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– Hay que admitir que París es una ciudad especialmente atractiva -señaló Sherlock Holmes mientras viajaban, bajo un brillante sol, desde la Gare du Nord.
– Yo también pienso así -dijo Crow.
– El problema es -continuó Holmes- que tanta belleza, unida al hecho de que es conocida como la ciudad del placer, la convierte en un lugar prolífico para la ociosidad. Y la ociosidad, Crow, como he observado en mi propia persona, es la madre de todos los vicios. Mire allí -señaló hacia abajo, a una de las numerosas bocacalles-, el venenoso Lachette tiene su casa a unos cuatro minutos desde esa esquina. No es del dominio público que yo colaboré en su captura final. El pescado japonés más tóxico que fue introducido en la bouillabaisse.
Crow intentó volver a llevar la conversación a los asuntos que tenían entre manos.
– ¿Cree realmente que encontraremos aquí alguna pista importante sobre el paradero de Moriarty?
– Sin ninguna duda -Holmes parecía indiferente y falto de confianza en sí mismo, como si Moriarty fuera la última persona que le interesara-. Esa pensión que acabamos de pasar -se volvió hacia atrás para señalar una pequeña esquina del edificio-. La recuerdo bastante bien. Fue allí donde Ricoletti, el que utilizó su pie zopo para un diabólico propósito, permaneció durante un corto tiempo mientras se dirigía a Inglaterra después de escapar de Italia. Creo que su abominable mujer le tomó la delantera. Pero eso sucedió durante mi juventud, Crow.
Holmes había insistido en probar los lujos del Crillon durante esta visita.
– Si tenemos que interrogar al personal sin llamar demasiado la atención, nuestro mejor disfraz será como huéspedes -había dicho a Crow, que lo consideraba una extravagancia algo por encima de sus recursos.
Sin embargo, una vez que se hubieron instalado en los apartamentos, en cierto modo palaciegos, que Holmes había reservado, Crow se dio cuenta de que estaba disfrutando bastante en este viaje. La única nube que vislumbraba en el horizonte era el pensamiento de que Sylvia estuviera sola en King Street. La última vez que la dejó sola, le entró la manía de la mejora social. Ahora él rogaba fervientemente que las lecciones que había intentado enseñarla desde que tomó su resolución no fueran desatendidas. Crow temía pelearse de nuevo con su mujer.
El detective escocés se dio un baño, se vistió tranquilamente y cuando salió descubrió que Holmes ya estaba ocupándose de sus asuntos. Una lacónica nota estaba pegada al espejo de la cómoda. He refrescado la memoria a los sirvientes, decía. Por favor, reúnase conmigo para cenar en cuanto se sienta totalmente purificado para exponerse a la perversidad de la ciudad.
Crow bajó rápidamente y encontró a Holmes sentado cómodamente entre los elegantes clientes del gran restaurante.
– Ah, Crow -hizo un amplio gesto-. Siéntese y pruebe un poco de este excelente pato, es sin lugar a dudas el mejor que he probado.
Durante la cena, Crow intentó sacar el tema, pero el gran detective permaneció completamente en silencio en lo referente a la investigación de Morningdale, charlando sólo sobre París y, en particular, sobre la cocina francesa y los buenos vinos del país.
No fue hasta el café cuando por fin habló de su empresa.
– El amigo Morningdale es bien recordado aquí. Parece ser que daba muy buenas propinas, y para comenzar está claro que su único propósito era algún tipo de encuentro con Grisombre, el famoso líder criminal francés.
– Ya estábamos bastante seguros de eso -dijo Crow, con algo de desacuerdo.
– Desde luego que lo estábamos, pero por la charla que he tenido con el mozo y alguno de los empleados podemos estar seguros de que Morningdale era Moriarty. Por una cosa: este Morningdale decía ser natural de Boston, Massachusetts. Mediante algunas prudentes preguntas he podido averiguar que su acento era el de un hombre que ha vivido bastante tiempo en California. Como usted sabe, soy algo experto en los dialectos americanos. Hace algunos años publiqué una breve monografía sobre los sonidos de las vocales naturales entre las personas nacidas y criadas en varios estados.
– ¿Y su caso se apoya sólo en esto?
– Oh, no, hay otras razones con las que no voy a aburrirle en este momento. Pero, Crow, debemos ocuparnos de nuestros asuntos. Parece que Morningdale pasó algún tiempo, junto con su secretario, de jarana por la zona de Montmartre. Una sórdida parte de la ciudad en el mejor de los casos, pero donde nosotros debemos echar un vistazo.
De esta forma, Crow y Holmes pasaron la primera noche juntos deambulando por los bares y cafés de Montmartre. Todo fue en vano, por muy sutiles que fueron las preguntas de Holmes, sólo tropezó con miradas vagas y movimientos negativos de cabeza.
Pasaron tres días hasta que dieron con alguien que recordaba al americano y a su secretario inglés, y Crow juzgó que la depresión de Holmes iba en aumento, el estado jovial que tenía a su llegada a la capital se iba convirtiendo en una irritabilidad nerviosa.
A la tercera noche, cuando ya casi habían abandonado, después de haber visitado una docena de sospechosas guaridas de placer, fue cuando Holmes sugirió que visitaran el Moulin Rouge.
– No estoy ansioso por volver a ver esta noche ese pagano espectáculo de mujeres en una salvaje orgía, Crow -contestó en tono áspero-. Pero me temo que tendremos que soportarlo una vez más en atención a la ciencia criminal.
En el Moulin Rouge encontraron a un camarero que creía recordar al americano y a su acompañante, pero no estaba completamente seguro.
– Estoy seguro de que una buena propina soltaría su lengua -dijo Holmes-. Pero sólo me rebajo a esos métodos de soborno como último recurso.
Un poco antes de la una de la madrugada, los dos detectives abandonaron el establecimiento y, mientras esperaban un coche de alquiler en la Place Blanche, se acercó a ellos una chica que, ineludiblemente, ejercía el lascivo comercio en las calles de esa zona.
Crow estaba a punto de despedir a la chica -como había hecho en numerosas ocasiones desde que se dedicaban a las peregrinaciones nocturnas- cuando Holmes detuvo su mano.
