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Capítulo II

El tañido profundo y abaritonado de la campana de la abadía convocó de nuevo a la corte. Aunque transcurrían las primeras horas de la tarde, la atmósfera no era cálida. Los muros de granito gris del edificio impedían que el sol entrara. La capilla de la abadía, que se había destinado a las vistas legales, estaba casi vacía. Sólo algunas personas habían tomado asiento en los bancos de madera. Hasta el día anterior, la capilla había estado llena a rebosar de demandantes, acusados y testigos. Pero esta tarde, el último de los casos del tribunal había quedado visto para sentencia. Los contenciosos anteriores ya se habían despachado.

La escasa media docena de participantes en este último caso del tribunal se levantó con respeto cuando el brehon, el juez, entró y se sentó en un extremo de la sala. Era una jueza, de unos veintitantos largos, y vestía hábito religioso. Era alta y hermosa, el cabello rojizo le caía por debajo del tocado. Resultaba difícil identificar exactamente el color de sus ojos, ya que unas veces parecían de un azul glacial y otras contenían un extraño fulgor verde, según el humor de la mujer. Su aspecto juvenil no encajaba con la idea general que se tiene de un juez sabio, experimentado y erudito, pero durante las últimas jornadas en que había examinado las pruebas de las diferentes demandas legales, esta mujer de aspecto juvenil había impresionado a los que comparecían ante ella con su conocimiento, lógica y compasión.

Sor Fidelma era, de hecho, una dálaigh cualificada, una abogada de los tribunales de los cinco reinos de Éireann. Había obtenido el grado de anruth, lo cual significaba que, además de poder defender un caso ante los jueces, podía formar parte de un tribunal y ejercer de juez en los casos que no requerían la presencia de un magistrado de mayor rango. Fidelma había sido elegida para presidir un tribunal en la abadía de Líos Mhór. La abadía estaba situada fuera de «la gran fortificación» que le daba nombre, a orillas de un impresionante río conocido sencillamente como Abhainn Mór, «el río grande», al sur de Cashel, en el reino de Muman.

El scriptor de la abadía, que hacía de secretario del tribunal y registraba todo, permaneció en pie mientras Fidelma y los demás se sentaban. Tenía un voz tan melancólica que a Fidelma le pareció que sería un buen plañidero.

– Comienza la sesión. Proseguimos con la demanda de Archú, hijo de Suanach, contra Muadnat de la Marisma Negra.

Al sentarse, lanzó una mirada expectante hacia Fidelma y levantó su estilo, ya que se tomaba nota del proceso en tablillas de arcilla fresca y al final de cada sesión se transcribían las notas en pergaminos.

Fidelma estaba sentada tras una gran mesa de roble tallado, con las palmas de las manos sobre ella. Se reclinó en la silla y echó una mirada alrededor hacia los que se sentaban en los bancos que tenía delante.

– Archú y Muadnat, por favor, venid ante mí.

Un joven se levantó con rapidez. No tenía más de diecisiete años, parecía impaciente, como perro que busca el favor de su amo, pensó Fidelma al ver que se apresuraba. El segundo hombre sería de mediana edad, lo bastante mayor como para ser el padre del joven. Era un hombre de rostro sombrío, casi de expresión adusta.

– He escuchado las pruebas que se han presentado en este caso -empezó a decir Fidelma, mirando a uno y a otro-. A ver si puedo exponer los hechos con claridad. Vos, Archú, acabáis de alcanzar la edad de la elección, ¿no es así?

El joven asintió con la cabeza. Según la ley, a los diecisiete años un joven se hacía hombre y era capaz de tomar decisiones.

– Y sois el único hijo de Suanach, que murió hace un año. Suanach, que era hija del tío de Muadnat.

– Era la única hija del hermano de mi padre -afirmó Muadnat con un tono áspero y carente de emoción.

– Así es. ¿Así que sois primos?

No hubo respuesta. Resultaba obvio que ambos no se apreciaban a pesar de su parentesco.

– Unos parientes tan cercanos no deberían recurrir a la justicia para solucionar sus diferencias -amonestó Fidelma-. ¿Todavía insistís en que este tribunal haga el arbitraje?

