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Después de que Dubán fuera enviado a solicitar un encuentro con Cranat, la viuda de Eber, Fidelma y Eadulf fueron informados de que ésta se reuniría con ellos al cabo de media hora en la sala de asambleas.
Crón ya estaba allí cuando ellos entraron, sentada en la silla de su cargo. Delante de ella, justo bajo la tarima, estaban los mismos asientos que antes. Fidelma se dio cuenta de que esta vez se había colocado una segunda silla junto a la de Crón. Ella y Eadulf apenas habían llegado a sus sitios cuando entró una mujer muy estirada, con expresión impávida. No les dirigió la mirada, ni hizo ademán alguno de saludarlos, avanzó hacia la silla vacía y se sentó junto a su hija.
Por ser una mujer cercana a la cincuentena, Cranat todavía era atractiva y conservaba una buena figura. Había algo aristocrático en su rostro ovalado, su piel blanca y delicada. Su cabello rubio no tenía canas y lo llevaba largo y suelto hasta más allá de los hombros. Tenía las manos bien formadas, con dedos largos y delgados. Fidelma observó que las uñas estaban bien cortadas, redondas y pintadas de color carmín. Llevaba los párpados pintados de negro con zumo de baya, y una pizca de ruam, el zumo de los frutos del saúco resaltaba sus mejillas con un color rojizo. Fidelma también percibió que a Cranat no le importaba pasarse con el perfume; un fuerte olor a rosas impregnaba el aire a su alrededor. Cranat se sentó con ademán regio.
Llevaba un vestido de seda roja ribeteado con oro y unos brazaletes de plata y bronce blanco adornaban sus brazos; una gargantilla de oro le rodeaba el cuello. Era evidente que poseía riquezas y su porte mostraba que también tenía una posición, no era solamente la mujer del jefe de Araglin.
Fidelma se quedó unos momentos esperando a que Cranat los saludara, al menos levantando la mirada.
Finalmente, fue Crón, la tánaiste, quien rompió el silencio al hablar, sin levantarse de la silla.
– Madre, ésta es Fidelma, la abogada que está aquí para juzgar a Móen.
Entonces Cranat levantó la cabeza y Fidelma se encontró con los mismos ojos azules y fríos de la hija.
– Mi madre -continuó Crón-, Cranat de los Déisi.
Fidelma no se inmutó: en la presentación, la razón del porte de Cranat quedaba explicada. Según la leyenda, durante el reinado de Cormac mac Airt, la rama de los Déisi fue desterrada de sus ancestrales tierras alrededor de Tara. Algunos habían huido a la tierra de los bretones y otros se habían establecido en el reino de Muman, donde se habían dividido en dos ramas: los Déisi del norte y los del sur. Que Crón hubiera presentado a su madre como «de los Déisi» significaba que Cranat era hija de un príncipe. Pero eso no era excusa para negarse a dar la bienvenida o a saludar a Fidelma. Fidelma se sonrojó irritada. Había consentido ese insulto a su rango y posición una vez. No podía hacerlo una segunda vez, si quería mantener el control sobre la investigación.
En lugar de sentarse, subió despacio a la tarima y se situó al mismo nivel que Crón y Cranat.
– Eadulf, colocad una silla para mí aquí -ordenó con frialdad.
La mirada de sorpresa de Cranat y Crón indicó que no estaban habituadas a que nadie desafiara su autoridad.
Eadulf, intentando ocultar su sonrisa, ya que sabía cuánto le gustaba a Fidelma dejar claras las normas de protocolo cuando no se cumplían, se apresuró a coger una silla y a colocarla donde le había indicado Fidelma. Sabía que a la abogada le importaban poco las formalidades. Sólo cuando la gente hacía uso del protocolo para demostrar con malos modos su autoridad, se valía de su posición para ponerlos en su sitio.
– ¡Hermana, qué hacéis!
Fue la primera frase que pronunció Cranat, expresada en tono escandalizado.
Fidelma había tomado asiento y contemplaba a la viuda del jefe.
– ¿Qué decíais, Cranat de Araglin? -preguntó haciendo el justo énfasis en el título.
Cranat tragó saliva, incapaz de replicar.
– Mi madre es… -empezó Crón, pero se detuvo cuando Fidelma se giró para mirarla-. Ah… -de repente se dio cuenta de la formalidad. Se giró enseguida hacia su madre-. He olvidado deciros que sor Fidelma no sólo es abogada sino que es hermana de Colgú de Cashel.
Antes de que Cranat pudiera digerir esta información, Fidelma se inclinó hacia delante. Se puso a hablar con afabilidad pero con voz firme.
– Mi parentesco aparte, y sin tener en cuenta que mi hermano es el rey -hizo una pausa, con la cual destrozaba la pretendida realeza de Cranat-, tengo estudios hasta el nivel de anruth y me está permitido sentarme en presencia del Rey Supremo de los cinco reinos y hablar con él al mismo nivel.
La boca de Cranat no era más que una delgada y apretada línea. Clavó sus ojos glaciales en otro lugar de la sala.
– Ahora -Fidelma se reclinó y sonrió ampliamente. Su voz denotaba cierta irritación-. Ahora, dejemos a un lado los tediosos asuntos protocolarios, que hay cosas más importantes.
