174061.fb2 La Venganza De Moriarty - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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LONDRES

Miércoles 30 de septiembre – Jueves 29 de octubre de 1896

(Una deseable residencia)

North Kensington estaba mezclado con pequeños reductos de pobreza. Suciedad y franjas superpobladas llenas de miseria se encontraban junto a opulentas edificaciones que se habían extendido en hileras ordenadas durante el último medio siglo. En las anteriores cuatro décadas florecieron muchas grandes plazas a lo largo de High Road, desde Notting Hill hasta Shepherds Bush, cambiando el aspecto de toda la zona.

La más impresionante de todas era Ladbroke Estate -«el frondoso Ladbroke», tal como lo llamaban-, seguro y autosatisfecho con su centro en la iglesia de St. John y sus simétricas villas con amplias y ricas fachadas y grandes jardines. La influencia natural de este tipo de construcción se extendía hacia el este y constituía una red de buenas residencias alrededor de Holland Park y Notting Hill, lugares con direcciones como Chepstow Villas o Pembridge Square. Fue a un callejón sin salida en medio de esta erupción de respetabilidad, Albert Square [7], donde un par de carruajes llevaron a Moriarty y a sus partidarios a primera hora de una cálida tarde del miércoles 30 de septiembre de 1896.

Habían llegado en tren desde Liverpool, y la mente de Moriarty zumbaba con las relaciones y recuerdos mientras el coche le transportaba por Londres. Era un día caluroso, y olores conocidos invadieron el interior del vehículo de forma punzante, aumentando la nostalgia del Profesor. Las calles estaban tan abarrotadas como las recordaba, incluso más, ya que ahora podían verse más vehículos con movimiento autónomo. En las principales vías, los pobres rozaban sus hombros con los ricos, los negocios, rebosantes de mercancías, todavía vituperaban a los menos afortunados y hasta podría pensarse que el pulso de todo el Imperio palpitaba de forma audible. Moriarty también pensó que estaba sintiendo los latidos de su propio imperio: que todavía no estaba muerto.

Con mucho calor y cansancio, pero con una sensación de gran bienestar, Moriarty echó un primer vistazo a su nuevo hogar: el número 5 de Albert Square, una de las diez villas adosadas situadas alrededor de un pequeño terreno cercado, con césped y árboles, muy polvoriento en verano, y con el pavimento tachonado a intervalos regulares por renuevos de fresno. Un barrio deseable. Un pequeño mundo, autónomo y presumido con su digna calma, con las doloridas espaldas de las doncellas y el frío servilismo de los cocineros, los mayordomos y las nodrizas; estaba tan lejos del mundo real de Moriarty como el castillo de Windsor de los talleres donde se explota al obrero, de las cocinas y de los bares.

Las casas de Albert Square eran pretenciosas en muchos aspectos. No eran tan grandes como las de Ladbroke Estate y, sin embargo, ostentaban fachadas más amplias que la mayoría de las casas de Londres, aunque las entradas porticadas y sus cinco pisos tenían un aspecto algo recargado.

– La casa de ciudad del Duque de las Siete Esferas, ¿eh? [8]-cloqueó Moriarty.

Apenas a medio camino se encontraban patios con una sola bomba de agua para una docena de casuchas, y no podía verse un sólo árbol. Pero a la buena gente de Albert Square no le agradaba recordar ese otro mundo.

Durante esa tarde, un observador oculto habría visto los carruajes que se acercaban y habría advertido la presencia de dos mujeres en el grupo: una alta, con el cabello dorado cobrizo bien arreglado bajo un gran sombrero de verano, y otra más pequeña, pero vestida a la moda. Ambas salieron de los carruajes sin dudarlo, subieron rápidamente los escalones y fueron bajo el pórtico. En el exterior, dos hombres permanecieron sobre el pavimento para echar un vistazo, observando la fachada, intercambiando una o dos palabras mientras sonreían y asentían con la cabeza. Una de las mujeres iba vestida de negro y con el sombrero en la mano. Una buena cabellera echada hacia atrás. El profesor americano va a venir al número cinco («he oído que es un hombre brillante, pero muy recluido. Ha viajado por Europa y ha realizado algunos nuevos e importantes estudios en Londres. ¿Será médico?») La otra era más alta, con un semblante moreno y una lívida marca. Un diamante en bruto. ¿Compañera de viaje? ¿O quizá una asistente de clínica?

Durante todo este tiempo, otras dos figuras, muchachos corpulentos, ayudaban a los cocheros a descargar el equipaje y llevarlo hacia los escalones donde otro hombre más pequeño esperaba en mangas de camisa. Entre el equipaje se encontraba un gran baúl Saratoga, una caja japonesa y otro gran baúl de piel que era tratado con sumo cuidado, como si contuviera las joyas de la corona, y en realidad, de algún modo, eso era correcto.