Muadnat sorbió por la nariz con amargura.

– No es deseo mío estar aquí.

El joven se sonrojó furioso.

– Tampoco el mío. Mucho mejor hubiera sido para mi primo hacer lo que era correcto antes de llegar hasta aquí.

– Estoy en mi derecho -espetó Muadnat-. No podéis reclamar sobre la tierra.

Sor Fidelma alzó las cejas con ironía.

– Parece que va a tener que ser la ley la que decida, ya que no os ponéis de acuerdo. Y habéis traído el asunto ante el tribunal para que éste tome una decisión. Y la decisión que tome este tribunal respecto a este asunto la tendréis que cumplir.

Se reclinó, cruzó las manos en el regazo y examinó detenidamente a ambos, uno tras otro; dos rostros arrebatados por la ira.

– Muy bien -dijo la joven, finalmente-. Tengo entendido que Suanach heredó unas tierras de su padre. Corregidme si me equivoco. Posteriormente se casó con un hombre de ultramar, un bretón llamado Artgal, que al ser extranjero en esta tierra no tenía propiedad alguna que aportar al matrimonio.

– ¡Un extranjero pobre! -gruñó Muadnat.

Fidelma no le hizo caso.

– Artgal, que era el padre de Archú, murió hace unos años. ¿Estoy en lo cierto?

– Mi padre murió luchando al servicio del rey de Cashel contra los Uí Fidgente. -Había hablado Archú y el muchacho lo había hecho con orgullo.

– Un mercenario -menospreció Muadnat.

– A este tribunal no se la ha pedido que juzgue la personalidad de Artgal -observó sor Fidelma malhumorada-. Se le ha pedido que administre la ley. Bien, Artgal y Suanach se casaron…

– Contra los deseos de la familia de ella -volvió a interrumpir Muadnat.

– Eso ya lo he entendido -admitió Fidelma con suavidad-. Pero estaban casados. Al morir Artgal, Suanach continuó trabajando su tierra y educando a su hijo Archú. Hace un año murió Suanach.

– Entonces mi llamado primo vino y afirmó que toda la tierra era suya -dijo Archú con cierta amargura en la voz.

– Es la ley -dijo Muadnat con suficiencia-. La tierra pertenecía a Suanach. Su marido, al ser extranjero, no tenía tierra alguna. Cuando Suanach murió, su tierra revirtió a la familia de ella y de esa familia yo soy el pariente más cercano. Así es la ley.

– Se quedó con todo -se quejó el joven con amargura.

– Era para mí. Y de todas maneras vos no habíais alcanzado la edad de la elección.

– Así es -admitió Fidelma-. Durante este último año, según la ley, como miembro mayor de vuestra familia, Muadnat ha sido vuestro tutor, Archú.

– ¿Tutor? Querréis decir que he sido su esclavo -respondió el muchacho frunciendo el ceño-. Me he visto obligado a trabajar en mi propia tierra recibiendo a cambio sólo la manutención, me ha tratado peor que a un trabajador y me ha obligado a comer y a dormir en las caballerizas. La familia de mi madre ni siquiera me ha dado el trato que dan a los que contratan para trabajar la tierra.

– Eso ya lo he advertido -respondió Fidelma dejando ir un suspiro paciente.

– No tenemos ninguna obligación legal hacia el chico -gruñó Muadnat-. Lo mantuvimos. Debería estar agradecido.

– No voy a hacer ningún comentario al respecto -replicó Fidelma con frialdad-. El objeto de la demanda de Archú contra vos, Muadnat, es que debería heredar una parte de la tierra que pertenecía a su madre. ¿No es así?

– La tierra de su madre vuelve a manos de su familia. Él sólo puede heredar la que pertenecía a su padre, y su padre, al ser extranjero, no tenía tierra alguna que dejarle en este país. Que vaya al país de su padre si quiere una tierra.

Fidelma continuaba reclinada en su silla con las manos ante ella y ahora concentraba su mirada en Muadnat. Ocultaba a propósito sus ojos encendidos y mostraba una expresión blanda.