Una vez más, Fidelma reprendía a Cranat y Crón por sus pretensiones y ellas lo sabían. Permanecían sentadas en silencio, ya que no había respuesta adecuada.
– Tengo que haceros algunas preguntas, Cranat.
La mujer, rígida en su asiento, resopló. No se dignó a mirar directamente a Fidelma.
– Entonces estoy segura de que las haréis -replicó sin gracia.
– Me han dicho que fuisteis vos la que pidió un brehon a mi hermano en Cashel. Me han dicho que decidisteis pedir ayuda a Cashel sin el conocimiento y la aprobación de vuestra hija, que es tánaiste. ¿Por qué?
– Mi hija es joven -dijo Cranat-. Carece de experiencia en leyes y política. Creo que este asunto ha de ser tratado correctamente, para que no quede ningún estigma en la familia de Araglin.
– ¿Por qué iba a suceder eso?
– La naturaleza de la criatura que cometió los crímenes, y el hecho de que fuera hijo adoptivo de Teafa, podrían dar motivo a la gente para hablar mal de la casa de Araglin.
A Fidelma le pareció que era una explicación razonable.
– Entonces regresemos a la mañana de hace seis noches cuando os enterasteis de la muerte de vuestro marido, Eber.
– Yo ya he explicado lo que sucedió -interrumpió Crón rápidamente.
Fidelma chasqueó la lengua molesta.
– Vos me habéis contado los acontecimientos tal como los veis. Ahora le estoy preguntando a vuestra madre.
– Hay poco que decir -dijo Cranat-. Me despertó mi hija.
– ¿A qué hora?
– Justo cuando salía el sol, creo.
– ¿Y qué sucedió?
– Me dijo que Eber había sido asesinado y que Móen había cometido el terrible crimen. Me vestí y me reuní con ella aquí, en la sala de asambleas. Cuando estaba aquí, entró Dubán para decir que Teafa también había sido encontrada muerta a cuchilladas.
– ¿Fuisteis a ver el cuerpo de Eber?
Cranat sacudió la cabeza en señal de negación.
– ¿No fuisteis a rendir vuestros últimos respetos a vuestro marido muerto? -preguntó Fidelma con un tono de sorpresa.
– Mi madre estaba disgustada -intervino Crón a la defensiva.
Fidelma seguía sosteniendo la mirada fría y azul de Cranat.
– ¿Estabais disgustada?
– Estaba disgustada -repitió Cranat.
Instintivamente, Fidelma sabía que Cranat se aferraba a la excusa fácil que le había proporcionado su hija.
– Decidme, ¿por qué no compartíais el dormitorio con vuestro marido?
Se oyó un jadeo de indignación procedente de Crón.
– ¿Cómo os atrevéis a preguntar semejante impertinencia…? -empezó a preguntar.
Fidelma giró la cabeza y miró a Crón entornando los ojos.
– Me atrevo -respondió impasible- porque soy abogada de los tribunales y no hay ninguna pregunta impertinente si con ella se busca la verdad. Yo creo, Crón de Araglin, que todavía tenéis mucho que aprender de la sabiduría y los deberes de un jefe. Vuestra madre actuó correctamente al pedir un brehon a Cashel.
Crón tragó saliva, estaba ruborizada. Antes de poder pensar una respuesta adecuada, Fidelma ya se había vuelto a girar hacia Cranat.
– ¿Bien, señora? -inquirió secamente.
La expresión glacial de Cranat la desafió por un momento, pero los ojos verdes y llameantes de Fidelma aceptaron el reto y no se intimidaron. Cranat dejó caer los hombros resignada.
– Hacía muchos años que no compartía el lecho con mi marido -respondió calmada.
– ¿Por qué?
Las manos de Cranat se movían agitadas en su regazo.
– Nos fuimos distanciando… de esta manera.
– ¿Y eso no os molestaba?
– No.
– Y, según parece, a Eber tampoco.
– No sé qué queréis decir.
– Conocéis las leyes del matrimonio tan bien como yo. Si había problemas sexuales entre ambos, cualquiera de las partes podía haber pedido el divorcio.
Cranat se sonrojó.
Crón lanzó una mirada hacia Eadulf, que estaba sentado impasible.
– ¿El sajón ha de quedarse a escuchar esto? -inquirió la dama.
Eadulf, algo turbado, empezó a levantarse.
Fidelma le hizo señal de que volviera a sentarse.
– Él está aquí para observar cómo funciona nuestro sistema legal. No hay nada de qué avergonzarse ante la ley.
– Teníamos un convenio amistoso -continuó Cranat, dándose cuenta de que su hija y ella se habían encontrado con alguien más voluntarioso que ellas-. No había necesidad de divorcio o de separación.
– ¿No? Si uno de los dos era incapaz de mantener relaciones sexuales, os podíais haber divorciado legalmente con facilidad. Los problemas de infertilidad o de impotencia también quedan igualmente contemplados.
– Mi madre conoce la ley -interrumpió Crón indignada-. ¿No podríamos dejarlo en que mi padre y mi madre simplemente preferían dormir separados?
– Aceptaré eso -admitió Fidelma-, aunque me resultaría más fácil entenderlo si conociera una razón.
– La razón era que preferíamos dormir separados -insistió con fuerza Cranat.
– ¿Así que seguisteis siendo un matrimonio en todo lo demás?
– Sí.
