174050.fb2 La Telara?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

La Telara?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

Capítulo XVI

Crón los saludó inmediatamente en cuanto entraron en el rath. Fidelma y Eadulf desmontaron y el monje llevó los caballos hasta el establo. Fidelma se reunió con Crón en la puerta de la sala de asambleas. No había nadie salvo la vieja criada Dignait, que estaba limpiando la sala.

– Marchaos, Dignait -dijo Crón.

La anciana miró con suspicacia a la religiosa, se giró y abandonó la estancia por una puerta lateral.

Fidelma se sentó en un banco y la tánaiste, después de dudar un momento, se acomodó a su lado. En un primer momento, ninguna habló; después, Fidelma se dirigió a ella.

– ¿Queríais verme?

Crón levantó sus ojos azules glaciales hacia Fidelma y luego los dejó caer.

– Sí.

– Dubán ha hablado con vos, supongo.

Crón se ruborizó y asintió con la cabeza.

– Le he dicho a Dubán que no soy tonta -dijo Fidelma con cuidado-. ¿Creíais que me iba a contentar con medias verdades? Sé que odiabais a vuestro padre. Quiero saber por qué.

– Es algo vergonzoso -replicó Crón tras una pausa.

– Lo mejor es conocer la verdad, ya que la sospecha y la acusación se enquistan y se convierten en oscuros secretos.

– También Teafa odiaba a mi padre.

– ¿Por qué?

– Mi padre abusó de sus hermanas.

Fidelma ya esperaba una respuesta así después de la información que le había proporcionado el padre Gormán.

– ¿Abusó físicamente de ellas? -preguntó para clarificar los hechos.

Crón resopló.

– Si por abuso físico entendéis que hizo que se acostaran con él, entonces sí.

– ¿Os lo dijo Teafa? -inquirió Fidelma.

– Hace años -admitió la tánaiste-. Creo que ya os he dicho por qué odiaba a mi padre. Pero no lo odiaba lo suficiente para matarlo. Realmente, no creo que estéis más cerca de resolver el asesinato de mi padre y de Teafa.

– Ah, pero sí lo estoy -respondió Fidelma sonriendo-. De hecho, lo que me habéis dicho significa…

– ¿Os molesto? -dijo una voz masculina cuando Fidelma estaba a punto de inclinarse con confidencialidad.

Era el padre Gormán en el umbral.

Fidelma percibió una mirada de advertencia en los ojos de Crón que le indicó que no mencionase nada más de todo aquello. Reprimió un suspiro de rabia y se levantó.

– De todas maneras estaba a punto de irme. He tenido un día largo y cansado. Hablaré con vos de esto mañana, Crón, después de descansar.

El desayuno ya estaba servido en el hostal cuando Fidelma llegó proveniente de la sala de baños. Eadulf estaba sentado y haciendo honores a la comida. Fidelma se dirigió a su asiento, dijo gratias en voz baja y examinó la bandeja con pan y fiambres y con guarnición. Cogió su cuchillo.

– Hemos de apresurarnos a regresar a la mina hoy con los hombres que pueda proporcionarnos Dubán -dijo Eadulf-. Tal vez seamos capaces de resolver todos estos misterios.

Fidelma estaba absorta en sus pensamientos, concentrada sólo a medias. Sin embargo, una parte de su mente se veía atraída hacia el plato de setas que había sobre la mesa. Una lejana campana de alarma resonó en el fondo de su mente; las setas eran de un color marrón amarillento pálido. Ella había comido muchas veces miotóg bhuí, la especie de hongos comestibles que crecía entre las altas hierbas de los prados húmedos junto a los ríos en primavera. Sin embargo, solían presentarse escaldados en agua, ya que su gusto era ácido. Escaldados se consideraban una exquisitez. ¿Por qué, entonces, se los habían servido crudos?

De repente un escalofrío le recorrió la espalda y se estremeció al examinar los trozos de cerca. Fidelma había creído que la cabeza amarillenta se había oscurecido con el tiempo, pero no era así. La cabeza era marrón. Lanzó una mirada temerosa a Eadulf, que estaba a punto de ponerse un trozo de seta en la boca, se acercó y se lo sacó de la mano.

Eadulf se echó hacia atrás sorprendido y contuvo una exclamación.

– ¿Cuántos habéis comido? -le preguntó Fidelma.

