casa de Snodgrass la vimos que seguía allí!
Luego recordé nuestra parada en el ateneo.
– Yo soy más rápida. Ése es su defecto: siempre duda. No se enfade, monsieur Quentin. Ahora estamos en igualdad de condiciones. Usted y su maestro deseaban entrar en mi territorio, la casa de los Snodgrass, y ahora yo he entrado en el de ustedes. Todo queda en familia.
Hizo una leve contorsión sin que yo aflojara mi presa, como me ocurrió a mí en las fortificaciones de París cuando los papeles estaban cambiados. El terciopelo de su capa y la seda de su vestido crujían al frotarse con mi camisa. La solté rápidamente.
– Usted sabía que yo no podía dar parte a la policía. Entonces, ¿por qué echó a correr?
– Me gusta verlo correr. No es lento, ¿sabe, monsieur?, sin un sombrero que le estorbe.
Pasó su mano por mi cabello y jugueteó con él. Mi corazón se puso a latir desacompasadamente y me levanté de un salto, deshaciendo nuestra postura ovillada en el suelo.
– ¡Cielos! -exclamé mirando adelante, hacia la calle.
– ¿Eso es todo lo que se le ocurre? -comentó Bonjour riendo.
Había un pequeño vehículo aguardando en la parte alta de la calle. Hattie permanecía de pie, tranquilamente, frente a él. No supe cuándo había llegado, y no era capaz de imaginar lo que pensaría de lo que había presenciado.
– Quentin -dijo, dando un cauteloso paso adelante. Su voz era insegura-. He pedido a uno de los mozos de cuadra que me trajera. He conseguido salir pocas veces, pero hasta ahora no lo había encontrado en casa.
– Yo sí he salido mucho -respondí estúpidamente.
– Pensé que la caída de la noche nos brindaría la ocasión de vernos en privado. -Echó una mirada a Bonjour, que se demoraba sobre la fría hierba, hasta que se levantó de un salto-. ¿Quién es, Quentin?
– Es Bon… -Me detuve al comprender que su nombre sonaría como una invención extravagante por mi parte-. Una visitante de París.
– ¿Conoció a esa joven en París y ahora ha venido a visitarlo?
– No a verme a mí en concreto, señorita Hattie -puntualicé.
– O sea que está usted enamorado, monsieur Quentin. ¡Es hermosa! -dijo Bonjour, que movió la cabeza y se inclinó como para observar una carnada de gatitos recién nacidos.
Hattie vaciló ante la atención que le dispensaba aquella extraña y se ajustó el mantón.
– Dígame, ¿cómo le soltó la pregunta importante? -dijo Bonjour dirigiéndose a Hattie.
– ¡Por favor, Bonjour!
Cuando volví la espalda a Hattie para amonestar a Bonjour, Hattie montó en su coche y ordenó arrancar.
– ¡Hattie, espere! -exclamé.
– Debo regresar a casa, Quentin.
Seguí el coche y llamé a Hattie antes de que aumentara la distancia entre nosotros al internarse en el bosque. Cuando regresé a Glen Eliza, Bonjour también había desaparecido, y me quedé solo.
A la mañana siguiente, reprendí enérgicamente a la criada que habla encubierto el engaño de Bonjour.
– ¡No me diga, Daphne, que realmente creyó que esa joven, que apenas tendría edad para ser mi esposa, era mi tía abuela!
– Yo no dije tía abuela, señor, sino tía a secas, que es lo que ella me dijo. Llevaba mantón y un sombrero precioso, señor, así que no pude apreciar su edad. El otro caballero tampoco le hizo preguntas al respecto cuando entró allí. Además, señor, en las familias numerosas uno puede tener muchas tías de todas las edades. Yo conozco a uní chica de veintidós años cuya tía no llega a los tres.
Dirigí mi atención al punto más notable de lo que me dijo: Duponte. Era posible que en medio de su inquebrantable concentración) y con las vidrieras emplomadas de la biblioteca, que en pleno día amortiguaban la luz, tan sólo hubiera identificado una figura femenina sentada a la mesa, cuando fue en busca de su libro. Pero esto parecía improbable. Me enfrenté a Duponte a propósito de este asunto. Yo no podía contener mi ira.
– ¡El barón tiene ahora casi la mitad, si no más, de la información que he reunido! Monsieur, ¿es que no se dio cuenta de que Bonjour estaba delante mismo de usted cuando entró ayer en la biblioteca?
– No soy ciego -replicó-. ¡Y menos para ver a una muchacha tan hermosa! La habitación es oscura, pero no tanto. La vi perfectamente.
– ¡Por Dios! ¿Y por qué no me llamó? ¡La situación ha empeorado mucho!
– ¿La situación? -repitió Duponte, quizá presintiendo que la causa de que estuviera frenético iba más allá del hecho de que Bonjour se hubiera inmiscuido en nuestra investigación del caso.
En efecto, llegaba a preguntarme si podría volver a ver los ojos de Hattie.
– Todos los datos que habíamos reunido y que ellos no tenían -dije en un tono más tranquilo, pero con decisión.
– Ah, nada de eso, monsieur Clark. Nuestro conocimiento de los hechos que rodearon el momento de la muerte de monsieur Poe sólo depende en muy pequeña parte de los detalles y los hechos, que constituyen la sangre de los periódicos. Pero ése no es el núcleo de nuestro conocimiento. No me interprete mal: los detalles son elementales, y a veces fatigosos de obtener, pero en sí mismos no arrojan luz sobre el asunto. Uno puede saber cómo leerlos adecuadamente para determinar el grado de verdad que contienen… y la lectura que hace de ellos el barón Dupin no tiene nada que ver con la nuestra. Si le preocupa que demos al barón alguna ventaja sobre nosotros, deje de inquietarse, pues sucede lo contrario de lo que usted cree. Si su lectura es incorrecta, cuantos más detalles deba leer, más atrás lo dejaremos nosotros.
Muy señor mío: Hay un caballero extremadamente fatigado en Ryan's, colegio electoral del Distrito Cuarto, que dice llamarse Edgar A, Poe, el cual parece hallarse en una situación de grave apuro y que dice conocerlo. Le aseguro que tiene necesidad de ayuda inmediata.
Un tipógrafo local llamado Walker había firmado esta nota, tan urgentemente garabateada que el lápiz casi había agujereado el papel, de calidad ordinaria. Llevaba la fecha 3 de octubre de 1849, e iba dirigida al doctor Joseph Snodgrass, quien vivía cerca del Ryan's. Este local, el día en que fue encontrado Poe, acogía un colegio electoral con motivo de los comicios para renovar el Congreso y los órganos del estado.
Pocos días después de que Duponte y yo penetráramos en el estudio del doctor Snodgrass, y de que Hattie quedara aturdida al verme abrazado a otra mujer, el barón Dupin acudió de nuevo a visitar a Snodgrass.
Yo había estado vigilando al barón cuando de repente lo vi ocioso en una esquina de la calle Baltimore, como si hubiera olvidado que tenía algún quehacer en el mundo. Yo estaba al otro lado de la calle, sin destacar entre la multitud que se dirigía a hoteles y restaurantes para cenar y entre los grandes cestos en equilibrio sobre las cabezas de obreros y esclavos. Después dé un tiempo que pareció eterno, con el barón aguardando algo, me distrajo el rumor de un coche que, de repente, torció hacia un lado, cerca de donde yo estaba.
Desde el interior del carruaje, oí una voz:
– ¿Qué está haciendo? ¡Cochero! ¿Por qué se detiene aquí?
Me aseguré de que el barón no se había movido de sitio y decidí investigar la identidad del molesto pasajero. Cuando me aproximé al carruaje, me quedé paralizado. Lo reconocí al instante como uno de los hombres que vi asistir al entierro en el cementerio de Greene y Fayette. Aquel día estaba inquieto, apoyándose alternativamente en uno y otro pie durante el sepelio de Edgar Poe.
– ¿Me oye, cochero? -continuaba quejándose-. ¡Cochero!
He aquí que por algún extraño designio del universo, el asistente al entierro había abandonado aquel oscuro escenario de sueños, aquel lugar de niebla y barro, y se dirigía derecho a mí en este claro día. Tras mis encuentros con Neilson Poe y con Henry Herring, ahora daba con el tercero de los acompañantes. Sólo me faltaba el cuarto. Collins Lee, un compañero de clase de Poe en la universidad, el cual, según supe recientemente, había sido nombrado fiscal de distrito.
Me acerqué al lateral del coche. Pero el hombre se había inclinado hacia el otro lado, chillándole al cochero y afanándose con la manija para abrir la portezuela. Estuve a punto de hablar, de llamar su atención a través de la ventanilla, cuando la portezuela se abrió.
– ¡No, doctor Snodgrass! -bramó una voz.
Me aparté de la ventanilla y me oculté cerca de los caballos.
Era la voz del barón Dupin.
– Otra vez usted -dijo Snodgrass desdeñosamente, apeándose-. ¿Qué está haciendo aquí?
– Nada en absoluto -dijo el barón inocentemente-. ¿Y usted?
– Señor, le ruego que se vaya. Tengo otra cita. Y ese bribón de cochero…
Inclinándome para ver mejor, descubrí a Newman, el esclavo de piel clara del barón, sentado en el pescante, y comprendí. El barón no permanecía ocioso al otro lado de la calle; aguardaba a que le llevaran hasta allí al hombre. Sin duda había colocado a Newman en un lugar donde sabía que Snodgrass iría a buscar un coche de alquiler. La primera vez que, de manera furtiva, escuché hablar a Snodgrass con el barón, sólo vi el rostro del primero oblicuamente. Ahora el barón sacó de su abrigo la nota de Walker. Las pocas frases escritas por éste el día en que Poe fue hallado y transcritas más arriba. Se la mostró a Snodgrass.
Snodgrass se quedó atónito.
– ¿Quién es usted? -preguntó.
– Usted intervino aquel día -dijo el barón- para procurar bienestar al señor Poe. Si así lo decido, esta nota podría aparecer impresa en los periódicos como prueba de que usted se responsabilizó de él. Algunas personas poco informadas darán por supuesto que usted ocultaba algo, tanto por el hecho de no entrar honradamente en más detalles como, lo que es peor, por enviar al señor Poe solo al hospital.
– ¡Qué disparate! ¿Quién se creería tal cosa? -preguntó Snodgrass.
El barón rió de buena gana.
– Eso es precisamente lo que yo les diré a los periódicos.
Snodgrass dudó, basculando entre el desdén y la ira.
– ¿Acaso entró usted en mi casa, señor? Si usted robó esto, señor…
Ahora Bonjour se situó al lado del barón.
– ¡Usted, Tess! -Ése había sido el nombre que Bonjour adoptó en casa de Snodgrass-. ¡Mi doncella! -Esta vez Snodgrass no pudo evitar optar por la ira-. ¡Ahora mismo daré parte a la policía!
– Quizá pueda presentar la prueba de una pequeña sustracción, pero también hay pruebas… Bueno, no sé si debería mencionarlo-dijo el barón, llevándose un dedo a los labios, como conteniéndose-. Sí, debería mencionar que tenía usted otros papeles personales que hemos encontrado sobre… Oh, el público y todas sus benditas comisiones, sociedades, etcétera, estarían interesadísimos si nosotros diéramos a conocer… Pero tú no crees que lo hagamos…, ¿verdad, Tess, querida?
– ¡Chantaje!
Snodgrass se contuvo de nuevo, indignado pero también sumido en la duda.
– Convengo en que es un asunto desagradable -dijo el barón haciendo un gesto de rechazo-. Pero volvamos a Poe. Como ve, eso es lo que realmente nos interesa. Si el público conoce su historia… y cree que usted trató de salvarle la vida… todo será diferente. Pero nosotros tenemos que conocer primero su relato.
El barón Dupin poseía el talento de pasar sin esfuerzo de la ofensa a los mimos. Había ejecutado la misma danza con el doctor Moran en el hospital donde murió Poe.
– Ahora venga. Monte de nuevo en el coche, doctor, y vamos a hacer una visita a Ryan's.
Al menos eso es lo que imaginé que dijo luego el barón, mientras el derrotado Snodgrass meditaba una respuesta, pues yo ya me había desplazado para encontrar un lugar discreto donde esperarlos en la taberna, sabiendo que era allí adonde se dirigían.
– Una vez que hube recibido esa carta del señor Walker, me dirigí a este garito (porque llamarle taberna sería dignificarlo) y sin duda -continuó Snodgrass mientras acompañaba al barón al interior- él estaba allí.
Me senté a una mesa, en un lugar del local, oscuro y lóbrego a causa de la sombra de la escalera que conducía a las habitaciones de alquiler, ocupadas a menudo por clientes que no estaban lo bastante sobrios para encontrar el camino a su casa.
– ¡Poe! -exclamó el barón.
Snodgrass se acomodó en un sucio sillón.
– Sí, se sentó aquí, con la cabeza caída hacia delante. Se hallaba en un estado que describía con muchísima fidelidad la nota del señor Walker… la cual, por cierto, ustedes no tenían por qué leer.
El barón se limitó a sonreír ante esta recriminación. Snodgrass prosiguió, abatido:
– Era tan distinto del caballero que yo conocía, pulcramente vestido, vivaz, que apenas lo hubiera diferenciado de la multitud de borrachos que, con ocasión de las elecciones, se habían reunido aquí.
– ¿Todo el local funcionaba como colegio electoral aquella noche? -preguntó el barón.
– Sí, y para todo el distrito. Recuerdo muy bien lo que vi. El rostro de Poe estaba macilento, por no decir abotagado -dijo Snodgrass, sin parar mientes en lo contradictorio de los adjetivos-. Iba sin lavar, desgreñado, y su aspecto físico, en conjunto, resultaba repulsivo. Su frente era magníficamente despejada, y sus ojos grandes y dulces, aunque espirituales, ahora carecían de brillo y su mirada era vaga.
– ¿Pudo fijarse bien en su ropa?
El barón garabateaba notas en su cuaderno con la rapidez de un tren. Snodgrass parecía trastornado por su propia memoria.
– Me temo que no había nada bueno en que fijarse. Llevaba un sombrero de hoja de palma mohoso, casi sin ala, andrajoso, sin cinta. Una chaqueta de alpaca negra, delgada y de mala calidad, con varias costuras descosidas, descolorida y sucia, y unos pantalones de estambre, de color marengo, de rayas, bastante gastados y que no eran de su talla. No llevaba chaleco ni corbata, y la pechera de la camisa estaba arrugada y manchada. Si no recuerdo mal, calzaba unas botas de material ordinario, con aspecto de no haber sido lustradas desde hacía mucho tiempo.
– ¿Cómo actuó usted, doctor Snodgrass?
– Sabía que Poe tenía varios parientes en Baltimore. Así que en seguida mandé reservar una habitación para él. Fui con un camarero arriba y, después de elegir una estancia adecuada, regresé al bar para trasladar al huésped, a fin de que pudiera permanecer cómodo hasta que yo diera aviso a sus parientes.
Se adelantaron hacia la escalera. Snodgrass señaló la habitación que había elegido, en el otro extremo de ésta. Sentado a mi mesa, hice lo posible para confundirme en la oscuridad.
– Así pues, usted escogió la habitación del señor Poe y mandó avisar a sus parientes.
– Sucedió algo extraño. No tuve necesidad de hacerlo. Cuando bajé de nuevo, me encontré con el señor Henry Herring, pariente político de Poe.
– ¿Antes de que usted lo llamara? -preguntó el barón.
El detalle también me pareció extraño, y me esforcé en oír la respuesta de Snodgrass.
– Así es. Él estaba aquí… tal vez con otro de los parientes de Poe; no puedo recordarlo.
Había otra particularidad. Neilson Poe me dijo que se enteró de la situación de Edgar cuando éste se hallaba ya en el hospital. Si había otro pariente junto con Henry Herring y no era Neilson, ¿quién era? Snodgrass prosiguió:
– Le pregunté al señor Herring si deseaba llevarse a su pariente a su casa, pero se negó en redondo. «En ocasiones anteriores, estando borracho, Poe se mostró muy ofensivo y desagradable», me explicó el señor Herring. Sugirió que un hospital era un lugar más adecuado que un hotel. Mandamos a un mensajero por un coche para trasladarlo al hospital universitario Washington.
– ¿Quién acompañó al señor Poe al hospital?
Snodgrass bajó la vista, incómodo.
– O sea que mandó a su amigo solo allí -dijo el barón.
– No podía permanecer sentado, ¿sabe?, y en el coche no quedaba sitio una vez echado a lo largo de los asientos. ¡No podía ni andar! Lo transportamos como si fuera un cuerpo muerto, y lo montamos en el carruaje. Se nos resistió y murmuraba, pero nada inteligible. Por entonces no creímos que su enfermedad fuera fatal. Por desgracia estaba embotado por la bebida, que lo torturó hasta el final.
Snodgrass suspiró. Yo ya sabía lo que el doctor sentía por la supuesta adicción de Poe a la bebida. Entre los papeles de su estudio, Duponte había hallado algunos versos sobre el tema de la muerte de Poe. «¡Oh! Fue una escena triste de presenciar» contenía estos versos de Snodgrass:
Tu orgulloso corazón joven y tu noble cerebro
se precipitaron en la corriente demoníaca; tu mente
ya no era apta para el esfuerzo
del pensamiento melodioso y sublime.
– Así fue la muerte de Poe -concluyó ahora Snodgrass hoscamente, dirigiéndose al barón-. Espero que esté usted satisfecho y no se empeñe en proyectar más luz sobre el pecado de Poe. Sus fallos ya se han lamentado bastante en público, y yo he hecho cuanto he podido para no hablar más de ello.
– A ese respecto, doctor, no tiene por qué preocuparse -le dijo el barón-. Poe no bebió nada.
– ¡Cómo! ¿Qué quiere decir? No me cabe ninguna duda. Fue un exceso, señor, lo que mató a Poe. Su enfermedad era mania a potu; incluso los periódicos han informado de ello. Yo conozco los hechos.
– Usted fue testigo de los hechos -dijo el barón con una sonrisa- y los conoce, pero me temo que no conoce la verdad. -El barón Dupin impuso silencio a Snodgrass con un gesto-. No necesita molestarse en defenderse, doctor Snodgrass. Usted hizo cuanto pudo. Pero no fue usted, señor, ni tampoco adicción alguna al alcohol lo que consumó la caída de Poe. Aquel día actuaban fuerzas muchísimo más diabólicas en contra del poeta. Y él está todavía por rehabilitar.
El discurso del barón iba dirigido ahora más a sí mismo que a Snodgrass. Pero éste agitaba la mano en el aire como si hubiera recibido el peor insulto.
– Señor, yo soy un experto en ese campo. ¡Soy dirigente de las comisiones a favor de la templanza de Baltimore! Conozco a un… a un… borracho, ¿no?, cuando me lo encuentro delante. ¿Qué intenta usted hacer? Ya puestos, ¡podría usted tratar de asaltar los cielos!
