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Capítulo XI

Dubán y Fidelma tomaron el estrecho sendero que serpenteaba por entre los grandes robles del bosque y atravesaba la montaña. El hermano Eadulf iba detrás vigilante. Con tanto oír hablar de bandidos, le parecía que bandas enteras de forajidos podían ocultarse en lugares tan sombríos sin ser vistos por los viajeros, tan densos e impenetrables eran los bosques de las montañas que rodeaban Araglin. Los árboles crecían unos tan cerca de otros que ocultaban el azul del cielo y el suave sol primaveral. El aire era fresco, y Eadulf observó que habían florecido pocas flores primaverales, pero estaba lleno de plantas y arbustos de hoja perenne que crecían bien en aquella atmósfera fría, sombría y húmeda de los bosques.

Eadulf cabalgaba con mirada vigilante, pero con el cuerpo relajado; dejaba que su montura fuera al paso, sin prisa.

El silencio era casi opresivo. De vez en cuando se oía algún crujido entre la maleza y Eadulf percibía el canto de algunos pájaros.

– Un lugar oscuro y lóbrego para habitar -gritó Eadulf, rompiendo el silencio en el que llevaban cabalgando desde que habían penetrado en esa parte de los bosques.

Dubán se giró sonriendo ligeramente.

– Es propio de los ermitaños habitar en lugares que no atraen a los demás, sajón -respondió.

– Yo he conocido lugares más saludables -respondió Eadulf-. ¿Qué sentido tiene vivir como un ermitaño si perjudica la salud?

– Una buena pregunta, sajón -respondió el guerrero sonriendo entre dientes-. Sin embargo, dicen que Gadra debe de tener ochenta años. Y me sorprendería que estuviera vivo.

– Continuad explicándonos -intervino Fidelma-. Explicadnos lo que sepáis de Gadra. Sabemos que es un ermitaño y que al parecer es un hombre sabio. ¿Qué más sabéis de él?

– Poca cosa. Gadra es Gadra. Para mí siempre ha tenido la misma edad.

– ¿Se sabe algo de sus orígenes? -insistió Fidelma.

Dubán se encogió de hombros.

– Dicen que era un hombre religioso de los tiempos paganos.

– ¿Un druida? -preguntó Fidelma.

Era cierto que en algunos lugares de los cinco reinos todavía se encontraban seguidores de los antiguos dioses. La propia Fidelma había conocido a algunos miembros solitarios que todavía se aferraban a las antiguas costumbres, a las antiguas creencias. Ella misma apreciaba algunas de sus filosofías. La nueva fe en Cristo no llevaba tanto tiempo implantada en aquella tierra para que las antiguas costumbres resultaran anacrónicas.

– Supongo que se les debía de llamar así. Cuando yo era niño, nos explicaban historias del viejo Gadra. Siempre nos han hablado de él; nos advertían de que no nos acercáramos a él porque el sacerdote decía que realizaba sacrificios humanos a los antiguos dioses en estos robledales.

Fidelma resopló despectivamente.

– Siempre se habla de sacrificios humanos cuando no se entiende la verdad de un culto religioso. La fundadora de Kildare, santa Brígida, era druidesa e hija de un druida. No hay nada que temer. Pero decidme más cosas de Gadra; ¿se sabe cuándo llegó a este lugar?

– No en la época de Eber, desde luego -respondió Dubán-. Creo que vino cuando el padre de Eber era un niño. Tenía el don de sanar y de la sabiduría.

– ¿Cómo podía tener el don de sanar si no creía en la verdadera fe? -preguntó interrumpiendo Eadulf con cierta indignación.

Fidelma sonrió burlonamente a su compañero.

– No se puede discutir con esa lógica -replicó Fidelma con malicia.

Eadulf no estaba seguro de si se estaba burlando de él.

– ¿Hacía las curaciones en nombre de Cristo Salvador? -preguntó Eadulf.

– Simplemente, curaba a los que acudían a él con alguna aflicción. Lo hacían en nombre de nadie -respondió Dubán-. Por supuesto, el padre Gormán denunciaba a cualquiera que hubiera ido a que Gadra lo curara. Pero hace algunos años que no oigo hablar de Gadra. Os digo que está muerto y que este viaje es una pérdida de tiempo.

Eadulf estaba a punto de hablar cuando, de repente, Dubán levantó una mano para pedirles que tiraran de las riendas de sus caballos.