El vestíbulo tenía un aspecto frío mientras la última luz del día se reflejaba en los paneles de la puerta formados por vidrios de colores, con manchas rojas y azules que temblaban contra el muro. Lee Chow permanecía de pie sonriendo para recibir al grupo, inclinándose y ofreciendo su constante sonrisa al Profesor. Las mujeres, que sabían cuál era su lugar, desaparecieron en las entrañas de la casa.

– Su estudio está aquí, totalmente preparado. -La mano del chino se alargó hacia la puerta situada a la derecha de la escalera. En la otra pared se encontraba una pequeña mesa con un jarrón de flores, los últimos retazos del verano entremezclados con las primeras hojas secas del otoño. Lee Chow, pensó el Profesor para sus adentros, nunca dejaría de impresionarle. El chino habría matado sin ningún remordimiento de conciencia o escrúpulo; podría dormir como un niño después de someter a una persona a las torturas más insoportables; y, sin embargo, cocinaba tan bien como cualquier mujer, y era especialmente bueno en habilidades como los arreglos florales.

El Profesor James Moriarty cruzó la puerta de su nuevo estudio, la habitación desde la que planearía y dirigiría los asuntos en curso: la ruina de los cuatro villanos continentales y de los dos guardianes de la ley.

Era una habitación alargada, de techos altos y con dos grandes ventanas que daban a la plaza. Por encima de la chimenea, situada en la pared de enfrente de la puerta, se elevaba un sobremanto adornado que enviaba los reflejos de sus siete u ocho espejos situados entre los estantes y en las enroscaduras y flautas de madera. En el otro lado, altas librerías llegaban hasta el raíl de colgar cuadros: hileras de libros, callada erudición con los lomos de piel. A los pies un Axminster de color beige y marrón oscuro. Entre los muebles se incluían cuatro sillas con brazos, cubiertas con piel marrón abotonada, mientras que el centro era un enorme escritorio color caoba que conjuntaba con algunas sillas, también con brazos. Sobre la pared de detrás del escritorio colgaba un solo cuadro: una mujer joven, reservada, con la cabeza sobre las manos: un trabajo de Jean Baptiste Greuze. Era la posesión favorita de Moriarty.

Permaneció mirando el cuadro durante tres minutos, con los ojos relucientes y la boca firme. Era como un éxtasis, ya que no había contemplado el cuadro desde que Ember lo escondió para ponerlo a salvo antes de que escaparan, en el año 94, del cuartel general de Limehouse.

Sally Hodges entró con los efectos de escritorio del Profesor y juntos, en compañía de Spear, pasaron una hora examinando la casa: el salón de estar, las cocinas en la planta baja (Bridget Spear ya estaba haciendo listas y enviando a William Jacobs a hacer algunos recados, ya que ella iba a dirigir el cotarro como ama de llaves del Profesor); el salón en el primer piso; los nueve dormitorios; los dos cuartos de baño; los vestidores y los habituales despachos. Y de nuevo abajo, el invernadero. Más tarde regresaron al estudio.

– Lo hará muy bien -Moriarty dijo a Spear-. Estaremos cómodos y calientes como chinches -vaciló mientras se oyeron las carcajadas de los niños provenientes de la plaza.

– Calientes como chinches, mientras no nos molesten demasiado los vecinos y sus críos.

Mandó que llamaran Bridget y que dijera a todo el mundo que se iban a reunir en su estudio a las ocho en punto.

– Podemos cenar tarde, por variar.

Pasó media hora con Bridget, escuchando su información sobre las instalaciones de la cocina y sobre la ayuda que necesitaría para el mantenimiento de la casa. Más tarde pasó una hora con Sal Hodges, desempaquetando la ropa personal y otros artículos necesarios. El gran baúl de piel ya se había llevado al dormitorio del jefe y estaba en medio de la habitación sin que nadie lo hubiera tocado.

– ¿Deseas que venga aquí esta noche? -preguntó Sally.

– A menos que tus asuntos te reclamen.

El Profesor estaba preocupado porque tenía que encontrar los estantes y armarios adecuados para los disfraces.

– Siempre que pueda hacerlo mañana.

– Mañana algunos estarán fuera y a primera hora. Algunos estarán en las calles esta noche -se volvió y la sonrió, mientras movía la cabeza con un ligero tambaleo propio del movimiento de los reptiles-. Pero nosotros no, Sal, nosotros no.