– Usted bien podría ayudarnos, querida dama -Holmes se dirigió a la chica con un encanto poco habitual-. Estamos haciendo algunas investigaciones sobre un amigo americano al que hemos perdido de vista. Sabemos que estuvo divirtiéndose en estos antros nocturnos de su ciudad a principios de año. Me pregunto si usted le habrá visto. Y si no a él, a sus amigos.
– Por aquí pasan muchos caballeros americanos, Monsieur -replicó la chica-. No tengo tiempo para discutir en las calles. Yo estoy aquí para sacar dinero.
– No perderá nada -declaró Holmes sacando algunas monedas de plata de su bolsillo-. Permítame describirle a este hombre en concreto.
La chica cogió las monedas con enfado, escuchando atentamente cómo Holmes le hacía un conciso cuadro del robusto y colorado Morningdale.
– Salaud -pronunció la chica con unos exagerados movimientos de los labios-. Le recuerdo. Me tiró a la cuneta. Casi me rompe un brazo.
– Cuénteme qué pasó -Holmes tenía los ojos fijos en ella, los cuales, observó Crow, no estaban tan claros como de costumbre.
La chica le habló de la noche en que se acercó al americano y de sus amenazas.
– Era muy extraño -dijo ella-. Hablaba bien nuestro idioma, el argot, si sabe lo que quiero decir.
Holmes asintió con la cabeza.
La chica gesticuló en dirección al Moulin Rouge.
– Estuvo allí, hablando con Suzanne la Gitana. Uno de los camareros es un buen amigo, me dijo que estuvieron hablando durante algún tiempo -sonrió amargamente-. Ella se marchó con su amigo.
– ¿Quién? ¿Esa Suzanne?
– Eso es.
– ¿Y dónde podríamos encontrarla?
– En cualquier parte -abrió completamente los brazos-. Suzanne obra por cuenta propia. No la he visto por aquí durante dos, o quizá tres semanas.
– Lo primero que debemos hacer por la mañana es buscar a Suzanne la Gitana -aconsejó Holmes cuando regresaban al Crillon-. La pista empieza a ser más clara, Crow. Ella habló con el hombre y supongo que pertenece a ese tipo de mujeres que sueltan la lengua con una pequeña recompensa económica. Como ha visto, ahora es el momento del soborno.
Pero a la mañana siguiente, Crow se inquietó al encontrar a Holmes en un estado muy deprimido. No se levantó a su hora habitual y parecía estar muy trastornado, sudando abundantemente y con una especie de agonía que atormentaba su cuerpo a frecuentes intervalos.
– Me temo que tendré que regresar a Londres -dijo débilmente el gran detective-. Esto es lo que me temía y la razón por la que Moore Agar me aconsejó que descansara en algún lugar agradable. Me temo que hay un solo lugar donde puedo obtener la medicina que acabará con este estado, y se encuentra en Londres. Crow, tendrá que continuar sin mí, encuentre a esa Suzanne y hable con ella. Yo todavía tengo tiempo antes de que usted regrese a Scotland Yard. Cogeré el próximo tren a Calais.
Crow sintió mucha pena al ver cómo el detective regresaba en tren en busca de lo que necesitaba.
Durante las semanas que habían pasado desde que Moriarty adquirió los edificios de Bermondsey, se habían realizado numerosas mejoras. Incluso desde que Schleifstein se había convertido en el principal huésped en este escondrijo, grupos de hombres de la familia -principalmente ladrones de casas que se hacían pasar por albañiles, decoradores y pintores- se habían trasladado para agrandar los edificios y hacerlos más confortables y seguros contra las personas que podían tener interés desde el amplio y decente mundo exterior.
El mismo Moriarty y los miembros principales de su Guardia Pretoriana habían amueblado agradables alojamientos, sin mencionar un gran dormitorio para la gente de la familia que iba de paso. Había habitaciones para almacenar mercancías, para encarcelar y, en realidad, muchas instalaciones con las que ya contaban desde hacía algunos años en el convertido almacén, muy cerca de los muelles junto a Limehouse.
Bridget Spear, sólo unas semanas antes del parto, había sido trasladada a una de las propiedades de Sal Hodges, junto con una comadrona para que todo fuera bien. Sal Hodges, que se sentía ahora como un «galeón a toda vela», como ella lo describía, usaría la misma habitación y comadrona cuando llegara el momento.
Martha Pearson, que había probado su capacidad para el puesto en la casa de Albert Square, se ocupaba ahora de las tareas de Bridget Spear -con la ayuda de una fregona llevada por Bert Spear-, mientras la pequeña Polly, todavía en éxtasis por el atractivo Harry Alien, fue, bajo las órdenes del Profesor, instruida en todas las materias necesarias y nombrada ama de llaves y cocinera en la guarida de Bermondsey, donde también se había trasladado el mismo Alien.
Carlotta había desaparecido del círculo inmediato de Moriarty una vez que Sanzionare hubo vuelto al redil, y ahora ganaba un buen dinero en la segunda casa de Sal Hodges, donde había sido nombrada señora.
Durante la última semana de abril, se recibieron noticias de Segorbe, desde España, diciendo que llegaría a Londres el 2 de mayo y que le agradaría reunirse con Grisombre, Schleifstein y Sanzionare en un lugar de su conveniencia. Había reservado habitaciones para él en un pequeño hotel de Upper George Street, cerca de Oíd Tyburn, donde tantos criminales habían encontrado su fin.
En la tarde del martes 27 de abril Moriarty convocó un cónclave en Bermondsey. Los tres líderes reconvertidos estaban allí, junto con algunos acompañantes que todavía tenían a su lado. La gente de Moriarty: Spear, Lee Chow, los hermanos Jacobs, Terremant y Harry Alien se unieron al grupo.
El Profesor habló durante algún tiempo sobre los planes que ya había concebido para la nueva alianza, y luego continuó hablando de la visita de Segorbe.