Eadulf la miró con cara de estúpido.

– ¿Cuántos? -retumbó otra vez la monja.

– Casi todos los que había en mi plato -confesó Eadulf sorprendido-. ¿Qué pasa? Sé lo que es, también hay en la tierra de los sajones del sur. Son colmenillas.

– Diar ár sábháil! -gritó Fidelma, saltando-. Son gyromitras esculentas, falsas colmenillas.

Eadulf palideció.

La falsa colmenilla, que se parecía tanto a la colmenilla, era venenosa si se comía cruda.

– Santo Dios -dijo Eadulf horrorizado.

Fidelma estaba de pie.

– No hay tiempo que perder: os tenéis que purgar, tenéis que vomitar, es la única manera.

Eadulf asintió con la cabeza. Él había estudiado en la gran escuela de medicina de Tuaim Brecain y había aprendido algo de los hongos venenosos.

Se levantó y se dirigió al fialtech, el retrete, olvidando incluso, con la prisa, santiguarse antes de entrar en la sala para ahuyentar las artimañas del Diablo, que moraba en tales lugares.

– Bebed toda el agua que podáis -le iba gritando Fidelma detrás.

Él no respondía.

Fidelma volvió su mirada hacia los platos.

Eso no era un error. Alguien había intentado envenenarlos deliberadamente. ¿Por qué? ¿Acaso estaban tan cerca de resolver las muertes de Araglin que tenían que eliminarlos? Recogió los platos de comida con rabia y los llevó hasta la puerta del hostal y los lanzó fuera. Hizo lo mismo con las jarras de aguamiel.

Oía a Eadulf que vomitaba en el fialtech.

Apretó con rabia los labios y se dirigió hacia las cocinas en busca de Grella, que era la que solía llevarles la comida. La cocina estaba desierta. Fue a la sala de asambleas y vio a la joven ocupada en sus tareas de limpieza.

La muchacha se puso nerviosa al ver a Fidelma.

– Decidme, ¿quién trajo la comida al hostal de huéspedes esta mañana?

– Fui yo, hermana, como siempre. ¿Pasa algo?

Los ojos cándidos de la joven indicaron a Fidelma que iba a tener que buscar al culpable en otro lado.

– ¿Quién preparó la comida esta mañana?

– Dignait, supongo. Es la encargada de la cocina.

– ¿Visteis cómo preparaba la comida?

– No. Cuando llegué, Dignait estaba en la sala de asambleas hablando con Cranat. Me dijo que tenía que ir directamente a las cocinas, donde encontraría la bandeja preparada con vuestro desayuno y que tenía que llevároslo enseguida.

– Así que, por lo que vos sabéis, Dignait preparó el desayuno.

– Sí. Me asustáis hermana, ¿qué sucede?

– ¿Recordáis en qué consistía la comida?

– ¿La comida? -preguntó la muchacha sorprendida por la pregunta-. ¿No os la habéis comido?

Fidelma hizo una mueca con amargura.

– ¿En qué consistía? -repitió.

– Fiambres, pan… oh, y algunas setas y manzanas y una jarra de aguamiel.

– Las setas eran venenosas. Eran colmenillas de las falsas.

La muchacha palideció. Su rostro mostraba conmoción, pero no culpabilidad.

– No lo sabía -dijo horrorizada.

– ¿Dónde está Dignait?

– No está aquí. Creo que fue a su habitación después del desayuno. ¿Queréis que os muestre dónde está su cabaña?

La muchacha se apresuró delante de Fidelma y la condujo desde la sala de asambleas hasta la destartalada cabaña.

– Aquí vive.

Fidelma la llamó.

No hubo respuesta.

Dudó un momento y luego intentó entrar. El pestillo se levantó con facilidad, empujó y entró en el edificio de una sola habitación. Le sorprendió el desorden que encontró: ropa de cama y piezas de ropa escampadas aquí y allá entre objetos personales.

Grella soltó una exclamación asombrada al otear por encima del hombro de Fidelma.

La abogada se quedó en el umbral y miró alrededor con gran interés. Alguien había estado buscando algo. ¿Había sido Dignait la que había puesto patas arriba su habitación, o acaso había sido otra persona? Si así era, ¿dónde estaba Dignait? Sus ojos se posaron en la mesa. De repente los entornó; había una manchita roja en el borde. Fidelma se dio cuenta de que era sangre.