A las ocho en punto se cerraron las cortinas, se encendieron los manguitos incandescentes, se prepararon las lámparas y se sirvió buen jerez para la reunión que iba a tener lugar en el estudio.

Con pocas palabras, Moriarty felicitó a los hermanos Jacobs por la elección de la casa y luego pasó inmediatamente a los asuntos.

– Vosotros sabéis lo que deseo respecto a los matones -recordó a Spear-. Sigue con ello cuando lo estimes conveniente. Ellos no van a venir aquí durante el día. Hablaré con ellos mañana a las diez de la noche. En todos los casos, recordad que demasiada prisa y agitación hace que la gente vuelva la cabeza y mire atentamente. Demasiada conmoción, un cambio repentino, siempre hace que los mirones se agrupen. Por tanto, debemos movernos con suavidad, pero no como tortugas. No tenemos todo el tiempo del mundo. Nadie lo tiene.

– Estarán aquí -Spear no necesitó dar más explicaciones.

Ahora iba a dirigirse a Ember.

– No quiero que me mencionéis directamente, ¿entendéis? -les advirtió Moriarty después de dar sus órdenes en relación al nuevo alistamiento de los informadores-. La tuya posiblemente es la misión más importante, ya que no podemos trabajar sin ojos ni oídos. Habrá trabajo para ellos directamente y quiero calidad más que cantidad. Tú serás el responsable de ellos, Ember, tú sólo. Y tú siempre me darás cuenta a mí.

– Estarán en las calles entre cuatro y veinticuatro horas. -Ember se sorbió las narices, era un hombre pequeño bastante desagradable, un roedor, pero en quien Moriarty confiaba.

– ¿Lee Chow?

El silencioso chino levantó la cabeza y sus grandes ojos respondieron como los de un perro ante la llamada de su amo.

– Antes de irnos, había un farmacéutico que nos era muy útil. Un farmacéutico en Orchard Street.

Una leve sonrisa abrió la boca de Lee Chow. En la pequeña caverna apareció un diente dorado.

– ¿Ese que es un buen amigo del señor Sherlock Holmes, Profesor?

– Exactamente ése. Un constructor de sueños. Es uno de tu gente especial, Lee Chow. -El chino siempre había sido el comandante de Moriarty en ese mundo crepuscular de las medicinas, inhalaciones y pociones, tan necesario para los cientos de drogadictos de Londres-. ¿Le recuerdas?

– Charles Bignall -Lee Chow pronunció con sumo cuidado, por lo que el nombre surgió como tres palabras.

Moriarty sonrió entre dientes.

– Charlie Cocaine.

– Como siempre le llama.

– Como el resto de nuestra gente en ese campo, imagina sin duda que ahora trabaja para otros. O incluso para él mismo. Quítale esas ideas, querido Chow. Algo de dinero o un poco de sufrimiento. Cualquiera de las dos cosas bastará. Debo saber si todavía asiste al astuto señor Holmes. Sea cual fuere la situación, deseo tener sus servicios. Exclusivamente. ¿Entiendes?

– Comprendo. ¿Debo buscar también a otra gente?

– Con delicadeza, con sumo cuidado.

– Sí. Yo me encargo de todo. Pero primero el señor Bignall.

– Haz eso. Necesito a Bignall para mi plan contra Holmes, así como matones e informadores para otros proyectos.

Un perro ladró en algún lugar lejano a Albert Square. La cabeza de Moriarty se movió peligrosamente de un lado para otro.

– Y ahora, a todos vosotros. Necesitamos información en relación a Crow. El sucio inspector Angus McCready Crow.

– Todavía no ha vuelto de América -la sonrisa de Ember fue poco limpia y llena de autofelicitación.

– Es muy probable -el Profesor no sonrió-. Sin embargo, necesito algo más que eso. Necesito saber cuándo piensa volver; cómo va su matrimonio; detalles sobre su casa; relaciones con sus superiores y subalternos -señaló todos estos asuntos con sus dedos-. Su pasado también me interesa. Su expediente como policía y su carrera como hombre.

Sal Hodges soltó una breve carcajada, como un súbito resplandor de luz sobre la superficie del agua.

– Sin embargo -continuó el Profesor-, todavía tengo que reunirme con el hombre que piensa que no tiene nada que esconder de su pasado. La fragilidad humana es el arma más mortífera que tenemos a nuestra disposición. Vale por cien hombres, por doscientos sabuesos. Vale tanto como una mujer virtuosa, mucho más que los rubíes.

– Yo conozco un Rubí -dijo William Jacobs-. Es una puta que está más abajo de Whitechapel y su precio es lo suficientemente bajo.

Moriarty le echó una mirada glacial.

– Descúbreme el punto débil de Crow.