– No pretendo perder tiempo con él -dijo misteriosamente-. Todos conocemos su poder en Madrid, y qué puede ofrecernos como contribución. Considero que es mejor no traerle aquí, a Bermondsey, inmediatamente, por lo que sugiero que nos reunamos con él en un lugar que yo ya he seleccionado, una casa relámpago en la esquina de South Wharf Road con Praed Street, cerca de la Great Western
Railway Terminus de Paddington. Podemos hablar claramente con él. Ustedes, caballeros -indicó a los tres continentales- pueden corroborar mi idea. Creo que no tienen ninguna duda en cuanto a si yo soy la persona adecuada o no para dirigir esta unión. Cualquier disensión que pueda persistir todavía en sus mentes, a causa de acontecimientos pasados, pronto se desvanecerá. No veo dificultades.
Más tarde, a solas con Spear, Lee Chow y Terremant, hizo posteriores planes.
– Conviene asegurarse -miró seriamente a Terremant-. ¿Todavía tienes el mecanismo que teníamos reservado para Sanzionare?
– Todo en orden, Profesor.
– Bien. Tú llevarás al español para que se reúna con nosotros y te lo llevarás otra vez. Si fuera necesario…
– Se hará todo -sonrió Terremant-. Será algo más que chamuscar las barbas a este rey de España.
– Y tú, Lee Chow -el Profesor se volvió hacia el pequeño chino-. Te hemos mantenido en lugar seguro y aislado desde la desafortunada muerte del viejo Bolton. Ahora debes salir otra vez. Estoy a punto de alcanzar mi objetivo. Una vez más, el amplio espectro del crimen europeo está a punto de quedar completamente bajo mi control. Desde ahora nuestros movimientos sólo irán hacia delante. Pero estoy decidido, antes de proceder, a acabar con Holmes de una vez por todas.
– ¿Quiere que yo…? -comenzó Spear.
La cara de Moriarty adoptó una expresión de pena.
– Spear, ¿no has aprendido nada de mí durante las últimas semanas? ¿No te he enseñado que es mejor moverse con astucia? ¿Acabar con los hombres a través de sus propias debilidades y no con pistola, cuchillo o cachiporra? En realidad, sólo puede llevarse a cabo de la manera más cruda con nuestra gente vulgar y tosca, o con los enemigos que sólo entienden los métodos violentos. Para Holmes tengo un tipo de muerte mejor. El ostracismo social, una pérdida completa de su prestigio. Lee Chow lo entenderá. Tú tienes una particular inclinación hacia los métodos de tu tierra natal, ¿no?
Lee Chow sonrió con una mueca de diablo amarillo y sacudió la cabeza de arriba a abajo, como un Buda.
– Es el momento, Lee Chow. Ve y retira eso que Holmes tanto necesita. Es muy parecido a los viejos tiempos. ¿Recuerdas cuando lo hicimos antes del fiasco de Reichenbach.
Spear se rió.
– Creo que ahora le sigo, señor.
– Una pequeña vuelta de tuerca -Moriarty no sonrió-. También es hora de traer a nuestros viejos amigos, a Ember y al informador conocido como Bob el
Nob. Traerán a una de las amigas del señor Entrometido Holmes con ellos. Y con ella en Londres, creo que puedo organizar un baile en el West End que arruinará la reputación de ese denominado gran detective.
Al cabo de una hora ya se había enviado un telegrama a Ember, que estaba todavía vigilando a la dama conocida como Irene Adler, en Annecy. El telegrama decía -trae el águila- a casa.
Esa misma noche, Lee Chow entró en la farmacia de Charles Bignall justo cuando estaba cerrando. Notó con satisfacción la repentina expresión, mezcla de miedo y de inquietud, que se extendía como una mancha por la cara del hombre.
El chino estaba de espaldas, sujetando la puerta a una dienta que se marchaba, quien le dio las gracias de modo arrogante.
– ¿Otra dosis de opio? ¿O quizá láudano para que esté contenta? -preguntó Lee Chow cuando cerró la puerta y corrió los cerrojos.
– ¿Qué es lo que quiere? -Bignall no disimuló su repulsa hacia el chino.
– ¿Pensaba que ya se había deshecho de mí? ¿Creía que no me volvería a ver, señor Bignall?
– Sus amigos ya son lo suficientemente perversos sin tener que mandarle a usted aquí. He hecho todo lo que me han indicado.
– Oh, estoy seguro de eso, señor Bignall -todavía lo pronunciaba como si fueran dos palabras separadas-. Habría recibido una rápida paliza si no hubiera sido así. Vengo en persona con el mensaje especial. ¿Recuerda? Lo que hablamos la última vez que nos vimos.
– Lo recuerdo.
– Bien. Eso está muy bien, señor Bignall. Entonces, hágalo ahora. Es sobre nuestro amigo Sherlock Holmes, a quien suministra cocaína. Cuando venga la próxima vez, dígale que ya no es posible, nunca más.
– ¿No tiene compasión por la gente? ¿No puedo darle siquiera algunos granos? ¿Por qué? El hombre sufrirá una agonía.
– Ni una pizca siquiera. Nada de cocaína para el señor Holmes. Me daré cuenta si no obedece, ya que su querido amigo, el doctor Watson, ha cerrado el resto de sus fuentes de suministro. Sí, el pobre Sherlock Holmes estará en un buen apuro. Si no lo está, señor Bignall, entonces prometo que le colgaré por los pulgares y le despellejaré vivo. No es una vaga amenaza. Yo cumplo lo que digo. Ya lo he hecho con otros.
– ¡Canalla! -exclamó con grandes gestos el farmacéutico-. Es un completo canalla.
Esteban Segorbe normalmente viajaba solo. Su control sobre el moreno populacho de su soleada zona del continente era tan completo, tan total, que no temía a ningún hombre. Sobriamente vestido, bajo y de apariencia casi mediocre, Segorbe era siempre uno a quien había que tener en cuenta. Era el menos conocido de los antiguos aliados de Moriarty, excepto por el hecho de que era despiadado y firme cuando se enfrentaba a una aventura. El Profesor también tenía gran cantidad de indicios de que el español obtenía una vasta suma de dinero cada año de las numerosas actividades criminales en las que estaba implicado.
Vigilado como siempre por los informadores secretos, Segorbe llegó a su pequeño y poco atractivo hotel poco después de las ocho de la noche del sábado 2 de mayo, justo cuando muchas familias que vivían en el vecindario de Upper George Street regresaban de las oraciones de la tarde.
