174052.fb2 La tercera virgen - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 58

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LIX

Veyrenc, convaleciente, estaba sentado en la cama en pantalón corto, apoyado en dos almohadas, con una pierna doblada y otra estirada. Miraba a Adamsberg que iba y venía, con los brazos cruzados, al pie de la cama.

– ¿Le cuesta estar de pie? -preguntó Adamsberg.

– Me tira, me escuece, pero nada más.

– ¿Puede andar, conducir?

– Creo que sí.

– Bien.

– Vamos, hablad, señor, veo en vuestro semblante vacilar a lo lejos el brillo de un secreto.

– Es verdad, Veyrenc. El asesino que se cargó a Elisabeth, Pascaline, Diala, La Paille, al cabo Grimal, el que abrió las tumbas, el que estuvo a punto de eliminar a Retancourt, que reventó tres ciervos y un gato y vació un relicario no es una mujer. Es un hombre.

– ¿Es una simple intuición? ¿O tiene nuevos elementos?

– ¿Qué entiende por «elementos»?

– Pruebas.

– Todavía no. Pero sé que ese hombre sabía lo suficiente sobre el ángel de la muerte como para ponerlo en nuestro camino, para orientar la investigación y llevarla directamente al naufragio, mientras él actuaba tranquilamente en otro sitio.

Veyrenc entornó los ojos, alargó un brazo hacia su paquete de cigarrillos.

– La investigación zozobraba -prosiguió Adamsberg-, las mujeres morían, y yo me hundía con ellas. Era una hermosa venganza para el asesino. ¿Puedo? -añadió señalando el paquete de cigarrillos.

Veyrenc se lo pasó y encendió los dos pitillos. Adamsberg siguió el movimiento de su mano. Ni un temblor, ni la menor emoción.

– Y ese hombre -dijo Adamsberg- es un miembro de la Brigada.

Veyrenc se pasó la mano por el pelo atigrado y soltó el humo alzando hacia Adamsberg una mirada estupefacta.

– Pero no tengo un solo elemento tangible contra él. Tengo las manos atadas. ¿Qué le parece, Veyrenc?

El teniente se echó la ceniza en la palma de la mano, y Adamsberg le acercó un cenicero.

– Lo buscábamos lejos, lanzando nuestra flota,

allende los océanos, a un asalto cruento.

Mas era de los nuestros, y fuimos engañados.

– Sí. Qué estupenda victoria, ¿eh? Un hombre inteligente manipulando él solo a veintisiete imbéciles.

– No estará pensando en Noel, ¿no? Lo conozco poco, pero no estoy de acuerdo. Es agresivo, pero no agresor.

Adamsberg sacudió la cabeza.

– Entonces, ¿en quién piensa?

– Pienso en lo que dijo Retancourt apenas volvió en sí.

– ¿De verdad se refiere a los dos versos del Horacio? -preguntó Veyrenc sonriendo.

– ¿Cómo sabe que los citó?

– Porque he ido llamando al hospital con frecuencia. Me lo dijo Lavoisier.

– Es usted muy atento para un ser nuevo.

– Retancourt es mi compañera de equipo.

– Creo que Retancourt hizo lo posible para indicarme al asesino, con las pocas fuerzas de que disponía.

– ¿Lo dudabais, señor,

que atribuís tan tarde valor a sus palabras,

descuidando el sentido y rozando el error?

– ¿Lo ha encontrado usted, Veyrenc, el sentido?

– No -dijo Veyrenc apartando la mirada para dejar caer la ceniza-. ¿Qué piensa hacer, comisario?

– Algo bastante banal. Pienso esperar al asesino allí adonde vaya. Las cosas se precipitan, sabe que Retancourt va a hablar. Le queda poco tiempo, ocho días o menos, al ritmo al que se recupera. Tiene que acabar como sea su mixtura antes de que le cortemos el camino. Así que expondremos a Francine, sin protección aparente.

– Muy clásico.

– Una carrera de velocidad no tiene nada de original, teniente. Dos tipos corren uno al lado del otro por una pista, y gana el más rápido. Eso es todo. Y, sin embargo, hace ya miles de años que miles de tipos siguen haciendo carreras. Pues es lo mismo. Él corre, yo corro. No se trata de innovar, se trata de impedir que llegue antes que nosotros.

– Pero el asesino imagina que vamos a tenderle este tipo de trampa.

– Naturalmente. Pero corre igual, porque no tiene elección. Como yo. Él tampoco busca ser original, busca ganar.

Y cuanto más primaria sea la trampa, menos desconfiará el asesino.

– ¿Por qué?

– Porque, al igual que usted, piensa que elaboro una estrategia inteligente.

– De acuerdo -admitió Veyrenc-. Si elige el método primario, ¿manda a Francine a su casa? ¿Discretamente vigilada?

– No. Nadie en su sano juicio imaginaría a Francine volviendo a su casa por su propia voluntad.

– Entonces ¿dónde la pondrá? ¿En un hotel de Évreux? ¿Dejando que se filtre la información?

– No del todo. Elegiré un lugar que creo seguro y secreto, pero que el asesino puede adivinar solo si tiene dos dedos de frente. Y tiene mucho más que eso.

Veyrenc pensó unos instantes.

– Un lugar que usted conoce -dijo reflexionando en voz alta-, un lugar que no debe asustar a Francine y que pueda proteger sin que se vea ningún policía.

– Por ejemplo.

– La posada de Haroncourt.

– Ya ve que no era nada del otro jueves. En Haroncourt, donde todo empezó, y bajo la protección de Robert y Oswald. Es mucho menos espectacular que con un madero. Siempre se reconoce a un madero.

Veyrenc hizo un ademán de duda mirando a Adamsberg.

– ¿Incluso a un madero caído de su montaña sin haberse molestado en abrocharse la camisa y despejar la niebla de sus ojos?

– Sí, incluso a mí, Veyrenc. ¿Y sabe por qué? ¿Sabe por qué un tipo sentado en un bar delante de su cerveza no se parece a un madero sentado en un bar delante de su cerveza? Porque el madero está trabajando y el otro no. Porque el tipo que está solo piensa, sueña, imagina. En cambio, el madero vigila. Por eso los ojos del tipo huyen hacia el interior de sí mismo, y los ojos del madero apuntan al exterior. Y esa dirección de la mirada a menudo es más que una insignia. Así que no habrá maderos en el bar de la posada.

– No está mal.

– Eso espero -dijo Adamsberg levantándose.

– ¿A qué ha venido, comisario?

– A preguntarle si había recordado detalles nuevos, desde que situó la escena en el lugar donde se produjo en realidad, en el Prado Alto.

– Sólo uno.

– Dígame.

– El quinto chaval estaba a la sombra de un nogal, de pie, mirando lo que hacían los demás.

– Bien.

– Tenía las manos en la espalda.

– ¿Y entonces?

– Y entonces me pregunto qué tendría en las manos, qué escondía detrás. Un arma, quizá.

– Caliente, caliente. Siga pensando, teniente.

Veyrenc miró al comisario coger su chaqueta, que curiosamente tenía una única manga mojada, salir y cerrar la puerta. Entornó los ojos y sonrió.

Señor, me habéis mentido, mas vuestro ardid me dice

en qué lugar queréis que me hunda en el fango.