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A tres puertas de la habitación de Veyrenc, en la 435, Roland y Pierrot negociaban duramente con el comisario. Veyrenc se había arrastrado metro a metro hasta el umbral y, apoyado en la pared, sudando de dolor, escuchaba.
– Es trola -dijo Roland.
– Deberías darme las gracias por ofrecerte la ocasión de largarte de aquí. Si no, a ti te caerán diez años de talego, como mínimo, y tres a Pierrot. Disparar a un policía es más caro, no se perdona.
– El panocha quería matarnos -dijo Pierrot-. Es legítima defensa.
– Anticipada -precisó Adamsberg-. Y no tienes pruebas, Pierrot.
– No le hagas caso, Pierrot -dijo Roland-. El panocha irá al talego por dos asesinatos y premeditación de asesinato, y nosotros nos libraremos, y encima con indemnización, que será una pasta.
– No va a ser así en absoluto -dijo Adamsberg-. Vais a largaros y mantendréis cerrado el pico.
– ¿Por qué? -preguntó Pierrot, desconfiado-. ¿Y a santo de qué vas a dejarnos salir? Apesta a chanchullo.
– Claro. Pero es un chanchullo que sólo me afecta a mí. Vosotros os largáis, lejos, y no oímos nunca más hablar de vosotros, eso es todo lo que pido.
– ¿A santo de qué? -repitió Pierrot.
– A santo de que, si no os largáis, suelto el nombre de vuestro jefe de entonces. Y no creo que le guste mucho que le hagáis publicidad, al cabo de treinta y cuatro años.
– ¿Qué jefe? -dijo Pierrot, sinceramente sorprendido.
– Pregúntaselo a Roland -dijo Adamsberg.
– No le hagas caso -dijo Roland-, está diciendo chorradas.
– El teniente de alcalde del pueblo, encargado de obras públicas y viticultor. Lo conoces, Pierrot. El que dirige ahora una de las mayores empresas de construcción. Pagó a la banda un adelanto descomunal para dejar como nuevo al niño Veyrenc. El resto os lo pagaría cuando salierais del reformatorio. Con ese dinero, Roland montó su cadena de ferreterías y Fernand se dio la vida padre en hoteles de cinco estrellas.
– ¡Pero si yo nunca vi esa pasta! -vociferó Pierrot.
– Ni tú ni el Gordo Georges. Roland y Fernand se lo quedaron todo.
– Hijo de puta -masculló Pierrot.
– Achántala, mamón -respondió Roland.
– Di que no es verdad -ordenó Pierrot.
– No puede -dijo Adamsberg-. Es verdad. El teniente de alcalde quería quedarse con todo el viñedo de Veyrenc de Bilhc. Había decidido comprarlo a la fuerza, y amenazaba a Veyrenc padre con represalias si no aceptaba. Pero Veyrenc se aferraba a su vino. El teniente de alcalde organizó la agresión al crío contando con que el miedo haría ceder al padre.
– Mientes -aventuró Roland-. Tú no puedes saber todo eso.
– No debería haberlo sabido. Porque habías jurado guardar secreto a ese cabrón del teniente de alcalde. Pero siempre se cuenta un secreto a una persona, Roland. Y lo contaste a tu hermano. Y tu hermano se lo dijo a su novia. Y su novia se lo dijo a su prima. Que se lo dijo a su mejor amiga. Que se lo dijo a su novio. Que era mi hermano.
– Eres un hijo de la gran puta, Roland -dijo Pierrot.
– Exacto, Pierrot -confirmó Adamsberg-. Y comprenderás que, si no me obedecéis, que si tocáis un solo pelo a Veyrenc, castaño o rojo, suelto el nombre del teniente de alcalde. Que os enviará a los dos al infierno. ¿Qué elegís?
– Nos largamos -gruñó Roland.
– Perfecto. No hace falta que peguéis fuerte a los cabos de guardia. Estarán al corriente. Sed creíbles, sin más.
En el pasillo, Veyrenc retrocedió hasta su habitación. Consiguió llegar a su puerta justo antes de que Adamsberg saliera de la 435. Se lanzó sobre la cama, exhausto. Nunca había entendido por qué su padre había acabado aceptando vender el viñedo.