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Capítulo III

En el patio enlosado de la abadía encontraron al joven Archú con la joven que estaba con él en la capilla. Esperaban impacientes, sentados a la sombra de los claustros. A su lado había dos caballos ya ensillados. Archú se levantó y se acercó a sor Fidelma cuando ésta apareció. A ella todavía le parecía un cachorro esperando con impaciencia a su amo.

– Me han dicho que necesitáis un guía para llevaros a la tierra de Araglin, hermana. Estoy encantado de poder ofreceros mi ayuda ya que me habéis devuelto mi tierra y mi honor.

Fidelma sacudió la cabeza y contuvo su sonrisa ante aquella dignidad juvenil.

– Ya os lo he dicho anteriormente, tan sólo la ley era el árbitro en este asunto. No me debéis nada.

Fidelma se giró mientras la joven se acercaba con la mirada gacha. Era atractiva, delgada y rubia, y Fidelma calculó que no tendría más de dieciséis años.

Archú la presentó con timidez.

– Esta es Scoth. Ahora que tengo mi tierra, nos vamos a casar. Voy a pedir a nuestro sacerdote, el padre Gormán, que lo arregle enseguida en cuanto lleguemos a casa.

La joven se sonrojó contenta.

– Aunque la sentencia hubiera sido contraria, yo me hubiera casado igual -respondió la joven gentilmente y se volvió hacia Fidelma-. Por eso he seguido a Archú hasta aquí. No me hubiera importado el resultado del juicio. De verdad que no.

Fidelma se quedó entonces mirando a la joven con gravedad.

– Pero el juicio ha ido bien, Scoth. Ahora os vais a casar con un ocáire en lugar de con un hombre sin tierra.

A su vez, Fidelma les presentó al hermano Eadulf. Uno de los hermanos había estado cargando comida y bebida para el viaje en las alforjas de los caballos y ahora se acercaba llevando ambas monturas por las bridas. Fidelma advirtió que tanto Archú como Scoth llevaban un fardo y un bastón de endrino. No había otros caballos en el patio y estaba claro que no tenían montura, ni siquiera un asno.

Archú se dio cuenta de que Fidelma fruncía el ceño y con acierto adivinó lo que pasaba por la mente de la abogada.

– No tenemos caballos, hermana. Hay caballos en la granja de Araglin pero, por supuesto, yo no tenía permiso para traérmelos aquí. Y mi primo Muadnat -dijo vacilante y pronunciando el nombre de éste con cierta amargura- ya se ha marchado con Agdae, su capataz. Así que hemos de regresar como vinimos… a pie.

Fidelma sacudió la cabeza con amabilidad.

– No importa -respondió con alegría-. Nuestros caballos son monturas fuertes y vos sois un peso más que ligero. Scoth puede montar detrás de mí, y Archú detrás del hermano Eadulf.

Era ya media tarde cuando cruzaron las grandes puertas de madera del monasterio y acompañaron a los caballos hasta el sendero que seguía el curso del gran río junto a las montañas que se elevaban al norte.

Archú, sentado detrás de Eadulf, señaló algo por encima de su hombro.

– Araglin está en esas montañas -dijo ansioso-. Tendremos que descansar en algún sitio por la noche, pero mañana antes de mediodía estaréis allí.

– ¿Dónde pensáis pasar la noche? -preguntó Fidelma mientras guiaba a su caballo por el estrecho puente de madera que atravesaba el río en dirección a las cimas del norte.

– Dentro de una milla aproximadamente, dejaremos el camino que va al norte en dirección a Cashel y empezaremos a ascender por un terreno con colinas hacia las tierras de Araglin, siguiendo la ribera oeste de un riachuelo que nace en esas montañas -contestó Archú-. Es una tierra muy boscosa. En ese camino hay una posada donde se podría pasar la noche. Llegaremos allí justo antes del anochecer.

– Entonces el trayecto del día siguiente será fácil -apuntó la joven Scoth, detrás de Fidelma-. No serán más que unas horas; cabalgaremos hasta la cima de la gran cañada y luego descenderemos hasta el valle de Araglin, que os conducirá directamente al rath del jefe local.

El hermano Eadulf giró la cabeza ligeramente.

– ¿Sabéis por qué nos dirigimos allí?

Archú intentó encogerse de hombros detrás del monje.

– El padre abad nos informó de la noticia procedente de Araglin -contestó el muchacho.

– ¿Conocíais a Eber? -preguntó Fidelma.

El joven no se mostraba muy alarmado por el hecho de que su jefe hubiera sido asesinado. A Fidelma le interesaba esa falta de inquietud.

– Había oído hablar de él -admitió Archú-. Es más, mi madre estaba emparentada con él. Pero la mayoría de gente de Araglin está emparentada de alguna manera. La granja de mi madre estaba en un valle aislado conocido como el valle de la Marisma Negra, que está a algunas millas del rath del jefe. No teníamos ningún motivo para ir al rath. Tampoco Eber vino nunca a ver a mi madre. Su familia no aprobó su matrimonio con mi padre. El padre Gormán venía a visitarnos de vez en cuando, pero Eber nunca.

