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Dalgliesh se despertó lentamente poco antes de las siete al oír unos ruidos desagradables y conocidos: los silbidos de las cañerías, el entrechocar de piezas metálicas, el chirrido de las sillas de ruedas, pasos apresurados y voces exhortatorias resueltamente alegres. Al tiempo que se decía que los pacientes estarían ocupando los cuartos de baño, cerró los ojos con determinación al desolado e impersonal dormitorio e intentó volver a dormirse. Cuando despertó, una hora más tarde, tras un letargo intermitente, reinaba el silencio en el anexo. Alguien -recordaba vagamente una figura con una capa parda- había colocado una taza de té sobre su mesilla de noche. Estaba frío y la grisácea superficie moteada de leche. Se puso trabajosamente la bata y salió en busca del cuarto de baño.
En Toynton Grange, tal como esperaba, el desayuno se disponía en el comedor común. Pero a las ocho y media o bien era demasiado temprano o demasiado tarde para la mayoría de los internos. Sólo Ursula Hollis se encontraba desayunando cuando él llego. La joven le dio unos tímidos buenos días y luego volvió la vista hacia el libro que tenía precariamente apoyado en un tarro de miel. Dalgliesh observó que el desayuno era sencillo pero correcto. Había una fuente de manzanas cocidas, un cuenco de gachas de avena, salvado y manzana rallada con leche, pan moreno y margarina, así como una hilera de huevos pasados por agua, cada uno en su huevera y con su nombre correspondiente. Los dos que quedaban estaban fríos. Seguramente los habrían hecho todos a la vez y el que quisiera tomarse el suyo caliente tenía que molestarse en llegar a tiempo. Dalgliesh se sirvió el huevo que llevaba su nombre escrito con lápiz. Estaba viscoso en la parte de arriba y muy duro debajo; pensó que para obtener aquel resultado se precisaba alguna perversa habilidad culinaria.
Después de desayunar fue en busca de Anstey para agradecerle su hospitalidad y preguntarle si deseaba algo de Wareham. Había decidido que debía dedicar parte de la tarde a hacer compras si deseaba disfrutar de cierta comodidad en la casita de Michael. Tras una breve inspección de la casa, aparentemente desierta, encontró a Anstey con Dorothy Moxon en el despacho. Estaban los dos sentados ante una mesa con un libro de contabilidad abierto ante ellos. Al llamar a la puerta y entrar, ambos alzaron los ojos simultáneamente con cierto aire de conspiradores. Le pareció que tardaban un par de segundos en reconocerlo. La sonrisa de Anstey, cuando por fin apareció, era tan dulce como siempre, pero sus ojos reflejaban preocupación y su interés por la comodidad del huésped parecía forzado. Dalgliesh se dio cuenta de que no le importaría que se marchara. Anstey podía imaginarse en el papel de un abad medieval dispuesto a recibir al viajero con pan y cerveza, pero lo que realmente deseaba eran las compensaciones de la hospitalidad sin los inconvenientes del huésped. Dijo que nada quería de Wareham, y luego le preguntó a Dalgliesh cuánto tiempo pensaba quedarse en la casita. No había la más mínima prisa, por supuesto. El invitado no debía considerarse en absoluto una molestia. Cuando Dalgliesh contestó que sólo se quedaría hasta haber clasificado y empaquetado los libros del padre Baddeley, le resultó difícil disimular su alivio y dijo que mandaría a Philby a Villa Esperanza con unas cajas de embalaje. Dorothy Moxon no dijo palabra. Continuó mirando fijamente a Dalgliesh como si estuviera decidida a no dejar entrever siquiera con un parpadeo de sus sombríos ojos ni la irritación que le producía su presencia ni el deseo de retornar a la contabilidad.
Le resultó reconfortante encontrarse de nuevo en Villa Esperanza, volver a percibir el familiar olor ligeramente eclesiástico y esperar el momento de dar un paseo exploratorio por el acantilado antes de salir hacia Wareham. Pero apenas había tenido tiempo de sacar las cosas de la maleta y ponerse unos zapatos resistentes cuando oyó que el microbús de los pacientes se detenía ante la entrada y, al mirar por la ventana, vio a Philby descargar la primera de las cajas prometidas. Éste se la echó al hombro, recorrió con paso firme el corto sendero, abrió la puerta de un puntapié y, llenando la estancia de un intenso olor a trigo rancio, la soltó a los pies de Dalgliesh con un brusco:
– Hay un par más en la parte de atrás.
Estaba claro que se trataba de una invitación a que lo ayudara a descargarlas, y Dalgliesh captó la indirecta. Era la primera vez que veía al mozo a la luz del día y no resultó agradable. Lo cierto era que pocas veces había visto a un hombre cuya apariencia física le repeliera de aquel modo. Philby medía poco más de metro cincuenta, era de complexión robusta, de brazos cortos y gruesos y piernas pálidas y amorfas como el tronco de un árbol descortezado. Tenía la cabeza redonda y la piel, pese al tiempo que pasaba al aire libre, rosada, brillante y muy tersa, como si lo hubieran hinchado con aire. Sus ojos hubieran resultado bonitos en un rostro más atractivo, eran ligeramente oblicuos y tenía los irises de un azul muy oscuro. Llevaba el escaso cabello negro peinado hacia atrás sobre el abultado cráneo y lo hacía terminar en un fleco revuelto y grasiento. Calzaba sandalias, la derecha atada con una cuerda, y vestía un par de sucios pantalones cortos blancos, tan diminutos que casi resultaban indecentes, y una camiseta gris manchada de sudor. Encima llevaba el hábito marrón de monje, abierto y únicamente sujeto por un cordón anudado a la cintura. Sin este incongruente atuendo, simplemente hubiera parecido sucio e indigno de confianza; con él, parecía absolutamente siniestro.
Puesto que no demostró intención de marcharse una vez hubieron descargado las cajas, Dalgliesh dedujo que esperaba una propina. El mozo introdujo las monedas en el bolsillo del hábito con gran agilidad, pero sin dar las gracias. A Dalgliesh le pareció interesante comprobar que, pese al costoso experimento de los huevos caseros, no todas las leyes económicas quedaban excluidas de aquel celestial nido de amor fraterno. Philby les dio un malhumorado puntapié de despedida a las cajas como si pretendiera ganarse la propina demostrando que eran fuertes y, puesto que, para su desilusión, no se resintieron, les dedicó una mirada final de amarga repugnancia y se fue. Dalgliesh se preguntó de dónde habría sacado Anstey aquel peculiar empleado. A sus parciales ojos, aquel hombre tenía todo el aspecto de un violador de primera categoría con permiso, pero quizás exageraba un poco, incluso para Wilfred Anstey.
El segundo intento de salir se vio también frustrado por una segunda visita, en esta ocasión de Helen Rainer, que había recorrido la corta distancia que separaba la casita de Toynton Grange con la ropa necesaria para su cama en la cesta de la bicicleta. Explicó que Wilfred había pensado que tal vez la que había allí no estaría debidamente ventilada. A Dalgliesh le sorprendió que no hubiera aprovechado para ir con Philby en el microbús. Quizá, comprensiblemente, la presencia de éste le resultaba repulsiva. La enfermera entró con aire tranquilo pero enérgico y, sin hacer ver a Dalgliesh demasiado obviamente que molestaba, dejó bien claro que no era una visita de cortesía, que no había ido a charlar y que otras tareas más importantes la aguardaban. Hicieron la cama juntos. La enfermera Rainer extendía las sábanas y doblaba pulcramente las esquinas con tal habilidad que Dalgliesh, siempre un par de segundos atrasado, se sintió lento e incompetente. Al principio, trabajaban en silencio. Él no sabía si era el momento idóneo para preguntar, por mucho tacto que empleara, cómo se había producido el malentendido sobre quién debía ir a ver al padre Baddeley la última noche de su vida. Su estancia en el hospital debía de haberlo ablandado, pues hubo de hacer un esfuerzo para decir:
– Seguramente soy demasiado escrupuloso, pero me habría gustado que alguien hubiera acompañado al padre Baddeley cuando murió, o al menos hubiera comprobado esa noche que se encontraba bien.
Pensó que la enfermera podía responder con justicia a aquella crítica implícita señalando que no era procedente que la hiciera alguien que no había demostrado interés alguno por el anciano en casi treinta años. Pero Helen dijo sin rencor, casi de buena gana:
– Sí, fue un descuido. Médicamente nada hubiera cambiado, pero no debería haberse producido ese malentendido, uno de nosotros debería haber venido a ver cómo estaba. ¿Quiere que le ponga esta tercera manta? Si no, me la llevo a Toynton Grange, es de las que usamos nosotros.
– Con dos ya tengo suficiente. ¿Qué ocurrió exactamente?
– ¿Al padre Baddeley? Murió de miocarditis aguda.
– Quiero decir que cómo ocurrió el malentendido.
– Cuando llegó al hospital le serví un almuerzo frío de pollo y ensalada y lo preparé para la siesta. Le hacía falta. Dot le trajo el té de la tarde y lo ayudó a lavarse. Le puso el pijama y él insistió en ponerse la sotana encima. Poco después de las seis y media yo misma le preparé unos huevos revueltos en esta cocina. Insistió en que quería pasar el resto del día sin que lo molestaran, excepto, claro está, la visita de Grace Willison, pero yo le dije que a eso de las diez vendría alguien y le pareció bien. Dijo que daría golpes en la pared con el atizador si le sucedía algo. Entonces yo me fui aquí al lado y le dije a Millicent que estuviera atenta; ella se ofreció para entrar a verlo antes de acostarse. Al menos, eso es lo que entendí. Por lo visto, ella pensó que vendríamos Eric y yo. Como he dicho, no debería haber ocurrido. La culpa es mía, no de Eric. Como enfermera suya, yo tendría que haberme asegurado de que estaba debidamente atendido antes de acostarme.
– ¿No le dio a usted la impresión de que esa insistencia en quedarse solo se podía deber a que esperaba alguna visita? -preguntó Dalgliesh.
– ¿Qué visita podía esperar aparte de la pobre Grace? Creo que ya había visto suficiente gente mientras estaba en el hospital y lo que quería era tranquilidad.
– ¿Y esa noche estuvieron todos aquí en Toynton Grange?
– Todos excepto Henry, que no había regresado todavía de Londres. ¿Dónde íbamos a estar?
– ¿Quién le deshizo la maleta?
– Yo. Había ido al hospital de urgencias y llevaba muy pocas cosas, sólo las que encontramos junto a su cama y preparadas.
– ¿Su Biblia, su libro de oraciones y su diario?
Ella lo miró brevemente, con el rostro impertérrito, antes de inclinarse nuevamente a doblar las esquinas de la manta.
– Sí.
– Y, ¿qué hizo con ellos?
– Los dejé en la mesita que hay junto a la butaca. Es posible que luego él los cambiara de sitio.
Así pues, el padre Baddeley tenía el diario en el hospital. Eso quería decir que el registro estaba actualizado. Y si Anstey no mentía al decir que a la mañana siguiente ya no estaba, había desaparecido en algún momento de esas doce horas.
Pensó cómo podía expresar la pregunta siguiente sin despertar suspicacias. En tono ligero, dijo:
– Es posible que lo desatendieran en vida, pero cuidaron muy bien de él después de muerto: primero incineración y luego entierro. ¿No fue un poco exagerado?
Para su sorpresa, la enfermera reaccionó como si la hubiera invitado a compartir una justificada indignación.
– ¡Claro que sí! ¡Fue ridículo! Pero la culpa fue de Millicent. Le dijo a Wilfred que Michael había expresado en repetidas ocasiones su deseo de ser incinerado. No sé cuándo ni por qué. Aun siendo vecinos, Michael y ella no se relacionaban demasiado que digamos. Pero eso dijo. Wilfred estaba igual de convencido de que Michael desearía un entierro cristiano ortodoxo, de modo que le hicieron los dos al pobre. Ello representó muchas complicaciones y gastos adicionales, y el doctor McKeith de Wareham hubo de firmar el certificado de defunción además de Eric. Todo ese jaleo porque Wilfred tenía mala conciencia.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué?
– Por nada. Simplemente tengo la impresión de que pensaba que habíamos tenido a Michael un poco abandonado, la autoindulgente compunción de los afligidos. ¿Podrá dormir con esta almohada? Está muy desigual y parece que no le vendría a usted mal un buen descanso. No dude en venir a Toynton Grange si necesita algo. La leche la dejan a la entrada de la finca. He encargado medio litro diario para usted. Si le sobra, a nosotros siempre nos vendrá bien. ¿Necesita algo más?
Con la sensación de estar sometido a una férrea disciplina, Dalgliesh dijo que no. La diligencia de la enfermera Rainer, su confianza, su concentración en el trabajo que tenía entre manos, incluso la tranquilizadora sonrisa de despedida, lo relegaban a la categoría de paciente. Mientras ella empujaba la bicicleta por el sendero y montaba, Dalgliesh pensó que era como si acabara de hablar con la enfermera del Estado, pero sentía un gran respeto por ella. No había dado muestras de que le molestaran las preguntas y había sido extraordinariamente comunicativa. Se preguntó por qué.
