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La mañana era cálida y soleada y Fidelma y Eadulf se iban abriendo camino tranquilamente por los bosques poblados de árboles. Salieron a un sendero en la ladera de la colina, que ofrecía una vista espectacular sobre un valle de una milla aproximadamente de ancho, por el que corría un río plateado y centelleante. Aunque había varios grupos de árboles diseminados, resultaba claro que hacía tiempo que el valle se cultivaba, pues los bosques que rodeaban las cimas peladas de las montañas estaban cortados y un tojo amarillento separaba los campos labrados de las pasturas y los árboles.
La cinta del río atravesaba el verde brillante de los pastos. La belleza del lugar hizo que Fidelma contuviera la respiración. A lo lejos vio un grupo de puntos de un color rojo pardo y al mirar con detenimiento se dio cuenta de que era un ciervo majestuoso y rojizo con su cornamenta, vigilando a las hembras y crías; éstas eran unos puntitos marrones con manchas blancas. Aquí y allá, por todo el valle, había pequeñas manadas de ganado paciendo que se trasladaban lentamente por las pasturas, entre los campos limitados con piedras. Era de una exuberancia seductora, una tierra de pastoreo rica, cuyo río, a juzgar simplemente por su curso, debía de estar repleto de salmones y truchas.
Eadulf se reclinó sobre su silla y contempló el paisaje complacido.
– Este Araglin parece un paraíso -murmuró.
Fidelma apretó los labios.
– Sin embargo hay una serpiente en este peculiar paraíso -le recordó.
– ¿Podría ser la riqueza de esta tierra un motivo para asesinar? Un jefe que tiene esta riqueza debe ser vulnerable -sugirió Eadulf.
Fidelma mostró su desacuerdo.
– Ahora ya deberíais conocer bien nuestro sistema. Cuando muere un jefe local, el derbfhine de la familia tiene que reunirse para confirmar al tánaiste, el heredero electo, como jefe y nombrar un nuevo tánaiste. Solamente un heredero electo se beneficiaría y sería el primero en ser sospechoso. No; es poco probable que alguien asesine por un cargo.
– ¿El derbfhine? -preguntó Eadulf-. He olvidado de qué se trata.
– Tres generaciones de la familia del jefe que eligen a uno de entre ellos como tánaiste y confirman al nuevo jefe en su cargo.
– ¿No es más sencillo que herede el hombre de mayor edad?
– Sé cómo tratan los asuntos de herencia los sajones. Nosotros preferimos que la persona mejor cualificada se convierta en jefe, antes que un idiota elegido simplemente porque es el hijo mayor de su padre -afirmó Fidelma.
Echó una mirada al valle y señaló algo.
– Eso debe ser el rath del jefe local.
Eadulf sabía que un rath era una fortificación, pero el grupo de edificios que se veía en la distancia, algunos casi ocultos par altas hayas con nuevas hojas de un verde brillante, y algunos tejos todavía florecientes, no era una fortaleza. Sin embargo, los edificios eran bastante numerosos, como un pueblo grande. En sus viajes por los cinco reinos, Eadulf había visto que muchos jefes poderosos vivían en fortalezas de piedra, pero este rath tenía el aspecto de una simple granja y barracas de madera. Observando de cerca, vio algunos edificios de piedra; uno de ellos era obviamente la capilla de Cill Uird. También vio, cerca de la capilla, una gran construcción redonda de piedra que supuso sería la sala de asambleas del jefe.
Debió de hacer una expresión de sorpresa, pues Fidelma le dio una explicación.
– Ésta es una tierra de pastoreo. La gente de Araglin tiene como protección las montañas. Además se trata de una pequeña comunidad que no amenaza a nadie, de manera que probablemente nunca ha tenido la necesidad de construir una fortaleza para defenderse de enemigos. Sin embargo, lo correcto es llamar rath al lugar donde habita el jefe local.
Fidelma espoleó al caballo y empezó a descender la ladera de la montaña hacia el fondo del valle, hacia el distante río y el rath del jefe de Araglin.
El sendero atravesaba un trozo de tierra que descendía por la ladera de la colina. Al lado había una cruz de granito. Medía casi dieciocho pies de alto. Eadulf detuvo su caballo y levantó la mirada para admirar la cruz.
– Nunca había visto algo así -observó con un grado de admiración que hizo que Fidelma lo mirara divertida.