– ¿Y vos, Scoth? ¿Conocíais a Eber?

– Yo era huérfana, crecí como criada en la alquería de Muadnat. Nunca se me permitió ir al rath del jefe local, aunque lo vi varias veces cuando venía por alguna fiesta o a cazar con Muadnat. Y una vez, hace años, vino para alzar al clan en su lucha contra los Uí Fidgente. Lo recuerdo como de la misma pasta que Muadnat; borracho y humillante.

– Mi padre, Artgal, respondió a su llamada y fue a luchar contra los Uí Fidgente, pero nunca regresó -añadió Archú enfadado.

– ¿Así que es poco lo que me podéis contar de Eber?

– ¿Qué es lo que quisierais saber? -preguntó Archú con interés.

– Me gustaría saber qué tipo de persona era. Habéis dicho que era borracho e insultante. ¿Pero era un buen jefe para su gente?

– La mayoría de la gente hablaba bien de él -informó Archú-. Yo creo que gustaba a la gente, pero cuando pedí consejo al padre Gormán respecto a si haces una demanda legal contra Muadnat, me aconsejó que la presentara en Lios Mhór mejor que ante Eber.

A Fidelma le pareció un consejo curioso viniendo de un sacerdote. Después de todo, el primer paso en cualquier contencioso era una petición al jefe del clan; incluso el jefecillo de un pequeño clan tenía derecho a hacer un primer dictamen. Fidelma recordó que Beccan había mencionado que Araglin no tenía brehon para aconsejar legalmente, quizá por eso la recomendación del padre Gormán resultaba bastante lógica y no había que prejuzgar a Eber.

– ¿El padre Gormán os dio alguna razón para presentarla directamente en Lios Mhór? -preguntó Fidelma.

– Ninguna.

– ¿No resulta curioso que dos personas hayan crecido en el territorio de un clan y apenas hayan visto a su jefe? -preguntó Eadulf.

Archú se echó a reír sorprendido.

– Araglin no es cualquier territorio pequeño. Podríais perderos fácilmente en sus montañas. Es más, podríais pasar toda la vida allí y no encontrar nunca a vuestro vecino del otro lado de la colina. Mi granja -el muchacho hizo una pausa y paladeó la frase-, mi granja, como he dicho, está en un valle aislado y tan sólo hay otra, la de Muadnat.

Scoth suspiró profundamente.

– Es de desear que nuestras vidas sean diferentes ahora. Yo apenas conocía lo que había fuera de la cocina de Muadnat.

– ¿Por qué no os escapasteis de la casa de Muadnat? -preguntó Fidelma.

– Lo hice en cuanto tuve la edad legal. Pero ¿adónde podía ir? Pronto me devolvieron a su granja.

Fidelma alzó las cejas asombrada.

– ¿Os devolvieron a la fuerza? ¿Con qué derecho os obligó Muadnat a regresar? ¿No erais de la clase de los no libres?

– ¿La clase de los no libres? -inquirió Eadulf-. ¿Esclavos, queréis decir? Yo pensaba que no había esclavos en los cinco reinos.

– No los hay -replicó Fidelma inmediatamente-. La clase de los no libres es la clase de los que no tienen ningún derecho dentro del clan.

– ¿Y qué son sino esclavos?

– No lo son. Es la clase constituida por los prisioneros de guerra, los rehenes y los cobardes que desertaron de su clan en tiempos de necesidad. También incluye los que han infringido la ley y no pueden o no quieren pagar la compensación y las multas que se les impusieron. A éstos se les despoja de todo derecho civil, pero no se les excluye de la sociedad. Se les sitúa en una posición en la que tienen que contribuir a su bienestar. Por supuesto, no pueden llevar armas ni ser elegidos para ningún cargo dentro del clan.

Eadulf hizo una mueca.

– A mí me parece esclavitud.

Fidelma mostró su disconformidad.

– La «clase de los no libres» está dividida en dos grupos. Unos pueden alquilar una tierra, trabajarla y pagar impuestos. Los otros no merecen confianza y están siempre rebelándose contra el sistema. Quienquiera que se encuentre en una de esas situaciones puede redimirse trabajando hasta saldar las cuentas con la ley.

– ¿Y si no las saldan? -inquirió Eadulf.

– Entonces se quedan en esa posición, sin derechos civiles, hasta que mueren.

– ¿Así que sus hijos se convierten en esclavos?

– ¡Esclavos no! -volvió a corregir Fidelma-. Y la ley dice que «todo muerto mata sus deudas». Sus hijos se convierten en ciudadanos de pleno derecho.

Fidelma percibió una sonrisa divertida en la boca de Eadulf y se preguntó si no estaría usando su táctica de hacer de abogado del diablo para provocarla. Ella había usado con frecuencia esa estratagema en el pasado con Eadulf. ¿Pudiera ser que finalmente Eadulf hubiera aprendido un humor más sutil? Estaba a punto de decir algo, cuando la joven Scoth intervino.