Era una mañana cálida y brumosa con un cielo de nubes bajas. Cuando abandonó el valle y enfiló laboriosamente el camino del acantilado, una débil llovizna comenzó a salpicarlo de gotas lentas y pesadas. El mar era de un azul lechoso, indolente y opaco; las grandes olas marcadas por los hoyitos de la lluvia y estampadas con cambiantes dibujos de espuma. Un olor a otoño impregnaba el aire como si alguien estuviera quemando hojas en un lejano lugar sin que lo delatara siquiera un jirón de humo. El angosto sendero ascendía bordeando el acantilado, ahora lo suficientemente cerca para producirle una breve y vertiginosa ilusión de peligro, ahora serpenteando hacia el interior entre un revoltijo de helechos color bronce azotados por el viento y zarzales bajos de bayas rojas y negras, prietas y menudas en comparación con los suculentos frutos de los setos del interior. El promontorio estaba dividido por muros bajos de piedra derruidos y salpicado de pequeñas rocas calizas. Algunas, medio enterradas, asomaban oblicuamente del suelo como reliquias de un desordenado cementerio.
Dalgliesh andaba con precaución. Era el primer paseo campestre que daba desde la enfermedad. Las exigencias de su trabajo hacían del paseo un placer raro y especial. Ahora avanzaba con algo de la inseguridad de los primeros pasos vacilantes de la convalecencia en que los músculos y los sentidos redescubren los placeres que recuerdan, no con agudo deleite, sino con la plácida aceptación de lo conocido: los breves trinos metálicos y las toscas notas de los sacristanes que revoloteaban entre las zarzas; una solitaria gaviota de cabeza negra inmóvil como el mascarón de un barco sobre un risco; las matas de hinojo marino con las umbelas teñidas de rojo y los dientes de león amarillos, vistosos puntitos en la apagada hierba otoñal.
Al cabo de casi diez minutos de andar, el camino del acantilado iniciaba un suave descenso y luego se veía cortado por un angosto sendero que discurría perpendicularmente desde el borde del precipicio hacia el interior. A unos seis metros del mar desembocaba en un llano ligeramente inclinado de hierba y musgo verde vivo. Dalgliesh se detuvo de repente como si acabara de acordarse de algo. Aquél debía de ser el lugar que había elegido Víctor Holroyd, el lugar desde el cual se había lanzado a la muerte. Durante un momento pensó que ojalá no se hubiera interpuesto de manera tan molesta en su camino. La idea de la muerte violenta interrumpió desagradablemente su euforia. Pero captaba la atracción del lugar. El camino quedaba oculto y al abrigo del viento y reinaba una sensación de intimidad y paz, una paz precaria para un hombre cautivo en una silla de ruedas cuyo equilibrio entre la vida y la muerte sólo era sostenido por el poder de los frenos. Pero ello podía constituir parte de la atracción. Quizá sólo allí, asomado al mar en aquel solitario enclave de hierba verde, podía Holroyd, frustrado y confinado a una silla, hacerse una ilusión de libertad, de controlar su destino. Era posible que siempre hubiera tenido intención de hacer allí su último esfuerzo por conseguir la liberación, mientras insistía mes tras mes en que lo llevaran al mismo sitio, esperando la oportunidad para que en Toynton Grange nadie sospechara de su verdadero propósito. Instintivamente, Dalgliesh se puso a estudiar el terreno. Habían transcurrido más de tres semanas desde la muerte de Holroyd, pero pensó que tal vez podría distinguir aún en la hierba el ligero hundimiento producido por las ruedas y, con menos claridad, las señales de las pisadas de los policías.
Se aproximó al borde del precipicio y miró hacia abajo. La vista, espectacular y aterradora, lo dejó sin respiración. El acantilado había cambiado y aquí la piedra caliza había dejado paso a una pared casi vertical de arcilla negruzca entremezclada con piedra calcárea. Casi cuarenta y cinco metros más abajo, el acantilado topaba con una amplia calzada de fisuras y peñascos, losas y amorfos pedazos de roca azulnegruzco que salpicaban la orilla como si una mano gigantesca los hubiera esparcido en salvaje desorden. La marea estaba baja y la línea oblicua de espuma serpenteaba perezosamente entre las rocas más alejadas. Mientras miraba este caótico y pavoroso erial de piedra y mar, y trataba de imaginarse lo que la caía debía de haberle hecho a Holroyd, el sol aparecía intermitentemente tras las nubes y una franja de luz evolucionaba por el promontorio posándose cálida como una mano en su nuca, dorando los helechos, dando brillo a las rocas diseminadas en el borde del precipicio. Pero dejaba la orilla en la sombra, siniestra e inhospitalaria. Momentáneamente, creyó estar viendo una estremecedora orilla maldita en la que el sol nunca brillara.
Dalgliesh se dirigía a la torre señalada en el mapa del padre Baddeley, no tanto por la curiosidad por verla como por la necesidad de poner una meta a su paseo. Todavía pensando en la muerte de Víctor Holroyd, llegó a la torre casi inesperadamente. Era una extravagancia achaparrada e imponente, circular en unos dos tercios de su altura, pero rematada por una cúpula octogonal como un pimentero perforado por ocho angostas ventanas acristaladas, rosa de los vientos de luz reflejada que le confería cierto aspecto de faro. La torre le intrigó y la rodeó palpando las negras paredes. Vio que había sido construida con bloques de piedra caliza, pero recubierta de pizarra negra, como si la hubieran decorado caprichosamente con bolitas de azabache bruñido. En algunos lugares la pizarra se había desprendido, lo que daba a la torre un aspecto jaspeado; junto a la base de los muros, fragmentos de pizarra nacarada salpicaban el suelo y relucían entre la hierba. Hacia el norte y protegido del mar, había un revoltijo de plantas, como si alguien hubiera tratado alguna vez de cultivar un jardincito. Ahora ya no quedaba más que una desaliñada mata de ásteres silvestres, unos macizos de antirrinos de reproducción espontánea, caléndulas y mastuerzos, y una única rosa descolorida con dos raquíticos capullitos blancos, el tallo doblado contra el muro, como si se hubiera resignado a recibir la primera escarcha.
Hacia el este había un porche de piedra labrada que cubría una puerta de roble con herrajes metálicos. Dalgliesh alzó el pesado tirador y lo hizo girar con dificultad. Pero la puerta estaba cerrada con llave. Al levantar la vista vio que en la pared del porche había una placa de tosca piedra con una inscripción labrada:
EN ESTA TORRE MURIÓ WILFRED MANCROFT ANSTEY
EL 27 DE OCTUBRE DE 1887 A LOS 69 AÑOS
CONCEPTIO CULPA NASCI PENA LABOR VITA NECESSI MORI
ADAM DE SAN VICTOR AD 1129
Extraño epitafio para un caballero Victoriano terrateniente y extraño lugar para morir. El actual propietario de Toynton Grange quizás había heredado de él cierto grado de excentricidad. CONCEPTIO CULPA: el hombre moderno había descartado la teología del pecado original junto con otros dogmas molestos; ya en 1887 debía de estar en decadencia. NASCI PENA: la anestesia había contribuido misericordiosamente a invalidar esa dogmática aserción. LABOR VITA: no si la tecnología del siglo XX podía evitarlo. NECESSI MORÍ: ah, ésa es la cuestión. La muerte. Uno podría hacer caso omiso de ella, temerla o incluso esperarla con ansia, pero nunca vencerla. Seguía siendo igual de aparatosa, pero más duradera que aquellas piedras conmemorativas. La muerte: la misma ayer, hoy y siempre. ¿Habría elegido Wilfred Mancroft Anstey aquel austero memento mori y habría hallado consuelo en él?
Continuó andando a lo largo del borde del acantilado, rodeando una pequeña bahía de guijarros. A unos veinte metros había un tosco sendero que descendía hasta la playa, empinado y probablemente traicionero cuando estuviera húmedo, pero evidentemente en parte resultado de una feliz disposición natural de la cara de la roca y en parte obra de la mano del hombre. No obstante, justo debajo de él, el precipicio era una pared casi vertical de piedra caliza. Vio con sorpresa que incluso a aquella temprana hora había dos escaladores provistos de cuerdas colgados de la roca. Al instantes identificó la figura más próxima, que llevaba la cabeza descubierta; era Julius Court. Cuando la segunda alzó la vista, Dalgliesh alcanzó a distinguir bajo el casco rojo el rostro de Dennis Lerner.
Ascendían lenta pero competentemente, con tal competencia que no le acometió la tentación de retroceder por si la inesperada visión de un espectador les hacía perder la concentración. Se notaba que no era la primera vez que lo hacían; estaban familiarizados con la ruta y las técnicas. Ahora habían llegado al último tramo. Al contemplar los movimientos suaves y sosegados de Court, agarrándose como una sanguijuela con las extremidades extendidas a la superficie de la roca, se encontró reviviendo ascensiones de su juventud y trepando con ellos, realizando mentalmente cada etapa. Cruzar a la derecha unos cuatro metros y medio usando clavija; subir con dificultad; luego continuar hasta un pequeño pináculo; ganar el saliente siguiente por una repisa; superar la grieta con la ayuda de dos clavijas y un mosquetón hasta la hendidura horizontal; seguir nuevamente la grieta hasta un pequeño saliente de la esquina; por fin, trepar hasta la cima con la ayuda de dos clavijas.
Diez minutos más tarde, Dalgliesh se acercaba lentamente al lugar donde Julius Court asomaba los hombros por el borde del precipicio. El escalador se alzó y se puso en pie, jadeando ligeramente, junto a Dalgliesh. Sin hablar, colocó una clavija en la grieta de una roca que había junto a uno de los peñascos, pasó un mosquetón por la clavija, se lo aseguró a la cintura y comenzó a tirar de la soga. Seguidamente se oyó un grito alegre procedente de la pared. Julius volvió a colocarse contra el peñasco, con la cuerda en torno de la cintura, gritó «Sube cuando estés listo», y empezó a pasar la soga centímetro a centímetro por sus cuidadosas manos. Menos de un cuarto de hora después, Dennis Lerner estaba junto a él y comenzaba a enrollar la cuerda. Parpadeando rápidamente, Dennis se quitó las gafas de montura metálica, se secó lo que podían ser salpicaduras del mar o gotas de lluvia de la cara y volvió a retorcer las patillas detrás de las orejas con dedos temblorosos. Julius miró su reloj:
– Una hora y doce minutos. Hasta ahora el mejor tiempo que hemos hecho. -Volviéndose hacia Dalgliesh, añadió-: En esta parte de la costa no hay muchos lugares apropiados para escalar por culpa de la pizarra, por eso intentamos mejorar el tiempo. ¿Escala usted? Podría prestarle el equipo.
– No he vuelto a hacerlo desde que salí del colegio. Y, a juzgar por lo que acabo de ver, no tengo su categoría.
No se molestó en explicar que todavía se hallaba demasiado convaleciente para escalar. En otra época quizá le hubiera parecido necesario justificar su negativa, pero hacía ya años que no le importaba lo que los demás pensaran de su valentía física.
– Antes Wilfred escalaba conmigo, pero hace unos tres meses descubrimos que alguien había deshilachado deliberadamente una de sus cuerdas. Estábamos a punto de empezar precisamente esta pared. Se negó a intentar descubrir quién era el responsable. Alguien de la casa que querría expresar su resentimiento personal, supongo. Wilfred ha de estar preparado para estos contratiempos ocasionales. Es uno de los gajes del oficio de hacer de Dios. En realidad, no corrió el más mínimo peligro. Yo siempre insisto en comprobar el estado del material antes de empezar. Pero quizá le proporcionó la excusa que buscaba para dejar la escalada. No era muy bueno. Ahora dependo de Dennis, cuando tiene el día libre…
Lerner se volvió y sonrió directamente a Dalgliesh. La sonrisa transformó su rostro, lo liberó de la tensión. De repente adquirió un aire infantil, confiado:
– Yo tengo casi siempre tanto miedo como Wilfred, pero voy aprendiendo. Es fascinante, cada vez me gusta más. Unos ochocientos metros antes de llegar aquí hay una pared suave, el saliente de las algas. Julius empezó a enseñarme allí. Es muy asequible. Podríamos intentarlo allí si quiere.
Sus ingenuas ansias de comunicar y compartir su placer eran cautivadoras.
– Creo que no voy a estar aquí el tiempo suficiente para que valga la pena -dijo Dalgliesh, e interceptó la rápida mirada que se dirigieron mutuamente, una mirada casi imperceptible, ¿de qué? ¿De alivio? ¿De advertencia? ¿De satisfacción?
Los tres hombres permanecieron en silencio mientras Dennis terminaba de enrollar la cuerda. Entonces Julius señaló la torre negra con la cabeza.
– Es fea, ¿no? La erigió el bisabuelo de Wilfred poco después de reconstruir la casona. La casona sustituía a una pequeña casa solariega de estilo isabelino que originalmente se levantaba en el mismo lugar y fue destruida por un incendio en 1943. Una pena. Debió de ser más agradable que la de ahora. El bisabuelo no tenía sensibilidad para las formas. Ni la casa ni ese capricho arquitectónico están muy logrados.
– ¿Cómo murió aquí? ¿Por deseo propio?
– Podría decirse que sí. Era uno de esos excéntricos huraños y obstinados que proliferaban en la era victoriana. Se inventó su propia religión, basada según tengo entendido en el libro de la Revelación. A principios del otoño de 1887 se encerró en la torre y ayunó hasta morir. Según el confuso testamento que dejó, esperaba la segunda venida. Confío que le llegara.
– ¿Y nadie se lo impidió?
– No sabían que estaba ahí. El viejo estaba loco pero era listo. Hizo los preparativos en secreto, piedra, argamasa, etcétera, y luego fingió que iba a pasar el invierno en Nápoles. Tardaron más de tres meses en encontrarlo. Y mucho antes ya se había destrozado los dedos tratando de salir; pero se había encerrado demasiado bien, pobre diablo.
– ¡Qué espantoso!