Media hora después, los mozos del vestíbulo le entregaron una nota, diciéndole que los otros tres criminales continentales le verían a- las dos en punto del día siguiente, y que iría a recogerle un cabriolé, un cuarto de hora antes de la hora de la cita, para llevarle al lugar del encuentro.
Segorbe asintió con la cabeza y le dijo al hombre que no habría respuesta. Desde 1894, y la derrota de Moriarty en la alianza, Segorbe había hecho pequeños, pero lucrativos negocios con los tres hombres con los que iba a reunirse ahora. No había ninguna razón para pensar que su presencia terminara esta vez con otros beneficios que no fueran económicos. Se retiró pronto, pero no apagó las luces hasta que completó un resumen de los gastos del día en el pequeño libro de contabilidad que siempre llevaba. Esteban Segorbe era un hombre muy avaricioso. Esperaba que esta visita empezara pronto a dar algún beneficio.
Al día siguiente, un cuarto de hora antes de las dos, Segorbe estaba preparado esperando el coche, que llegó rápidamente con Terremant en el pequeño asiento elevado del cochero en la parte posterior.
Terremant se bajó y, tratando con gran deferencia al visitante español, le ayudó a entrar en el coche antes de volver a su asiento y avivar a los caballos en dirección a Edgware Road.
South Wharf Road se extiende -como en la actualidad- diagonalmente entre Praed Street y la Great Western Terminus de Paddington, y se llamaba así porque terminaba directamente en la dársena de Paddington del Grand Junction Canal. La mayoría de sus casas eran tristes, con cargadores, gabarreros y hombres de la compañía de ferrocarril. No era una calle en la que uno viviría permanentemente, pero sí por la que uno pasaba; la casa relámpago que el Profesor había señalado como lugar del encuentro era una guarida favorita de pequeños peristas, hombres que robaban en los carruajes y coches de alquiler, y de aquéllos que atacaban los cargamentos del canal, por no mencionar los carteristas que actuaban entre la muchedumbre de la estación de ferrocarril.
La tarde anterior, el propietario de este sórdido limbo -un tal Davey Tester- había recibido la visita de Bert Spear. El dinero cambió de manos y, a mediodía del lunes, el propietario había corrido la voz de que iba a cerrar durante el resto del día.
A la una llegaron cuatro de los matones de Terremant para cerciorarse de que ningún maleante permanecía dentro de los confines de este pequeño mesón de cinco habitaciones. En el exterior, sin ser vistos, los informadores estaban reunidos, colocándose en lugares estratégicos en las puertas de entrada y en otros edificios cercanos, ya que la casa en cuestión estaba colocada en una posición perfecta, con una vista clara desde South Wharf Road y Praed Street, así como desde la estación de tren.
Un poco antes de las dos menos cuarto llegaron un par de coches desde Edgware Road y cuatro matones saltaron sobre la acera, antes de que los caballos se hubieran detenido, para ver si el camino estaba despejado. Solamente cuando se aseguraron de que todo estaba en orden, permitieron a los pasajeros bajar y entrar rápidamente en el edificio.
En el extremo de Edgware Road, Harkness avanzó lentamente con el cabriolé privado del Profesor hacia el denso tráfico. Delante de él podía ver a Terremant girando su coche desde Upper George Street, atravesando la corriente de coches y omnibuses y metiéndose en el flujo que se dirigía hacia Paddington. Moriarty también lo observó, desde la parte posterior del coche, y asintió con satisfacción. Segorbe estaría convencido dentro de una hora.
A las dos en punto, el coche de Terremant se encontraba delante de la casa en la parte superior de South Wharf Road, desde donde se hizo pasar a Segorbe. Los matones guardaban las puertas. Cinco minutos más tarde, Harkness hizo parar el coche del Profesor, y Terremant, que estaba esperando al lado de su caballo, corrió para ayudarle.
En el interior, en la pequeña y estrecha habitación que servía como salón, los cuatro continentales se daban la bienvenida unos a otros con esa especie de reserva que los criminales de todo el mundo utilizan cuando se reúnen otra vez después de una larga ausencia.
Estaban en ese momento ocupando sus sitios, alrededor de una robusta mesa de madera, cuando el Profesor entró tranquilamente en la habitación. Segorbe estaba de espaldas a la puerta y se volvió con una rápida sorpresa al saludo de Moriarty.
– Muy buenas, Segorbe. Me alegro mucho de que pudiera venir.
La mano del español se precipitó hacia su cinturón cuando se volvió, con la daga toledana de acero a medio sacar en el momento en que Schleifstein sujetó su muñeca.
– Eso no es necesario, Esteban -sonrió Moriarty-. Todos los que estamos aquí somos buenos amigos. Igual que en el 94, cuando formamos por primera vez la alianza.
– Usted renunció a la alianza -dijo Esteban Segorbe tomando aire ligeramente y mostrando un diminuto destello de inquietud en los ojos.
– No. Me forzaron a renunciar. Ahora deseo que las cosas vuelvan a su status quo.
Segorbe miró alrededor, examinando las caras de los demás líderes.
– Él fracasó. Nosotros acordamos que ese fallo en un líder no podía pasarse por alto.
– No escogieron un nuevo líder, querido amigo -la sonrisa de Moriarty permanecía invariable y sin nada de calidez.
– Nos reunimos -Segorbe era igual de frío-. Nos reunimos y discutimos todo el proyecto. Nuestra decisión fue unánime.
– No hubo ninguna decisión -el labio del Profesor se curvó con enfado-. Lo único que sucedió fue que usted ocasionalmente hizo algún servicio a los demás. Permitió que la situación aquí, en Londres, una de las principales capitales criminales del mundo, se hiciera pedazos. Era un territorio libre. No sé qué hizo usted, Segorbe, pero al menos Grisombre y Schleifstein cazaron en mi reserva de Londres. Mi oferta ahora es muy simple. Volver a nuestra antigua alianza, conmigo a la cabeza. He probado mi valía. Pregúnteles a ellos.
– Nos ridiculizó a todos. Es verdad -Grisombre habló sin rabia ni emoción.
– No responde al Profesor, Esteban. Nos atrapó a todos con nuestros propios juegos y ha dejado fuera de acción al más peligroso detective del Cuerpo de la Policía Metropolitana. Lo ha desacreditado -susurró Schleifstein.