– ¿Y vuestro marido no intentó tomar una mujer de menor posición, una concubina?
– Eso está prohibido -espetó Crón.
– ¿Prohibido? -dijo Fidelma sorprendida-. Nuestras leyes son bastante específicas y la poligamia todavía es aceptada en el Cáin Lánamna. Un hombre puede tener una mujer principal y su concubina, que tiene, según la ley, la mitad del estatus y de los derechos de la mujer del jefe.
– ¿Cómo podéis aprobar esto? -inquirió Crón-. Sois una hermana de la fe.
Fidelma la miró con ecuanimidad.
– ¿Quién dice que lo apruebo? Simplemente os menciono la ley de los cinco reinos que está vigente hoy en día. Y yo soy una abogada de la ley. Me sorprende que aquí, en una comunidad rural, se desapruebe esto. En las zonas rurales, suelen conservarse las antiguas leyes y costumbres de nuestra gente.
– El padre Gormán dice que es malo tener más de una esposa.
– Ah, el padre Gormán. Otra vez el padre Gormán. Parece que ese buen padre ejerce una gran influencia sobre esta comunidad. Es cierto que en la nueva fe, muchos se oponen a la poligamia, pero con poco éxito de momento. De hecho, el scriptor del texto legal, el Berta Crólige, encuentra justificación de la poligamia en los textos del Antiguo Testamento. Se argumenta que si el pueblo elegido por Dios vivía en la pluralidad de uniones, ¿cómo podemos nosotros, gentiles, discrepar de ello?
Cranat hizo un curioso sonido de desaprobación chasqueando la lengua.
– Podéis discutir vuestra teología con el padre Gormán cuando regrese. Eber no necesitaba otras esposas ni concubinas. Aquí vivimos en familia, y nuestra buena relación no tiene nada que ver con esta muerte, puesto que se ha identificado claramente al asesino.
– Ah, sí -dijo Fidelma, como si se hubiera distraído-. Volvamos a ese asunto…
– No sé más que lo que os he dicho -espetó Cranat-. Me enteré de la muerte de Eber por otros.
– Y, como dice vuestra hija, estabais disgustada.
– Sí.
– Pero teníais la mente lo suficientemente clara como para ordenar al joven guerrero Crítán que cabalgara hasta Cashel a pedir que enviaran aquí un brehon.
– Yo era la mujer del jefe. Tenía que cumplir con mi deber.
– ¿Os sorprendió saber que era Móen quien había asesinado a vuestro marido?
– ¿Sorprendida? No. Triste, quizás. Era inevitable que esa bestia salvaje se volviera contra alguien tarde o temprano.
– ¿No os gustaba Móen?
La viuda de Eber arqueó las cejas perpleja.
– ¿Gustar? ¿Cómo podía alguien siquiera conocer a Móen? -preguntó la dama.
– Quizá no tanto como «conocer», en el sentido de entender sus pensamientos, sus deseos y ambiciones. ¿Pero teníais algún contacto a diario con él?
– ¿Consideráis que esa criatura tiene la misma sensibilidad que una persona normal? -inquirió Crón con desprecio, interrumpiendo.
– Que no vea, ni oiga ni hable no significa que no tenga sensibilidad -corrigió Fidelma-. Vos, Cranat, habéis visto crecer a Móen.
Cranat apretó los labios con amargura.
– Sí. Pero no conocía a esa criatura desgraciada. He visto crecer a los cerdos. Eso no significa que los conozca.
Fidelma sonrió levemente.
– ¿Lo que queréis decir es que considerabais a Móen más como un animal que como un ser humano? ¿Entonces no tenía nada que ver con vuestra vida?
– Vos lo habéis dicho -admitió.
– Simplemente intento entender vuestra actitud respecto a Móen. Dejadme entonces que os pregunte esto: ¿cuál era vuestra actitud respecto a Teafa? Me han dicho que, al menos ella, sí conseguía comunicarse con él.
– ¿Se comunica el pastor con sus ovejas?
– También me han dicho que no os llevabais bien con Teafa.
– ¿Quién os ha dicho semejante cosa?
– ¿Negáis que así fuera?
Cranat dudó y se encogió de hombros.
– Tuvimos nuestras diferencias estos últimos años.
– ¿Con qué motivo?
– Me sugirió que tenía que divorciarme de Eber y perder mi estatus de esposa del jefe. Era una mujer que me daba pena. Aunque, desde luego, tenía motivos para sentirse desgraciada.
– ¿Desgraciada? ¿Por qué?
– Ya no estaba en edad casadera, estaba descontenta con la vida y, para mayor frustración, había adoptado al huérfano Móen, que no podía corresponderle como ella quería.
– Sin embargo, ella era la hermana de vuestro marido.
– Teafa prefería estar sola. A veces acudía a las fiestas religiosas de aquí, pero no estaba de acuerdo con la interpretación de la fe que hace el padre Gormán. Era una solitaria, aunque su cabaña estuviera a sólo treinta yardas de aquí.
– ¿Qué razón tendría Móen para matar a Eber?
Cranat extendió los brazos.
– Como he dicho antes, no puedo saber lo que piensa un animal salvaje.
– ¿Y es así cómo veíais a Móen? ¿Simplemente como un animal salvaje?
– ¿Cómo sino podía ver a esa criatura?