– Allí delante veo un claro. Creo que estamos cerca de donde vivía.

Fidelma oteó hacia delante con ansiedad.

– ¿Éste es el lugar donde vive Gadra?

Dubán asintió con la cabeza.

– Quedaos aquí. Dejadme que vaya yo primero -dijo en voz baja- porque si todavía vive, creo que me reconocerá.

Hizo que su caballo se colocara delante del de Fidelma y empezó a avanzar por el sendero, en dirección a la zona iluminada del claro que tenían delante.

Fidelma observó que el claro era pequeño y que desde allí se oía el susurrante gorgoteo de un riachuelo. Le pareció distinguir una construcción de madera entre los árboles.

De repente se oyó la voz de Dubán.

– ¡Gadra! ¡Gadra! ¡Soy Dubán de Araglin! ¿Todavía estáis vivo?

Durante un momento no se oyó nada.

Después, una voz respondió. Era una voz de edad, aunque profunda y resonante.

– Si no es así, Dubán de Araglin, entonces seguro que quien te contesta es un fantasma.

Volvió a oírse la voz de Dubán pero en tono más bajo. Ni Eadulf ni Fidelma podían oír lo que se decía. Al poco rato, Dubán les gritó que se acercaran hasta el claro.

En un trozo de tierra plano, junto a una corriente de la montaña, había una cabaña de madera, bien construida y con el techo de paja. El lugar estaba cultivado. Un pequeño jardín de hierbas y verduras y algunos árboles frutales lo rodeaban. Dubán había desmontado, había atado su caballo a un arbusto y estaba de pie cerca de otro hombre. Era anciano, bajo, con un mechón de cabello cano, y se apoyaba en un bastón de endrino. A primera vista parecía frágil, pero Fidelma sospechó que esa fragilidad era engañosa. Era delgado, pero nervudo. Llevaba una túnica suelta teñida con azafrán y alrededor de su cuello un collar de oro con antiguos símbolos que Fidelma no había visto nunca.

La religiosa descendió de su caballo, le entregó las riendas a Eadulf y avanzó hacia el anciano. Se detuvo a algunos pasos.

– Dios os bendiga, Gadra -lo saludó inclinando ligeramente la cabeza.

El rostro al que miraba Fidelma era amable, con la piel morena y curtida por el sol, y en la que destacaban unos ojos brillantes. Parecían más grises que azules. La cascada de cabello cano le enmarcaba la cara, le llegaba hasta los hombros y se mezclaba con una barba sedosa y corta que permitía ver el collar que le colgaba en el pecho. No había ninguna duda de que Gadra era viejo, pero resultaba imposible determinar su edad, ya que su rostro era todavía juvenil y sin arrugas; sólo los hombros cargados denotaban el paso de los años.

Aquel rostro miró a Fidelma con humor.

– Sois bienvenida a este lugar, Fidelma, hija de Failbe Flann.

Fidelma se sorprendió un poco.

– ¿Cómo…?

Vio que el hombre se reía y entonces ella sonrió y se encogió de hombros.

– ¿Qué más os ha contado Dubán?

Gadra asintió en señal de aprobación.

– Tenéis una mente rápida, Fidelma -dijo lanzando una mirada por encima del hombro de ella hacia donde estaba Eadulf, atando los caballos a un arbusto-. Venid, hermano Eadulf de Seaxmund's Ham. Venid, que nos sentaremos y hablaremos un rato.

Fidelma, como solía hacer cuando era una joven alumna de Morann de Tara, se sentó con las piernas cruzadas sobre la hierba ante el anciano, como una novicia ante su maestro. Gadra sonrió con aprobación. El hermano Eadulf prefirió acomodarse en una piedra redonda. También Dubán debió de pensar que su dignidad se vería mermada si se sentaba en el suelo y buscó otra piedra. Gadra, como si todavía fuera joven, se sentó en la hierba frente a Fidelma.

– Antes de que hablemos -empezó diciendo Gadra, al tiempo que levantaba la mano para tocar la medialuna de oro que colgaba de su cuello-, ¿os molesta esto?

Fidelma echó una mirada al símbolo.

– ¿Por qué habría de molestarme?

Gadra señaló el crucifijo que llevaba Fidelma.

– ¿No está reñido con eso?

Fidelma negó con la cabeza lentamente.