– Yo no era de la «clase de los no libres» -dijo la muchacha acalorada, recordándoles el origen de la discusión-. Muadnat era simplemente mi tutor legal y yo estaba bajo su tutela hasta alcanzar la edad de la elección. Después no tenía ningún control sobre mí, pero yo no tenía adónde ir. Abandoné su granja pero no pude conseguir trabajo en ningún sitio y tuve que regresar.

– Ahora las cosas serán diferentes -insistió Archú.

– Bueno, yo me cuidaría de Muadnat -advirtió Fidelma-. A mí me pareció un hombre rencoroso.

Archú mostró su aprobación enérgicamente.

– Eso ya lo sé. He de estar vigilante, hermana.

El camino por el que Fidelma y Eadulf guiaban a sus caballos empezaba a ascender rápidamente por las colinas, alejándose del río, en dirección a los picos más altos, redondos y pelados de las montañas que sobresalían de entre los bosques circundantes. La parte más baja de las colinas estaba densamente poblada de árboles, pero el sendero que atravesaba las montañas se venía utilizando desde siglos, de manera que los árboles dejaban un paso libre por el que incluso podía transitar una buena carreta si no llovía.

El aire estaba en calma y sólo los pesados bufidos de los caballos al ascender perturbaban el silencio. De vez en cuando oían el excitado gañido de perros salvajes y el aullido de un lobo que advertía que unos intrusos habían penetrado en su territorio.

El sol se sumergía tras los picos del oeste y las largas sombras se extendían con rapidez. Cuando el sol empezó a desaparecer, el aire se volvió frío. Fidelma recordó que al día siguiente era la fiesta en recuerdo de Conláed, un gran artesano del metal de Kildare que había moldeado los vasos sagrados del monasterio de Brígida. Tenía que acordarse de encender una vela en su nombre. Pero al pensar en eso, se dio cuenta de que ya estaban entrando en el mes considerado como el primero del período estival que terminaba con la fiesta de Lughnasa, uno de los populares festivales paganos que la nueva fe había sido incapaz de abolir. Los caballos subían lenta y pesadamente y Eadulf empezó a lanzar miradas nerviosas hacia el punto de luz que centelleaba detrás de ellos hacia el oeste.

– No tardará en anochecer -observó inútilmente.

– Ya no estamos lejos -le tranquilizó Archú-. ¿Veis esa curva en el camino a la derecha? Allí tomaremos un sendero que se adentra en las montañas, siguiendo el curso de un riachuelo que atraviesa este camino.

Volvieron a quedarse en silencio al penetrar en el oscuro bosque de robles; en el sendero poco frecuentado ya sólo cabía un caballo. Uno detrás de otro, los dos caballos avanzaban con dificultad por el estrecho desfiladero, entre sólidos robles y altos tejos. Pasó una hora más. El crepúsculo descendió con rapidez.

– ¿Estáis seguro de que vamos por el buen camino? -preguntó Eadulf, no por primera vez-. Yo no veo señal de ninguna posada.

Pacientemente, el joven Archú señaló hacia delante.

– La veréis en cuanto alcancemos la próxima curva del camino -aseguró al monje sajón.

Ya había anochecido; de hecho, ya era casi oscuro y apenas podían ver la curva en el sendero bordeado de árboles. Aunque no había nubes en el cielo, los árboles también tapaban una buena parte del cielo nocturno. Tan sólo se veían algunas estrellas brillantes a través del dosel que formaban las ramas. Entre ellas, Fidelma percibió el brillante centellear de la estrella vespertina que dominaba los cielos. Llevaban una hora ascendiendo por aquel sendero, dirigiendo sus pasos precarios entre los árboles que oscurecían el camino y que los rozaban por ambos lados. No habían encontrado a nadie más desde que habían abandonado el camino principal. Incluso Fidelma empezaba a preguntarse si era prudente continuar. Tal vez fuera mejor detenerse, disponer un fuego e intentar pasar así la noche. Estaba a punto de hacer esta sugerencia cuando llegaron a la curva del camino. Enseguida se abrió un sendero más ancho ante ellos. En cuanto llegaron a la curva vieron la luz.

– Ahí está -anunció Archú con satisfacción-. Tal como dije.

A poca distancia delante de ellos, en un lado del sendero, parpadeaba una linterna en el extremo de un alto poste clavado en un trocito de faitche, o hierba, que se extendía frente a un edificio de piedra. Fidelma sabía que, de acuerdo con la legislación, todas las posadas u hostales públicos, llamados bruden, tenían que anunciarse de noche con una linterna encendida.

Hicieron detener a los caballos junto al poste. Fidelma vio el nombre grabado en caracteres latinos sobre un tablón de madera colocado bajo la linterna: «Bruden na Réaltaí», la posada de las estrellas. Fidelma miró al cielo, que el dosel de ramas ya no ocultaba, y vio una miríada de luces plateadas y centelleantes que se extendía por el firmamento. El hostal tenía un nombre apropiado.

Apenas se habían detenido cuando de repente un anciano abrió la puerta del hostal y salió corriendo a recibirlos.