Poca cosa más podía aprenderse de la habitación desierta de Dignait. Fidelma se volvió hacia Grella, que tenía la boca abierta y se mostraba nerviosa.

– Es mejor que volváis a vuestro trabajo, Grella. Cuando hayáis acabado quiero que os quedéis con el hermano sajón. Tal vez os necesite, ha comido algunas setas venenosas.

La muchacha soltó una suave exclamación y se santiguó.

– Ya se está purgando -le explicó Fidelma- pero tal vez necesite la ayuda de alguien más tarde. Yo tengo que ir en busca de Dignait y no quiero que se quede solo. Cuando hayáis acabado con vuestro trabajo, quedaos en el hostal y cuidad de él. ¿Me entendéis?

Grella indicó que la había entendido con un movimiento de cabeza y se escabulló.

Fidelma cerró la puerta de la habitación de Dignait y regresó al hostal.

Eadulf estaba sentado con la cara pálida y todavía estaba bebiendo agua.

Ella lo miró interrogante. Él asintió con la cabeza lentamente.

– ¿Cómo estáis? -le preguntó dulcemente.

Eadulf se encogió de hombros compungido.

– Preguntádmelo dentro de unas horas. Será entonces cuando el veneno haga efecto, si lo hace. Espero haber vomitado la mayoría. Nunca se sabe.

– Dignait ha desaparecido. Su habitación está desordenada y hay una mancha de sangre sobre la mesa.

Eadulf abrió bien los ojos.

– ¿Creéis que Dignait…?

– Parece lógico que sea la persona a la que hay que interrogar. Por lo visto fue ella quien preparó la comida y le dijo a Grella que nos la trajera. Le he pedido a la chica que cuide de vos mientras yo no estoy.

– Voy con vos a buscar a Dignait -protestó Eadulf.

Fidelma se lo quedó mirando casi con ternura y sacudió la cabeza con firmeza.

– Amigo mío, tenéis que quedaros sentado y seguir purgándoos. Veré qué puedo averiguar.

Eadulf empezó a protestar, pero al observar la dura mirada de Fidelma se lo repensó.

Fidelma encontró a Crón en la sala de asambleas y parecía de mal humor.

– ¿Es verdad? -preguntó-. Acabo de hablar con Grella.

– Es verdad -respondió Fidelma-. ¿Tenéis alguna idea de dónde puede haber ido Dignait?

Crón negó con la cabeza.

– La he visto antes. Grella dice que ya habéis registrado su habitación.

– Parece que ha desaparecido. Su habitación está vacía y desordenada y hay una mancha de sangre encima de la mesa.

– No sé qué aconsejar. Tiene que estar en algún lugar del rath, ordenaré que hagan un registro inmediatamente.

– ¿Dónde está vuestra madre? Me han dicho que conoce a Dignait mejor que nadie y que esta mañana estuvo hablando con ella.

– Mi madre se ha ido a cabalgar, como cada mañana, con el padre Gormán.

– Informadme cuando regrese.

La siguiente parada de Fidelma fue en la cabaña de Teafa.

Gadra abrió la puerta, vio la expresión de preocupación en el rostro de Fidelma y se hizo a un lado en silencio para que ésta pudiera entrar.

– Habéis salido pronto hoy, Fidelma, y no tenéis buena cara.

– ¿Cómo está vuestro protegido?

– ¿Móen? Todavía está durmiendo. Ayer fuimos a dormir tarde porque estuvimos discutiendo sobre teología.

– ¿Discutiendo de teología? -preguntó Fidelma asombrada.

– Móen sabe mucho de teología -le aseguró Gadra-. También estuvimos discutiendo su futuro.

– Sospecho que no quiere quedarse aquí.

Gadra sonrió cínicamente.

– ¿Después de todo lo que ha sucedido?

– Supongo que no -admitió Fidelma-. ¿Pero qué va a hacer?

– Yo le he sugerido que podría buscar refugio en un claustro religioso, tal vez en Lios Mhór. Necesita el orden que le puede proporcionar una vida entre religiosos, y muchos podrían comunicarse con él, ya que como vos misma habéis visto el conocimiento del antiguo ogham puede adaptarse rápidamente a sus necesidades.

– Parece una buena idea -admitió Fidelma-. Pero no cuadra mucho con vuestra filosofía.