– Entiendo. ¿Fue así como lo ha tratado la familia de Teafa durante todos estos años? ¿Como un animal salvaje? -preguntó Fidelma sin hacer caso de la pregunta de Cranat.
Crón decidió contestar por su madre.
– Fue tratado como cualquier otro animal del rath. Quizá mejor. Lo tratan bien, sin crueldad, ¿de qué otra manera podría tratársele?
– Y, si os he interpretado correctamente, atribuís sus acciones, después de todos estos años, a algún brusco instinto animal.
– ¿A qué sino?
– Se necesita ser un animal taimado para coger un cuchillo, matar a la persona que lo ha cuidado durante toda la vida y dirigirse a las habitaciones de Eber y matarlo también.
– ¿Quién ha dicho que los animales no sean astutos? -respondió Crón.
Cranat hizo una mueca como señal de aprobación.
– A mí me parece, joven, que estáis buscando la manera de exonerar a Móen. ¿Por qué?
De repente Fidelma se levantó.
– Simplemente busco la verdad. Yo no soy responsable de cómo veáis las cosas, Cranat de Araglin. Tengo un trabajo que realizar, de acuerdo con mi juramento como abogada de los tribunales de los cinco reinos. Ese trabajo no consiste solamente en determinar quién es culpable de infringir la ley sino también por qué se ha infringido, para que la evaluación de culpabilidad y de compensación se hagan de forma adecuada. Y por ahora, he terminado.
Eadulf percibió la expresión de indignación en los rostros de madre e hija. Si las miradas matasen, Fidelma estaría muerta antes de levantarse y descender de la tarima. Sin darse cuenta, se dirigió hacia las puertas de la sala de asambleas, y Eadulf, que también se había levantado, la siguió.
Una vez fuera, Fidelma se detuvo. Se quedaron un rato en silencio.
– No parece que os gusten mucho Cranat y su hija -observó Eadulf con sequedad.
Los ojos de Fidelma centelleaban cuando se giró hacia él pero entonces sonrió traviesa.
– Tengo un gran defecto, Eadulf, y lo admito. Soy intolerante con ciertas actitudes. La altivez es una de las cosas que me obliga a prejuzgar a la gente. Respondo de la misma manera. Me temo que no puedo obedecer a eso de «poner la otra mejilla». Creo que esa enseñanza es sólo una invitación a cometer más daños.
– Bueno, al menos reconocéis vuestro defecto -replicó Eadulf-. No hay mayor defecto que no ser consciente de ninguno.
Fidelma sonrió burlonamente.
– Os estáis convirtiendo en un filósofo, Eadulf de Seaxmund's Ham. Pero hay algo importante que hemos aprendido de este choque de temperamentos; no hay que confiar en Cranat.
– ¿Por qué no?
– Estaba demasiado disgustada para rendir sus últimos respetos al cuerpo de su marido, siquiera para ver el cuerpo, pero fue lo bastante fuerte y cumplidora del deber para enviar un mensajero a Cashel, porque no confiaba en los conocimiento legales de su hija inexperta. Me parece extraño.
Dirigió la mirada a la capilla. Eadulf siguió su mirada. La puerta estaba abierta.
– ¿Me pregunto si el temible padre Gormán habrá regresado? -musitó. Después decidió dirigirse allí y llamó a Eadulf.
– Venid, vamos a ver.
Eadulf emitió un gruñido mientras se apresuraba tras ella, ya que, por la imagen que se había hecho, sabía que el sacerdote no iba a ser del agrado de Fidelma.
Había unas velas encendidas en la capilla envuelta en la penumbra. La fragancia del incienso los sorprendió inmediatamente; impregnaba todo el edificio revestido de paneles de pino pulido. El perfume era demasiado fuerte. Fidelma echó rápidamente una mirada a aquel interior opulento. En las paredes había iconos enmarcados con oro y una exquisita cruz de plata con piedras preciosas incrustadas se erguía en el altar, detrás de un cáliz de plata. No había asientos en la iglesia, pues era costumbre que la congregación permaneciera de pie durante los servicios. El aroma que lo impregnaba todo procedía de unas velas perfumadas encendidas. Ciertamente, el padre Gormán podía jactarse de tener una iglesia y una congregación fastuosas.
Un hombre estaba arrodillado rezando. Fidelma se detuvo en el fondo de la capilla, Eadulf estaba a su lado. El hombre pareció notar su presencia, pues miró por encima del hombro, se giró para acabar su oración y se santiguó. Entonces se puso de pie y fue a saludarlos.
El padre Gormán era alto, con una figura un tanto femenina, pero con tez morena, rostro carnoso, labios gruesos y rojos y cabello cano con entradas. Quedaban señales de su atractivo juvenil, aunque Fidelma tuvo la impresión de que era un hombre de mediana edad, disoluto, que no encajaba con la idea que ella se había formado de un apasionado pero buen sacerdote romano. Los saludó con una voz tan profunda y retumbante que todavía debía creer en la promesa del fuego del infierno y su condena. Fidelma se percató, sin sorprenderse, de que llevaba la corona spina en su coronilla, la marca de un clérigo que sigue las costumbres romanas y no las de la Iglesia irlandesa. Curiosamente, Fidelma se dio cuenta de que llevaba guantes de cuero.
Su mirada pareció suavizarse cuando vio la tonsura romana de Eadulf.