– Bienvenidos, viajeros -gritó con voz aguda-. Entrad, que yo me ocuparé de vuestros caballos. Entrad, la noche es fría.

En el interior, el hostal parecía desierto. Un gran leño crepitaba en el hogar, situado en uno de los extremos de la estancia. En un gran caldero, un caldo aromático hervía a fuego lento sobre las llamas, su perfume impregnaba la habitación. Era cálido y reconfortante. Las linternas estaban encendidas y parpadeaban frente al roble pulido y los tablones de la habitación.

Fidelma se fijó en una mesa situada en un lado de la estancia, sobre la que, a primera vista, parecía que había esparcidas varias piedras. Frunció el ceño y se acercó a examinarlas, cogió una y sintió su peso metálico. Las rocas estaban pulidas y parecía que estaban colocadas formando un arreglo decorativo para dar atmósfera al recinto.

Sacudiendo la cabeza ligeramente con perplejidad, Fidelma se dirigió hacia una gran mesa que había junto al fuego, pero no se sentó. Después de horas sobre la silla agradecía estar de pie un rato.

Archú se acercó a Fidelma nervioso.

– Lo siento hermana. Tenía que habéroslo dicho antes, pero ni Scoth ni yo tenemos con qué pagar al posadero. Nos retiraremos y pasaremos la noche fuera, en los bosques. Es lo que íbamos a hacer. La noche es seca y no demasiado fría, a pesar de lo que dice el posadero -añadió.

Fidelma sacudió la cabeza.

– ¿Vos, un ocáire? -lo reprendió Fidelma con amabilidad-. Ahora tenéis riquezas suficientes después de haber ganado el juicio. Sería de mala educación que no os adelantara el dinero de la comida y del alojamiento para esta noche.

– Pero… -protestó Archú.

– No se hable más -interrumpió Fidelma con firmeza-. Una cama es más confortable que la tierra húmeda y este caldo borbolleante tiene un aroma maravilloso.

Fidelma echó una mirada curiosa alrededor, al hostal desierto.

– Parece que somos los únicos viajeros por este camino esta noche -observó Eadulf mientras se repantigaba en una silla cerca del fuego.

– No es un camino transitado -explicó Archú-. Es el único que lleva a las tierras de Araglin.

A Fidelma le interesó aquello de inmediato.

– Si es así y éste es el único hostal en el camino, resulta extraño que no hayamos encontrado a vuestro primo Muadnat aquí.

– Gracias a Dios que no ha sido así -murmuró Scoth acomodándose en la mesa.

– Sin embargo, él y su compañero…

– Ése era Agdae, su capataz y sobrino -informó Scoth.

– Él y Agdae -continuó Fidelma- partieron de Lios Mhór antes que nosotros, y seguro que tomaron este camino, si es el único que lleva a Araglin.

– ¿Por qué preocuparse ahora por Muadnat? -preguntó Eadulf bostezando y codiciando el caldo con la mirada.

– No me gustan los asuntos que quedan por resolver -explicó Fidelma con tono molesto.

La puerta se abrió y apareció el anciano. Con la luz de la estancia vieron que el hombre era de rasgos carnosos, cabello grisáceo y de aspecto agradable, que se correspondía con su amabilidad. Tenía la cara roja, redonda y adornada con una sonrisa permanente.

Contempló el grupo con calidez.

– Bienvenidos, otra vez. He metido vuestros caballos en el establo y los he atendido. Me llamo Bressal y estoy a vuestro entero servicio. Mi casa es vuestra casa.

– Necesitamos camas para pasar la noche -anunció Fidelma.

– Desde luego, hermana.

– También necesitamos comida -añadió con rapidez Eadulf, mirando anhelante otra vez el borboteo del caldero.

– Desde luego, y buena mead para saciar vuestra sed, sin duda -añadió el posadero deprisa-. Mi mead está considerada la mejor de estas montañas.

– Excelente -respondió Eadulf-. Podéis servir…

– Comeremos después de habernos quitado el polvo del camino -interrumpió Fidelma con sequedad.

Eadulf sabía que era costumbre irlandesa darse un baño cada noche antes de la principal comida del día. Era un hábito al que nunca había llegado a acostumbrarse ya que el ritual de un baño diario no era una práctica común entre su gente. Sin embargo, allí, se consideraba una falta de educación no bañarse antes de la comida de la noche.

– Prepararé vuestros baños, pero me llevará un rato ya que no tengo más ayuda que mis dos manos -explicó Bressal.

– A mí no me importa bañarme en agua fría -dijo Eadulf enseguida-. Estoy seguro de que a Archú no le importará un baño tibio.

El joven se mostró dubitativo y se encogió de hombros.

Fidelma hizo una mueca de desaprobación. Ella creía en el ritual de purificación.

– Scoth y yo ayudaremos a Bressal a calentar el agua para nuestros baños -se ofreció Fidelma-. Vos podéis hacer lo que os plazca -añadió lanzando una mirada de reprobación a Eadulf.

Bressal extendió sus brazos como disculpándose.

