174051.fb2 La Telara?a China - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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4 de febrero, aeropuerto internacional de Los Ángeles

A la mañana siguiente, una hora antes de la prevista para la llegada del vuelo de la United procedente de Pekín vía Tokio, todo el grupo, menos Noel Gardner, que dirigía la vigilancia de Zhao, se reunió con Melba Mitchell en el mostrador de aduanas de la planta de salida de pasajeros de la Terminal Bradley del aeropuerto internacional de Los Angeles. Melba, una mujer negra de mediana edad, era el enlace de aduanas.

Mientras caminaban por la terminal, Melba les resumió el papel de la aduana en el aeropuerto.

– Nos encargamos de hacer cumplir seiscientas leyes de sesenta organismos gubernamentales diferentes. Eso significa que buscamos de todo: gemas, narcóticos, dinero, pornografía infantil, chips de ordenador. Yo diría que un setenta y cinco, quizá hasta un ochenta y cinco por ciento de la gente que pasa por aquí es honrada. Pero el resto, sea o no a sabiendas, intenta introducir artículos ilegalmente.

Se hallaban en el ascensor de camino a la planta inferior, cuando David preguntó:

– ¿Cómo saben lo que han de buscar? ¿Tienen el perfil del contrabandista típico?

Melga abrió una puerta en la que se leía SEGURIDAD.

– Si lo que quiere saber es si registramos el equipaje de cualquier persona de origen mejicano, la respuesta es no. -Frunció el entrecejo-. No registramos a la gente por motivos étnicos, de sexo o de edad.

– Entonces, ¿qué es lo que buscan?

– Déjeme que se lo muestre -dijo Melba. Se hallaban en la zona de aduanas. La enlace apartó un par de barreras de cinta y el grupo se dirigió a una de las cintas transportadoras donde los viajeros aguardaban para recoger el equipaje de un vuelo procedente de París. Como decía, no tenemos un perfil específico, porque sabemos que intentan pasar desapercibidos entre los demás. De modo que nos fijamos en el lugar de origen. ¿Salió alguien de Bogotá y cambió de avión en Guadalajara? Tenemos en cuenta la época del año, sobre todo en el caso de los narcóticos. Obviamente, estamos más alerta en los períodos posteriores a la época de cosecha de la marihuana y la adormidera del opio. Nos fijamos en las tendencias en otros aeropuertos de todo el mundo. Bolsos. Productos farmacéuticos. Diamantes. Y siempre buscamos productos fabricados en países con embargo comercial. En otras palabras, buscamos cualquier cosa fabricada en Irán, Vietnam, Camboya.

– ¿Se limitan a hacer registros al azar?

– Qué va -dijo Melba Mitchell, echándose a reír. Señaló a un hombre y una mujer que llevaban uniforme y radioteléfonos-. Esos dos inspectores esperan con los pasajeros. Buscan a personas que parezcan nerviosas, que suden demasiado, que acaben de llegar en un avión de Air France como hoy con un juego nuevo de maletas Louis Vuitton, o que lleven ropa inadecuada.

– ¿Como qué?

– Como un abrigo en un vuelo desde cabo San Lucas. -Melba contempló a los pasajeros en silencio durante unos instantes-. También buscamos personas que no parezcan viajeros internacionales. Me refiero a gente pobre. A menudo cogemos a personas que ganan unos doscientos dólares al año y les han pedido que transporten algo a cambio de setecientos. Pero lo que ven ahora es sólo una parte. También tenemos agentes de paisano que aparentan esperar su equipaje. Se mezclan con los demás, observan lo que les rodea y suelen encontrar cosas antes de que el pasajero llegue si quiera a la zona de inspección.

– Les llegan aquí muchos inmigrantes chinos con pasaportes falsos? -preguntó David, cambiando de tema.

– Eso compete al Servicio de Inmigración, pero estamos juntos y buena parte del trabajo se realiza de forma conjunta. -Melba miró con nerviosismo a la delegación china.

– Sabemos que en el aeropuerto Kennedy de Nueva York se detiene a muchos chinos -dijo Hulan para tranquilizar a Melba.

– También aquí arrestamos a algunos hace unos cuantos años. Pero es una tendencia más. Los inmigrantes, mejor dicho, los indeseables que los dirigen, se dieron cuenta de que en Los Angeles no funcionaría. Pero le diré que nos estamos preparando para una llegada masiva a finales de año. Ya sabe, por la gente que querrá salir de Hong Kong.