– Saludos, hermano -espetó-. ¿Así que tenemos entre nosotros a uno que sigue el camino de la verdadera sabiduría?
Eadulf se quedó entonces turbado por aquella bienvenida.
– Soy Eadulf de Seaxmund's Ham. No esperaba encontrar una capilla tan rica en estas montañas.
El padre Gormán se puso a reír con calidez.
– La tierra provee, hermano mío. La tierra provee a los que siguen la verdadera fe.
– ¿Padre Gormán? -interrumpió Fidelma antes de que la conversación continuara por donde la había encaminado el sacerdote-. Yo soy Fidelma de Kildare.
Los ojos castaños del hombre centellearon evaluándola.
– Ah, sí. Dubán me ha hablado de vos, hermana. Bienvenida a mi capillita. Cill Uird, la llamo, la iglesia del ritual, ya que es a través del ritual que vivimos la auténtica vida cristiana. Dios bendiga vuestra llegada, santifique vuestra estancia y os conceda paz en vuestra partida.
Fidelma inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.
– Nos gustaría contar con algunos minutos de vuestro tiempo, padre. Sin duda ya conocéis el motivo de nuestra visita.
– Así es -admitió el sacerdote.
El padre Gormán hizo un gesto para que lo siguieran, y los condujo, atravesando la capilla, a una pequeña habitación lateral que resultó ser la sacristía. Había un banco, sobre el que descansaba una capa de varios colores. Delante había una silla. Retiró la capa en silencio y les indicó que podían sentarse en el banco y él se acomodó en la silla, al tiempo que se iba quitando los guantes.
– ¿Me perdonan? -dijo, percibiendo la mirada inquisitiva de Fidelma-. Acabo de regresar al rath. Siempre llevo guantes cuando cabalgo, para protegerme las manos.
– No es frecuente un sacerdote con montura -advirtió Eadulf.
El padre Gormán rió entre dientes.
– Tengo seguidores que son ricos y han hecho donación de un caballo para mi comodidad, ya que tardaría varios días en ocuparme de mi rebaño si tuviera que hacerlo todo a pie. Y ahora, no hablemos más de mí. Os vi a ambos en la abadía de Hilda, con motivo del concilio que tuvo lugar allí.
– ¿Vos estabais en Witebia? -preguntó Eadulf asombrado.
El padre Gormán asintió con la cabeza.
– Sin duda. Os vi a ambos, pero vos no me recordaréis. Estaba acabando una gira misionera con Colmán, cuando llegamos a Streoneshalh. Yo no estaba allí como delegado, sino sólo para escuchar a mis superiores que discutían los méritos de las Iglesias de Colmcille y de Roma.
Eadulf no ocultó su engreimiento.
– Así que estabais allí cuando resolvimos el asesinato de la abadesa Étain y…
– Allí estaba -interrumpió con autoridad el padre Gormán- cuando Oswy, en su sabiduría, decidió que Roma era la verdadera Iglesia y que los que seguían a Colmcille estaban equivocados.
– Resulta más que obvio que seguís los dictados de Roma -admitió Fidelma con aspereza.
– ¿Y quién podría estar en contra de la decisión de Oswy después de oír las argumentaciones? -respondió el sacerdote-. Regresé aquí, a mi parroquia, y he intentado guiar a mi gente, la gente de Araglin, por el buen sendero desde entonces.
– Sin duda hay muchos caminos que conducen a Dios -interrumpió Fidelma.
– ¡No! -espetó el padre Gormán-. Sólo los que siguen el único camino pueden esperar encontrar a Dios.
– ¿No tenéis ninguna duda al respecto?
– No tengo duda alguna, ya que soy firme en mis creencias.
– Entonces sois de envidiar, padre Gormán. Para creer con tal certeza, seguro que comenzasteis dudando.
– No se es libre hasta que se deja de dudar.
– Yo creía que incluso Cristo había dudado al final -señaló Fidelma con una mirada benigna que desvirtuaba su aguda réplica.
El padre Gormán se mostró escandalizado.
– Solamente para demostrarnos que hemos de ser firmes en nuestras convicciones.
– ¿Seguro? Mi mentor, Morann de Tara, solía decir que las convicciones son enemigas más peligrosas para la verdad que las mentiras descaradas.
El padre Gormán tragó saliva y estaba a punto de contestar cuando Fidelma levantó una mano para detenerlo.
– No he venido a hablar de teología con vos, Gormán de Cill Uird, aunque me gustaría hacerlo cuando haya acabado mi trabajo. He venido como abogada de los tribunales.
– Respecto al asesinato de Eber -añadió rápidamente Eadulf, ya que juzgó que al padre Gormán no lo iban a cambiar de derrotero tan fácilmente.
El padre Gormán parecía no querer abandonar ese tema de discusión religioso, pero luego inclinó la cabeza.
– Entonces os puedo ayudar en poca cosa. No sé nada.
– ¿Nada de nada?
– Nada.
– Pero vuestra iglesia está a poco menos de una yarda de las habitaciones de Eber. Me han dicho que dormís en esta iglesia. De toda la gente del rath, erais el que estaba más cerca de las estancias de Eber. Podría suponerse que erais el más indicado para haber oído algo.