– Cuando muere un ocáire, dueño de una pequeña granja, una séptima parte de la tierra está sujeta a impuestos y ha de pagarse al jefe por la conservación del territorio del clan. ¿Se ha hecho esto?

– Así es -interrumpió el scriptor levantando la vista de las notas-. En este sentido hay una disposición del jefe, Eber de Araglin, hermana.

– Bien. Entonces la decisión que ha de tomar este tribunal es simple.

Fidelma se volvió lentamente hacia Archú.

– Vuestra madre era la única hija de un ocáire. Al morir éste, ella era la heredera y tenía derecho a sacar provecho de la tierra de su padre mientras viviera. Normalmente, esta tierra no podía pasar a su marido o a sus hijos y al morir ella tenía que revertir al pariente más cercano de su familia.

Muadnat se puso en pie y por primera vez sus rasgos contrariados se relajaron mostrando una expresión de satisfacción. Clavó sus ojos triunfantes en el joven.

– Sin embargo -continuó Fidelma con una voz glacial que atravesó la capilla- si su marido era extranjero, y en este caso era bretón, no tenía ninguna tierra que le perteneciera dentro del territorio del clan. Por lo tanto no podía dejar nada a su hijo. En tales circunstancias, la ley es clara y fue nuestro gran juez Bríg Briugaid quien dictó una sentencia que se convirtió en ley. Es decir, en tales circunstancias, la madre tiene derecho a legar la tierra a su hijo, pero con una limitación. De sus tierras, sólo puede legar el valor correspondiente a siete cumals, que es la propiedad mínima de un ocáire o pequeño granjero.

Se hizo un silencio, como si ambos, demandante y demandado, intentaran entender el fallo. Fidelma se compadeció ante su expresión de desconcierto.

– He fallado en vuestro favor, Archú -dijo sonriendo al joven-. Vuestro primo ocupa la tierra ilegalmente ahora que sois mayor de edad. Tiene que renunciar a un trozo de tierra equivalente al valor de siete cumals.

Muadnat abrió la boca perplejo.

– Pero… pero la totalidad de la tierra apenas equivale a siete cumals. Si a él le corresponde el valor de siete cumals a mí no me quedará nada.

Fidelma adoptó el tono de un maestro que sermonea a un alumno.

– Según el Críth Gablach, la antigua ley, siete cumals es la propiedad de un ocáire, que es lo que tiene derecho a recibir Archú -recitó con solemnidad Fidelma-. Además, por haber actuado violando la ley hasta el punto de obligar a Archú a presentar una demanda contra vos, tenéis que pagar una multa de un cumal a este tribunal.

Muadnat se quedó blanco. Su rostro reflejaba ira.

– ¡Esto es una injusticia! -gruñó.

Fidelma se enfrentó a la rabia con calma.

– A mí no me habléis de injusticia, Muadnat. Sois pariente de este joven. Cuando su madre murió, era vuestro deber criarlo y protegerlo. Sin embargo lo despojasteis de lo que le pertenecía por ley, le hicisteis trabajar para vos sin retribución, obligándole a vivir en peores condiciones que un esclavo. Dudo que tengáis idea alguna de lo que es la justicia. Sería justo que os obligara a pagarle una compensación mayor por lo que habéis hecho. Tal como yo lo veo, estoy suavizando la justicia con cierta clemencia.

Fidelma habló con frialdad y el hombre de rostro adusto parpadeó como si se viera agredido por el desprecio de la joven.

Muadnat tragó saliva.

– Recurriré este fallo ante mi jefe, Eber de Araglin. ¡Esa tierra es mía! Todavía tengo que decir la última palabra.

– Todo recurso tiene que dirigirse al juez supremo del rey de Cashel -interrumpió el scriptor con brusquedad, al acabar de escribir el fallo. Dejó el estilo y se esforzó en explicarse a su contrariado litigante-. Cuando un brehon dicta sentencia no tenéis que despotricar contra el brehon. Si hay algo que objetar, tenéis que hacerlo de la manera adecuada. Mientras, Muadnat de la Marisma Negra, tenéis que obedecer el fallo, retiraros de la tierra y dejar que la ocupe vuestro primo Archú. Si no lo hacéis así, dentro de nueve días a partir de este momento, os pueden desalojar. ¿Habéis entendido? Y la multa de un cumal ha de pagarse antes de la próxima luna llena.

