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Fidelma desmontó fuera de la cabaña de madera de un solo piso. Había abandonado el rath tan sólo con una vaga idea en la cabeza. Iba dándole vueltas a algo que se le había ocurrido al nombrar a Crítán. Era un verso de la Eneida de Virgilio: Dux femina facti! No estaba segura de por qué seguía pensando en ese verso, hasta que tomó el camino hacia el valle de la Marisma Negra y vio la cabañita en la curva del río.
Junto a la puerta, había una mujer que, al parecer, había estado arreglando las plantas del pequeño jardín. Observó la llegada de Fidelma con curiosidad. Era una mujer bien proporcionada, una mujer que ya no era joven. Una rubia, baja y rechoncha, con mandíbulas pronunciadas. Vestía ropas de colores chillones que no entonaban mucho.
Fidelma ató las riendas de su caballo a un poste.
– Buenos días, hermana -saludó la mujer-. Sois bienvenida aquí, pero he de advertiros, ¿sabéis qué lugar es éste?
Fidelma sonrió ligeramente.
– Me han dicho que era la casa de Clídna, ¿estoy mal informada?
La mujer rubia sacudió la cabeza.
– Yo soy Clídna, pero esto es un meirdrech loc.
– ¿Un burdel? Sí, eso me han dicho.
– Las personas como vos no suelen venir a visitar a una mujer de secretos, como yo, a menos que sea para intentar que tomemos un nuevo camino en la vida.
Fidelma sonrió irónicamente ante aquel eufemismo de «mujer de secretos» por «prostituta», aunque era ampliamente utilizado en los cinco reinos. De repente le pareció adecuado.
– Dux femina facti -dijo la frase en voz alta-. Una mujer dirigía la acción. He venido a veros, Clídna, porque conocéis muchos secretos.
La prostituta se mostró primero sorprendida, pero hizo un gesto en dirección a la cabaña.
– ¿Os ofendo si os pido que entréis y os ofrezco algo en señal de hospitalidad?
– En absoluto.
– Entonces entrad en mi casa, hermana, y permitidme que os ofrezca algo de beber. Desgraciadamente, mis medios son escasos, así que no tengo grandes vinos ni dulces aguamieles que ofreceros.
Se giró para dirigirse al interior de la cabaña y una vez dentro le indicó a Fidelma que se sentara, mientras ella se volvía hacia una cazuela que hervía sobre el fuego.
– Acabo de preparar una infusión de leñador -le comunicó Clídna-. Creo que os gustará. Es sencilla y natural.
– ¿Cómo la preparáis? -preguntó Fidelma percibiendo un aroma a bosque.
– Bien fácil -respondió la mujer con una sonrisa-. Golpeo suavemente un abedul y extraigo algo de savia. Después la caliento con agujas de pino y cuelo la mezcla con hojas de juncia.
Le ofreció una jarra de arcilla a Fidelma.
Ésta sorbió con cuidado; el sabor era fuerte pero no desagradable.
– Es muy bueno -afirmó cuando dio otro sorbo.
– ¡Seguro que no puede compararse con lo que se bebe en el palacio de Cashel!
Fidelma arqueó las cejas.
– ¿Así que sabéis quién soy?
– Yo soy una mujer de secretos -dijo Clídna con humor-. ¿Adónde van a descansar los susurros y rumores si no es a los oídos de alguien como yo?
– Contadme algo de vos. ¿Cómo es que os dedicáis a esta profesión?
– Yo era la hija de unos rehenes. Mis padres eran de los Uí Fidgente y fueron tomados prisioneros después de la batalla del Vado de las Manzanas, donde Dicuil, hijo de Fergus, murió a manos de los hombres de Cashel.
Fidelma sabía que los rehenes no tenían derechos y que se les obligaba a trabajar hasta pagar el rescate; pero la siguiente generación era libre.
Clídna parecía leer sus pensamientos.
– Yo nací antes de que mis padres fueran capturados. Por lo tanto no era una mujer libre. No tenía derechos y por eso soy lo que veis; una mujer de secretos. Sin precio de honor, sin posición, sin dote. Sin propiedad.
– ¿A quién pertenece entonces esta cabaña?
– Está en la tierra de Agdae.
