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Primero pensó en ir en busca de Dubán, para ver si había descubierto adónde podía haber huido Dignait. Pero estaba preocupada. Aunque Clídna le había dicho que había otras personas en Araglin, aparte del fornido guerrero, sospechosas del asesinato, ella desconfiaba. Si Dubán odiaba a Eber, ¿por qué había regresado a Araglin y se había puesto a su servicio? Y si amaba a Crón, la muerte de Eber los beneficiaba a ambos. Ya había sospechado de ambos por las mentiras que le habían dicho. Se encontró que, inconscientemente, conducía su caballo por las colinas en dirección a la mina.
El trayecto era fastidioso y por varias veces Fidelma pensó que era mejor ocultarse de los viajeros, o dar un rodeo a los edificios, para que nadie la viera. Tenía la sensación de que las cosas empezaban a unirse como los hilos de una telaraña, juntándose cada vez más hacia el centro, donde estaba sentada la figura borrosa de un gran manipulador tirando de los diferentes hilos.
Fidelma llegó al lugar del bosque en el que ella y Eadulf habían descubierto la entrada de la cueva y habían visto a Menma salir de ella. Se preguntó cuánto podría acercarse sin ser vista, cuántos trabajadores habría cerca de la cueva. Pero instintivamente sabía que allí iba a encontrar una de las claves para descubrir el misterio.
Agudizó sus sentidos mientras atravesaba el bosque a caballo, por entre robles sombríos cuyas candelillas amarilleaban, percibiendo las flores rojas y blancas e incluso rosas de los robustos espinos y los tejos que acababan de florecer. Todas las hayas destacaban con sus hojas de un verde brillante. Parecía todo tan en paz, tan idílico, que costaba imaginar que el caos y la muerte se escondieran en esa agradable tierra.
Su caballo se sobresaltó bruscamente, y en las cercanías se oyó el ladrido característico de un zorro buscando una presa.
Era sabio recordar que, incluso en un lugar tan idílico como aquél, había también depredadores al acecho de víctimas débiles.
Llegó al lugar donde Eadulf y ella habían amarrado a sus caballos y decidió que sería mejor repetir lo mismo y aproximarse a pie. Hizo bien, pues llegando al extremo del bosque oyó un sonido de cascos y se ocultó sigilosamente en la maleza. No lejos de allí, por el camino, iba galopando un caballo proveniente del claro. Fidelma vio una figura ligera agachada sobre el cuello del animal y una capa brillante y de varios colores al viento. Después, caballo y jinete desaparecieron.
La monja se detuvo un momento; le pareció oír un grito procedente del claro y se giró con cuidado en esa dirección. Se encontró con el claro delante, en la ladera de la colina donde estaba la entrada de la cueva. Había dos caballos allí amarrados. Se acurrucó bien, buscando que los arbustos la taparan.
No había señal alguna del pesado carro que habían visto anteriormente y el fuego era una mancha negra, aunque las herramientas seguían allí amontonadas. Escuchó con atención, pero no se oía nada salvo las canciones de los pájaros que se elevaban del bosque y el suave murmullo de una brisa que acariciaba las laderas. Fidelma examinó los caballos con detenimiento. Estaban ensillados, y con seguridad no eran los caballos de unos granjeros, sino más bien las monturas de unos guerreros. Uno de ellos le resultaba particularmente familiar e intentó recordar dónde lo había visto y quién lo cabalgaba.
Estaba a punto de levantarse y acercarse a la cueva cuando sucedió algo; tan rápido, que apenas pudo respirar antes de que ya hubiera acabado.
Intentaba recordar por qué los caballos le resultaban familiares y dónde los había visto anteriormente, pero un segundo después oyó un curioso chillido de lamentación. Sus ojos se clavaron en la entrada de la cueva. Apareció una figura desaliñada. Se detuvo un momento, respiró una bocanada de aire y empezó a correr hacia los caballos.
Era el pelirrojo Menma. El caballerizo estaba casi a punto de llegar hasta su caballo cuando apareció una segunda figura en la boca de la cueva. Caminaba sin prisa, surgía de la oscuridad con un arco y una flecha.
– ¡Menma! -gritó en voz baja pero intensa atravesando el claro.
El hombre giró en redondo. Incluso desde aquella distancia, Fidelma vio su cara aterrorizada.
– ¡Por el amor de Dios! -llegó a farfullar-. ¡Os puedo pagar! Puedo…
Después agarró una espada que colgaba de su silla de montar y se giró para enfrentarse a su perseguidor. Empezó a correr hacia delante, blandiendo la espada con desesperación.
La segunda figura levantó el arco sin prisa. Menma avanzaba corriendo, intentando recorrer aquel espacio. Se oyó un ruido sordo. Menma cayó derribado al suelo, la espada se soltó de su mano. El astil de la flecha sobresalía de su pecho. Se sacudió y luego se quedó quieto.
La segunda figura fue caminando lentamente hacia el cuerpo inerte y lo miró sin interés. Tocó el cuerpo con la punta de la bota, como para asegurarse de que estaba muerto. Después se agachó y arrancó la flecha del pecho. Incluso a esa distancia, Fidelma vio el chorrito de sangre que brotaba al estirar de la flecha. Manteniendo la calma, la segunda figura volvió a meter la flecha en su carcaj, aflojó el arco y regresó a su caballo; desató las riendas y montó. Entonces se inclinó hacia delante, desató la montura de Menma y salió del claro, tirando del segundo caballo tras él.
Cuando hubo desaparecido por el camino del bosque, Fidelma respiró profundamente y se estremeció. Estaba helada del susto. La segunda figura era Dubán.