– Lamento la molestia, hermana. Venid, os mostraré el camino hacia la casa de baños. Para vos, hermano, hay un riachuelo que corre junto al hostal. Podéis llevaros una lámpara, si os queréis bañar allí.

Archú cogió una lámpara, aunque parecía algo renuente después de haber oído dónde estaba situada la casa de baños.

– Yo llevaré la lámpara -se ofreció.

Eadulf le dio un golpecito en el hombro.

– Vamos, hermanito -le animó-. Un baño frío nunca le ha hecho mal a nadie.

Finalmente, al cabo de una hora se sentaron a comer. El caldo era de copos de avena y puerros, aderezados con algunas hierbas. Y después había trucha, pescada en el riachuelo, servida con pan recién horneado y mead dulcificada con miel. Bressal no era un cocinero novato.

Mantuvo una conversación animada mientras los iba sirviendo, dando cuenta de noticias del lugar. Pero quedó claro que estaba aislado y seguramente todavía no se había enterado del asesinato del jefe de Araglin, de lo que le informó el joven Archú, deseoso de hacerse con una nueva posición como hombre de cierto estatus de Araglin.

– ¿Somos los únicos viajeros esta noche? -preguntó Fidelma en un momento de calma de la conversación.

Bressal hizo una mueca.

– Sois los únicos viajeros que se han detenido aquí en la última semana. No son muchos los que circulan por este camino hacia Araglin.

– ¿Entonces tiene que haber otras rutas?

– Desde luego, hay otra. Un camino que va desde el este del valle hacia el sur, hacia Lios Mhór, Ard Mór y Dún Garbháin. Esta ruta sólo se une al gran camino que va en dirección norte, hacia Cashel, o sur, hacia Lios Mhór. ¿Por qué me preguntáis eso, hermana? -inquirió el posadero con una chispa de curiosidad en la mirada.

Archú tenía el ceño fruncido.

– Me dijeron que ésta era la única ruta hacia Lios Mhór.

– ¿Quién os lo dijo? -quiso saber el posadero.

– El padre Gormán de Araglin.

– Bueno, la ruta este es la más rápida hacia Lios Mhór -insistió Bressal-. Él debería saberlo.

Fidelma decidió cambiar de tema y señaló la colección de rocas que había sobre la mesa.

– Allí tenéis una curiosa colección de adornos, amigo.

Bressal se mostró despectivo.

– No es mía. Yo no los colecciono. Mi hermano Morna es minero, trabaja en las minas que están al oeste, en la Llanura de los Minerales. Recogió estas rocas mientras trabajaba. Yo se las guardo.

Fidelma se mostró muy interesada por las rocas, las cogió y les fue dando vueltas en sus manos.

– Son muy intrigantes.

– Morna lleva años coleccionándolas. Vino aquí hace tan sólo un par de días, lleno de entusiasmo, decía que había descubierto algo que iba a hacerlo rico. Llevaba una roca. Cómo una roca va a hacerlo rico, eso no lo sé. Pasó una noche aquí y se marchó al día siguiente.

– ¿Qué roca fue la que trajo? -preguntó Fidelma intrigada mientras recorría con la mirada la colección.

Bressal se rascó el cogote.

– He de confesar que no estoy seguro. -Cogió una-. Creo que era ésta.

Fidelma la cogió en sus manos y la fue girando y observando. No era más que un simple trozo de granito. Se la devolvió al posadero y éste volvió a colocarla sobre la mesa.

– ¿Necesitáis algo más antes de retiraros? -preguntó dirigiéndose al grupo.

Archú y Scoth decidieron retirarse, mientras que Eadulf pidió otra copa de mead y anunció que iba a sentarse junto al fuego durante un rato. Fidelma se sentó a hablar con Bressal ya que los posaderos suelen resultar una buena fuente de información. Dirigió la conversación hacia Eber. Bressal sólo había visto a Eber una media docena de veces, al ir de su territorio hacia Cashel. Lo conocía poco para poder opinar, aunque dijo que había oído de todo respecto al hombre. Algunos pensaban que era un matón mientras otros alababan su bondad y su generosidad.

Todavía era pronto cuando Fidelma anunció que se iba a retirar a la cama. Bressal la había acomodado en una esquina del dormitorio principal, que ocupaba todo el piso superior del hostal. Era un espacio dividido por cortinas, pues era inusual encontrar habitaciones separadas en las posadas pequeñas. La cama no era más que un jergón de paja sobre el suelo y una manta burda de lana. Era limpio, cálido y confortable y ella no pedía más.

Le pareció que apenas había apoyado la cabeza sobre la paja cuando se despertó sobresaltada. Una mano cálida la agarraba por el brazo y la apretaba con suavidad. Fidelma parpadeó y empezó a forcejear, pero oyó una voz que susurraba.

– Sssshhh. Soy yo.

Era la voz de Eadulf.

Se quedó quieta y parpadeando durante un rato.

– Hay unos hombres armados fuera del hostal -continuó diciendo Eadulf, con voz tan baja que apenas podía oírlo.

