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Capítulo XX

La sala de asambleas estaba llena. Crón había traído su silla. Fidelma había pedido que así fuera, ya que como tánaiste tenía derecho a ello. Llevaba una capa de varios colores y guantes de piel de gamo, ambas prendas distintivas de su cargo. Junto a ella estaba sentada su madre; el rostro de la mujer reflejaba altanería y tenía la mirada fija en algún lugar a una distancia media, como si el proceso no fuera con ella. En un asiento bajo la tarima, justo a un lado, estaba el hermano Eadulf, cómodamente reclinado, todavía pálido y con los ojos ojerosos, pero con muestras de mejoría. Se había levantado de la cama a pesar de las protestas de Fidelma. Junto a él, estaba espatarrada la figura fornida de Dubán, inclinado hacia delante y descansando los antebrazos sobre las rodillas. En el centro de la sala estaban sentados Archú y Scoth, y, junto a ellos, Gadra, el Ermitaño, con Móen a su lado. Gadra estaba inclinado hacia Móen y le iba interpretando lo que sucedía con los dedos, tamborileando en la palma de la mano del chico. Agdae no paraba de moverse en un banco situado en el otro extremo de la sala, junto al padre Gormán. Al fondo de la sala, sentada sola, estaba Clídna, la «mujer de secretos», con la barbilla levantada, desafiante, como si esperara que alguien cuestionara su derecho a estar allí. Unos asientos más allá estaba Grella, la joven criada. Algunos de los hombres de Dubán estaban apostados en las puertas de la sala.

Fidelma se sentó junto a Crón, justo bajo la tarima, a la izquierda de su silla.

– Parece que estamos todos -observó.

– ¿Estáis preparada para empezar? -preguntó Crón, inclinándose hacia delante.

– Pero Menma no está aquí -gritó Agdae desde su sitio-. ¿No debería estar? Después de todo, él descubrió el cuerpo de Eber e identificó al asesino, Móen.

Crón se mostró molesta.

– Ayer lo envié a reunir un ganado. Es extraño que no esté aquí. ¿Tal vez deberíamos esperar?

Fidelma sonrió ampliamente.

– Me temo que sería una larga espera, tánaiste de Araglin. No; vamos a empezar, pues no creo que Menma se presente.

– ¿Qué queréis decir? ¿Acusáis a Menma…? -empezó a preguntar Cranat, olvidándose de su fingida indiferencia.

Fidelma levantó una mano.

– Todo a su tiempo. Vincit quo patitur. Vence el que es paciente.

Se hizo un silencio expectante en la sala, mientras miraban su figura ligera y calmada con expectación. Fidelma observó sus rostros respingones, estudiando cada uno con detenimiento.

– Ésta ha sido una de las investigaciones más difíciles de cuantas he llevado a cabo. Difícil porque, cuando una persona es asesinada, suele haber un crimen que abordar junto a una serie de circunstancias. En este tranquillo valle vuestro he encontrado cinco muertes que investigar y, al principio, no parecían estar relacionadas. Es más, parecía como si sucedieran diferentes acontecimientos al mismo tiempo, cada uno sin conexión con el otro. Partiendo de esta suposición, estaba equivocada. Todo estaba conectado; conectado a un punto central como los hilos de una telaraña gigante, todos se dirigían hacia una criatura dominante que manipulaba esos hilos.

Hizo una pausa para que el murmullo de sorpresa creciera y luego se acallara.

– ¿Por dónde empezar a desenredar esta tela de seda de engaño que afecta a tantas vidas? Podría hacerlo por el centro de la tela. Podría arremeter contra la araña que está ahí esperando. Si así lo hiciera, sin embargo, podría dejarle a la araña un camino para escabullirse del centro por algún hilo de la tela que todavía se me resiste. Así que voy a empezar a desenredar la tela por fuera, lentamente pero destruyendo con seguridad los hilos externos hasta que la araña no tenga hacia dónde correr.

Crón se inclinó hacia delante con cara escéptica.

– Todo esto es muy poético, sor Fidelma. ¿Vuestra retórica tiene algún propósito?

Fidelma se giró bruscamente hacia ella.

– Conocéis mis métodos, Crón, y habéis expresado que los valorabais. No creo que tenga necesidad de defender mi procedimiento.

La joven tánaiste se sonrojó y se reclinó. Fidelma volvió a dirigirse a su audiencia.

– Empecemos con el primer hilo. Este hilo es Muadnat de la Marisma Negra.

– ¿Qué tiene que ver Muadnat con el asesinato de mi marido? -preguntó Cranat con tono áspero-. Era amigo de Eber y había sido su tánaiste.