– Mi mundo está moribundo. Yo ya lo he aceptado. Móen tiene que formar parte del nuevo mundo, no del viejo. -Gadra frunció el ceño bruscamente-. Pero veo que estáis preocupada; no habéis venido aquí para hablar de Móen, ¿ha sucedido algo?

– Temo por la vida de mi compañero, Eadulf -dijo Fidelma cortante-. Alguien ha intentado envenenarnos esta mañana.

El rostro de Gadra mostró su asombro.

– ¿Ha intentado? ¿Cómo?

– Setas venenosas.

– La mayoría de la gente reconoce las variedades venenosas.

– Cierto. Pero la colmenilla falsa puede pasar fácilmente por colmenilla.

– Pero sólo es tóxica cuando está cruda. Como la colmenilla no se toma nunca cruda, no hay muchas posibilidades…

– La cuestión es que las miotóg bhuí, las colmenillas, estaban crudas y eso fue lo que me extrañó. Yo no las toqué, pero desgraciadamente el hermano Eadulf ya había empezado a comerlas antes de que yo las reconociera.

Gadra se puso serio.

– Ha de purgarse inmediatamente.

– Ya ha vomitado y yo le he hecho beber mucha agua para que vomite más.

– ¿Se sabe quién es el responsable del intento de envenenamiento?

– Parece que Dignait. Pero al parecer no está en el rath, ha desaparecido. Su habitación está patas arriba y hay sangre sobre una mesa.

Gadra arqueó las cejas preocupado.

– Vuestro deber es hacerme la pregunta. Os la voy a contestar ahora: ni Móen ni yo hemos salido de aquí esta mañana.

Fidelma hizo una mueca.

– No sospechaba de vos.

Gadra se dirigió hacia su sacculus, que estaba sobre la mesa. Extrajo una botellita.

– Llevo mis medicinas encima. Esto es una infusión, una mezcla de hiedra triturada y ajenjo. Decidle a vuestro amigo sajón que se lo beba todo con un poco de agua, cuanto más fuerte sea la poción que tome, mejor. Le ayudará a eliminar el veneno del estómago.

Fidelma tomó la botella.

– Tomadla -insistió el viejo ermitaño-. A menos que creáis que quiero envenenarlo -añadió con una sonrisa.

– Os lo agradezco de verdad, Gadra -dijo entonces Fidelma.

– Apresuraos. Informadme si puedo hacer algo más por vos.

Agarrando la botella en la mano, Fidelma regresó al hostal de los huéspedes.

Eadulf seguía sentado, mucho más pálido. Tenía un color azulado alrededor de los ojos y la boca.

– Gadra os manda esto. Tenéis que tomarlo enseguida mezclado con agua.

Eadulf tomó la botella con desconfianza.

– ¿Qué es?

– Una mezcla de hiedra triturada y ajenjo.

– Algo para limpiar el estómago, supongo.

Sacó el tapón de la botella, olió el interior e hizo una mueca. Después vertió el contenido en una taza alta y añadió agua. Se lo quedó mirando con asco un momento, abrió la boca y se lo tragó.

Le dio un ataque de tos.

– Bueno -dijo cuando consiguió hablar-. Si el veneno no acaba conmigo, estoy seguro de que lo hará esta infusión.

– ¿Cómo os encontráis? -preguntó Fidelma, ansiosa.

– Mal -confesó Eadulf-. Pero el veneno tarda una hora más o menos en hacer efecto y…

De repente pareció que los ojos de Eadulf se le iban a saltar de las órbitas.

– ¿Qué pasa? -gritó Fidelma, alarmada.

Con la mano en la boca, Eadulf se puso en pie de un salto y desapareció en dirección al fialtech. Sus arcadas se oían desde allí.

– ¿Qué puedo hacer, Eadulf? -preguntó Fidelma, preocupada cuando el monje volvió a aparecer.

– Poca cosa, me temo. Si encuentro a Dignait, si me ha hecho esto, yo…, ¡oh, Dios!

Con la mano en la boca, volvió al excusado.

Llamaron a la puerta y entró Crón.

– Me han confirmado que Dignait no está en el rath -dijo-. Eso confirma su culpabilidad.

Fidelma miró a la tánaiste con malhumor.

– Eso me temía.

– He enviado a un hombre a informar a Dubán de lo que ha sucedido -añadió Crón.