– Duermo en la habitación contigua a ésta -dijo el padre Gormán, señalando una puertecita que estaba detrás de ellos-. Pero puedo aseguraros que no me enteré de nada del asesinato hasta que me desperté con el ruido que hacía la gente fuera de los apartamentos de Eber.
– ¿Cuándo fue eso?
– Después del amanecer. La gente se había enterado de la muerte de Eber y se congregó fuera de sus habitaciones. Fue el vocerío de la gente lo que me despertó y fui a averiguar lo que sucedía; antes de eso no supe nada.
– Yo pensaba que Roma tenía reglas estrictas respecto a la hora de levantarse -soltó Eadulf por lo bajo.
El padre Gormán lo miró con desaprobación.
– Debéis saber, hermano, que lo que es bueno para Roma a menudo no lo es para los que vivimos en climas más al norte. Roma puede decir que un religioso tiene que levantarse a cierta hora. Eso está bien para Roma, ya que se hace de día antes y hay una justificación para ello. ¿Pero qué sentido tiene que un hombre se levante cuando todavía es oscuro y hace frío en estas latitudes, sólo porque sus hermanos en Roma se levantan a esa hora?
Fidelma sonreía ampliamente.
– ¿Así que hay algo bueno que se puede salvar de las reglas de la Iglesia de Colmcille?
El padre Gormán entornó los ojos al darse cuenta del ataque de la joven.
– Podéis bromear, hermana. El hecho es que las reglas de la Iglesia de Roma son las reglas que Cristo consagró… en cuanto a teología y enseñanzas. Tan sólo podemos desviarnos cuando la geografía y el clima las hacen impracticables.
– Muy bien. No voy a discutir… por ahora. Os levantasteis justo después del amanecer y sólo entonces descubristeis lo que le había sucedido a Eber. ¿Habíais dormido bien toda la noche?
– Había hecho la ofrenda del ángelus de medianoche y después me había acostado. Nada me había interrumpido el sueño.
– ¿No oísteis ningún chillido, algún grito pidiendo ayuda?
– Ya os lo he dicho.
– Sabéis, cuando un hombre es atacado como obviamente lo fue Eber, a mí me parece que debe de gritar pidiendo ayuda.
– Me han dicho que Eber fue apuñalado mientras estaba acostado. Apenas debió de tener tiempo para gritar pidiendo ayuda.
Fidelma apretó los labios pensativa.
– ¿Apenas debió de tener tiempo? -repitió lentamente-. ¿Sin tiempo para gritar, mientras alguien ciego, sordo y mudo entra en la habitación sin ser visto, toma un cuchillo y lo clava salvajemente varias veces? ¿Durante todo ese tiempo, Eber estaba acostado en una habitación con luz encendida?
Parecía que estuviera hablando para sí.
– Yo no oí nada -insistió el padre Gormán.
– ¿Os sorprendió saber que se había encontrado a Móen junto al cuerpo de Eber y que, según los testigos, era el asesino?
– ¿Sorprenderme? -pensó un momento el padre Gormán-. No, no podría decir que mi reacción fuera de sorpresa. Si se permite que un animal salvaje ande suelto por casa es de esperar que ataque y muerda.
– ¿Es así como veis a Móen?
– ¿Como un animal salvaje? Sí. Considero a ese hijo del incesto nada más que una bestia salvaje. No permitiría que entrara en esta capilla. Es una maldición de Dios.
– ¿Diríais que ésa es la manera cristiana de tratar a un minusválido? -interrumpió Fidelma indignada.
– ¿Voy a discutir con Dios el castigo que le ha dado a esta criatura? Castigo fue privarlo de lo que nos hace humanos. ¿No dijo Cristo: «El Hijo del hombre enviará a sus ángeles para que arranquen de su Reino a todos los que inducen a otros al pecado y a todos los malvados, y los arrojen en el horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Dios recompensa tanto como castiga»?
– Parecéis estar seguro de que Dios creó a Móen para castigarlo. Quizá creó a Móen para probar nuestra fe cristiana.
– Eso es una impertinencia.
– ¿Así lo creéis? A menudo me acusa de impertinencia la gente que no puede o no quiere responder a una pregunta. Pobre Móen. Después de todo, parece que no era muy bien tolerado en este lugar.
Era una afirmación que implicaba una pregunta.
– ¿Estáis reprendiendo mi ética cristiana, hermana? -preguntó con tono peligroso.
– No soy quién para hacerlo, padre Gormán -respondió Fidelma con suavidad.
– ¡Sin duda! -espetó el padre Gormán, malinterpretando su ligero énfasis.
– Entonces, ¿no tenéis dudas respecto a la culpabilidad de Móen? -intervino Eadulf, intentando que la tensión decreciera.
El padre Gormán sacudió la cabeza.
– ¿Qué dudas habría de tener? Había testigos.
– ¿Pero nunca os habéis preguntado qué motivo tendría Móen para hacerlo?
– Probablemente tendría varios motivos. Esa criatura vive en su propio mundo, separado de los demás. ¿Quién conoce su lógica, su razonamiento? No debe de tener los mismos motivos que nosotros. Es de otro mundo. ¿Quién sabe la amargura y el odio que abriga en su mundo por los que son más santos en este otro?
– ¿Entonces admitís que tiene algún sentimiento humano? -atacó Fidelma con rapidez.
– Admitiría que un animal tiene esos sentimientos. Maltratad a un perro, por ejemplo, y un día os puede atacar.