Sanzionare asintió con la cabeza:
– Juntos podremos prosperar como nunca lo habíamos hecho.
Segorbe no estaba convencido.
– ¿Recuerda nuestros antiguos esquemas? -Moriarty se acercó a la mesa, ocupando su asiento en la cabecera-. Les aconsejo a todos que trabajemos juntos por el caos en Europa. Con el caos nuestros objetivos se obtendrán con mucha más facilidad. Y no olviden mi otro aviso. Las fuerzas de policía de todo el mundo son cada vez más eficientes. Debemos combatirlas con nuestra alianza.
Segorbe no dijo nada durante un minuto.
– Caballeros, yo tengo mi propia sociedad en España. La policía no me molesta demasiado y toda mi gente vive bien. Están contentos. Es verdad que hay algunas ventajas al trabajar juntos, pero yo no confío en sus motivos, Profesor Moriarty. No estoy seguro de que la población criminal de Europa unida bajo su absoluto liderazgo sea necesariamente algo bueno. A largo plazo, significa compartir un mercado común si usted lo prefiere. Los países pasan por períodos de prosperidad y pobreza. Mi opinión es, con la debida reflexión, que cuanto más pobre es un país, más tendría que regalar para la causa común -hizo un gesto elocuente con ambas manos-. Podría ser que los países ricos se hicieran cada vez más ricos por el simple saqueo de sus parientes pobres. Los parientes pobres podrían incluso ser desechados por inservibles.
Moriarty se encogió de hombros.
– Mi opinión es que los más ricos deberían ayudar a aquéllos que no están tan bien abastecidos.
– Conozco a mi gente -dijo Segorbe firmemente-. Cuando nos reunimos para formar la alianza en el 94, pensé que merecía la pena. Ahora no estoy tan seguro, sobre todo si volvemos con un líder que ya hemos encontrado deficiente.
– No permitiré ningún rechazo en este asunto -contestó bruscamente Moriarty.
– No veo cómo puede forzarme. O a mi gente -Segorbe parecía, y hablaba, satisfecho consigo mismo.
Durante una hora le suplicaron, halagaron, adularon y persuadieron, pero el español no cambió de idea.
– Quizá -concedió al final- puedo pensarlo y hablarlo con mi gente, durante un mes o así, y regresar y hablar de nuevo sobre ello.
– No creo, Esteban. Hay mucho que hacer. Ya se ha desperdiciado y perdido bastante tiempo. Estoy ansioso por realizar mi gran proyecto para los bajos fondos de Europa.
– Entonces yo debo rechazar, de mala gana, el tomar parte en ello.
Obviamente éste fue el final.
Moriarty se levantó.
– Lo sentimos mucho todos. Sin embargo, si tiene claras sus ideas y no podemos hacerle cambiar de opinión, entonces así es como debe acabar. Permítame que le acompañe a la puerta. El coche le llevará de vuelta a su hotel.
Segorbe se despidió y el Profesor le acompañó fuera de la habitación. En la calle no había demasiada actividad. Terremant permanecía de pie junto al cabriolé, y cuando Segorbe y el Profesor se dieron la mano, volviéndose hacia el vehículo, el enorme matón miró significativamente a Moriarty.
El Profesor hizo con la cabeza un movimiento afirmativo hacia abajo, acompañado por una rápida mirada que hablaba del horrible pero justo castigo.
Terremant asintió con la cabeza como respuesta, ayudó al español a entrar en el coche y caminó sin prisa hacia la parte trasera. Antes de subir al asiento del cochero, el matón se agachó debajo del armazón y buscó un gancho que estaba preparado colgando del eje. Lo encontró inmediatamente y lo deslizó alrededor de los radios de la rueda más próxima al freno. Luego, subiendo a su asiento, Terremant aligeró suavemente el caballo hacia Praed Street, llevando colocado un simple pero ingenioso temporizador en funcionamiento.
El gancho, ahora moviéndose rápidamente alrededor de los radios, estaba unido a un resistente sedal de tripa de oveja, que corría libremente por otros ganchos debajo del carruaje. El otro extremo de este sedal desaparecía dentro de una caja de madera de tamaño considerable colocada directamente debajo del asiento del pasajero.
En el interior de la caja se encontraban dos mortíferos objetos: el primero, un viejo mecanismo percutor de sílex, separado en la culata y el cañón, y atornillado firmemente hacia arriba con el disparador hacia abajo; el segundo, y más mortífero objeto, era un apretado paquete de dinamita.
El propio Moriarty había diseñado este método, ya que no se fiaba del incómodo peso de las baterías eléctricas que tan a menudo utilizan en los mecanismos explosivos fabricados. La técnica era simple y casi infalible. El extremo del sedal estaba fuertemente atado al gatillo del mecanismo percutor, que estaba amartillado y cebado. Cuando las ruedas del coche giraran, tirarían del sedal hasta que, al final, se activara el gatillo. El percutor entonces saltaría, produciendo un chispazo y encendiendo cierta cantidad de pólvora, que produciría grandes llamas durante unos segundos. Un trozo de mecha de rápida combustión iría desde una cápsula fulminante en la dinamita y acabaría entre la pólvora sobre el mecanismo de percusión, atado firmemente con un bramante. Una vez que estuviera encendida la pólvora, la mecha comenzaría a arder.
Terremant sabía, por experimentos anteriores, que tenía poco más de tres minutos después de que el caballo comenzara a andar. No le gustaba la idea de tener que activar el mecanismo en una vía pública frecuentada, pero Moriarty había sido inflexible en que, si su utilización se hacía inevitable, la bomba debía arder cerca de los otros líderes. «Las severas lecciones deben verse para creerse», había dicho al matón.
Aunque el tráfico era poco denso en Praed Street, Terremant hizo todo lo posible para dirigir el caballo por la zona más despejada. Aún había algunas personas inocentes en las aceras y, cuando todos se dirigían agrupados hacia la estación terminal de ferrocarril, vio con consternación que un grupo de enfermeras, presumiblemente con rumbo a su trabajo en el hospital de St. Mary, estaban en la acera, esperando para cruzar la calle. Una gran carreta tirada por dos caballos iba delante de él, obligándole a ir despacio. Calculó que ahora tenía sólo un minuto para saltar.