– ¿Cómo los atraparán? -preguntó Peter con aire sombrío.

– Inmigración dispone de un gran sistema informático -explicó Melba-. Con él llevan el control de nombres, fechas de entradas y salidas, cantidad de dinero con la que viaja la gente y cuánto tiempo permanecerán aquí.

– Tenemos las fechas de entrada y salida de Guang y Cao -dijo Hulan-. ¿Podría comprobar si hay otras personas que sigan el mismo patrón en las mismas fechas?

– Esa información estaría protegida por la ley de libertad de información -dijo Melba.

– Acaso no trabaja usted con el Departamento de Justicia y el FBI? -preguntó David.

– Sí -contestó ella-. Pero…

– Le preocupan nuestros visitantes -constató David-. Déjeme asegurarle que se hallan aquí por un asunto que afecta a nuestros dos países y que son nuestros invitados.

Al ver que la enlace seguía mostrándose reticente, Jack Campbell añadió:

– Yo respondo por ellos, y si no quiere aceptar mi palabra, le daré un par de números a los que puede llamar para confirmarlo.

Melba desechó realizar esas llamadas y los llevó a la zona de inmigración que se hallaba al fondo. Se detuvo ante una de las cabinas en la que un agente del Servicio de Inmigración estaba a punto de tomarse un descanso. Melba explicó la situación e iniciaron la búsqueda inmediatamente. El agente introdujo las fechas en el ordenador y aguardó con los demás a que apareciera la información en la pantalla.

– ¡Miren eso! -David apoyó el dedo en la pantalla donde aparecía el nombre de William Watson entre Wang y Wong-. ¿Es posible que sea nuestro Billy Watson? ¿Tiene más información sobre él?

El agente tecleó el nombre y la pantalla pasó a reflejar los datos disponibles sobre William Watson, 21; nacido en Butte, Montana; domicilio en Pekín, China.

– ¿Cuántas veces ha ido y vuelto de China? -preguntó Hulan con la misma excitación en la voz que David. Contaron juntos. Billy Watson había realizado el vuelo transpacífico una vez al mes durante los dieciocho meses anteriores a su muerte.

– ¿Podemos volver a la pantalla anterior?

El agente pulsó un par de teclas y apareció la pantalla anterior. La lista enumeraba catorce nombres, incluyendo los de Watson, Guang y Cao. De ellos, algunos sólo habían realizado el viaje una vez, otros hasta diez veces. Ninguno de ellos se había quedado en Los Angeles, suponiendo que ése fuera su destino final, más de setenta y dos horas. No se había retenido a ninguno de ellos para ser interrogado al pasar por el control de inmigración ni por la aduana.

– El vuelo que esperaban ya ha llegado -anunció Melba-. Los pasajeros llegarán dentro de unos cinco minutos.

– ¿Hay algún modo de resaltar estos nombres y hacer saber a los demás de inmigración que estamos buscando a esos individuos?

– Desde luego. Lo pasaré a todos los ordenadores ahora mismo. En cuanto un agente teclee el nombre del pasaporte, aparecerán estos datos.

– Hágalo. ¡Y gracias!

– Quieren que arrestemos a alguien? -preguntó Melba.

– ¿Qué le parece? -preguntó David a Hulan, mirándola.

– Ni siquiera sabemos si alguna de esas personas llegará hoy en ese vuelo. Si aparece alguna de ellas o varias, vigilémoslas.

Veamos qué hacen.

– Y nada demuestra que pueda ser alguien de esa lista -intervino Jack-. Parece como si ellos, quienesquiera que sean, confiaran en la variedad, en los rostros nuevos.

– Alertaré a nuestros agentes de paisano -dijo Melba-, pero quizá quieran ustedes también mezclarse con los pasajeros.

Los cinco minutos habían transcurrido y los pasajeros de primera clase y de clase turista se apelotonaban ya para ser los primeros en la fila del control de pasaportes. David, Hulan, Jack y Peter se alejaron hacia el centro de la sala. Intentando pasar desapercibido, Peter se alejó con la intención de averiguar por qué cinta transportadora llegarían los equipajes del vuelo de Pekín.