– «Con paciencia conseguiréis una camisa de lino de la planta del lino» -replicó Fidelma de buen humor, citando un dicho favorito de su mentor Morann de Tara-. En realidad mi implicación en este asunto empezó con Muadnat, así que parece adecuado que empiece con él. Muadnat poseía desde hace poco una mina de oro. La encontró en la tierra que reclamaba su primo Archú.

El joven granjero se mostró inmediatamente sorprendido.

– ¿Dónde está? -preguntó Archú-. Yo no he oído nunca hablar de una mina de oro en la Marisma Negra.

– La mina está situada en el otro lado de la colina, cuyas tierras son demasiado pobres para el cultivo. Vos la despreciasteis llamándola «tierra de hacha». Debería decir que probablemente no fue Muadnat quien la descubrió, sino un minero llamado Morna. Era hermano de un posadero llamado Bressal, que regenta un hostal no lejos de este valle, en la ruta oeste que lleva a Lios Mhór y Cashel.

El joven granjero estaba asombrado y miraba a Scoth, que estaba a su lado.

– ¿Os referís al hostal dónde estuvimos?

– El mismo -confirmó Fidelma-. Recordad que Bressal habló de su hermano Morna, que le había llevado una roca que, según decía, le iba a hacer rico. Era de la cueva de vuestra tierra.

– ¡Es una mentira! -intervino Agdae rabioso-. Muadnat nunca me habló de una mina de oro. Todos sabéis que yo era su sobrino e hijo adoptivo.

– Muadnat quería guardar en secreto la existencia de esa mina -continuó Fidelma, sin inmutarse-. El problema era que tenía un primo que reclamaba la propiedad de esa tierra. Ese primo, Archú, decidió presentar ese asunto ante la ley. Muadnat luchó desesperadamente por conservar la propiedad de la tierra. Veréis, Muadnat creía en ajustar las leyes a sus propósitos, pero no en infringirlas. El asunto era embarazoso. Sin embargo, Muadnat tuvo un golpe de suerte; Archú llevó este asunto a Lios Mhór en lugar de presentarlo ante Eber. Eber era un hombre astuto y podía haber hecho demasiadas preguntas; hubiera querido saber por qué Muadnat se aferraba tanto a aquel trozo de tierra.

Agdae mostró su amargura.

– ¿Por qué no me hizo socio Muadnat de esa mina de oro?

– No erais lo bastante cruel para esa empresa -gritó Clídna.

Fidelma vio que Crón estaba a punto de reprenderla por atreverse a hablar en la sala de asambleas y la interrumpió.

– Clídna tiene razón -confirmó Fidelma-. Agdae no es el tipo de persona que se mezclaría en algo ilegal. Muadnat quería a alguien que obedeciera órdenes, sin hacer preguntas. Eligió a su primo Menma.

– ¿Menma? -preguntó Agdae frunciendo el ceño-. ¿Menma trabajaba con Muadnat?

Fidelma lo miró con tristeza.

– Menma era su capataz. Estaba al cargo de la mina, reclutaba mineros, se ocupaba de su alimentación y se aseguraba de que el oro se enviaba hacia el sur, donde se ponía a buen recaudo. ¿Cómo se da de comer y se aloja a escondidas a un grupo de hambrientos mineros en un valle tranquilo y apacible sin que lo sepan los granjeros de la zona? El lugar para ocultarse no era un problema, la misma mina les proporcionaba abrigo. ¿Pero y la comida?

– Pues asaltando las granjas y llevándose ganado -replicó Eadulf triunfante-. No mucho, una o dos vacas de aquí y de allá, quizá.

– Pero la granja de Muadnat era rica -señaló Crón-. Podía haber dado de comer a esos mineros sin recurrir al robo de ganado.

– Eso hubiera supuesto que Agdae se enterase de lo que sucedía. Olvidáis que Agdae era el capataz de los vaqueros. Él hubiera sabido que Muadnat sacrificaba más ganado y que proporcionaba comida a alguien que él no conocía. Y si Muadnat relevaba a Agdae en ese trabajo hubiera resultado muy sospechoso. Después de todo, Agdae era el pariente más cercano de Muadnat.

Agdae se ruborizó avergonzado.

– ¿Qué os hizo sospechar que los robos de ganado tenían ese propósito? -preguntó Dubán.

– Yo sé de ladrones de ganado, de forajidos que roban ganado. Pero, como advirtió Eadulf, nunca una o dos cabezas. Los ladrones buscan ganado para vender, por eso se llevan manadas enteras, o las suficientes cabezas para que la venta valga la pena. Yo sospeché que ese ganado se robaba sólo para comer, lo que quedó confirmado cuando encontramos a algunos de los ladrones en nuestro camino de vuelta al rath, después de ir en busca de Gadra. Se dirigían hacia el sur, con asnos cargados con pesadas alforjas. Sin duda las alforjas iban cargadas de oro.