– Sí. Antiguamente, antes de que Wilfred cercara el terreno, los lugareños evitaban pasar por allí; y para ser sincero, yo también lo evito. El padre Baddeley venía por aquí de vez en cuando. Según Grace Willison, rezaba por el alma del bisabuelo, rociaba la torre de agua bendita y así la descontaminaba. Wilfred la usa para meditar, o eso dice. Personalmente, opino que es para huir de casa. La siniestra asociación familiar no parece preocuparle. Pero tampoco le atañe directamente. Es adoptado. Supongo que Millicent Hammitt ya se lo habrá contado todo.
– Todavía no. Apenas he hablado con ella.
– Ya se lo contará, ya se lo contará.
– A mí me gusta la torre negra -dijo Dennis Lerner, soprendentemente-, sobre todo en verano, cuando reina la calma, todo está dorado y el sol relumbra en la piedra negra. Es un símbolo, ¿no? Parece mágica, irreal, un capricho construido para divertir a un niño. Y debajo hay horror, dolor, locura y muerte. Una vez se lo dije al padre Baddeley.
– ¿Y qué contestó él? -Preguntó Julius.
– Dijo: «No, no, hijo mío, debajo hay amor a Dios».
– A mí no me hace falta un símbolo fálico levantado por un excéntrico Victoriano para recordarme que debajo de la piel hay un cráneo. Como cualquier hombre razonable, preparo mis propias defensas -declaró Julius ásperamente.
– ¿Qué son? -inquirió Dalgliesh.
La breve pregunta sonó brusca como una orden incluso a sus propios oídos. Julius sonrió.
– El dinero y el solaz que se puede comprar con él. Diversiones, amigos, belleza, viajes. Y cuando esto falle, como hubiera recordado su amigo el padre Baddeley, y fallará inevitablemente, y aparezcan los cuatro caballos del Apocalipsis de Dennis, tres balas en una Luger. -Alzó la vista una vez más hacia la torre-. Entretanto, no me hacen falta recordatorios. La sangre irlandesa que llevo en las venas me hace supersticioso. Bajemos a la playa.
Descendieron con precaución por el sendero del acantilado. En el fondo del precipicio, el hábito marrón de Dennis Lerner descansaba pulcramente doblado con una piedra encima. Se lo sujetó con el cordón, se cambió las botas de escalar por unas sandalias que sacó del bolsillo de la capa y, así metamorfoseado y con el casco bajo el brazo, se unió a sus compañeros, que caminaban trabajosamente por el guijarral.
Los tres parecían fatigados y ninguno habló hasta que el acantilado cambió y pasaron bajo la sombra de la negra pizarra. La orilla era todavía más impresionante vista de cerca, una amplia plataforma reluciente de arcilla salpicada de peñascos, fracturada y agrietada como por efecto de un terremoto, una orilla desolada e inexorable. Los charcos eran pozos de un azul negruzco festoneados de gelatinosas algas; ciertamente ningún mar septentrional criaba un verde tan exótico. Hasta los habituales desechos de la orilla -astillas de madera manchadas de alquitrán, cartones en los que la espuma burbujeaba como un hervor de impurezas marrones, botellas, cabos de sogas alquitranadas, los frágiles huesos blancos de un ave marina- parecían los siniestros restos de una catástrofe, el triste cieno de un mundo muerto.
Como por mutuo acuerdo se acercaron más unos a otros y se abrieron paso con precaución sobre las viscosas rocas en dirección al mar hasta el punto donde el oleaje bañaba las losas, y Dennis Lerner hubo de remangarse los faldones de la túnica. De repente, Julius se detuvo y se volvió hacia el acantilado. Dalgliesh se volvió con él, pero Dennis siguió mirando fijamente hacia el mar abierto.
– La marea avanzaba rápidamente. Debía de haber llegado hasta aquí aproximadamente. Yo bajé a la playa por el mismo camino de hoy. Me llevó unos minutos de mucho correr, pero era el más próximo la única manera de llegar. Cuando salté y empecé a correr por las piedras no lo vi a él ni la silla. Pero al llegar a la roca negra hube de hacer un esfuerzo para mirarlo. Al principio no vi nada inusual, el mar bullía como siempre entre las rocas. Luego distinguí una de las ruedas de la silla. Estaba en mitad de una losa plana; el sol centelleaba en el cromo y las varillas metálicas. Estaba tan bien colocada, de una manera casi decorativa, que parecía imposible que hubiera ido a parar allí por casualidad. Supongo que rebotó contra el fondo y fue rodando hasta allí. Recuerdo que la cogí y la empujé hasta la orilla, riendo en voz alta. El susto, supongo. Y la risa resonó en la pared del acantilado.
Lerner, sin volverse, dijo con voz ahogada:
– Lo recuerdo. Yo lo oí. Me pareció que era Victor el que se reía. Parecía la risa de Victor.
– Entonces, ¿vieron el accidente? -preguntó Dalgliesh.
– A unos cincuenta metros de distancia. Yo había llegado de Londres después de comer y decidí darme un baño. Era un día excepcionalmente cálido para el mes de septiembre. Justo al llegar a la cima del promontorio vi como se precipitaba la silla. Ni yo ni nadie podía hacer algo. Dennis estaba tumbado en la hierba a unos diez metros de Holroyd. Se puso en pie de un salto y echó a correr detrás profiriendo aullidos de fantasma. Luego empezó a correr arriba y abajo por el borde del precipicio, agitando los brazos como un cuervo marrón enorme y demente.
– Ya sé que no demostré mucha valentía -dijo Lerner entre dientes.
– No era exactamente ocasión de demostrar valentía, chico. Nadie esperaba que te lanzaras por el precipicio detrás de él, aunque, durante un segundo pensé que ibas a hacerlo. -Se volvió hacia Dalgliesh-: Dejé a Dennis tendido boca abajo en la hierba, supongo que conmocionado, me detuve un momento para gritarle que fuera a buscar ayuda a Toynton Grange y salí hacia el camino. Dennis tardó unos diez minutos en recuperarse y empezar a moverse. Quizás hubiera sido más sensato prestarle más atención a él y luego hacer que me acompañara para ayudarme a recoger el cadáver. Casi lo perdemos.
– La silla debió de salir despedida a considerable velocidad si aterrizó tan lejos.
– Sí. Es extraño, ¿no? Yo lo buscaba más cerca de la base de la roca. Pero a unos seis metros a la derecha vi un revoltijo de metal que ya estaba siendo alcanzado por el agua. Y por fin vi a Holroyd. Parecía un enorme pez embarrancado rodando en el oleaje. Tenía el semblante pálido e hinchado, incluso cuando estaba vivo, el pobre, por algo relacionado con los esteroides que le daba Eric. Ahora estaba grotesco. Debía de haber salido despedido de la silla antes del impacto; al menos estaba a cierta distancia de los restos. Sólo vestía pantalones y una camisa de algodón; el mar y las rocas habían hecho jirones la camisa y yo lo único que veía era un enorme torso blanco que se revolvía y ascendía con el oleaje. Se había abierto la cabeza y se había cortado la arteria del cuello. Debía de haber sangrado copiosamente; el mar hizo el resto. Cuando yo llegué junto a él, la espuma todavía estaba teñida de rosa, como un baño de burbujas. Daba la impresión de que ya no le quedaba sangre dentro, como si llevara meses en el agua. Un cadáver sin sangre, medio desnudo, revolcándose en las olas.
Un cadáver sin sangre. Un asesinato sin sangre.
La frase se le quedó inevitablemente grabada en la mente a Dalgliesh. Con voz sosegada, neutra, preguntó:
– ¿Cómo se las arregló para cogerlo?
– No fue fácil. Como he dicho, la marea avanzaba de prisa. Conseguí meterle la toalla que llevaba por el cinturón y traté de subirlo a una de las rocas más altas, una tarea indecorosa y fea para los dos. Pesaba bastante más que yo y encima tenía los pantalones empapados. Temía que se le cayeran. Supongo que habría dado lo mismo, pero entonces me pareció importante conservar un poco de dignidad. Aproveché cada embate de las olas para acercarlo a la orilla y conseguí subirlo a esa roca, me parece. Yo también estaba empapado y tiritando a pesar del calor. Recuerdo que pensé que era extraño que el sol no me secara la ropa.
Mientras Court pronunciaba este discurso, Dalgliesh había echado furtivas miradas al perfil de Lerner. En el fino cuello enrojecido por el sol, una vena latía como una bomba.
– Esperemos que la muerte le resultara menos angustiante a él que a ustedes -dijo Dalgliesh fríamente.
– No debe olvidar que no todo el mundo tiene la misma predilección profesional por este tipo de entretenimientos -dijo Court riendo-. Una vez lo hube situado aquí, me limité a agarrarlo con fuerza, como un pescador su pesca, hasta que llegó el grupo de Toynton Grange con una camilla. Llegaron tambaleándose por la playa, que es el camino más rápido, dando traspiés, tropezando con las piedras cargados como para una desorganizada merienda campestre.
– ¿Y la silla de ruedas?
– No volví a acordarme de ella hasta que regresamos a Toynton Grange. Naturalmente, era pura chatarra. Todos lo sabíamos. Pero pensé que quizá la policía querría examinarla para ver si los frenos estaban en mal estado. Bastante inteligente por mi parte ¿no? Por lo visto a nadie más se le ocurrió. Pero cuando volvieron a buscarla, lo único que encontraron fueron las dos ruedas y la parte central. Las dos piezas laterales con los dos frenos de mano de trinquete habían desaparecido. La policía rastreó la zona más a fondo a la mañana siguiente, pero tuvieron la misma suerte.
A Dalgliesh le hubiera gustado preguntar quien de los habitantes de Toynton Grange había salido en la expedición de búsqueda, pero estaba decidido a no dejar traslucir verdadera curiosidad. Se dijo que no sentía curiosidad alguna. La muerte violenta ya no era asunto suyo y, oficialmente, aquélla en concreto nunca lo sería. Sin embargo, resultaba extraño que no se encontraran las dos piezas vitales de la silla. Y aquella playa rocosa, con sus profundas grietas, sus charcos, sus numerosos lugares ocultos, hubiera sido un lugar idóneo para hacerlas desaparecer. Pero ya debía de habérsele ocurrido a la policía local. Supuso que era una de las preguntas que tendría que hacer con tacto. El padre Baddeley le había escrito pidiéndole ayuda el día anterior a la muerte de Holroyd, pero no ello no quería decir que los dos hechos no tuvieran nada que ver.
– ¿Le alteró mucho la muerte de Holroyd al padre Baddeley? – preguntó.
Mucho, cuando se enteró. Pero no lo supo hasta una semana después. Entonces ya había pasado la investigación y Holroyd había sido enterrado. Pensaba que Grace Willison ya se lo habría dicho. Michael y Victor nos dieron el día entre los dos. Cuando Dennis llegó a la casa con la noticia, el grupo de rescate se puso en marcha sin comunicarlo a los pacientes. Era comprensible, pero desafortunado. Cuando unos cuarenta minutos después todos cruzamos la puerta principal, deshechos, con lo que quedaba de Holroyd colgando de la camilla, Grace Willison pasaba por el vestíbulo. Para añadir un poco de emoción a la cosa, se desmayó del susto. Sea como fuere, Wilfred pensó que Michael podía empezar a ganarse las judías y mandó a Eric a buscarlo. Eric lo encontró en pleno ataque de corazón. Así pues, llamaron a otra ambulancia -pensamos que tener que compartir el viaje al hospital con lo que quedaba de Holroyd podía rematar a Michael- y el viejo se fue feliz en su ignorancia. La enfermera le contó lo de Victor cuando los médicos pensaron que estaba preparado para oírlo. Según ella, aunque estaba profundamente afectado, se lo tomó con calma. Tengo entendido que le mandó una carta de condolencia a Wilfred. El padre Baddeley estaba acostumbrado a aceptar la muerte de los demás sin alterarse, y Holroyd y él no eran exactamente amigos. Me imagino que fue la idea del suicidio lo que afectó su susceptibilidad profesional.
De repente, Lerner dijo en voz baja:
– Yo me siento culpable porque me considero responsable.
– O se empuja a Holroyd por el precipicio o no se le empuja. Si no se le empuja, sentirse culpable es caer en la indulgencia -dijo Dalgliesh.
– ¿Y si se le empuja?
– Entonces es peligroso.
– Victor se suicidó -dijo Julius riendo-. Ustedes ya lo saben, yo lo sé, y lo sabe todo el que conocía a Victor. Si va a empezar a fantasear sobre su muerte, fue una suerte que yo decidiera ir a darme un baño esa tarde y pasara por la loma en ese momento.
Los tres, como de común acuerdo, echaron a andar chapoteando a lo largo de la pedregosa orilla. Mirando el pálido rostro de Lerner, el músculo crispado en la comisura de la boca, los parpadeantes ojos siempre alerta, Dalgliesh pensó que ya habían hablado bastante de Holroyd y empezó a preguntar cosas acerca del acantilado. Lerner se volvió hacia él.