Sin decir palabra, Muadnat se giró y abandonó la capilla deprisa y en silencio. Un hombre bajito, de constitución nervuda y con una mata de pelo castaño se levantó y se fue tras él.

Archú, mostrando en su expresión que apenas podía creer el fallo, se inclinó sobre la mesa, levantó su mano, agarró la de Fidelma y le dio un fuerte apretón.

– Dios os bendiga, hermana. Me habéis salvado la vida.

Fidelma esbozó una sonrisa ante el entusiasmo del joven.

– Tan sólo he juzgado conforme la ley. Si la ley hubiera sido diferente, hubiera tenido que fallar contra vos. Es la ley la que habla en este tribunal, no yo.

Fidelma retiró la mano. Parecía que el joven apenas la hubiera oído, pero, todavía sonriente, se giró y se apresuró hacia el fondo de la capilla donde una joven se levantó y fue casi corriendo hacia sus brazos. Fidelma sonrió con melancolía mientras observaba a los dos jóvenes cogidos de las manos y mirándose.

Entonces se volvió rápidamente hacia el scriptor.

– Creo que éste era el último caso que teníamos que ver; ¿no es así, hermano Donnán?

– Así es. Transcribiré las sentencias más tarde y me aseguraré de que se den a conocer de la manera apropiada. -El scriptor hizo una pausa, tosió ligeramente y bajó un poco la voz-. Parece que el abad está en la puerta esperando a hablar con vos.

Hizo un gesto nervioso con la cabeza y le señaló en dirección a la puerta de la capilla. Fidelma se giró. Ciertamente, el abad Cathal, de fornida figura, estaba en la puerta. Fidelma se levantó inmediatamente y se dirigió hacia él. Se dio cuenta de que el abad parecía preocupado.

– ¿Me buscáis, padre abad?

El abad Cathal era un hombre fornido y musculoso de mediana edad, un hombre con sello militar ya que de joven había recibido instrucción de guerrero. Era un hombre de la región, que había abandonado la vida militar para recibir las enseñanzas de san Cáthach de Lios Mhór y se había convertido en un consumado profesor y abad. Hijo de un gran jefe militar, Cathal había distribuido todas sus riquezas entre los pobres de su clan y vivía en la pobreza de su orden. Con su sencillez y su franqueza se ganaba enemigos. Una vez, un jefe de la zona lo había hecho encarcelar inventando que practicaba magia. Sin embargo al soltarlo, Cathal lo había perdonado. Así era este hombre.

A Fidelma le gustaba la bondad y la nula vanidad de Cathal. Contrastaba gratamente con la arrogancia que con frecuencia daban los cargos y que ella conocía bien. Cathal era uno de los pocos hombres de iglesia que ella consideraría sin duda «santo».

– Cierto, os buscaba, sor Fidelma -contestó el abad con una rápida pero cálida sonrisa-. ¿Ya ha terminado el tribunal con sus deliberaciones?

Su voz era suave, pero Fidelma intuyó que algo anormal había sucedido para que él viniera en su busca.

– Acabamos de dictar el fallo del último caso, padre abad. ¿Sucede algo?

El abad Cathal vaciló.

– Han llegado dos jinetes aquí, a la abadía. Uno de ellos es extranjero. Vienen de Cashel a buscaros.

– ¿Le ha pasado algo a mi hermano? -preguntó Fidelma, reaccionando a su primer pensamiento, presa del miedo. ¿Le habría sucedido algo a su hermano, Colgú, el nuevo rey de Muman, el mayor de los cinco reinos de Éireann?

Al momento el abad Cathal se mostró arrepentido.

– No, no. Vuestro hermano el rey está sano y salvo -la tranquilizó-. Perdonad mi torpeza. Venid, seguidme hasta mi habitación, donde os están esperando.

La curiosidad de Fidelma iba en aumento y con el mayor sosiego que pudo se apresuró por los pasillos de la gran abadía junto a la gran figura del abad.