– ¿Algunos de los ladrones? -inquirió Dubán.

– Menma no iba con ellos, ni otros que pronto identificaremos -explicó Fidelma.

– Pero no veo la relación entre la mina de oro de Muadnat y las muertes de Eber y Teafa -protestó Agdae con insolencia.

– Llegaremos a eso luego, siguiendo los hilos de la telaraña -le aseguró Fidelma-. El deseo de Muadnat era aferrarse a la mina. Hizo cuanto pudo para ello. Quizás incluso en contra de lo que le advirtió su socio.

Se hizo el silencio.

– Muadnat nunca aceptaría un consejo de Menma -espetó Agdae.

Fidelma prefirió no hacer caso.

– Probablemente, cuando estaba en Lios Mhór, el socio de Muadnat ya debía de haber decidido hacerse cargo de la mina de oro -dijo Fidelma-. La razón era que Muadnat estaba llamando mucho la atención discutiendo con Archú; la mina tenía que permanecer secreta. Además, Muadnat había perdido el favor de Eber.

»Muadnat fue el tánaiste de Eber hasta hace unas semanas. Se suponía que sería el jefe cuando muriera Eber. Pero de repente se encontró con que lo habían depuesto. Eber había convencido al derbfhine de su familia para que aceptara a su hija Crón como tánaiste en lugar de Muadnat.

»E1 ataque contra el hostal de Bressal, por ejemplo, probablemente se llevó a cabo sin conocimiento de Muadnat. Ese ataque lo condujo un hombre a quien luego reconocí como Menma. Le habían dicho que el hermano de Bressal, Morna, el minero que había descubierto la mina, hablaba demasiado. De hecho, Morna le había llevado una roca a su hermano, una roca que tenía trazas de oro, y le había dicho a su hermano que se iba a hacer rico con ella. Desde luego Morna no había dado ninguna información específica. Pero por suerte resultó que nosotros estábamos allí y frustramos el ataque de Menma.

– ¿Qué le sucedió a ese minero llamado Morna? -preguntó Dubán-. ¿Lo mataron?

– Desde luego. Lo capturaron, lo mataron y luego lo dejaron en la granja de Archú para que se creyera que era un ladrón que había muerto durante el ataque. Su relación con Bressal sólo se me ocurrió cuando vi que ambos se parecían.

– ¿Queréis decir que Muadnat no sabía nada del ataque al hostal de Bressal ni del asesinato de su hermano? -preguntó Eadulf sorprendido.

– Yo no veo la relación que tiene esta historia de la mina de oro de Muadnat con el asesinato de mi padre -insistió Crón con impaciencia.

Fidelma se permitió sonreír.

– Tan sólo he desenredado el primer hilo de la telaraña. La muerte de Muadnat se hizo inevitable por dos emociones humanas básicas: miedo y codicia. Menma lo mató, por supuesto; lo degolló como se haría con un animal, de la misma manera que había degollado a Morna. Fue esa fría profesionalidad la que lo delató. Una de sus tareas era proporcionar carne a la mesa del jefe. No estoy segura de si fue idea suya eso de colgar a Muadnat en la cruz. Probablemente, era una manera de despistarme. Menma cometió un error. Antes de asestar el golpe mortal, Muadnat le agarró algunos pelos y arrancó un poco de hierba. Todo esto quedó en el escenario.

– ¿Qué conseguía Menma asesinando a su socio Muadnat? -preguntó el padre Gormán-. Para mí no tiene sentido. De todos modos, Agdae hubiera heredado las riquezas de Muadnat.

– Pero, como he dicho, Agdae no conocía la existencia de la mina y, como era secreta, el socio seguiría extrayendo sus beneficios, se quedara o no Agdae con la granja.

– ¿Estáis afirmando que Menma es responsable de todas las muertes de Araglin? -preguntó Dubán-. Esto me cuesta de entender.

– Menma fue responsable sólo de las muertes de Morna, Muadnat y Dignait… ya que todos fueron degollados como lo haría un profesional con una oveja.

– ¿Pero por qué matar a Dignait? -preguntó el padre Gormán.

– Por una razón muy simple, la misma por la que murió Morna -respondió Fidelma-. Era para asegurarse de que no hablaran. Dignait no preparó ese plato de setas venenosas que casi mata al hermano Eadulf. Un cocinero profesional sabe que hay mejor forma de envenenar que presentando un plato de falsas colmenillas que cualquiera podría reconocer.

– El sajón no lo hizo -señaló Crón con humor escéptico.

– Yo sé que las falsas colmenillas suelen escaldarse. Siendo un extraño en esta tierra, pensé que ésta era la manera de preparar el plato -replicó Eadulf a la defensiva-. Por eso no pensé en las falsas colmenillas.