– Es fascinante, ¿no? Me encanta la variedad de esta costa. Hacia el oeste, en Kimmeridge, encontramos la misma pizarra; allí se conoce como carbón de Kimmeridge. Es bituminosa, ¿sabe?, no se puede quemar. En Toynton Grange lo intentamos; a Wilfred le gustó la idea de ser autosuficiente incluso en lo relativo a calefacción. Pero olía tan mal que tuvimos que dejarlo. Casi nos mata aquella peste. Tengo entendido que desde mediados del siglo XVIII se vienen haciendo intentos de explotarla, pero nadie ha conseguido quitarle el olor. La piedra negra parece un poco apagada y sosa ahora, pero si se pulimenta con cera de abejas brilla como el azabache. Ya ha visto usted el efecto en la torre negra. En tiempo de los romanos se hacían ornamentos con ella. Tengo un libro sobre la geología de esta costa si le interesa, y podría enseñarle mi colección de fósiles. Wilfred opina que no debería cogerlos ahora que el terreno está tan erosionado, de modo que lo he dejado. Pero he reunido una colección bastante interesante. Y tengo lo que me parece que es parte de un brazalete de la Edad de Hierro,
Julius Court avanzaba haciendo rechinar los guijarros unos pasos por delante de ellos. Se volvió y les gritó:
– No lo aburras con tu entusiasmo por las piedras viejas, Dennis. Acuérdate de lo que ha dicho. No estará aquí el tiempo suficiente para que merezca la pena. -Y el dirigió una sonrisa a Dalgliesh. Parecía un desafío.
Antes de salir hacia Wareham, Dalgliesh le escribió a Bill Moriarty, de Scotland Yard. Le dio la escueta información que tenía sobre los pacientes y el personal de Toynton Grange y le preguntó si oficialmente se sabía algo. Se imaginaba cómo reaccionaría Bill a la carta, del mismo modo que adivinaba el estilo de su respuesta. Moriarty era un detective de primera categoría, pero excepto, por suerte, en los informes oficiales, adoptaba un estilo jocoso, falsamente jovial cuando hablaba o escribía sobre sus casos, como si estuviera ansioso por descontaminar la violencia con humor, o por demostrar su profesional sangre fría frente a la muerte. Pero si el estilo de Moriarty era sospechoso, su información era invariablemente detallada y exacta. Y, lo que era más, llegaría con rapidez.
Cuando se detuvo en el pueblo de Toynton a echar la carta, Dalgliesh tomó la precaución de telefonear antes de presentarse en la comisaría del distrito. Por lo tanto su llegada estaba prevista. El comisario, que había tenido que ausentarse inesperadamente para asistir a una reunión con el guardia en jefe, había dejado instrucciones para que le comunicaran sus disculpas al visitante y lo distrajeran en su ausencia. Las últimas palabras que le dijo al inspector Daniel fueron:
– Lamento no estar aquí cuando llegue el comandante. Lo conocí el año pasado en una conferencia que dio en Bramshill. Al menos mitiga la arrogancia de los metropolitanos con buena educación y una plausible exhibición de humildad. Resulta refrescante conocer a alguien procedente del humo que no trate a las fuerzas de provincias como si reclutáramos al personal poniendo cebos de carne cruda atada a un palo en las entradas de las cuevas. Es posible que sea la niña de los ojos del gobernador, pero es un buen poli.
– ¿No es poeta, señor?
– Yo no trataría de congraciarme con él mencionándolo. Yo invento crucigramas por afición, cosa que probablemente requiere el mismo nivel intelectual, pero no espero que la gente me alabe por ello. He sacado su último libro de la biblioteca. Cicatrices invisibles. ¿Le parece a usted un título irónico tratándose de un poli?
– No lo sé, señor, sin haber leído el libro…
– Yo sólo entendí un poema de cada tres, y es posible que ni siquiera eso. Supongo que no ha dicho a qué debíamos el honor.
– No, señor, pero como se aloja en Toynton Grange, es posible que le interese el caso Holroyd.
– No sé por qué va a interesarle, pero más vale que avise al sargento Varney.
– Le he pedido a Varney que almuerce con nosotros, señor. La taberna de siempre me ha parecido apropiada.
– ¿Por qué no? Que vea el comandante cómo vivimos los pobres.
Así pues, tras los preliminares usuales establecidos por los cánones de la cortesía, Dalgliesh fue invitado a almorzar en The Duke's Arms. Era una taberna poco atractiva que no se veía desde la calle High. Se accedía a ella por un oscuro callejón que se abría entre un almacén de maíz y una de esas tiendas en las que se vende de todo, habituales en las poblaciones rurales, de cuyo techo cuelgan todos los aperos posibles de jardinería, un variado muestrario de cubos de latón, tinas, escobas, cuerdas, teteras de aluminio y correas de perro, envuelto todo en un potente olor a parafina y trementina. El inspector Daniel y el sargento Varney fueron saludados sin efusión pero con evidente satisfacción por el fornido patrón, que iba en mangas de camisa. Evidentemente, se trataba de un tabernero que podía permitirse recibir la noticia en su bar sin miedo a adquirir mala fama. El establecimiento estaba abarrotado, lleno de humo y del zumbido de voces de Dorset. Daniel abrió la marcha por un estrecho corredor que olía penetrantemente a cerveza y ligeramente a orina hasta un inesperado patio soleado con el suelo cubierto de grava. En el centro había un cerezo cuyo tronco estaba rodeado por un banco de madera, y media docena de robustas mesas y sillas complementaban el conjunto en la zona enlosada circundante. El patio estaba desierto. La clientela seguramente se pasaba demasiado tiempo de su vida al aire libre para considerarlo una alternativa deseable a la camaradería del bar, abrigado y lleno de humo, mientras que los turistas que lo hubieran agradecido no era probable que entraran en The Duke's Arms.
Sin que lo llamaran, el tabernero les sirvió dos pintas de cerveza, un plato de panecillos con queso, un bote de salsa chutney casera y un gran cuenco de tomates. Dalgliesh dijo que tomaría lo mismo. La cerveza resultó excelente, el queso era cheddar inglés y el pan estaba recién hecho y no era la papilla sin consistencia de algunos hornos de producción en gran escala. La mantequilla no llevaba sal y los tomates sabían a sol. Comieron juntos en silenciosa camaradería.
El inspector Daniel era un hombretón impasible de metro ochenta y cinco, con una mata de cabello canoso, fuerte y rebelde y un rostro saludable tostado por el sol. Parecía que se acercaba a la edad de la jubilación. Tenía unos inquietos ojos negros que se movían perpetuamente de un rostro a otro con una expresión divertida, indulgente y en cierta medida de satisfacción consigo mismo, como si se sintiera responsable de la conducta del mundo y, en conjunto, considerara que no lo hacía demasiado mal. El contraste entre aquellos ojos brillantes e inquietos, sus movimientos pausados y su voz todavía más flemática de hombre del campo resultaba desconcertante.
El sargento Varney era cinco centímetros más bajo y tenía un rostro redondo, dulce e infantil en el cual la experiencia no había dejado rastro alguno hasta el momento. Parecía muy joven, el prototipo del agente cuyo aspecto juvenil y atractivo provoca la perenne queja por parte de la ciudadanía de mediana edad en el sentido de que los policías cada día son más jóvenes. Trataba a sus superiores con afabilidad y respeto, pero sin servilismo ni excesiva deferencia. Dalgliesh sospechó que disfrutaba de una inmensa confianza en sí mismo que le costaba cierto trabajo ocultar. Cuando habló de la investigación de la muerte de Holroyd, Dalgliesh comprendió por qué. Era un agente joven, inteligente y muy competente, que sabía exactamente adónde iba y cómo pensaba llegar.
Dalgliesh expuso sumaria y cuidadosamente lo que lo había llevado allí.
– Cuando recibí la carta del padre Baddeley, yo estaba enfermo, y cuando llegué aquí ya había muerto. Supongo que lo que me quería consultar no era importante, pero tengo cierta mala conciencia por haberle fallado. Me ha parecido conveniente comentárselo a ustedes para ver si ocurría algo en Toynton Grange que pudiera preocuparlo. He de decir que me parece muy importante. Me han hablado de la muerte de Victor Holroyd, naturalmente, pero eso ocurrió al día siguiente de que me escribiera el padre Baddeley. Sin embargo, sí he pensado que lo que preocupaba podía ser algo que condujera a la muerte de Holroyd.
– No encontramos pruebas de que la muerte de Holroyd estuviera relacionada con alguien más que consigo mismo -dijo el sargento Varney-. Como supongo que sabrá, la conclusión de la investigación fue que se trató de una muerte accidental. El doctor Maskell consultó con un jurado y, en mi opinión, se alegró del veredicto. El señor Anstey es muy respetado en la comarca, aunque en Toynton Grange se comuniquen poco con el exterior, y nadie quería incrementar su angustia. Pero a mi modo de ver, señor, era un caso claro de suicidio. Parece que Holroyd se dejó llevar por un impulso. No era el día que solía salir de paseo y parece ser que lo decidió de repente. Disponemos de las declaraciones de la señorita Grace Willison y de la señora Ursula Hollis, que estaban con Holroyd en el patio, en el sentido de que llamó a Dennis Lerner y casi lo obligó a sacarlo. Lerner testificó que durante el trayecto estaba de especial mal humor y que cuando llegaron al lugar habitual se puso tan impertinente que Lerner cogió su libro y se acomodó a cierta distancia de la silla. Allí es donde lo vio el señor Julius Court, quien al parecer se encontraba en la cima de la loma justo a tiempo para ver cómo la silla se precipitaba hacia adelante, bajaba por la pendiente y caía por el precipicio. Cuando examiné el terreno a la mañana siguiente, todavía se distinguía, por las flores rotas y la hierba aplastada, dónde se había tendido Lerner, y su libro Geología de la costa de Dorset, estaba aún donde lo había dejado. A mí me parece, señor, que Holroyd lo provocó deliberadamente para que se alejara de la silla y así no pudiera alcanzarlo a tiempo una vez hubiera soltado los frenos.
– ¿Explicó Lerner en el tribunal lo que le dijo Holroyd exactamente?
– No lo especificó, señor, pero me dio a entender que lo provocó diciendo que era homosexual, que no cumplía con su cometido en Toynton Grange, que buscaba una vida fácil y que era grosero e incompetente.
– Pues parece que especificó bastante. ¿Qué parte de verdad hay en ello?
– Es difícil de decir, señor. Es posible que todo sea cierto, incluido lo primero, lo cual no quiere decir que le gustara que Holroyd se lo dijera.
– No es grosero -interrumpió el inspector Daniel-, eso está comprobado. Mi hermana Ella trabaja de enfermera en el asilo de Meadowlands, cerca de Swanage. La señora Lerner, que tiene más de ochenta años, vive allí. Su hijo la va a ver con frecuencia, y no duda en echar una mano cuando hay qué hacer. Es extraño que no quiera trabajar allí, pero quizá no sea mala idea no mezclar la vida privada con la profesional. Y es posible que no haya un puesto de practicante vacante. Sin duda, siente también cierta lealtad hacia Wilfred Anstey. Pero Ella tiene a Dennis Lerner en muy buen concepto. Un buen hijo, así es como lo describe. Y debe de dedicar la mayor parte del sueldo a tener a su madre en Meadowlands. Como todos los sitios buenos, no es barato. No, yo diría que Holroyd era un individuo imposible. En Toynton Grange estarán mucho más contentos sin él.
– Es una manera un poco arriesgada de suicidarse -dijo Dalgliesh-. Lo que me sorprende es que consiguiera hacer avanzar la silla.
– A mí también me sorprendió -declaró el sargento Varney después de tomar un prolongado sorbo de cerveza-. No pudimos recuperar la silla entera, de modo que nos fue imposible experimentar con ella. Pero Holroyd era robusto, calculo que pesaba unos tres kilos más que yo, y yo probé una de las sillas más viejas de Toynton Grange, el modelo más parecido al de él. Si el terreno era lo bastante firme y la pendiente de más de treinta grados la podía hacer avanzar con un impulso fuerte. Julius Court declaró que vio que el cuerpo de Holroyd daba una sacudida, pero que desde donde estaba no distinguía si era para impulsar la silla o como reacción espontánea al susto de encontrarse en movimiento. Y hay que recordar que era el único método para matarse que tenía a su alcance. Estaba casi totalmente imposibilitado. Lo más fácil hubiera sido drogarse, pero todos los medicamentos están bajo llave en el consultorio del primer piso; no tenía posibilidades de hacerse con algo peligroso sin ayuda. Podía haber intentado ahorcarse con una toalla del cuarto de baño, pero las puertas no tienen cerradura. Naturalmente es una precaución ante la eventualidad de que los pacientes sufran algún percance y les sea imposible pedir ayuda, pero implica falta de intimidad.
– ¿Y un posible defecto de la silla?
– Ya se me había ocurrido, y fue debidamente planteado en la investigación. Pero sólo recuperamos el asiento y una de las ruedas de la silla. Las dos piezas laterales que llevaban los frenos de mano y la barra transversal con los trinquetes no se encontraron.
– Justamente las partes de la silla en las que se hubieran podido ver los defectos de los frenos, ya fueran de origen natural o deliberado.
– Si las hubiéramos encontrado a tiempo y el mar no las hubiera estropeado demasiado. Pero no las encontramos. El cuerpo se había desprendido de la silla en el aire o al recibir el impacto, y Court, como es natural, se concentró en recuperar el cadáver. El oleaje lo zarandeaba, los pantalones estaban llenos de agua y pesaba demasiado para transportarlo a mucha distancia. Pero le metió la toalla por el cinturón y consiguió sujetarlo hasta que llegó la ayuda en las personas del señor Anstey, el doctor Hewson, la hermana Moxon y Albert Philby, el mozo, con una camilla. Entre todos pusieron el cadáver encima y regresaron trabajosamente a Toynton Grange por la playa. Entonces nos llamaron. En cuanto llegaron a casa al señor Court se le ocurrió que la silla también debería recuperarse para examinarla y mandó a Philby a buscarla. La hermana Moxon se ofreció a acompañarlo. La marea se había retirado unos veinte metros y encontraron la parte central, es decir el asiento y el respaldo, y una de las ruedas.