– ¿Y dónde está Dubán ahora?

– Está arriba, en el valle de la Marisma Negra. Todavía está pendiente el asunto de la muerte de Muadnat -dijo Crón vacilante y con un suspiro-. Me cuesta creer que Dignait intentara envenenaros.

– De momento no hay nada que creer o no creer -respondió Fidelma-. No conoceremos su participación en este asunto hasta que la encontremos y la interroguemos.

– Ha sido una buena criada para mi familia.

– Eso me han dicho.

Eadulf volvió a aparecer, vio a Crón y se cohibió.

Crón examinó sus rasgos pálidos con desagrado.

– Estáis mal, sajón -lo saludó la tánaiste sin entusiasmo.

– Sois aguda, Crón -replicó Eadulf intentando mostrar humor.

– ¿Hay algo que yo… que podamos…?

Eadulf se sentó mostrándose animado.

– Sólo esperar -respondió él-. Quizá pueda hacerlo yo solo.

Fidelma le dirigió una sonrisa de disculpa.

– Tenéis razón, Eadulf. Os estamos molestando mucho. Descansad, pero le he pedido a la joven Grella que os vigile de vez en cuando.

Fidelma se giró y acompañó a Crón con gentileza, pero decididamente, hasta el exterior del hostal de huéspedes.

– Por cierto, ¿dónde está Crítán? -preguntó Fidelma cuando estaban fuera-. ¿Está ya sobrio después de lo de ayer?

– No estaba tan bebido como para no recordar lo que había sucedido. Lo humillasteis y no os va a perdonar.

– Se humilló a sí mismo -corrigió Fidelma.

– De cualquier modo, después de rabiar ante mí la pasada noche, justo antes de que regresarais al rath, cogió su caballo y se marchó, diciendo que ofrecería sus servicios a un jefe que supiera apreciar su talento.

– Eso es lo que me temo. Su talento reside en la arrogancia y la intimidación. Hay por ahí hombres sin escrúpulos a quienes gustaría hacer uso de tales cualidades. De todos modos, ¿decís que el joven ya no está en el rath?

Crón abrió bien los ojos.

– ¿No creeréis que ha conspirado con Dignait para…?

– No pierdo el tiempo en especular sin conocer los hechos, Crón. -De repente se le ocurrió algo. Desde luego tenía algo que ver con Crítán. Estaba a punto de actuar movida por esa idea cuando, de improviso, vio a Menma, el caballerizo, que salía del rath a caballo. Iba montado sobre una yegua robusta y llevaba atada detrás con una cuerda un asno. Una pesada alforja pendía del lomo del animal.

– ¿Adónde va? -preguntó Fidelma con suspicacia.

– Le he pedido que fuera a las tierras altas del sur a reunir algunos caballos perdidos -respondió Crón-. ¿Necesitáis sus servicios? ¿Le digo que regrese?

– De momento no importa -respondió Fidelma, que no quería que la distrajeran.

Sin embargo, otra cosa llamó su atención. Fueron los sonidos de unos caballos que entraban en el rath atravesando el puente de madera. Eran Cranat y el padre Gormán, que pasaron junto a Menma sin saludarlo.

Crón se dirigió inmediatamente hacia su madre y empezó a explicarle lo que había sucedido. Fidelma se quedó detrás, observando la conversación entre madre e hija con interés. Parecía que entre ambas había una cierta distancia, una formalidad de difícil explicación.

El padre Gormán, que había estado escuchando, desmontó y mientras alguien se hacía cargo de su caballo se acercó a Fidelma.

– El hermano Eadulf es un seguidor de Roma -dijo con brusquedad-. Si su vida está en peligro he de atender sus necesidades.

– Sus necesidades están bien atendidas, padre Gormán -replicó Fidelma con cierto regocijo-. Ahora sólo nos cabe esperar.

El padre Gormán se ruborizó.

– Yo me refería a sus necesidades espirituales. La última confesión. Los últimos sacramentos de nuestra iglesia.

– Yo no creo que se vaya todavía al otro mundo -respondió Fidelma-. Dum vita est spes est -añadió-, mientras hay vida hay esperanza.

Se volvió hacia Cranat, que estaba a punto de marcharse.

– ¡Cranat! Quiero hablar con vos.

La altiva mujer se giró y se ruborizó molesta.