– Ah. ¿Agdae de la Marisma Negra?
Clídna sonrió ligeramente.
– Por supuesto le pago un alquiler.
– Por supuesto.
– No me avergüenzo de mi vida.
– ¿He dado a entender que deberíais hacerlo?
– Normalmente, los de vuestra profesión, el padre Gormán por ejemplo, me azotarían y me echarían de esta tierra.
– El padre Gormán adopta unos puntos de vista extremos.
Clídna miró a Fidelma con cierto aire de sorpresa.
– ¿No me diréis que me veis con buenos ojos?
– ¿Veros con buenos ojos, o ver con buenos ojos vuestra profesión?
– ¿Son cosas distintas?
– Depende del individuo. Mi mentor, Morann de Tara, me dijo que nunca me probara el abrigo de otra persona en mi cuerpo. -Fidelma hizo una pausa-. Sin embargo, no he venido a discutir cómo vivís, Clídna. He venido porque os agradecería que me proporcionarais cierta información.
La mujer se encogió de hombros.
– Hay pocas cosas que yo no sepa en este sitio.
– Exactamente. Dux femina facti! Bien podría ser que hubierais oído secretos susurrados al aire.
– Pero no el secreto que vos deseáis descubrir. Hay mucha gente que odiaba a Eber, lo bastante para verlo muerto. Pero no estoy segura de cuántos se atreverían a matarlo.
– ¿Tal vez Agdae tuviera motivo suficiente, por ejemplo?
Clídna, sonrojada, sacudió la cabeza con rapidez en señal de negación.
– De todas maneras, estaba en Lios Mhór cuando asesinaron a Eber. Debéis saberlo -dijo ruborizada.
Fidelma conocía bien ese hecho, pero algo la incitó a poner a prueba a Clídna, dado el tono de voz que había utilizado al señalar que Agdae era el propietario de su casa. Le pareció que el matiz denotaba algo más que una relación profesional.
– ¿No sería capaz de alquilar a alguien para que lo hiciera?
– No es de ese tipo. Es un hombre de temperamento impetuoso y a menudo le lleva por mal camino la lealtad a su primo, Muadnat. Pero no es violento.
– Sin embargo, quizá mientras estamos hablando, Agdae está buscando la manera de matar al joven Archú. Amenazó con hacerlo.
Clídna echó hacia atrás la cabeza y se puso a reír.
– ¡Entonces no estáis bien informada!
Fidelma arqueó las cejas interrogante.
– ¿Tan segura estáis?
Clídna se levantó sonriendo y se dirigió a una puerta situada en el fondo de la cabaña. Daba a otra habitación que estaba a oscuras. Le hizo un gesto a Fidelma para que se acercara. Ésta así lo hizo, con cautela. Clídna le hizo la señal de que mirara al oscuro interior, tapándose la boca con un dedo.
De la habitación salió un fuerte olor a alcohol rancio; sin duda era un dormitorio. Fidelma oyó un ronquido fuerte y vio una figura estirada en una cama de madera.
Clídna atravesó la estancia en silencio y abrió una contraventana de madera para que entrara un poco de luz en la habitación. La figura gimió levemente. Fidelma oteó. No le costó reconocer a Agdae. Al cabo de un rato, Clídna volvió a cerrar las contraventanas y condujo a Fidelma fuera de la habitación.
– Lleva aquí desde la muerte de Muadnat y apenas sobrio -explicó Clídna-. La muerte de su primo le ha afectado, pero no es violento; eso lo sé.
Fidelma volvió a sentarse y dio un sorbo pensativa.
– ¿Eber vino alguna vez aquí?
Clídna se puso a reír y negó con la cabeza mientras regresaba a su asiento. Parecía una persona de risa fácil.
– Yo no era de su gusto; no soy una jovencita ni soy pariente suya -respondió-. Él tenía otras preferencias.
– ¿Habéis dicho que muchos lo odiaban?
– Con la gente de Araglin era como un cuervo con un hueso -reflexionó Clídna.
– ¿Por qué se extendió esa reputación suya de bondad y generosidad, de gentileza y cortesía?
– Porque Eber buscaba poder en la asamblea del rey de Cashel. Afirmaba ser amigo de todo el mundo para ganarse una buena reputación y un asiento en la asamblea.