Fidelma se dio cuenta de que en la ventana había una curiosa luz gris y por la abertura de una cortina vio uno o dos diminutos puntos brillantes de estrellas reacias a abandonar el cielo; iba a amanecer.

– ¿Qué es lo que os preocupa de esos hombres armados? -preguntó, siguiendo el ejemplo de Eadulf y hablando en voz baja.

– El ruido de caballos me despertó hace quince minutos -explicó Eadulf suavemente-. Eché una mirada y vi las sombras de una media docena de jinetes. Cabalgaban en silencio, pero no vinieron al hostal. Escondieron sus caballos en los bosques de allá y tomaron posiciones entre los árboles que están frente a la puerta del hostal.

Fidelma se sentó bruscamente. Ahora estaba totalmente despierta.

– ¿Bandidos?

– Tal vez. A mí me parece que no tienen ninguna buena intención, ya que todos llevan arcos.

– ¿Habéis avisado a Bressal?

– Lo he despertado primero. Está abajo asegurando las puertas por si nos atacan.

– ¿Lo han atacado anteriormente?

– Nunca. Algunas veces bandas de ladrones han atacado los hostales más ricos situados a lo largo del camino principal entre Lios Mhór y Cashel. ¿Pero quién iba a elegir esta posada aislada para robar?

– ¿Los jóvenes están despiertos?

– ¿Los jóvenes? Ah, os referís a Archú y Scoth. Todavía no. He venido…

Se oyó un curioso sonido procedente del exterior y Fidelma olió un momento a quemado. Apenas acababa de oír un segundo ruido cuando una flecha atravesó a toda velocidad el hueco de la ventana y fue a clavarse en la pared del fondo. Habían atado paja alrededor de la flecha y estaba prendida. Entonces se oyeron las voces de un hombre que daba órdenes fuera.

Fidelma saltó de la cama.

– Despertad a los demás. Nos están atacando.

La última frase era innecesaria; otra flecha encendida penetró en la habitación y se empotró en la puerta. Fidelma fue corriendo a agarrarla, sin preocuparse de las llamas hambrientas. Se giró y la lanzó por la ventana. Luego alcanzó la primera flecha y la arrojó tras la otra por encima de su cabeza. Casi sin detenerse, arrancó los trozos de cortina por si una flecha los prendía. Archú, a quien Eadulf acababa de despertar, se apresuró corriendo a ayudarla.

– Quedaos aquí -ordenó Fidelma-. Agachaos, pero si entra una flecha encendida en la habitación aseguraos de apagarla.

Sin esperar respuesta, se giró y se apresuró escaleras abajo hasta la estancia principal.

Bressal, el posadero, estaba ocupado tensando un arco. Era evidente que no tenía práctica dada su torpeza. Levantó la mirada y su rostro, normalmente alegre, estaba marcado por la ira.

– ¡Bandidos! -murmuró-. Nunca había visto bandidos en estos bosques. Tengo que defender el hostal.

Eadulf bajó las escaleras corriendo.

– Habéis dicho que habéis visto a esos hombres -le dijo Fidelma-. ¿Cuántos calculáis que son?

– Una media docena -contestó Eadulf.

Fidelma apretó los labios con tanta fuerza que casi se hizo daño. Intentaba encontrar la manera de defender el hostal.

– ¿Tenéis alguna otra arma, Bressal? -preguntó Eadulf-. No tenemos con qué defendernos.

El posadero se lo quedó mirando sorprendido de que un religioso pidiera armas para defenderse.

– ¡Rápido, hombre! -espetó Eadulf.

Bressal se movió obediente.

– Tengo dos espadas y este arco, eso es todo.

Eadulf observó el arco. Parecía bueno, hecho de tejo, fuerte y flexible, por lo que él veía.

– ¿Sabéis usarlo?

– No muy bien -confesó Bressal.

– Entonces dádmelo. Coged una espada.

Bressal estaba asombrado.

– Pero vos sois un hermano de…

Fidelma lo cortó dando un golpe con el pie.

– ¡Dadle el arco!

Eadulf casi le arrancó el arco de la mano y lo tensó con gran facilidad y experiencia.

– Dadme una de las espadas -ordenó Fidelma mientras Eadulf comprobaba la cuerda del arco.

No había tiempo para explicar al asombrado posadero que ella, hija de un Failbe Flann, rey de Cashel, había aprendido a manejar la espada casi antes que a leer y a escribir.

Eadulf tomó el puñado de flechas que estaban sobre la mesa.

– ¿Hay una puerta trasera? -preguntó.

Sin decir palabra, Bressal señaló en dirección a la parte trasera del hostal.

Eadulf y Fidelma intercambiaron con disimulo una mirada rápida.

– Quiero decir que salgamos a hurtadillas por detrás e intentemos rodear a esa carroña -contestó respondiendo a su mirada.

– Iré con vos -replicó Fidelma al momento.

Eadulf no perdió tiempo discutiendo.

Fidelma lanzó una mirada a Bressal.