Al cabo de un rato, Fidelma se levantó de su escondrijo y avanzó lentamente hacia donde yacía el cuerpo de Menma. Vio que ya no necesitaba ayuda, se santiguó y murmuró una oración por el reposo de su alma. No le gustaba el apestoso mozo de cuadras, pero se preguntaba si merecía una muerte así. ¿Qué razones tenía Dubán para disparar al hombre pelirrojo de aquella manera?
Vio que había algo prendido en la cinturilla del mozo de cuadras, algo que no iba mucho con él. Se agachó y lo estiró. Era un trozo de vitela con algo escrito. Cuando lo estiró cayó algo más; un sencillo crucifijo romano de oro labrado. Lo recogió. El oro era rico y rojizo, mezclado con mineral de cobre. Se giró hacia el trozo de vitela. La escritura era en latín y la tradujo con bastante facilidad: «Si queréis saber la respuesta a las muertes de Araglin, mirad bajo la granja del usurpador Archú».
Fidelma frunció el ceño mientras la observaba. Era latín simple, pero expresado con claridad y corrección gramatical. Fidelma miró el cuerpo de Menma. Se había sujetado el pedazo de vitela en la cinturilla y estaba claro que Dubán no se había dado cuenta. Llegados a ese punto, no tenía sentido preguntarse lo que significaba. La dobló con cuidado y la metió en su marsupio junto con el crucifijo.
– Terra es, terram ibis -murmuró, mientras miraba el cuerpo en el suelo.
Era bien cierto. En un mundo de incertidumbres, eso era lo único seguro. Todos venimos del polvo y al polvo volveremos algún día.
Fidelma se volvió hacia la entrada de la cueva. Ahora que Dubán se había ido estaba segura de que no había nadie más por allí, la cueva estaba a oscuras y en silencio. Había unas herramientas en la entrada y vio una lámpara de aceite, con pedernal y yesca al lado. Le costó poco encender la lámpara y adentrarse en la oscuridad. Había señales de que habían estado trabajando hasta hacía poco.
No había avanzado mucho cuando observó algo que confirmó lo que sospechaba. En un lugar concreto, se concentraban muchas marcas producidas por herramientas; había como una veta brillante en una pared, casi a la altura del hombro. Se dirigió hacia ella y tendió la mano para tocarla. Brillaba, con un dorado rojizo, a la luz de la lámpara. Una mina de oro.
¿Así que ése era el misterio?
Examinó la veta con detenimiento. Fidelma sabía que se extraía oro en varios lugares de los cinco reinos, incluso en Kildare, en cuya gran casa, fundada por Brígida, ella había pasado la mayor parte de su vida religiosa. Se decía que Tigernmas, el veintiséis Rey Supremo que reinó en Éireann, mil años antes del nacimiento de Cristo, había sido el primero en oler el oro de esta tierra. Cierto o no, el oro casi había reemplazado el ganado como unidad para valorar los bienes, los servicios y las obligaciones. El oro, que era duradero, tenía muchas ventajas sobre el tradicional sistema de trueque. Era una divisa corriente, junto con otros metales como la plata, el bronce y el cobre. Quien explotara esta mina obtendría muchas riquezas.
Sin duda las cosas empezaban a encajar, pero todavía faltaban varias piezas antes de poder dar el asunto por terminado. Morna, el hermano de Bressal, era minero y explotaba esta mina. Pero ahora Morna estaba muerto. Por eso Muadnat se aferraba con tanto desespero a esa tierra. Pero estaba muerto. ¿Menma? Al parecer, Menma trabajaba para Muadnat. Pero no tenía cabeza para explotar la mina él solo. Y ahora Menma estaba muerto. ¿Y qué decir de Dubán, que había matado a Menma? Salió corriendo de la cueva y se dirigió fuera, hacia la luz.
El cuerpo de Menma seguía yaciendo de espaldas contra el suelo en el claro. El sol seguía brillando y los pájaros seguían cantando. Todo parecía irreal.
¿Qué era lo que había vuelto loco a aquel valle de Araglin?
Fidelma atravesó el claro y corrió al abrigo del bosque, caminando deprisa hacia su caballo. Decidió que el siguiente paso la llevaría a la granja de Archú. Por segunda vez, en un período relativamente corto, conducía su caballo por las redondeadas colinas que la separaban del valle en ele de la Marisma Negra, donde moraba Archú.
Ya caía la tarde cuando empezó a descender hacia la granja. Scoth se adelantó corriendo y saludó a Fidelma con una sonrisa cálida.
– Nos place veros tan pronto, hermana. ¿Dónde está el hermano Eadulf?
Fidelma se lo explicó, intentando que su voz no denotara emoción, pero la muchacha la percibió y tendió su mano.
– ¿Puedo hacer algo por vos?
Fidelma intentó quitarse de la cabeza aquel triste presentimiento.
– Nada. Nada hasta que baje la fiebre… si baja. ¿Dónde está Archú?
– Está arriba, en los prados altos, reparando un cercado con uno de los guerreros de Dubán. Hay noticia de que corre un zorro hambriento y…
Fidelma estaba ansiosa.
– No está bien que os dejen aquí sola. Uno de los guerreros habría de estar vigilándoos.
– El otro está cerca y me oirá si le doy un grito -le aseguró Scoth-. No hay nada que temer. Archú puede ver fácilmente si algún extraño entra en el valle.
– Yo he venido por la colina de arriba. Parece que no me ha visto llegar.
– Vio que veníais por la colina hace media hora y me dijo que os esperara -dijo Scoth animada-. Yo no soy despistada, vos habéis venido aquí por algo, hermana. Lo veo en vuestros ojos.
– Entremos un momento en la casa -sugirió Fidelma.