El barón repitió las palabras despacio, como cerrando un círculo, con las ventanas de la nariz dilatadas como los ollares de un caballo de guerra.
– Edgar Poe debe ser rehabilitado.
«Poe no había bebido nada», dijo el barón, y la bebida no fue la causa de su muerte, tal como informó la prensa.
Estaba frente a Duponte, ahora en mi biblioteca, sentado en el borde de la silla.
Naturalmente, yo no quería parecer demasiado complacido por la conversación del barón con Snodgrass, pues no era mi propósito elogiarlo más de la cuenta. Después de todo, él era nuestro principal rival y obstáculo.
– ¡Vaya cara que puso el doctor Snodgrass! -continué como de pasada-. Dupin hubiera podido darle un directo en la mandíbula. -Me eché a reír-. Snodgrass, ese falso amigo, lo merecía, si alguien me lo hubiera preguntado.
Un pensamiento extraño me vino a la mente. O, en realidad, una pregunta. En los cuentos de Poe ¿había sugerencias, me interrogué a mí mismo, de que C. Auguste Dupin había sido abogado? No pude responderme. La pregunta repiqueteaba en mi cabeza sin que pudiera rechazarla.
– ¿Y nada más?
– ¿Qué? -dije sobresaltado, al darme cuenta de que se había producido un embarazoso silencio.
– ¿Ha observado algo más hoy, monsieur? -preguntó Duponte, empujando hacia atrás su silla hasta medio camino del escritorio de los periódicos.
Le conté los otros puntos de interés, en particular la súbita e inexplicable presencia de Henry Herring en el Ryan's, antes de que Snodgrass tuviera oportunidad de llamarlo, y las detalladas descripciones del desastrado atuendo de Poe. Cuidé incluso de no volver a pronunciar el nombre del barón Dupin, tanto por mí mismo corno por Duponte.
– ¡Neilson Poe, Herring! ¡Y ahora Snodgrass! -exclamé con desagrado.
– ¿Qué quiere decir, monsieur? -preguntó Duponte.
– Ambos asistieron al entierro de Poe; eran, pues, hombres encargados de honrarlo. En lugar de eso, Snodgrass presenta una visión de Poe como un borracho. Neilson Poe no emprende acción alguna para defender el nombre de su primo. Henry Herring llega rápidamente al Ryan's, antes incluso de ser llamado por Snodgrass, sólo para mandar a su pariente, solo, al hospital en un coche de alquiler.
Duponte se pasó pensativamente una mano por la barbilla, chasqueó la lengua y luego giró en su silla, de modo que me dio la espalda.
Por entonces, había empezado a desarrollarse con fuerza en mi mente la idea de que, al estimular mi papel de espía, Duponte se habla propuesto sobre todo mantenerme ocupado. Después de la perturbadora entrevista consignada más atrás, apenas hablé con él salvo para informarle de detalles de mis últimos hallazgos, que él solía recibir con complaciente indiferencia. Algunas noches, si él ya se había retirado cuando yo regresaba a Glen Eliza, le dejaba una concisa nota en la que le explicaba lo observado aquel día. Por lo demás, yo no podía olvidar su sombrío desinterés cuando supo que la jugada de Bonjour había conducido al grave malentendido entre Hattie y yo frente a Glen Eliza. Supongo que Duponte se percató de la frialdad de mi conducta, pero nunca hizo comentario alguno al respecto.
Un día, tras el desayuno, dije:
– Estoy pensando en mandar una carta a aquel periódico antialcohólico de Nueva York que aseguraba estar al tanto de los excesos de Poe. Le he dado muchas vueltas. Alguien debería pedirle que hiciera público el nombre del supuesto testigo.
Al principio, Duponte se abstuvo de replicar. Finalmente levantó la vista, como envuelto en una nube de confusión.
– ¿Qué piensa del artículo de esa publicación de la liga de la templanza, monsieur Duponte?
– Pues que es una publicación de la liga de la templanza. Su deseo manifiesto es la eliminación universal del consumo de bebidas alcohólicas, pero esa gente tiene una necesidad distinta y, de hecho, de lo más contradictorio, monsieur: un repertorio de personas notorias en el que apoyarse, arruinadas por la bebida, para demostrar a sus lectores por qué su publicación en pro de la templanza debe seguir existiendo. Poe se ha convertido en una de aquellas personas.
– Así pues, ¿usted no cree que el testigo de la revista sea real?
– Dudoso.
Esto levantó mis esperanzas y, por un instante, restauró del todo mi buena relación con mi compañero.
– Y usted está convencido, monsieur, de que podríamos usar ese argumento para desmentir lo que se dice en la publicación. Pero ¿podemos probar que Poe no bebió estando allí?
– Nunca he dicho que creyera que no bebió.
No pude responderle, pues me sumí en un ensimismamiento momentáneo. No hacía una afirmación rotunda, pero yo temí haber entendido demasiado bien que sostenía exactamente lo contrario de lo que manifestara el barón en el Ryan's. Mis pensamientos se desplazaron a otro tema… No quería oírlo…
– En realidad -me dijo Duponte, preparándome para confirmar mis temores-, casi seguro que bebió.
¿Lo había oído bien? ¿Había recorrido Duponte todo aquel camino sólo para confirmar la condena de Poe?
– Ahora, hábleme de las suscripciones que el barón ha estado reuniendo… -dijo.
En el torbellino en que me hallaba inmerso, di por bueno cualquier otro tema de conversación. El barón Dupin continuaba amasando una fortuna gracias a las suscripciones que lograba en Baltimore y sus alrededores. Sólo en una taberna especializada en ostras había recibido gozosamente el pago de doce compañeros impacientes. El propietario, fastidiado por las interrupciones del francés, me explicó lo esencial de sus visitas. «¡Dentro de dos semanas, buena gente -anunció el barón-, escucharán el primer relato verdadero de la muerte de Poe!» Una vez añadió, dirigiéndose a Bonjour: «Cuando se enteren de mis éxitos en París, entonces, entonces…» Su comentario se desvaneció ahí. Para la hambrienta imaginación del barón Dupin, aquel éxito le abría todas las posibilidades…
Pocos días más tarde, el barón Dupin se mostró un tanto contrariado en el salón de su hotel. Más tarde, soborné a un mozo que estaba allí cerca y le pregunté qué se había comentado. Dijo que el barón Dupin llamó a su chico de color y resultó que se había ido. Después de muchos cuchicheos y mucha agitación, se descubrió a través de las autoridades civiles que Newman había sido manumitido. El barón comprendió que era víctima de una impostura ¡y por quién! Y se echó a reír.
– ¿De qué te ríes?
– Querida -le respondió a Bonjour-, de que yo debería ser más listo que todo eso. Desde luego que lo han liberado.
– ¿Quieres decir que lo ha hecho Duponte? Pero ¿cómo?
– Tú no conoces a Duponte. Deberías conocerlo mejor.
Sonreí ante aquel testimonio de la frustración del barón.
Siguiendo instrucciones de Duponte, el día anterior di con el nombre del amo de Newman. Era un deudor que precisaba fondos rápidamente, y por eso había acordado con el barón alquilarle a Newman por tiempo indefinido. Ignoraba la promesa hecha a Newman por el barón de comprar su libertad. También quedó consternado al enterarse de que Newman no había ido a trabajar para «una reducida familia», tal como se le había anunciado. El amo de Newman se puso furioso cuando le descubrí el engaño. Pero no tan furioso, sin embargó, como para rechazarme el cheque con el que aseguraba la libertad del esclavo. Debido a mi práctica legal, yo tenía amplia experiencia en tratar con personas con cuantiosas deudas, de tal manera que ni ofendía su propia estima ni pasaba por alto sus perentorias necesidades.
Incluso escolté al joven a la estación, de donde partió hacia Boston. Cuando se manumitía a un esclavo, estaba establecido que abandonara con rapidez el estado, a fin de que no influyera negativamente sobre los negros que seguían siendo esclavos. Newman rebosaba alegría mientras caminábamos, pero parecía preocupado, como si el suelo pudiera hundirse bajo sus pies antes de que estuviera seguro fuera del estado. No andaba errado. Cuando nos faltaban unos pocos metros para llegar a la estación, llegó hasta nosotros un gran estruendo, y la calle quedó despejada de peatones, incluidos nosotros.
Se acercaban tres ómnibus repletos de negros, hombres, mujeres y niños. Detrás de estos vehículos iban varios jinetes. Reconocí a uno, alto y de cabellos plateados, como Hope Slatter, el más poderoso de los traficantes de esclavos de la ciudad o comerciantes de niggers. La práctica de los mayores traficantes en Baltimore consistía en encerrar a los esclavos que adquirían a los vendedores en sus prisiones privadas, por lo general un ala de sus propios domicilios, hasta que podía llenarse suficientemente un barco que mereciera el dispendio de trasladar el cargamento a Nueva Orleans, el eje de la trata meridional. Slatter y sus ayudantes se dirigían ahora al puerto con una docena de esclavos, aproximadamente, en cada ómnibus.
Junto a los costados de los ómnibus iban otros negros, amontonándose para alcanzar con sus manos las ventanillas de los ómnibus, y luego correr con ellos para tocar o hablar a los ocupantes por última vez. No pude determinar si los lamentos salían de dentro o de fuera de los vehículos. Desde el interior de uno de ellos se dejó oír una voz que chillaba histéricamente, lo bastante alto como para que llegara a todo el mundo. Era de una mujer que trataba de aclarar que había sido vendida a Slatter por su amo con la condición expresa de que no sería separada de su familia, que era lo que ahora estaba ocurriendo.
Aparté a Newman de esta escena, pero quedó peligrosamente paralizado al verla, quizá la última de esta clase que presenciaba antes de trasladarse al norte.
El traficante de esclavos y sus ayudantes levantaron las fustas y advirtieron a los que rodeaban los vehículos que no obstaculizaran su avance. Un hombre se había encaramado hasta una de las ventanillas de un ómnibus y se mantenía colgado de ella, llamando a su esposa, a la que no podía distinguir. Ella se abrió paso entre los demás esclavos del ómnibus para alcanzar la ventanilla.
Al advertirlo, Slatter espoleó su caballo desde el otro lado.
– ¡No sigas! -advirtió al hombre.
El otro lo ignoró, y consiguió introducirse lo bastante para abrazar a su mujer.
Slatter se acercó blandiendo la fusta, bien sujeta por la correa a la muñeca, y golpeó con ella al hombre en la espalda y luego en el estómago, dejándolo en el suelo presa de convulsiones.
– ¡Largo, perro, antes de que mande que te detengan! ¡No te gustaría lo que vendría después!
Mientras Slatter espoleaba su caballo para alejarse del caído, su mirada se desplazó hasta donde yo estaba; mejor dicho, hasta el joven negro que me acompañaba.
– ¿Quién es ése? -preguntó sombríamente, desde lo alto de su silla de montar, aproximándose a nosotros y señalando con su fusta a Newman.
A Newman los labios empezaron a temblarle terriblemente; trató de hablar pero no lo logró. Esperé que aquel hombre se limitara a continuar con su horrible tarea, pero no fue así.
Señaló con la fusta la boca de Newman y luego el conjunto de su cuerpo, como si estuviera dando una clase en una facultad de medicina.
– Eres un negro prometedor. Boca fina, buena dentadura en general, y al parecer sin huesos rotos. Apuesto a que sería un buen cochero o camarero, si se mostrara cuidadoso y honrado. -Y dirigiéndose a mí-: Podría venderlo al menos por seiscientos dólares, con una comisión para mí, amigo.
– Yo no soy su dueño -repliqué-. No está en venta.
– ¿Es acaso su hijo bastardo? -dijo en tono sarcástico.
– Yo soy Quentin Clark, abogado en esta ciudad. Este joven que ve está manumitido.
– Soy un hombre libre, jefe -dijo finalmente Newman, en un leve susurro.
– ¿Ah? -exclamó Slatter pensativo, volviendo su caballo y observando de nuevo a Newman-. Pues veamos tus certificados.
Ante esto, Newman, que había recibido toda su documentación aquella misma mañana, se limitó a temblar y tartamudear.
– Pues vamos.
Slatter le dio a Newman en el hombro con la fusta.
– ¡Déjelo! -exclamé-. Yo mismo lo he liberado. Es un hombre aún más libre que usted, señor Slatter, porque sabe lo que significa no serlo.
Slatter estaba a punto de golpear con más fuerza a Newman en el hombro, cuando yo levanté mi bastón y lo evité.
– Dígame, señor Slatter. Me pregunto si, dado su interés por los papeles, le gustaría que las autoridades inspeccionaran los esclavos que lleva en los ómnibus y se aseguraran de que todos se venden de acuerdo con sus documentos personales.
Slatter me dirigió una sonrisa siniestra. Retiró su fusta con un gesto cortés y, sin dirigirnos una sola palabra más, espoleó su caballo para alcanzar el convoy de vehículos que se dirigía al puerto. Newman respiraba agitadamente.
– ¿Por qué no le enseñó los papeles? -le pregunté insistentemente-. ¿Es que no los lleva consigo?
Se señaló la cabeza, cubierta por un sombrero raído: había cosido los documentos en el ala. Newman contó entonces que muchos tratantes como Slatter que solicitaban inspeccionar los certificados de libertad, una vez los tenían en la mano, los rompían. Entonces ocultaban a los hombres y mujeres legalmente liberados en sus encierros hasta que los vendían como esclavos legales en otros estados, lejos de cualquier prueba en contra.
– Monsieur Duponte, debo hacerle ahora mismo una pregunta.
Dije esto después de una de las muchas cenas que recientemente tomábamos en silencio, en el amplio comedor rectangular de Glen Eliza.
Duponte asintió y yo proseguí.
– Cuando el barón pronuncie su conferencia sobre la muerte de Poe, podría tergiversar irrevocablemente la verdad. Quizá cuando haga su parlamento yo podría efectuar alguna maniobra fuera de la sala que le hiciera perder el hilo, ¡y usted subiría al estrado para revelar la verdad al público!
– No, monsieur -dijo Duponte negando con la cabeza-, No haremos nada de eso. Aquí hay más de lo que usted percibe.
Asentí tristemente, y ya no probé bocado. Aquél había sido mi experimento. Duponte había fracasado. Él continuó con su imperturbable silencio.
Yo estaba enteramente absorbido por mi actividad. Para mi manifiesta contrariedad, los zánganos que supervisaban algunas de las inversiones de mi padre se presentaron en la puerta y los despaché en seguida. No estaba para pensar en números e informes anuales.
«La carta robada»: la segunda parte de «Los crímenes de la calle Morgue». En esto estaba yo pensando, ensimismado. C. Auguste Dupin había descubierto la localización secreta de la carta robada por el ministro D…, escondida de la manera más ingeniosa, puesto que estaba ante los mismos ojos de todo el mundo. Era el aspecto común del lugar lo que desorientó a todos, menos a un hombre; El analista utiliza a un colaborador innominado para efectuar un disparo en la calle y provocar una conmoción. La maniobra de distracción del colaborador permite a C. Auguste Dupin recuperar la carta y colocar otra falsa en su lugar.
Cuento todo esto para resaltar una cuestión. C. Auguste Dupin confía aquí en su colaborador y, además, pone cada vez más confianza en la tarea de su fiel ayudante en toda la trilogía de Dupin, de Poe.
Pero Auguste Duponte, mi propio compañero, apenas otorgaba crédito a mi papel como colaborador, y con toda calma rechazaba mis numerosas ideas y sugerencias, tanto si se trataba de interrogar a Henry Reynolds, que me valió una burla por su parte, como mi última iniciativa de interrumpir la conferencia del barón. Este último, por su parte, en todo cuanto emprendía ¡constantemente optaba por recurrir a cómplices!
Estaba luego el hecho interesante de considerar el don del barón Dupin para los disfraces y las alteraciones. Cabía señalar una semejanza: que el Dupin literario utiliza gafas verdes como otra forma de embaucar a su brillante antagonista, el ministro D… en «La carta robada».
¿Y qué hay de la profesión de abogado del barón Dupin? En los últimos días yo había empezado a subrayar algunas líneas de la trilogía. De ciertos pasajes clave de «El misterio de Marie Rogét» se desprende, para el lector cuidadoso, que C. Auguste Dupin estaba hondamente familiarizado con la ley, quizá dando a entender su ejercicio de la abogacía en el pasado. Como el barón Dupin.
Luego está esa inicial, tan escasamente interesante para el ojo no avisado: C. Auguste Dupin. C. Dupin. ¿No podía recordar al lector un tal Claude Dupin? Y el personaje de Poe, el genial analista, ¿no es conocido, ya en el segundo cuento, con el dignificado título de «Chevalier»? Chevalier C. Auguste Dupin. Barón C. Dupin.
«¿Y qué hay de la fría afición por el dinero del barón Dupin?», me pregunté. ¡Pero, ay, recordemos que C. Auguste Dupin obtiene beneficio económico, y de la manera más deliberada, de sus habilidades en cada uno de los tres cuentos!
Por encima de todo, estaba el asunto del barón Claude Dupin enfrentado a Snodgrass, negando resueltamente la idea de que Poe expiró tras un desdichado exceso. Mientras tanto, aquel mismo día, en Glen Eliza, Auguste Duponte se pronunciaba a favor de aquella circunstancia vergonzosa. Su distraído comentario de que Poe había bebido, resonaba en mi mente una y otra vez hasta que me invadieron la amargura y el remordimiento. «Nunca debí decir que no había bebido.»
Fui consciente de las semillas de mi idea y permití que germinaran: que el barón Dupin, durante todo este tiempo, era el verdadero Dupin. ¿Y no le hubiera gustado a Poe aquel bribón divertido, filósofo y engañador, que tanto me había intrigado y atormentado? En una de las cartas que me dirigió, Poe escribió que los cuentos de Dupin eran ingeniosos no tanto por su método cuanto por su «aire de tener un método». ¿No comprendía el barón la importancia de la apariencia al imponer el temor a quienes lo rodeaban, en tanto Duponte los ignoraba y se aislaba de ellos sin finalidad alguna? Qué grande y extraño alivio me proporcionaron de pronto tales pensamientos. Durante todo el tiempo había estado errado.
Aunque ya era noche avanzada cuando esas ideas tomaron forma en mi mente, bajé por la escalera sin hacer ruido y me deslicé fuera de Glen Eliza. Media hora más tarde llegué a la habitación del hotel del barón Dupin y me quedé de pie ante la puerta. Respiraba hondo, demasiado hondo, y mi respiración era un eco de mis frenéticos pensamientos. Llamé, demasiado exaltado y temeroso para articular palabra. Al otro lado se dejaba oír una voz susurrante.
– Posiblemente me he equivocado -dije en voz baja-. Unas palabras, por favor; sólo unos momentos.
Miré atrás para asegurarme de que no me habían seguido^ La puerta de la habitación se abrió de golpe y yo di un paso adelante.
Sabía que iba a disponer de poco tiempo para exponer mi postura.