Era cierto que había pocas cruces tan altas y espectaculares en el reino. En la piedra gris estaban grabadas escenas de los evangelios, pintadas con colores brillantes. Eadulf identificó la escena de Moisés golpeando la roca, el Juicio Final, la Crucifixión y otros pasajes. La cruz acababa con un tejadito de dos aguas hecho con tablillas. En la base estaban grabadas las palabras Oroit do Eoghan lasdernad inn Chros -«una oración para Eoghan, en cuya memoria se erigió esta cruz».
– Una señal fronteriza espectacular para una comunidad tan pequeña -observó Eadulf.
– Una comunidad pequeña pero rica -corrigió Fidelma con sequedad, dando un golpe al caballo para que continuara avanzando por el camino.
A mediodía se aproximaron al rath. Un muchacho guardando una manada se detuvo para mirarlos boquiabierto mientras pasaban. Un hombre ocupado en espantar con su azada a unos pájaros que habían invadido su campo de cereales se detuvo e, inclinándose sobre su azada, se los quedó mirando con curiosidad mientras avanzaban. Al menos, a diferencia del muchacho, los saludó y recibió como respuesta la bendición de Fidelma. Se oyeron ladridos procedentes de los edificios de delante y un par de sabuesos salieron corriendo hacia ellos gruñendo, pero no amenazadores.
Un puente de roble bien construido atravesaba el río que bajaba rápido hasta el rath en la otra ribera. Ahora que se aproximaban a allí, Eadulf observó que entre el río y los edificios había un gran banco de tierra que rodeaba estos últimos, aunque estaba cubierto de hierba y arbustos, casi formando parte de los verdes campos de alrededor. Había varias ovejas paciendo en su depresión. Eso indicaba que en el pasado, hacía mucho tiempo, los edificios estaban fortificados. Ahora estaban rodeados por muros de mimbre, trozos de madera de avellano entrelazados que, a juicio de Eadulf, eran más para ahuyentar a los lobos que merodeaban o a los jabalíes que a cualquier humano. Una gran puerta en la cerca de mimbre estaba abierta de par en par.
Los cascos de sus caballos resonaron al golpear contra las planchas de madera del puente cuando cruzaron el río. Tomaron el senderito que llevaba a las puertas.
De entre ellas surgió una figura; un hombre musculoso, de mediana edad, con espada y escudo, y una barba bien cortada y negra con mechones plateados, que se quedó enmedio del camino contemplándolos con los ojos entornados y curiosos, pero con expresión carente de hostilidad.
– Si venís en son de paz seréis bienvenidos a este lugar -los saludó.
– Traemos la bendición de Dios a este lugar -le contestó Fidelma-. ¿Es éste el rath del jefe de Araglin?
– Así es.
– Entonces deseamos ver al jefe.
– Nuestro jefe Eber está muerto -contestó el hombre con sequedad.
– Eso ya lo sabemos. Hemos venido a ver a su sucesor, el tánaiste.
El guerrero dudó y luego habló.
– Seguidme. Encontraréis al tánaiste en la sala de asambleas.
Se giró y los condujo tras las puertas, directamente hacia la gran estructura de piedra circular. Las puertas del edificio daban directamente a la entrada abierta y obviamente estaban así situadas por un motivo. Ningún visitante del rath podía evitarlas. Estaba diseñado así para impresionar. Y, como para otorgar mayor importancia al edificio, en uno de los lados de la puerta principal, había el tocón de lo que debió de ser un gran roble. Aunque cortado, medía doce pies de alto y en su parte superior era una delicada cruz labrada. Incluso Eadulf conocía suficientemente las costumbres del país para darse cuenta de que ése era el antiguo tótem del clan, su crann betha o «árbol de la vida», que simbolizaba el bienestar moral y material de la gente. Había oído que algunas veces, si surgían discusiones entre los clanes, lo peor que podía suceder era un ataque contra el clan enemigo para cortar o quemar el árbol sagrado del rival. Ese acto desmoralizaba a la gente y hacía que los rivales proclamaran la victoria.
Cerca había un poste de madera para atar a los caballos. Fidelma y Eadulf descendieron de sus monturas y los ataron. Varias personas del rath habían hecho una pausa en su trabajo o sus recados y se quedaron observando a los dos religiosos con gran curiosidad.
– No es frecuente recibir extraños en Araglin -comentó el guerrero, como si se viera obligado a explicar el comportamiento de sus compañeros-. Somos una sencilla comunidad ganadera, poco acostumbrada a verse turbada por las preocupaciones del mundo exterior.