En un lugar apartado y tranquilo, Lios Mhór, la gran casa, había empezado a destacar cuando Cáthach el Santo se había trasladado desde Rathan para fundar una nueva comunidad religiosa, hacía tan sólo una generación. En poco tiempo, Lios Mhór se había convertido en uno de los principales centros de enseñanza eclesiástica al que acudían en tropel estudiantes de muchas tierras. Como la mayoría de las grandes abadías de Irlanda, era una casa mixta, una conhospitae, en la que religiosos de ambos sexos vivían, trabajaban y educaban a sus hijos al servicio de Cristo.

Mientras atravesaban los claustros de la abadía, los estudiantes y religiosos se hacían a un lado respetuosamente para dejar pasar al abad, inclinando la cabeza con deferencia. Los estudiantes eran chicos y chicas de muchas naciones que venían a los cinco reinos a recibir instrucción. Al llegar a las habitaciones del abad, Cathal se detuvo, abrió la puerta y condujo a Fidelma al interior.

Un anciano de aspecto imponente estaba tras la mesa del abad. Se giró sonriendo ampliamente cuando entró Fidelma. Todavía era atractivo y tenía una mirada enérgica a pesar de su cabello plateado y su avanzada edad. Llevaba colgada una cadena de oro propia de su cargo por encima de la capa. Aunque su aspecto físico no lo distinguiera, esa cadena proclamaba que era un hombre de rango.

Fidelma lo reconoció enseguida.

– ¡Beccan! Es un placer volver a veros.

El jefe brehon le devolvió la sonrisa. Se acercó hacia ella y tomó sus manos entre las suyas.

– Reencontrarme con alguien por quien siento afecto, además de estima profesional, es siempre un placer, Fidelma.

La calidez de su bienvenida no era protocolaria, sino que denotaba auténtica emoción.

Fidelma oyó que alguien tosía detrás de ella y se giró con mirada inquisitiva. Era la figura de un clérigo con las manos cruzadas dentro de su hábito de lana marrón. Su tonsura era diferente de la de san Juan, la que llevaban los religiosos de los cinco reinos de Éireann. Era una tonsura romana. Su rostro era solemne, pero sus ojos color castaño oscuro centellearon de alegría cuando inclinó la cabeza para saludarla.

– ¡Hermano Eadulf! -exclamó Fidelma con rapidez-. Pensaba que estabais asistiendo a mi hermano en Cashel.

– Así era. Pero había poco que hacer en Cashel y cuando me enteré de que Beccan venía aquí a buscaros, me ofrecí para acompañarlo.

– ¿Venir a buscarme? -preguntó Fidelma, recordando de repente las palabras del abad-. ¿Qué sucede?

Fidelma se giró hacia el anciano brehon. El abad Cathal fue a sentarse detrás de su escritorio mientras el jefe brehon se dirigía a Fidelma.

– Hay malas noticias, hermana -empezó a decir Beccan con solemnidad. Luego se encogió de hombros y sonrió como disculpándose-. Perdonadme, primero debería deciros que vuestro hermano está bien en Cashel. Os envía saludos.

Fidelma no se molestó en explicar que el abad Cathal ya la había tranquilizado respecto a su hermano.

– ¿Y cuáles son esas malas noticias…?

Beccan hizo una pausa pensativo.

– Ayer por la tarde llegó a Cashel un mensajero del clan de Eber de Araglin.

A Fidelma ese nombre le resultó enseguida conocido y le costó poco recordar que estaba relacionado con el último caso que había juzgado aquella misma tarde. Eber era el jefe local del área de la que provenían Archú y su despiadado primo.

– Continuad -dijo a Beccan con cierto tono de culpabilidad, pues éste había hecho una pausa al ver que los pensamientos de la joven divagaban.

– El mensajero informó de que Eber había sido asesinado junto con uno de sus familiares. Habían prendido a alguien en la escena del crimen.

– ¿Qué tengo yo que ver con eso? -preguntó Fidelma.

Beccan hizo un gesto con la mano como para excusarse.