– ¡Por favor, barón Dupin! Creo que debemos hablar en seguida. Creo… sé que es usted el auténtico.
– ¡Barón! ¿Es que hay un auténtico barón alojado en este hotel?
Un hombre con barba espesa, con prendas de dormir y zapatillas permanecía en la puerta sosteniendo una vela.
– ¿No es ésta la habitación del barón Dupin?
– ¡Nosotros no lo hemos visto! -replicó el hombre, decepcionado, volviendo la cabeza, como si pudiera haber un barón en su edredón sin que él se hubiera dado cuenta-. Nosotros hemos llegado esta misma tarde de Filadelfia.
Murmuré mis excusas y regresé a toda prisa al vestíbulo y a la calle. El barón había vuelto a cambiar de hotel, y yo, distraído, lo había olvidado. Mis pensamientos eran rápidos y conflictivos cuando abandoné el establecimiento. De inmediato, sentí unos ojos fijos en mi nuca y aminoré el paso. No se trataba simplemente de la intensidad de mi estado de ánimo. Allí estaba el apuesto negro que ya había visto antes, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, de pie bajo una farola. ¿Era él? Permaneció sólo un momento al alcance de la luz; luego ya no pude localizarlo. Al volverme al otro lado, creí distinguir a uno de los dos hombres con ropas pasadas de moda a los que vi seguir al barón. Mi corazón latió con violencia ante el vago sentimiento de estar rodeado. Me alejé con la mayor rapidez posible, casi saltando de cabeza a un coche de alquiler, y di la dirección de Glen Eliza.
Después de una noche insomne, con imágenes de Duponte y del barón Dupin alternándose y mezclándose en mi mente con los más dulces ecos de la sonora risa de Hattie, por la mañana llegó un mensajero con una nota del empleado del ateneo. Se refería al hombre que le había entregado aquellos artículos relacionados con Poe, aquel primer indicio de la existencia del Dupin real. El empleado habla recordado o, más bien, había visto al hombre en persona, y le pidió SU tarjeta de visita para enviármela.
El hombre que le había pasado los artículos era el señor John Benson, un nombre que para mí no significaba nada. La satinada tarjeta era de Richmond, pero llevaba una dirección de Baltimore escrita a mano. ¿Pretendió alguien que diera con el verdadero Dupin? ¿Tenía alguien un motivo para atraerlo a Baltimore y que resolviera la muerte de Poe? ¿Fui yo el escogido para eso?
A decir verdad, mis esperanzas de responder a esas preguntas eran débiles. Me parecía probable que el anciano empleado, aunque bienintencionado, simplemente hubiera confundido a aquella persona con el hombre al que vio sólo un momento dos años antes.
Pensé en las figuras que parecían arrastrarse desde las sombras en torno a mí la noche anterior. Antes de aventurarme fuera aquel día, me hice con el revólver que mi padre conservaba en una caja para llevarlo en sus viajes de negocios a países menos civilizados que comerciaban con Baltimore. Me eché el arma al bolsillo del abrigo y me encaminé a la dirección impresa en la tarjeta de Benson.
Yendo por la calle Baltimore vi, a distancia, a Hattie de pie frente al escaparate de una tienda de modas. Le hice una seña formal, pues no sabía si se proponía marcharse sin dirigirse a mí.
Echó a correr con brusco arranque y me abrazó calurosamente. Aunque me estremecí ante aquella muestra de afecto, y por el placer de estar de nuevo cerca de ella, pensé con verdadera consternación y ansiedad que si notaba el bulto del revólver en mi abrigo, albergarla de nuevo las dudas sobre mi conducta que la habían atormentado. Se echó atrás con la misma rapidez con que se me había acercado» como si temiera que nos espiaran.
– Querida Hattie -dije-, ¿no aborrece la sola idea de verme?
– Oh. Quentin. Sé que ha conocido nuevos mundos, que ha tenido nuevas experiencias fuera de las que hubiéramos podido compartir.
– Usted no imagina quién era aquélla. ¡Una ladrona! Por favor, quiero que comprenda. Hablemos en un lugar tranquilo.
La tomé por el brazo para que me acompañara, pero lo retiró suavemente.
– Es tardísimo. Esta noche iré a Glen Eliza para tener una explicación. Ya le dije que las cosas han cambiado mucho.
¡Aquello no podía ser!
– Hattie, yo necesitaba llevar a cabo lo que me parecía justo. Pero pronto todo volverá a la normalidad.
– Mi tía no quiere que vuelva a pronunciar nunca más su nombre, y ha dado instrucciones a todos nuestros amigos de que nunca mencionen nuestro compromiso ni en voz baja.
– Sin duda a la tía Blum se la podrá convencer fácilmente… Lo que me escribió en su nota sobre que usted había encontrado a alguien… ¿Es eso verdad?
Hattie hizo un leve gesto con la cabeza.
– Me voy a casar con otro hombre, Quentin.
– No será por lo que presenció en Glen Eliza.
Negó con la cabeza, pero la expresión de su rostro permaneció inmóvil y ambivalente.
– ¿Quién es él?
Y allí estaba la respuesta.
Peter salió de la tienda frente a la cual se hallaba Hattie, contando unas monedas que le había dado la dependienta. Al verme se volvió avergonzado.
– ¿Peter? -exclamé-. No.
Él dejó que su mirada vagara sin objetivo.
– Hola, Quentin.
– ¡Que usted… está prometida a Peter! -Me adelanté y susurré a Hattie, para que él no pudiera oír-: Querida señorita Hattie, Hattie, dígame una sola cosa: ¿es usted feliz? Dígame sólo eso.
Guardó silencio, luego asintió vivamente y puso una mano sobre mí.
– Quentin, tenemos que hablar -dijo Peter.
Pero yo no aguardé. Me alejé a toda prisa, pasando ante Peter sin llevarme siquiera la mano al sombrero. Hubiera deseado que ambos desaparecieran.
– ¡Quentin! ¡Por favor! -me llamó Peter.
Me siguió un breve trecho, pero desistió cuando comprendió que no me detendría… o quizá cuando vio la ira que relampagueaba en mis ojos.
Casi olvidé el arma oculta en mi abrigo, habida cuenta el peso mortal de aquel nuevo descubrimiento. De camino hacia la dirección del señor Benson, atravesé algunas de las más hermosas y bien equipadas calles de Baltimore.
Después de explicar que yo era un desconocido que deseaba tratar brevemente de un asunto con el señor de la casa, y excusándome por no aportar una carta de presentación, fui conducido al interior por un sirviente de color. Me acomodé en un sofá de la sala. Las estancias estaban decoradas a la última moda, con papel más bien exótico en las paredes, de sabor oriental, con varias pequeñas siluetas ni fondo. El único gran retrato, que colgaba tras el sofá, al principio no me llamó la atención.
Hablando científicamente, no sé si los sentidos de una persona pueden descubrir que los ojos de una pintura lo están mirando, pero mientras aguardaba al dueño de la casa, se despertó en mí una curiosa sensación que me hizo levantar la cabeza. Tal como estaban dispuestas, las lámparas proyectaban una intensa luz en torno a la pintura. Me levanté, y los ojos pintados se encontraron con los míos, El rostro era pleno, fatigado pero rebosante de vivacidad, como salido de un pasado idealista. Pero los ojos… No, qué torpe era. Me hallaba bajo los efectos de un encantamiento que elevaba mi tensión emotiva y que obraba a partir de las tensiones experimentadas en los Últimos días. Aquel rostro sombrío era el de un hombre mayor, con el cabello blanquecino, la barbilla gruesa, mientras que la suya era casi puntiaguda. ¡Pero los ojos! Era como si hubieran sido trasplantados desde las oscuras órbitas del Fantasma, el hombre cuya imagen seguía invadiendo mi mente a intervalos regulares, advirtiéndome que no me mezclara, cuando empecé, sin ayuda alguna, la investigación que me había llevado tan lejos. Me apresuré a rechazar esta insana idea de reconocimiento, pero aun así mi preocupación persistió. Durante mi espera recordé la poca fe que puse en la utilidad de aquella visita, y sentí que la formal disposición de la sala de recibir resultaba sofocante. Decidí dejar mi tarjeta y regresar a Glen Eliza.
Pero desistí al oír acercarse a alguien.
Unos pasos lentos descendieron por la escalera, y de detrás de la curva que aquélla describía, apareció el señor Benson.
– ¡El Fantasma! -exclamé, en un suspiro.
Allí estaba. El hombre singular que muchos meses atrás me advirtió que me mantuviera alejado del caso Poe. Era una versión más joven de los ojos que tenía tras de mí en la pared. El hombre que pareció disolverse en el humo y la niebla mientras yo perseguía su sombra por la calle. Sin pensar en ello, sin considerar lo que debía hacer a continuación, mi mano se sumergió en el bolsillo del abrigo y mis dedos encontraron la culata del revólver.
– ¿Qué dice? -preguntó, llevándose una mano a la oreja, dubitativo-. ¿Ha dicho Fenton? Benson, señor. John Benson.
Me imaginé apuntándole a la boca con el arma. Aquélla, después de todo, fue la boca que me incitó a investigar a Poe, que me condujo a todo esto, a todas aquellas decisiones, a descuidar a mis amigos, ¡a la irreversible traición de Hattie y Peter!
– No, Fenton no. -Ignoro qué perverso impulso me llevó a corregir a un hombre para que supiera que había sido mi enemigo largamente buscado. Apreté los dientes alrededor de la palabra-: Fantasma.
Me estudió cuidadosamente, levantando un dedo hasta sus labios en una pensativa consideración de mi respuesta.
– Ah.
Entonces alzó los ojos mientras rememoraba algunos versos, y recitó:
¡Este múltiple drama ya jamás,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma siempre perseguido
por una multitud que no lo alcanza.
– El señor Clark, ¿verdad? Qué sorpresa.
– ¿Por qué me envió aquel artículo? ¿Quería usted que lo encontrara? ¿Qué clase de loco…? ¿Ha habido algún tipo de plan todo este tiempo? -pregunté.
– Señor Clark, admito que estoy confuso -replicó John Benson-. ¿Puedo hacerle yo también una pregunta? ¿Qué lo ha traído aquí?
– Usted me advirtió que no me mezclara en el asunto de la muerte de Poe. ¡No puede usted negarlo, señor!
Benson se echó atrás y en su rostro apareció una sonrisa triste.
– Advierto por su actitud que no me ha escuchado.
– Le pido que se explique.
– Con mucho gusto. Pero primero… -Extendió la mano. Dudé por un momento ante el gesto, pero al cabo saqué la mía del bolsillo soltando el revólver que había estado empuñando, y contemplé su mano como si fuera a estrangularme-. Encantado de conocerlo, señor Clark. Desde luego que le explicaré cómo atrajo usted mi personal atención. Pero dígame algo que me he estado preguntando todo el tiempo desde que nos encontramos: ¿cuál es su interés por Edgar Poe?
– Proteger su buen nombre del veneno y de los falsos amigos -repliqué, mirándolo con suspicacia ante su reacción.
– Entonces tenemos un interés en común, señor Clark. Cuando hablamos aquel día cerca de la calle Saratoga, yo estaba de visito en Baltimore. Vivo en Virginia, ¿sabe? En Richmond soy dirigente de los hijos de la Templanza. Edgar Poe se hallaba en Richmond aquel verano, como usted ya sabrá, y conoció a algunos miembros de nuestra asociación en el Swan Inn, donde se alojaba, entre ellos al señor Tyler, que invitó al escritor a tomar el té.
Pensé en el recorte del periódico de Raleigh en el que se recogía el encuentro de Poe con los hombres de la templanza. Mencionaremos el hecho porque resultará grato para los amigos de la templanza saber que un caballero del exquisito talento y los extraordinarios conocimientos del señor Poe se ha sumado a la causa. Eso sucedió tan sólo un mes y tres días antes de verse desamparado en el Ryan's.
– El señor Poe pronunció nuestro voto de no volver a beber alcohol. Fue hacia el escritorio y estampó su firma con insólita firmeza. Era el hijo más reciente, y de los que nos enorgullece tener entre nuestros «niños». Los había que se mostraban escépticos, pero yo no me contaba entre ellos. Oí que después de que la comisión de vigilancia lo siguiera durante unos días por Richmond, se comprobó que se atenía honestamente a su palabra. Poco después de la partida del señor Poe de Richmond, a finales del mes siguiente, nos impresionó enterarnos de su muerte en un hospital de aquí, y nos impresionó aún más leer que fue el desenlace de una francachela que comenzó nada más llegar a esta ciudad. Nosotros, los de la orden de la templanza, solicitamos conocer los hechos de Richmond, y hubo coincidencia en que no bebió. Pero estábamos demasiado lejos de donde se desarrollaron los hechos para tratar de cambiar la opinión pública.
»Yo era unos pocos años más joven que Poe, lo conocía y admiraba mucho sus escritos, de modo que el consejo sugirió que yo viajara aquí para indagar sobre las circunstancias que rodearon el suceso. Nací en Baltimore y viví aquí hasta los veintiún años, de modo que se pensó que estaba en mejores condiciones de descubrir lo ocurrido que cualquier otro miembro. Yo estaba decidido a llevar a cabo una cuidadosa investigación, y a regresar a Richmond con la verdad sobre la muerte de Poe.
– ¿Y qué encontró, señor Benson?
– En primer lugar, hablé con el médico del hospital donde supe que Poe había muerto.
– ¿John Moran?
– Sí… Moran. -Benson me miró por encima, quizá impresionado por mis conocimientos-. El doctor Moran admitió que no podría asegurar que Poe había bebido, pero que estaba en un estado tan agitado e insensible que tampoco sería capaz de probar que no bebió.
Era el mismo comentario que oí del propio Moran, lo que me hizo confiar más en el relato de Benson.
– ¿Cuándo efectuó esa visita, señor Benson?
– Una semana después de la muerte de Poe, quizá.
Empecé a hacerme a la idea de que aquel hombre, el tortuoso Fantasma de unos meses antes, había penetrado en el misterio antes que yo.
– Los periódicos -dijo suspirando-. De qué manera se ensañaron con Poe. ¡Todas las invenciones que publicaron! Las uniones de la templanza, aquí y en Nueva York, lo utilizaron para deplorar su caso. Tal vez haya visto usted los artículos. Como si denigrar a un muerto para dar una lección fuera un triunfo. Bien, señor Clark, sabiendo que Poe era inocente y reconociendo su genio yo me sentí…
– Indignado -dije, completando su pensamiento.
Asintió.
– Por costumbre, soy hombre tranquilo y reservado, pero sí: estaba indignado. En muchos lugares declaré mi propósito de descubrir otros detalles de los días finales de Poe, como confirmación de que él se había mantenido fiel a su voto ante los Hijos de la Templanza. Mientras efectuaba algunas pesquisas, sucedió que le escuché a usted una tarde, en el ateneo, solicitar al empleado de la sala de lectura que le reservara todos los artículos sobre la muerte de Poe. Deduje que usted era uno de los que se complacían en leer aquellos informes envenenados sobre la supuesta conducta inmoral y pecaminosa de Poe. Le pregunté al empleado su nombre, y supe por otros que era usted un abogado local, dotado de una mente brillante pero conocido por estar sometido a personas más enérgicas que usted. Y que con anterioridad representó a algunas publicaciones periódicas. En este punto sospeché que usted había sido contratado por la prensa de Baltimore n favor de la templanza, que pretendía retratar a Poe como un borracho a manera de lección moral contra la bebida. Imaginé que tal vez ellos le habían pagado para que contrarrestara mi misión y malograra la finalidad que se habían impuesto los Hijos de la Templanza de Richmond. Y así, cuando lo observé acudir al ateneo otro día, le hice llegar la advertencia de que no se mezclara.
– ¿Pensó que yo formaba parte del designio de denigrar la memoria de Poe? -pregunté, asombrado.
– ¡Por entonces parecía que yo era el único que no tenía ese propósito, señor Clark! ¿Sabe usted lo que se siente en esas circunstancias? Me propuse acudir a los despachos de los editores de algunos periódicos locales. No quisieron ni oír hablar de corregir la información desorientadora que estaban publicando. Reuní una selección de extractos positivos y de artículos sobre Poe de años anteriores -ensalzándolo a él, ensalzando sus escritos- y se la pasé a los editores para tratar de convencerlos de que el difunto señor Poe merecía más honores. Algunos de esos artículos se los di al empleado del ateneo para usted con la misma finalidad. Creo que se incluía uno de los artículos a los que se refirió antes.
– ¿Quiere decir que seleccionó los artículos al azar? -pregunté.
– Supongo que sí -reconoció, ignorando la razón de mi gran escepticismo.
– ¿No se proponían causar o provocar ninguna acción concreta?
– Esperaba que los elogios que se incluían sobre Poe, y que databan de épocas menos sedientas de sangre, despertaran una mayor consideración por la valía del autor y de su producción literaria. Poco después de eso regresé a Richmond. Ahora he vuelto para una estancia con mis parientes de Baltimore, y he tenido ocasión de encontrarme con el empleado del ateneo, quien me solicitó con mucho interés mi tarjeta para pasársela a usted, señor Clark.
– Cuando se dirigió a mí en la calle, dijo que no debía mezclarme «con sus ruines mentiras».
– ¿Eso dije?
Pestañeó pensativamente y luego dibujó el rastro de una sonrisa.
– Proviene de un poema de Poe, de una mujer medio viva y medio muerta, Lenore, «que ahora yace profundamente». <sup><strong><sup>[5]</sup></strong></sup>
– Supongo que es así -fue la exasperante respuesta de Benson.
– ¿No quiso decir nada con eso? ¿Algún tipo de mensaje o de código cifrado? ¿Me va a decir, señor Benson, que también eso lo seleccionó al azar?
– Es usted un hombre de carácter muy nervioso, según veo, señor Clark. -No pareció inclinado a responder a mis preguntas más allá de esta observación, pero continuó-: Cuando uno ha quedado atrapado por la lectura de Poe es difícil, qué digo, imposible evitar que sus palabras le afecten. Desde luego el hombre o la mujer que lea demasiado a Poe se me ocurre que llegará a creerse dentro de una de sus creaciones, que causan asombro y perplejidad. Cuando vine a Baltimore, mi mente y todos mis pensamientos estaban influidos por Poe; sólo podía leer palabras que hubieran pasado por su pluma. Cada frase que pronunciaba podía llegar a ser su propia voz, o sea que no pertenecía ya a mi discurso o a mi inteligencia. Yo me entregaba a sus sueños y a aquello que creía era su alma. Eso basta para aplastar a un hombre propenso a caer en la trampa del descubrimiento. La única respuesta es dejar de leerlo por completo, como al final hice yo. Lo he barrido de mi memoria, aunque tal vez no con pleno éxito.
– Pero ¿qué ocurrió con su investigación sobre la muerte de Poe? Usted fue de los primeros, quizá el primero de todos, en llevar a cabo una especie de examen… ¡Usted estaba en condiciones de saber la verdad!