A Fidelma le pareció que no tenía por qué contestar.
El complejo que formaban los edificios denotaba prosperidad. Se extendían formando un gran semicírculo detrás del edificio de piedra de la sala de asambleas. Había establos y graneros, un molino y un palomar. Detrás de éste había varias cabañitas de madera que formaban un poblado de tamaño medio, sin contar la casa del jefe y su familia. Fidelma calculó mentalmente que una docena de familias debía de habitar en el rath de Araglin. Lo más impactante era la capilla, situada junto a la sala de asambleas, con una estructura elegante y hecha de piedra seca. Ésta, pensó Fidelma, debía de ser la iglesia del padre Gormán, llamada Cill Uird, la iglesia del ritual.
El guerrero de mediana edad había ido hacia las puertas de roble del edificio. De una hornacina que había al lado de las puertas, sacó un mazo y golpeó un bloque de madera. Resonó hueco. Era costumbre que los jefes tuvieran un bas-chrann, o mano de madera, en la parte exterior de las puertas para que los visitantes llamaran pidiendo permiso para entrar. El guerrero desapareció en el interior y cerró la puerta tras él.
Eadulf miró a Fidelma.
– Yo pensaba que este ritual tan sólo se utilizaba en las casas de los grandes jefes -murmuró.
– Todo jefe se considera grande -respondió Fidelma con filosofía.
Las puertas volvieron a abrirse y el guerrero los acompañó adentro. Se encontraron en una gran estancia de proporciones impresionantes con pulidos paneles de pino y roble. De esos paneles colgaban escudos, piezas de bronce bien bruñido, algunas de ellas esmaltadas con colores brillantes. Algunos coloridos tapices colgaban de aquí y de allá. El suelo estaba formado por planchas de roble oscuro y antiguo. Había varios bancos y mesas. En un extremo, había una plataforma elevada, de no más de un pie de alto, sobre la que se había situado una magnífica silla de roble tallado adornada con las pieles de algunos animales. Tenía incrustaciones de bronce bruñido y alguna de plata.
Aunque era de día, no había ventanas sino varias lámparas de aceite colgando de las vigas; las sombras vacilaban y danzaban por toda la estancia, y este efecto se veía magnificado por el fuego crepitante en un hogar situado en un lado de la habitación.
El guerrero les mandó esperar y después se retiró y los dejó solos.
Ellos se quedaron quietos, examinando con detenimiento la opulencia de la sala. Si la intención era que la estancia impresionara, a Eadulf lo impresionó. Incluso Fidelma admitió que el salón no desmerecería en el palacio de su hermano en Cashel. Tan sólo habían pasado unos momentos cuando una figura ágil surgió de detrás de una colgadura situada en el fondo de la plataforma elevada y fue a situarse delante de la silla ornamentada. En la atmósfera humeante, Fidelma vio que era una joven de apenas diecinueve años. Llevaba unas largas trenzas doradas y tenía los ojos de color azul claro. Sin duda era atractiva. Pero a Fidelma los rasgos le parecieron duros para sentirse cómoda y los ojos azules demasiado fríos. La boca era tal vez demasiado fina, de manera que la impresión general que obtuvo fue la de una persona de una inflexible severidad natural. Dedujo todo esto con una ojeada.
Fidelma observó que llevaba un vestido de seda azul y un chal de lana teñida a juego, abrochado con una trabajada hebilla de oro. Mantenía las manos recatadamente cruzadas delante. La joven se los quedó examinando con aspecto inquisidor.
– Soy Crón, tánaiste de Araglin. Me han dicho que queréis verme.
Su voz, aunque reposada, no era de bienvenida.
Fidelma ocultó la sorpresa que le producía que alguien tan joven pudiera ser la heredera electa de un clan ganadero. Las comunidades rurales solían ser conservadoras por lo que respecta a la elección de sus jefes civiles.
– Creo que mi llegada era esperada -respondió Fidelma, con tono educado.
La muchacha rubia permaneció impávida.
– ¿Por qué había de esperar a unos religiosos en este lugar? -inquirió-. El padre Gormán satisface todos nuestros deseos en cuestiones de fe.
Fidelma dejó ir un suspiro de impaciencia.
– Yo soy dálaigh de los tribunales y me han pedido que viniera a investigar la muerte de Eber, el anterior jefe.