– Dignait hubiera encontrado una manera más efectiva si hubiera querido envenenarnos. No. Dignait fue asesinada por la sencilla razón de que había visto al verdadero asesino.

– ¿Y quién era? ¿Menma? -se atrevió a preguntar Grella-. Menma estaba cerca de los edificios esa mañana, como siempre.

– Os lo diré a su tiempo. Primero continuemos desenredando la telaraña. Vayamos ahora a la muerte de Eber y Teafa. Lo que hizo este caso tan difícil es que la mayoría de la gente de aquí tenía un motivo para matar a Eber. Era un hombre odiado. Pero Teafa era diferente. ¿Quién la odiaba? Vi que tenía más posibilidades de resolver la muerte de Teafa que la de Eber. Si ambos habían muerto a manos del mismo asesino, podía descartar a algunos de los sospechosos.

Hizo una pausa y se encogió de hombros.

– Cuando yo llegué aquí me habían explicado una historia simple. Habían matado a Eber, el jefe de Araglin, y habían prendido a su asesino. Me pidieron que investigara y que me asegurara de que se seguía la ley en el proceso contra el asesino; parecía bastante fácil. Pero no fue así.

»E1 asesino, así se le consideraba, resultó ser sordo, ciego y mudo. Me refiero, por supuesto, a Móen. Más aún, también se le acusaba de matar a la mujer que lo había criado.

»En un principio me dijeron que Eber era bueno y generoso y que no tenía enemigos. Un parangón de virtudes bajo el sol. ¿Quién iba a matarlo sino un animal enloquecido? Así me fue presentado Móen.

Móen dejó ir un gruñido cuando Gadra le interpretó lo que acababa de decir Fidelma, pero ésta no hizo caso de la interrupción.

– Vayamos siguiendo este hilo con lógica. Se hizo evidente que Eber no era el parangón de virtudes que todos se empeñaban en presentar. Resultó obvio que era un hombre extraño y demente. No es trabajo mío explicar las fuerzas que retorcían su mente. También me dijeron que bebía, que era humillante y que calmaba con sobornos a los que ofendía. Se pasaban por alto sus faltas ya que era el jefe, pero él y su familia ocultaban un oscuro secreto… el incesto.

Crón se quedó blanca y no pudo reprimir un silbido al respirar. Cranat, detrás de ella, no hizo ningún esfuerzo por consolar a su hija; se quedó erguida, con los ojos fijos en algún objeto distante.

– Este incesto se remonta a mucho tiempo atrás, Crón -dijo Fidelma compasiva-. Se remonta a la época en que Eber era un muchacho que estaba en la pubertad y sus dos hermanas eran de edades similares. Varias personas sabían de este incesto, y otras tal vez lo sospechaban. A mí me insinuaron en una conversación que alguien sabía que Móen era fruto del incesto.

La sala se quedó en silencio. Crón dirigió su mirada hacia Móen, con cara de espanto.

– ¿Queréis decir que él… que Teafa… su madre? ¿Que Eber…? -No era capaz de articular bien y se encogió de hombros.

– No tengo dudas de que Teafa sufrió abusos de Eber -continuó Fidelma con calma-. Pero había otra hermana, llamada Tomnát.

Dubán estaba de pie, con el rostro teñido de ira.

– ¡Cómo os atrevéis a mencionar su nombre aquí! -exclamó el guerrero-. ¿Cómo os atrevéis a sugerir que fue madre de… de…?

– ¡Gadra! -Gritó Fidelma sin hacer caso de su arrebato y se giró hacia el anciano eremita-. Gadra, ¿quién era la madre de Móen?

El anciano inclinó la cabeza y bajó los hombros con resignación.

– Ya conocéis la respuesta.

– Entonces decídsela a todo el mundo, para que conozcan la verdad.

– Esto sucedió un año antes de que Eber se casara con Cranat. Tomnát quedó embarazada de Eber. Teafa lo sabía.

– ¡Tomnát me amaba! -gritó Dubán, con la voz quebrada por la emoción. Crón lo miraba fijamente sin poder creer aquel arrebato-. Me lo hubiera dicho, pero desapareció. Eber la mató, de eso estoy más que seguro.

– No fue así -respondió Gadra con tristeza-. Tomnát y Teafa guardaron el secreto; eran conscientes de que, si se sabía, si Eber o el padre Gormán se enteraban, matarían al chico. Eber para ocultar su vergüenza y el padre Gormán porque su fe es intolerante. Gormán aprueba la costumbre que hay en muchos países cristianos según la cual se mata a los hijos nacidos del incesto en nombre de la moralidad. El padre Gormán no hubiera ayudado a la pobre Tomnát si ella se lo hubiera pedido.

