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El trueno retumbó en las altas y peladas crestas de las montañas que rodeaban la cima del monte Maoldomhnach, que daba nombre a la cordillera. Algún relámpago aislado recortó la silueta de la cumbre redondeada, e hizo que algunas sombras salpicaran el valle de Araglin en las estribaciones septentrionales. Era una noche oscura, con nubes de tormenta que se apelotonaban y cruzaban deprisa el cielo, atropellándose unas a otras como si las empujara la poderosa respiración de los antiguos dioses.
En las altas pasturas, las vacas se apiñaban, y algunas mugían enfadadas de vez en cuando, no sólo para consolarse de la tormenta que amenazaba, sino para advertir a las otras del olor a lobos voraces cuyas manadas hambrientas rondaban en los oscuros bosques que rodeaban las altas praderas. En un rincón, alejado del ganado, un ciervo majestuoso vigilaba a sus ciervas y sus crías como un centinela inquieto. De vez en cuando alzaba la vistosa cornamenta hacia el cielo y le temblaba el hocico. A pesar de la oscuridad, de las gruesas nubes y de la tormenta amenazadora, la bestia percibía la llegada del amanecer tras las lejanas cimas del este.
Abajo, en el valle, junto al oscuro y borboteante curso de un río, había un grupo de construcciones sin fortificar inmersas en la más absoluta oscuridad. Ningún perro se movía a esa hora, y todavía era demasiado pronto para que los gallos anunciaran la llegada del nuevo día. Ni siquiera los pájaros habían iniciado su coro del amanecer y todavía se cobijaban medio dormidos en los árboles de los alrededores.
Sin embargo, un ser humano se movía en aquella oscura hora; una persona se despertaba a esa hora de quietud en que el mundo parece muerto y desierto.
Menma, el caballerizo de Eber, jefe de Araglin, hombre alto y robusto con barba rojiza y densa y gran afición al licor, parpadeó y retiró la piel de zamarro de su jergón de paja. Un relámpago aislado iluminó su cabaña solitaria. Menma gruñó y sacudió la cabeza como si con esta acción fuera a eliminar los efectos de la bebida de la noche anterior. Tendió la mano hacia una mesa y buscó a tientas pedernal y yesca para encender la vela de sebo que había encima. Después se desperezó. A pesar de lo mucho que había bebido, Menma poseía una misteriosa conciencia del tiempo. Durante toda su vida se había levantado a las oscuras horas anteriores al amanecer, cualquiera que fuera la hora a la que se hubiera dejado caer en su cama borracho perdido.
Empezó su ritual matutino de maldecir a toda la creación. A Menma le encantaba maldecir. Algunos hombres empiezan el día con una oración, otros con las abluciones matutinas. Menma de Araglin comenzaba el día maldiciendo a su amo, el jefe Eber, deseándole todo tipo de muertes que su corta imaginación fuera capaz de concebir: asfixia, convulsiones, disentería, aplastado, envenenado, ahogado… Y cuando había agotado las maldiciones contra su amo, Menma continuaba maldiciendo su propia existencia, y a sus padres por no ser ricos y poderosos; por ser simples granjeros y, por tanto, predestinarlo a ser un humilde caballerizo.
Sus padres habían sido unos simples jornaleros en la alquería de su primo rico. No habían tenido suerte en la vida y Menma estuvo predestinado a una existencia servil. Era un hombre celoso y amargado, desdichado con su suerte.
Sin embargo, se levantaba de inmediato con la oscuridad de la madrugada y se vestía. Nunca se molestaba en lavarse o peinar la maraña de cabello rojizo que le descendía hasta los hombros y la gran masa de su barba. Un trago de corma, el aguamiel dulzón que siempre tenía en una jarra junto a su cama, era la única limpieza que necesitaba para enfrentarse a la jornada. El hedor de su cuerpo y de sus ropas indicaba a quienes se le acercaban lo suficiente que él y la limpieza eran incompatibles.
Menma se fue arrastrando hasta la puerta de la cabaña y echó una mirada fuera, parpadeando con los ojos vueltos hacia el oscuro cielo. El trueno seguía retumbando, pero él sabía instintivamente que ese día no iba a llover en el valle. La tormenta estaba al otro lado de las montañas y avanzaba sobre ellas de este a oeste, paralela al valle de Araglin. No iba a atravesar las montañas en dirección norte. No; el día iba a ser seco, aunque nublado y fresco. Las nubes ocultaban las estrellas y le impedían determinar la hora, pero, más que ver, intuía la pálida línea del amanecer justo por debajo de las lejanas cimas orientales.