La expresión fija de Crón se transmutó un momento y luego volvió a la rigidez inexpresiva.
– Eber era mi padre -dijo con calma y con un atisbo de emoción-. Lo asesinaron. Sin que yo lo aprobara, mi madre pidió un dálaigh al rey de Cashel. Yo soy capaz de llevar a cabo la investigación de este asunto. Sin embargo, no pensaba que el rey de Cashel respondiera enviándome a alguien tan joven y supongo que sin conocimientos del mundo fuera de los claustros religiosos.
El hermano Eadulf, situado justo detrás de Fidelma, vio que tensaba los hombros y él se puso nervioso esperando la inevitable explosión de ira de Fidelma. Pero en vez de eso, Fidelma contestó con voz calmada, demasiado calmada.
– El rey de Cashel, mi hermano Colgú… -Fidelma hizo una pausa para que sus palabras hicieran efecto-. Mi hermano me pidió que viniera personalmente a hacerme cargo de este asunto. No temáis que carezca de conocimientos. He recibido instrucción hasta el grado de anruth. Creo incluso que mis años y mi experiencia serán mucho mayores que los vuestros, tánaiste de Araglin.
El grado de anruth estaba justo debajo del máximo que otorgaban las escuelas seglares y eclesiásticas de Irlanda.
Las dos mujeres se quedaron mirando en silencio, los ojos fríos azules clavados en los verdes brillantes, ambos rostros una máscara sin emoción. Tras aquellas máscaras, las mentes evaluaban con rapidez las fuerzas y debilidades de la otra.
– Entiendo -dijo Crón lentamente, cargando de emoción aquella sencilla palabra. Después volvió a hacer uso de sus maneras bruscas-. ¿Y cómo os llamáis, hermana de Colgú?
– Soy Fidelma.
La mirada fría de la rubia se volvió inquisitiva hacia Eadulf.
– El hermano parece ser un extraño en nuestra tierra.
– Es el hermano Eadulf… -presentó Fidelma.
– ¿Un sajón? -inquirió Crón sorprendida.
– El hermano Eadulf es emisario del arzobispo de Canterbury en la corte de mi hermano en Cashel. Ha sido educado en nuestras escuelas y conoce bien nuestro país. Pero ha manifestado su interés por ver cómo funciona nuestro sistema legal.
No era toda la verdad, pero a Crón ya le servía.
La jefa examinó a Eadulf con acritud e inclinó la cabeza para darle la bienvenida, simplemente por cuestión de educación, y luego se volvió de nuevo hacia Fidelma. No hizo ningún ademán de invitarlos a sentarse, ni de hacerlo ella misma.
– Bueno, este asunto es simple. Yo, como tánaiste, hubiera podido ocuparme de él. A mi padre lo apuñalaron. El asesino, Móen, fue descubierto cuando todavía estaba sobre su cuerpo con el cuchillo en la mano; las manos de Móen y sus ropas estaban bañadas en la sangre de mi padre.
– Me han dicho que encontraron a alguien más muerto.
– Sí. Mi tía, Teafa. La encontraron después. También la habían apuñalado. Móen vivía en su casa y ella lo había educado.
– Entiendo. Bueno, me gustaría conocer los hechos principales. Pero, en primer lugar, quizá podríais ordenar que alguien nos muestre el hostal de los huéspedes para que podamos lavarnos después del viaje. Algo de comida también nos iría bien, ya que es mediodía. Cuando nos hayamos lavado y hayamos comido empezaremos a hacer preguntas a los que están involucrados en este asunto.
Crón se sonrojó al recibir órdenes de un huésped, ya que una acción así podía considerarse un insulto si provenía de alguien de menor rango que Fidelma. Los ojos azules mostraban un brillo acerado. Por un momento Eadulf estuvo seguro de que la joven tánaiste iba a negarse. Después se encogió de hombros y se giró hacia una mesita sobre la que había una campanita de plata. La cogió y la sacudió con fuerza.
Pasó un rato, en incómodo silencio, y una anciana, ligeramente encorvada y con cabello canoso, que habría sido rubio, apareció por una puerta lateral. Su aspecto era siniestro, tenía la piel amarillenta, sin duda curtida por la vida pasada al aire libre. Sus ojos, pálidos y suspicaces, lanzaban miradas aquí y allá como los de un gato nervioso. A pesar de su edad, daba la impresión de ser fuerte, de ser una mujer acostumbrada a la dura vida de una granja. Sus manos grandes mostraban las callosidades de años de duro trabajo. Se dirigió con paso ansioso hacia Crón y balanceó su cabeza.
