174052.fb2 La tercera virgen - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 46

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XLV

La desaparición de Retancourt, el café nocturno tomado en casa de Romain, el tierno acoplamiento de Camille y Veyrenc, el vivo de las doncellas, la fisionomía feroz de Roland habían sacudido la noche de Adamsberg. Entre dos estremecimientos, había soñado que uno de los dos bucardos -pero ¿cuál?, ¿el colorado, el pardo?- se había despeñado desde la cima de la montaña. El comisario se despertó dolorido y con náuseas. Un coloquio informal, o más bien una especie de velatorio, se había abierto espontáneamente en la Brigada de buena mañana. En sus sillas, los agentes estaban encorvados, doblegados sobre su ansiedad.

– Ninguno de nosotros lo ha formulado -dijo Adamsberg-, pero todos lo sabemos. Retancourt no está ni perdida, ni hospitalizada ni amnésica. Está en manos de la loca. Salió de casa de Romain sabiendo algo que nosotros no sabíamos: que el vivo de las doncellas era el pelo de las vírgenes y que la asesina había abierto las tumbas para cortar en los cadáveres esa materia que había resistido a la descomposición. En la parte diestra de las cabezas, más positiva que la izquierda. Ya no la vimos más. Cabe suponer, por tanto, que, al salir de casa de Romain, había comprendido algo que la llevó directamente a la homicida. O que inquietó suficientemente al ángel de la muerte como para que la hiciera desaparecer.

Adamsberg había elegido la palabra «desaparecer», más evasiva y optimista que «matar». Pero no se hacía ninguna ilusión acerca de las intenciones de la enfermera.

– Con ese vivo -resumió Mordent-, y sólo con eso, Retancourt entendió algo que nosotros seguimos sin comprender.

– Es lo que me temo. ¿Adónde fue luego y qué hizo que pudiera alertar a la homicida?

– La única solución sería encontrar lo que comprendió -dijo Mercadet frotándose la frente.

Hubo un silencio descorazonado; algunas miradas esperanzadas se volvieron hacia Adamsberg.

– Yo no soy Retancourt -dijo con un gesto negativo-. No puedo reflexionar como ella, ni ninguno de vosotros. Ni siquiera bajo hipnosis, ni en catalepsia, ni en coma podríamos fusionarnos con ella.

La idea de «fusión» remitió el pensamiento de Adamsberg a las tierras quebequesas donde se había producido su amalgama salvadora con el cuerpo impresionante de la inmensa teniente. El recuerdo le produjo estremecimiento de pena. Retancourt, su árbol. Había perdido su árbol. Levantó lentamente la cabeza hacia sus agentes inmóviles.

– Sí -dijo a media voz-. Sólo hay uno entre nosotros capaz de fusionarse. Fusionarse hasta averiguar dónde está.

Adamsberg se había levantado, todavía vacilante, con la luz mortecina bañando su rostro.

– El gato -dijo-. ¿Dónde está el gato?

– Detrás de la fotocopiadora -dijo Justin.

– Daos prisa -dijo Adamsberg con voz agitada, pasando de silla en silla, sacudiendo a cada uno como si despertara a los soldados de un ejército titubeante. Somos imbéciles, soy imbécil. La Bola nos llevará a Retancourt.

– ¿La Bola? -dijo Kernorkian-. Pero si es un trapo apático.

– La Bola es un trapo apático que ama a Retancourt. La Bola ya sólo vive para encontrarla. La Bola es un animal. Con hocico, antenas, un cerebro del tamaño de un albaricoque y la memoria de cien mil olores.

– ¿Cien mil? -murmuró Lamarre escéptico-. ¿Hay cien mil olores grabados en la Bola?

– Sí señor. Y aunque sólo tuviera uno en memoria, sería el de Retancourt.

– Tengo el gato -dijo Justin, y a todos los asaltó la duda al ver el animal doblado como una bayeta de fregar en el antebrazo del teniente.

Pero Adamsberg, que iba y venía casi a gran velocidad por la sala del Concilio, no abandonaba su idea, y lanzaba su zafarrancho de combate.

– Froissy, ponga al gato un transmisor en el cuello. ¿No ha devuelto todavía el material?

– No, comisario.

– Pues adelante. A toda pastilla, Froissy. Justin, sintonice dos coches y dos motos con la frecuencia. Mordent, avise a la prefectura, que nos envíen un helicóptero al patio con todo el material necesario. Voisenet y Maurel, aparten todos los coches para que pueda aterrizar. Un médico con nosotros, una ambulancia detrás.

Adamsberg consultó sus relojes.

– Tenemos que haber salido en una hora. Danglard, Froissy y yo en el helicóptero. Dos equipos en los coches, Kernorkian-Mordent, Justin-Voisenet. Lleven comida porque no nos pararemos por el camino. Dos hombres en moto, Lamarre y Estalère. ¿Dónde está Estalère?

– Arriba -dijo Lamarre señalando el techo.

– Bájenlo -dijo Adamsberg como si se tratara de un paquete.

Una agitación animal, hecha de sacudidas y órdenes breves, de llamadas nerviosas, de pasos entremezclados en la escalera, transformaba la Brigada en un campo de batalla antes del asalto. Soplidos, bufidos y carreras, cubiertos por el runrún de los coches que evacuaban poco a poco del gran patio para dejar sitio al helicóptero.