Poco a poco los viajeros pasaron el control de pasaportes y entraron en la zona de equipajes. Los pasajeros de primera clase parecían increíblemente frescos tras una noche completa de sueño. El resto parecía no haber dormido en un año. Melba se acercó para susurrar que Hu Qichen, una de las personas que aparecía tres veces en la lista, había llegado en aquel vuelo. Se lo señaló discretamente a David y luego se lo notificó a los demás. David se mantuvo a una distancia prudencial de Hu Qichen, que vestía traje gris de poliéster y chaleco azul marino de punto. Tenía el rostro redondo y una negra mata de pelo. Al igual que la mayoría de los demás viajeros, Hu Qichen llevaba una bolsa de mano, un abrigo y una bolsa de plástico con regalos.

David escudriñó la multitud buscando a Hulan. La divisó al otro lado de la cinta transportadora cerca de un chino que sujetaba dos bolsas de plástico entre los pies. Hulan pasó junto a él, volvió, se inclinó y le dijo algo.

De repente los acontecimientos se precipitaron. El chino miró rápidamente a uno y otro lado. Al ver que uno de los agentes uniformados daba unos cuantos pasos hacia él, se marchó de repente, tropezando casi con sus propias bolsas, y se lanzó por entre los demás pasajeros.

– ¡Deténganlo! -gritó Hulan.

Algunos pasajeros se agacharon instintivamente, otros despejaron el camino. David vio que dos agentes aferraban a Hu Qichen. El otro chino corría de vuelta hacia el control de pasaportes. David echó a correr tras él.

El chino derribó a una mujer que vestía un traje pantalón amarillo y se hallaba junto a una de las cabinas de inmigración. David saltó por encima de la mujer tendida en el suelo y gritó:

– ¡Consigan ayuda, por lo que más quieran! -Pero todos parecían demasiado aturdidos para moverse.

El fugitivo corrió por un pasillo y subió un tramo de escaleras. Cuando parecía que David iba a darle alcance, llegó a una doble puerta, la abrió de un empujón y desapareció. David la traspasó a su vez y de repente se encontró en una pista del aeropuerto bajo el vientre de un 747. El ruido de los motores era ensordecedor.

Se detuvo un momento para orientarse, buscando desesperadamente al fugitivo o a los guardias de seguridad. Vio un camión de combustible alejándose y varios mozos arrojando maletas una cinta transportadora que conducía al gigantesco avión. Tapándose los oídos con las manos, David dio unos cuantos pasos. Uno de los mozos lo vio y empezó a dar gritos, pero David no oyó una sola palabra. Se dirigió apresuradamente hacia unas puertas que había más allá del avión. El chino corría junto a la pista, de un ala a otra de la terminal. David echó a correr. Por fin alcanzó al hombre y, al ponerle las manos encima, ambos perdieron el equilibrio y cayeron. Por un momento, permanecieron inmóviles, jadeando, intentando recobrar el aliento. Luego el hombre empezó a debatirse. David no había golpeado jamás a nadie y no quería empezar, de modo que intentó sujetarle los brazos.

David oyó una voz que decía: «¡No deje que escape!» Luego otra voz chilló en mandarín. El hombre se quedó inmóvil bajo el cuerpo de David, que lo soltó lentamente, se echó hacia atrás y se levantó con rodillas temblorosas.

– No está mal, Stark -dijo Jack. El agente del FBI apuntó al chino con su pistola, al igual que otros tres hombres uniformados-. Inspectora Liu, hágame el favor de decirle a este tipo que se levante muy despacio, ponga las manos en la cabeza y no intente ningún otro truco.

Hulan bramó las órdenes. Tan pronto el chino se puso en pie, uno de los agentes le agarró las manos y lo esposó.

Los dos pasajeros chinos fueron introducidos en salas de interrogatorio separadas. Se envió a unos inspectores en busca de sus pertenencias. Melba se apresuró a transmitir las hojas impresas por el ordenador en las que se reflejaban los datos que habían dado los dos hombres al pasar por inmigración. Ambos afirmaban vivir en Pekín. Hu Qichen había declarado que tenía dos mil dólares en su poder, mientras que Wang Yujen, el hombre que había intentado la huida a la desesperada, sólo llevaba cincuenta. Ambos habían afirmado que se hallaban en Los Angeles en viaje de placer y que regresarían a su país natal al cabo de tres días. Y ambos habían afirmado que se alojarían en casa de parientes en lugar de un hotel.