– «Malo aquel del que todos los hombres hablan bien» -murmuró Fidelma, mientras sonreía a la desconcertada mujer-. Es de un evangelio de Lucas. En otras palabras, tal como escribió Aristóteles, un hombre que dice tener muchos amigos, no tiene amigos. Habladme de la gente que le odiaba.
– ¿Por dónde empiezo? -preguntó Clídna con escepticismo.
– ¿Por su círculo familiar?
– Un buen sitio -admitió la mujer-. Allí todos le odiaban.
– ¿Todos? -Fidelma se inclinó hacia delante con interés-. Entonces seamos más específicos. ¿Qué me decís de su mujer?
– ¿Cranat? Sí, lo odiaba. No hay duda. Si habéis hablado con ella, habréis visto que considera que se la ha tratado mal; haberse casado por debajo de su posición social, una princesa de los Déisi. Le desagradaba tener que vivir en Araglin. Su matrimonio fue puramente por dinero. Antes habéis dicho una frase en latín. Yo aprendí esta frase de… -dudó un instante y sonrió-… de un amigo. Es quaerenda pecunia primum est virtus post nummos.
– Una frase de las Epístolas de Horacio -reconoció Fidelma- y bien recordada. «La plata vale menos que el oro, y el oro menos que la virtud». Así que Cranat se casó con Eber, por el oro más que por la virtud.
Clídna sonrió.
– ¿Y Crón es su única hija con Eber?
Clídna se rascó la nariz con el índice y asintió.
– Sí.
– ¿Cuándo dejó Cranat de vivir con Eber?
Clídna sacudió la cabeza.
– Eso pasó cuando Crón tendría doce o trece años. Por supuesto dio que hablar.
– ¿Dio que hablar?
– Que Eber prefiriera la compañía de su hija a la de su mujer.
Sor Fidelma se reclinó y miró pensativa a la prostituta.
– ¿Queréis más infusión? -preguntó Clídna, sin inmutarse por el efecto que causaba.
Fidelma asintió automáticamente y tendió su jarra.
– Hablemos de Crón, entonces. ¿Cómo se llevaba con su padre?
– Me han dicho que tenían una buena relación. Ella trabajaba con él y, de hecho, apenas llegó a la edad de la elección la hicieron tánaiste. Nosotros somos una comunidad rural, hermana, y eso provocó algunas iras.
– ¿Iras?
– Oh, sí. Una joven heredera electa del clan.
– No es inusual -señaló Fidelma-. Las mujeres pueden aspirar a todos los cargos en los cinco reinos.
– Pero pocas veces son elegidas entre los granjeros. De todos modos, había otro problema. Muadnat ya era heredero electo.
Fidelma intentó ocultar su sorpresa.
– ¿Muadnat?
– Sí. ¿No sabíais que era primo de Eber y que, como Eber no tenía heredero inmediato, lo nombraron tánaiste hace tiempo? Cuando Eber lo desheredó e hizo que se nombrara tánaiste a su hija, se dijo que el jefe había pagado mucho en sobornos para conseguirlo.
La mente de Fidelma trabajaba a gran velocidad.
– ¡Despertad a Agdae!
Clídna frunció el ceño y estaba a punto de protestar, pero reconoció una expresión de gran resolución en el rostro de Fidelma.
Le costó un rato despertar a Agdae. El hombre se sentó en la cama parpadeando y frotándose los ojos. Desde luego todavía no estaba sobrio.
– Escuchad, Agdae -dijo Fidelma con voz áspera-. Escuchad con detenimiento. Quiero que me digáis la verdad. Si no lo hacéis, vuestra vida puede estar en peligro. ¿Lo entendéis?
Agdae gruñó algo como protestando.
– ¿Cuándo fue depuesto Muadnat por la derbfhine de la casa de los jefes de Araglin?
Agdae entornó los ojos para observarla mejor.
– ¿Cuándo? -insistió Fidelma.
– ¿Cuándo? -repitió Agdae con estupidez-. Oh, hace tres semanas.
– ¿Sólo hace tres semanas? ¿Y vos erais un miembro de la derbfhine?
Agdae se rascó la cabeza y asintió con renuencia.
– Dadme de beber.