»¿Por qué Tomnát no se lo dijo a Dubán? Protesta él diciendo que la amaba y que ella lo amaba. -Fidelma apretó los labios-. Seguramente, si así fuera, ¿hubiera pedido ayuda a Dubán?

– No -respondió el anciano-. Si lo que queréis es la verdad, ésta es. Tomnát sabía que Dubán ambicionaba ir a Cashel y recibir el Collar de Oro de los guerreros. A pesar de su amor, Dubán nunca hubiera puesto en peligro sus ambiciones. ¿Podía ella confiar en que él aceptaría al hijo, al hijo de su propio hermano?

Dubán se inclinó hacia delante cubriéndose la cara con las manos.

– ¿Así que buscó vuestra ayuda, Gadra? -insistió Fidelma.

– Antes de que su estado se hiciera evidente, Tomnát se marchó de Araglin. Vino conmigo a mi ermita, donde sabía que estaría a salvo. Sólo Teafa sabía dónde estaba.

– ¿Si Tomnát no podía decírmelo, por qué no me lo dijo Teafa? -gritó Dubán-. Pasé semanas recorriendo el valle, creyendo que Eber la había matado.

– Teafa mantuvo la promesa que le había hecho a Tomnát -dijo el anciano.

– Continuad -lo incitó Fidelma-. ¿Qué sucedió?

– Cuando llegó el momento, Tomnát murió al nacer Móen. Teafa estaba con ella y decidió llevarse al pequeño y criarlo, diciendo que era un huérfano. Después se dio cuenta de que el niño era minusválido y se negó a abandonarlo, ya que le había hecho un juramento a su hermana muerta.

Los ojos de la sala se giraron en dirección al joven, cuyo rostro se contraía angustiado mientras Gadra le traducía lo que acababa de decir.

Fidelma echó una mirada a la sala con desprecio.

– Ésta es una comunidad ganadera; ¡Granjeros! Vosotros sabéis de la procreación en consanguinidad. Sabéis que las crías de animales consanguíneos suelen desarrollar ciertos rasgos de sus padres en cuanto al comportamiento o físicos. Algunos de estos rasgos pueden ser favorables -una mayor inteligencia, por ejemplo- pero otros pueden ser perjudiciales y enfermizos. Rasgos que producen sordera, ceguera y la incapacidad de hablar.

Crón interrumpió a Fidelma claramente disgustada.

– ¿Así que decís que hemos de aceptar que Móen es hijo de mi padre…, su propio tío? ¿Que es mi… mi hermanastro? -preguntó, temblorosa.

– Tomnát murió y dejó un hijo -confirmó Fidelma-. Teafa, como todos sabemos, fingió que era un huérfano al que había encontrado mientras estaba de caza en el bosque. Al principio no se sospechó que el niño no era como los demás. Pero luego Teafa se dio cuenta de que era diferente. Mandó llamar a Gadra y éste, sabio y curador, vio cuál era el problema. No podía curar los males debidos al incesto, pero le enseñó a Teafa una manera para comunicarse con Móen. Aparte de los problemas físicos, el niño era muy inteligente y capaz de aprender. Teafa educó a un niño brillante.

– ¿Queréis decir que Eber ni siquiera sabía que Móen era hijo suyo? -preguntó Agdae.

– Todos dicen que era bueno con el chico -respondió Fidelma-. De toda la gente de aquí, todos odiaban a Eber, sólo Moén no lo odiaba.

Fidelma volvió a dirigirse a Gadra.

– Preguntad a Móen si sabía que Eber era su padre.

Gadra sacudió la cabeza en señal de negación.

– No hace falta. Ha sufrido mucho. Sin embargo, os digo yo que Teafa nunca se lo dijo. Era para protegerlo. Eber nunca supo que Móen era hijo suyo, por lo que yo sé.

– En realidad, finalmente alguien se lo dijo -añadió Fidelma con rapidez-. Un día hubo una pelea que el joven Crítán presenció. Luego volveremos a eso.

– ¿Por qué la vida sexual… de mi padre? -interrumpió Crón. Después hizo una pausa y reformuló la pregunta-. Aunque esto pueda tener interés, no explica quién es el responsable de la muerte de Eber y Teafa.

– Ah, pues sí que nos lo explica.

– Explicaos, por favor -invitó la tánaiste con frialdad-. ¿Queréis decir que ahora creéis que Móen es culpable? ¿Que descubrió quién era su verdadero padre? ¿Que lo odiaba por el mal que Eber le había hecho a su madre y a él mismo?

Fidelma movió la cabeza en señal de negación.

– Yo desestimé la acusación de que Móen era el asesino en un primer estadio de esta investigación. Incluso antes de que hubiera hablado con él, sabía que Móen no era el asesino.

– ¿Quizá podáis explicarnos por qué? -preguntó con sequedad el padre Gormán-. A mí me pareció bien claro.