William Jacobs se miró los pies y hubo un rápido intercambio de miradas entre las dos mujeres. Todo era silencio menos el silbido de las lámparas incandescentes.

Sal se aclaró la garganta.

– Creo que te darás cuenta de que ya hemos puesto los ojos en Crow -sonrió a Moriarty con unos ojos casi retadores.

– Bien. Habla conmigo más tarde. Y ahora, hablemos de nuestro viejo amigo alemán, Wilhelm Schleifstein -el Profesor pronunció su nombre como si fuera amargo para su boca-. Sé que está preparando un buen robo. Bien, siempre he intentado ser útil para mis hermanos políticos. Desearía encontrarle algo que fuera un reto para él. Una estafa que le proporcione buenos beneficios. La avaricia es nuestra segunda arma mortal. Atrapa a un hombre con su propia avaricia y será tuyo para siempre. Y, recuerda Ember, cuando tus informadores estén situados, quiero saber dónde se esconde Schleifstein.

Ember hizo una señal con la cabeza y Moriarty pasó con suavidad a tratar otros asuntos. Primero con Sal Hodges, a quien había confiado la búsqueda de dos buenas chicas que ayudaran a Bridget Spear con la casa.

– Pero ninguna de tus sucias o valientes palomitas, Sal. Quiero chicas sin pasado y con muy poco futuro. Y que estén preparadas para la formación.

– Mañana tendrás unas esclavas -replicó Sal. Estaba acostumbrada a solucionar las distintas situaciones con las mujeres adecuadas.

– Entonces, mañana -Moriarty asintió con la cabeza-. Y mañana, Bertram, necesito que estés junto a mí para trabajar con los peristas. William, echa una mano a Spear y Ember en caso de que te necesiten. Pero antes de que anochezca, hay un nombre más que quiero daros. El nombre es Irene Adler. Quizá hayáis oído hablar de ella: es una señorita de origen americano sobre la que hice algunas investigaciones en Nueva York. Está, al menos en apariencia, en Europa, y quizá esté viajando con su nombre de casada, que es Norton, aunque su matrimonio no duró mucho. Tiene unos treinta y ocho años de edad. En su época fue una contralto de ópera. Pero posee otros talentos. El chantaje es su especialidad. Ésta es una tarea de la máxima importancia y tiene que ver con todos vosotros. Tener en cuenta a Irene Adler. [9]

La reunión terminó y Moriarty dejó caer a su manera que esa noche no quería preguntas. Sus instrucciones fueron claras y concisas y el grupo dejó el estudio para prepararse para la cena que Bridget serviría dentro de una media hora.

Moriarty, ya solo, cogió el periódico de la tarde que Lee Chow le había llevado. Galdstone había vuelto a dar su opinión. Sonrió entre dientes, el viejo político había estado en Liverpool, hablando sobre las masacres de los armenios y pretendiendo que Gran Bretaña llevara a cabo una acción aislada. El viejo loco, pensó. [10]

Sin embargo, el periódico no le llamó la atención durante un buen rato. Giró su silla y miró durante algunos momentos a su querido cuadro, contento con el pensamiento de que a las pocas horas de su regreso a Londres ya estaba de nuevo contemplándolo. La contemplación del Greuze le impulsaba a la acción. Había otro cuadro en su punto de mira: famoso en todo el mundo y de valor incalculable. Apuntó algunas cifras en un trozo de papel. Ese cuadro estaba en París, como Jean Grisombre. La avaricia de este último podría unirse a ese cuadro de valor incalculable y así provocar la caída del francés. Cogiendo una hoja, Moriarty comenzó a escribir una carta. Una vez terminada, leyó dos veces la misiva antes de meterla en el sobre que iba a dirigir a M. Pierre Labrosse. La dirección era Rué Gabrielle, Montmartre, París. Ya se había tejido otra hebra.

Sally Hodges estaba agotada. James Moriarty siempre había sido un apasionado y experto amante, pero esa noche, de vuelta a Londres, era como si una nueva determinación se hubiera liberado dentro de él. Saciado después de hacer el amor, el Profesor yacía a su lado con una respiración profunda, rítmica, como la de un hombre que se dirige a una meta desconocida. Sal Hodges no era una de esas mujeres con miedo a los hombres, ni de las que se asustan por caprichos violentos. Sin embargo, esa noche tuvo problemas para dormirse. Era como si hubiera sentido algo de maldad en su amante: una obsesión que podía resumirse en una sola palabra. Venganza.

Aunque la casa de Albert Square era silenciosa, Sal Hodges no era la única que no podía dormir. Bridget Spear también yacía, sola en una habitación que le resultaba poco familiar, deseando que su marido volviera de la misión en la que se había embarcado poco después de cenar.