En una sala, Jack Campbell, Peter y un par de funcionarios hacían lo posible por interrogar a Hu Qichen, cuyas respuestas eran circunspectas. Se hallaba en la ciudad para visitar a unos familiares. (Pero no quiso dar un nombre ni una dirección.) Llevaba unos cuantos regalos, todos dentro de los límites legales. (Pero no quiso decir para quién eran.) Cuando le preguntaron por sus frecuentes y cortos viajes a Los Angeles, alzó el mentón con gesto evasivo. De modo que así es como se encogen de hombros los chinos, pensó Campbell.

Lo que a Hu Qichen le faltó en respuestas, quedó más que compensado por su arrogancia.

– Adelante -dijo-. Registren mi equipaje. No encontrarán nada. Pero si me detienen, les prometo que presentaré una queja formal en mi embajada.

Dos agentes de aduanas registraron efectivamente su equipaje y no hallaron nada más que ropa, unos cuantos souvenirs, una olla para cocer arroz y un termo. Esta acción dio pie a que Hu Qichen vociferara nuevas quejas. El investigador Sun le cerró la boca con un fuerte puñetazo en la mandíbula, lo que provocó consternación entre los agentes de la ley americanos.

En la otra sala habían pedido un botiquín de emergencia. David se había rasgado la piel de las manos con el asfalto de las pistas y Hulan le ponía mercuriocromo en las heridas. La inspectora vendó luego las rodillas y los codos a Wang Yujen, que parecía aturdido y desorientado.

– Quizá sufra una conmoción -dijo David.

– Me importa muy poco -repuso Hulan con frialdad-. Tiene que responder a unas preguntas. -Volvió su atención hacia el hombre y le habló en madarín. Estaba infringiendo todos los códigos personales que valoraba, pero, al igual que David en China, se sentía fuera de sí-. ¿Para quién trabajas? ¿Conoces a Guang Henglai? ¿Conoces a Billy Watson? ¿Eres miembro del Ave Fénix? ¿Cómo pensabas quedarte tres días en Los Angeles con tan sólo cincuenta dólares? ¿Con quién tenías que encontrarte? Si es verdad que tienes familia aquí, como le has dicho al inspector, ¿quiénes son? ¿Dónde viven?!Responde a mis preguntas! -gritó al ver que Wang Yujen no contestaba.

Wang Yujen temblaba convulsivamente.

– Hulan, no puedo permitir que hagas esto -dijo David.

– iEntonces sal de aquí!

– Sabes que ni puedo ni voy a hacer eso.

Jack Campbell asomó la cabeza por la puerta.

– ¿Va todo bien por aquí? -preguntó. Ella le lanzó una mirada asesina, pero Campbell prosiguió-. Ahí al lado ya hemos sacado todo lo que podíamos. ¿Podemos entrar y registrar el equipaje de Wang?

Jack y los otros inspectores entraron en la habitación. Abrieron la maleta y encontraron un par de camisas blancas dobladas, un traje, ropa interior y artículos de aseo. Luego los inspectoresa se dedicaron a las bolsas plástico que Wang había abandonado en su huida. Encontraron una botella de whisky y un carton de Marlboro comprados en la tienda duty-free de Tokio, media, docena de abanicos de madera de sándalo, una olla para hervir arroz y un termo.

– Un momento -dijo Jack al ver esos dos últimos objetos-. El otro tipo también tenía esto.

– Por aquí pasan a menudo -dijo Melba-. A los chinos les gusta traerlos como regalo para sus familiares de aquí.

– Este hombre no tiene parientes aquí -dijo Hulan.

– El dice que sí -la corrigió Melba, mirando la hoja impresa de ordenador.

– Miente.

– Miren, señoras, no discutamos. En vez de eso, pensemos en estos dos objetos. -Jack cogió la caja que contenía la olla para arroz, la sopesó y le dio una leve sacudida. Luego sacó la olla de la caja. No parecía tener nada extraordinario, tan sólo un cilindro de metal interior, una tapa transparente, y un exterior de plástico decorado con flores-. No veo nada extraño en esto. Veamos el termo. -También el termo parecía normal.