– ¿Tiene algo que ver con Archú? -preguntó la muchacha con ansiedad.
Fidelma la cogió del brazo y la llevó dentro.
– Probablemente no sea nada pero… -metió la mano en su marsupio y sacó el trozo de vitela-. ¿Sabéis leer en latín, Scoth?
La muchacha sacudió la cabeza en señal de negación.
– Yo sólo era una criada de la cocina. Archú dice que me enseñará a leer cuando estemos establecidos. Su madre le enseñó.
– Bueno, esto es un mensaje en latín. Me dice que si quiero buscar las respuestas a las muertes de Araglin he de empezar por aquí.
Scoth se ruborizó enfadada.
– Eso es malvado. ¿Quién iba a…? Oh. -La muchacha se detuvo-. Supongo que fue Agdae.
– ¿Agdae? -inquirió Fidelma negando con la cabeza-. Dudo que Agdae sea capaz de escribir en clave algo como esto.
– ¿En clave?
– No creo que escribiera esto. ¿Por qué iba a escribir en latín?
– Yo creo que es parte de la misma conspiración para echarnos de esta tierra.
– ¿Qué pasa?
Era Archú, que estaba en la puerta de la granja mirando a Scoth y Fidelma mientras fruncía el ceño. Dudó un momento y después continuó.
– Os he visto llegar. Estaba acabando un cercado en los prados altos. ¿Más problemas?
– Alguien ha escrito a Fidelma diciendo que somos los responsables de las muertes de Araglin.
Fidelma la corrigió inmediatamente.
– Eso no es exactamente lo que he dicho, Scoth. Encontré un trozo de vitela, Archú. ¿Sabéis leer en latín?
– Mi madre me enseñó a descifrarlo -admitió el joven-. Pero no soy muy versado.
– ¿Qué os parece esto? -le preguntó mientras le entregaba el pedazo de vitela.
Archú lo tomó y lo levantó.
– Si queréis conocer las respuestas a las muertes de Araglin, mirad debajo de la granja del usurpador Archú -leyó vacilante.
Archú miró a Fidelma con perplejidad.
– ¿Qué significa esto?
– Por eso estoy aquí; para averiguarlo. Lo encontré en el cuerpo de un… de un muerto.
– ¿Un muerto? -repitió con mayor extrañeza.
– Sí. Menma.
El joven granjero mostró su asombro.
– Pero Menma vino aquí esta mañana con un mensaje.
– ¿Qué mensaje? -preguntó Fidelma, inclinándose hacia delante sorprendida.
– Algo de que Dignait había desaparecido. Yo tenía que avisar a los hombres de Dubán que la buscaran.
– ¿Acaso esto es otro intento de mancillar nuestro nombre y echarnos de la Marisma Negra? -inquirió Scoth, cogiéndose del brazo de Archú.
– Hemos de suponer que han dejado un rastro para que yo lo siga. Veamos qué podemos encontrar.
– Podéis registrar toda la granja -dijo Archú abriendo los brazos de forma elocuente-. No tenemos nada que ocultar.
Fidelma recogió el pedazo de vitela y lo enrolló.
– El mensaje es muy claro cuando dice «mirad debajo de la granja», Archú -advirtió Fidelma-. ¿Qué hay debajo de la granja?
El joven pensó un momento.
– No hay nada debajo de la granja.
– ¿No hay una zona de tierra recién cavada…? Tal vez…
Archú los sorprendió chasqueando repentinamente los dedos.
– Creo que sé lo que significa.
– ¿Qué? -preguntó Scoth.
– Recuerdo algo que me dijo mi madre respecto a una cámara subterránea. Esta granja está construida sobre un antiguo asentamiento cuando, en tiempos pasados, construían cámaras bajo tierra para almacenar comida en previsión de épocas de carestía o de tiempo inclemente.
– ¿La habéis visto alguna vez?
– No lo recuerdo. Cuando yo era pequeño, mi madre decía que estaba cerrada porque uno de los hijos de un criado se quedó allí atrapado y murió. El padre Gormán estaba de visita en aquel momento y sacó al niño y sugirió que se sellara la cámara. Por lo que yo sé, nunca se ha vuelto a abrir desde entonces. Yo casi me había olvidado de ella hasta que me lo habéis apuntado.
Fidelma resopló ligeramente.
– Al parecer, el autor de esta carta no se ha olvidado. Hemos de encontrar la entrada.
– Eso es imposible. No sé por dónde empezar.
– No es tan imposible. Nuestro escritor espera que la encontremos, así que debe de haberse usado recientemente.
El suelo de la granja estaba enlosado y después de golpear las piedras durante un rato no averiguaron nada. No se oyó ningún sonido hueco, ni había ninguna losa suelta.
– ¿Tal vez sea fuera? -sugirió Scoth.
Dieron la vuelta a la casa, pero no encontraron nada que los animara a investigar.
– ¿Y ese granero? -preguntó Fidelma, señalando una construcción situada junto a la que se había quemado y estaba en ruinas.
– Todavía no está arreglado y acondicionado -le aseguró Archú-. Se usaba para los cerdos.
– Entonces tal vez sea el mejor lugar para mirar -sugirió Fidelma encaminándose hacia allí.
El lugar apestaba y los repugnantes olores se les pegaron en la garganta; Archú tenía razón al decir que se había usado de pocilga y que apenas se había limpiado. A pesar de que aún era de día, el lugar era lóbrego y húmedo.
– He sacado los cerdos y pensaba limpiarlo -explicó Archú a Fidelma, que permanecía dubitativa en la penumbra.
– Es mejor que cojamos una lámpara.
– Voy a buscar una -se ofreció Scoth.
Al cabo de un rato regresó.