– Según la acusación original, Moén había matado a Teafa y luego se había dirigido a las habitaciones de Eber y lo había asesinado. Había algunas cosas erróneas en esto. En primer lugar, por el joven y altivo Crítán, me enteré de que había visto a Teafa con vida después de que Móen fuera a las habitaciones de Eber. Si era responsable de ambos asesinatos, Móen hubiera tenido que matar primero a Teafa y después a Eber.

– ¿Por qué no podía haberlo hecho así? -inquirió Agdae.

– Porque Menma aseguraba que había encontrado a Móen inclinado sobre el cuerpo de Eber, con un cuchillo en la mano, cuando lo acababa de matar. La parte principal de la acusación reposa en el hecho de que Móen fue pillado casi en el acto.

Todos admitieron este punto en silencio. Después habló Crón.

– Pero vos ya habéis acusado a Menma de asesino y por tanto mentiroso. Tal vez mintió.

– Mentía bastante -admitió Fidelma impasible-. Pero no en este caso. El hecho de descubrir a Móen en la escena de este crimen fue un regalo. No podía haberle salido mejor. Pero Teafa todavía estaba con vida cuando Móen entró en las habitaciones de Eber. Crítán, que regresaba de donde Clídna, vio a Móen de camino a las habitaciones de Eber y después vio a Teafa, todavía viva, junto a su cabaña con una lámpara. Por un momento, cuando me estaba explicando esta historia, creo que Crítán se dio cuenta de que no era lógico. Pero quería que Móen fuera el culpable, así que no hizo caso.

»Móen se fue a dar un paseo de madrugada y justo cuando entraba en la cabaña de Teafa alguien le entregó una varilla en ogham. El ogham es el sistema de comunicación utilizado con Móen. Éste me explicó que alguien con las manos encallecidas, pero que él pensó que era una mujer por el fuerte olor a perfume, le había puesto la varilla de ogham en su mano. En ella decía que fuera enseguida a las habitaciones de Eber. Así lo hizo y allí se tropezó con el cuerpo de Eber, momento en que Menma lo encontró. La persona que le puso la varilla de ogham en la mano era el asesino, que quería que descubrieran a Móen y lo condenaran.

– ¿Qué prueba tenéis de la existencia de esa legendaria varilla en la que se daban instrucciones a Móen de ir a ver a Eber? -preguntó el padre Gormán.

– ¿Prueba? Tengo la varilla -respondió Fidelma con una sonrisa de satisfacción-. Veréis, Móen pensó que había dejado caer la varilla junto a la puerta. Se le cayó de la mano antes de que se dirigiera a las habitaciones de Eber. El asesino no quería que se encontrara esa prueba; ya habían matado a Eber. Justo cuando el asesino iba a recuperar la varita, Teafa, que se había despertado, salió. Sostenía una lámpara y había descubierto que Móen no estaba. Vio la varilla de ogham y la recogió. En ese momento la vio Crítán. Le preguntó a Crítán si había visto a Móen. El muchacho mintió y continuó su camino. El asesino, que tuvo que esperar oculto en la oscuridad hasta que Crítán se fuera, se enfrentó a un dilema. Teafa había regresado al interior de la cabaña para leer el mensaje en ogham, así que ahora había que matarla. La lámpara de aceite que Crítán había visto en la mano de Teafa cayó al suelo en la lucha y prendió fuego. Había que extinguirlo porque el asesino quería asegurarse de que Móen también fuera acusado de ese asesinato. La varilla con las instrucciones en ogham fue lanzada al fuego, pero no se quemó toda; quedó lo suficiente para compararlo con lo que había recordado Móen. Él recordaba que en la varilla decía: «Eber quiere verte ahora». Todavía se pueden leer las letras «er» y «quiere».

El hermano Eadulf sonreía ante la simplicidad de lo que estaba reconstruyendo Fidelma.

– Móen hizo otra cosa imposible -añadió-. Cuando Menma lo encontró inclinado sobre el cuerpo, dijo que era justo antes del amanecer, y la lámpara estaba encendida junto a la cama de Eber.

– ¿Y bien? ¿Qué hay de malo en eso? -preguntó Dubán-. Antes de amanecer es oscuro.

Eadulf rió entre dientes.

– ¿Por qué iba a necesitar encender una lámpara Móen? Eso echa por tierra la acusación de que Móen entró sigilosamente y mató a cuchilladas a Eber mientras estaba dormido.

– Exactamente -admitió Fidelma-. A menos que creamos que un ciego necesita una lámpara para ver lo que está haciendo.