Mientras Jack inspeccionaba los objetos, David contemplaba a Wang Yujen. Los temblores del hombre aumentaron y empezó a sudarle el labio superior. Cuando Jack sacudió la olla, dejó escapar un débil gemido.

Sin apartar los ojos del chino, David cogió de nuevo la olla. Levantó la tapa, sacó el enchufe, sacudió el aparato. Examinó detenidamente cómo estaba hecho y luego preguntó:

– ¿Tiene alguien un destornillador?

Un par de minutos después, desatornilló el aparato. El cilindro interior quedó suelto y David lo sacó. Sujetos a los lados en el espacio vacío entre la parte exterior y el cilindro había pequeños frascos de cristal.

– ¿Qué coño es eso? -dijo Jack.

Mientras David arrancaba las cintas adhesivas, Jack cogió el termo y lo desmontó. En el fondo de la cavidad había una bolsa llena de un polvo marrón cristalino.

– ¿Sabe alguien qué es esto?

Peter cogió uno de los frascos. Parecía un tubo de ensayo de color ámbar con un tapón de corcho cubierto de cera roja. Dentro parecía haber más polvo marrón. Tenía una estrecha etiqueta de color dorado y rojo pegada al cristal. En la etiqueta aparecía el dibujo de un panda y varios caracteres chinos.

– Xiong dan -dijo Peter, y Hulan asintió.

– Nosotros sabemos qué es -dijo Melba Mitchell-, pero nunca habíamos visto que lo entraran de esta manera. Lo hemos encontrado metido en chocolate, flotando en tarros de miel, oculto en cajas de galletas, pero esto es nuevo. -Al ver la expresión desconcertada de los americanos, añadió-: Es bilis de oso en polvo.

David miró a Jack. El agente del FBI parecía tan confuso como él. Melba repitió las palabras, luego Jack le pidió que las deletreara.

– Eso me pareció oír.

– ¿Y qué es la bilis de oso? -pregunto David.

– Lo usan como medicina -dijo Melba, señalando a los chinos con la cabeza-. ¿Conocen la medicina china a base de hierbas?

– ¿Cómo el ginseng?

– El ginseng es común, pero también utilizan toda suerte de ingredientes exóticos, como pene de tigre siberiano, cuernos de rinoceronte y bilis de oso.

– ¿Y?

– Y es ilegal importar o exportar esas cosas en cualquier forma: píldoras, polvos, champús, infusiones, cremas, emplastos, tónicos, u órganos enteros. Esos animales son especies en peligro y están protegidos por un tratado internacional: la Convención sobre Comercio Internacional de Especies en Peligro de Flora Fauna Salvaje, o CITES. Y les diré algo: esa bilis de oso que están mirando, una vez en la calle, vale más que la heroína.

– Bromea.

– Hablo en serio -dijo Melba meneando la cabeza-. Las sales de bilis de oso se venden a un precio entre doscientos cincuenta y setecientos dólares el gramo frente a los trescientos dólares que cuesta la heroína. Como en el caso de cualquier otro contrabando, el precio viene dado por la autenticidad, la disponibilidad, la confianza en el vendedor y la necesidad relativa. -Se volvió hacia uno de los inspectores de aduanas-. ¿Qué crees que tenemos aquí, Fred?

– Depende del peso -respondió el inspector, sacando una calculadora de bolsillo-. Pero siendo moderados, si tomamos un precio de quinientos dólares el gramo por sales de bilis puras, podrían obtenerse unos dos mil por cada frasco una vez cortada y adulteradas. Por lo tanto, si suponemos que hay unas dos docenas de frascos, eso hará un total de cuarenta y ocho mil dólares. Más treinta o cuarenta gramos en la bolsita, y es sólo una cantidad aproximada, nos dan entre quince y veinte mil dólares, si el producto es puro. Eso se traduce entre sesenta y ochenta mil mas una vez adulterado. En total, estamos delante de uno ciento veinte mil dólares. No está mal para un solo viaje.

– Joder -suspiró Jack Campbell.

– Creo que será mejor que le echemos otro vistazo a las pertenencias del señor Hu -dijo David.