Benson negó con la cabeza.
– ¡Usted debió haber averiguado más! -exclamé.
Dudó y luego empezó a hablar como si yo le hubiera preguntado algo distinto.
– Yo soy contable, señor Clark. Lo olvidé por un momento y empecé a perjudicar mis intereses mercantiles por seguir aquí, lejos de mi trabajo en Richmond. Imagine un hombre que ha llevado a la perfección los libros de contabilidad desde los veinte años, y que pierde todo el sentido de sus finanzas. Desde luego, la decadencia fue tal, que ahora he de depender de mi trabajo, parte del año, en el negocio de mi tío en Baltimore, que es lo que estoy haciendo ahora, ese tío de la familia Benson era el que estaba retratado en el cuadro encima de nosotros, y que mostraba un acusado parecido con Benson-. Su ciudad es hermosa desde muchos puntos de vista…, ¡Hinque la mayor parte de los cocheros se dan a la bebida en lugar de controlar sus caballos.
Al advertir mi falta de interés al respecto, la faceta antialcohólica de aquel hombre le impulsó a mostrarse más insistente.
– ¡Es un peligro espantoso para la sociedad, señor Clark!
– Aún queda mucho por hacer, Benson. -Traté de razonar con él-. En relación con Poe, quiero decir. Usted podría ayudarnos…
– «¿Ayudarnos?» ¿Es que andan metidas otras personas?
¿Duponte? ¿El barón? No tenía bastante confianza para responder.
– Usted podría ayudar. Podríamos hacer este trabajo juntos, señor Benson; podríamos descubrir la verdad que usted persiguió parí esclarecer la muerte de Poe.
– Aquí yo ya no puedo hacer nada. Y usted que es abogado, señor Clark, ¿no tiene ya bastantes asuntos para estar ocupado?
– Me he tomado un descanso en mi profesión -dije bajando la voz.
– Ya veo -replicó comprensivamente, y en un tono que revelaba cierta satisfacción-. Señor Clark, la tentación más peligrosa en la vida es olvidarse de atender los propios negocios. Debe usted aprender a respetarse a sí mismo lo bastante como para preservar sus intereses. Si entregarse a las causas ajenas, aunque sea por caridad, le impide ser feliz, acabará por quedarse sin nada.
»E1 vulgo quiere ver a Poe como quiere verlo, mártir o pecador, y nada de lo que usted haga lo evitará -prosiguió-. Quizá nosotros no nos preocupamos de lo que sucedió con Poe. Imaginamos a Poe muerto para nuestros propios fines. En algún sentido, Poe sigue muy vivo. Cambiará constantemente. Aun en el caso de que usted, de algún modo, encontrara la verdad, sólo serviría para que fuera negada a favor de una nueva especulación. No podemos sacrificarnos a nosotros mismos en un altar de errores a mayor gloria de Poe.
– ¿Seguro que usted no ha llegado a la misma conclusión que esos antialcohólicos a los que se enfrentó? ¿Que el fin de Poe se debió a que se entregó a un vicio deleznable?
– En absoluto -negó Benson en un tono débilmente retador-. Pero si él hubiera sido más precavido, si hubiera dirigido sus pasiones hacia las demandas del mundo en lugar de concentrarlas en las de su intelecto superior, todo esto no hubiera tenido que suceder… y la piedra de molino en torno a su cuello nunca se habría convertido en la nuestra.
Sentí cierto alivio tras mi entrevista con Benson; alivio que otro hubiera aprovechado para tratar de hallar la verdad que se escondía tras la muerte de Poe. La iniciativa de Benson demostraba que Peter Stuart y la tía Blum se equivocaban. Yo no me había embarcado en una búsqueda propia de un loco. Había otro: un contable.
El alivio me apartó también de otra cuestión, la relativa al barón y a Duponte. Me había detenido en el momento mismo de traicionar mi alianza con Duponte a favor de un delincuente, falsario e histrión. ¿Por qué? ¿Por una serie de estrechas coincidencias entre el barón y los cuentos de Poe? Había perdido a Hattie para siempre y nunca encontraría a una persona en el mundo que me conociera como ella. El ejercicio de la abogacía que el buen nombre de mi padre me ayudó a consolidar iba camino de la extinción. Mi amistad con Peter ya no existía. Al menos no había cometido una horrible equivocación con Duponte. De regreso a casa desde la de Benson, sentí como si acabara de despertar de un profundo sueño.
¡Cuánta confianza, cuánto crédito, cuánto tiempo dediqué a Duponte y a sus coincidencias con los cuentos de Poe! Si se hubiera mostrado más decidido frente a las actividades del barón Dupin; si hubiera aducido más razones para pensar que avanzaba tanto como el barón Dupin; si no hubiera permanecido tan despreocupado mientras el barón Dupin no cesaba en sus proclamas; si no hubiera tomado aquellas medidas por su cuenta, yo, de la manera más natural, ¡habría podido rechazar aquellas peligrosas cavilaciones en que tile había sumido!
Observé a Duponte sentado en mi sala de estar. Lo miré directamente y lo interrogué sobre su actual actitud pasiva ante la agresividad del barón Dupin. Le pregunté por qué permanecía inactivo mientras el barón Dupin casi proclamaba su victoria en nuestra contienda. Yo empecé a narrar esta conversación prematuramente, en un capítulo anterior. Ustedes lo recuerdan. Recordarán también que sugerí sacudir un guantazo al barón, a lo que Duponte respondió que eso no podría ayudarnos en nuestra causa.
– Creo que eso le recordaría que no está solo en este juego -dije-. ¡Él cree, dada la infinita impostura que encierra su cerebro, que yo ha vencido, monsieur Duponte!
– Entonces ha caído en una creencia errónea. La situación es completamente opuesta. El barón, lo temo por él, ya ha perdido. Ha llegado al final, lo mismo que yo.
Fue entonces cuando mis otros temores quedaron disipados.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Poe bebió -dijo Duponte-. Pero en realidad no era un beodo. Antes bien, era todo lo contrario. Como promedio, podemos confiar en que tomó menos estimulantes que cualquier hombre común que pase por la calle.
– Ah, ¿sí?
– Era sobrio, pero era constitucionalmente intolerante al alcohol, hasta un grado extremo, nunca experimentado por la mayoría de las personas corrientes.
Me enderecé en mi asiento.
– ¿Cómo sabe eso, monsieur Duponte?
– La gente debería haberlo mirado en lugar de echarle sólo una ojeada. Sin duda usted recuerda uno de los pocos obituarios escritos por un conocido en lugar de un reportero. Contenía la información de que un solo vaso de vino, y «la naturaleza entera del señor Poe se revolvía». Muchos interpretaron esto como que Poe estaba bebido habitualmente, que era un borracho atolondrado y constante. En realidad, era lo opuesto. Los detractores han aportado demasiadas pruebas en ese sentido, pero por eso mismo no han demostrado nada. Es probable (no, casi cierto) que Poe poseyera una rara sensibilidad respecto a la bebida, que casi en un instante lo cambiaba y lo paralizaba. En estado de desorden mental y en compañía de gentes de baja condición, no cabe duda de que en ocasiones Poe bebía, especialmente arrastrado por esa agresiva sociabilidad sureña, que le impide a uno rechazar tales ofrecimientos. Pero este último hecho es irrelevante para nosotros. Fue la primera vez que bebió, casi desde el primer trago, lo que le provocó un ataque de insensibilidad. No era locura por beber en exceso, sino locura temporal por no ser capaz de beber como lo hace el compañero de al lado.
– Entonces, el día que fue descubierto en el Ryan's, monsieur, ¿usted cree que había bebido?
– Quizá se permitió un vaso. Cosa que no hubieran hecho los agentes antialcohólicos, que observan las acciones humanas por razones de moralidad. Yo le mostraré cómo actúan… y por supuesto cómo actuaron en el momento concreto que nos interesa.
Duponte escudriñó en una de las incomprensiblemente organizadas pilas de periódicos y sacó un ejemplar del Baltimore Sun del 2 de octubre de 1849, el día antes de que Poe fuera encontrado.
– ¿Le suena el nombre de John Watchman, señor Clark?
Al principio respondí que no conocía a nadie que se llamara así. Pero me vino un vago recuerdo y me corregí. El día que estuve persiguiendo al Fantasma -el señor Benson, de los Hijos de la Templanza de Richmond- fui en su busca a un sótano, a una de aquellas tabernas populares de la ciudad.
– Sí. Creí que ese Watchman era el Fantasma porque vestía un abrigo similar. Otro sujeto me señaló a Watchman como un borracho empedernido.
– No es de sorprender. Las esperanzas del señor Watchman, sus ambiciones de notoriedad habían quedado defraudadas poco antes de aquello. Aquí: un aviso que apenas le hubiera interesado a usted hace dos años, pero que ahora puede ser de gran valor.
Duponte señalaba un artículo en el periódico del 2 de octubre. La ley para la templanza en domingo había tenido un papel eminente en aquellas elecciones estatales, aunque, como Duponte había sospechado, no hubiera atraído especialmente mi atención en aquella época. Yo había visto suficientes ejemplos de los efectos de la bebida como para simpatizar con las ideas de la causa de la templanza. Pero parecía arduo poner a contribución todas las energías de uno en un solo asunto como ese de la templanza, con exclusión de todos los demás principios morales.
Los Amigos de la Ley del Domingo, una organización que comprendía a los dirigentes antialcohólicos más consecuentes de Baltimore, anunció a su candidato para la Asamblea de Delegados, cuya finalidad era impulsar una ley para restringir la venta de alcohol en domingo: el señor John Watchman. Pero Watchman pronto fue visto bebiendo en varias tabernas de la ciudad, y el 2 de octubre los hermanos le retiraron su apoyo. Más interesante fue el hombre que escribió esta columna en nombre de la comisión de los Amigos de la Ley del Domingo: ¡el doctor Joseph Snodgrass!
– ¡Eso sucedió tan sólo un día antes de que Snodgrass fuera llamado junto a Poe en el Ryan's! -dije.
– Ahora ya ve usted en qué estado mental se encontraría Snodgrass. Como dirigente de esta agrupación antialcohólica se había visto personalmente humillado por su propio candidato. Monsieur Watchman fue débil, sin duda. Pero tampoco caben muchas dudas de que los Amigos de la Ley del Domingo sospechaban que Watchman fue tentado a propósito por los enemigos de su iniciativa política. Ahora, yo le pediría que consultara el American and Commercial Advertiser de una semana antes para tener una idea más cabal del papel del hotel y taberna Ryan's en los días previos a que Snodgrass y Edgar Poe se encontrasen allí.
El primer recorte que me señaló Duponte trataba de una concurrida y entusiasta reunión de los whigs del Distrito Cuarto de la ciudad, celebrada en el hotel Ryan's.
– Entonces el Ryan's no era sólo un colegio electoral -dije-; era también un punto de reunión de los whigs de aquel distrito. Y el lugar -añadí con un suspiro- que el destino quiso que fuera la última etapa de Poe antes de ir a parar a la cama de un hospital.
Pensé en el grupo de whigs del Distrito Cuarto que Duponte y yo conocimos en el garito encima del cuartelillo de bomberos de la Vigilant, cerca del Ryan's. Era su lugar de reunión privado, mientras que el Ryan's, al parecer, era el local para reuniones más públicas.
– Retrocedamos aún más -propuso Duponte- y veamos unos días antes…, cuando se anunció esa reunión de los whigs del Distrito Cuarto. Lea en voz alta. Y observe sobre todo qué firma lleva.
Así lo hice.
El próximo martes se celebrará una reunión plenaria de los whigs del Distrito Cuarto en el hotel Ryan's, en la calle Lombard, frente al cuartelillo de bomberos de la Vigilant. Geo. W. Herring, Presid.
Otro suelto anunciaba una reunión para el 1 de octubre, dos días antes de las elecciones, a las 7.30, también en el hotel Ryan's, frente al cuartelillo de bomberos, a la que se ruega encarecidamente la asistencia. Este anuncio también lo firmaba Geo. W. Herring, Presid.
– George Herring, presidente -volví a leer. Recordé a Tindley, el fornido portero, respondiendo obsequiosamente a su superior en el club whig: Señor George… Señor George-. El hombre al que vimos, aquel presidente; su nombre de pila era George, no su apellido… George Herring. ¡Sin duda es un pariente de Henry Herring, el primo de Poe por matrimonio! Henry Herring, el primer hombre que se acercó a Poe después de Snodgrass y que se negó a llevarlo a su casa.
– Ahora ya comprende usted que el hecho de que Poe bebiera era sólo una pequeña parte de lo que sucedió en sus días finales, pero sigue teniendo importancia para nosotros, pues nos permite poner todo lo demás en orden. Nos ayuda ahora que estamos en condiciones de comprender la secuencia completa de los acontecimientos.
– Monsieur Duponte -dije, dejando el periódico-, ¿cree que ahora efectivamente lo comprende todo? ¿Que estamos listos para compartirlo con el mundo antes de que se pronuncie el barón Dupin?
Duponte se levantó de la silla y caminó hasta la ventana.
– Pronto -dijo.
Era sorprendente, considerando las frenéticas actividades recientes del barón, lo quieto que estaba ahora. No se dejaba ver. Al parecer porque estaba preparando la conferencia que debía dar dentro de dos días… y de la que todo Baltimore hablaba. Di varios paseos por la ciudad, tratando de descubrir a qué hotel se había mudado.
Mientras andaba entretenido en eso, alguien me dio unos golpes en el hombro.
Era uno de los hombres a los que tantas veces había visto siguiendo al barón Dupin. Otro hombre permanecía cerca de él, con un abrigo similar.
– Responda -dijo el primero, disimulando su acento-. ¿Quién es usted?
– ¿Y a usted qué le importa? -repliqué-. ¿Puedo preguntarle lo mismo?
– No es el momento de gallear, monsieur.
Monsieur. O sea que eran franceses.
– Le hemos visto en las últimas semanas. Siempre parece estar fuera de su hotel -dijo en tono de sospecha, haciendo un gesto con las cejas, de aquella peculiar manera francesa que en ocasiones exhibía Duponte.
– Bien, sí; pero eso no tiene nada de extraordinario. ¿No visita uno con frecuencia a un amigo?
¡Llamar amigo a un hombre que en el pasado me raptó, me engañó y me intimidó!
Atrapado en su silencio, empecé a inquietarme por mi precipitada respuesta. Al parecer, mi espionaje del barón ¡me había valido que los enemigos del barón fueran ahora mis enemigos!
– No sé nada de las deudas ni de los deudores de ese hombre -añadí-, y no tengo el menor interés en esos asuntos.
Los dos hombres intercambiaron una rápida mirada.
– Entonces díganos en qué hotel se aloja ahora.
– No lo sé -respondí sinceramente.
– ¿No tiene usted idea, monsieur, del origen de sus problemas? Si lo protege se convertirán en los suyos. No lo haga.
Me volví rápidamente y me dispuse a alejarme.
– Aún no hemos acabado con usted, monsieur -me advirtió a mis espaldas.
Miré de reojo: me estaban siguiendo. Me pregunté si en caso de echar a correr ellos harían otro tanto. Para comprobarlo, aceleré el paso.
Crucé la calle Madison y me aproximé al monumento a Washington, donde se congregaba una pequeña multitud de visitantes. La gruesa columna de mármol, de seis metros de diámetro, se alzaba desde su base y sustentaba, en lo alto, la gran estatua del general George Washington. El mármol puro y blanco no destacaba precisamente por su altura, sino por su contraste con las construcciones de ladrillo de la calle. Ahora mismo parecía el lugar más seguro de Baltimore.
Penetré en la base del monumento y me uní a quienes aguardaban que se les permitiera el paso a la escalera que ascendía en espiral a lo largo de la columna hueca. Una vez que hube subido el primer tramo de escalones, me detuve en una de las curvas, iluminada tan sólo por una pequeña abertura cuadrada, y unos muchachos me rebasaron corriendo. Sonreí para mí mismo, satisfecho de que los hombres me hubieran dejado en paz o no me hubieran visto entrar… Pero apenas expresé este silencioso deseo para mis adentros cuando oí los pasos pesados de dos pares de botas.
– Il est lá -dijo una voz.
Sin esperar a verlos, me volví y corrí escalera arriba. Mi única ventaja era que yo conocía desde joven el amplio interior del monumento. Los franceses podían ser más fuertes y rápidos, pero aquí eran unos extraños. Yo imaginaba que compararían aquel estrecho trayecto con las dimensiones de su Arco de Triunfo de París. Ambos lugares brindaban idéntica recompensa para el esforzado escalador -una incomparable vista de la ciudad desde lo alto-, pero honraban logros opuestos. El arco parisiense, el imperio napoleónico. La columna de mármol, la renuncia de Washington como comandante del ejército, negándose a servirse de su posición para buscar el poder permanente de un déspota.
Supongo que nada de esto se les ocurrió a aquellos hombres, que al parecer preferían pensar en arrojarme desde lo alto del monumento. Aún corrían más que el grupo de muchachos, los cuales, empujándose unos a otros por la escalera, andaban ya por la mitad del recorrido. Los dos hombres finalmente alcanzaron la galería de observación en lo alto, y caminaron alrededor de la plataforma circular, abriéndose paso entre los visitantes que contemplaban Chesapeake en la distancia, más allá del río Patapsco. Aunque ambos escrutaron todas las caras bajo las alas de los sombreros, y miraron en torno a los amplios vestidos de volantes, no dieron con su objetivo en ninguna parte.
Pero yo sí podía verlos. Me había escondido treinta y siete metros más abajo: cerca de donde una estrecha y disimulada puerta, en el tramo inferior de la escalera, se abría a un saliente más bajo usado por quienes tenían como tarea mantener limpio cada resquicio del monumento. Era un pasaje empleado también por personas que necesitaban tomar un poco el aire en su trayecto hacia arriba. Aguardé en el saliente para asegurarme de que los dos hombres aparecían en la plataforma de la galería superior, confirmando así que uno de ellos no se había quedado abajo aguardándome.
Dándose cuenta de que habían sido burlados, se asomaron a la barandilla y me localizaron debajo de ellos. Sonreí y los saludé antes de echar a correr hacia la puerta.
Mi alegría duró poco. La puerta que comunicaba con la escalera se negaba a abrirse.
– ¡Santo Dios!
La emprendí a puntapiés. El cerrojo por la parte de dentro había quedado trabado por alguna razón al cerrar yo. Golpeé la pesada puerta para que alguien me abriera desde el interior.
Al advertir mi situación desde su privilegiado observatorio, uno de los hombres retrocedió hacia la escalera, mientras el otro aguardaba y me observaba desde aquella percha que permitía verlo todo. Si el primero bajaba por la escalera hasta mi puerta, ciertamente yo estaría atrapado. Levanté la cabeza y advertí con una débil esperanza que un grupo de señoras de edad venía de la escalera y obstaculizaría lo suficiente el descenso de mi perseguidor para darme tiempo a que se me ocurriera algún milagroso plan de liberación.