– Voy de camino a Ros Ailithir para un asunto de vuestro hermano. Es algo urgente y no puedo permitirme viajar hasta Araglin y llevar a cabo una investigación de forma adecuada. A vuestro hermano, el rey, le interesaba que este asunto se investigara inmediatamente y que se hiciera justicia. Eber de Araglin ha sido un buen amigo de Cashel y vuestro hermano creyó conveniente que vos…

Fidelma adivinó el resto.

– Que yo vaya a Araglin -acabó la frase exhalando un suspiro-. Bien, aquí el trabajo ha terminado y yo tenía planeado reunirme con mi hermano en Cashel mañana. Supongo que no tiene mucha importancia si llego unos días más tarde de lo previsto. Sin embargo, no acabo de entender, ¿qué es lo que hay que investigar en Araglin si ya han cogido al culpable, tal como decís? ¿Hay alguna duda respecto a su culpabilidad?

Beccan sacudió la cabeza en señal de negación.

– Ninguna, que yo sepa -le aseguró-. Me han dicho que al asesino lo cogieron con una daga en la mano y sangre en su ropa cuando estaba sobre el cuerpo de Eber. Sin embargo, vuestro hermano…

Fidelma hizo una mueca con ironía.

– Ya entiendo. Eber era amigo de Cashel y hay que demostrar que se hace justicia y además que se hace bien.

– No hay brehon en Araglin -añadió el abad Cathal, para explicar la situación-. Es más bien una cuestión de asegurarse de que la justicia se administra de forma adecuada.

– ¿Hay algún motivo para sospechar que podría ser de otra manera?

El abad Cathal extendió las manos como dando a entender que la pregunta no tenía una respuesta tan obvia.

– Eber era, por todo lo que se explica, un jefe muy popular con una gran reputación de persona buena y generosa. Al parecer su gente lo quería mucho. Podría ser que quisieran castigar al culpable sin recurrir a la justicia y al dictado estricto de la ley.

Fidelma se quedó mirando un rato sus ojos intranquilos. Cathal conocía a los montañeses de la zona de Lios Mhór mejor que la mayoría, pues era uno de ellos. Fidelma asintió con la cabeza mostrando que comprendía su preocupación.

– He tenido un ejemplo en mi tribunal de al menos un hombre del clan de Araglin que muestra poco respeto por la ley -musitó la joven-. Explicadme más cosas de la gente de Araglin, padre abad.

– Hay poco que explicar. Es gente muy unida, que suele ser rencorosa con los de fuera. El clan de Eber vive mayormente en las montañas, alrededor de un asentamiento que se llama el rath del jefe de Araglin. Las tierras se extienden hacia el este, a lo largo del río Araglin que fluye por la cañada. Son unas tierras de labrantío ricas. El clan de Eber las cultiva para sí mismo y desconfía de los extraños. El trabajo que habéis de llevar a cabo no será fácil.

– ¿Decís que no tienen brehon? ¿Tienen un sacerdote?

– Sí; el hermano Gormán se encuentra en el rath. Allí hay una capilla que se llama Cill Uird, «la iglesia del ritual». Hace veinte años que vive entre la gente de Araglin. Se formó aquí, en Lios Mhór. Sin duda, su ayuda os resultará muy valiosa, aunque tiene puntos de vista dogmáticos respecto a la propagación de la fe, con los que tal vez no estéis de acuerdo.

– ¿Y eso? -preguntó Fidelma interesada.

Cathal sonrió con picardía.

– Creo que es mejor que lo descubráis vos misma para que no vayáis predispuesta a una cosa u otra.

– Supongo que es defensor de las costumbres romanas -dijo Fidelma con un suspiro.

El abad Cathal hizo una mueca.

– Veo que sois muy fina, hermana. Sí. Cree que las costumbres romanas son mejores que las nuestras indígenas. Tiene seguidores, ya que ha construido una capilla romana en Ard Mór, que está adquiriendo renombre por sus riquezas. Al parecer el padre Gormán tiene simpatizantes ricos.

– Sin embargo sigue viviendo en un lugar tan aislado como Cill Uird -señaló Fidelma-. Es curioso.

– No busquéis misterios donde no los hay -la increpó el abad Cathal, aunque con una sonrisa-. El padre Gormán es un hombre de Araglin, pero también cree en la propagación de su interpretación de la fe.