Minutos después, habían descubierto otro escondite para la bilis de oso en polvo en la olla para arroz y en el termo que Hu Qichen llevaba para sus «parientes». Los inspectores de aduanas registraron luego con mayor detenimiento el equipaje de ambos hombres, rasgando forros, y examinando todas las botellas y recipientes. En un tarro que parecía contener pomada, hallaron un trozo de carne seca del tamaño de una pera pequeña. Era una vesícula biliar entera. En total, a los dos chinos se les confiscó un mínimo de doscientos cincuenta mil dólares en productos derivados del oso.

En medio de aquella excitación, Hu Qichen y Wang Yujen quedaron temporalmente olvidados. Pero una vez halladas las pruebas, pesadas y catalogadas, volvieron a acaparar la atención. Hu Qichen demostró ser poco razonable y mantuvo su arrogancia. Wang Yujen, por el contrario, parecía ser mucho más consciente de que se hallaba metido en un buen lío, y no había dejado de temblar y farfullar en todo aquel tiempo. Ambos fueron arrestados y enviados al centro de detención de Terminal Island.

David y Hulan se sentaron en una de las salas de interrogatorio para beber sendos cafés en vasos de papel. El caso había dado un giro de 180 grados y ninguno de los dos parecía saber qué debían hacer a continuación.

– Bueno -dijo al fin David-, hemos encontrado el producto y sabemos por qué los chicos querían que Sammy Guang les ayudara. El podría haber pasado fácilmente la bilis a sus amigos de Chinatown.

– Pero ¿por valor de un cuarto de millón de dólares? -dijo Hulan. Meneó la cabeza-. No, esto era un negocio mucho más grande. Los chicos y quienesquiera que fueran sus socios deben de haber introducido millones de dólares de ese producto.

– Sí, joder si es grande -comentó Campbell a nadie en particular.

– Vamos -dijo David-. Volvamos a mi oficina. Tenemos que hablar con Laurie Martin.

Cuando David, Hulan y Peter entraron en el despacho de Laurie una hora más tarde, la encontraron agachada, dándose un masaje en los tobillos hinchados. Mientras David le explicaba lo que acababan de descubrir, ella lo contempló con expresión sardónica.

– En la fiscalía siempre se han reído de esos casos. ¿Ahora vienes a pedirme ayuda?

– Yo nunca me he reído.

Laurie le lanzó una mirada que indicaba lo contrario, pero la dejó pasar.

– ¿Y esto tiene algo que ver con el cadáver que encontraste en el barco de inmigrantes? -preguntó ella. David asintió, luego le dio cuenta de los hechos desde el hallazgo del cadáver en el Peonía, el cadáver de Pekín, las tríadas y finalmente la bilis de oso-. A mí no me parece nada raro -dijo Laurie con las manos enlazadas sobre el abultado vientre de embarazada-. Me suena exactamente al tipo de movimiento que harían las tríadas.

Al oír esta afirmación, David y Hulan empezaron a bombardearla a preguntas. Finalmente Laurie alzó las manos pidiendo silencio.

– Según la Interpol -dijo-, se mueven alrededor de diez mil millones de dólares al año en el tráfico internacional de vida salvaje. Unos cinco mil millones de dólares se obtienen de manera ilegal. En California, sólo el tráfico ilegal de piezas de oso se calcula en unos cien millones de dólares. ¿Saben dónde lo coloca eso? -preguntó a los chinos. Hulan negó con la cabeza-. Genera más beneficios que la venta ilegal de armas y sólo le supera el narcotráfico. Pero es diez veces más probable encontrar a alguien paseando por la calle con animales salvajes encima en forma de cartera, zapatos o cinturones, que con drogas. Piensen en ello.

– Si es así, ¿por qué tenemos todos ese tipo de cosas?

– Porque no es ilegal poseer animales salvajes -respondió Laurie-. Podría usted meterse en un desfile con un oso panda, una de las especies con mayor peligro de extinción del planeta, y no ocurriría nada. Pruebe a hacerlo con una ametralladora o heroína y se enfrentará con una larga condena. Pero como ya sabes, David, perseguimos ese tráfico siempre que podemos.

– ¿Los caracoles?

– Sí, pero también otros casos. Hace un par de años tuvimos un caso de bilis de oso. No sé si entonces ya estabas tú aquí. En la aduana del aeropuerto de Los Angeles abrieron la bolsa de un tipo y encontraron píldoras, frascos, cosas que parecían trozos de mierda. Resultó que el infractor llevaba cinco kilos de bilis de oso por un valor aproximado de un millón de dólares de entonces. El resto lo formaban varios compuestos, inofensivos en su mayoría, pero bastó para que lo condenaran a veintiún meses de cárcel.