– Esa medialuna ha sido el símbolo de la luz y el conocimiento entre nuestra gente a lo largo de innumerables siglos. No le temo. ¿Por qué tendría que ofenderme?

– Sin embargo ofende a muchos que abrazan la nueva fe.

Eadulf se agitó incómodo; le resultaba molesto estar en compañía de alguien que llevaba un símbolo de la fe pagana.

– ¿No habéis abrazado la fe de Jesucristo? -preguntó Eadulf.

Gadra levantó la mirada y sonrió.

– Yo soy un hombre viejo, hermano sajón. En mí, a los antiguos dioses y diosas de nuestro pueblo les cuesta morir. Sin embargo, no me molestan vuestras nuevas costumbres, pensamientos y esperanzas. La propia naturaleza de las cosas hace que lo viejo muera y lo nuevo tenga que vivir. Es también el peligro de este mundo, al igual que su bendición. Ésa es la naturaleza de los hijos de Danu, la madre diosa. La vida muere y vuelve a nacer. La vida vuelve a nacer y muere. Es un ciclo interminable. Los antiguos dioses mueren, los nuevos nacen. Llegará el momento en que también mueran y surjan nuevos dioses.

Fidelma oyó que Eadulf farfullaba algo y se apresuró a hablar.

– Todos somos prisioneros de nuestro tiempo.

Gadra mostró su aprobación con una sonrisita.

– Tenéis percepción, Fidelma. ¿O es simplemente sensibilidad? ¿Podéis decirme qué es más rápido que el viento?

– El pensamiento -respondió Fidelma al momento, dándose cuenta enseguida del juego del viejo.

– Ah. Entonces ¿qué es más blanco que la nieve?

– La verdad -respondió al punto.

– ¿Qué, entonces, es más afilado que una espada?

– La inteligencia.

– Entonces nos entendemos bien, Fidelma. Soy el depositario de lo antiguo y mucho se perderá cuando me vaya. Pero así son las cosas. Y por eso he venido al bosque a morir.

Fidelma se quedó callada un rato y luego habló.

– ¿Dubán os ha dado las noticias de Araglin?

– Me ha dicho quién erais. Eso y nada más. Que buscáis algo de mí resulta obvio.

– Eber, el jefe de Araglin, ha sido asesinado.

Gadra no se mostró sorprendido.

– En mis tiempos se celebraba la muerte de un alma en este mundo ya que significaba que un alma había renacido en el Otro Mundo. Era costumbre llorar el nacimiento, ya que significaba que un alma había muerto en el Otro Mundo.

– La muerte de Eber es lo que de veras me preocupa, Gadra, ya que soy abogada de los tribunales de los cinco reinos.

– Disculpadme si hablo como un filósofo. Desde luego, la manera de irse al Otro Mundo es preocupante. Supongo que Muadnat es el jefe de Araglin ahora.

Fidelma se lo quedó mirando sorprendida.

– Crón es tánaiste y será la jefa cuando el derbfhine de su familia la confirme en el cargo.

Gadra lanzó una mirada al lado, pero no volvió a hacer referencia a Muadnat.

– ¿Así que Eber está muerto? ¿Y vos, chiquilla, sois dálaigh, abogada de los tribunales y habéis venido a investigar?

Por una vez a sor Fidelma no le importó demasiado que la llamaran «chiquilla», ya que lo hacía ese anciano místico.

– Así es.

– ¿Qué queréis de mí?

– Móen fue encontrado junto al cuerpo de Eber con un cuchillo lleno de sangre en la mano.

Por primera vez, el humor calmado del rostro del anciano se transformó en asombro. Pero enseguida se borró. Tenía un gran control de sí mismo.

– ¿Queréis decirme que se supone que Móen ha asesinado a Eber? -preguntó con voz serena.

– Lo acusan de ese asesinato -confirmó Fidelma.

– Si no hubiera vivido tanto y no hubiera visto tantas cosas, nunca diría que ese chico era capaz de quitar una vida.

Fidelma frunció el ceño y se inclinó hacia delante.

– No estoy segura de seguiros. ¿Aceptáis que cometió el asesinato?

– En circunstancias especiales, incluso el más dócil de los humanos puede matar. Móen es el más dócil de los humanos.

Fidelma hizo una mueca.

– Dócil no es la palabra que otros usarían.

Gadra dejó ir un suspiro.