– Me sorprende que Dorothy Moxon fuera a buscar la silla, lo más lógico es que se hubiera quedado con los pacientes.
– Eso me parece a mí, pero Anstey se negó a salir de Toynton Grange y el doctor Hewson pensó que su lugar estaba junto al cadáver. La enfermera Rainer tenía la tarde libre y allí no había nadie más, si excluimos a la señora Millicent Hammitt, y no creo que a alguien se le ocurriera contar con ella. Parecía importante que fueran dos los pares de ojos que buscaran la silla antes de que oscureciera.
– ¿Y Julius Court?
– El señor Court y el señor Lerner pensaron que debían estar en Toynton Grange cuando llegáramos nosotros.
– Muy bien pensado. Y cuando llegaron sin duda estaba demasiado oscuro para rastrear el terreno debidamente.
– Sí. Eran las siete y catorce. Aparte tomar declaraciones y disponer que el cadáver se trasladara a la funeraria, poco podíamos hacer hasta la mañana siguiente. No sé si ha visto esa playa con la marea baja. Parece una enorme lámina de caramelo de melaza negra que un gigante prodigioso se haya divertido en aplastar con un martillo gigantesco. Hicimos una búsqueda bastante intensa en una amplia zona, pero si las piezas metálicas están en las grietas que hay entre algunas rocas haría falta un detector de metales para localizarlas, con suerte, y material para recuperarlas. A mi modo de ver, lo más probable es que hayan quedado enterradas bajo las piedras. Con la marea alta hay mucha turbulencia.
– ¿Hay algún motivo para suponer que Holroyd sintiera de repente impulsos suicidas? -dijo Dalgliesh-. Quiero decir… ¿por qué eligió ese momento?
– Yo también lo pregunté. Una semana antes, es decir el 5 de septiembre, el señor Court, junto con el doctor y la señora Hewson, lo llevaron a Londres en el coche de Court para ver a sus abogados y a un médico del hospital St. Saviour. Es el hospital donde se formó el doctor Hewson. Deduzco que al señor Holroyd no le dieron muchas esperanzas de que fuera posible hacer algo más por él. El doctor Hewson dijo que la noticia no pareció deprimirlo mucho. No esperaba otra cosa. El doctor Hewson me dio a entender más o menos que Holroyd había insistido en realizar la consulta simplemente para que lo llevaran a Londres. Era un hombre inquieto y le gustaba alejarse de Toynton Grange de vez en cuando. El señor Court pensaba hacer el viaje de todas maneras y les ofreció su coche. Tanto la enfermera jefe, la señora Moxon, como el señor Anstey insistieron en que Holroyd no regresó especialmente deprimido, pero, claro, tienen cierto interés en desacreditar la teoría del suicidio. Los pacientes me contaron una historia bastante distinta. Después de su regreso, observaron un cambio en Holroyd. No dijeron que estuviera deprimido, pero tampoco era más fácil convivir con él. Dijeron que estaba nervioso. La señorita Willison lo calificó de exaltado. Dijo que parecía que estaba tomando alguna decisión. No creo que le quepa duda alguna de que Holroyd se suicidó. Cuando la interrogué se mostró muy alterada por la idea y angustiada por el señor Anstey. No quería creerlo, pero no tenía otro remedio.
– ¿Y la visita de Holroyd a su abogado? ¿Se enteraría allí de algo que lo intranquilizara?
– Es un bufete familiar muy antiguo, Holroyd y Martinson, de Bedford Row. El hermano mayor de Holroyd es el socio principal. Lo llamé pero no saqué gran cosa. Según él, la visita fue casi por completo de índole social y Victor no estaba más deprimido que de costumbre. Nunca se habían llevado muy bien, pero el señor Martin Holroyd iba a ver a su hermano alguna que otra vez, sobre todo cuando tenía que hablar con el señor Anstey sobre sus asuntos.
– ¿Quiere decir que Holroyd y Martinson son los abogados de Anstey?
– Hace más de ciento cincuenta años que representan a la familia, tengo entendido. Es una relación que viene de antiguo. Por eso Victor Holroyd se enteró de la existencia de Toynton Grange. Fue el primer paciente de Anstey.
– ¿Y la silla? ¿No sería posible que alguien de Toynton Grange la saboteara, ya fuera el día que murió Holroyd o la noche anterior?
– Philby, claro. Tuvo la mejor oportunidad, pero pudieron haberlo hecho varias personas. La pesada silla de Anstey, la que usaba para estos paseos, se guardaba en el taller que hay al final del pasillo de la ampliación sur. No sé si lo sabe, pero es accesible incluso en silla de ruedas. Fundamentalmente, es Philby el que trabaja allí. Tiene las herramientas corrientes de carpintería y algunas de metalistería. Pero los pacientes también pueden utilizarlo y se les alienta a ayudarlo o a dedicarse a sus propias aficiones. Holroyd hacía sencillos trabajos de carpintería antes de empeorar, y el señor Carwardine hace figuras de arcilla de vez en cuando. Las mujeres no suelen usarlo, pero no sería extraño ver a uno de los hombres por allí.
– Carwardine me dijo que estaba en el taller cuando Philby engrasó y comprobó los frenos a las nueve menos cuarto -declaró Dalgliesh.
– Eso es más de lo que me dijo a mí. Me dio la impresión de que no había visto exactamente qué hacía Philby. Y éste se mostró algo evasivo sobre si comprobó o no los frenos. No me extrañó. Era evidente que todos querían que pareciera un accidente si eso no debía inducir al juez investigador a entrar en demasiadas consideraciones sobre una posible negligencia. Sin embargo, yo tuve algo de suerte cuando les pregunté por la mañana de la muerte de Holroyd. Después de desayunar, Philby bajó al taller; serían las nueve menos cuarto. No estuvo allí más de una hora y cuando se fue cerró la puerta con llave. Estaba encolando unas cosas y no quería que alguien las tocara. Me dio la impresión de que Philby piensa que el taller es dominio suyo y no le hace demasiada gracia que lo usen los pacientes. De cualquier modo, se metió la llave en el bolsillo y no volvió a abrir la puerta hasta que Lerner le pidió la llave con alboroto para sacar la silla de Holroyd poco antes de las cuatro. Suponiendo que Philby dijera la verdad, las únicas personas en Toynton Grange que carecen de coartada en el período en que estuvo abierto el taller a primeras horas de la mañana del 12 de septiembre son el señor Anstey, el propio Holroyd, el señor Carwardine, la hermana Moxon y la señora Hewson. El señor Court estaba en Londres y no llegó a su casa hasta poco antes de que salieran Lerner y Holroyd. Lerner está también libre de sospecha. Se hallaba con los pacientes en todos los momentos importantes.
Aquello estaba muy bien, pensó Dalgliesh, pero demostraba muy poca cosa. El taller quedó abierto después de que se marcharan Carwardine y Philby, y presumiblemente estuvo abierto toda la noche.
– No olvidó usted detalle, sargento -dijo-. ¿Consiguió descubrir todo esto sin alarmarlos demasiado?
– Eso creo. No creo que pensaran ni un instante que el responsable podía ser otro. Lo interpretaron como que estaba comprobando si Holroyd tuvo la oportunidad de manipular la silla. Y, si se trucó deliberadamente, yo soy del parecer de que lo hizo él mismo. Por lo que he oído, era un hombre avieso. Es probable que le divirtiera pensar que cuando se recuperara la silla del mar y se descubriera el daño, todos los habitantes de Toynton Grange serían sospechosos. Tal idea debía de complacerlo.
– Pero me resulta difícil creer que ambos frenos fallaran al mismo tiempo y de manera accidental -dijo Dalgliesh-. He visto las sillas. El sistema de frenado es muy sencillo, pero efectivo y seguro. Y casi resulta igualmente difícil imaginar que hubo un sabotaje deliberado. ¿Cómo podía fiarse el asesino de que los frenos fallaran en ese preciso momento? Lerner o Holroyd podían comprobarlos antes de salir. El defecto podía ser descubierto al detener la silla en la cima del acantilado e incluso durante el trayecto. Además, por lo visto nadie sabía que Holroyd iba a insistir en salir esa tarde. Ah, ¿qué ocurrió exactamente en la cima del acantilado? ¿Quién le echó el freno a la silla?
– Según Lerner, Holroyd. Lerner admite que no miró los frenos ni una sola vez. Lo único que puede decir es que no observó nada anormal en la silla. No usaron los frenos hasta que llegaron al lugar donde solían detenerse.
Se produjo un instante de silencio. Habían terminado de comer y el inspector Daniel se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de Tweed y sacó su pipa. Mientras acariciaba la cazoleta con el dedo gordo antes de cargarla, dijo:
– ¿No le preocupa nada de la muerte del anciano?
– Médicamente ya le habían diagnosticado una muerte próxima y murió en circunstancias poco convenientes para mí. Me preocupa no haber llegado a tiempo para oír lo que le rondaba por la cabeza, pero es una preocupación personal. Como policía, me gustaría saber quién fue la última persona que lo vio antes de morir. Oficialmente fue Grace Willison, pero tengo la sensación de que tuvo otra visita, otro penitente. Cuando lo encontraron a la mañana siguiente llevaba la estola puesta. Falta su diario y alguien había abierto su escritorio. Puesto que hace más de veinte años que no veía al padre Baddeley, es muy poco lógico por mi parte estar tan seguro de que no fue él mismo.
El sargento Varney se volvió hacia el inspector.
– ¿Cuál sería la posición teológica si alguien se confesara con un sacerdote, fuera absuelto y luego lo matara para asegurarse de que no abriría la boca? ¿Sería válida la confesión?
El joven rostro adquirió una expresión grave muy poco natural; era imposible discernir si la pregunta era seria, si se trataba de un chiste dirigido al inspector o si existía algún otro sutil motivo. Daniel se sacó la pipa de la boca.
– ¡Dios mío! ¡Vosotros los jóvenes sois un atajo de ateos ignorantes! Cuando yo era pequeño, iba a catequesis y echaba centavos en la bandeja para los niños negros no era ni la mitad de ignorante que vosotros. Créeme, chico, de nada le serviría, ni teológicamente ni de cualquier otra manera. -Y volviéndose hacia Dalgliesh, añadió-: ¿Así que llevaba la estola puesta? Eso es interesante.
– A mí me lo ha parecido.
– Pero tampoco es tan extraño. A lo mejor estaba solo y sintió que se moría. Quizá se encontraba más cómodo llevándola puesta. ¿No le parece?
– No sé lo que haría, ni lo que pensaría. En los últimos veinte años no me ha interesado saberlo.
– Y el escritorio forzado… A lo mejor decidió empezar a destruir sus papeles y no se acordaba de dónde había dejado la llave.
– Es perfectamente posible.
– ¿Lo incineraron?
– Sí, a instancias de la señora Hammitt, y enterraron sus cenizas según el rito de la Iglesia anglicana.
El inspector Daniel no dijo más. Mientras se levantaban para marcharse, Dalgliesh pensó amargamente que no había más que decir.
Los abogados del padre Baddeley, el bufete Loder y Wainwrigth, ocupaban una casa sencilla pero armoniosa de ladrillo rojo situada en la calle South y típica, pensó Dalgliesh, de las agradables construcciones que se edificaron después de que el pueblo antiguo quedara destruido por un incendio en 1762. Un tope de bronce en forma de cañón en miniatura sostenía la puerta abierta y su reluciente boca apuntaba intimidatoriamente hacia la calle. Aparte de este belicoso símbolo, la casa y los muebles eran acogedores y creaban un ambiente de sólida opulencia, tradición y rectitud profesional. En el vestíbulo pintado de blanco colgaban láminas que representaban el Dorchester del siglo XVIII. Olía a pulimento de muebles. A la izquierda, una puerta abierta conducía a una amplia sala de espera presidida por una inmensa mesa circular con un pie labrado, media docena de sillas de caoba lo suficientemente resistentes para soportar a un robusto granjero en erguida incomodidad, y un óleo de un caballero Victoriano sin nombre, seguramente el fundador de la empresa, con patillas y condecoraciones, y luciendo el cierre de la cadena del reloj entre los delicados dedos como si tuviera miedo de que el pintor se olvidara de reproducirla. Era una casa en la que cualquiera de los personajes más prósperos de Hardy se hubiera encontrado a gusto y hubiera podido discutir confiadamente los efectos de la abolición de las leyes del maíz o la perfidia de los corsarios franceses. Frente a la sala de espera había un despacho ocupado por una joven vestida hasta la cintura con botas negras y falda larga como una institutriz victoriana y por encima de la cintura como una lechera embarazada. Estaba escribiendo a máquina laboriosamente a una velocidad que explicaba las críticas de Maggie Hewson sobre la lentitud de la empresa. En respuesta a la pregunta de Dalgliesh, levantó la vista a través de una cortina de cabello lacio y dijo que el señor Robert no estaba en aquel momento, pero que regresaría al cabo de diez minutos. Comiendo con tranquilidad, se dijo Dalgliesh, y se resignó a esperar media hora.