– Volvamos a lo que has dicho antes sobre las tríadas -le instó David-. ¿Cómo encaran en esto?

– ¿No me estás escuchando? -repondió ella con tono irritado-. Se trata de un gran negocio. Prácticamente no hay competencia. El mercado está en alza, y el riesgo es mínimo. No hay un agente de la DEA oculto a la vuelta de cada esquina, ni confidentes en las sombras, ni competidores intentando desbancarte, Y si te cogen, en lugar de veinte años en una penitenciaría federal, te dan una palmada en la mano. Pero no sólo son las triadas. También se están metiendo en este negocio muchos grupos diferentes del crimen organizado.

– ¿Como cuáles?

– Los defensores de la supremacía blanca, los Hombres Libres, los Víboras, todos esos chalados de Montana y Idaho. La caza furtiva de osos negros americanos para vender las patas y las vesículas biliares es una de las principales fuentes de recursos de los grupos paramilitares. Después se vende el producto en los barrios chinos y coreanos de todo el país, además de exportarlo a Asia,

– Billy y Henglai debían de comprar vesículas biliares a los vaqueros -apuntó Hulan, pero David no se mostró tan convencido.

– ¿Y sino eres un defensor de la supremacía blanca? -preguntó a Laurie-. ¿Se dedica la gente normal a matar osos para ganar dinero?

– ¿Dónde has estado? -replicó Laurie-. Se matan unos cuarenta mil osos al año en este país, y la mayoría de ellos de manera legal, con permisos y demás. Incluso un cazador de fin de semana puede sentirse tentado de recuperar el dinero que le ha costado la licencia de caza y la gasolina.

– ¿De cuánto dinero estamos hablando?

– ¿Por una vesícula biliar fresca? Según tengo entendido, desde dos mil dólares hasta ochenta mil -respondió ella.

– Eso es mucho dinero en Montana -dijo David.

– Eso es mucho dinero en cualquier parte -le corrigió Hulan.

– Por ese motivo se hallan osos muertos por todo el mundo los que sólo les falta la vesícula biliar -continuó Laurie-. En China, se caza un oso y se vende su vesícula biliar, o se vende el oso vivo a una granja de osos, por unos quinientos dólares; eso es más de un año de salario. Un incentivo realmente bueno, desde luego, salvo por una cosa: China tiene la legislación más dura del mundo, puesto que sus osos corren un peligro de extinción mayor que en cualquier otra parte del mundo. El oso malayo, el oso negro asiático, el panda, todos ellos están en la lista de la CITES, pues están en peligro de extinción. Si matas un oso panda en China, que, por cierto, no segrega el tipo de bilis que se busca porque no es un auténtico oso, te condenan a muerte. Si matas un oso malayo, te verás confeccionando zapatillas en la fábrica de alguna prisión el resto de tu vida. ¿Criar osos y vender la bilis? Totalmente ilegal, pero ocurre en China.

– ¿Qué son las granjas de osos? -quiso saber Hulan.

– ¿No lo sabe? Los científicos de su país han ideado el modo de extraer la bilis sin matar al oso. Pero aparte de eso, sabemos muy poco de esas granjas -admitió Laurie.

La abogada se levantó y se acercó a la ventana. Luego se volvió hacia el grupo y extendió los brazos a los lados.

– El mercado mundial de hierbas medicinales es muy amplio Ahora hablo de todo el negocio: las hierbas, los derivados animales, las raíces, los específicos, las drogas puras. En Estados Unidos, entre los interesados en la medicina homeopática y la población asiática, el consumo es bestial. Todo eso es barato comparado con los medicamentos occidentales, y parece funcionar en muchos casos. Pero, claro, ahí está el problema. Podemos educar a la gente para que no compre abrigos de pieles o marfil, pero ¿cómo les explicas a unos padres cuyo hijo se está muriendo de una extraña forma de cáncer de hígado que no deben probar con la bilis de oso? ¿Cómo le pides a un médico, que ha jurado proteger la vida humana, que no recete cuerno de rinoceronte si cree que con ello salvará a su paciente?