El segundo hombre mantenía la guardia asomado a la barandilla y no apartaba los ojos de mí. Después de un nuevo intento infructuoso de atraer la atención del otro lado de la puerta, regresé junto a la barandilla y miré abajo, para calcular mis posibilidades si saltaba entre los árboles. ¡Entonces mi vista tropezó con un rostro familiar abajo!
– ¡Bonjour! -grité.
Levantó la vista hacia mí y luego hacia el cielo, al lugar desde donde el individuo seguía observándome.
– Retroceda hacia la puerta -dijo.
– Está cerrada por el otro lado. ¡Ábramela, mademoiselle!
– ¡Retroceda! Más…, más, monsieur…
Bonjour tomó aliento y después exclamó:
– ¡Va a saltar!
Señalaba con gestos histéricos al francés, que casi colgaba de la barandilla, a cincuenta y cinco metros sobre el suelo. El rostro del francés palideció ante los gritos en que prorrumpieron los visitantes que estaban en la galería. Éstos, en un esfuerzo por ayudarlo, se precipitaron en tropel sobre el hombre de la barandilla con tal ímpetu que a punto estuvieron de tirarlo abajo. Mientras tanto, los visitantes que se afanaban por subir para ser testigos de la tragedia humana, ahora formaban una masa que obligó al segundo francés, que apenas había conseguido poner pie en la escalera, a retroceder a la galería.
– ¡Muy ingeniosa, mademoiselle! ¡Ahora, si puede, ábrame esta puerta!
Bonjour entró en la escalera y poco después pude oír descorrer el cerrojo de la puerta que me franqueaba el paso hasta la base. Satisfecho, empujé la puerta para darle las gracias a mi salvadora, quizá la única mujer que ya se preocupaba por mí.
Cruzó el umbral, con el cañón de un pequeño revólver apuntándome.
– Es hora de que me acompañe, monsieur.
Bonjour no volvió a pronunciar palabra en todo el camino en coche hasta el hotel. Me desató las manos y las piernas -que previamente me había atado- al llegar al hotel Barnum, y me hizo atravesar a toda prisa el vestíbulo sin atraer la atención. Una vez en sus habitaciones, donde aguardaba el barón, le dijo a éste:
– Estaba con ellos. Los he separado, pero pueden haber intercambiado señales.
– ¿Quiénes? -pregunté confuso-. ¿Aquellos tipos? Nunca había tenido que ver con esa gente.
– Muy precavido lo de ir juntos a ese monumento.
– ¡Me estaban acosando, mademoiselle! ¡Usted me rescató!
– ¡No era ésa mi intención, monsieur! -me aseguró-. Quizá Duponte los lleva también a ellos de la correa.
El barón exteriorizó su agitación.
– Esfúmate, querida.
Bonjour me dirigió una mirada compasiva antes de dejarnos solos. El barón levantó un vaso de bebida fría de jerez y frutas.
– En este hotel la proporción de jerez es decididamente inferior a la de agua. Pero al menos las camas tienen cortinas, un lujo raro en América. No se preocupe de mademoiselle. Cree que depende de mí porque la salvé, cuando en realidad sucedió todo lo contrario. Si me dejara o quisiera perjudicarme, me haría polvo. No subestime sus habilidades.
Advertí que sobre el escritorio había un montón de papeles cubiertos de notas garabateadas.
– Ahí -dijo el barón con una sonrisa satisfecha y maliciosa, al percatarse de mi interés-. Ahí están todas las preguntas a las que usted ha estado buscando respuesta, amigo Quentin, puestas en negro sobre blanco. Es cierto que aún no he dejado a punto mi presentación, pero lo conseguiré, no lo dude. Sin embargo, temo -en este punto se inclinó para acercarse más a mí- que deberé asegurarme de que nadie me moleste antes de que eso salga a la luz del día. Ahora, ¿quiénes son ellos, los hombres que Bonjour vio con usted? ¿Por qué trabajan para usted y para Duponte?
– Barón Dupin -repliqué, exasperado-, no los conozco, no quiero conocerlos y, desde luego, no estoy ligado a ellos de ninguna manera.
– Pero usted los ha visto igual que yo -dijo, elevando el tono-. Me han estado vigilando. Llevan la muerte pintada en los ojos. Eso es peligroso. Sin duda se ha dado cuenta de su presencia mientras usted mismo me espiaba.
Abrí la boca para hablar, pero el barón me había dejado sorprendido.
– Lo sé -continuó, tomando mi silencio como asentimiento-. Desde que me enteré por Bonjour de que en los muelles la observaba muy de cerca. Me cuesta creer que sea ése su lugar habitual de ocio, entre borrachos y traficantes de esclavos. O quizá -y prorrumpió en una carcajada- aún me va a sorprender, Quentin Clark.
– Entonces, si lo sabía, ¿por qué no me descubrió?
Revolvió su bebida.
– ¿No le parece que es del todo obvio? ¿Es que no ha aprendido de su maestro? Se trataba de una medida desesperada… Duponte creía que estaba perdiendo y lo mandó por delante. Este hecho en concreto me hizo ver claro que yo no necesitaba defenderme de él. Además, enterarme de lo que usted trataba de espiar me permitió saber qué era lo que más interesaba a Duponte… Ser espía significa siempre ser espiado uno mismo, monsieur.
– Si lo sabe todo, barón, imagino que ya habrá descubierto quiénes eran esos dos franceses y quién los ha mandado.
Guardó silencio, y de nuevo fue presa de la agitación.
– Entonces ¿son franceses?
– Por su acento y por sus palabras, sí. Quizá podría usted engatusarlos para sus propios fines, como hizo con el doctor Snodgrass.
Me proponía recuperar cierto equilibrio en aquella entrevista, y dejar claro que yo no carecía de mis propias fuentes de información.
– Si están al servicio de ciertas poderosas facciones contrarias a mí por intereses pecuniarios, allá en París, me temo que la cosa no es tan sencilla.
Hablaba en ese tono abierto sobre sí mismo, como si yo estuviera firmemente de su lado, de tal modo que me hacía olvidar que no contaba para nada. Se apartó de los ojos unos mechones de cabello que ahora parecía ralo y grasiento.
– Ya ve, amigo Quentin, cómo a un hombre se le puede empujar a vivir detrás de unas máscaras. Nunca tengo libertad para ser yo mismo. Y soy muy bueno cuando soy yo; sí, monsieur. ¡Excepcionalmente bueno! En la audiencia todos los ojos, incluso los de los abogados de la parte contraria, me miraban para hallar la verdad. Soy feliz allí. Y no estoy dispuesto a dar a vencer mi mano; todavía no.
– Pero usted continúa con su charada barata para amedrentarnos -protesté-. Usted imita a Auguste Duponte.
Descubrí un retrato de Duponte arrimado a la esquina de la habitación. Había visto la obra de Van Dantker en varias etapas de su realización, y reconocí aquel lienzo como suyo. No pude evitar observar la perfección del retrato terminado, que reflejaba fielmente la imagen de Duponte. Captaba su exacto parecido, pero también algo más que su parecido. El barón rió de buena gana.
– ¿Ha apreciado Duponte el humor que encierra, amigo Quentin? Mi pequeña chanza en medio de asuntos serios, eso es todo. Duponte no sabe llevar máscaras. Cree que si no las lleva, estará más apegado a la realidad. De hecho, sin máscaras él no es (no somos) nada.
Pensé en aquella peculiar sonrisa mordaz que Duponte habla adoptado para posar ante Van Dantker, y que podía verse deslizándose por su rostro en el retrato. Una sonrisa que no era realmente la suya… Quizá, después de todo, Duponte sabía algo de máscaras. Agarré el retrato y me lo puse bajo el brazo.
– Me llevaré esto, barón. No es de su propiedad.
Se encogió de hombros.
Continué, esperando quizá provocar una reacción mayor.
– Usted sabe, o debería saber, que Duponte resolverá este caso. Él es el fundamento real de Dupin.
– ¿Cree usted que eso es importante para él?
Enderecé la cabeza con interés. Aquélla no era la réplica que yo esperaba.
– ¿Le ha dicho Duponte en qué circunstancias nos conocimos?
– El barón se quedó mirándome con expresión seria-. Desde luego que la respuesta es no. -El barón continuó, moviendo la cabeza en un gesto de comprensión-. No, él vive demasiado encerrado en sí i; mismo. Duponte necesita sentir que la gente está interesada en él, pero considera demasiado fatigoso hablar de su persona. Ambos estábamos en París. Había una dama llamada Catherine Gautier, acusada de asesinato, una mujer importantísima para su amigo.
Me vino a la memoria el policía que en el café, en París, me dijo que Duponte había cambiado cuando la mujer a la que amaba fue ahorcada por asesinato y él no pudo evitarlo.
– Duponte la amaba, ¿no es así?
– ¡Eso no es nada! También yo la amaba. Oh, no me mire así, como si fuéramos personajes de alguna novela ligera; no es lo que está pensando. No, Duponte y yo no rivalizábamos por su afecto. Pero ella era lo bastante atractiva y brillante para que cualquier hombre que la conociera la amara. Usted se preguntará cómo podíamos vivir en un mundo en el que una mujer así podía ser acusada de apalear hasta la muerte a su propia hermana. La idea es absurda.
Catherine Gautier, dijo el barón, venía de la clase más pobre, pero era virtuosa y se la consideraba muy inteligente. Era la compañera más cercana y algunos decían que la única de Duponte. Un día la hermana de esta mujer fue encontrada asesinada de la peor manera, y de inmediato las sospechas recayeron en la amante de Duponte. Puesto que los policías eran enemigos de Duponte, después de que él los colocara en posición desairada al resolver delitos que ellos no pudieron aclarar, muchos creyeron que la acusación representó su represalia contra Duponte en la persona de Catherine.
– Entonces ¿ella era inocente?
– Bastante inocente -fue la peculiar respuesta del barón tras una pausa.
– ¿Usted la conocía?
– Querido amigo, ¿realmente nunca le ha dicho nada sobre esto? El que es su compañero desde hace largos meses. Sí, la conocí. -Se echó a reír-. ¡Yo fui su abogado, hombre! La defendí de aquel terrorífico cargo de asesinato.
– ¿Usted? -pregunté-. Pero la ejecutaron. Y usted nunca perdió un caso.
– Sí, es verdad. Supongo que ese récord vino a complicarlo de algún modo mademoiselle Gautier.
Bajé la mirada y medité sobre el fracaso de Duponte.
– Duponte fracasó en lograr su libertad. Pero recuperará su gloria ahora, con Poe -afirmé, utilizando el término favorito del barón.
– ¡Fracasó en lograr su libertad! -remedó el barón, entre risas-. ¿Fracasó en lograr su libertad?
Su tono de mofa me produjo enfado. Yo sabía que Duponte trató de investigar personalmente el caso cuando mademoiselle Gautier fue detenida, pero desistió desesperado. Le repetí esta historia al barón.
– Trató de investigarlo: ¿es eso lo que le dijeron? Pues sepa, monsieur, que el amigo Duponte sí investigó el caso. Y nunca desistió. Tuvo el éxito de siempre.
– ¿Éxito? ¿Cómo? ¿Quiere decir que al final ella no fue ejecutada?
– Recuerdo vívidamente -empezó el barón- mi primera visita al piso de Auguste Dupin en París.
El barón Dupin encontró un lugar para dejar su sombrero y su bastón, puesto que Duponte no se lo ofreció. El barón deseaba más luz. E1 abogado consideraba que la buena iluminación era una ventaja cuando demostraba mediante vehementes movimientos de las manos y variadas expresiones del rostro por qué era preciso cooperar con él. Por descontado que con Auguste Duponte no se apoyó en ninguna de las habituales rutinas de persuasión, pero las circunstancias eran terribles. Su carrera se hallaba en una encrucijada traicionera. Y también estaba en juego la vida de una mujer.
El barón nunca había visto antes a Duponte. Como todas las personas informadas de París, y como todos los delincuentes, sabía quién era Auguste Duponte. El barón había establecido una norma estricta como abogado. No aceptaba el caso de un acusado que hubiera sido detenido gracias a la raciocinación de Duponte. La razón de ello no era la obvia: que el barón suponía que una persona señalada por Duponte era automáticamente culpable. Sucedía que la reputación de Duponte era tan sólida por aquellos días, que una vez un juez, se enteraba de que los cargos se habían imputado gracias a la intervención de Duponte, resultaba casi imposible conseguir un veredicto de no culpabilidad.
Ahora el barón veía una oportunidad. Podía utilizar el ciego afecto que sentía Duponte por Catherine Gautier para vencer en su caso más importante. El barón estaba convencido de que cada caso era el más importante, pero aquél era especial: se trataba de un caso que a cualquier otro abogado le hubiera parecido del todo imposible. Esto le indujo a mostrarse más decidido.
– Vamos a organizar una defensa conjunta -le dijo el barón a Duponte-. Nuestra finalidad es devolver la libertad a mademoiselle -añadió en tono animoso-. Su ayuda, monsieur Duponte, sería sumamente valiosa… En realidad, de lo más decisivo. Usted será el héroe de la absolución.
La verdad era que el barón no creía tal cosa, pues sabía que el héroe iba a ser él. Duponte permanecía inmóvil en un sillón, junto a la chimenea apagada.
– Mi ayuda confirmará que está perdida -respondió casi ausente.
– No tiene por qué ser así, monsieur Duponte -objetó el barón, excitado-. Usted tiene fama de ver lo que otros no pueden ver. Si los demás sólo ven que ella es culpable, usted puede usar su talento, su genio, para que vean su inocencia. La Sagrada Biblia dice que todos somos culpables, monsieur, pero ¿no se sigue de eso que todos somos inocentes?
– Nunca oí decir que era usted un erudito en materia religiosa, monsieur Dupin.
– Barón, por favor.
Duponte se lo quedó mirando sin pestañear. El barón se aclaró la garganta.
– Le propongo una elección, monsieur, que seguramente resultará atractiva para su inteligencia. Usted puede emplear su genio para rescatar a una persona a la que ama, una persona que lo ha amado a usted, de un destino que entraña la muerte más negra. O bien usted puede permanecer sentado, ocioso, en su lujosa vivienda, y dejarse consumir para siempre en soledad. Es una burrada… Quiero decir que hasta un burro podría saber lo que había de decidir. ¿Cuál será su destino?
El barón no solía tender a la discusión empleando términos profundos, pero tampoco los eludía. Mademoiselle Gautier había salvado su vida convirtiéndose en la amante de un estudiante parisiense rico, que la retiró. En su circunstancia, la mayoría de las muchachas caían en la prostitución, pero Catherine Gautier logró evitarla. No fue ése, sin embargo, el caso de su hermana, pese a los desvelos de Catherine. La ruina de su hermana sería también la suya, pues compartían no sólo el apellido, sino un parecido lo bastante acusado ionio para ser confundidas en la calle por conocidos, tenderos y policías. Éste era un motivo suficiente para que Catherine eliminara aquella mancha en su identidad. Por lo mucho que había averiguado el barón, era sumamente improbable que la acusada llevara a cabo tina acción punible, y había dado con los nombres de muchos villanos, compañeros de la hermana en su nueva profesión, que muy fácilmente podrían ser mostrados como culpables aportando las pruebas más nimias.
– Si investigo el asunto de la muerte de su hermana -empezó a decir Duponte, y el barón se estremeció al oír aquellas palabras-, si lo hago, no quisiera que otros supieran que estoy en ello.
El barón prometió no revelar nada a la prensa sobre la ayuda de Duponte.
En efecto, Duponte investigó la muerte de la hermana de Gautier, tal como prometió. No tardó en descubrir, sin el menor género de duda, la secuencia de los acontecimientos que desembocaron en aquella muerte. Sus conclusiones apuntaron indiscutiblemente a su amante, Catherine Gautier, como la responsable. Pasó su información al prefecto, sacando a la luz a un testigo que la policía no había descubierto, y arruinando con ello todas las oportunidades del barón Dupin de vencer por otros medios. Este giro de los acontecimientos llevó al barón a la desesperación. Era demasiado orgulloso para aceptar la derrota de buen grado. Requirió muchos favores y gastó muchos miles de francos más de la que ya por entonces era una deuda cuantiosa, a fin de manipular el caso. Pero no resultó efectivo. Las pruebas aportadas por Duponte resultaban demasiado sólidas para ser invalidadas. El barón estaba ahora arruinado financieramente y en cuanto a su reputación.
Mientras tanto, el agente Delacourt, en su ambición de ascender en la prefectura, aseguró a Duponte y a Gautier que con las nuevas pruebas, que presentaban a la joven confusa y engañada, pero de ningún modo perversa, y tomando en consideración su sexo, la sentencia sería benévola. Pero pocos meses más tarde fue ejecutada, en presencia de Dupin y Duponte, junto con las tres cuartas partes de los parisienses.
– En primer lugar -dije-, en este asunto Duponte sufrió más que usted. No sólo minó su capacidad para proseguir la tarea a la que lo impulsaba su genio, sino que también perdió a la única mujer que amó, ¡y por obra suya! No se desquite de su deshonra atormentando ahora a Duponte. No puede utilizar la muerte de Poe para ese propósito. ¡No lo consentiré!
El barón replicó:
– Recuerde el hermoso axioma legal super subjectum materiam: a ningún hombre puede hacérsele responsable profesionalmente de opiniones fundadas en hechos que le han sido sometidos por terceros. -El barón permaneció de pie junto a mi asiento-. Yo no empecé esto, monsieur. Empezó usted. Usted me impulsó a investigar la caída de Poe. Usted está en su terreno, ¿no se da cuenta? Sea fiel a sus compromisos, amigo Quentin. Usted me dio a entender que podría rehabilitarme. Mi nombre fue triturado por detractores y difamadores porque la sombra de mi genio creció demasiado y se negó a acomodarse a sus pequeñas vidas, con lo cual los ojos que nos escrutan convierten cualquier pecadillo venial en pecado mortal con el fin de acabar con nosotros. Mire por dónde, es el mismo caso de nuestro querido Poe.
– ¿Se compara usted con Poe? -pregunté, visiblemente estupefacto.
– No tengo por qué, puesto que el amigo Poe ya es cosa del pasado. ¿Por qué cree usted que escogió el personaje de Dupin como el mejor de sus héroes? Él vio en el genio del descifrador de enigmas sus propias capacidades divinas para comprender lo que dioses y hombres nunca podrían penetrar. ¿Y cuál es la recompensa? El prefecto de policía, no el héroe de Dupin, es quien recibe las felicitaciones de todas las partes. Mientras que otros autores la mitad de buenos que Poe ganaban dinero en las revistas, él luchó por última vez para sobreponerse a la adversidad, luchó hasta el final, hasta que acabó apartado… de la existencia.
– ¿Realmente cree, monsieur, que merece usted ser el modelo de D u pin?