– Eber podía haber encendido la lámpara -indicó Agdae-. Podía haber encendido la lámpara para que Móen entrara y…

– ¡Por supuesto! -exclamó Fidelma con sarcasmo-. Eber estaba despierto, encendió la lámpara y dejó entrar a Móen. Entonces, muy atento, regresó a la cama y esperó a que Móen encontrara el camino hasta donde tenía los cuchillos de caza, eligió uno, encontró el camino hasta la cama y lo acuchilló hasta matarlo. La respuesta más sencilla es la versión que dio Móen de lo que había sucedido; que cuando entró en la habitación ya encontró a Eber muerto. El asesino ya había atacado, e hizo que Móen fuera a las habitaciones de Eber, pero se encontró con que tenía que ocuparse de Teafa. Eber no fue asesinado mientras dormía. Lo mató alguien que él conocía muy bien; alguien de quien no sospechaba en absoluto. Había encendido la lámpara y le había permitido entrar en su dormitorio.

– ¿En quién iba a confiar tanto Eber como para dejarlo entrar en su dormitorio? -preguntó Agdae-. ¿Su mujer?

Crón dio un grito.

– ¿Estáis acusando a mi madre?

Fidelma se quedó mirando a Cranat pensativa. La viuda de Eber estaba sentada observándola con desprecio.

– Estaba esperando que llegarais a mí con vuestras sucias acusaciones -dijo Cranat-. Sor Fidelma, os recuerdo que soy una princesa de los Déisi. Tengo amigos poderosos.

– Vuestro rango y vuestras amistades no significan nada para mí, Cranat. La ley es igual para todos. Pero finalmente hemos llegado a la araña que está en el centro de esta complicada tela.

Crón se quedó boquiabierta mirando a su madre.

– No puede ser.

– Cranat nunca ha ocultado que quisiera dinero y poder -dijo con desprecio Agdae.

– No podéis probar que Cranat ha matado a su marido -protestó el padre Gormán.

– ¿Probar que lo ha matado? Permitidme que lo intente. Desde que Crón tenía trece años Cranat ha estado dispuesta a soportar su odio hacia Eber, siempre que él la soportara a ella. Cuando Teafa le dijo lo que estaba haciendo Eber, lo único que hizo ella fue retirarse de su cama; pero continuó viviendo como la mujer del jefe; riquezas antes que virtud. Eber parecía estar preparado para tolerar esa situación. Quizá sólo quisiera una esposa para guardar las apariencias. Dubán me informó de que hace unas semanas hubo otra discusión entre Teafa y Cranat, cuando Crón se convirtió en tánaiste. En la discusión se mencionó a Móen. Ahí es donde Cranat se enteró de la verdad respecto al hijo de su marido. ¿Fue entonces cuando urdió la venganza?

Fidelma hizo una pausa. Nadie dijo nada.

– La virtud después de la riqueza. Quaerenda pecunia primum est virtus post nummos. Cranat había abandonado el lecho de Eber, pero, irónicamente, había empezado a tener una relación con Muadnat. Con Eber muerto, podría convertirse en la esposa del nuevo jefe.

El hermano Eadulf se inclinó hacia delante visiblemente agitado.

– Móen dijo que la persona que le dio la varilla tenía callos en las manos, como un hombre. Pero olió a perfume y pensó que era una mujer. Dignait tenía callos en las manos. Dignait era fiel a Cranat porque era de los Déisi y había venido aquí como criada de Cranat cuando ésta se casó con Eber.

– Sólo las mujeres de rango usan perfume -corrigió Dubán-. Dignait no se pondría perfume.

Crón sacudía la cabeza con incredulidad.

– ¿Queréis decir que mi madre era socia de Muadnat en la mina de oro y que decidió matar a mi padre para casarse con él?

– Cranat tenía motivos suficientes para odiar a Eber y a Móen. Teafa le había explicado la relación. -Hizo una pausa y miró a Crón-. Vos sabéis bien latín, ¿no es verdad?

– Me enseñó mi madre -respondió la tánaiste.

– Os enseñó bien. En realidad fue algo escrito en latín en un trocito de vitela lo que hizo que las piezas del puzzle encajaran. A Menma, después de haber matado a Dignait en su habitación para impedir que dijera quién había colocado las falsas colmenillas en la bandeja de la cocina, le dijeron que dejara el cuerpo en el almacén subterráneo de Archú. Después tenía que darme el trocito de vitela con la clave escrita en latín. Era buen latín.

– ¿Me va a acusar porque mi latín es bueno? -dijo despectivamente Cranat.

– ¿Vuestro ogham es igual de bueno? -inquirió Fidelma, y continuó antes de que Cranat pudiera responder-. Es bueno recordar las palabras de Publio Terencio de que nadie puede trazar un plan en que los acontecimientos no se pueden modificar. Dubán había seguido a Menma hasta la mina después de haberlo visto con los supuestos ladrones de ganado. Llegó hasta la entrada de la mina y oyó al socio de Muadnat que le daba unas últimas instrucciones a Menma. Dubán entró; Menma lo abordó y permitió que su jefe huyera. Yo también estaba allí, y vi la figura que huía por el camino.