El rath del jefe de Araglin todavía dormía envuelto en la oscuridad. Aunque no era más que un pueblo sin fortificar, lo correcto era llamar rath o fortaleza a la morada de un jefe.
Menma permaneció en la puerta y empezó a maldecir aquel día en voz baja. Le molestaba que todos pudieran seguir durmiendo y él tuviera que ser el primero en levantarse. Y cuando hubo maldecido el día, haciendo gala de su limitado vocabulario, siguió con Araglin.
Regresó un momento al interior de la cabaña, apagó la vela y empezó a caminar arrastrando los pies por el sendero que conducía hacia las cuadras del rey, pasando por entre los edificios en calma. No necesitaba ninguna vela, ya que había hecho ese camino a menudo. Lo primero que haría sería sacar los caballos a los prados, dar de comer a los perros de caza y después supervisar el ordeño de las vacas del jefe. Y cuando los caballos estuvieran en los pastos y los perros alimentados, las mujeres de la casa se despertarían y se ocuparían de ordeñar las vacas. El ordeño no era un trabajo de hombres, y Menma no se rebajaría a hacerlo. Pero recientemente se había producido un robo de ganado en el valle y Eber, el jefe, le había ordenado controlar la manada antes de cada ordeño. Que alguien se atreviera a robar siquiera una cabeza de su manada era una afrenta al honor del jefe. Eber se había enfurecido al enterarse de que unos ladrones de ganado amenazaban las pacíficas tierras de su clan. Sus guerreros habían recorrido la zona en busca de los culpables, pero sin éxito.
Menma se dirigió a la imponente silueta de la sala de asambleas, uno de los pocos edificios grandes y de piedra del rath. La otra construcción de piedra era la capilla del padre Gormán. Las caballerizas estaban en la parte trasera de la construcción redondeada, justo detrás del hostal de huéspedes. Para acceder a las cuadras, Menma tenía que tomar un sendero en curva que rodeaba los edificios anexos de madera y conducía a la mansión de piedra que albergaba las habitaciones del jefe del clan y su familia. Menma lanzó una mirada celosa a los edificios. Eber se quedaría roncando en su cama hasta después del amanecer.
Menma sonrió con lascivia detrás de su densa barba. Se preguntó si alguien estaría compartiendo el lecho con Eber esa noche. Luego frunció el ceño enojado. ¿Por qué Eber? ¿Por qué no él? ¿Qué tenía de especial Eber para poseer riquezas y poder llevarse a las mujeres a su cama? ¿Por qué el destino lo había hecho a él un humilde caballerizo? ¿Por qué…?
Se detuvo a media zancada, aguzando el oído.
Ningún sonido en la oscuridad. El rath seguía durmiendo. Proveniente de arriba, alto en las lejanas colinas, el largo e interminable aullido de un lobo rompió el silencio. Pero no; no fue eso lo que lo había hecho detenerse. Había sido otro ruido. Un ruido que no sabía identificar.
Se quedó un rato más, pero reinaba el silencio. Estaba a punto de olvidarse de ese ruido, una broma del viento, cuando volvió a oírlo.
Un gemido suave.
¿Era el viento?
De repente Menma se arrodilló y se estremeció. ¡Santo Dios! ¿Era uno de los habitantes de las colinas? ¿La gente del sídh; los hombrecillos que buscan almas para llevárselas abajo, a sus cuevas oscuras?
Entonces se oyó un chillido brusco, no fuerte, pero lo bastante agudo para sobresaltar a Menma. El corazón le latía cada vez más deprisa. Entonces volvió a oír el quejido. Esta vez un poco más fuerte y sostenido.
Menma echó una mirada a su alrededor. Nada se movía entre las oscuras sombras de los edificios. Parecía que nadie más había oído el ruido. Intentó localizar su procedencia. Venía de los apartamentos de Eber. A pesar de lo etéreo del sonido, Menma lo identificó como de origen humano. Suspiró aliviado, ya que a pesar de tener una visión negativa del mundo, no era de buen agüero enfrentarse a las gentes del sídh si estaban decididas a robar un alma. Echó una mirada rápida a su alrededor. El edificio parecía a oscuras y tranquilo. ¿Estaba Eber enfermo? Frunció el ceño, no sabía qué hacer. Eber era su jefe, pasara lo que pasara, y Menma tenía un deber para con su jefe. Un deber que ni siquiera su amargura le impedía cumplir.