:-Usted lo creyó antes de tener la desdicha de encontrar a Duponte, seducido por los talentos que él emplea sólo a favor de sus propios intereses. Duponte es un anarquista. Desde que lo conoce, ¿ha tenido usted dudas… quizá…? -Alargó las palabras-. Quizá recuerde que yo le di otra razón para que dejara de espiarnos, amigo mío. Ya pudo tener una experiencia personal, amigo Quentin, de que le pasó algo en París, en las fortificaciones, cuando lo eligió a él postergándome a mí.
Me pregunté si sabía, si el barón tuvo a alguien observándome cuando acudí aquella noche al que creía era su hotel. ¿Aquel negro libre esperando bajo la farola?
– Duponte es único. Usted no le llega a la suela del zapato -dije.
No podía permitir que se atribuyera la victoria de saber lo cerca que estuve de abandonar mis esperanzas en Duponte tan sólo unos días antes. Aun así, creo que mi expresión pudo resultar transparente.
– Bien-dijo, sonriendo ligeramente-, sólo Edgar A. Poe podría dar la respuesta de quién es el Dupin original, y ha muerto. ¿Cómo resuelve uno algo cuando la solución es inalcanzable? El Dupin real es aquel que convenza al mundo de que lo es; él será el que prevalezca.
Me di cuenta de que por primera vez Duponte me inspiraba temor. Me preguntaba si su talento -indiscutible-, liberado sin restricciones ni freno, podría volverse desastroso, como se volvió en contra de mademoiselle Gautier. No podía apartar de mi mente el final de «El escarabajo de oro», el emocionante cuento de Poe sobre la búsqueda de un tesoro. Siempre me pareció que bajo la superficie del triunfal desenlace se encerraba un indicio de que Legrand, el maestro pensador, había estado a punto de asesinar a su sirviente y a su amigo una vez concluida su misión. Las últimas y amenazadoras palabras de ese relato -«¿Quién podría decirlo?»- resonaban en mi cabeza.
Evoqué una noche en concreto durante mi estancia en París. Caminaba detrás de Auguste Duponte por una zona de la ciudad que madame Fouché me había señalado como insegura a aquellas horas. Mis gritos, dijo madame Fouché, no atraerían a la policía, que a menudo era cómplice de los maleantes. Recuerdo que atrajo mi atención un objeto de un escaparate, que parecía moverse por sus propios medios. Era un círculo de mandíbulas artificiales que representaban todos los estados de la boca humana: una con encías brillantes e inmaculados dientes de leche, otra con encías estropeadas y marchitas, y así sucesivamente. Cada una daba vueltas y se abría y se cerraba a diferentes velocidades, movida por un invisible ingenio mecánico. Encima de las mandíbulas giraban unas cabezas de cera que mostraban un rostro desdentado y degradado, y luego una boca orgullosa, fresca y vigorosa, con dientes brillantes, que se suponía arreglada por un dentista cuyo gabinete se hallaba tras el escaparate.
Antes de que pudiera apartarme de esta hipnótica visión, sentí una tirantez en torno a las orejas. Todo se volvió negro. Me habían encasquetado el sombrero sobre los ojos para cegarme, y pude sentir unas manos recorriendo mi abrigo desde atrás. Mientras gritaba pidiendo auxilio, conseguí dejar una estrecha franja entre el sombrero y los ojos. Vi a una anciana con un vestido raído y harapiento y dientes ennegrecidos. Después de tratar de cegarme con el sombrero para robarme, retrocedió y ahora se limitaba a permanecer de pie, con la vista fija. Seguí su mirada hasta Duponte, que permanecía a unos pocos pies de la atacante. Una vez que ella se hubo alejado corriendo me volví para dar las gracias a Duponte. ¿Qué la asustó? Si él lo sabía, nunca me lo dijo.
Consideraba ahora que aquella miserable debió haber reconocido a Duponte, recordándolo de otros tiempos. Una empresa delictiva que Duponte malograría. Quizá ella formó parte antaño de un gran plan magnicida (pues se decía que por entonces Duponte había descubierto más de una conjura para dar muerte al más alto mandatario de Francia) y, como consecuencia de la perspicacia del analista años antes, ahora ella se veía reducida a aquella desesperación animal. No fue el miedo físico hacia Duponte lo que la impulsó a huir de mí. Pudo haberme apuñalado en el corazón diez veces antes de que Duponte la detuviera (si es que ésa hubiera sido la intención de Duponte). No era miedo de su fuerza ni de su agilidad. Se trataba del miedo elemental e impulsivo a su intelecto puro, miedo a su genio.
¿Quién podría decirlo?
Tras abandonar el hotel del barón, encontré a Duponte sentado junto al amplio ventanal de la sala de estar de Glen Eliza, mirando resueltamente hacia la puerta. Empecé a decirle lo sucedido en el hotel Barnum.
– Tome esto -me interrumpió, sosteniendo una bolsa de cuero-. Llévelo a la dirección que va en el papel.
Me alargó un trozo de papel.
– Monsieur, ¿no ha oído la información que le traigo? El barón Dupin…
– Debe irse en seguida, monsieur Clark. Es hora.
Miré la dirección y no la reconocí.
– Muy bien… ¿Qué he de decir cuando llegue?
– Ya lo sabrá.
Mi confusión era tal que no me di cuenta de que era tres veces más oscuro de lo que correspondía a aquella hora. Cuando empezó a llover, ya estaba demasiado lejos para volver por un paraguas. La lluvia arreció durante el recorrido, hasta que el agua me llegó a los tobillos. Avancé trabajosamente, con el ala del sombrero protegiendome todo lo posible el rostro.
Tomé un ómnibus para recorrer parte del camino a la dirección que había escrito Duponte. Todavía tuve que caminar, calado, bajo el aguacero. La dirección correspondía a una pequeña oficina donde un hombre, tras un escritorio, despachaba mensajes telegráficos.
– ¿Señor? -dijo, volviéndose hacía mí.
Sin saber qué decir, me limité a preguntar si aquélla era la dirección que buscaba.
– Abajo -respondió en tono complaciente.
Bajé por la escalera hasta el siguiente rótulo, que chorreaba regueros de agua. Correspondía a una tienda de ropa. ¡Bien! Aquélla era la misión urgente, quizá recoger un abrigo que precisaba un arreglo para Duponte. A lo mejor tenía que asistir a una cena. Entré, consumido por la impaciencia.
– Ah, ha venido usted al lugar adecuado.
Era un hombre de vientre prominente, embutido en un brillante chaleco de raso.
– ¿Yo? ¿Nos conocíamos, señor?
– No, señor.
– Entonces ¿cómo sabe que estoy en el lugar adecuado?
– ¡Mírese! -Accionó los brazos dramáticamente, como si yo fuera el hijo pródigo que retornaba-. Calado hasta los huesos. Contraerá un resfriado y caerá enfermo. Y yo tengo la ropa apropiada. -Revolvió bajo el mostrador-. Ha encontrado el lugar adecuado para cambiarse de ropa.
– Se equivoca. Le he traído algo.
– ¿De veras? No espero nada -dijo con expresión codiciosa.
Deposité la bolsa en una silla y la abrí, hallando sólo un periódico doblado, un número del Baltimore Sun. Sobre el papel cayeron gotas que me resbalaban del cabello y de la frente.
Me lo arrebató de las manos al tiempo que su hasta entonces amistoso rostro endurecía sus facciones.
– ¡Maldita sea! Me parece que puedo comprar yo mismo mi periódico, joven. Ni siquiera es de este año. ¿Ha venido aquí a burlarle? ¿Qué quiere que haga con esto?, pregunto. -Me dirigió una mirada de reprobación. Yo había descendido de «señor» a «joven»-. Si no me trae ningún negocio esta noche… -Y agitó la mano.
Al pronunciar la palabra «negocio» señaló uno de los rótulos de la pared para explicar cuál era el suyo. Confección de moda y prendas de todas clases. Camisas. Cuellos. Camisetas y calzoncillos. Corbatas. Calcetines. Géneros de punto. Plena garantía de calidad igual a la mejor sastrería a medida.
– ¡Espere un momento! Le pido excusas, señor -me apresuré a decir-. Después de todo me gustaría mucho hacer ese cambio de ropa.
Se le iluminó la mirada.
– Excelente, excelente, una inteligente decisión. Podemos proporcionarle un traje de la mejor calidad y corte.
– ¿A esto es a lo que se dedica, señor? ¿Hace intercambio de ropa?
– Cuando hace falta, claro. Es un servicio necesario para caballeros en mala situación, como usted, querido señor. Muchos olvidan los paraguas incluso en otoño, y sólo tienen un traje en su baúl. Especialmente los forasteros en Baltimore. Usted está de paso, supongo.
Hice un gesto vago, al tiempo que empezaba a comprender a qué se dedicaba aquel hombre. Y cuál era el propósito de Duponte».
El ropero me trajo un montón de prendas, ¡y vaya prendas! Repetía su afirmación de que eran de la mejor calidad, aunque estaban completamente raídas y no eran remotamente de mi talla. La chaqueta y su cuello de terciopelo pardusco casi hacían juego con una pernera del pantalón -la menos descolorida- y ni siquiera lo intentaba el chaleco. Todas estas prendas eran varias tallas inferiores a la mía, aunque el ropero exhibía una expresión de profundo orgullo mientras declaraba que estaba «hecho un figurín», y sostuvo un espejo para que pudiera gloriarme de mi propia imagen.
– ¡Aquí lo tenemos, abrigado y seco! Sale usted ganando con este cambio -dijo-. En cuanto a esto -dijo tomando mi bastón-(es tan hermoso como un ejemplar que vi hace un tiempo. Aunque resulta pesado para un viajero como usted. Una carga. ¿Piensa llevárselo? Yo podría pagarle bien por él, y mis precios no son inferiores a los de nadie en todo el vecindario.
Me disponía a abandonar la tienda, y casi olvidé el periódico que Duponte había enviado por mi mediación. Miré la fecha en la cabecera de la página: 4 de octubre de 1849. El día siguiente de que Poe fuera descubierto en el Ryan's con ropas que le caían mal. Recorrí las páginas, deteniéndome en las informaciones sobre el tiempo el día anterior. Quiero decir el día en que fue hallado Poe. «Frío, desapacible y con niebla.» «Húmedo y lluvioso.» «Viento constante y fuerte del noreste.»
Lo mismo que hoy. Cuando entré en la biblioteca, Duponte estaba esperando junto al ventanal, pero no con la mirada ausente, como parecía, sino contemplando el cielo y las nubes. Estaba esperando un día adecuado a la descripción del fatídico 3 de octubre para enviarme con aquel encargo.
– Esto me lo llevaré, señor -dije educadamente, arrebatándole el bastón de Malaca-. Nunca me separo de él.
Antes de marcharme, saqué unas monedas de cinco centavos y tomé un paraguas que había tras el mostrador.
Una vez fuera, mis pasos fueron indecisos, con las piernas constreñidas por los desiguales pantalones. Permanecí bajo el toldo de la tienda mientras probaba el endeble paraguas.
– Esta noche se han abierto los cielos.
Di un salto, sobresaltado por aquella voz ruda. Con la oscura cortina de lluvia difícilmente podía distinguir la figura de un hombre.
– Usted trataba de esconderse de nosotros, ¿verdad, monsieur Clark?
Los dos matones franceses.
– Una ropa como ésa -dijo el otro, inclinando la cabeza para observar mi raída vestimenta- no es suficiente para disimular.
– Caballeros, messieurs, no sé cómo llamarlos. Yo no llevo esta ropa para pasar inadvertido ante ustedes. No comprendo por qué continúan molestándome.
Sabía que aquello no era oportuno. Pero mi ojo, que de algún modo permanecía libre de las inquietudes de mi cerebro, fue inexplicablemente atraído por una octavilla pegada a la farola y que se agitaba con el empuje del viento. No pude leerla, pero, supongo que por alguna razón instintiva, sabía que contenía algo de gran interés.
– ¡Mire aquí cuando hablamos!
El hombre me abofeteó. El golpe no fue particularmente fuerte pero su extrema rudeza me dejó pasmado.
– No puede proteger por mucho tiempo a un hombre marcado para la muerte. Hemos recibido órdenes.
Su compañero sacó una pistola del abrigo.
– Ahora usted está metido en esto. Debería seleccionar más cuidadosamente sus amistades.
– ¿Mis amistades? ¡Eso no es verdad!
– Entonces, ¿su chica le echó a usted una mano por simple placer, en el monumento a Washington? -replicó.
– ¡Les aseguro que no es mi amigo! -exclamé, con la voz temblándome, a la vista del arma.
– No…, ya no.
– ¡Señor! ¡Señor! Ha olvidado usted…
El ropero había salido con la bolsa que me dejé en la tienda. Se detuvo cuando vio a mis acompañantes en actitud inamistosa. Uno de ellos me había rodeado con el brazo. El ropero gesticulaba airadamente ante mi asaltante.
– ¿Qué está pasando? ¡Suelte ese traje!
Cuando el ropero dio un paso más, el otro asaltante se volvió y le descargó un manotazo en la cara con mucha más fuerza que si le hubiera golpeado con el puño. Lo vi girar sobre sí mismo y caer de mala manera más allá del toldo.
Al dar en el suelo, el ropero emitió un gruñido muy agudo, como un maullido. Aprovechando la distracción, liberé mi brazo. Lancé el paraguas hacia atrás y corrí hacia la cortina de lluvia, que sentí como una pared de ladrillos contra mi cuerpo. Los dos asaltantes emprendieron mi persecución.
Torcí por la primera calle, esperando que la oscuridad de la tormenta me encubriera. Pero la pareja acortaba la distancia casi a la vez. Me volví para vigilarlos, y tropecé con un suelo irregular. Aunque me repuse, ellos estaban ahora peligrosamente cerca, y uno me rozaba la chaqueta con la mano. No me atreví a volver a mirar atrás.
Más adelante, una piara de cerdos devoraba la basura vespertina. Nuestra persecución los molestó, obligándolos a dispersarse. Un relámpago hendió el cielo y nos iluminó a todos. Me encontré jadeando y tomando aire al quedarme sin resuello. Se aproximaban a mis talones, y ciertamente me abordarían al cabo de un instante.
Tomé conciencia de la calle por la que íbamos y escuché un tintineo apagado. Eso me dio una idea. Giré en redondo y corrí hacia mis perseguidores. Los franceses, en su apresuramiento, se demoraron un momento para detenerse en medio del suelo resbaladizo.
Yo sabía que en Europa los ferrocarriles arrancaban de la periferia de la ciudad, y a lo largo de mi vida conocí a muchos visitantes de Otros países sorprendidos porque nuestros trenes iniciaban su recorrido desde el mismo centro de la localidad. Primero arrastrados por un tiro de los caballos más fuertes, y luego enganchados a una máquina. Cuando los hombres retrocedieron en mi dirección, les conduje hasta el rótulo en el que se leía: ATENCIÓN A LA LOCOMOTORA. Con dos franceses, confusos al verlo, hicieron precisamente lo que se indicaba, mirando hacia todas partes.
Corrí como un loco hasta que, finalmente, moderé el paso y observé el camino tras de mí. Ni un alma. Llovía algo menos. Me detuve. Estaba a salvo.
Entonces apareció la pareja, uno junto al otro, como demonio» emergiendo del gran Abismo.
Cuando ya caía en una terrible desesperación, surgió otra figura frente a mí. Al aproximarse, me sorprendió comprobar que era el negro mayor que había visto con anterioridad acompañando al barón y contemplándome escrutadoramente en la calle. Puesto que el joven esclavo del barón insistió en que éste no tenía empleados a otros negros, llegué, a considerar que aquel hombre podía ser cómplice de los dos matones franceses. ¡Y allí estaba, corriendo hacia mí!
No tenía adonde dirigirme sin hacerme vulnerable a los dos hombres que iban tras de mí o al que se acercaba por el frente. Decidí que contaba con más oportunidades si me enfrentaba a un solo hombre, y cargué en dirección a él. Cuando intenté rebasarlo me agarró del brazo y tiró de mí.
– ¡Por aquí! -me dijo, conteniéndome mientras yo me debatía.
Dejé que me condujera a una calle más oscura y estrecha. Ahora corríamos uno junto al otro. Desplazó su mano a mi espalda, ayudándome a mantenerme erguido.
Los hombres nos seguían. De pronto mi compañero empezó a cruzar por detrás y por delante de mí mientras corríamos.
– ¡Haga lo mismo! -me gritó.
Comprendiendo su propósito, seguí su ejemplo. En medio de la lluvia y de la oscuridad los dos matones no serían capaces de distinguir quién era quién.
Ahora se alejó de mí y, tras un momento de vacilación y confusión, uno de los matones fue tras él. El otro seguía mi camino con renovado vigor. Al menos el número de manos que podían estrangularme en cualquier momento había quedado reducido a la mitad. Ni siquiera tuve tiempo de pensar en la razón de que aquel extraño, al que yo consideraba adversario, me hubiera auxiliado frente a los asesinos.
Se había abierto una posibilidad de ventaja, pero debía actuar con rapidez. Miré atrás y vi al matón detenerse en plena carrera y levantar la pistola. La descarga resonó como un trueno. La bala me atravesó limpiamente el sombrero, que salió volando. La rabia en sus ojos y sus gruñidos a voz en grito me espantaban más que la pistola. Mi bastón de Malaca me resbaló varias veces en la mano a causa de la cortina de agua, y estuvo a punto de caérseme, pero no lo permití.
La lluvia amainaba y toda la tierra se tornó fangosa. Yo resbalaba y me deslizaba por las calles sin que mi solitario perseguidor cejara en su propósito. Traté de gritar reclamando ayuda, pero mi capacidad para emitir sonidos se malograba en la misma garganta, y aunque ambos renqueábamos a causa de la irregularidad del terreno, si me detenía me expondría a un grave riesgo. Además, con mi ropa empapada y desaliñada, con la cabeza descubierta, parecía un vagabundo salvaje, el mayor temor de los habitantes de la ciudad. Nadie acudiría en mi socorro esta vez. Buscando un refugio en el distrito de los negocios, descubrí la puerta de un gran almacén que había sido abierta de par en par por el viento. Corrí al interior y di con una escalera.
Subí a toda prisa al piso superior y choqué con una rueda recién pintada que me llegaba hasta el cuello. Entonces me di cuenta de dónde estaba.
Me rodeaban ruedas, calesas, estribos y ejes: había ido a parar a la fábrica de carruajes Curlett's, en Holliday. En el primer piso había una sala donde se exhibían y se vendían los últimos modelos de carruajes. Junto con la manufactura de pianos a unas manzanas de distancia, el edificio representaba una nueva idea: fábrica, almacén y punto de venta en un solo local.
– Hasta aquí hemos llegado, valiente -dijo una voz, hablando ahora en francés. El matón apareció en la puerta. Una sonrisa forzada se dibujó en medio de sus jadeos, y me dirigió una mirada salvaje-. Ya no hay adonde correr. A menos que quiera saltar por lo ventana.