Terremant tiró de la rienda derecha, al tiempo que chasqueaba su látigo sobre los flancos del caballo para adelantar al carro. Oyó cómo una de las enfermeras, que estaba cruzando por delante del carro, gritó con pánico, pero en ese momento él estaba guiando el vehículo hacia un sendero despejado entre el tráfico.
Soltando las riendas, Terremant se volvió y desde su asiento saltó a la acera. El caballo notó que ahora mandaba él y comenzó a correr rápidamente a medio galope. Hubo gritos de consternación por parte de la alarmada gente, incluso un hombre se lanzó para agarrar las riendas que colgaban, aunque sin resultado.
Terremant rodó por el suelo, se levantó y salió corriendo, atropelladamente, bajando hacia Cambrigde Street.
El coche fue dando tumbos por los adoquines, y cuando explosionó se encontraba junto a la estación terminal.
Una nube de llamas escarlatas envolvió todo el vehículo y, en ese mismo instante, se produjo el estruendo de la explosión. Volaron fragmentos en todas direcciones: un pedazo metálico se hizo añicos en un escaparate de una frutería, trozos de madera por el aire, o proyectados con gran fuerza, cayendo de golpe entre los transeúntes y el tráfico.
Hubo gritos y el desesperado relincho del caballo. Una rueda continuó dando vueltas por la carretera y, cuando el humo y los fragmentos cesaron, se hizo visible el caballo, bufando y con un galope preso de pánico, todavía arrastrando los abrasadores ejes, que fue todo que quedó del cabriolé.
Hombres de temple intentaron agarrar las riendas que todavía colgaban, pero el asustado animal se desvió bruscamente, y por poco alcanza a otro cabriolé, cuyo cochero tuvo grandes dificultades para contener a su bestia, que se estaba alzando en los ejes.
El ruido, los gritos y los chillidos eran tan horribles como el mismo sonido del infierno, mientras el desdichado animal seguía corriendo, arrastrando por el suelo los ejes con un horrible ruido.
En el otro lado de la estación, un niño pequeño se había extraviado en la carretera y ahora permanecía helado por el terror. Quizá no tuviera más de dos años de edad y el pobrecito lloriqueaba mientras el caballo avanzaba hacia él; la niñera del niño, presa de terror por su responsabilidad, se quedó inmóvil en la acera.
Fue en ese momento cuando un policía que realizaba su ronda solucionó el problema, corriendo con todas sus fuerzas y lanzándose sobre las riendas. Sus manos agarraron el cuero, donde se colgó con todo su peso, devolviendo al caballo, que casi arrolla al aturdido niño, a su curso natural; gradualmente, fue parando al animal hasta el trote, y luego al paso, cuando ya había sido arrastrado unas cincuenta yardas hacia abajo de la calle, con los tacos metálicos de sus botas sacando chispas en la carretera.
En la habitación que recientemente había abandonado Segorbe oyeron la fuerte explosión y se quedaron de pie, completamente inmóviles, con la cara blanca por el susto.
Todos excepto Moriarty.
– Gott im Himmel -dijo Schleifstein. Sanzionare se santiguó.
– ¿Los Dinamiteros Irlandeses otra vez?(*) -preguntó el visiblemente desconcertado Grisombre.
– No creo -dijo tranquilamente Moriarty-. Me temo que esa pequeña explosión es obra mía, caballeros. Ya pueden llorar el viaje de Estaban Segorbe, que ha ido del bonito cabriolé a Kensal Green [25].
(*) Las bombas terroristas, muy extendidas durante un largo período, fueron bastante frecuentes durante las últimas tres décadas del siglo XIX. El bombardeo en la Prisión Clerkenwell, en 1867, es sólo un ejemplo, tanto de las bombas de grandes dimensiones como de las pequeñas. En marzo de 1881, casi tuvo éxito el intento de volar Mansión House. Dos años más tarde, el objetivo fue la Local Goverment Office, Charles Street, Whitehall: esta vez la bomba explotó. En ese mismo año hubo al menos dos explosiones más -en un túnel del metro entre Charing Cross y Westminster y una explosión más seria el 30 de octubre, extrañamente en la estación de metro de Praed Street, causando serios daños a 62 personas-. Las falsas alarmas sobre bombas durante los últimos años de la década de los ochenta fueron tan frecuentes como las recientes experiencias en el Londres contemporáneo; y en febrero de 1884, una explosión destruyó una consigna en la estación de metro de Victoria. El 30 de mayo de ese mismo año, parte del Departamento de Detectives de Scotland Yard fue dañado, y una taberna cercana quedó casi totalmente destrozada. Es posible que aquí se utilizaran dos bombas, siendo la taberna el segundo objetivo. Siguiendo lo que ahora nos puede parecer un modelo casi tradicional, las tácticas terroristas fueron cambiando, y se produjeron daños en el Júnior Carlton Club y la casa vecina de Sir Watkyn Williams Wynn. Ese mismo día -30 de mayo- se evitó una tragedia mayor cuando se desactivaron dieciséis barras de dinamita en la Columna de Nelson. Otros objetivos de ese mismo año, que afortunadamente se descubrieron antes de su detonación, fueron el Puente de Londres, las Casas del Parlamento, Westminster Hall y la Torre de Londres. En 1893, un trabajador de correos murió por la explosión de un paquete bomba y, un año después, otro mecanismo similar explotó en la Oficina de Correos de New Cross. Un rápido resumen no se completaría, de ninguna manera, sin hacer una referencia al desafortunado anarquista Martial Boudin, que murió cuando los explosivos que llevaba explotaron antes de tiempo en Greenwich Park el 15 de febrero de 1894. Este último incidente fue utilizado como base para la novela de Joseph Conrad titulada El agente secreto.
– ¿Le ha…? -dijo Grisombre.
– Si hay una cosa que esta sociedad necesita ahora -el Profesor seguía sin levantar la voz- es disciplina. Anótenlo bien y estén preparados para utilizar las mismas medidas extremas si no hay otro camino. Dígame Jean, en mi lugar, ¿qué habría hecho para vengarse de todo el grupo?
Grisombre arrastró los pies.
– Supongo que los habría buscado y me habría ido ocupando de cada uno sucesivamente como ha hecho usted, Monsieur le Professeur, y habría castigado a Segorbe.