La vieja escalera de madera que conducía al piso de arriba presentaba en su curva un peldaño dos centímetros más bajo que los demás. Esa anomalía había causado numerosas caídas en los primeros tiempos de vida de la Brigada, pero todos habían acabado por adaptarse. Aun así, esa mañana, en sus movimientos impacientes, dos hombres, Maurel y Kernorkian, tropezaron con el escalón.

– Pero ¿qué coño hacen? -preguntó Adamsberg al oír el estrépito en el piso de arriba.

– Se rompen la crisma por la escalera -dijo Mordent-. El helicóptero llega en un cuarto de hora. Estalère baja.

– ¿Ha comido?

– No desde ayer. Ha dormido aquí.

– Aliméntenlo. Busquen algo en el armario de Froissy.

– ¿Para qué necesita a Estalère?

– Es un especialista en Retancourt, un poco como el gato.

– Estalère lo dijo -confirmó Danglard-. Que buscaba algo intelectual.

El joven cabo se aproximaba al grupo, un tanto tembloroso. Adamsberg le puso una mano en el hombro.

– Está muerta -dijo Estalère con voz hueca-. Lo normal es que esté muerta.

– Lo normal sí. Pero Violette no es normal.

– Pero sí mortal.

Adamsberg se mordió los labios.

– ¿Por qué usamos helicóptero? -preguntó Estalère.

– Porque la Bola no seguirá las carreteras. Pasará por edificios y patios, cruzará carreteras, campos y bosques. No podremos seguirlo con los coches.

– Está lejos -dijo Estalère-. Ya no la siento. La Bola no será capaz de recorrer todo ese trecho. No tiene músculos, palmará por el camino.

– Vaya a comer, cabo. ¿Se siente con fuerzas de llevar la moto?

– Sí.

– Bien. Dé también de comer al gato. Hasta la saciedad.

– Hay otra posibilidad -dijo Estalère con voz vacía-. No es seguro que Violette haya entendido algo. No es seguro que la loca la haya raptado para que no hable.

– ¿Para qué entonces?

– Pienso que es virgen -murmuró el cabo.

– Yo también lo pienso, Estalère.

– Tiene treinta y cinco años, nació en Normandía. Y tiene un bonito pelo. Pienso que podría ser la tercera virgen.

– ¿Por qué ella? -preguntó Adamsberg anticipando ya la respuesta.

– Para castigarnos. Al tener a Violette, la asesina consigue la…

Estalère tropezó con la palabra y bajó la cabeza.

– … la materia que necesita -acabó por él Adamsberg-. Y al mismo tiempo nos hiere de muerte.

Maurel, que se frotaba la rodilla contusionada en su caída por la escalera, fue el primero en taparse los oídos al llegar el helicóptero que sobrevolaba el tejado de la Brigada.

Todos los agentes se asomaron en hilera a las ventanas, con los dedos presionando las sienes, para mirar cómo aterrizaba el gran aparato azul y gris que descendía lentamente en vertical. Danglard se aproximó al comisario.

– Prefiero ir en coche -dijo incómodo-. No serviré de nada en el helicóptero, me marearé. Ya lo paso mal en los ascensores.

– Permute con Mordent, capitán. ¿Están preparados los hombres en los coches?

– Sí. Maurel espera sus órdenes para abrir la puerta al gato.

– ¿Y si va sólo a echar una meada en la esquina? -preguntó Justin-. Sería su estilo.

– Recuperará su estilo cuando recupere a Retancourt -afirmó Adamsberg.

– Siento preguntar esto -dijo Voisenet tras un titubeo-, pero si Retancourt ya está muerta, ¿podrá el gato localizarla por el olor?

Adamsberg cerró los puños.

– Lo siento -repitió Voisenet-. Pero es importante.

– Queda su ropa, Justin.

– Voisenet -corrigió Voisenet mecánicamente.

– Su ropa llevará su olor mucho tiempo.

– Es verdad.

– Puede que sea la tercera virgen. Puede que por eso nos la hayan quitado.

– Ya lo había pensado. En cuyo caso -añadió Voisenet tras un silencio-, puede dejar su búsqueda en la Alta Normandía.

– Ya lo he hecho.

Mordent y Froissy se reunieron con Adamsberg, listos para salir. Maurel llevaba la Bola en el antebrazo.

– ¿No puede estropear el transmisor con sus zarpas, Froissy?

– No. Lo he protegido.

– Maurel, preparado. En cuanto el helicóptero haya tomado altura, suelte el gato. Y, en cuanto el gato se ponga en marcha, dé la señal a los vehículos.

Maurel miró alejarse al equipo, agacharse bajo las aspas del helicóptero, que encendía su motor. El aparato se elevó bamboleante. Maurel dejó la Bola en el suelo para protegerse los oídos del fragor del despegue, y el animal se aplastó al instante en el suelo como un charco de pelos. «Suelte el gato», había ordenado Adamsberg como quien dice «Suelte la bomba». El teniente, escéptico, recogió el animal y lo llevó hasta la salida de la Brigada. Lo que tenía bajo el brazo no era precisamente un misil de guerra.