– Lo normal es solicitar…

– No tengo tiempo para formalismos, como os he dicho antes -dijo Fidelma-. Es una cuestión de vida o muerte. Creo que habéis visto a Dignait esta mañana. ¿Habéis observado si preparaba el desayuno para el hostal de huéspedes?

– Yo no me muevo por las cocinas -dijo Cranat.

– ¿Pero habéis visto a Dignait esta mañana?

– La vi cuando cruzaba la sala de asambleas. Venía de la cocina. Me detuve para hablar con ella de manera informal. Creo que la criada Grella entró y Dignait le ordenó que fuera a la cocina y llevara la bandeja con el desayuno al hostal de huéspedes. Eso es todo.

– Hay que encontrar a Dignait. ¿Sabéis dónde puede haber ido?

Cranat respondió a Fidelma con una mirada de desagrado.

– Yo no tengo por costumbre meterme en los asuntos personales de los criados. Ahora, ¿eso es todo? -y se marchó indignada antes de que Fidelma pudiera contestar.

El padre Gormán seguía en sus trece y aprovechó la oportunidad.

– Insisto en ver al moribundo hermano sajón -dijo-. Tenéis que admitir vuestra parte de culpa si muere, hermana. Vos soltasteis a esa cría de Satanás cuando sabíais bien que nuestras vidas podían correr peligro.

Fidelma se giró malhumorada hacia él.

– ¿Estáis seguro de que sois abogado de la doctrina cristiana?

El padre Gormán se sonrojó.

– Más que vos, eso es obvio. Cristo dijo: «Y si vuestra mano os ofende, cortáosla; es mejor entrar a la vida incompleto, que ir con dos manos al infierno, al fuego que nunca se apagará; donde el gusano no muere, y el fuego no se apaga». Ya es hora de detener esa ofensa, de destruir y expulsar de una vez ese mal de entre nosotros.

Fidelma apretó la mandíbula con fuerza.

– El hermano Eadulf no necesita vuestra bendición, Gormán de Cill Uird -respondió Fidelma con voz tranquila-. Todavía no va a morir.

– ¿Acaso sois Dios para decidir tales cosas? -preguntó con desprecio el sacerdote.

– No -respondió Fidelma sacudiendo la cabeza-. ¡Pero mi voluntad es tan fuerte como la de Adán!

Por un momento pareció que el padre Gormán iba a seguir discutiendo, pero entonces se dio la vuelta apretando los labios y regresó iracundo a su capilla.

Crón, que vio el golpetazo de la puerta de la capilla, dirigió su mirada a Fidelma.

– Decidme si puedo hacer algo… -dijo, y se giró en dirección a la sala de asambleas.

Fidelma empezó en ese momento a dirigirse al hostal de huéspedes.

– ¡Hermana! ¡Hermana!

La religiosa vio a la joven criada, Grella, corriendo hacia ella. Por el rostro de la chica se dio cuenta de que sucedía algo y el corazón le dio un vuelco.

– ¿Es el hermano Eadulf?

– Venid deprisa -gritó la joven, pero Fidelma ya había echado a correr en dirección al hostal.

– Yo acababa de entrar, tal como me ordenasteis -jadeaba la joven, intentando ir al paso de Fidelma. No pudo acabar la explicación, pues Fidelma ya estaba entrando en el hostal, y Grella le iba pisando los talones.

Eadulf yacía en su cubículo, echado de espaldas en el jergón. Temblaba y su cuerpo se retorcía, pero tenía los ojos cerrados y unas gotas de sudor recorrían su rostro.

Fidelma se dejó caer de rodillas y le tomó una mano. Estaba caliente y sudorosa. Le tomó el pulso; palpitaba con movimientos espasmódicos.

– ¿Cuánto rato lleva así? -preguntó a Grella, que estaba detrás de ella.

– Yo entré hace un momento, como me pedisteis, y lo encontré así -repitió la joven.

– ¡Id en busca de Gadra el Ermitaño, deprisa! ¡En casa de Teafa! ¡Deprisa, ahora! -añadió al ver que la muchacha vacilaba.

Fidelma se volvió hacia Eadulf. Estaba claro que había entrado en un proceso febril y ya no era consciente de lo que sucedía a su alrededor.