Estaba ansiosa y frustrada, ya que había planeado darle la noticia esa misma noche. Había ensayado cada palabra y reunido todo el coraje. Pero, de repente, la oportunidad se esfumó. Hasta había intentado disuadirle para que no se marchara. Mañana -argumentaba- habrá tiempo de sobra. Pero ella lo sabía perfectamente, porque Bert Spear siempre había dado prioridad a los asuntos del Profesor por delante de cualquier otra cosa.

– Vete a la cama, cariño. Trataré de no despertarte cuando regrese.

La abrazó estrechamente antes de salir y ella sintió el duro bulto de la pistola que tenía en el bolsillo que presionaba contra su pecho. Esto hizo que se preocupara todavía más. Su marido en la ciudad, entre los habitantes de los barrios más oscuros: y el estado de ella, que todavía no le había revelado. Ambas frustraciones hicieron que la noche pasara muy lentamente.

En otra zona de la ciudad, Sylvia Crow también permanecía despierta, al abrigo del número 63 de King Street. Sus pensamientos, sin embargo, eran felices y estimulantes. Al día siguiente se reuniría con su marido, ya que en este momento Angus McCready Crow estaba llegando a Mersey. Cuando llegara por la mañana, él podría echar un vistazo al SS Aurania, olvidándose de que había estado a punto de atrapar a Moriarty. Sin embargo, los pensamientos de Sylvia Crow estaban muy lejos del trabajo de su marido y de los criminales que tan devotamente perseguía. Mañana por la noche, soñaba, Angus estaría de vuelta y tenía muchas sorpresas preparadas para él.

El nombre de Faulkner era bien conocido en Londres. En algunos círculos, los Baños Faulkner eran conocidísimos. En realidad, Faulkner dirigía tres establecimientos. El de Great Eastern Railway Station era el más sencillo: simples baños y duchas, tanto fríos como calientes. En el número 26 de Villiers Street todo era más elaborado: los baños de agua marina «Brill» eran la especialidad, así como los baños de vapor sulfuroso, de vapor ruso y los baños del sultán. El establecimiento de Faulkner del número 50 de Newgate Street se encontraba a medio camino entre la sencillez del Great Eastern y la opulencia del Villiers Street. Aquí uno podía bañarse por un chelín, darse una zambullida por nueve peniques, una ducha fría o caliente por un chelín y un baño turco completo por dos peniques y seis chelines.

Bert Spear pagó un baño turco, pero sólo llegó a las habitaciones para cambiarse, ya que allí vio al dependiente, la única razón de esta visita. El dependiente era un enorme boxeador, sordo de un oído y unas manos del tamaño de palas.

– Qué alegría -dijo Spear con una deliciosa sonrisa.

– Bert Spear. Qué sorpresa. No esperaba…

– Bien, aquí me tienes. Una sorpresa. ¿Todavía estás conmigo para conseguir una buena tajada?

Terremant no tuvo que pensarlo.

– Dime.

– Te necesito a ti y a otros cinco hombres de confianza. Hombres con los que hayamos trabajado antes. Diestros y fuertes.

– Eso está hecho. ¿Es para…?

Spear mantuvo alzada la mano en señal de precaución.

– ¿Recuerdas la dirección?

– Mi memoria sólo me falla con los imbéciles.

– Mañana por la noche. A las diez en punto. En grupos de dos y tres, no en masa. Albert Square, número 5, más allá de Notting Hill.

– ¿Un trabajo?

– Estás contratado. Permanentemente.

En el rostro de Terremant apareció una amplia sonrisa y un gran puño sacudió suavemente los hombros de Spear.

– Como en los viejos tiempos.

– Exactamente como en los viejos tiempos. Encontrarás a muchos de los viejos amigos. Pero quiero tu silencio. Si abres la boca morirás.

– Soy sordo y mudo, ya lo sabes.

Spear le miró duramente. Terremant podría haberle levantado y aplastado con una sola mano, pero este enorme hombre sabía que Spear era muy respetado. A pesar de su reputación de matón sin escrúpulos, Terremant nunca se buscaría problemas con alguien de la Guardia Pretoriana de Moriarty.

– Entonces, mañana por la noche.

Spear sonrió, asintió con la cabeza y se fue hacia otras guaridas que no eran tan saludables como los baños turcos de Faulkner.

Desde la década de 1850 el rostro de Londres había sufrido un sutil cambio. Nuevas construcciones habían cambiado muchas de las numerosas colonias de ladrones, esas sentinas del mal; sin embargo, a pesar de la reforma y la nueva planificación, todavía existían calles y negros callejones parecidos a laberintos donde la policía sólo se atrevía a entrar en parejas y el extraño sólo accedía por temeridad.