Fidelma se inclinó hacia delante pensativa.
– ¿Teafa maltrataba a Móen?
El padre Gormán negó con la cabeza.
– No. Adoraba a esa criatura. Toda la familia de los jefes de Araglin es perversa.
Fidelma enseguida aprovechó el cebo que él le ofrecía sin darse cuenta de ello.
– ¿Incluís a Eber?
– Él especialmente. Roguemos por que Crón se parezca a su madre y no a su padre.
Fidelma entornó los ojos.
– Sin embargo, mucha gente me ha dicho que Eber era la bondad y la generosidad en persona; que era respetado en todas partes en Araglin. ¿Acaso no es eso cierto?
El padre Gormán esbozó una sonrisa amarga y retorció la boca.
– Eber tenía un don; era un hombre generoso. Ésa era su única virtud; su vida era un largo camino lleno de vicios. ¿Por qué creéis que su mujer abandonó el dormitorio?
– Se lo he preguntado y lo único que me ha dicho es que fue una decisión de mutuo acuerdo.
El padre Gormán resopló con escepticismo.
– Yo intenté persuadirla para que se divorciara de él legalmente. Pero es una mujer orgullosa, como corresponde a su condición de princesa.
– ¿Por qué habíais de persuadirla para que se divorciara de Eber? -preguntó Fidelma.
– Porque él no era un hombre para estar casado.
– No es lo que piensa Cranat, o al menos eso es lo que me dijo. ¿Podéis ser más explícito?
– Sólo puedo deciros que Eber era… -se estremeció y se santiguó-, perdonadme, era sexualmente perverso.
– ¿En qué sentido? -insistió Fidelma.
– ¿Queréis decir que prefería acostarse con chicos o jovencitos en vez de con mujeres? -se aventuró a preguntar Eadulf, viendo de repente un motivo que hubiera inducido a Móen a matar a Eber-. ¿Eber abusaba sexualmente de Móen?
El padre Gormán levantó ambas manos y su rostro se mostró horrorizado.
– ¡No, eso no! No, a Eber le gustaba el sexo opuesto mucho…, tal vez demasiado.
– Ah, entiendo. ¿Y Cranat lo sabía?
– Todo el mundo lo sabía. Cranat fue la última en saberlo. Siempre había sido así, desde que había llegado a la pubertad. Sus hermanas lo sabían bien y finalmente fue Teafa quien se lo dijo a Cranat. Ésta me lo dijo a mí. Fue entonces cuando decidió abandonar el lecho matrimonial.
– ¿Por qué no se divorció Cranat?
– Por su hija, Crón. Por la vergüenza que representaría, y también por el hecho de que Cranat, aunque princesa de su pueblo, no tenía dinero ni tierras propias. Se casó con Eber por su dinero. Él se casó con ella por su linaje y por sus lazos familiares. Tal vez no fuera una buena base sobre la que construir un matrimonio.
– Entiendo. Pero sin duda, desde un punto de vista legal, Cranat podía desembarazarse de él. Si Cranat se hubiera divorciado de Eber por los motivos que decís, hubiera tenido derecho a llevarse todo lo que había aportado. Si no era nada, tenía derecho a exigir un noveno del incremento de las riquezas de su marido durante el matrimonio. Aunque no tuviera nada en el momento de casarse, seguro que un noveno de la riqueza generada por Eber durante veinte años de matrimonio le hubiera permitido vivir bien.
– Desde luego, se lo hubiera permitido -dijo el padre Gormán con cierta amargura-. Yo hubiera podido ayudarla. Pero ella prefirió quedarse.
Fidelma se lo quedó mirando pensativa.
– Sin duda sentís gran afecto por Cranat -observó Fidelma.
El padre Gormán se sonrojó repentinamente.
– No hay nada malo en querer corregir un mal doloroso.
– Nada en absoluto -afirmó Fidelma-. Pero este asunto no os hubiera granjeado el cariño de Eber. Sin embargo, me han dicho que creéis que Móen tiene que ser castigado pagando con su propia vida.
– ¿Acaso la palabra de Dios no es explícita? Si un hombre destruye el ojo de otro, tienen que destruir su ojo. Yo creo totalmente en el justo castigo como lo enseñan nuestra fe y Roma.
Fidelma sacudió la cabeza.
– El justo castigo es a menudo injusto.
El padre Gormán entornó los ojos.
– Eso huele a Pelagio.
– ¿Es malo citar las palabras de un sabio?
– Las iglesias de Irlanda están llenas de la herejía de Pelagio -espetó el sacerdote.
– ¿Pelagio era un hereje? -preguntó Fidelma con calma.
El padre Gormán casi se ahoga de la indignación.
– ¿Lo dudáis? ¿No conocéis la historia?
– Yo sé que el papa Zósimo lo declaró inocente de herejía a pesar de la insistencia de Agustín de Hipona, quien persuadió al emperador Honorio para que promulgara un decreto imperial condenándolo.
– Pero el papa Zosimus, finalmente, lo acabó declarando culpable de herejía.
– Después de recibir las presiones del emperador. Me cuesta creer que eso sea una decisión teológica. Resulta una ironía que fuera condenado por su tratado De libero arbitrio, «Sobre el libre albedrío».
– ¿Así que defendéis al hereje, como la mayoría de columbanos? -dijo el padre Gormán claramente ofensivo.