Fidelma, sosteniendo la lámpara en lo alto, entró en el granero que apestaba y echó una ojeada. El suelo también estaba enlosado. Las losas parecían bien firmes, pero Fidelma se dio cuenta de que en un rincón de la paja que cubría el suelo había una zona elevada con tablones. Con el pie separó la paja húmeda y descubrió que había una trampilla. Unos pestillos la sujetaban al suelo.
– Ésta debe de ser la entrada -observó con satisfacción-. Aguantad esta lámpara, Scoth. Echadme una mano, Archú, limpiemos esta zona y abramos la trampilla.
Les costó un poco desatrancar los pestillos del cuadrado de madera y levantarlo contra una pared. Debajo, como había supuesto, había un tramo de malas escaleras que conducían abajo. Las paredes de la cueva eran de mampostería y unos altos dinteles formaban el tejado.
Fidelma cogió la linterna que llevaba Scoth y descendió sin decir palabra. Las escaleras conducían a un pasillo principal, demasiado bajo para quedarse de pie, pero no era necesario arrastrase a cuatro patas. Como había dicho Archú, antiguamente estos lugares se llamaban uaimn talamh, eran cuevas subterráneas donde se almacenaban alimentos para utilizar en tiempos difíciles. El pasaje principal se llamaba «camino de reptar» y daba a pequeñas habitaciones. El lugar apestaba y era evidente que no se usaba.
Fidelma no tuvo que ir muy lejos para encontrar lo que buscaba. Esperaba algo, pero no estaba preparada para ver el cuerpo que le reveló la luz de la lámpara.
Era Dignait. Degollada. No había que ser un experto para verlo. La herida todavía estaba roja y abierta, aunque la sangre estaba coagulada. Dignait llevaba muerta varias horas. Fidelma hizo un esfuerzo para examinar la herida con detenimiento. Era una simple herida causada por algo tan afilado que casi le separa la cabeza del cuerpo. Había visto este tipo de herida dos veces con anterioridad y una vez más le recordaba la de un animal degollado.
Archú la ayudó a sacar el cuerpo del almacén subterráneo, no sin dificultad, pero finalmente tiraron de él por las escaleras de piedra hasta la pocilga. Scoth trajo una linterna, a cuya luz Fidelma examinó detenidamente el cuerpo, buscando algo que pudiera explicar aquel horrible misterio. No había nada.
Para Fidelma era obvio que Menma había traído el cuerpo de Dignait hasta este lugar. Recordó que lo había visto salir a caballo del rath por la mañana pronto, tirando de un asno cargado con un pesado bulto. Le rechinaron los dientes. El cuerpo de Dignait debía de estar en esa alforja.
– ¿Menma se quedó solo mientras estuvo aquí? -preguntó.
– Después de que diera el recado a los hombres de Dubán, que estaban conmigo en los prados altos, volvió a los edificios él solo. Pero Scoth estaba aquí.
– Yo estaba dentro de casa -afirmó Scoth-. Menma vino a la casa a despedirse.
– ¿Lo visteis cuando regresaba de los prados?
Scoth negó con la cabeza.
– Yo estaba haciendo la colada y no lo vi hasta que me llamó.
– Entonces tuvo tiempo para regresar de las pasturas, vigilar que no lo observaban, sacar el cuerpo de Dignait de la alforja y meterlo en el subterráneo antes de llamar a Scoth.
Scoth miró a Fidelma horrorizada.
– ¿El cuerpo estaba dentro de la alforja? ¿Pero cómo sabía Menma dónde meterlo? Tenía que saber dónde estaba el subterráneo.
– Menma estaba emparentado con Muadnat -señaló Archú-. Muadnat conocía esta granja tan bien como la suya.
El sonido de un caballo que iba al galope los interrumpió.
Archú se giró nervioso pero se relajó inmediatamente.
– Es sólo Dubán -dijo, añadiendo innecesariamente-: por eso sus hombres no nos han avisado de que se acercaba.
Fidelma se sintió inmediatamente incómoda al ver al fornido guerrero que se acercaba. Todavía no estaba segura de por qué había matado a Menma.
Dubán bajó de su caballo y los saludó con una sonrisa cálida. Entonces vio el cuerpo en el suelo.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó-. ¡Es Dignait!
– La hemos encontrado en un subterráneo -anunció Archú.
El guerrero se agachó para examinar el cuerpo. Después se levantó.
– Bueno, esto resuelve un misterio -dijo-. Esta mañana me han dicho que Dignait había desaparecido, al parecer, después de dar de comer al sajón setas venenosas. ¿Qué significa esto, hermana?
Fidelma hizo un esfuerzo por mostrarse amable con el guerrero.
– Sé tanto como vos.
– ¿Cómo lo habéis descubierto?
– Descubrí este trozo de vitela -se apresuró a explicar Fidelma antes de que nadie mencionara a Menma. Se lo entregó a Dubán, observando de cerca su cara. Por la forma de reaccionar estaba claro que no lo había visto antes.
– No lo entiendo -comentó-. Dice que vengáis aquí a buscar. ¿Pero cómo el descubrimiento del cuerpo de Dignait puede explicar el misterio de las muertes de Araglin?
– Quizá -Fidelma recuperó lentamente la vitela-, quizá se supone que yo he de creer que Dignait fue la responsable de las muertes.
– Bueno, eso no puede ser -indicó Dubán-. Está claro que la misma mano que mató a Muadnat asesinó a Dignait. Las heridas de cuchillo son demasiado similares para que sea otra mano.
– Sois observador, Dubán -admitió Fidelma.
– La guerra y la muerte son mi profesión, hermana. Estoy acostumbrado a ver heridas. Pero quien escribió sobre la vitela nos ha dado una clave involuntariamente.