– ¿Vos erais miembro de la derbfhine? -volvió a preguntar Fidelma en voz más alta.
– Así es.
– ¿Votasteis para que Muadnat continuara siendo tánaiste?
– Por supuesto, por qué…
– ¿Quién más votó a Muadnat… quién más?
Agdae tiró la cabeza hacia atrás, como si quisiera ponerse a dormir.
– ¿Quién más dio su apoyo a Muadnat en la asamblea?
Fidelma lo sacudió por los hombros.
– ¡Muy bien! ¡Basta! -protestó Agdae-. Solamente Cranat, Teafa y yo… Oh, y Menma. Nadie más.
– ¿Así que Menma era miembro de la derbfhine?
– El caballerizo es primo y tiene voz en la derbfhine -indicó Clídna.
Fidelma dejó caer a Agdae sobre la cama. Se quedó meditando un rato y luego regresó a la otra habitación. Clídna la siguió y cerró la puerta del dormitorio con suavidad. Fidelma se hundió en su silla. Con cautela, Clídna también volvió a sentarse.
– ¿Así que Crón fue elegida tánaiste hace tan sólo tres semanas? -reflexionó Fidelma-. Sé que existe una relación entre Crón y Dubán. ¿Qué me decís de la relación entre Dubán y Eber?
Clídna hizo una mueca.
– Es sencillo. Se rumoreaba que Dubán odiaba a Eber.
– Sin embargo, era el comandante de su guardia. ¿Conocía Eber este odio?
– Eber vivía envuelto en su ensimismamiento. Era susceptible a los halagos e incluso cuando encontraba enemigos, su método era, como he dicho, comprarlos. Cuando Dubán regresó, después de muchos años lejos de Araglin, y ofreció sus servicios a Eber, éste se sintió halagado de que un guerrero famoso por luchar contra los Uí Fidgente le ofreciera sus servicios.
– Entiendo -dijo Fidelma, pensativa.
Clídna observaba su expresión.
– Si sospecháis que Dubán mató a Eber, os equivocáis. Dubán es una persona ambiciosa y resuelta, pero también es un guerrero con un código de honor. Mataría a Eber en un combate, pero nunca se le acercaría a hurtadillas de noche para degollarlo.
– He conocido a gente que ha recurrido a métodos que no iban con su carácter.
– Bien, de la gente de Araglin, yo diría que Dubán, a pesar de la animadversión que sentía hacia Eber, sería el último que recurriría al asesinato.
– ¿Sabéis por qué Dubán odiaba a Eber?
– Ah, eso es una historia del pasado. Yo creo que algo pasó cuando Dubán era joven, algo que le incitó a alistarse en los ejércitos del rey de Cashel.
– Habéis dicho que pensaríais en otra persona antes que en Dubán. ¿En quién?
Clídna sonrió con ironía.
– ¿No os ofenderéis si hablo claro?
– ¿Por qué habría de hacerlo?
– Tal vez no os guste lo que tengo que decir.
– Me guste o no, no tiene importancia siempre que sitúe mis pasos en el camino de la verdad. La verdad es lo que buscamos en cualquier dirección. Vincit omnia veritas.
– El padre Gormán odiaba a Eber. Era un fanático de lo que él consideraba moral. Siempre estaba amenazando a la gente con el infierno y hornos al rojo vivo. Amenazaba a Eber y a Teafa.
– ¿Cómo lo sabéis?
– Me enteré por ese chico engreído que quiere ser guerrero. Solía venir aquí.
– ¿Crítán?
– El mismo. Una noche estuvo aquí borracho y me dijo que el padre Gormán había hablado a Eber y a Teafa de una manera muy vehemente. Le llamó putero vil que se quemaría en el infierno y dijo que Teafa no era mucho mejor. El padre Gormán les acusó de muchos pecados, tantos que afirmó que el infierno no era lo bastante caliente, ni la eternidad lo bastante larga para castigarlos.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hace dos semanas, según Crítán. Eber estaba tan indignado con Gormán que le golpeó.
– ¿Eber golpeó al sacerdote? -preguntó Fidelma, sorprendida.
– Así es.
– ¿Hubo testigos?
– Según Crítán él fue testigo, ya que tuvo lugar en las cuadras. No lo vieron porque se ocultaba en un pajar.