– Nuestros jóvenes compañeros están arriba e intentarán apagar las flechas encendidas que caigan dentro de la habitación. Vos os quedáis aquí y hacéis lo mismo, y encargaos de atrancar la puerta cuando hayamos salido.

Bressal no dijo nada. Los acontecimientos se sucedían demasiado deprisa para que él pudiera protestar.

Eadulf, con el arco y las flechas, y Fidelma, agarrando la espada que Bressal le había lanzado a las manos, se dirigieron a la puerta trasera. Bressal la atrancó y, mirando deprisa fuera, les hizo señal de que podían marchar. Eadulf alcanzó deprisa los árboles. Fidelma lo siguió al cabo de un momento, rogando a los santos que a los atacantes, quienesquiera que fueran, no se les ocurriera rodear el hostal.

Una vez a cubierto en los bosques, Eadulf avanzó con cautela, deslizándose alrededor del hostal hacia el sendero que discurría por delante. Vieron que más flechas eran lanzadas hacia la fachada y que una o dos cayeron sobre el tejado de paja. Pronto el lugar se encontraría envuelto en llamas a menos que el ataque fuera contrarrestado con rapidez.

El aire era frío, pero la luz despuntaba y empezaba a salir el sol.

Fidelma, oteando entre los árboles, vio unas sombras en los matorrales de enfrente. Sabía que no eran guerreros profesionales, porque no hacían buen uso de la cobertura y gritaban revelando sus posiciones.

Era evidente que no esperaban que el posadero y sus huéspedes se defendieran. A Fidelma le parecía curioso que no hubieran penetrado en el hostal y robado a sus ocupantes, si era ésa su intención. Parecía que lo único que querían era prender fuego al lugar.

Eadulf había preparado una flecha y estaba esperando el siguiente movimiento.

Fidelma entornó los ojos.

Uno de los hombres que lanzaba las flechas encendidas dentro del hostal se puso en pie para apuntar y se convirtió en un blanco perfecto bajo la luz del amanecer. Fidelma tocó ligeramente a Eadulf en el brazo y le señaló la figura. Ella no deseaba matar a nadie, aunque el hombre quería destruir el hostal, pero era demasiado tarde.

Eadulf levantó el arco y apuntó con rapidez, pero con cuidado. Fidelma vio que la flecha se clavaba en el hombro del brazo que sostenía el arco. Ella no lo hubiera hecho mejor. El asaltante lanzó de repente un grito, dejó caer el arco y se agarró el hombro sangrante con la otra mano.

Durante un rato no se oyó nada. Después unas voces roncas gritaron preguntando qué sucedía. Alguien corrió hacia el atacante herido entre los árboles, haciendo un ruido del que se avergonzaría cualquier guerrero. Eadulf había preparado una segunda flecha y le hizo una pregunta silenciosa a Fidelma con la mirada. Ella asintió con la cabeza.

Había salido un segundo arquero del lado del hombre herido.

Eadulf apuntó y soltó otro proyectil.

Volvió a acertar y su flecha golpeó al hombre en el hombro. Éste chilló más por la sorpresa que por el dolor y empezó a maldecir con furia.

Se oyó una tercera voz que gritaba, presa del pánico.

– Nos atacan. Vámonos. ¡Va!

Se oyó un clamor, el frenético relincho de caballos y los dos heridos se giraron y se metieron entre los árboles, tambaleándose, gimiendo y maldiciendo. Eadulf preparó una tercera flecha.

Del bosque circundante, salió un pequeño grupo de jinetes espoleando con fuerza sus caballos para que corrieran y se dirigió hacia el estrecho sendero de delante. Fidelma vio que, como había dicho Eadulf, no era más que una media docena de hombres. Divisó a los dos heridos, mal montados sobre sus caballos. Se dirigían hacia el camino y pasaron cerca de la posición que habían tomado Fidelma y Eadulf. Éste estaba a punto de saltar hacia ellos, pero ella lo retuvo.

– Dejad que se marchen -le indicó-. De momento hemos tenido suerte.

Desde luego, rezó una oración de agradecimiento, ya que no hubiera sido tan fácil combatir contra unos soldados profesionales.

Fidelma levantó la mirada cuando los atacantes pasaban junto a ella y observó que el último hombre de la comitiva, un tipo fornido, con gran barba pelirroja y rasgos desagradables, iba inclinado sobre el cuello del caballo. Eadulf casi había levantado el arco, pero lo bajó y se encogió de hombros al comprobar que el jinete no era un blanco demasiado bueno.

El grupo de jinetes desapareció rápidamente por el sendero y se adentró en los bosques.

Eadulf se volvió hacia Fidelma sorprendido.

– ¿Por qué los dejamos marchar? -inquirió.

Fidelma esbozó una sonrisa.

– Hemos tenido suerte. Si hubieran sido guerreros no hubiéramos salido tan bien parados. Gracias a Dios era un grupo de cobardes, pero si acorraláis a un cobarde, como un animalucho asustado, luchará como un salvaje por su libertad. Además, nos necesitan en el hostal. Mirad, el tejado está en llamas.