– ¿Visteis la figura? -preguntó Cranat-. ¿Juraríais que era yo?

– Era una figura envuelta en una capa de varios colores, una capa de cargo.

Crón hizo una mueca que semejaba una sonrisa señalando la capa que llevaba.

– Pero yo llevo una capa como ésa.

– Cierto -gritó Eadulf-. Y yo vi esa misma figura con una capa similar de varios colores ascendiendo el camino que atraviesa las colinas en dirección a la mina el día que estuvimos en la granja de Muadnat.

– Ahora estoy confundido. ¿Estáis acusando a Cranat o a su hija? -gritó el padre Gormán.

– Hace tiempo, Crón me dijo que esta misma capa de colores la llevan todos los jefes de Araglin y sus esposas. Vos también lleváis una. ¿No es así, Cranat? Y también un fuerte perfume de rosas.

La viuda de Eber frunció el ceño pero Fidelma se dirigió a Gadra.

– Gadra, decidle a Móen que quiero que huela algo. Traedlo aquí. -Se giró hacia los demás-. Móen, para compensar sus deficiencias, tiene un sentido del olfato muy desarrollado, como yo ya he podido comprobar.

Gadra hizo lo que le había pedido y acompañó a Móen delante de la tarima.

– ¿Padre Gormán, podéis acercaros y ser testigo de este trámite? Para que luego no haya dudas.

Con cierta renuencia, el sacerdote se adelantó. Fidelma se dirigió a Gadra.

– Decidle a Móen que huela donde yo indico y que después diga si ha percibido alguna otra vez ese olor. Decidle que quiero ver si es el mismo olor que cuando le entregaron la varilla en ogham.

Fidelma tendió la mano y dejó que Móen la oliera. Cranat se había puesto de pie.

– ¡No voy a permitir que esa bestia se me acerque! -protestó echándose hacia atrás.

– No tenéis elección -afirmó Fidelma haciéndole señal a Dubán de que se adelantara y se colocara detrás de ella. Móen sacudía su cabeza junto a la muñeca de Fidelma. Fidelma se dirigió hacia Crón y le cogió una mano. Móen la olió, se giró e hizo unas señales en la mano de Gadra.

Gadra sacudió la cabeza en señal de negación.

Cranat se puso la mano en la espalda.

– Padre Gormán -ordenó Fidelma-, ya que Cranat se niega a tender su mano al chico, ¿podéis ayudarla? Quizá no pondrá objeción si es la mano de un sacerdote la que la toca.

– Lo siento, señora -murmuró el padre Gormán claramente disgustado mientras cogía y sostenía con fuerza la mano derecha de la dama. Cranat separó la cabeza con asco cuando Móen le olisqueó la muñeca.

Hubo un revuelo en la sala cuando el chico se giró e hizo unos signos rápidamente en la mano de Gadra. El anciano estaba conmocionado.

– ¡Es falso! -gritó Cranat-. ¡Es un complot para desacreditarme!

Pero el anciano no miraba a Cranat.

– No es el olor de la mujer el que ha identificado -dijo Gadra lentamente, mirando asombrado al padre Gormán.

El sacerdote se había quedado blanco.

Dubán se adelantó deprisa y agarró al sacerdote por la muñeca. Después frunció el ceño desconcertado mientras observaba la mano del sacerdote que se agitaba.

– Pero Móen dijo que la persona que él olió en la puerta de la cabaña de Teafa tenía las manos encallecidas. Las manos del sacerdote son suaves como las de una mujer.

Fidelma no se inmutó.

– Hoy no lleváis los guantes de piel, padre Gormán -comentó Fidelma-. Veis, Dubán, ayer me ofrecisteis la respuesta que estaba buscando; cuando creí que vuestras manos estaban encallecidas. Pero en realidad, era simplemente que llevabais puestos unos guantes.

Dando un grito repentino el padre Gormán consiguió soltarse de Dubán, saltó de la tarima y empezó a abrirse paso a empujones por la sala. Apenas había llegado a la mitad de la sala cuando lo redujeron. Su cara estaba distorsionada por la ira. Empezó a gritar cosas ininteligibles.

– Y Cristo dijo «vos serpientes, vos generación de víboras, ¿cómo vais a escapar de la condena del infierno?».

– Un texto muy apropiado -murmuró Eadulf para ocultar su sorpresa.

Cranat se dejó caer en su silla, sonrojada, respirando profundamente. Contemplaba a Fidelma con odio.

– Tenéis que explicaros antes de que podamos creer esta fantástica acusación -dijo con calma.