– Dignait, haced el favor de ocuparos de las necesidades de nuestros… huéspedes. Sor Fidelma ha venido a investigar el asesinato de mi padre. Necesitan alojamiento, agua para lavarse y comida.
La mujer, Dignait, echó una mirada a Fidelma y a Eadulf. Fidelma tuvo la impresión de que tenía ojos temerosos y de asombro. Luego pareció como si los párpados los ocultaran.
– ¿Si deseáis acompañarme…? -les invitó Dignait con sequedad.
Crón se giró y dejó ir un suspiro.
– Cuando estéis listos -dijo por encima de su hombro, mientras empezaba a dirigirse hacia la colgadura que había detrás de la silla de su cargo- os explicaré los detalles de lo que sucedió.
Dignait los condujo fuera del salón a través de una puertecita lateral y atravesaron un patio hasta el hostal de los huéspedes. Era un sencillo edificio de madera de un solo piso situado en la parte posterior de la sala de asambleas, consistente en una única habitación grande, dividida en varios cubículos para dormir por unos biombos de pino pulido. Detrás de cada biombo había un jergón de paja. Un tronco de madera tallada hacía de almohada, una sábana de lino y unas alfombras de lana eran la ropa de cama. Dignait se aseguró de que les pareciera cómodo. Ante los cubículos, se extendía una zona abierta, donde había varios bancos con una mesa para que los huéspedes pudieran comer, y que solía usarse como salón. Había un hogar, pero el fuego no estaba encendido. Cuando Dignait se dio cuenta, Fidelma dijo que el tiempo era clemente y no necesitaban un fuego.
La sala de baño y el excusado se encontraban detrás de una segunda puerta, en el extremo de la casa de huéspedes. La puerta estaba señalada con una crucecita de hierro. Fidelma supuso que eso debía ser cosa del padre Gormán, ya que algunos religiosos llamaban al excusado fialtech, o «casa del diablo», concepto procedente de Roma. Creían que el diablo moraba en el interior del excusado y se convirtió en una costumbre hacer la señal de la cruz antes de entrar en él.
Cuando Fidelma señaló las necesidades de sus caballos, Dignait le aseguró que le pediría a Menma, el caballerizo, que los lavara y les diera de comer.
Fidelma expresó su satisfacción respecto al acomodo, pero le pidió a Dignait que se quedara un momento, lo que ésta hizo con cierta renuencia.
– Debéis llevar aquí muchos años de servicio -dijo Fidelma para iniciar la conversación.
La expresión de la anciana se hizo más suspicaz aún. Seguía ocultando los ojos, pero no se negó a responder.
– Hace veinte años que sirvo a la familia del jefe de Araglin -respondió secamente-. Vine de criada de la madre de Crón.
– ¿Y conocéis a Móen? ¿Al que acusan del asesinato de Eber?
A Fidelma le pareció por un momento que volvía a percibir un cierto temor.
– Todos en el rath de Araglin conocen a Móen -comentó-. ¿Quién no iba a conocerlo? Aquí tan sólo viven una docena de familias, y la mayoría están relacionadas entre sí.
– ¿Y Móen tenía parentesco con alguien?
La anciana sirvienta se estremeció perceptiblemente e hizo una genuflexión.
– ¡Él no! Era huérfano. ¡Sabe Dios de qué vientre salió o la semilla de quién lo creó! Teafa, que su alma descanse en paz, lo encontró cuando era un bebé. Ese fue un día desafortunado para ella.
– ¿Se sabe por qué Móen habría matado a Teafa, o a Eber, el jefe?
– Sin duda sólo Dios lo sabe, hermana. Ahora perdonadme…
De repente se giró hacia la puerta.
– Tengo cosas que hacer. Mientras os laváis, yo le daré las órdenes a Menma respecto a vuestros caballos y me ocuparé de que os traigan de comer.
Fidelma se quedó mirando la puerta cerrada unos segundos después de que la mujer saliera apresurada.
Eadulf la miró inquisitivo.
– ¿Qué os preocupa, Fidelma?
Fidelma se acomodó en un asiento, reflexionando.
– Tal vez nada. Tengo toda la impresión de que esta mujer, Dignait, tiene miedo de algo.