– ¿Una clave?
– Está escrito en latín. Hay poca gente que sepa latín en Araglin.
– Ah, eso -murmuró Fidelma-. Y sin duda, como le he indicado a Scoth, Agdae no sabe. Eso lo descarta. ¿Vos sabéis latín, Dubán?
El guerrero no dudó.
– Por supuesto. Toda persona con cierta educación sabe algo de latín. Incluso Gadra sabe latín aunque sea pagano.
Fidelma se dirigió a Archú.
– Quiero que vos y Scoth vayáis al rath mañana a mediodía -le dijo, y cuando él iba a hacer ademán de protestar continuó-. Dubán dará órdenes a sus guerreros de que os escolten. -Se dirigió a Dubán-. Y vos daréis también órdenes a vuestros guerreros de que lleven a Agdae…
– No hemos sido capaces de encontrar a Agdae -protestó Dubán.
– Lo encontraréis en el burdel de Clídna. Aseguraos de que está bien sobrio cuando llegue al rath. Ah, y llevad también a Clídna.
Dubán estaba horrorizado.
– ¿Sabéis lo que estáis pidiendo? -preguntó.
– Exactamente. Creo que mañana podré resolver todo el misterio.
Dubán abrió bien los ojos.
– ¿Es así?
Fidelma sonrió sin gracia.
– ¿Daréis a vuestros hombres esas órdenes?
El guerrero dudó y luego inclinó la cabeza en señal de asentimiento; después desapareció en la penumbra mientras iba gritando órdenes a sus hombres.
Fidelma regresó deprisa hacia su caballo.
– ¡Esperad, hermana! -gritó Scoth-. No podéis marcharos. Está oscureciendo. No llegaréis al rath hasta bien caída la noche.
– No os preocupéis por mí. Ya conozco el camino. Y tengo cosas que hacer. Os veré a vos y a Archú en el rath, mañana a mediodía.
Subió a su silla e hizo que su caballo se adentrara en la penumbra poniéndolo con rapidez al trote.
No había cabalgado más que media milla en la oscuridad, cuando oyó un caballo al galope detrás de ella. Miró a su alrededor buscando refugio, pero el camino era largo y abierto. No había siquiera un seto vivo donde poder esconderse.
– ¡Hey! ¡Hermana!
Era la voz de Dubán. Se detuvo de mala gana y se giró sobre su silla.
Dubán se colocó enseguida junto a ella.
– No es muy inteligente cabalgar en la oscuridad -la amonestó-. Que se haya encontrado el cuerpo de Dignait no significa que el valle sea seguro.
Fidelma esbozó una sonrisa, pero tenía la expresión perdida en la penumbra.
– No he creído que lo fuera -replicó.
– Teníais que haber esperado. Yo voy de regreso al rath, de todos modos. Iremos juntos.
Fidelma hubiera preferido ir sola y no tener que seguir a Dubán después de lo que había presenciado en la mina, pero no tenía excusa. Tenía que aceptar la compañía de Dubán o amenazarlo con sus sospechas e informarle de que sabía que había matado a Menma.
– Muy bien -respondió Fidelma-. Pero yo me las arreglo bien con los depredadores de dos piernas.
– Eso he oído -admitió Dubán riendo-. Sin embargo, yo estaba pensando en los de cuatro. Archú me ha dicho que han tenido problemas con los lobos estos días en la Marisma Negra.
– Los lobos son lo que menos me preocupa.
Fueron avanzando juntos.
– Ah, estáis pensando en Agdae…
– Más bien en Crítán -dijo bruscamente-. Recordad que me peleé con ese joven y tal vez quiera vengarse.
– Por supuesto -dijo finalmente Dubán, tal vez con cierto tono dubitativo-. Lo había olvidado. No tenéis que temer. Me han dicho que Crítán ha abandonado Araglin y se ha ido a Cashel. ¿Es cierto lo que habéis dicho de que este asunto podría estar resuelto pasado mañana?
– Suelo decir lo que pienso -replicó Fidelma de mal humor.
– Eso será un alivio para Crón.
– Y sin duda para vos…
Lo que iba a decir quedó interrumpido por el mugido lastimero de unas vacas cercanas. Era un grito de terror frenético.
Dubán tiró bruscamente de las riendas de su caballo y echó una mirada a la ladera de la colina. Fidelma detuvo su montura junto a él.
Vio las sombras del ganado peludo y enmarañado que se movía inquieto en la penumbra y oyó su curiosa protesta.
– ¿Qué es eso? -preguntó casi susurrando.
– No sé -confesó Dubán-. Creo que les preocupa algo. Un animal quizá. Voy a ver.
Bajó de su montura y le entregó las riendas a Fidelma.
Fidelma se quedó sentada observando al guerrero que se dirigía cautelosamente hacia el ganado en la penumbra.
Hacía frío y se ajustó bien la capa sobre los hombros. Al cabo de un rato, se dio cuenta de que el caballo de Dubán resoplaba y tiraba de las riendas.
– ¡Hey! -le gritó enfadada-. Quieta, bestia.
Entonces, sin aviso, su propia montura se encabritó e hizo que Fidelma se soltara y cayera al suelo sobre su hombro. Por suerte la hierba era suave y mullida y le amortiguó la caída; Fidelma se quedó un momento sin respiración y se sintió indignada más que herida por haberse caído. Se puso de rodillas y empezó a frotarse el brazo derecho que era el que había recibido el golpe más fuerte. Le daba vergüenza haberse caído como una novicia que nunca hubiera montado un caballo en su vida.
– ¡Hey! -gritó, al ver que los dos caballos empezaban a descender al trote.