– Muy bien. ¿Gee-Gee?
Sanzionare asintió gravemente.
– Lo mismo. Usted ha sido muy amable con nosotros, Professore. Yo habría sido despiadado.
– ¿Wilhelm?
– Yo también habría matado brutalmente a todos, con ira y por necesidad de venganza, Herr Professor.
– Por eso, para que no piensen que he sido de voluntad débil, pueden ver qué les podría haber sucedido a todos, o a alguno de ustedes, si no hubieran visto el claro sentido de reunimos bajo mi liderazgo. Sugiero, caballeros, que ahora abandonemos esta casa rápidamente. Todos tendrán que regresar a sus respectivas naciones dentro de poco y hay mucho que discutir sobre las formas y medios.
Esa noche el Profesor se sentó frente a Sal Hodges delante del fuego en el salón de Albert Square.
– Parece como si hubieras cenado hoy algo muy selecto -sonrió Sal.
– Exacto, exacto -Moriarty pronunció casi para sí mismo, contemplando las llamas e intentando descubrir caras y formas entre las ascuas.
Sal se movió incómodamente en su silla, con las piernas estiradas sobre un banquillo de piel.
– Estaré contenta cuando todo acabe -susurró, pasando su mano sobre el hinchado vientre.
– Yo también. Sí-pero Moriarty no estaba pensando en la inminente llegada de su hijo, su mente estaba muy apartada en otros asuntos.
Notando su distracción, Sal Hodges frunció el entrecejo y se formaron unas pequeñas patas de gallo alrededor de sus ojos. Puso mala cara, sonrió y luego volvió a hacer la contabilidad de sus dos casas. Los cofres de Moriarty habían obtenido unos buenos beneficios de las casas esta semana. Las chicas habían trabajado duro. Día y noche. Por un momento, Sal se distrajo por el ruido de las cartas que se estaban barajando.
La baraja de cartas en las manos del Profesor se movía constantemente, las cortaba con una mano, cambiaba los palos y colores, las escamoteaba tanto por la parte superior como por debajo. Su mente seguía a la deriva, alejada de los cincuenta y dos cartones. Por un momento imaginó que podía vislumbrar en el fuego la cara de Segorbe, llena de pánico en su último momento.
Esa noche, temprano, había pasado su pluma diagonalmente sobre las páginas de notas referentes al español. Se había cerrado otra cuenta y sólo quedaba una. La venganza, consideró, era dulce como un caramelo. Hizo una mueca a las llamas. La venganza y su realización le producía una sensación de satisfacción. Schleifstein, burlado con ese enorme robo; Grisombre, capturado después de robar lo que él pensaba que era la Mona Lisa\ el despreciable y fisgón escocés, Crow, echado al pasto, atrapado cometiendo adulterio y, por este motivo, en una especie de locura; y Sanzionare, también tentado por la lujuria, pero esta vez, por añadidura, con un ligero toque de codicia. Segorbe, muerto. Ahora sólo- quedaba Holmes, y ya le estaban apretando las tuercas. Después de Holmes, Moriarty empezaría otra vez. Ya podía sentir el poder. Ningún robo considerable en Europa sin su ayuda, ni un simple fraude, ni entrada en alguna vivienda, ni falsificación. Su control llegaría a todas partes: sobre los dedos de los carteristas, las piernas de las putas, las manos de los ladrones y las amenazas de los chantajistas.
Todo llegaría, como ya había hecho en Londres. Pero ahora se tenía que ocupar de Sherlock Holmes. El fuego resplandeció y arrojó un pequeño volcán de brillantes fragmentos contra el hollín de la parte posterior de la chimenea, como rojas estrellas en un negro vacío. La cabeza de James Moriarty comenzó a moverse con una oscilación reptiliana que reflejaba la caída de Holmes.
Cuatro días antes, dos hombres habían hecho un viaje hacia las pintorescas calles adoquinadas del barrio viejo de Annecy. Había allí una agradable paz, junto al tranquilo lago y las montañas Savoy al fondo. La pareja caminó, como si no tuvieran nada que hacer, hacia la Pensión Dulong, situada a la derecha del lago, en el extremo alejado de la ciudad, donde la carretera se dirigía hacia la villa de Menthon-St-Bernard.
Los dos hombres parecían no tener ninguna prisa cuando llegaron cerca de la casa rosa, con su arregladas contraventanas, los anchos balcones sin huéspedes. Aún no había empezado la temporada en Annecy.
En realidad, habían calculado su paso cuidadosamente, para llegar a la pensión un poco antes de las cinco: hora en que sabían que la mujer se estaba preparando para su paseo de la tarde.
«Será mejor abordarla entonces», había sugerido Bob el Nob a Ember después de recibir el telegrama del Profesor. Ember estuvo de acuerdo, pero él estaba preparado para estar de acuerdo con cualquier cosa, ya que se sentía muy molesto con este tranquilo juego como vigilante que habían estado jugando en el desconocido pueblo francés.
Después de la intensa y activa vida que estos dos criminales habían llevado en Londres, era verdaderamente aburrido actuar como niñeras secretas de una mujer que llevaba una vida rutinaria, si no triste, centrada alrededor de la pequeña pensión.
Pero siendo hombres de Moriarty, y sabiendo que de sus actividades dependía mucho, Ember y el Nob habían seguido meticulosamente sus instrucciones, informando con regularidad al Profesor y sin dejar que pasara un día sin conocer los movimientos de la mujer.
Esto no hizo que dejaran de quejarse de aburrimiento y especularan sobre cómo recibiría la mujer el contenido del sobre que llevaban y que Moriarty les había confiado hasta que llegara el momento.
Después de pasar por la puerta principal de la Pensión Dulong, a Ember y el Nob les pareció a primera vista un largo hall de entrada de una casa particular. Pero, cuando sus ojos se acostumbraron a la luz menos deslumbradora -ya que en el exterior el sol de primavera todavía no había desaparecido por debajo de las cumbres de las montañas-, percibieron una pequeña ventanilla colocada en la pared, delante de la cual había un llamador de latón en una repisa y un cartel escrito con claridad que invitaba a los huéspedes a llamar para que les atendieran.
