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Veyrenc no había ido a París para interesarse por las vicisitudes de la Brigada. Pero a las nueve y media de la noche, habiendo engullido hacía un buen rato la cena del hospital, no conseguía fijar su atención en la película. Irritado, alcanzó el mando a distancia y apagó en televisor. Levantó la pierna, se sentó en el borde de la cama, empuñó la muleta y avanzó a paso comedido hasta el teléfono de pared del pasillo.
– ¿Comandante Danglard? Veyrenc de Bilhc. ¿Tiene noticias?
– La hemos encontrado, a treinta y ocho kilómetros de París, siguiendo al gato.
– No entiendo.
– El gato, que quería reunirse con Retancourt, joder.
– De acuerdo -dijo Veyrenc notando al comandante con los nervios de punta.
– Está entre la vida y la muerte, vamos de camino a Dourdan. En letargia paraletal.
– Intente explicarme un poco, comandante. Tengo que saberlo.
¿Por qué?, se preguntó Danglard.
Veyrenc escuchó el relato del comandante, mucho menos organizado que de costumbre, y colgó. Se puso la mano sobre la herida del muslo, experimentando el dolor con la punta de los dedos, imaginando a Adamsberg inclinado sobre Retancourt, tratando desesperadamente de arrastrar a su sólida teniente hacia la vida.
Aquella que os salvó otrora del peligro
la veis yacer ahora al linde de la ausencia.
No cedáis, mi señor, a la desesperanza,
pues los dioses, clementes, frenarán su venganza
y sus manos calmadas harán don de indulgencia
para aquel que consiga rescatarla del limbo.
– ¿No estamos durmiendo todavía? No somos razonables -dijo la enfermera tomándolo del brazo.