Fidelma se giró y se apresuró hacia la posada, mientras gritaba a Bressal que los atacantes habían huido y que saliera a ayudarlos.

El posadero fue a por una escalera y, al cabo de un momento, ya habían formado una cadena, se iban pasando cubos de agua y los subían hasta el tejado de paja. Les costó un poco, pero apagaron el fuego y la paja quedó húmeda y humeante. Bressal, agradecido, cogió una jarra grande de mead y sirvió una copa a cada uno.

– Os he de dar las gracias por proteger la posada de esos bandidos -anunció mientras les ofrecía la bebida.

– ¿Quiénes eran? -preguntó el joven Archú-. ¿Habéis visto a alguno de ellos de cerca, hermana?

– Sólo un poco -confesó Fidelma.

– Al menos dos de ellos tendrán los hombros doloridos durante un tiempo -añadió Eadulf, sonriendo con ironía.

– Esta zona del país es pobre -reflexionó Archú-. Resulta extraño que unos bandidos vengan a robar a este hostal.

– ¿Robar? -dijo Fidelma arqueando las cejas ligeramente-. A mí me ha parecido que más bien querían quemarlo.

Eadulf asintió con la cabeza lentamente.

– Es cierto. Podían haberse aproximado en silencio y entrar, si lo que querían era robar.

– Quizá simplemente pasaban por aquí y han aprovechado la ocasión, sin tener nada planeado -explicó Bressal sin ninguna convicción.

Eadulf sacudió la cabeza dando muestras de negación.

– ¿Pasando por aquí? Vos mismo habéis dicho que este camino es poco frecuentado y que sólo se utiliza para entrar en Araglin o salir de allí.

Bressal dejó ir un suspiro.

– Bueno, no me habían atacado nunca unos bandidos.

– ¿Tenéis enemigos, Bressal? -insistió Eadulf-. ¿Hay alguien que quisiera sacaros de este hostal?

– Nadie -afirmó Bressal con convicción-. No hay nadie que pudiera sacar provecho de la destrucción del hostal. Yo llevo aquí toda mi vida.

– Luego… -empezó a decir Eadulf, pero Fidelma lo interrumpió bruscamente.

– Tal vez sólo era un grupo de saqueadores en busca de un botín fácil. Pero seguro que han aprendido la lección.

Parecía que Eadulf iba a decir algo, pero se fijó en Fidelma y se calló.

– Ha sido una suerte que estuvierais aquí -admitió Bressal, sin darse cuenta-. Yo solo no hubiera podido repeler el ataque.

– Bueno, ya es hora de que desayunemos y nos pongamos en camino -contestó Fidelma, viendo que la mañana avanzaba.

Después de desayunar, Archú anunció que él y Scoth tomarían otra dirección. Para ir a la granja de Archú no hacía falta llegar hasta el rath de Araglin. Archú y Scoth se ofrecieron para quedarse una o dos horas con Bressal y ayudarle a limpiar el hostal y reparar el tejado, mientras Fidelma y Eadulf continuaban hacia Araglin.

Bressal sugirió a Fidelma y a Eadulf que tal vez quisieran quedarse con las armas que les había dejado.

– Como habéis visto, yo no las sé manejar bien. Por lo que habéis explicado, esos bandidos se han ido en dirección a Araglin y no os gustaría encontraros con ellos yendo desarmados.

Eadulf estaba a punto de aceptar las armas, pero Fidelma se las devolvió a Bressal sacudiendo la cabeza.

– No vivimos de la espada. Según san Mateo, Cristo le dijo a Pedro que todos los que toman el camino de la espada han de morir por la espada. Es mejor ir por el mundo desarmado.

Bressal hizo una mueca forzada.

– Es mejor ir por el mundo siendo capaz de defenderse contra los que están preparados para vivir de la espada.

Cuando ya estaban en camino, Eadulf quiso saber por qué Fidelma lo había hecho callar cuando él iba a decir lo que sospechaba respecto al origen de los atacantes.

– ¿Por qué no me dejasteis indicar lo que era tan sólo lógico?

– ¿Que los supuestos bandidos eran probablemente del mismo Araglin?

– Sospecháis de Muadnat, ¿no es así? -dijo Eadulf.

Fidelma rechazó esa idea.

– No tengo motivo para sospechar de él. Tocar ese asunto podría haber atemorizado innecesariamente a Archú y Scoth. Hay otras muchas posibilidades. Tal vez Bressal no esté diciendo la verdad cuando afirma que no tiene enemigos. Pudiera ser simplemente un ataque de bandidos. O el ataque pudiera tener algo que ver con la muerte de Eber.

Las otras posibilidades no se le habían ocurrido a Eadulf, pero no le convencieron.

– ¿Queréis decir que alguien involucrado en la muerte de Eber podría intentar impedir nuestra investigación? -preguntó escéptico.

– Yo lo consideraría una alternativa, Eadulf. Pero no digo que sea la respuesta. Hemos de tener cuidado, ya que las suposiciones sin prueba llevan por un camino peligroso.