Se dirigió con paso dudoso tras ellos y luego un frío repentino hizo presa de ella. Sus oídos detectaron el suave crujido del monte bajo. ¿Era acaso el sonido de un gruñido lo que había oído? Se quedó absolutamente quieta.
Una sombra larga y baja surgió de la maleza y se detuvo. Sus ojos centelleaban en la penumbra y su hocico dejó ver unos caninos blancos y afilados. El lobo la miraba fijamente y dejó ir un gruñido ronco y profundo. Fidelma sabía que si hacía el más ligero movimiento el poderoso animal se lanzaría sobre ella, buscando con sus grandes fauces su garganta, y la desgarraría. Intentó no parpadear, incluso no respirar. Fidelma ya había visto lobos, incluso se había visto amenazada por ellos, pero siempre cuando podía esquivarlos yendo a lomos de un caballo o tenía algún otro medio de protección. Los lobos eran el depredador más común en los cinco reinos, pero no solían abandonar la fortaleza de la montaña y sólo atacaban cuando se les molestaba o encontraban a un desgraciado viajero a pie y desarmado. Había presas más fáciles que los humanos: la carne sabrosa de los animales de granja o la caza salvaje, como las manadas de ciervos.
Pero aquí ella estaba sola, a pie y sin armas. Tan sólo unas yardas la separaban de ese gran animal en busca de una presa. Su mente racional y el temor que la invadía reconocieron que el animal era una hembra, una madre hambrienta en busca de alimento para sus cachorros.
El momento en que estuvieron observándose la loba y ella pareció una eternidad. Fidelma sintió que su cuerpo empezaba a temblar y comprendió que un movimiento brusco sería fatal. Entonces notó que algo pasaba junto a ella. Pareció que algo golpeaba al lobo ya que éste emitió un grito terrible, un gañido salvaje; una mano violenta la agarró y la echó a un lado. El lobo dio la vuelta y despareció entre el monte bajo.
Entonces Fidelma se giró y se encontró de cara a Dubán.
– ¿Estáis bien? -preguntó el guerrero con voz ansiosa.
Fidelma dejó ir una risita nerviosa.
– No estoy segura de que vuelva a estar bien nunca más -confesó.
Respiró profundamente varias veces para recuperarse. Se frotó el brazo con cuidado donde la había agarrado el guerrero.
– No tenéis unas manos muy ásperas para ser un guerrero.
Dubán rió entre dientes.
– Guantes de piel, hermana. Para no tener callos. Ahora es mejor que vayamos a buscar los caballos. Ese peligroso lobo puede hacer que la manada vuelva a por nosotros.
– Lo siento -dijo Fidelma apesarada.
– ¿Por qué? -preguntó el guerrero.
– Por ser tan tonta y perder los caballos.
Dubán se encogió de hombros con indiferencia.
– Ni el mejor jinete hubiera podido evitarlo, hermana. El lobo estaba asustando al ganado. Debe de haber estado rondando por la maleza detrás de vos y de repente asustó a los caballos. Yo he oído el grito y he venido corriendo. Suerte que había algunas piedras en el suelo y se las lancé para que huyera. Hicisteis bien en no moveros, un movimiento hubiera sido fatal. -Hizo una pausa y añadió-: ¿Pero no os habéis hecho daño al caer?
– Sólo mi dignidad está herida -dijo Fidelma sonriendo. «Y el orgullo de mi lógica», añadió para sí.
Si Dubán fuera el tipo de persona que había sospechado, ella, Fidelma, estaría allí tumbada con la garganta desgarrada por el lobo.
– Gracias a Dios sólo era eso y no otra cosa -replicó Dubán.
Empezaron a caminar por la hierba mullida.
– ¿En realidad creéis que puede regresar el lobo? -preguntó Fidelma.
– Por su tamaño, era una hembra -dijo Dubán, confirmando lo que había pensando Fidelma-. Regresará en busca de comida para sus lobeznos hambrientos.
– ¿Suelen acercarse tanto a las granjas?
– Más en invierno que en primavera o verano. A veces, alguno ha llegado incluso a entrar en el rath y se ha escapado con gallinas o algún cerdito.
Se detuvo y señaló algo.
– Mirad, ahí están nuestros caballos, junto a esos árboles. No han ido lejos.
Fidelma rezó en silencio dando las gracias. No le apetecía una larga caminata de noche.
En realidad, los dos caballos parecían contentos de ver a sus jinetes y se dirigieron hacia ellos. Los cogieron y montaron sin problema.
Al cabo de un rato, cuando empezaban a cabalgar, Fidelma se dirigió a Dubán.
– Me habéis salvado la vida, Dubán.
El guerrero se encogió de hombros. Parecía azorado.
– Yo pronuncié mi juramento de guerrero ante Máenach, cuando era rey de Cashel, y juré proteger a los que lo necesitaran.
Fidelma lo observó con interés. Eso significaba que Dubán era un guerrero de la antigua orden del Collar de Oro. Se decía que mil años antes del nacimiento de Cristo, Cashel envió a un Rey Supremo para que reinara en los cinco reinos de Éireann. Era Muin-heamhoin Mac Fiardea, el octavo rey que reinó después de Eber, el hijo de Mile. Fue este Rey Supremo de Cashel el que instituyó la orden del Collar de Oro entre sus guerreros.
– No sabía que erais un guerrero de la orden de Cashel -dijo Fidelma en voz baja.
– No suelo ponerme la cadena de oro distintiva -confesó el guerrero-. Regresé a Araglin hace tan sólo unos años, cuando sentí que ya no era lo suficientemente joven y fuerte para servir a los reyes de allí. Eber necesitaba a un hombre de experiencia para ser el comandante de su guardia. -Dejó ir un suspiro-. Pero quizá tenía que haberme quedado en Cashel.