El Nob pulsó el timbre con la carnosa base de su dedo pulgar, produciendo un tono alto y matizado que resonó en el vestíbulo vacío.
Un poco después, la ventanilla se abrió hacia dentro y apareció un hombre de pelo gris y cara rosada, con los perspicaces ojos de quien ha estado trabajando por su cuenta durante un considerable tiempo.
– ¿Habla inglés? -preguntó el Nob con una sonrisa.
– ¿Desean habitaciones? -replicó el propietario… porque lo era sin ninguna duda.
– No, señor, deseamos ver a uno de sus huéspedes. Un huésped permanente. La señora Irene Norton.
– Veré si se encuentra en este momento. Esperen. ¿A quién anuncio?
– Unos amigos de Inglaterra. Nuestros nombres no le dirán nada.
El propietario hizo un seco asentimiento con la cabeza y cerró de golpe la ventanilla. Unos tres minutos después volvió a aparecer.
– La señora Norton está a punto de salir, pero les dedicará un pequeño momento. Esperen en el salón -les indicó una puerta en el lateral más alejado del hall.
El Nob le dio las gracias y los dos hombres atravesaron la puerta. Era una habitación grande y espaciosa, cubierta, casi al azar, con sillones y algunas mesas, en las que los libros y revistas estaban colocados según la conveniencia de los invitados, que en ese momento estaban ausentes.
Ember se hundió en uno de los sillones mientras el Nob caminaba por la gran ventana y miraba las cristalinas aguas del lago.
Unos minutos después la puerta se abrió y apareció una mujer vestida de calle: una falda y una blusa cremas se veían por debajo de una capa abierta de un tono similar. Un bonete a juego adornaba su cabeza, bajo el cual eran perfectamente visibles unas oscuras trenzas.
Ember calculó que tendría unos treinta y cinco años, pero todavía atractiva, con ese par de ojos que bien podrían tentar a cualquier hombre con sangre en sus venas.
– ¿Deseaban verme? -miró a los hombres con algo de indecisión, fijándose en cada uno con una larga mirada, como si intentara memorizar sus características.
– Si usted es la señora Irene Norton… -replicó el Nob con un gracioso gesto.
– Yo soy -la voz era dulce y melodiosa, aunque había un indicio de alarma en sus ojos.
– ¿Señora Irene Norton, cuyo nombre de soltera era Irene Adler?
– Sí, ése era mi nombre antes de casarme.
Tanto el Nob como Ember notaron la ligera inflexión americana en su voz.
– ¿Quiénes son ustedes y qué quieren de mí? -preguntó la dama.
– Nosotros venimos como emisarios -el Nob cruzó para colocarse delante de ella-. Hay un caballero que la ha estado buscando durante bastante tiempo.
– Bien, me ha encontrado. Sea quien sea.
– Creo que esto se lo explicará.
El Nob sacó el sobre que les había confiado Moriarty y lo puso en las manos de la mujer, como si se tratara de un acólito.
Ella le dio la vuelta, vio que el precinto estaba intacto y realmente no sabía si abrirlo.
– ¿Cómo ha podido encontrarme alguien? -su voz bajó hasta convertirse casi en un susurro-. Se hizo correr el rumor de que estaba muerta.
– Lea la carta -dijo Ember.
Sus cejas se levantaron durante un segundo antes de que utilizara sus delicados dedos para abrir el sobre y sacar la gruesa hoja de papel.
Ambos hombres pudieron ver el encabezamiento, que indicaba que la carta venía del 22IB de Baker Street, Londres.
– Sherlock Holmes -Irene Adler respiró con dificultad-. ¿Después de todos estos años me ha buscado? -levantó la cabeza para mirar al Nob-. Me pide que regrese a Londres con ustedes.
– Eso es. Nos ha dado instrucciones para que le prestemos las mayores atenciones y la protejamos con nuestras vidas.
Pero ella estaba leyendo la carta por segunda vez, sus labios moviéndose en silencio.
Querida Señora -decía- solo puedo confiarle que no he olvidado el acontecimiento en que ambos nos vimos envueltos hace algunos años y, en el cual, no puedo negarlo, me venció. Hace algún tiempo me llegó la noticia de que su marido, el señor Godfrey Norton, había fallecido a causa de una avalancha cerca de Chamonixy que usted también había muerto. Fue, por tanto, una gran alegría descubrir por casualidad que aún estaba viva, a pesar de las precarias condiciones económicas en las que se encuentra ahora.
Quizá no haya pasado desapercibido, por los apuntes públicos de mi amigo y compañero, el doctor John Watson, que yo le he tenido, desde nuestro primer encuentro, el mayor respeto. Sólo deseo ayudarla, querida, querida dama, y ofrecerle toda la ayuda que pueda. Si no es demasiado atrevido por mi parte, le pido que acompañe a los dos caballeros que he enviado con esta carta. La traerán de vuelta a Londres, donde le he preparado una pequeña villa en Maida Vale. No deseo nada más que servirla y ver que recibe los cuidados a los que antes estaba acostumbrada.
Su más íntimo amigo, quien sólo le profesa admiración-Sherlock Holmes-.
– ¿Esto es verdad? -pregunto perpleja-, ¿o es algún truco?
– No es ningún truco, señora. Tenemos dinero y todo lo necesario para viajar a Londres.
– Estoy rebosante de alegría. Desde la muerte de mi marido, que me dejó en un estado de desesperación y dificultades económicas, no he deseado enfrentarme con el mundo otra vez. Pero Sherlock Holmes, entre toda la gente…
– ¿Vendrá? -preguntó el Nob con un tono amable.
– Bien, en realidad me da un nuevo valor y confianza. Estoy llegando a ese momento de la vida de una mujer en que se siente…
– Usted no debe tener más de treinta años -Ember se inclinó con gran galantería.
– Usted me adula, señor. Aunque debo admitir que la carta de Sherlock Holmes me hace sentir como una jovencita otra vez.
– ¿Vendrá? -repitió el Nob.
– Sí -su cara se iluminó con la más agradable de las sonrisas-. Sí, naturalmente que iré. ¿Qué mujer no lo haría por Sherlock Holmes?
<a l:href="#_ftnref25">[25]</a> Moriarty se refiera al Cementerio de Kensal Green.