Se hizo el silencio mientras David, Hulan y Peter Sun asimilaban todo lo que acababan de oír.

– Nuestro gobierno tiene además otras preocupaciones -prosiguió Laurie-. Los chinos fabrican miles de específicos diferentes que llegan aquí y aparecen en herbolarios chinos, en consultorios de acupuntura y en tiendas de alimentos sanos. En realidad se venden en todas partes abiertamente y se supone que lo curan todo, desde el dolor de cabeza, el catarro, la gripe y el lumbago hasta el cáncer.

– Entonces ¿cuál es el problema? -preguntó David.

– Digamos que una madre de Brentwood compra un jarabe chino para la tos de su hijo. Las instrucciones dicen que se ha de tomar una cucharadita dos veces al día. Ella se dice, ¿y por qué no cuatro veces al día? Mejor aún, que sea cada cuatro horas como otros jarabes que conoce. Se lo da a su hijo y éste tiene convulsiones y casi se muere. Nosotros enviamos el jarabe al laboratorio forense y nos dicen que el jarabe lleva todas las hierbas y minerales que se indican en el prospecto, pero también arsénico o mercurio. Estamos hablando de productos que llevan venenos y que se pueden comprar como si tal cosa.

– Esto empieza a tener sentido -dijo Hulan.

David parecía dudar.

– Tenemos los vaqueros y los osos en Montana, ¿no? El asintió.

– Y ahora los específicos -añadió Hulan-, que ya habíamos visto antes.

– Desde luego. Vimos medicinas Panda Brand en la nevera de Cao Hua.

– ¿Era bilis de oso?

– No lo recuerdo. Entonces no me pareció importante. -Se pasó un dedo por el labio inferior mientras meditaba-. También vimos Panda Brand en otro sitio. -David la miró con curiosidad mientras ella seguía dándole vueltas a la cabeza-. ¡Lo tengo! -exclamó Hulan-. Lo vimos en el vestíbulo del edificio de China Land and Economics Corporation. Panda Brand es una de las compañías de Guang Mingyun.

– Aiya -dijo Peter con un gemido. Lo que estaba escuchando no iba a ser bueno para su carrera.

Sin detenerse para barajar esta nueva información, David se volvió hacia Laurie.

– ¿Ha surgido alguna vez el nombre de Guang Mingyun en alguno de tus casos de contrabando? -preguntó. Laurie negó con la cabeza. El suspiró y dijo-: Por mucho que me gustara relacionarle con el Ave Fénix, hasta ahora no hemos conseguido ni una sola prueba.

– Tenemos a los correos -le recordó Hulan.

– Pero jamás conseguiremos procesar a las tríadas con dos cómplices poco dispuestos a cooperar -dijo Laurie.

– Lo que necesitamos es a alguien que nos dé ese vínculo que nos falta -dijo Hulan-. Necesitamos a alguien que se introduzca en el negocio, pase los productos de contrabando y haga algunas preguntas.

– ¿Qué tal el investigador Sun? -sugirió David-. ¿Podría pasar por Wang?

Todas las miradas se volvieron hacia Peter mientras consideraban la posibilidad. El parecía perplejo ante la idea.

– Si algo le ocurriera… -dijo David.

– Ese no es el problema. -Al darse cuenta de lo que parecía haber dicho, Hulan inclinó la cabeza para pedir disculpas-. Perdóneme, investigador Sun. -Se volvió hacia David-. El problema está en que se nota que es del MSP. Se nota que yo soy de MSP. ¿Por qué cree que Wang Yujen salió corriendo en el aeropuerto? Ha reconocido lo que soy. No, necesitamos a alguien diferente. Fíjese en Hu Qichen. Es arrogante. Intenta actuar como un hombre importante, pero no lo es. Y Wang… -la inspectora resopló-. No es más que un correo. No es inteligente ni tiene educación.

David se llevó las manos a la cara y se frotó la frente. De repente se sentía muy cansado. Cuando alzó la vista, todos lo miraban esperando.

– Sé a quién podemos usar.

– A su señor Zhao -dijo Hulan.

– Sí, a mi señor Zhao. -La voz de David sonó ronca al añadir-: Haré que Jack llame a Noel y le pida que lo detenga en su próximo trayecto al almacén.