La monja se puso en pie y se apresuró hacia la estancia principal donde había un jarro de agua. Lo cogió junto con un trozo de tela y lo usó para secarse las manos después de lavarse; lo humedeció, regresó junto a Eadulf y empezó a enjugarle el sudor de la cara enrojecida.

Un momento después, entró el anciano seguido por Grella. Separó suavemente a Fidelma. Tocó la frente de Eadulf, le tomó el pulso y se retiró.

– Poco podemos hacer ahora. Ha caído en un estado febril al que vencerá o será vencido por él.

Fidelma notó que sus manos se apretaban con movimientos espasmódicos.

– ¿No podemos hacer nada más?

– El veneno ha de seguir su curso. Esperemos que se haya eliminado la mayoría y que esto no sea más que el resultado de un pequeño residuo que le molestará durante unas horas. La temperatura de su cuerpo está subiendo. Si se detiene, habremos ganado. Si no…

El anciano se encogió de hombros.

– ¿Cuándo lo sabremos?

– No antes de algunas horas. No podemos hacer nada.

Fidelma sintió una rabia irracional al mirar el rostro amarillento de Eadulf. Se dio cuenta de lo triste que sería su vida si le sucedía algo. Recordó lo preocupada que se había quedado cuando había dejado a Eadulf en Roma y ella había regresado a Irlanda; los meses de soledad que habían seguido. Recordaba que había regresado a Irlanda con unos sentimientos curiosos, casi insondables, de soledad y añoranza. Le había llevado un tiempo superar esas emociones.

A Fidelma le costaba admitir el apego emocional a alguien. Se había enamorado de un joven guerrero llamado Cian cuando tenía diecisiete años. Él estaba en la guardia de élite del rey supremo de Tara. En aquel tiempo, ella estudiaba leyes con el gran brehon Morann. Era joven y despreocupada y había estado muy enamorada, pero Cian la había abandonado por otra. Este rechazo la había desengañado de la vida; sentía amargura, aunque los años hubieran templado esta actitud. Pero nunca había olvidado esta experiencia, ni la había superado. Tal vez nunca se lo había permitido.

Eadulf de Seaxmund's Ham había sido el único hombre de su misma edad en cuya compañía se había sentido realmente bien. Al principio lo había desafiado, pero esos desafíos intelectuales se habían convertido en la base de una relación fácil y amable. Sus debates sobre teología y actitudes culturales, en los que contrastaban sus opiniones y filosofías divergentes, eran una manera de bromear el uno con el otro. Y aunque sus discusiones eran fuertes, no había hostilidad entre ellos.

Fidelma se había sentido sola durante ese año y apenas había sido capaz de ocultar su alegría cuando se había enterado de que el hermano Eadulf había sido enviado como emisario del recién nombrado arzobispo de Canterbury, Teodoro, que era el representante del santo Padre en los reinos anglosajones. Que Eadulf estuviera ahora en la corte de su hermano, Colgú de Cashel, era como una bendición del destino.

¿Podía ser el destino tan cruel como para llevarse a Eadulf; llevárselo de forma tan irrevocable?

– No podéis hacer nada aquí, Fidelma -repitió Gadra-. Dejad que cuide del pobre hermano, mientras vos hacéis todo lo posible para encontrar al responsable. Os informaré de cómo evoluciona.

Fidelma miró los rasgos de su amigo enfermo y con renuencia asintió con la cabeza, mientras intentaba controlar una ligera mueca en las comisuras de sus labios.

– Gracias, Gadra -dijo-. Grella os ayudará, ¿no es así, Grella?

Grella se retorcía las manos.

– Oh, hermana, ¿me van a castigar por esto?

– ¿Por qué os han de castigar? -preguntó casi ausente.

– Fui yo la que os traje la comida a vos y al hermano -le recordó la joven.

Fidelma percibió la angustia que sentía la joven y sacudió la cabeza con una sonrisa triste.

– No os van a castigar. Pero tengo que ir en busca de Dignait y descubrir quién es el responsable de poner los hongos venenosos en las bandejas. Gadra os necesita. ¿Le ayudaréis?

– Desde luego -afirmó la joven, con tristeza.

Fidelma echó una última mirada a Eadulf, que temblaba inconsciente, se giró y abandonó el hostal. Cuando ya había caminado unas yardas, se dio cuenta, por primera vez en su vida, de que caminaba sin un propósito. Se detuvo, sin saber qué hacer.