– Creedme, el chico es sensible y calmado. Lo sé porque lo he visto crecer desde que era un bebé. Teafa y yo le enseñamos todo lo que sabe.

Fidelma se quedó mirando al hombre durante unos minutos.

– ¿Le enseñasteis? -inquirió con énfasis.

– Eso he dicho. ¿Qué dice el chico al respecto? ¿Qué dice Teafa?

– Móen es sordo, mudo y ciego. ¿Qué va a decir?

Gadra resopló impaciente.

– A través de Teafa, por supuesto. Se comunica a través de Teafa. ¿Qué dice ella?

– Ah… -Fidelma expiró lentamente, lamentando no haberlo explicado todo.

Gadra la miraba con curiosidad.

– ¿Le ha pasado algo a Teafa? Os lo veo en la cara.

– Sí. Teafa está muerta.

Gadra se quedó sentado inmóvil y bien tieso.

– Rezaré una oración por un buen renacimiento en el Otro Mundo -dijo en voz baja-. Era una mujer buena y con un alma grande. ¿Cómo murió? ¿La mató Eber? ¿Fue entonces cuando el chico lo atacó, para defender a Teafa?

Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación, intentando detener la reacción de sus pensamientos.

– Móen también está acusado de haber apuñalado a Teafa y luego ir al dormitorio de Eber y asesinarlo.

– ¿Cómo puede ser?

Gadra, a pesar de años de autodisciplina, de controlar sus emociones, estaba claramente consternado.

– La acusación es cierta. Pero yo he venido para averiguar los hechos.

– Entonces, hay un error -replicó Gadra con decisión-. Aunque admito que Móen podría, si se viera provocado, atacar a Eber, nunca se volvería contra Teafa. Teafa le ha hecho de madre.

– No es la primera vez que un hijo mata a su madre -intervino Eadulf.

Gadra no le hizo caso.

– ¿Alguien se ha podido comunicar con Móen desde la muerte de Teafa?

Fidelma negó con la cabeza.

– Me dijeron que sólo Teafa podía comunicarse con Móen. Nadie más sabía cómo hacerlo. No oye, no ve y no habla.

Gadra estaba triste.

– Hay otras formas de comunicación. El chico puede tocar, oler y sentir vibraciones. Si el destino nos niega alguno de nuestros sentidos, podemos desarrollar otros. ¿Así que nadie se ha comunicado con él desde que sucedió esto tan terrible?

– Yo he sido incapaz. Por eso estoy aquí. Me han dicho que vos conocíais ese medio de comunicación.

– Así es. Como he dicho, yo enseñé al chico junto con Teafa. He de regresar con vos al rath de Araglin enseguida y hablar con él -dijo el anciano con determinación.

Fidelma estaba sorprendida. Ella deseaba un consejo, pero nunca se le ocurrió pensar que el anciano insistiría en ir al rath.

– Si lo conseguís creeré en todos los milagros sin reserva alguna.

– Cabe tal posibilidad -le aseguró Gadra-. Pobre Móen. ¿Podéis imaginaros lo que debe de ser para alguien prisionero de ese cuerpo ser incapaz de conocer o comunicarse con los que le rodean? Debe de estar asustado y desesperado, ya que no sabe lo que ha sucedido.

Eadulf volvió a inclinarse hacia delante.

– Si es inocente de las acusaciones, estará pasando por un suplicio -admitió-. Pero alguien más del rath debía de saber cómo comunicarse con Móen, aparte de Teafa.

Gadra dirigió su mirada a Eadulf sacudiendo la cabeza.

– Sois práctico, sajón. La respuesta a vuestra pregunta es que sólo Teafa tuvo la paciencia de aprender de mí. Podía haber intentado enseñárselo a alguien. Pero no creo que lo hiciera. Yo creo que ella sentía que era mejor mantenerlo en secreto.

– ¿Por qué?

– Sin duda, la respuesta a eso murió con ella.

Gadra se puso en pie y Fidelma no tardó en seguir su ejemplo.

– No tengo caballo -dijo el anciano-, así que me llevará un rato llegar al rath de Araglin.

– Podéis ir detrás de Dubán o del hermano Eadulf. No es problema.

– Entonces montaré con el hermano Eadulf -anunció el anciano.

Eadulf fue a buscar los caballos y Gadra se dirigió a Fidelma en voz baja.