Fidelma frunció el ceño al notar una inflexión en su voz.
– ¿He de entender que no os gustaba Eber?
– ¿Eber el bueno y generoso? -dijo Dubán con cinismo.
– ¿Lo dudáis?
– Alguien ha de deciros la verdad respecto a Eber, hermana.
– Tal vez deberíais hacerlo vos.
– No estoy preparado para probar mis acusaciones. Y si no puedo, tal vez pierda la seguridad que me he ganado aquí hasta ser viejo.
Fidelma pensó bien lo que iba a decir.
– No es mi intención enturbiaros el futuro de una vida pacífica, Dubán. Pero si es seguridad lo que deseáis, estoy convencida de que a mi hermano, rey de Cashel y por lo tanto jefe hereditario de la orden en la que habéis prestado juramento, le gustará saber que habéis cumplido diciendo la verdad. Ya os he advertido de que la verdad ha sido distorsionada. ¿Por qué matasteis a Menma?
Su pregunta surgió rápida, como la flecha lanzada por un arco. Fidelma notó que el guerrero respiraba hondo.
– ¿Vos lo… sabéis?
El guerrero se quedó callado y después contestó.
– Seguí a Menma hasta la cueva, me habían enviado en busca de Dignait cuando me encontré con él y otros hombres y un pesado carro en la granja de Muadnat. Ellos no me vieron. Reconocí que los hombres eran algunos de los que nos encontramos en aquel camino, los ladrones de ganado. Menma estaba dándoles órdenes y los dejó para irse cabalgando hacia las colinas, por el sendero que Agdae nos dijo que no iba a ningún lado. Evidentemente los seguí.
– ¿Adónde fueron los otros hombres?
– Se dirigieron hacia el sur. Yo seguí a Menma hasta la cueva. En ella había alguien más.
– ¿Quién era?
– No lo vi. Menma y esa otra persona estaban hablando en el interior de la cueva cuando llegué. La otra persona le daba instrucciones, quería que matara a alguien para que callara.
– ¿No visteis quién era esa otra persona, la que daba las instrucciones?
– No. Pero me sentí invadido por la ira cuando lo oí. Olvidé que sólo tenía el arco en la mano, penetré en la cueva y los amenacé. Menma se defendió con fuerza, pero la otra persona, no más que una sombra en la penumbra de la cueva, huyó corriendo por mi lado. Oí que marchaba al galope mientras yo luchaba con Menma. Éste se soltó y consiguió huir hasta su caballo; no podía dejarlo escapar. Ya visteis lo que sucedió.
– Así es, y puedo confirmar que alguien más huyó del claro.
– ¿Quién?
– No lo vi. Pero vos oísteis las voces.
– No las reconocí.
– ¿Era un hombre o una mujer?
– Era un susurro pero profundo. Yo creo que era un hombre.
– Decidme por qué odiabais a Eber. La verdad, por vuestro honor.
Bajo la penumbra, Fidelma vio que Dubán se llevaba la mano al cuello como si esperara encontrar allí la cadena de oro de la orden de los guerreros. Vio que apretaba los labios.
– Hacéis bien en recordarme mi honor, Fidelma -dijo-. Quizá durante estos últimos años en Araglin he olvidado lo que realmente significa el honor.
– Porque lleváis mucho tiempo mezclándoos con jóvenes rufianes que se creen guerreros. Matones como Crítán.
En la oscuridad que les envolvía se vieron, delante de ellos, las luces del valle.
– Allí está el rath. Pronto llegaremos -murmuró Dubán.
– Entonces es mejor que habléis, Dubán, antes de que lleguemos.
– Eber no era lo que afirmaba ser. Era un jefe sin honor.
– ¿En qué sentido?
– Era de una moral corrupta.
– La corrupción moral tiene muchas formas. ¿Podéis ser más específico?
– ¿Habéis preguntado por qué su mujer abandonó el lecho de su marido? Se rumoreaba que era como un ciervo en celo y que abusaba de cualquier hembra de la manada que se cruzara en su camino.
– Entiendo… -murmuró Fidelma.
– No, no creo que entendáis. Quiero decir… cualquier hembra de la manada. Incluso las de su familia -murmuró Dubán.
– ¿Queréis decir que abusaba sexualmente de miembros de su propia familia? -dijo Fidelma con calma. Conocía esa acusación pero quería oír la versión de Dubán.
– No puedo probarlo. Ni puedo probar la otra cosa que tengo dentro…, que Eber era un asesino.
A Fidelma le sorprendió esta afirmación.
– Podéis hablar conmigo con confianza, Dubán. Tenéis que decirme por qué sospecháis que Eber era un asesino.
– Muy bien. Yo estuve enamorado de la hermana pequeña de Eber.
– ¿De Teafa?
– No. Teafa no. Era un año mayor que Eber. Tomnát era la hermana pequeña. Tenía miedo de su hermano. Cuando yo intenté convencerla para que me acompañara a Cashel siendo mi esposa, me dijo que no podía por la vergüenza que había en ella.
– ¿Os explicó lo que significaba eso?
– No, ni yo lo entendí en esa época. Pero al cabo de un día o dos Tomnát desapareció del rath; es más, del valle de Araglin, y no volví a saber nada. Siempre he creído que Eber la mató para que no revelara la maldad de su mente y de su alma.
– ¿Cómo podéis decir eso? Debéis de tener algo que os permita sospechar.
– Me consta que la noche anterior a la desaparición de Tomnát, ella y Eber se pelearon de forma terrible.
– ¿Fuisteis testigo de su pelea?