– ¿De qué discutían?
– Deberíais preguntarle a Crítán.
– Dudo mucho que me lo diga. No os preocupéis. Si me decís lo que explicó Crítán, me ocuparé de que no os veáis implicada.
– Crítán estaba en el pajar de los establos, al parecer dormido. Le despertaron los gritos de un altercado. Era el sacerdote con Eber y Teafa. No pudo oír con precisión de qué iba la discusión, salvo que el padre Gormán los censuraba a ambos por su falta de moralidad. Crítán dijo que se mencionó algo de Móen. Fue entonces cuando Eber golpeó al sacerdote.
– ¿Qué sucedió entonces? -insistió Fidelma cuando la mujer hizo una pausa.
– El padre Gormán cayó al suelo. Crítán dijo que chilló deseando la muerte de Eber.
Fidelma se inclinó hacia delante con interés.
– ¿Dijo eso mismo?
– Según Crítán.
– ¿Cuáles fueron las palabras exactas… según Crítán?
– Creo que dijo que el padre Gormán gritó: «El cielo os fulminará por este golpe», o algo parecido.
– Ah, el cielo. ¿Y no dijo que el golpe lo daría él mismo?
Clídna sacudió la cabeza.
– Bueno, no os implicaría en esto. Decidme, sin embargo -Fidelma sonrió levemente-, ¿Agdae es un buen patrón?
– Ni mejor ni peor que cualquier otro hombre -se mostró expresamente desinteresada.
– Pero ¿os gusta más que cualquier otro hombre?
– Es bonito soñar con una posición mejor en la vida -admitió la mujer.
– ¿Qué podéis decirme de Muadnat?
– Impulsivo. Estaba acostumbrado a salirse siempre con la suya.
– ¿Muadnat y Agdae frecuentaban vuestra… vuestra casa?
Clídna se echó a reír divertida.
– Ellos y la mitad de Araglin. No me avergüenzo de ello. Es lo que hago.
– ¿Oísteis a alguno de ellos hablar de una mina?
– ¿Una mina? ¿Queréis decir una mina aquí en Araglin?
– Sí. O en la Marisma Negra, la tierra de Muadnat, por ejemplo.
– No. En ninguna parte de estas tierras.
Fidelma se sintió decepcionada.
Clídna se levantaba del asiento, cuando se giró bruscamente frunciendo el ceño.
– La verdad es que… tal vez no sea nada…
Fidelma esperó expectante.
– Menma dijo algo una vez.
La mente de Fidelma se puso alerta al oír mencionar al hombre pelirrojo.
– Menma dijo algo de un hombre que encontró una roca que le iba a hacer rico.
– ¿Cómo?
– Yo no lo entendí entonces, ni lo entiendo ahora, hermana. Menma viene a menudo aquí y a menudo borracho. Hace unas semanas estando borracho hablaba de extraer riquezas de la tierra, yo no sabía de qué hablaba. Después dijo algo de un hombre que conocía el secreto de convertir las rocas en riquezas y con la riqueza comprar más poder del que Eber pudiera imaginar.
– ¿Dijo quién era ese hombre?
– Era algo así como Mór… Mór algo.
– ¿Morna? -preguntó Fidelma.
– Creo que sí. Pero, ahora que habéis mencionado las minas, ¿acaso las rocas no esconden metales preciosos?
– ¿Habéis oído alguna cosa más? ¿Muadnat dijo alguna vez algo?
– Nada. Una cosa interesante, sin embargo; durante ese mismo período parece que Menma y Muadnat se hicieron buenos amigos. Muadnat nunca había sido amigo del caballerizo. Era curioso. Lo sé porque una vez Agdae se me quejó de que Muadnat y Menma iban a menudo de caza a las colinas y él se sentía excluido.
Fidelma se levantó lentamente.
– Agradezco mucho toda esta información que me habéis dado, Clídna. Habéis sido de gran ayuda.
Clídna hizo una mueca de escepticismo.
– No sé cómo, hermana.
Fidelma le devolvió la jarra de barro vacía.
– Os agradezco vuestra hospitalidad. Que seáis feliz.
Fidelma se montó en su caballo y se encaminó hacia el valle de la Marisma Negra, absorta en sus pensamientos.