Beccan contemplaba divertido el rostro afligido de la joven y sacudió su cabeza.

– El problema, Fidelma de Kildare, es que sois demasiado buena en vuestra profesión. Vuestra sabiduría es conocida en los cinco reinos de Éireann.

– Eso no me gusta -murmuró Fidelma-. Yo sirvo a la ley no por estima personal. Yo la sirvo para llevar justicia al pueblo.

Beccan se tomó ese enfado de buena manera.

– Y haciéndolo así, Fidelma, se os conoce como persona justa y con habilidad para resolver enigmas polémicos. Tras vuestros éxitos, viene vuestra reputación. Tenéis que aceptarlo. Pero ahora…

El hombre se giró decidido hacia el abad Cathal.

– Tendría que irme, ya que desearía llegar a Ard Mór antes del anochecer. Vive valeque, Cathal de Lios Mhór.

– Vive, vale, Beccan.

Sonrió brevemente a Fidelma y luego saludó con la cabeza a Eadulf, y el anciano salió de la habitación casi sin que se dieran cuenta.

Fidelma se giró hacia el hermano Eadulf con curiosidad.

– ¿No proseguís el viaje con Beccan? ¿Adónde vais, Eadulf?

El monje de ojos castaños, que había compartido muchas de las aventuras de Fidelma, se mostraba indiferente.

– Yo pensaba acompañaros a Araglin; eso si no ponéis ninguna objeción. Me interesaría conocer una parte de esa tierra que no he visitado nunca.

Fidelma esbozó una sonrisa picara al oír la respuesta diplomática de Eadulf, que sin duda pretendía despistar cualquier pensamiento inquisitivo del abad.

Eadulf era un gerefa hereditario o magistrado de su pueblo, los sajones. Un misionero irlandés, Fursa, lo había convertido al cristianismo, y lo había enviado a educarse en las grandes escuelas de Éireann. Primero había estudiado en el monasterio de Durrow y más tarde en el colegio de medicina de Tuaim Brecain. Después Eadulf había dejado la Iglesia de Colmcille por la Iglesia de Roma. Había pasado a ser secretario de Teodoro, el nuevo arzobispo de Canterbury, designado por Roma. Teodoro lo había vuelto a enviar a Irlanda como emisario en la corte del hermano de Fidelma, Colgú de Cashel. Eadulf se encontraba como en casa en los cinco reinos, cuya lengua hablaba con soltura.

– Podéis acompañarme, Eadulf -contestó Fidelma- Pero, ¿tenéis un caballo?

– Vuestro hermano ha tenido la amabilidad de prestarme uno para este viaje.

Los religiosos no solían viajar a caballo. El hecho de que Fidelma tuviera uno era simplemente en reconocimiento a su rango y su oficio de brehon de los tribunales de justicia.

– Excelente. Tal vez deberíamos ponernos en marcha inmediatamente. Todavía quedan muchas horas de luz.

– ¿No sería mejor que esperarais a mañana al amanecer? -preguntó el abad Cathal-. No llegaréis a Araglin antes del anochecer.

– Seguro que habrá alguna posada por el camino -replicó Fidelma con seguridad-. Si existe la posibilidad de que la gente de Eber lleve a cabo una acción preventiva contra el acusado, sin esperar a que sea la ley la que se ocupe del asunto, entonces cuanto antes llegue a Araglin, mejor.

Cathal estuvo de acuerdo, aunque con cierta renuencia.

– Como queráis, Fidelma. Pero las montañas no son un lugar para que lo pillen a uno sin refugio. -Sin embargo, el abad era bien consciente de que no estaba hablando con una religiosa, sino con la hermana de su rey. Lo que ella decidiera no era algo que él pudiera desafiar con su autoridad-. Haré que uno de nuestros hermanos prepare comida y bebida para vuestro viaje y me ocuparé de que den de beber a vuestros caballos y los ensillen.

Entonces, el abad Cathal se puso en pie y abandonó la estancia.