En estas zonas, Ember no tenía ningún miedo. Había recorrido durante más de treinta años las calles más oscuras y más notorias de la ciudad con la particular inmunidad de aquéllos que gozan de una especial y útil prebenda dentro de los bastiones del mundo criminal.

No importaba que Ember hubiera estado ausente de las viejas guaridas durante dos años o incluso más. De alguna forma, este hecho sólo aportaría más interés al viaje de esa noche mientras se deslizaba, como una delgada sombra, de una calle a otra, a los bodegones, a las pensiones y a las oscuras cocinas. En todos los sitios donde entró y en todas las frías calles había hombres y mujeres que le saludaban, a veces como a un igual, pero más frecuentemente como a una persona de rango.

Se movía con rapidez, sin quedarse demasiado tiempo en el mismo sitio, manteniendo breves conversaciones con distintos individuos andrajosos. En algunas ocasiones el dinero cambiaba de manos, resbalando subrepticiamente de palma a palma con un acompañamiento de guiños y señales con la cabeza.

Cuando llegó el amanecer anunciando otro brillante día en ese veranillo de San Martín de 1896, Ember salió del humo, la podredumbre y el aire saturado de ginebra de los bajos fondos con la convicción de que había establecido los cimientos de la trama que en un tiempo fue el orgullo y la alegría del Profesor James Moriarty: esa invisible cadena de información que recabaría los informes más recientes y detallados, tanto de los enemigos como de los defensores de los bajos fondos.

El sol comenzó a elevarse, y a las diez en punto de esa misma mañana, un grupo de pilluelos andrajosos se presentó en la puerta del 22IB de Baker Street para ser conducidos, más tarde, en presencia del mismo Sherlock Holmes. Quince minutos más tarde salieron estos nómadas de las calles, felices y apretando chelines de plata, lo que suponía su recompensa por los chismes pasados a Holmes, quien, durante la siguiente hora, se sentó en sus habitaciones para tocar el violín y reflexionar seriamente sobre la información que había recibido.

A medida que pasaba la mañana, se produjeron diversos eventos relacionados. Algo más tarde de las diez, Moriarty salió de Albert Square en compañía de Bertram Jacobs y Albert Spear para una serie de reuniones que cambiarían el contenido del gran baúl de piel en moneda del reino.

Visitaron a tres personas: el viejo judío, Solly Abrahams, con quien el Profesor realizó negocios en anteriores ocasiones, y las espaciosas habitaciones traseras de dos casas de empeños. Una en High Holborn y otra cerca de Aldgate.

A las once en punto Sal Hodges -que había salido temprano- regresó a Albert Square acompañada de dos chicas que no tendrían más de catorce o quince años.

A pesar de su apariencia escuálida y estropeada, ambas chicas -un par de huérfanas llamadas Martha y Polly Pearson- estaban hablando atropelladamente con gran interés mientras Sal las empujaba hacia las escaleras y hacia la cocina, donde Bridget Spear se enfadaba al intentar cientos de tareas al mismo tiempo.

– Bien, tenéis que engordar, y eso es seguro -dijo Bridget después de que las chicas se hubieran quitado sus chales. Sin embargo, había algo de amabilidad en la voz del ama de llaves, ya que era capaz de recordar la noche en que fue llevada al servicio del Profesor: delgada, sucia e intimidada-. Sois de la calle, ¿verdad?

– No -negaron ambas con la cabeza.

– Bien, lo más seguro es que nunca hayáis servido, y supongo que tendré que enseñaros todo. ¿Vais a trabajar?

Ellas asintieron con la cabeza, llenas de entusiasmo.

– Os enteraréis si no lo hacéis. De acuerdo, coged vosotras mismas un plato con caldo y algo de pan. Ahí mismo. Sentaros en la mesa y veremos qué se puede hacer.

Orchard Street se encuentra entre la bulliciosa Oxford Street y la grave respetabilidad de Portman Square: un tranquilo afluente que va desde un río comercial hasta un plácido y saludable lago.

A medio camino y a la derecha, según se viene desde Oxford Street, se encuentra una pequeña farmacia, toda muy limpia, cubierta de pintura blanca y con un armario acristalado con grandes frascos de boticario de cuello delgado llenos de líquidos de colores: rojo, amarillo, azul y verde.

Cuando entró el chino, en los alrededores había poca gente y nadie en el interior de la farmacia; a continuación cerró firmemente la puerta y, con un movimiento rápido, giró la llave y bajó la persiana gris de modo que la palabra cerrado pudiera verse desde el exterior.