Loder regresó unos veinte minutos después. Dalgliesh lo oyó entrar en recepción dando alegres saltitos, luego se produjo un murmullo de voces y un segundo más tarde apareció en la sala de espera e invitó al visitante a acompañarlo a su despacho, que estaba en la parte posterior de la casa. Ni la habitación -pequeña, mal ventilada y desordenada- ni su dueño eran lo que Dalgliesh esperaba. Ninguno de los dos armonizaba con la casa. Bob Loder era un hombre de tez aceitunada, cuerpo robusto y rostro cuadrado, con la piel manchada, una palidez enfermiza y unos ojos pequeños y tristes. Su cabello liso y brillante era uniformemente oscuro -demasiado oscuro para ser del todo natural- con la excepción de una estrecha franja plateada en las sienes y la frente. Llevaba un bigote pulido y bien recortado sobre los labios, que eran tan rojos y húmedos que daba la impresión de que estaban a punto de rezumar sangre. Al observar las arrugas junto a los ojos y los fláccidos músculos del cuello, Dalgliesh sospechó que ni era tan joven ni tan vigoroso como se esforzaba en aparentar.
Saludó a Dalgliesh con una efusión y una afabilidad que parecían entonar tan poco con su carácter como con la ocasión. Sus maneras le recordaban a Dalgliesh algo de la desesperada cordialidad de los ex militares que no se habían acabado de adaptar a la vida civil, o quizás a un vendedor de coches con poca confianza en que el chasis y el motor aguantaran unidos el tiempo suficiente para terminar la venta.
Dalgliesh explicó brevemente la evidente razón de su visita.
– No supe que el padre Baddeley había muerto hasta que llegué a Toynton Grange, y la primera persona que me habló de la herencia que me había dejado fue la señora Hewson. Esto no tiene importancia. Seguramente todavía no les ha dado tiempo de escribirme, pero el señor Anstey desea tener la casa libre para el nuevo ocupante y he pensado que más valía que hablara con usted antes de llevarme los libros.
Loder asomó la cabeza por la puerta y pidió a gritos el expediente, que apareció en un tiempo sorprendente. Después de darle un repaso superficial, dijo:
– Muy bien, perfectamente. Perdone que no le hayamos escrito. No ha sido tanto por falta de tiempo como porque no teníamos dirección adonde dirigirnos. A nuestro querido anciano no se le ocurrió. El nombre me suena. ¿Debería reconocerlo?
– No lo creo, quizás el padre Baddeley me nombró cuando vino a verlo. Tengo entendido que vino un par de días antes de caer enfermo.
– Exacto, el miércoles once por la tarde. Ahora que lo pienso, no era más que la segunda vez que nos veíamos. Antes me había consultado hace unos tres años, poco después de llegar a Toynton Grange. Quería redactar el testamento. No tenía gran cosa; pero como casi no gastaba, había acumulado una suma bastante respetable.
– ¿Quién le habló de usted?
– Nadie. Nuestro querido anciano quería hacer testamento, sabía que necesitaba un abogado, cogió el autobús hasta Wareham y entró en el primer bufete que encontró. Me hallaba aquí por casualidad y lo atendí. Redacté el documento y, como le pareció bien, dos de nuestros empleados firmaron en calidad de testigos. Una cosa si he de decir del pobre anciano, fue el cliente más fácil que he tenido nunca.
– Me preguntaba si cuando vino a verlo el día once le consultó sobre alguna preocupación en concreto. En la última carta que me escribió daba a entender que le preocupaba algo. Si debo hacer alguna cosa… -Adam Dalgliesh dejó la frase en suspenso.
– Nuestro querido anciano vino con el espíritu algo alterado -dijo Loder alegremente-. Estaba considerando un cambio en el testamento, pero no se había acabado de decidir. Parecía pensar que no podía tener el dinero en el limbo hasta que se decidiera. Le dije: «Querido señor, si fallece usted esta noche, el dinero será para Wilfred Anstey y Toynton Grange. Si no quiere que sea así, debe decidir qué es lo que quiere, y yo redactaré un testamento nuevo. Pero el dinero existe, no desaparecerá. Y mientras no anule el testamento anterior ni lo cambie, sigue siendo válido».
– ¿Le pareció que estaba en sus cabales?
– Sí,sí. Confuso quizá, pero más en la imaginación que en el entendimiento, no sé si me entiende. En cuanto se lo expliqué, lo entendió todo. Bueno, siempre lo había entendido, simplemente deseaba que el problema no existiera. Nos pasa a todos.
– Y al día siguiente lo ingresaron en el hospital y menos de quince días después el problema se resolvió.
– Sí, pobrecillo. Supongo que él habría dicho que lo solucionó la providencia. Desde luego la providencia puso en claro sus puntos de vista sin lugar a dudas.
– ¿Le dio alguna idea de lo que lo preocupaba? No quiero interferir en el secreto profesional, pero tengo la impresión de que quería consultarme algo. Si deseaba hacerme algún encargo, me gustaría llevarlo a cabo. Y supongo que tengo la curiosidad de los policías por saber qué quería, por aclarar los asuntos inacabados.
– ¿Policía? ¿Resultaba el brillo de la curiosidad y la sorpresa en aquellos ojos fatigados demasiado obvio para ser natural? ¿Lo invitaba a título personal o profesional?
– Seguramente un poco de cada.
– Bueno, no veo qué puede usted hacer al respecto ahora. Aunque me hubiera dicho qué intenciones tenía con respecto al testamento y a quién quería dejar como beneficiario, es demasiado tarde para hacer algo.
Dalgliesh se preguntó si Loder pensaría en serio que esperaba recibir el dinero e intentaba averiguar si había manera de alterar el testamento del padre Baddeley.
– Lo sé. Y dudo que tuviera algo que ver con el testamento. Es extraño que no me escribiera para hablarme del legado, y que por lo visto dejara al principal beneficiario en la misma ignorancia.
Era un disparo totalmente a ciegas, pero dio en el blanco. Loder habló con precaución, con demasiada precaución.
– ¿Ah, sí? Yo pensaba que la vergüenza que tendría que pasar era parte del dilema, la resistencia a desilusionar después de prometer. -Vaciló, y, como si pensara que había dicho demasiado o demasiado poco, añadió-: Wilfred Anstey podría confirmarlo. -Hizo otra pausa, como desconcertado por alguna sutil implicación de sus palabras y, evidentemente irritado por los retorcidos derroteros que había tomado la conversación, dijo con más fuerza-: Quiero decir que si Wilfred Anstey dice que no sabía que era el principal beneficiario, es que yo estoy equivocado. ¿Piensa quedarse mucho tiempo en Dorset?
– Menos de una semana, me imagino. Lo suficiente para mirar los libros y empaquetarlos.
– Ah, sí, los libros, claro. Quizás el padre Baddeley quería consultarle algo de eso. Es posible que pensara que una biblioteca de teología sería más una carga que un legado aceptable.
– Es posible. – Parecía que la conversación se había apagado. Se produjo un leve pero intenso silencio antes de que Dalgliesh dijera levantándose de la silla-: ¿Así, que usted sepa, lo único que le preocupaba era el problema del destino de su dinero? ¿No le consultó sobre algo más?
– No, nada. Pero si lo hubiera hecho es probable que no pudiera contárselo a usted sin romper el secreto profesional. No obstante, como no fue así, no veo motivo para decirle lo contrario. ¿Qué iba a tener que consultarme el pobre viejo? No tenía esposa, ni hijos, ni parientes, ni, que yo sepa, problemas familiares, ni siquiera coche, una vida intachable. ¿Para qué iba a necesitar un abogado aparte de para redactar el testamento?
Era un poco tarde para hablar de secretos profesionales, pensó Dalgliesh. En realidad, no había necesidad de que Loder le confiara que el padre Baddeley había pensado modificar el testamento. Dado que no había llegado a hacerlo, esa información era de las que un abogado prudente hubiera considerado mejor no revelar. Mientras Loder lo acompañaba a la puerta, Dalgliesh dijo en tono ligero:
– Probablemente, el testamento del padre Baddeley no produjo otra cosa que satisfacciones; sin embargo, no se puede decir lo mismo del de Victor Holroyd.
Los opacos ojos se llenaron de repente de luz, de un aire casi conspirador, y Loder dijo:
– ¿Así que también se ha enterado de eso?
– Sí, pero me sorprende que lo sepa usted.
– Aquí, en el campo las noticias vuelan, ya lo sabe usted. En realidad, tengo amigos en Toynton, los Hewson. Bueno, más bien Maggie. Nos conocimos en el baile conservador del invierno pasado. Es una vida muy aburrida la que lleva allí encerrada en el acantilado, para una muchacha vital como ella.
– Sí, debe de serlo.
– Una chica notable, nuestra Maggie. Ella me contó lo del testamento de Holroyd. Creo que fue a Londres a ver a su hermano y se daba por sentado que quería hablar del testamento. Pero parece que al hermano mayor no le gustó lo que proponía Victor y le sugirió que volviera a pensarlo. Entonces Holroyd redactó solo el codicilo. No representaba grandes problemas para él. Toda la familia creció en el ambiente legal y Holroyd empezó a estudiar derecho antes de pasarse a magisterio.
– Tengo entendido que Holroyd y Martinson representan a la familia Anstey.
– Exacto, y desde hace cuatro generaciones. Es una lástima que el abuelo Anstey no los consultara antes de redactar su testamento. Ese caso fue una lección de insensatez por querer actuar como abogado de uno mismo. Bueno, buenas tardes, comandante. Lamento no haberle sido de más ayuda.
Al volverse mientras torcía la esquina de la calle South, Dalgliesh vio que Loder todavía lo observaba, con el reluciente cañón de bronce a los pies. El abogado había planteado varias cuestiones interesantes, y una de ellas era cómo conocía Loder su graduación.
Antes de dedicarse a las compras, debía atender una cosa más. Pasó por el hospital Christmas Close, que databa de principios del siglo XIX, pero no tuvo suerte. El hospital nada sabía del padre Baddeley; allí sólo se trataban casos crónicos. Si su amigo había sufrido un ataque al corazón, casi con toda seguridad lo habrían ingresado en la unidad de cuidados intensivos de un hospital general, tuviera la edad que tuviese. El cortés conserje sugirió que probara ya fuera en el Pool General Hospital de Blandford o el Victoria Hospital de Wimborne, y le indicó con amabilidad dónde estaba el teléfono público más próximo.
En primer lugar llamó a Pool Hospital, que era el que estaba más cerca, y tuvo más suerte de la que esperaba. La empleada que contestó al teléfono era diligente. Con la fecha en que el padre Baddeley fue dado de alta pudo confirmar que el reverendo había sido tratado allí y comunicó a Dalgliesh con el departamento apropiado. Contestó una enfermera. Sí, recordaba al padre Baddeley. No, no sabían que había muerto. Pronunció las convencionales palabras de pésame y logró que parecieran sinceras. Seguidamente fue a buscar a la enfermera Breagan, que solía ocuparse de echar las cartas de los pacientes al correo y quizá podría ayudar al comandante Dalgliesh.
Era consciente de que su graduación tenía algo que ver con la amabilidad que demostraban, pero no todo. Eran mujeres amables que estaban dispuestas a tomarse molestias incluso por un extraño. Le explicó su situación a la enfermera Breagan.
– Verá usted, yo no sabía que mi amigo había muerto hasta que llegué ayer a Toynton Grange. Me había prometido devolverme los documentos en los que estábamos trabajando, pero no están entre sus cosas y querría saber si me los mandó desde el hospital, ya sea a mi dirección de Londres o a Scotland Yard.
– Bueno, comandante, el padre no se dedicaba mucho a escribir; a leer sí, pero no a escribir. Sin embargo, echó dos cartas al correo. Que yo recuerde, eran las dos locales. Tengo que mirar las direcciones para echarlas en la ranura correspondiente. ¿La fecha? Pues, no me acuerdo, pero no me las dio las dos juntas.
– Esas dos cartas que mandó a Toynton, ¿eran una para el señor Anstey y la otra para la señorita Willison?
– Ahora que lo dice, comandante, me parece recordar esos nombres, pero no estoy segura.
– Tiene usted muy buena memoria. ¿Y está segura de que sólo mandó dos cartas?
– Bastante segura, sí. A no ser que otra enfermera le echara alguna carta más, y eso no sería fácil de averiguar. Algunas han cambiado de departamento. Pero no lo creo. Por lo general yo me encargo de eso. Y no era muy dado a escribir, por eso recuerdo que mandó dos cartas.
Podía ser significativa o no, pero la información había merecido la pena. Si el padre Baddeley había concertado una cita para la noche que regresara a casa, debía de haberlo hecho o bien telefoneando desde el hospital una vez se hallara suficientemente recuperado, o por carta. Y sólo Toynton Grange, los Hewson y Julius Court tenían teléfono. Pero es posible que le fuera más cómodo escribir. En la carta a Grace Willison la citaría para confesarla. La dirigida a Anstey podía ser la carta de condolencia por la muerte de Holroyd de que le habían hablado. Pero, por otra parte, también podía no serlo.
Antes de colgar, preguntó si el padre Baddeley había llamado por teléfono desde el hospital.
– Llamó una vez, que yo sepa. Fue cuando ya estaba levantado. Bajó a llamar desde la sala de espera de la consulta externa y me preguntó si tenía un listín de Londres. Por eso me acuerdo.
– ¿A qué hora fue eso?
– Por la mañana. Justo antes de que yo terminara la guardia a las doce.
Así pues, el padre Baddeley necesitaba llamar a Londres, a un número que hubo de buscar. Y llamó no por la noche, sino en horas de oficina. Dalgliesh podía hacer una averiguación inmediata, pero decidió esperar. Se dijo que hasta entonces nada había descubierto que justificara su intervención, aunque fuera a título personal. Y aunque hubiera descubierto algo, ¿adónde lo llevarían todas las sospechas, todas las pistas? A un puñado de huesos molidos enterrados en un cementerio de Toynton, nada más.