– Vuestro Eadulf habla bien nuestra lengua.

Fidelma se sonrojó.

– Es un visitante de nuestro país. Un monje sajón que ha estudiado en nuestras escuelas -hizo una pausa y añadió en voz baja- y no es mi Eadulf.

Los ojos brillantes y divertidos se fijaron en ella interrogantes.

– Hay calidez en vuestra voz cuando habláis del sajón.

Fidelma notó que se ruborizaba.

– Es un buen amigo mío -replicó ella a la defensiva.

Gadra estudió su cara de cerca.

– Nunca neguéis vuestros sentimientos, chiquilla, en especial a vos misma.

El anciano entró en su cabaña, antes de que Fidelma pudiera articular una respuesta. Se sintió molesta por un momento para, enseguida, sorprenderse a sí misma sonriendo. Pagano o no, le gustaba la sinceridad y la sabiduría de ese anciano. Se volvió hacia Dubán y vio que éste la observaba inquisitivamente.

– Veo que os gusta ese hombre, a pesar de vuestras diferencias religiosas.

– Quizá las diferencias no sean tantas si retiramos los nombres que damos a las cosas. Todos provenimos de antepasados comunes.

– Tal vez.

El anciano regresó al cabo de un momento con una capa de viaje y un sacculus, una bolsa colgada del hombro, donde obviamente había puesto lo necesario.

– Decidme, hermano sajón -dijo, mientras Eadulf le ayudaba a montar al caballo-, supongo que mi antiguo antagonista, Gormán, todavía está en el rath.

– El padre Gormán es el sacerdote de Araglin.

– No mi padre -murmuró Gadra-. Yo no me opongo a llamar a cualquiera «mi hermano» o «mi hermana», pero no hay muchos en esta tierra a los que concedería el derecho de llamarlos mi padre, en especial uno cuya intolerancia es como un cáncer que roe el alma.

Eadulf intercambió una mirada con Fidelma al percibir la vehemencia del anciano, pero la diversión del sajón no encontró resonancia en los ojos de Fidelma, que se mostraba solemne.

– No os preocupéis por Gormán -dijo Fidelma al anciano, mientras subía a su montura-. Es bajo mi autoridad que vais al rath de Araglin.

Gadra sonrió o, al menos, su cuerpo nervudo se sacudió divertido.

– Cada persona es su propia autoridad, Fidelma -dijo el hombre.

Empezaron el viaje de regreso, por el sendero que atravesaba los grandes bosques de las montañas. Parecía que algún acuerdo mutuo y tácito los mantenía en silencio, de manera que sólo se oía la fuerte respiración de sus caballos avanzando por el camino del bosque. Incluso los sombríos montes carecían de sonidos, a pesar de que todavía era de día sobre el gran dosel que formaban las ramas.

Fidelma iba cabizbaja, ensimismada en sus pensamientos, intentando averiguar cómo este anciano y Teafa habían establecido un sistema de comunicación con alguien tan desvalido como Móen. Al cabo de un rato se olvidó de eso. El hecho de que él dijera que podía hacerlo ya estaba bien, pues ella aceptaba que Gadra era un hombre sincero. ¿No decían los sabios antiguos que por la Verdad la tierra resiste y por la Verdad nos liberamos de nuestros enemigos?

Echó una mirada atrás a Eadulf y se preguntó en qué estaría pensando. Debía de estar incómodo cerca de alguien que rechazaba la nueva fe y se aferraba a las costumbres de los antiguos. Gadra tenía razón al definir a Eadulf con la palabra «práctico»; era realista y pragmático. Aceptaba lo que le habían enseñado y una vez aceptado se adhería a esas enseñanzas sin cuestionarlas y sin desviarse. Era como un barco pesado abriéndose camino en el océano. Ella, en cambio, era una corteza ligera, a toda prisa de acá para allá, surcando las olas. ¿Era injusta con él? De repente, se acordó de una máxima de Hesíodo. Admira el barco pequeño pero pon la carga en uno grande.

Dejó ir un suspiro mentalmente y volvió al asunto que le preocupaba. Reflexionó respecto a la prueba que acababa de oír, pero al final concluyó que no había nada que hacer hasta que Gadra sacara algo de Móen. Fidelma se sentía inquieta porque tenía ganas de llegar al rath y ver qué podía decirles Móen. La impaciencia era, reconoció, su mayor defecto. Aceptaba las protestas de Eadulf respecto a su irritabilidad e impaciencia. Pero admitía que un espíritu inquieto era al menos una señal de estar vivo.