Se dirigió cautelosamente hacia la puerta de los apartamentos de Eber y golpeó con suavidad.
– ¿Eber? ¿Estáis bien? ¿Necesitáis ayuda? -preguntó en voz baja.
No hubo respuesta. Volvió a llamar, un poco más fuerte. Al comprobar que tampoco obtenía respuesta, se armó de valor y levantó el pestillo. La puerta no estaba bien cerrada, tampoco tenía que estarlo. Nadie lo hacía en el rath del jefe de Araglin. Entró. No le costó acostumbrar la vista a la oscuridad. La habitación estaba vacía. Sabía que Eber tenía dos habitaciones. La primera, en la que se encontraba, se llamaba «el lugar de conversación»; era la estancia donde el jefe recibía en privado a los huéspedes especiales. Detrás de esta estancia estaba el dormitorio del jefe.
Menma, al comprender que la primera estancia estaba vacía, se dirigió hacia la otra.
Lo primero que vio fue un resplandor por debajo de la puerta. Después oyó un gemido tras ella.
– ¡Eber! -gritó-. ¿Pasa algo? Soy yo, Menma, el caballerizo.
No obtuvo respuesta y el gemido no disminuyó. Se dirigió hacia la puerta y golpeó con fuerza. Dudó un momento y después entró.
Había una lámpara encendida sobre una mesita. Menma parpadeó rápidamente para acostumbrar la vista. Se dio cuenta de que había alguien arrodillado junto a la cama, en una postura encorvada, balanceándose de atrás hacia delante y gimoteando. Ahí estaba el origen del sonido quejumbroso. Advirtió que aquella figura tenía unas manchas oscuras en las ropas. Entonces abrió más los ojos. Eran manchas de sangre y algo destellaba y resplandecía bajo la luz de la lámpara, algo que la persona tenía agarrado en las manos. Era una daga larga y afilada.
Menma se quedó inmóvil un momento, fascinado por aquella visión. Entonces se dio cuenta de que había una segunda persona en la estancia. Alguien yacía en la cama junto a la figura arrodillada y gemebunda.
Menma dio un paso adelante.
Echado sobre la cama, desnudo y enredado en el cubrecama, estaba el cuerpo ensangrentado del jefe Eber. Tenía una mano detrás de la cabeza. Sus ojos, bien abiertos y con la mirada fija, parecían tener vida bajo la luz vacilante de la lámpara. El pecho era un amasijo de heridas sangrantes. Menma había visto suficientes animales sacrificados para reconocer las heridas y los desgarramientos irregulares causados por un cuchillo. Habían hundido el arma frenéticamente una y otra vez en el pecho del jefe de Araglin.
Menma le levantó un poco la mano y luego la dejó caer.
– ¿Está muerto? -preguntó con voz hueca.
La figura que estaba junto a la cama continuó meciéndose y gimiendo. No levantó la mirada.
Menma dio otro paso y bajó la mirada impávido. Después se acercó, puso una rodilla en el suelo y tomó el pulso a su jefe en el cuello. El cuerpo ya estaba frío y como húmedo. Miró de cerca los ojos y bajo la luz de la lámpara, que ya no vacilaba, se dio cuenta de que éstos estaban fijos y vidriosos.
Menma se levantó y bajó la mirada con repulsión. Estuvo dudando; a pesar de lo que veían sus ojos, tenía que asegurarse de que Eber estaba muerto. Levantó un pie para darle un empujón al cuerpo con la punta de su bota. No se movió. Entonces levantó el pie y dio una patada al cuerpo. No, no estaba equivocado. Eber, el jefe, estaba muerto.
Menma se giró hacia la figura que seguía lloriqueando y que agarraba el cuchillo. Se echó a reír. De repente se dio cuenta de que él, Menma el caballerizo, iba a ser rico y poderoso como los primos a los que había envidiado toda su vida.
Todavía reía entre dientes cuando abandonó las habitaciones del jefe y se fue en busca de Dubán, el jefe de la guardia personal de Eber.