– No cerramos nuestra mente a la razón, como Roma ordena a sus seguidores -espetó Fidelma-. Después de todo, ¿qué significa realmente herejía? Es simplemente la palabra griega para la acción de escoger. La acción de escoger es propia de nuestra naturaleza, por lo tanto todos somos herejes.
– ¡Pelagio estaba lleno de costumbres irlandesas! Lo condenaron justamente por rechazar la doctrina de Agustín respecto a la caída del hombre y el pecado original.
– ¿Y Agustín no tenía que haber sido condenado por rechazar la doctrina de Pelagio respecto al libre albedrío? -respondió Fidelma acalorada.
– No sólo sois impertinente, sino que vuestra alma está en peligro -dijo el padre Gormán airado y con el rostro rojo.
Fidelma no se puso nerviosa.
– Consideremos los hechos -replicó con calma-. El pecado original fue cosa de Adán, y Dios castigó a Adán y a sus descendientes por ese pecado. ¿Es correcto?
– Es una maldición que se extendió a toda la humanidad hasta que el sacrificio de Cristo redimió al mundo -admitió el sacerdote a punto de estallar.
– Pero Adán desobedeció a Dios.
– Así es.
– Sin embargo, se enseña que Dios es omnipotente y que creó a Adán.
– Al hombre se le otorgó libre albedrío y Adán, desafiando a Dios, cayó en desgracia.
– Ahí es donde Pelagio hace la pregunta: antes de la caída de Adán, ¿podía él elegir entre el bien y el mal?
– Nos dicen que tenía órdenes de Dios para guiarse. Dios le había dicho lo que no tenía que hacer. Pero la mujer lo tentó.
– Ah, sí, la mujer -replicó Fidelma con suave énfasis. El hermano Eadulf se agitó incómodo. Deseaba que Fidelma no retara a las Parcas con sus argumentos. Le lanzó una mirada, pero ella estaba inclinada hacia delante, disfrutando con el enfrentamiento intelectual-. Dios omnipotente creó a Adán y a Eva. ¿Era suficiente la voluntad de Dios para guiarlos?
– El hombre tenía libre albedrío.
– Así que la voluntad de Adán, la voluntad de la mujer -de nuevo con énfasis- era más poderosa que la de Dios.
El padre Gormán estaba indignado.
– No, por supuesto que no. Dios es omnipotente… Pero había permitido al hombre ser libre.
– Entonces el pensamiento lógico es que Dios, al ser omnipotente, y por lo tanto capaz de evitar el pecado, no lo hizo. Al ser omnipotente, sabía lo que iba a hacer Adán. Según esto, ¡Dios era un cómplice encubridor!
– ¡Eso es una blasfemia! -soltó el padre Gormán.
– Aún hay más, Gormán -continuó Fidelma despiadadamente-, ya que si hemos de ser lógicos, se puede sostener que Dios consintió que Adán pecara.
– ¡Sacrilegio! -gritó el sacerdote horrorizado.
– Venga, sed lógico -dijo Fidelma imperturbable ante esa reacción-. Dios omnisciente había creado a Adán. Si era omnisciente sabía que Adán iba a pecar. Y si la raza humana estaba maldita por el pecado de Adán, Dios sabía que iban a ser malditos. Luego creó a la gente para que sufriera.
– Vos y vuestra mente finita, no podéis entender el gran misterio del universo -espetó el padre Gormán.
– No seremos capaces de entenderlo, si decidimos ocultar el camino hacia ese universo creando mitos. Ahí es donde estoy de acuerdo con las enseñanzas de Pelagio, un hombre de nuestro pueblo, y por ello Roma siempre ha atacado nuestras iglesias, no sólo las de aquí sino las de los bretones y los galos que comparten nuestras filosofías. Somos personas que cuestionamos todas las cosas y sólo mediante nuestras preguntas podemos aspirar a llegar a la Gran Verdad y hemos de quedarnos junto a esa Verdad aunque eso nos enfrente al mundo.
Se levantó bruscamente.
– Os agradezco vuestro tiempo, padre Gormán.
Una vez fuera intercambió una mirada con Eadulf.
– Así que una puntita de niebla se va despejando -dijo con satisfacción.
Eadulf hizo una mueca. Estaba asombrado.
– ¿Respecto a Pelagio? -aventuró.
Fidelma rió entre dientes.
– Respecto al padre Gormán -respondió Fidelma.
– ¿Sospecháis que el padre Gormán está involucrado?
– Yo sospecho todo de todos. Pero sí, tenéis razón. Está claro que Gormán quería, o quiere apasionadamente a Cranat.
– ¿A su edad? -preguntó Eadulf indignado.
Fidelma se giró sorprendida hacia su compañero.
– Se puede sentir amor a cualquier edad, Eadulf de Seaxmund's Ham.
– ¿Pero una mujer de su edad y un sacerdote…?
– No hay ninguna ley que prohíba a los sacerdotes casarse, ni siquiera Roma lo prohíbe, aunque he de admitir que Roma lo desaprueba.
– ¿Queréis decir que el padre Gormán pudiera haber tenido una razón para desear la muerte de Eber?
Fidelma no se inmutó.
– Oh, tenía una buena razón. ¿Pero tenía lo medios para satisfacer su deseo o tenía que encargárselo a alguien?