De repente se dio cuenta de que Dubán había tirado de sus riendas y levantaba una mano para que se detuvieran. Tenía la cabeza inclinada y parecía que escuchaba algo.

Se quedaron quietos un momento. El guerrero se giró y les hizo señal de que desmontaran.

– ¿Qué pasa? -susurró Fidelma.

– Varios caballos con pesada herradura -respondió Dubán en el mismo tono- y jinetes que no se ocultan. ¡Escuchad!

Fidelma inclinó la cabeza e incluso oyó voces que se gritaban entre ellas.

Con los ojos entornados, Dubán miró a su alrededor.

– Rápido -ordenó en voz baja- saquemos a nuestros caballos del sendero y metámoslos en el bosque. Por allí -señaló con una mano un camino- hay algunas rocas detrás de las cuales podemos escondernos.

A Fidelma se le ocurrieron varias preguntas, pero se mordió la lengua. Cuando un guerrero curtido lanzaba un consejo como ése no había lugar al debate.

Lo siguieron en gran silencio y con rapidez desde el sendero al bosque, atravesando la maleza hasta las rocas indicadas. Eadulf sujetaba los caballos y Gadra iba a su lado, mientras que Dubán y Fidelma avanzaron hasta el extremo de las rocas y se acuclillaron allí para observar el camino.

El ruido de varios hombres a caballo era ahora fácilmente reconocible y las risotadas sonoras y los gritos de los jinetes demostraban que no temían encontrar oposición alguna al transitar los bosques.

Fidelma miró a Dubán y el guerrero frunció el ceño al mirar hacia el camino. Estaba claramente ansioso.

– ¿Qué os preocupa? -murmuró Fidelma-. Estos bosques son de Araglin y vos sois el jefe de la guardia. ¿Por qué nos escondemos?

Dubán no movió la cabeza y habló en voz muy baja.

– A un guerrero se le enseña que no tiene que comprobar la profundidad de un río con los dos pies.

Hizo una pausa e inclinó la cabeza.

– Escuchad.

Fidelma escuchó los sonidos de los caballos que se aproximaban.

– Yo no soy un guerrero, Dubán. Decidme, ¿qué es lo que oís?

– Oigo el traqueteo de arneses de guerra, de espadas golpeando contra escudos, las pisadas de caballos bien herrados. Eso me indica que los jinetes son hombres armados. Si veo un sabueso en un corral de ovejas, primero me ocupo de que no cause daño a las ovejas.

Le hizo señal de que se callara.

A través de los árboles y arbustos que había entre ellos y el sendero del bosque se perfilaban las figuras a caballo. Eran una docena de jinetes. Iban sentados cómodamente sobre sus monturas. Varios llevaban ligeras capas de montar y escudos redondos colgados de los brazos. Otros portaban largas lanzas.

Al final de la columna y guiada por unas largas riendas que sostenían los últimos jinetes, iba media docena de asnos, una manada de animales fuertes, cargados con grandes alforjas llenas y pesadas.

Resultaba obvio que los jinetes no se sabían observados. Risas groseras resonaban entre sus filas y algunos lanzaban comentarios obscenos respecto a otros miembros del grupo.

Fidelma entornó los ojos. En la retaguardia de esa procesión, después de los asnos, cabalgaba un hombre sin capa. Fidelma distinguió un arco, colgado de uno de sus hombros. Pero el otro hombro estaba vendado y el brazo se aguantaba en cabestrillo.

Fidelma respiró profundamente.

La comitiva prosiguió su camino por el bosque. Ellos esperaron en tenso silencio, hasta que no se oyó nada más.

Lentamente, Dubán se puso en pie, seguido por Fidelma, y se dirigió hacia donde estaban Eadulf y Gadra con los caballos.

– No lo entiendo -dijo inmediatamente Eadulf-. ¿Por qué nos escondemos de esos jinetes?

Dubán, ausente, se tocaba la barba.

– Creo que son los ladrones de ganado que han estado atacando las granjas de Araglin.

– ¿Cómo lo sabéis? -preguntó Fidelma.