– No pretendo tal cosa. Lo que quiero es que hablemos corno hombres civilizados. Yo no tengo la menor intención de evitar que aniden sus deudas con el barón.
Se acercó y yo me eché atrás. Me miró inquisitivamente.
– ¿Es eso lo que cree, monsieur? -Emitió una risa ahogada muy desagradable-. ¿Cree que estamos aquí para reclamar a un aprovechado unos pocos miles de francos? -preguntó, en tono ofendido-. La cosa va mucho más allá. Lo que está en juego es la futura paz de Francia.
– ¿El barón Dupin? ¿Un abogado en desgracia? ¿Que él tiene que ver con el futuro de Francia?
Mi rostro exteriorizó mi extrema confusión, y él me miró con airada impaciencia.
Con un brusco manotazo agarré la gigantesca rueda que había junto a mí y la empujé con las fuerzas que me restaban. Alargó la mano y la bota para detenerla y cayó a su lado, sin impulso ni daño.
Me lancé a través de la nave, pero sabía que él tenía razón: no había dónde ir. Aunque no hubiera estado mortalmente cansado y empapado, el almacén era un gigantesco espacio atiborrado de piezas de carruajes. Traté de saltar sobre una calesa a medio terminar, pero mi bota tropezó y me derrumbé, lo que suscitó el eco de una brutal risotada.
Al caer no fui a dar en el suelo; fue algo mucho peor que eso. Me había quedado enredado en una cuerda en torno a la trasera de un coche, que unía ciertas piezas aún no fijadas en el vehículo. Mientras empujaba y daba puntapiés para liberarme de la cuerda, me encontré con el cuello atrapado en un estrecho lazo. Sostuve el bastón con una mano, utilizando su extremo para agarrarme al carruaje que tenía detrás, y traté desesperadamente de soltarme de la confusa maraña de nudos alrededor de la cuerda que me presionaba el cuello. Pero a cada movimiento, apretaba más.
Los pasos pausados del hombre se acercaban. Montó en el coche, que aún no tenía techo. De pie por encima de mí y sonriéndose, con un súbito y resuelto movimiento apartó de un puntapié mi bastón. Aunque yo seguía aferrando un extremo, el otro, que había estado utilizando para agarrarme al carruaje, se había desplazado y ahora me encontré colgando. Cada vez que trataba de sujetarme a la trasera, con el bastón o con la mano, mi perseguidor se complacía en golpear más fuerte con el pie. Sintiendo que los nudos de aquel horrible lazo se estrechaban fatalmente en torno a mi cuello, introduje el cayado del bastón en el punto más ancho entre la cuerda y el cuello. Mientras tanto, moví los pies, pero las escasas pulgadas entre el extremo inferior de mi cuerpo y el suelo sencillamente no podían reducirse.
¡Ahorcarse en un carruaje! Casi podía compartir la sonrisa terrible dé mi verdugo ante semejante destino.
Mientras permanecía suspendido allí, agarré fuertemente el bastón con ambas manos, en una especie de plegaria desdichada y desesperanzada. Lo aferraba tan fuerte que en los poros de la madera quedaría más tarde una señal blanca de mis palmas húmedas. Apretando los párpados, me sorprendió sentir de repente que el bastón se abría paso, como si mis manos tuvieran la fuerza de cuatro hombres. La mitad se estaba desprendiendo a causa del tirón. El bastón, como advertí de inmediato, constaba realmente de dos partes diferenciadas, unidas en el centro. En la separación podía ver el brillo del acero.
Empujé con más fuerza y resultó que toda la mitad superior del bastón era una pieza deslizante que ocultaba un estoque. Un estoque de medio, no, de metro y medio de longitud una vez descubierto por completo.
– Poe -susurré, con el que pudo haber sido mi último aliento.
De inmediato corté el lazo en torno a mi cuello, y en cuanto estuve libre basculé hacia la trasera del coche, a la que me agarré con la mano desocupada.
Lo primero que vi al levantar la vista fue al francés encaramado in lo alto de la calesa, observando con curiosidad. En su confusión al descubrir mi arma, había dejado la pistola colgando junto a su costado. Con un grito penetrante, blandí el estoque por encima de mi cabeza. Le alcanzó en un lado del brazo. Luego, con los ojos cerrados, retiré el estoque y de nuevo lo impulsé hacia delante. Él dejó escapar Un chillido agudo.
Caí al suelo, de espalda. Mis botas se apoyaron en la trasera de la calesa. El matón, furioso y pálido, dando terribles voces a causa de su herida, abrió mucho los ojos mientras yo empujaba con ambas piernas, con toda mi fuerza. El carruaje a medio construir salió rodando por la nave y, tras salírsele una rueda del eje, volcó, quedando sobre el hombre como una gigantesca tumba. Una pieza del carruaje cortó una de las tuberías próximas, que dejó escapar un chorro de vapor, sumando su silbido a aquel caos.
Me puse en pie y devolví el estoque a su vaina. Pero la violenta emoción del triunfo no podía llevarme a casa ni sostenerme. Mi agotamiento y mi pierna dolorida se combinaron para impedirme ir más allá de tres metros del edificio antes de derrumbarme. Me incliné trabajosamente con ayuda del bastón que me había salvado la vida, inquieto por si el otro matón del que había escapado me encontraba en aquella situación de debilidad.
Se produjo un ruido en la puerta del almacén, que yo acababa de cerrar pocos momentos antes, y se dejó oír un lamento que revelaba temor.
– ¡Clark!
Oí mi nombre como un grito salido de mi propio aturdimiento. Sonó como si procediera de una gran distancia, pero sabía que estaba cerca.
Quizá fue el miedo terrible, el latido de mi cuerpo o la extrema fatiga que me abrumaba; acaso una combinación de todo eso. Cuando una mano me agarró, me rendí casi con un sentimiento de paz, al tiempo que sentía un fuerte golpe en un lado de la cabeza.
Me llegaban rumores de una conversación informal sumergidos en un zumbido lejano. Mi visión se fue aclarando hasta permitirme contemplar la escena. Los hombres bebían vino y cerveza, y el olor de tabaco mascado llenaba mi nariz con un picor desagradable. La habitación parecía idéntica a la taberna del hotel Ryan's, con el aspecto que pudo tener la tarde en que Poe llegó allí. Pensé en las inamistosas miradas de los whigs del Distrito Cuarto, al otro lado de la calle, frente al Ryan's, y me senté con el cuerpo erguido, pese a notar una oleada de vértigo.
Cuando un grupito de hombres pasó frente a unas velas, vi que todos eran de color: el tabernucho estaba poblado de negros, hombres y unas pocas mujeres con atuendo llamativo, y ahora yo podía apreciar que las ventanas tenían otra disposición que las del Ryan's. La espontánea mezcla de sexos me hizo recordar más a París que a Baltimore. En torno a mis hombros, que había sentido como si estuvieran constreñidos por una especie de inmovilizadora camisa de fuerza, había realmente un montón de sábanas pesadas y cálidas.
– Tiene mejor aspecto, señor Clark.
Me volví y vi al negro que había desviado a uno de los matones durante la persecución.
– ¿Quién es usted?
– Me llamo Edwin Hawkins.
Las sienes me palpitaban.
– ¿Fue uno de ellos quien me golpeó? -pregunté, frotándome un lado de la cabeza.
– No, hasta el momento nadie le ha golpeado, pero probablemente sintió que lo hacían. Cuando salió corriendo del almacén de carruajes, se desplomó apenas hubo recorrido unos metros. Se golpeó un lado de la cabeza contra el pavimento antes de que yo pudiera agarrarlo. Lo traje aquí para que no pudieran encontrarlo. El que andaba persiguiéndome desistió cuando pasamos bajo una farola y pudo ver que iba tras el hombre equivocado, pero apuesto a que continúa con su búsqueda.
– ¿Maté al hombre del almacén? -pregunté, evocando los acontecimientos con un escalofrío de horror.
– Salió en su busca y también cayó. Presentaba un corte la mar tic feo. Avisé a un médico para que lo atendiera… Usted no se proponía matarlo.
Miré en derredor con cautela. La tasca estaba en la trastienda de un comercio de comestibles para negros. Era uno de esos sitios, en puntos de la Ciudad Vieja como Liberty Alley, de los que a menudo la prensa reclamaba la prohibición, debido a sus perversas influencia» sobre las clases más pobres, a las que instigaban a observar conduelas desordenadas. Dos negros de piel clara intercambiaban confidencias en un rincón, y uno de ellos lanzaba ocasionalmente una mirada hacia mí. Miré a mi otro lado. No me extrañó advertir más miradas suspicaces. No era el único blanco allí, pues había varios de ellos, de las clases más pobres, compartiendo mesa con obreros negros. Pero resultaba del todo obvio que yo representaba algún tipo de inconveniente.
– Está a salvo, señor Clark -me dijo Edwin con notable tranquilidad-. Debe resguardarse de la lluvia un rato.
– ¿Por qué se arriesgó por mí? Ni siquiera me conoce.
– Tiene razón, señor Clark. Pero no lo hice por usted. Lo hice por alguien a quien conocí -replicó-. Lo hice por Edgar Poe.
Me quedé mirando el rostro que tenía ante mí, marcadamente anguloso y de hermosas facciones. Quizá pasaba unos pocos de los de los cuarenta y tenía arrugas propias de alguien mayor, pero sus ojos desprendían un fulgor más joven o, al menos, más inquieto.
– ¿Conoció usted a Edgar Poe?
– Sí, antes de ser liberado.
– ¿Era usted esclavo?
– Lo fui. -Me estudió y asintió pensativamente-. El esclavo del señor Poe.
Más de veinte años antes, Edwin Hawkins había sido esclavo en la casa de un pariente de Maria Clemm. La señora Clemm, llamada Muddy, era la tía y más tarde fue la suegra de Poe cuando éste se casó con su hija Sissy. A la muerte del amo de Edwin, la propiedad de este último pasó a Muddy, a la sazón residente en Baltimore.
Por la misma época, Edgar Poe había renunciado a su empleo de sargento primero del ejército, destinado en la fortaleza Monroe, en Virginia, convencido de que sería poeta, una vez completado en el cuartel su poema épico «Al Aaraaf». La lucha para lograr su baja en el ejército fue larga y decepcionante, pues Edgar Poe necesitó el consentimiento de dos partes igualmente estrictas: John Alian, su tutor, y sus superiores militares. Cuando al fin consiguió su propósito, Poe fue a vivir temporalmente con su tía Muddy y su numerosa familia en Baltimore. Eddie, como por entonces le llamaba casi todo el mundo, había ingresado en el ejército como Edgar A. Perry (el joven esclavo había oído a Poe pedirle a Muddy que recogiera el correo dirigido a ese nombre), al comienzo con la esperanza de cortar todos los vínculos con el señor Alian, quien se negaba a apoyar el deseo de Poe de publicar su poesía.
Entonces, aunque libre de las exigencias de Alian y de su servicio militar, Edgar Poe carecía de dinero y de ayuda para hacerse un lugar en el mundo.
Muddy, una mujer alta y saludable de cuarenta años, abrió las puertas de su casa a Eddie Poe como si fuera su hijo. A Edwin le pareció la clase de hombre al que le gustaba estar rodeado exclusivamente de mujeres. Absorbida por las enfermedades de la familia, Muddy pidió a su sobrino que se hiciera cargo del recién heredado esclavo y actuara como agente suyo en la venta de Edwin. Poe no tardó en llegar a un acuerdo para vender a Edwin a la familia de Henry Ridgeway -una familia negra- por cuarenta dólares.
Manifesté mi interés por los detalles del acuerdo. Por un esclavo varón, fuerte y joven, Poe podía haber recibido quinientos o seiscientos, posiblemente más. Edwin lo explicó:
– Nuestra legislación trata de obstaculizar la liberación de esclavos, haciendo que el proceso resulte costoso, con el consiguiente perjuicio para las economías domésticas. El señor Poe y su tía no disponían de tanto dinero. Pero ninguna ley prohíbe que una familia negra libre adquiera un esclavo, y tampoco hay ley que establezca un precio mínimo de venta. Vender un esclavo barato, quizá por el precio de una minuta de abogado, a un propietario negro era otra manera de liberar al esclavo, una manera de liberarme a mí, que es lo que hizo el señor Poe con aquel arreglo. Eso significaba también que podía permanecer en Baltimore: no es una ciudad perfecta, pero es mi hogar. Entre mi gente hay hombres que tienen sus esposas y sus hijos esclavos por la misma razón.
– Poe no escribió mucho sobre la cuestión de la esclavitud -dije-. No era un autor entregado a causas abolicionistas. -En realidad, siempre me pareció que a Poe no le gustaron en absoluto las causas, que consideraba automáticamente hipócritas-. Pero él hizo eso por usted, renunciando a unos cientos de dólares en una época en que carecía de apoyos y era pobre de solemnidad.
– No se trata de lo que escribe un hombre -replicó Edwin-. Especialmente un hombre que escribe para ganarse su dólar, que era lo que Poe estaba empezando a hacer por entonces. Se trata de lo que hace un hombre; eso dice quién es él. Yo sólo tenía veinte años. El señor Poe también tenía veinte; sólo era unos meses mayor que yo. Pensara lo que pensase de la esclavitud, no habló de ella en el breve tiempo que nos tratamos. Realmente no hablaba de nada. Era un hombre con pocas relaciones^ y si las tenía, no eran de amistad. Vio algo en mí y decidió, sin más, que me liberaría si pudiera.
»Nunca más volví a ver al señor Poe, pero nunca olvidé lo que hizo. Lo quise por eso y lo sigo queriendo, aunque lo conocí poco tiempo. Cuando me liberaron trabajé en varios periódicos locales Ahora ayudo a envolver los periódicos que se van a repartir en los diversos puntos de la ciudad. En uno de esos periódicos eché un vistazo a las quejas de usted a los editores acerca del momento de la muerte de Poe, de que Poe había sido utilizado por la prensa, y de que incluso su tumba no llevaba inscripción. Hasta entonces no supe dónde había sido enterrado. Cuando acabé el trabajo del día, fui allí y dejé un recuerdo en el lugar que usted describía.
– ¿La flor? ¿Fue usted quien la dejó?
Asintió.
– Recuerdo que Eddie iba siempre bien vestido, y que en ocasiones llevaba una flor blanca como aquélla en el ojal.
– Pero ¿adonde fue una vez que hubo depositado la flor?
– No es un cementerio para negros, como sabe, y atraería sospechas si rondaba por allí al caer la noche. Mientras estaba arrodillado junto a la tumba oí acercarse deprisa un carruaje, y me apresuré a marcharme.
– Era Peter Stuart, mi socio de bufete, que iba a ver dónde estaba yo.
– Después de eso, todos los días leía los periódicos por repartir, y vi otro artículo nada caballeroso acerca del carácter de Poe… Hace tiempo los Ridgeway me enseñaron a leer, y gracias a su diccionario Webster pude descifrar todas aquellas groserías. Me parece que a los vivos les gusta demostrar que son mejores que los muertos. Pasó mucho tiempo hasta que otro tipo, un extranjero, empezó a recorrer las redacciones de los periódicos, armando mucho ruido a propósito de Poe. Decía querer justicia para Poe, pero desde mi punto de vista se proponía excitar bajas emociones.
– Ése es el barón Dupin -expliqué.
– Hablé con ese hombre más de una vez, pidiéndole que respetara la memoria de Poe. Pero me recordó aquel dicho de que el muerto al hoyo… Sencillamente, se deshizo de mí o trató de convencerme de que podría ganarme un dinero si lo ayudaba.
Recordé el día que vi al barón con su brazo en el hombro de Edwin y pensé que estaban conspirando.
– Fue por entonces cuando volví a verlo a usted, señor Clark. Lo vi a usted y a ese barón cuando se dirigió a él y discutían sobre Poe. Decidí averiguar más sobre usted y lo seguí. Lo vi acompañar a aquel joven esclavo a la estación y defenderlo ante ese traficante, Hope Slatter.
– ¿Conoce a Slatter?
– Fue Slatter quien tramitó mi venta a mi segundo amo. Por entonces yo no tenía nada en contra de Slatter en particular, porque no era más que un chico y ésa era la vida que conocía. Él hacía su trabajo. Pero acudí a él una vez, años más tarde, para preguntarle quiénes eran mis padres, pues él los había vendido y separado, aunque prometía a todos los amos que nunca separaría a las familias. Slatter era el único hombre que lo sabía, pero se negó a responderme y me echó amenazándome con su bastón. Desde entonces nunca puedo levantar la vista cuando lo veo por la calle con sus ómnibus ruidosos, conduciendo esclavos a sus barcos. Es extraño, pero siempre lo relaciono en mi mente con Poe… Supongo que no llegué a penetrar en el corazón de ninguno de los dos, pero sé que uno me puso cadenas y el otro me las quitó.
»Presencié su desafío a Slatter. Me pareció que usted podría necesitar ayuda… y eso sucedió esta noche en plena tormenta. De nuevo lo seguí.
– Probablemente me ha salvado la vida, Edwin.
– Hábleme de esos hombres.
– Villanos de primer orden. El barón debe grandes cantidades de dinero a poderosos intereses, allá en París. Por eso busca aclarar el misterio de Poe, por dinero.
– ¿Y cuál es su relación con todo eso, señor Clark?
– ¡No tengo relación alguna con esos hombres que pretendían despacharme al otro mundo! Cualesquiera ideas que se han formado en sus mentes son pura fantasía. No me conocen de nada.
– Me refiero a su relación con todo el asunto en general. Dice que ese barón trata de desentrañar el misterio de Poe por mero interés. Muy bien. Y usted ¿qué persigue?
Pensé en las pasadas reacciones, en las miradas decepcionadas de los amigos que perdí, en Peter Stuart y Hattie Blum, y dudé en responder. Pero Edwin no parecía pretender juzgarme. Su carácter abierto me hacía sentir cómodo.
– Supongo que mis razones no son muy diferentes de las suyas al auxiliarme esta noche. Poe me liberó de la idea de que la vida debe seguir un camino fijo. Él era América…, una independencia que desafiaba el control, por más que mantenerse controlado lo hubiera beneficiado. De algún modo la verdad que hay en Poe es algo personal para mí, y de la mayor importancia.
– Entonces anímese, señor. Todavía le queda mucho por hacer a favor de la buena causa.
Edwin hizo una seña al camarero, quien puso ante mí una taza de té que desprendía vapor. No creo haber probado nunca algo tan maravilloso.
Mi regreso a casa fue más llevadero de lo que ustedes podrían imaginar después de una noche como aquélla. Me embargaba una sensación de alivio. Había dejado atrás a mis dos perseguidores, lejos, en algún lugar de Baltimore. Pero aquella nueva sensación de alivio se debió a algo más que eso, incluso a algo más que a la camaradería de Edwin.