– Oí sus gritos. Yo estaba de guardia y no podía entrar en las habitaciones privadas de Eber. Al cabo de un rato, todo quedó en silencio, y a la mañana siguiente Tomnát había desaparecido. Yo amaba a Tomnát. Era tan atractiva como lo es ahora Crón.
– ¿Y decís que se buscó bien a la muchacha desaparecida?
– Durante meses. Teafa vino un día y me dijo que era mejor que me olvidara de su hermana. Teafa era la única persona que conocía mis sentimientos hacia Tomnát. Me dijo que desde que Tomnát era pequeña, Eber la había obligado a dormir con él. No la encontraron nunca y yo acabé marchándome de Cashel y presté juramento de fidelidad en la guardia del rey, Máenach.
– ¿Afirmaba Teafa que Eber había matado a su hermana Tomnát?
– No.
– ¿Cuándo sucedió esto?
– Hace más de veinte años. No, puedo ser más preciso. Fue unos meses antes de que Teafa adoptara a Móen.
– ¿No amenazasteis a Eber, o informasteis de vuestra sospecha de que Eber hubiera matado a Tomnát?
– ¿Yo? ¿Qué hubiera podido hacer yo sin pruebas?
– ¿Y qué hay de Teafa, que os explicó lo del abuso sexual?
– Teafa no podía traicionar a su hermano y hacer que la vergüenza cayera en su hermana. Yo no podía presentar una acusación sin pruebas. Me fui de Araglin, como he dicho, en busca de una nueva vida. Es cierto lo que dicen los antiguos bardos: si destruyes tu vida en un rinconcito del mundo, la has destruido en todos los rinconcitos. No me di cuenta hasta que me vi envejeciendo al servicio de Cashel. No había conseguido quitarme este lugar de la cabeza. Un día soñé que encontraba a Tomnát, y aunque habían pasado más de veinte años, regresé.
– Habéis regresado, Dubán, ¿pero con qué propósito?
– Simple; para vengarme.
Fidelma intentó examinar sus rasgos en la oscuridad.
– La venganza es una cosa horrible, Dubán. ¿Buscabais venganza o justicia?
– Es cierto que he estado buscando alguna prueba de lo que siento como la verdad. Pero seré honesto; quería venganza. Ojo por ojo, diente por diente. Exactamente lo que el padre Gormán predica en esta capilla.
Fidelma inclinó la cabeza.
– ¿Os dais cuenta de lo que me habéis dicho, Dubán? Me habéis dicho que teníais buenas razones para matar a Eber. Y al estar de guardia aquella noche, también teníais la oportunidad.
Dubán asintió con gravedad.
– Es cierto, hermana. Es el único hombre al que hubiera deseado matar. El motivo de mi regreso para ponerme al servicio del jefe de Araglin era averiguar lo que le había sucedido a Tomnát, y castigarlo si podía. Si eso me convierte en sospechoso, Fidelma, entonces soy sospechoso y con gusto. Tratadme como queráis, aunque preferiría que descubrierais la verdad.
– ¿Negáis haber matado a Eber?
– Tanto como admito que quería vengarme y que no derramé una lágrima cuando me enteré de la muerte de Eber, declaro que no fue mi mano la que lo degolló. Tampoco tenía motivo para matar a Teafa, que había sido una dama honorable.
– ¿No podía ser que Eber se hubiera reformado? ¿Especialmente después de la desaparición de su hermana Tomnát?
Dubán casi escupió.
– ¿Reformarse? Un lobo siempre es un lobo. No se puede cambiar la naturaleza de las personas.
– Vos habéis cambiado -señaló Fidelma.
– No lo entiendo -dijo Dubán sorprendido.
– Habéis trasladado vuestro amor de Tomnát a la hija de Eber, Crón.
– Eso tampoco lo niego -dijo el guerrero a la defensiva-. No se puede amar siempre un recuerdo. Es cierto que cuando llegué aquí, venía en busca de venganza por un amor perdido, pero descubrí otro.
– ¿Así que más de veinte años han saciado vuestro odio por Eber?
– No, eso no os lo puedo decir. Yo sólo digo que he encontrado un nuevo amor en la hija de Eber. Os aseguro que yo no maté a Eber. Y si yo no fui, y ese pobre sordo, mudo y ciego idiota tampoco, alguien lo hizo. Y ese alguien ha de ser alguien que también conocía la verdad respecto al auténtico carácter de Eber. Encontrad a esa persona que se ocultaba en la penumbra de la cueva con Menma y creo que tendréis al asesino.
Fidelma se quedó un rato en silencio y finalmente siguió hablando.
– Tal vez tengáis razón, Dubán. Eber ha pagado por sus malas acciones y Dios lo perdone.
– Dios puede perdonarlo, pero yo no -declaró Dubán con tono intransigente.
– ¿Pero realmente creísteis que Móen era culpable cuando se descubrió el asesinato?
– No tenía motivos para creer otra cosa. Dios se mueve por caminos misteriosos, hermana. Yo realmente creí que Dios había utilizado a aquella desgraciada criatura como instrumento de Su venganza.
– Resulta obvio que Menma también estaba de algún modo implicado en esto. ¿Creéis realmente que era el instrumento de alguien más poderoso que él?
Dubán asintió inmediatamente.
– Menma era ambicioso, pero era un hombre simple. Obedecía órdenes; no las daba. Era la persona que estaba en la cueva quien daba órdenes a Menma. Fue esa persona la que escribió en la vitela y está manipulando el mal que se extiende por este valle.
– Eso es cierto -admitió Fidelma-. Todavía no expliquéis a nadie del rath cómo os enfrentasteis con Menma ni lo que hemos discutido.
Se estaban acercando al rath. Los perros guardianes empezaron a aullar al notar la presencia de Fidelma y su compañero.