– He visto un cuerpo de hombres bien armados que no son de esta cañada. ¿Por qué están aquí? Sabemos que unos hombres armados han asaltado nuestras granjas. ¿No resulta lógico que sean éstos?

– Bastante lógico -admitió Eadulf con renuencia.

– Si fueran ladrones de ganado, ¿por qué van con esos asnos tan cargados? ¿Y adónde?

– Este camino va hacia el sur y en dirección a la costa. Se puede llegar a Lios Mhór o Ard Mór en poco tiempo -explicó Gadra.

– ¿Es éste camino más rápido para llegar a Lios Mhór que el que pasa por el hostal de Bressal -preguntó Fidelma, recordando lo que había dicho el posadero.

– Se tarda medio día menos en llegar a Lios Mhór por este camino que por el del hostal de Bressal -confirmó el anciano.

– Quienesquiera que fueran esos hombres -intervino Eadulf-, seguro que no iban a hacernos daño. Yo tal vez sea un extraño aquí, pero algo he aprendido y es que no existe la costumbre de tratar con violencia a los que llevan hábitos de la fe.

– Mi hermano sajón -dijo Gadra poniéndole una mano en el brazo-, con un buen incentivo, incluso la costumbre más establecida puede infringirse. Para protegeros tan sólo tenéis que confiar en vuestro sentido común y no en las ropas que lleváis.

– Buen consejo -admitió Fidelma-. Porque ya nos hemos encontrado al menos una vez con uno de esos hombres.

Eadulf arqueó las cejas sorprendido.

– ¿Sí? -preguntó.

– ¿Dónde? -inquirió Dubán.

– El que lleva el brazo en cabestrillo -continuó Fidelma imperturbable a pesar de la consternación que mostraron los demás- era uno a los que Eadulf disparó hace dos mañanas, cuando el hostal de Bressal fue atacado. La flecha se clavó bien.

– ¿Eadulf disparó una flecha al atacante?

El viejo Gadra miró a Eadulf con verdadera sorpresa. Luego se echó a reír entre dientes.

Eadulf resopló molesto.

– A veces confío en otros medios para defenderme, y no sólo en las ropas que llevo -replicó secamente a modo de explicación.

Gadra le dio una palmadita en el hombro.

– Creo que me gustaréis, hermano sajón. A veces me olvido de la necesidad de la pragmática. No se puede atravesar un río remando a menos que se tengan remos.

Eadulf no estaba muy seguro de cómo había que interpretar el comentario del anciano pero decidió que era un cumplido.

Dubán seguía serio.

– ¿Estáis seguros de que éstos son los hombres que atacaron el hostal de Bressal?

Fidelma asintió con la cabeza.

– Fuimos testigos.

– Creo que hemos de regresar al rath de Araglin cuanto antes.

– ¿Y Menma? -empezó a preguntar Eadulf, pero Fidelma lo hizo callar con una mirada airada.

Dubán se giró hacia él con el ceño fruncido, sin percibir la mirada admonitoria de Fidelma.

– ¿Qué hay de Menma? -preguntó.

– Eadulf estaba pensando en que hay que proteger el rath por si esos bandidos atacan -explicó rápidamente Fidelma.

Dubán sacudió la cabeza.

– Menma no será de gran ayuda. Pero está el joven Crítán y otros guerreros. Sin embargo, estos bandidos cabalgan en dirección contraria al rath, así que no tenemos que preocuparnos por su seguridad, hermano.

Eadulf se encogió de hombros, dándose cuenta de que por un motivo u otro Fidelma no quería revelar, por el momento, que Menma era uno de los que habían asaltado el hostal de Bressal. Fidelma le lanzó una mirada fulminante y empezó a conducir su caballo detrás de Dubán.

Eadulf se dio cuenta de que Gadra lo examinaba con expresión comprensiva.

Se giró irritado y condujo su caballo detrás de Dubán y Fidelma, de nuevo hasta el sendero.

Esta vez Dubán iba más deprisa, se puso al medio galope cuando el camino entre los estrechos desfiladeros y bajo las ramas descolgadas lo permitía. Al cabo de unos minutos, Gadra, sentado detrás de Eadulf, abrió la boca junto a su oído.

– Consolaos, hermano sajón -dijo el anciano de manera que sólo él pudiera oír-. Si lo pensáis dos veces antes de hablar, hablaréis dos veces mejor.

Eadulf apretó los labios y maldijo en silencio la presencia del anciano.