Dalgliesh no regresó a Villa Esperanza hasta después de haber cenado temprano en un mesón próximo a Corfe Castle. Se dispuso entonces a empezar a revisar los libros del padre Baddeley. No obstante, antes había unas tareas domésticas, pequeñas pero necesarias, que emprender. Cambió la tenue bombilla de la lámpara de sobremesa por otra de mayor voltaje, limpió y ajustó la llama piloto de la caldera de encima del fregadero, hizo espacio en la alacena para sus provisiones y su vino, y, con la ayuda de su linterna, descubrió en el cobertizo exterior un montón de madera para la chimenea y una tina de latón. En Villa Esperanza no había cuarto de baño. Probablemente, el padre Baddeley se bañaba en Toynton Grange, pero Dalgliesh decidió desnudarse y bañarse en la cocina. La austeridad era un precio pequeño que pagar con tal de evitar el cuarto de baño de Toynton, el olor a desinfectante fuerte propio de los hospitales y los constantes recordatorios de la enfermedad y la deformidad. Aplicó una cerilla a la hierba seca de la rejilla y contempló cómo prendía instantáneamente dando lugar a la única llama de finas agujas negras y dulce aroma. A continuación encendió un fuego pequeñito como prueba y descubrió aliviado que la chimenea estaba despejada. Con un buen fuego, buena luz, libros, comida y vino, no veía motivos para desear encontrarse en ningún otro lugar.
Calculó que debía de haber entre doscientos y trescientos libros en los estantes de la sala de estar, y tres veces más en el segundo dormitorio. Los libros se habían apoderado de tal manera de la habitación que resultaba casi imposible acceder a la cama. La biblioteca presentó pocas sorpresas. Muchos de los volúmenes de teología podían tener interés para alguna biblioteca especializada de Londres; algunos, pensó, serían del gusto de su tía; otros los destinó a sus propios anaqueles. Estaban Antiguo testamento griego, de H. B. Swete, en tres volúmenes, La imitación de Cristo, de Tomás Kempis, Seria llamada, de William Law, Vida y cartas de eminentes teólogos del siglo XIX, en dos volúmenes encuadernados en piel y una primera edición de Sermones parroquiales y sencillos, de Newman. Pero también había una representativa colección de los principales novelistas y poetas ingleses, y, puesto que el padre Baddeley se había dado el capricho de comprar una novela de vez en cuando, había una colección pequeña pero interesante de primeras ediciones.
A las diez menos cuarto oyó unas pisadas que se aproximaban y un chirriar de ruedas seguido de unos perentorios golpes en la puerta. Millicent Hammitt entró en la casita acompañada de un agradable aroma a café recién hecho y de un carrito cargado hasta los topes. Había una robusta jarra azul de café, otra similar de leche caliente, un platito de azúcar moreno, dos tazas a juego y una bandeja de galletas digestivas.
Dalgliesh no tuvo fuerzas para objetar cuando la señora Hammitt lanzó una mirada de admiración al fuego, sirvió dos tazas de café y dejó bien claro que no tenía prisa por marcharse.
La noche anterior, antes de cenar, los habían presentado brevemente, pero sólo habían tenido tiempo de intercambiar unas palabras cuando Wilfred ocupó el estrado y se hizo el silencio prescrito. Millicent había aprovechado la oportunidad para averiguar, mediante un interrogatorio directo totalmente desprovisto de finura, que Dalgliesh iba de vacaciones solo porque era viudo y su mujer había muerto al dar a luz junto con el niño. Su respuesta a tal explicación fue «Muy trágico. Y desde luego inusual hoy en día», con una mirada acusadora al otro extremo de la mesa y en un tono que sugería que alguien habría cometido una inexcusable negligencia.
Calzaba zapatillas de fieltro y vestía una gruesa falda de tweed acompañada de un nada apropiado suéter de lana rosa, calado y abundantemente festoneado de perlas. Dalgliesh sospechó que su casa combinaría con similar poca fortuna la utilidad y el amazacotamiento, pero no sentía la más mínima inclinación por averiguarlo. Para su alivio, Millicent no intentó siquiera ayudarlo en la tarea, sino que se limitó a sentarse en el borde de la butaca, acunando la taza de café en el regazo y con las piernas firmemente separadas para revelar unos globos gemelos de muslo blanco y varicoso por encima del borde de las medias, Dalgliesh prosiguió su trabajo con la taza de café en el suelo, junto a él. Antes de colocar cada volumen en su pila correspondiente, lo sacudía con cuidado por si salía de él algún mensaje. En caso de que así sucediera, la presencia de la señora Hammitt resultaría embarazosa, pero sabía que tal precaución se debía meramente a la costumbre profesional de no dejar cosa alguna al azar. No era el modo de hacer del padre Baddeley.
Entretanto, la señora Hammitt se tomaba el café a sorbitos y hablaba, alentada en su volubilidad e indiscreción por la creencia de que Dalgliesh ya había observado otras veces que un hombre que está realizando un trabajo físico sólo oye la mitad de lo que se le dice.
– No hace falta que le pregunte si durmió bien anoche. Las camas de Wilfred tienen bastante mala fama. Se supone que cierta dureza es beneficiosa para los pacientes impedidos, pero a mi me gustan los colchones en los que uno se hunde. Me sorprende que Julius no lo invitara a dormir en su casa, pero nunca tiene visitas. Supongo que no quiere contrariar a la señora Reynolds. Es la viuda del guardia de Toynton y atiende a Julius cuando está aquí. Con una remuneración exagerada, naturalmente. Bueno, puede permitírselo. Y hoy va a dormir aquí, ¿no? He visto venir a Helen Rainer con la ropa de cama. Supongo que no le importará dormir en la cama de Michael. No, claro que no, siendo policía no será sensible ni supersticioso para cosas como ésta. Y con razón; la muerte no es más que dormir y olvidar. ¿O es la vida? Wordsworth, sea como fuere. De joven me gustaba mucho la poesía, pero no me llevo bien con estos poetas modernos. No obstante, me hubiera gustado mucho que nos hiciera usted una lectura.
Su tono parecía indicar que hubiera sido un placer solitario y excéntrico. Pero Dalgliesh había dejado momentáneamente de escucharla. Había encontrado una primera edición del Diario de un don nadie con una inscripción en letra infantil en la portada.
Al padre Baddeley en su cumpleaños, con el cariño de Adam.
Se lo compré al señor Snelling de Norwich y me lo dio barato por la mancha roja de la página veinte. Pero lo he comprobado y no es sangre.
Dalgliesh sonrió. ¿Así que el arrogante rapazuelo lo había comprobado? ¿Qué misteriosa mezcolanza de ácidos y cristales del recordado juego de química había dado lugar a tan decidido pronunciamiento científico? La dedicatoria reducía el valor del libro más que la mancha, pero no creía que al padre Baddeley le importara. Lo depositó en la pila reservada para sus propios anaqueles y la voz de la señora Hammitt volvió a perforar su conciencia.
– Y si un poeta no es capaz de tomarse la molestia de hacerse inteligible para el lector culto, entonces más vale que el lector culto lo deje en paz, eso es lo que digo yo siempre.
– Claro, señora Hammitt.
– Llámeme Millicent, por favor. Aquí se supone que somos una familia feliz. Si tengo que aguantar que Dennis Lerner, Maggie Hewson e incluso ese desdichado Albert Philby me llamen por mi nombre de pila, y no es que les dé muchas oportunidades, se lo aseguro, no se por qué no lo va hacer usted también. Yo trataré de llamarlo Adam, pero me parece que no me va a salir con facilidad. No es usted una persona de nombre de pila.
Dalgliesh quitó el polvo cuidadosamente a los tomos de Monumento Ritualica Ecclesiae Anglicanae de Maskell y dijo que, por lo que había oído, Victor Holroyd no había contribuido gran cosa a fomentar el concepto de familia feliz.
– Ah, ¿entonces ya le han hablado de Victor? Los chismorreos de Maggie, supongo. Era un hombre realmente difícil, desconsiderado en la vida y en la muerte. Yo conseguí llevarme bastante bien con él. Creo que me respetaba. Era un hombre muy listo y sabía muchas cosas útiles. Pero aquí nadie lo aguantaba. Hasta Wilfred prácticamente terminó dejándolo por imposible. Maggie Hewson era la excepción. Una mujer extraña, siempre tiene que ser distinta. ¿Sabe?, me parece que pensaba que Victor le había dejado su dinero a ella. Claro que todos sabíamos que tenía dinero. Se cercioró de que supiéramos que no era uno de esos pacientes cuya estancia paga el Estado. Y supongo que Maggie pensó que si jugaba sus cartas correctamente algo caería. Una vez más o menos me lo dio a entender. Bueno, estaba medio borracha. Pobre Eric. Ese matrimonio no va durar más de un año. Algunos hombres la encontrarán físicamente atractiva, supongo, si les gustan las rubias teñidas, desaliñadas y demasiado exuberantes. Y la aventura que tuvo con Victor, si es que se puede llamar aventura, fue una cosa indecente. El sexo es para los sanos. Ya sé que los imposibilitados tienen sentimientos igual que los demás, pero lo lógico es que dejaran esas cosas de lado cuando quedan confinados a la silla de ruedas. Ese libro parece interesante. Al menos está bien encuadernado. A lo mejor le dan algo por él.
En tanto colocaba la primera edición de Puntos de vista sobre nuestro tiempo fuera del alcance del inquieto pie de Millicent y entre los libros que se iba a quedar para él, Dalgliesh reconoció con una transitoria repugnancia hacia sí mismo que por mucho que deplorara la desinhibida expresión de la señora Hammitt, el sentimiento no distaba mucho de su propia opinión. No podía imaginarse qué debía de ser sentir deseo, amor, incluso lascivia, y estar encerrado en un cuerpo que no le respondiera a uno. O peor aún, en un cuerpo que respondiera demasiado a ciertos impulsos, pero sin coordinación, feo, grotesco; ser sensible a la belleza pero vivir siempre con la deformidad. Pensó que comenzaba a entender la amargura de Victor Holroyd.
– ¿Al final qué fue del dinero de Victor Holroyd? -preguntó.
– Fue todo a parar a la hermana que tenía en Nueva Zelanda, las sesenta y cinco mil. Y con toda razón. El dinero debe permanecer en la familia. Pero creo que Maggie tenía esperanzas. Probablemente, Victor más o menos se lo prometió. Sería propio de él. A veces era muy malévolo. Pero al menos dejó su fortuna a quien debía. Yo estaría muy disgustada si pensara que Wilfred le dejaba Toynton Grange a alguien que no fuera yo.
– ¿La querría usted?
– Bueno, los pacientes tendrían que irse, claro. Yo no podría tener Toynton Grange tal como está ahora. Respeto lo que pretende hacer Wilfred, pero él tiene una necesidad especial. Supongo que ya le habrán contado lo de su viaje a Lourdes y el milagro. Bueno, todo eso me parece muy bien, pero a mí no me ha sucedido milagro alguno, gracias a Dios, y no tengo intención de salir al encuentro de uno. Además, ya he hecho bastante por los enfermos crónicos. Mi padre me dejó la mitad de la casa y yo se la vendí a Wilfred para que pudiera poner la residencia. Hicimos una tasación, naturalmente, pero no fue muy alta. En aquella época las casa de campo grandes no se valoraban. Y ahora, claro, vale una fortuna. Es una casa preciosa, ¿verdad?
– Desde luego, arquitectónicamente es interesante.
– Exacto. Las casas de estilo regencia con personalidad están alcanzando precios astronómicos. No es que tenga ganas de venderla. Al fin y al cabo es la casa de nuestra infancia y le he cogido cariño. Pero probablemente me desharía del terreno. De hecho, Victor Holroyd conocía a alguien que tenía interés en comprarlo, alguien que quería instalar otro camping de caravanas.
– ¡Qué horror! -exclamó Dalgliesh involuntariamente.
La señora Hammitt no se inmutó y dijo con complacencia:
– Nada de eso. Una actividad muy egoísta por su parte, si me permite decirlo. Los pobres necesitan hacer vacaciones igual que los ricos. A Julius no le gustaría la idea, pero yo no tengo obligación de obedecer a Julius. Supongo que vendería la casa y se iría. Tiene una hectárea y media en el promontorio, pero no me lo imagino atravesando un camping cada vez que viene a Londres. Además, tendrían que pasar casi por delante de sus ventanas para bajar a la playa. Es el único sitio donde queda playa con la marea alta. Ya me los imagino: padres de abultadas rodillas con pulcros pantaloncitos cortos llevando la cesta de la comida, seguidos de la mamá con un transistor a todo volumen, niños gritando y berreando. No, no creo que Julius se quedara.
– ¿Sabe alguien de aquí que usted espera heredar Toynton Grange?
– Claro, no es un secreto. ¿A quién iba a ir a parar si no? En realidad, por derecho toda la finca tendría que ser mía. ¿Quizá no sabía usted que Wilfred no es un verdadero Anstey, que es adoptado?
Dalgliesh dijo con precaución que le parecía recordar que alguien lo había comentado.
– Entonces más vale que lo sepa todo. Es bastante interesante si le gusta el derecho.
La señora Hammitt se llenó la taza y volvió a acomodarse aparatosamente en la butaca como si se preparara para una complicada disertación.
– Mi padre tenía muchas ganas de tener un hijo varón. Algunos hombres son así, para ellos las hijas no cuentan. Y yo soy consciente de que fui una desilusión para él. Si un hombre quiere un hijo de verdad, lo único que puede reconciliarlo con una hija es la belleza, cosa que yo nunca he tenido. Por suerte, a mi marido no pareció importarle. Nos llevamos muy bien.