El farmacéutico era un hombre pequeño de mediana edad, de apariencia desordenada y pelo sutil, y un par de semianteojos que se balanceaban sobre su nariz. Había estado cambiando un frasco etiquetado como Pumiline Essence sobre un estante lleno de botellas y preparados. Elixir de grajo. Píldoras de Diente De León del Rey, Jarabe Tranquilizante de Johnson, y uno que hizo mucha gracia a Lee Chow llamado Bálsamo de Segador de Marrubium Vulgare.

– ¿Cómo está, señor Bignall? -dijo Lee Chow con una sonrisa permanente sobre su cara y una pronunciación que dividía meticulosamente el nombre del farmacéutico en dos partes iguales.

Durante algunos segundos Bignall permaneció de pie con la boca abierta y una gran expresión de asombro en su rostro, como un hombre que acaba de recibir malas noticias.

– ¿Está usted bien, señor Bignall?

– No quiero verle en esta tienda.

Si el farmacéutico trató de reaccionar de forma amenazadora, no hizo un discurso convincente, ya que su tez adquirió un tono color ceniza semejante al de una hoja que lleva el viento.

– No le veo desde hace mucho tiempo, señor Bignall.

– Debe marcharse. Váyase ahora. Antes de que llame a la policía.

Lee Chow sonrió como si hubiera sido una buena broma.

– No llamará a la policía. Más bien creo que me escuchará.

– Yo dirijo un negocio respetable.

– ¿Todavía tiene algunos de los clientes que yo le proporcioné?

– No quiero ningún tipo de problemas.

– Ya se ha metido en problemas, señor Bignall. Ha ganado mucho dinero en los dos últimos años, desde que yo no estoy aquí.

– No tiene nada que ver con usted.

El chino pareció pensar durante un minuto. Los farmacéuticos eran su especialidad. Ellos podían ofrecer muchas cosas difíciles de conseguir y mucha gente pagaba muy bien por los servicios privados de un farmacéutico. Al final se encogió de hombros y se volvió hacia la puerta.

– De acuerdo. Le dejaré solo, pero debe visitar pronto a los amigos. Buen día, señor Bignall.

– ¿Qué quiere decir?

– Sólo que debe visitar a los amigos. Agradable. Bonita tienda. Ahora todo está limpio. En perfecto orden. Las manzanas se pudrirán pronto y la policía vendrá. ¿Lo entiende?

Bignall lo entendió. Era un hombre con una vivida imaginación.

– Espere -dijo a continuación-. Espere un momento. Le daré dinero.

– Tengo dinero, señor Bignall. Tengo dinero para ofrecérselo si sigue haciendo favores como antes. Favores a amigos especiales.

– Yo…

Lee Chow se acercó muy despacio hacia el mostrador y se inclinó hacia el farmacéutico.

– ¿Todavía suministra polvo blanco al señor Holmes?

Bignall asintió de forma cansada.

– ¿Y todavía le oculta la verdad a su amigo, el doctor Watson?

El farmacéutico suspiró, como si sintiera de algún modo cierto alivio al compartir la información con otra persona.

– Sí.

– ¿Todavía obtiene el opio que mi gente envía?

Volvió a asentir con la cabeza.

– ¿Tiene a todos los antiguos clientes?

– Sí.

– ¿Y quizá alguno nuevo?

– Uno o dos.

– ¿Y todavía lleva a cabo operaciones quirúrgicas? ¿Sigue haciendo abortos?

– Sólo cuando es necesario.

– Bien. Ahora hablaremos sobre cómo deben ser las cosas.

Había pasado media hora desde que Lee Chow salió de Orchard Street, y ya volvía a Albert Street con felices noticias para su jefe. Se había producido otro movimiento en el gran juego de la venganza y del justo castigo.

Esa misma tarde, tanto Lee Chow como Ember informaron de todo al Profesor. Muchos de los informadores que anteriormente habían trabajado para ellos ahora se encontraban fuera del grupo de Moriarty: oídos atentos, ojos a la búsqueda de palabras, indicios, signos, ya que sabían que habría una pequeña recompensa para ellos a cambio de cualquier fragmento o cuchicheo que pudieran arañar.

En particular, había hombres y mujeres a la búsqueda de noticias en la calle St. George, durante algún tiempo la notoria Ratcliffe Highway, centrando la mayor parte de su actividad alrededor de Preussische Adler, la guarida favorita de los marineros alemanes y de otro tipo de gente que no contaba con la policía entre sus amigos más íntimos. Su tarea era buscar noticias sobre Wilhelm Schleifstein.