El día había sido largo. Me vi transportado al sanctum del barón Dupin, me enteré del doloroso secreto del pasado de Auguste Duponte, descubrí algo de Poe a través de revelaciones relacionadas con el vestido y el bastón, y el pleno significado de todo eso aún lo estaba asimilando mi mente. Pero había sucedido algo más. Mientras recorría las calles, bajo una lluvia que ahora no pasaba de alguna neblina ocasional, vi aquella misma octavilla…, una hojita amarilla impresa en negro, colgando de las farolas por toda la ciudad. Había un vagabundo mirando una, bajo el mechero de gas, con las manos en los bolsillos de su raído traje.
Me paré frente a él y toqué el papel para asegurarme de que era real. Vi que el hombre tiritaba, me quité el abrigo, se lo di y se envolvió en él con un gesto de agradecimiento.
– ¿Qué dice?-preguntó.
Se quitó el torcido sombrero, que tenía la copa abollada. Comprendí que el indigente no sabía leer.
– Algo notable-comenté, y leí en voz alta, en un tono vibrante que hubiera rivalizado con una de las presentaciones del barón.
Vaya aspecto que debía presentar! Con mi traje hecho jirones, empapado, mal cortado y de otra talla, sin abrigo, con la cabeza descubierta y despeinado, apoyando mi cuerpo fatigado en el precioso pero maltrecho bastón de Malaca. La vista de mi persona en el espejo del vestíbulo principal de Glen Eliza parecía corresponder u otro mundo. Sonreía ante ese pensamiento mientras subía por la escalera.
– A Poe no lo atracaron -le dije a Duponte antes, incluso› de saludarlo-. Ahora veo adonde quería usted ir a parar. El bastón de Poe, este tipo de Malaca, tenía un estoque oculto en su interior. Según la prensa, había «jugado» con el bastón en el despacho del doctor Cárter, en Richmond. Esto significa que conocía la existencia del estoque. Si le hubieran robado la ropa o le hubieran hecho objeto de violencia, habría tratado de usarlo.
Duponte asintió. Quise explicarme más.
– Y la ropa. Su ropa, Duponte, debió quedar empapada a causa del mal tiempo el día en que fue descubierto. En toda la ciudad hay tiendas de ropa dispuestas a cambiar un traje por otro.
– El vestido es un artículo único -convino Duponte-. Es una de las pocas posesiones que pueden ser desdeñables y valiosas a un tiempo. Cuando está mojado, el atuendo carece de valor para quien lo lleva; pero, como la experiencia nos enseña, inevitablemente se seca, y entonces, a los ojos del ropero, es tan valioso como un traje seco del mismo tipo. El ropero sólo obtiene beneficio cuando más tarde lo vende.
Sobre la mesa había un montón de las octavillas amarillas que vi fuera. Tomé una.
– Está usted dispuesto -dije-. ¡Está dispuesto! ¿Cuándo imprimió todo eso, monsieur?
– Primero hay más cosas que hacer -replicó Duponte-. Por la mañana.
Leí de nuevo la octavilla. Duponte anunciaba al público que pronunciaría una conferencia en la que explicaría la muerte de Edgar A. Poe. Inspirador del célebre personaje de Dupin -se leía-. Analista de gran fama en París, descubridor del infame asesino de monsieur Lafarge, la célebre víctima por envenenamiento, presentará una exposición detallada de cuanto le ocurrió a Edgar A. Poe el 3 de octubre de 1849 en la dudad de Baltimore. Todos los hechos han sido reunidos como fruto de la investigación y la reflexión personal. Entrada libre.
A la mañana siguiente, día de la conferencia de Duponte, me fui antes de que éste se levantara, a fin de distribuir más octavillas. Las coloqué en muchas tiendas, puertas y postes. Mandé avisar a Edwin, quien, después de enterarse de quién era Duponte, accedió a difundir el aviso por varios barrios de la ciudad, mientras iba y venía repartiendo periódicos. Yo tendía las octavillas a los viandantes y observaba cómo sus rostros reaccionaban con interés mientras leían.
Cuando una mano se disponía a tomar una, levanté la vista para encontrarme con un rostro sombrío ante mí. Henry Herring agarró la octavilla y fijó sus ojos en mí por encima del borde del papel.
– ¿Qué significa todo esto, señor Clark?
– Ahora se entenderá todo -dije- acerca de la muerte de su primo.
– A decir verdad, apenas me considero emparentado con él.
– Entonces no tiene por qué preocuparse -respondí, recuperando la octavilla-. Pero sí estaba lo bastante próximo a él para haber sido una de las pocas personas que asistieron a su entierro.
Herring apretó los labios hasta reducirlos a una delgada línea.
– Usted no lo comprende.
– ¿Se refiere a Poe?
– Sí -rezongó-. ¿Sabe usted que cuando Eddie vivía aquí, en Baltimore, antes de casarse con Virginia, cortejó a mi hija? ¿Le informó su amigo Eddie de esa infame conducta? Le escribió poemas, uno detrás de otro, declarándole su amor -explicó en tono disgustado-. ¡Mi Elizabeth!
Herring empezó a producir chasquidos contrayendo la mejilla. Pero para entonces mi atención se había desplazado a otro lugar. Embargado aún por la emoción del día que se avecinaba, había estado imaginando la cara del barón Dupin al ver la octavilla…, suponiendo que los asaltantes franceses no hubieran caído sobre él. Henry Herring dijo unas pocas palabras más: consideraba de mal gusto ventilar los asuntos de un hombre muerto en circunstancias deshonrosas.
Me quedé mirando la rama de un árbol que se meneaba con el viento. Paseando la vista en derredor vi octavillas de Duponte en una gloriosa abundancia en todos los rincones. Eso fue lo que me produjo alarma.
Si el barón tenía noticias de la conferencia de Duponte y de las octavillas, ¿no enviaría a Bonjour y a cuantos bribones pudiera contratar para reventarla o para ahogarla con sus propios anuncios? Por lo menos haría eso. Desde su propia perspectiva, tan sólo sería algo gracioso. Pero ni uno solo de los anuncios había sido retirado. ¿Iba a permitir aquello el barón? ¿Iba a hacerse atrás con tanta facilidad…? A menos que…
– ¡El barón! -exclamé.
– ¿Adonde diablos va usted?
Herring me llamaba mientras yo me alejaba a todo correr.
– ¿Monsieur? ¡Monsieur Duponte!
Lo llamé mientras aún tenía en la mano el pomo de la puerta de mi casa. Atravesé a la carrera, ansiosamente, el vestíbulo principal, subí por la escalera e irrumpí en la biblioteca. No estaba allí. Supe que había ocurrido algo.
No, Duponte no estaba.
Oí los leves pasos de Daphne en la sala, con otro sirviente. Corrí tras ella y le pregunté dónde estaba Duponte.
Negó con la cabeza. Parecía asustada o quizá sólo desconcertada.
– Se fue con sus amigos, señor Clark.
No, no, pensé, con las palabras agarradas a mi pecho.
Un joven se presentó y dijo que el señor Duponte tenía una visita; pero como la persona estaba imposibilitada, el señor Duponte debería acudir a la puerta para verla. El carruaje aguardaba allí. Daphne replicó que sería mejor que el visitante se acercara a la puerta, como era costumbre. Pero el cochero insistió. Ella informó a Duponte, quien, después de dedicar al asunto alguna reflexión, acudió.
– ¿Y entonces? -la urgí a continuar.
Daphne parecía haber suavizado su animadversión hacia Duponte, pues sus ojos se empañaron y se los frotó ligeramente antes de proseguir:
– Había un hombre sentado en el coche, como un rey… No creo de ninguna manera que estuviera lisiado, pues se levantó en toda su estatura y tomó al señor Duponte del brazo. Y él…, señor…
– ¿Qué?
– ¡Era idéntico al señor Duponte! Como gemelos exactos, a fe mía. -Y diciendo esto se inclinó-. El señor Duponte montó en el] coche, pero con un temblor en la cara que daba pena. Como si supiera que dejaba algo tras él para siempre. ¡Cómo me hubiera gustado que estuviera usted aquí, señor Clark!
¡Yo había sido un bobo, un asno! ¡El barón no se había apoderado de nuestras octavillas anunciando la conferencia porque pensaba apoderarse del propio conferenciante!
No había rastro del barón en los hoteles que empecé a recorrer. Pero en primer lugar acudí a la policía para denunciar la desaparición de Auguste Duponte, y entregué el retrato pintado por Van Dantker, que le había quitado al barón. También facilité un dibujo, que esbocé a toda prisa, del barón y sus compinches, incluidos los diversos cocheros, mozos y mensajeros que en un momento u otro observé que había empleado. Luego, recibí un mensaje en el que se me citaba en la comisaría.
Aguardaba en su despacho el mismo oficial White con el que hablé a raíz de la muerte de Poe. Mantenía las manos fuertemente entrelazadas.
– ¿Ya lo han encontrado? ¿Han encontrado a Duponte?
– ¿O Dupin? -preguntó-. Esos retratos que nos dio nos ayudaron, señor Clark. Pero todos los empleados del hotel a los que interrogamos reconocieron a Duponte no como Duponte sino como Dupin. ¿Advierte sus semejanzas incluso en el dibujo que usted hizo a partir de la pintura?
Apenas podía contener mi agitación.
– La razón de que se parezcan es que el barón Dupin ha estado intentando, de manera flagrante, imitar a monsieur Duponte, y el artista, Van Dantker, era cómplice de la suplantación.
White cambió la posición de las manos y se aclaró la garganta.
– ¿Duponte pretendía ser Dupin?
– ¿Qué? No, no. Todo lo contrario, oficial White. Dupin quiere demostrar que él fue el modelo real para el personaje de Poe,…
– ¡Otra vez Poe! ¿Qué tiene esto que ver con él?
– ¡Muchísimo! ¿Sabe? Auguste Duponte es el modelo para el personaje de C. Auguste Dupin. Por eso ha venido. Para resolver el misterio de la muerte de Poe. Ha estado viviendo en mi casa y se ha dedicado a esa tarea, y por eso no se le ha visto mucho. Por no mencionar que la mayor parte de sus salidas las hace por la noche… Bien; el francés de Poe hace lo mismo. Mientras tanto, el barón Claude Dupin ha pretendido ser también el modelo de Dupin, al tiempo que imitaba a Duponte.
El oficial White levantó la mano para imponerme silencio.
– Está dando a entender qué Duponte es Dupin.
– ¡Sí! Bueno, la cosa es mucho más complicada que eso, ¿no? El harón Dupin trata de ser C. Auguste Dupin. Lo importante es, sencillamente, encontrar a ese hombre antes de que le ocurra algo malo.
– Quizá, si me permite la sugerencia, usted se ha limitado a ver a ese tipo, Dupin, y lo confunde con algún otro.
– Confundirlo… -dije, percatándome del significado de SUS palabras-. Yo no he imaginado la existencia de Auguste Duponte, señor. ¡No he imaginado a alguien que vivía, cenaba y se afeitaba en mi casa!
White meneó la cabeza y miró al suelo. Yo proseguí en un tono grave y serio:
– Dupin es el que mueve los hilos de esto. ¡Debe ser detenido a toda costa! ¡Es peligroso, oficial White! Ha raptado a un raro genio y ya puede haberle causado algún daño. Difundirá su falsa versión de lo que hubo tras la muerte de Poe. ¿Es que nada de eso le preocupa?
Estaba claro que no. Y no había nada que hacer, por el momento, salvo proseguir mi obstinada búsqueda.
Me preguntaba qué hubiera pasado de haber sido yo más consciente de la maldad humana en estos tiempos. Si hubiera sido capaz de prever aquellos siniestros planes secretos… Si hubiera sabido permanecer cerca de Duponte en todo momento, de llevarlo físicamente a la sala de conferencias, en caso necesario… Porque con toda su fuerza, Duponte nada podía frente al barón y a Bonjour amenazando su vida, y me lo imaginé, tal como lo describió mi doméstica, acompañándolos sin oponer la menor resistencia. Qué hubiera significado para el legado de Poe que Duponte hablara aquella noche. Pero semejante pregunta es pura especulación.
La hora de la conferencia se acercaba, y yo caminaba por la calle con expresión apesadumbrada. Me proponía conseguir un lugar apropiado en el liceo, y me sobresalté al ver un hervidero de gente que se empujaba para entrar en la sala. Toqué en el brazo a uno de los hombres que guardaban cola y le pregunté:
– Los organizadores del liceo ¿no han suspendido la conferencia de esta noche?
– ¡De ninguna manera!
– ¿Se refiere usted a la conferencia prevista? ¿Sobre la muerte de Poe?
– ¡Desde luego! -dijo-. ¿O creía usted que Emerson había venido a la ciudad?
«Duponte -me dije, y respiré hondo-. ¿Se ha librado, después de todo? ¿Ha venido?»
– Sólo -apostilló el hombre- que se ha producido un cambio. Ahora hay que pagar entrada.
– ¡Imposible!
El otro asintió con resignación.
– No importa. Es el «Dupin» original, ¿sabe? Vale la pena pagar dólar y medio.
Me lo quedé mirando. Llevaba orgullosamente un ejemplar de los cuentos de Poe.
– Esto tendrá que estar bien -dijo.
Corrí a la cabecera del gentío y me abrí paso al interior, ignorando al portero que me exigía la entrada.
Allí, detrás del escenario, sentado, erguido, Auguste Duponte aguardaba tranquilamente, solo y en actitud contemplativa. Seguí mirando con renovada fe y sentimientos de triunfo y reverencia.
– ¿Cómo…? -pregunté, acercándome.
– Bienvenido -dijo, dirigiéndome una mirada distraída, y luego la vista en derredor, como esperando algo más importante-. Me satisface, amigo Quentin, que sea usted testigo de un hecho histórico.
No era Duponte.
Si con anterioridad su imitación de Duponte había sido notable, su metamorfosis resultaba ahora terroríficamente completa. Incluso los ojos encerraban algo del espíritu de Duponte.
– ¡Barón! No permitiré que esto siga adelante, tenga la seguridad!
Y agarré mi bastón de Malaca, poniéndolo delante de mí.
– ¿Y qué piensa hacer? -Su mirada se posó despacio en mí-. Usted y Duponte me han hecho un favor, ¿sabe? Yo ya había recogido el dinero de la suscripción a la conferencia que iba a dar dentro de unos días, y también me embolso el de las entradas de hoy.
Me sorprendió, una vez mi mente se hubo adaptado a la situación, no ver rastro de Bonjour a su alrededor. ¿Iba a permanecer el barón tan desprotegido? Supuse que alguien tenía que vigilar a Duponte, a menos que hubieran… No, ni siquiera el barón podría hacerlo. Se trataba de un hombre desarmado.
– Le diré la verdad, toda la verdad, amigo Quentin. En un momento dado creí que el juego había terminado. Que Duponte era demasiado inteligente para mí. Por la expresión de su cara deduzco que le cuesta creerlo. Pues sí, creí por alguna razón que él prevalecería. Pero ha perdido su última oportunidad, y ahora puede yacer profundamente y morir.
– ¿Dónde está? -inquirí-. ¿Qué le ha hecho?
En el rostro del barón se dibujó una sonrisa diabólica.
– ¿Qué quiere decir?
– ¡Le voy a echar la policía encima! ¡De ésta no escapará! -Opté por tratar de obtener de él alguna información y, además, minar su confianza en sí mismo-. Usted sabe que, dondequiera que esté y por más que lo retenga, Duponte encontrará una vía de escape. Irá por usted con toda su ira. Lo detendrá en el último momento y vencerá.
El barón rió para sí. No reveló nada, pero su inseguridad se manifestó en una contracción del labio.
– Monsieur Clark, ¿tiene idea de los obstáculos que he debido! superar para llegar a este día? La policía de Baltimore no me plantea! ningún problema. Hoy alcanzo una meta. Hoy es el día de vencer o morir y acabar con todo esto. A menos que usted lo impida, porque usted es el único que ahora puede hacerlo… No, claro que no lo hará. Yo dejaré de vivir a la sombra; a la sombra de mis enemigos o de Auguste Duponte. Hay veces en que el genio, como el de Duponte, debe quitarse el sombrero ante la astucia. Este día significará mi pasaporte de nuevo a la gloria.
El barón siguió al director del liceo al escenario y al podio. Miré a1 alrededor desesperadamente, tratando de comprender qué debía hacer, pero me encontré sumido en un revoltijo mental. Finalmente me abrí paso hasta el escenario y traté al menos de impedir el acceso del barón al podio. Entonces vi la muchedumbre -no; mejor llamarla la masa, la suma de miradas fijas de la gente, interminable e informe- y comprendí por qué el barón no necesitaba a Bonjour a su lado para que lo protegiera. En medio de una multitud estaba seguro. Estaba a punto de verse de nuevo legitimado a los ojos del mundo.
Al fondo, un empleado del liceo estaba colocando una luz, haciéndola oscilar intermitentemente, y la sala a oscuras acentuó la confusión de mis sensaciones. Lo único que pude hacer fue gritar que se suspendiera la conferencia y oí murmullos de desagrado como respuesta.
Había perdido la capacidad de articular y de discurrir lógicamente. Grité algo sobre la justicia. Me abrí paso a empujones y recibí otros tantos como respuesta. En algún punto, en medio de la niebla de mi memoria, pude ver el rostro de Tindley, el portero del club whig, de pie entre el gentío. Una sombrilla roja giraba en el horizonte de mi visión. Vi caras: Henry Herring, Peter Stuart, que se abría paso entre la ansiosa muchedumbre para acercarse a la primera fila. También estaban allí el anciano empleado del ateneo, apretujado en su asiento, y los editores de los principales periódicos. En algún momento, en medio de todo esto, en el ir y venir de la luz, la vi: la sonrisa, la peculiar sonrisa picara, afilada como una navaja, que Duponte había mantenido para Van Dantker, y que ahora aparecía imitada con toda precisión en el rostro del barón. Entonces se produjo un ruido, el único ruido que podía sobreponerse al clamor excitado que provocó mi interrupción. Fue como el estampido de un cañón. Este primer estruendo hizo que las luces del escenario se estrellaran contra el suelo, sumiendo todo el local en tinieblas. Y luego se produjo otro.
Retrocedí de un salto en medio de un mar de gritos y chillidos femeninos, desatados tras los disparos. Temblé a causa de un súbito escalofrío, y por algún instinto macabro me llevé la mano al pecho. Sólo recuerdo fragmentariamente lo que sigue:
El barón Dupin encima de mí y ambos cayendo juntos en un embrollo sangriento, derribando el podio en ese trance…, su camisa teñida con un amplio óvalo cuyo reborde presentaba un espeso tono oscuro, el color de la muerte…, el gruñido, las manos que se aferraban desesperada, apasionadamente a mi cuello…, un terrible peso sobre mi cuerpo.
Luego ambos nos fuimos hundiendo, hundiendo en la inconsciencia.
<a l:href="#_ftnref5">[5]</a>Véase nota de p. 52.