Puesto que la única respuesta posible a esta declaración era un vago murmullo de felicitación, Dalgliesh emitió el sonido apropiado.
– Gracias -dijo la señora Hammitt, como si recibiera un cumplido, y prosiguió alegremente-: Bueno, los médicos le dijeron a mi padre que mi madre no podía tener más hijos, de modo que decidió adoptar un niño. Creo que Wilfred estaba en un orfanato, pero yo entonces sólo tenía seis años y nunca me contaron cómo ni dónde lo encontraron. Ilegítimo, claro. La gente tenía más miramientos sobre estas cosas en 1920 y había niños abandonados donde elegir. Recuerdo lo contenta que estaba yo entonces de tener un hermano. Era una niña solitaria y con más afecto del que necesitaba. Entonces no veía a Wilfred como un rival. De jóvenes le tenía mucho cariño. Todavía se lo tengo. La gente a veces lo olvida.
Dalgliesh le preguntó qué ocurrió después.
– Fue el testamento de mi abuelo. No se fiaba de los abogados, ni siquiera de Holroyd y Martinson, que era el bufete de la familia, y redactó él solo su testamento. Dejó a mis padres como usufructuarios vitalicios de la finca y toda la propiedad a repartir a partes iguales entre sus nietos. La pregunta que se formuló entonces era: ¿Pretendía incluir a Wilfred? Al final tuvimos que ir a juicio. El caso levantó bastante revuelo y planteó toda la cuestión de los derechos de los niños adoptados. Quizá recuerde usted el caso.
Dalgliesh tenía una vaga idea.
– ¿Cuándo fue redactado el testamento de su abuelo, quiero decir en relación con la adopción de su hermano?
– Ese dato era la parte vital de los hechos. Wilfred fue legalmente adoptado el 3 de mayo de 1921 y el abuelo firmó el testamento exactamente diez días después, el 13 de mayo. Los testigos fueron dos criados, pero cuando el caso llegó a los tribunales ya habían muerto. El testamento estaba clarísimo y todo era legal, pero no incluía los nombres. Los abogados de Wilfred demostraron que el abuelo estaba enterado de la adopción y le parecía bien. Además, el testamento decía «nietos», en plural.
– Pero podía pensar que su madre moriría antes y su padre se volvería a casar.
– ¡Qué agudo! Ya veo que tiene usted la retorcida mente de un hombre de leyes. Eso es precisamente lo que defendió mi abogado, pero de nada sirvió. Ganó Wilfred. Comprenderá usted lo que siento yo por la finca. Si el abuelo hubiera firmado el testamento antes del 3 de mayo, las cosas serían muy distintas, se lo digo yo.
– Pero recibió usted la mitad del valor de la herencia.
– Me temo que no duró mucho. Mi marido se gastó el dinero en seguida. No fue en mujeres, eso me alegro de poder decirlo. Fue en los caballos, que son igual de caros e incluso más impredecibles, pero unos rivales menos humillantes para una esposa. Y, a diferencia de las otras mujeres, al menos se puede una alegrar de que ganen. Wilfred siempre ha dicho que Herbert se volvió senil cuando se retiró del ejército, pero yo no me quejaba. Lo prefería así. No obstante, se gastó todo el dinero. -De pronto, pasó rápidamente revista a la habitación y le dedicó a Dalgliesh una astuta mirada conspiradora-. Voy a decirle una cosa que nadie de Toynton Grange sabe, salvo Wilfred. Si la vende, la mitad del precio de venta será mía. No sólo la mitad de los beneficios, sino la mitad de lo que le den. Tengo un compromiso debidamente firmado por Wilfred con Victor como testigo. En realidad, fue una sugerencia de Victor. Pensó que sería legalmente válido, y Wilfred no le puede poner las manos encima. Lo tiene Robert Loder, un abogado de Wareham. Supongo que Wilfred estaba tan seguro de que nunca necesitaría venderla que no le importaba lo que firmaba, o quizás era una manera de armarse contra la tentación. No creo que venda. Está demasiado encariñado con todo esto. Pero si cambia de opinión, a mí me irá muy bien.
– Ayer, cuando llegué, la señora Hewson dijo algo del Ridgewell Trust -declaró Dalgliesh con atrevimiento-. ¿No piensa traspasar la residencia?
La señora Hammitt se tomó la insinuación con más calma de lo que esperaba y replicó firmemente:
– ¡Tonterías! Ya sé que Wilfred lo comenta de vez en cuando, pero nunca traspasaría Toynton Grange. ¿Por qué? Falta dinero, claro, pero dinero siempre falta. Lo único que tiene que hacer es subir las tarifas o convencer a las autoridades para que paguen más por los pacientes que mandan. No tiene por qué hacerle un trato especial al gobierno. Y si aún así no puede hacer que sea rentable, más vale venderla, con milagro o sin milagro.
Dalgliesh sugirió que, en cualquier circunstancia, era sorprendente que Anstey no se hubiera convertido al catolicismo. Millicent contestó con vehemencia:
– Entonces se debatió en una intensa batalla espiritual. -Su voz se hizo más grave y empezó a vibrar con un eco de fuerzas cósmicas enzarzadas en la lucha mortal-. Pero yo me alegré de que decidiera permanecer fiel a nuestra Iglesia. Nuestro padre -su voz retumbó con semejante acceso de fervor exhortatorio que Dalgliesh, sobresaltado, se imaginó que iba a lanzarse a una plegaria dirigida al Señor- se hubiera disgustado muchísimo. Era un gran feligrés, comandante Dalgliesh, de la Iglesia evangélica, naturalmente. No, yo me alegré de que Wilfred no nos abandonara.
Hablaba como si a Wilfred, hallándose ante el río Jordán, no le hubiera gustado el aspecto del agua y la barca no le hubiera inspirado confianza.
Dalgliesh ya le había preguntado a Julius Court por la religión de Anstey y había recibido una explicación diferente y, sospechaba, más exacta. Recordó la conversación que habían mantenido en el patio antes de regresar junto a Henry. Julius, en tono burlón, dijo: «El padre O'Malley, que se suponía que estaba instruyendo a Wilfred, dejó bien claro que su iglesia se pronunciaría sobre una serie de asuntos que Wilfred consideraba de su competencia personal. Al querido Wilfred se le ocurrió que estaba a punto de entrar en una organización muy grande que, como un convento, obtenía más beneficios de los que ofrecía. Al final, después de lo que sin duda fue una lucha provechosa, decidió permanecer en un refugio más conveniente».
– ¿Pese al milagro? -había preguntado Dalgliesh.
– Pese al milagro. El padre O'Malley es racionalista. Admite la existencia de los milagros, pero prefiere que las pruebas se presenten ante las autoridades competentes para que las estudien detenidamente. Después de un tiempo prudencial, la Iglesia, en su sabiduría, se pronunciaría. Ir por ahí proclamando que uno ha recibido una gracia especial le parece presunción. O peor, sospecho que lo considera de mal gusto. Es un hombre exigente, el padre O'Malley. Wilfred y él no se llevan muy bien. Me temo que el padre O'Malley ha perdido un converso para su Iglesia.
– Pero, ¿continúan las peregrinaciones a Lourdes? -preguntó Dalgliesh.
– Sí, sí. Dos veces al año, invariablemente. Yo no voy. Al principio de llegar aquí iba, pero no es, como se dice ahora, mi ambiente. No obstante, siempre me encargo de tener a punto un buen té de bienvenida para cuando regresan.
Dalgliesh, de nuevo en el presente, empezó a sentir que le dolía la espalda. Se enderezó justo al mismo tiempo que el reloj de la repisa de la chimenea daba los tres cuartos. Un tronco carbonizado cayó de la rejilla disparando una última andanada de chispas. La señora Hammitt lo interpretó como una señal de que era hora de marcharse. Dalgliesh insistió en lavar primero las tazas, y la mujer lo siguió a la cocina.
– Ha sido un rato muy agradable, comandante, pero dudo que lo repitamos. No soy una de esas vecinas que no hace más que presentarse por sorpresa. Gracias a Dios me gusta estar sola. A diferencia de la propia Maggie, tengo recursos. Y una cosa he de decir de Michael Baddeley, no se metía con nadie.
– La enfermera Rainer me ha dicho que lo convenció usted de las ventajas de la incineración.
– ¿Eso ha dicho? Bueno, admito que es verdad. Se lo comenté a Michael. No me parece bien que se desaprovechen extensiones de terreno bueno para enterrar cuerpos en putrefacción. Que yo recuerde, al anciano le daba lo mismo lo que hicieran con él mientras terminara en tierra consagrada con las palabras idóneas. Muy sensato. Soy totalmente del mismo parecer. Y Wilfred no se opuso a la incineración. Dot Moxon y él coincidieron del todo conmigo. Helen protestó por las molestias, pero a ella lo que no le gustaba era que hiciera falta la firma de otro médico. Supongo que le pareció que era una especie de ofensa contra el buen juicio clínico del querido Eric.
– ¿Cómo iba a sugerir alguien que el diagnóstico del doctor Hewson era erróneo?
– ¡Claro! Michael murió de un ataque al corazón, y hasta Eric es suficientemente competente para reconocerlo, espero. No, no se moleste en acompañarme a casa, llevo la linterna. Si necesita algo a cualquier hora, dé unos golpecitos en la pared.
– Pero, ¿los oiría usted? Al padre Baddeley no lo oyó.
– Claro que no, porque no llamó. Y después de las nueve y media aproximadamente, dejé de prestar atención. Pensé que ya habrían ido a ayudarlo a acostarse.
En el exterior la noche era fresca y desapacible, una neblina oscura de sabor dulce y olor a mar, no una mera ausencia de luz sino una fuerza real y misteriosa. Dalgliesh bajó el carrito por los escalones de la entrada y, mientras andaba junto a Millicent por el sendero sosteniendo el carrito con una mano, preguntó sin interés aparente:
– Entonces, ¿oyó usted a alguien?
– Vi, no oí. O eso me pareció. Estaba pensando en prepararme algo caliente de beber y si a Michael le apetecería lo mismo, pero cuando abrí la puerta para ir a preguntárselo me pareció ver una figura cubierta con una capa que desaparecía en la oscuridad. Como Michael tenía la luz apagada, vi que la casa estaba totalmente a oscuras y no quise molestarlo. Ahora sé que fue un error. O también podría ser que me estoy volviendo loca. No sería de extrañar aquí. Por lo visto nadie vino y ahora a todos les remuerde la conciencia. No es raro que me engañara la vista. Hacía una noche como la de hoy, con una ligera brisa, pero daba la impresión de que la oscuridad se movía y adoptaba formas. Y no oí nada, ni una pisada. Sólo una fugaz visión de una cabeza inclinada, con capucha, y una capa revoloteando en la oscuridad.
– ¿Y era a eso de las nueve y media?
– O un poco más tarde. Quizás era cuando murió. Una persona fantasiosa podría imaginarse que vio su fantasma. Eso es lo que sugirió Jennie Pegram cuando lo conté en Toynton Grange. ¡Qué chica más ridícula!
Casi habían alcanzado la puerta de Villa Fe. La señora Hammitt titubeó y luego dijo como llevada de un impulso, no sin cierta vergüenza, le pareció a él:
– Me han dicho que le preocupa a usted que la cerradura del escritorio de Michael esté rota. Estaba perfectamente la noche anterior a que regresara del hospital. Yo me quedé sin sobres y tenía una carta urgente que mandar. Pensé que no le importaría que mirara en el escritorio, pero estaba cerrado con llave.
– Y la cerradura estaba rota cuando su hermano se puso a buscar el testamento poco después de que encontraran el cadáver -declaró Dalgliesh.
– Eso dice, comandante, eso dice.
– Pero usted no tiene pruebas de que la rompiera él.
– Yo no tengo pruebas de que alguien la rompiera. La casa estaba llena de gente que entraba y salía. Wilfred, los Hewson, Helen, Dot, Philby, e incluso Julius cuando llegó de Londres; parecía un velatorio. Yo lo único que sé es que el escritorio estaba cerrado a las nueve de la noche anterior a que muriera Michael. Y no me cabe duda de que Wilfred estaba ansioso por ver el testamento y comprobar si Michael le había dejado de verdad a Toynton Grange todo lo que poseía. Por otro lado, sé que no la rompió el propio Michael.
– ¿Cómo lo sabe, señora Hammitt?
– Porque encontré la llave el día que murió, justo después de almorzar, en el lugar en que seguramente la guardaba siempre, en la lata vieja de té que hay en el segundo estante de la alacena. Pensé que no le importaría que aprovechara la comida que había dejado. Me la metí en el bolsillo por si acaso se perdía cuando Dot limpiara la casa. Al fin y al cabo, ese escritorio antiguo tiene bastante valor y la cerradura debería repararse. De hecho, si Michael no se lo hubiera dejado a Grace en su testamento, y me lo hubiera traído aquí y lo hubiera cuidado debidamente.
– ¿De modo que todavía conserva la llave?
– Claro. No le ha interesado más que a usted. Y ya que parece que le interesa tanto, tenga.
Se metió la mano en el bolsillo de la falda y Dalgliesh sintió el frío metal contra su palma. Millicent había abierto la puerta de su casa y alargó el brazo hacia el interruptor. Dalgliesh parpadeó con el repentino resplandor y luego vio con claridad una llavecita de plata, delicada como de filigrana, pero atada con un fino cordel a una pinza de ropa roja, de un rojo tan vivo que, durante un instante, le pareció que tenía la palma manchada de sangre.