Cuando la puerta se cerró tras él, el rostro solemne de Fidelma se transformó. Se giró deprisa y cogió las manos del monje sajón. Sus ojos verde azulados reflejaron una alegría desbordante. La expresión natural de contento de su rostro atractivo y espontáneo hubiera hecho que incluso el más sombrío de los religiosos se preguntara por qué motivo una joven tan seductora había tomado el hábito. Su figura alta y bien proporcionada sugería el deseo de un papel más activo y alegre en la vida que el limitado a los confines de una comunidad religiosa.

– ¡Eadulf! Pero me habían dicho que habíais regresado a la tierra de los sajones…

La expresión de Eadulf se recompuso y esbozó una sonrisa burlona al ver el entusiasmo que mostraba la joven.

– Todavía no. Cuando oí que Beccan venía a buscaros para enviaros a Araglin, le dije a vuestro hermano que quería conocer algo del país y cómo se aplica la ley. Era una excusa para quedarme un poco más en esta tierra.

– Me alegro de que hayáis venido. A decir verdad, estaba tan aburrida aquí en Lios Mhór… Estará bien adentrarnos en las montañas; en el aire cálido y tener a alguien con quien charlar de esto y de lo otro…

Eadulf se echó a reír, una risa amable y bondadosa.

– Ya sé a qué tipo de charla os referís -contestó él con mordacidad.

Esta vez fue Fidelma quien se echó a reír. Había echado de menos los debates que solía mantener con Eadulf. Había echado de menos la manera que tenía de burlarse de él, de sus opiniones y filosofías divergentes; la manera que él tenía de caer en sus trampas con buen humor. Sus discusiones eran fuertes, pero no había enemistad entre ellos. Iban aprendiendo juntos, mientras examinaban sus interpretaciones de los principios morales de los padres fundadores de su fe y rebatían con pasión sus ideas de la vida.

De repente Eadulf se mostró serio mientras observaba la expresión animada de Fidelma.

– Yo también he echado de menos nuestras charlas -dijo en voz baja.

Se quedaron mirándose el uno al otro en silencio y después la puerta se abrió de repente y entró el abad Cathal. Se separaron turbados.

– Ya está hecho. La comida estará lista. De hecho, estáis de suerte. Me han dicho que hay un granjero de Araglin que justo va a emprender el camino de vuelta allí. Os puede guiar.

Fidelma se lo quedó mirando dubitativa.

– ¿Un granjero? ¿Es joven o de mediana edad? -preguntó con prudencia.

El abad Cathal la miró perplejo durante un momento y luego se encogió de hombros.

– Es joven. También va una joven con él. ¿Es eso relevante?

– En ese caso, no tiene importancia -contestó Fidelma sacudiendo la cabeza divertida-. Pero creo que si el granjero hubiera sido mayor hubiera sido diferente. Veréis -decidió ofrecer una explicación al abad asombrado-, acabo de dictar una sentencia contra un granjero de mediana edad, un tal Muadnat. Mi compañía pudiera no ser de su agrado.

El abad Cathal todavía parecía sorprendido.

– Pero todos deben acatar las sentencias de la ley -añadió; al parecer el abad no entendía que una sentencia de la ley pudiera causar resentimiento.

– No todo el mundo lo acepta de buen grado, abad -replicó Fidelma-. Pero ahora creo que es hora de que el hermano Eadulf y yo nos pongamos de camino.

El abad Cathal parecía renuente a su marcha.

– Ésta puede ser la última vez que nos veamos, Fidelma; al menos por un tiempo.

– ¿Por qué? -preguntó la joven con curiosidad.

– La semana que viene parto de peregrinaje a Tierra Santa. Hace años que es mi ambición. El hermano Nemon ocupará el lugar de abad aquí.

– ¿Tierra Santa? -preguntó Fidelma con melancolía-. Ése es un viaje que, algún día, también yo espero hacer. Os deseo lo mejor para el viaje, Cathal de Lios Mhór. Que Dios os acompañe en todos los caminos.

Tendió su mano al abad, quien la tomó y la apretó con fuerza.

– Y que Él siga inspirando vuestras sentencias, Fidelma de Kildare -respondió el abad con solemnidad. Sonrió a ambos y levantó una mano en señal de bendición-. Hasta el final del camino, paz y seguridad.