Pero en todos los sitios a los que fueron en esas malditas calles -hasta el Rose and Crown o el Bell, o en cualquiera de los espectáculos de baile y music hall-, sus preguntas fueron prudentes. Entre los nombres que guardaban en su mente se incluían Irene Adler, el policía -Crow-, el mismo Holmes, así como otros criminales extranjeros sobre los que el Profesor estaba concentrando la mayor parte de sus esfuerzos.

Durante todo el día Spear se movió entre Albert Square y una docena de lugares secretos en el interior de la metrópolis. Más tarde, después de la cena -servida por las nerviosas gemelas, Martha y Polly, y con mucha ayuda por parte de Bridget Spear- tuvo también algunas palabras en privado con Moriarty. Entonces Spear ya había asumido de forma tácita el mando de la Guardia Pretoriana y le dijo que durante las dos últimas horas había estado hablando con una docena de profesionales: cacos, carteristas, pequeños y grandes estafadores y chantajistas, que ahora estaban trabajando por su cuenta. Su acercamiento había sido cuidadoso, prudente y había tenido éxito.

Cuando Spear le dejó, Moriarty permaneció junto a la ventana del salón, con un vaso de brandy en una mano y mirando hacia la plaza. Allí fuera, pensó el Profesor, su reinado ya estaba en camino; su banda comenzaba a obtener el éxito merecido, tal como sucedió hasta la derrota poco digna del 1894. Ahí fuera también se encontraban las llaves que abrirían las puertas del desastre para los seis enemigos que continuamente le atormentaban.

Una ligera brisa sacudió los árboles de la plaza, como si estuvieran atemorizados ante la amenaza proveniente de la ventana del salón.

Volviendo su atención hacia el interior de la habitación, Moriarty miró tiernamente al piano, que ocupaba una posición de cierta importancia, un piano de cola de salón de la marca Collard & Collard, que los Jacobs compraron a un tratante que tenía acceso a estos instrumentos, de gran calidad, pero de bajo precio. El piano era un lujo del que el Profesor había prescindido durante mucho tiempo. De niño, la música fue el telón de fondo de su cotidiana vida hogareña. ¿Acaso su madre no le enseñó? Ciertamente, podía recordar ese sentimiento de satisfacción que ya poseía a muy temprana edad al ser capaz de tocar con gran talento. Solía pensar con frecuencia que era la única cosa que sus hermanos le envidiaban («Señora Moriarty, el joven Jim debería dedicarse profesionalmente y comenzar a dar conciertos. Es tan diestro». Era un comentario pasajero que todavía recordaba).

Sin embargo, habían pasado muchos años desde la última vez que se sentó ante un teclado, y ahora, desde que llegó a la casa, siempre aprovechaba la ocasión. Se acercó al instrumento con cautela, como si fuera un animal que necesitara domesticación. Una vez sentado, cerró sus ojos y trató de recordar aquella época en que tocar el piano era tan fácil como respirar. Si Holmes pudiera tocar el violín, él entonces podría obtener una desgarrada melodía de las teclas negras y blancas. Lentamente, sus largos dedos comenzaron a moverse por encima del teclado sin tocarlo y, más tarde, como si hubiera adquirido una rápida confianza, encontró las notas y comenzó un estudio de Chopin: el doceavo, el «Revolucionario», como es conocido.

No fue una interpretación ordinaria, sino que tuvo un sentimiento único, como si la música fuera el desagüe de todos los deseos y frustraciones enjaulados, de todas las glorias y maldades. Con la música vino una especie de paz temporal, y Moriarty siguió redescubriendo su talento hasta que el clamor de abajo anunció la llegada de Terremant y del primer matón.

Arriba, en su confortable habitación, Bridget Spear se enfrentaba a su marido.

– El señor Knap ha estado aquí -dijo con brusquedad con una mano sobre su estómago. Para ella era mucho más fácil utilizar esta vieja frase, que daba a entender el embarazo, que cualquier otra expresión más formal y halagadora con la que las mujeres jóvenes dan la noticia a sus maridos de que «están esperando a un pequeño extraño.»

La boca de Albert Spear se abrió y luego volvió a cerrarse.

– Bridget, nunca soñé…

– Deberías haberlo hecho, Bert. Entonces, ¿qué pensabas que estábamos haciendo?

– Entonces, ¿voy a ser padre?

Confía en él, pensó la chica. Su primer pensamiento fue que iba a ser padre.

– Y yo madre -dijo ella con frialdad.

El rostro de Bert Spear se ensanchó con una sonrisa burlona.

– Apuesto a que vendrá al mundo agarrando el anillo de boda de la comadrona. Son buenas noticias, Bridget. El comienzo de nuestra familia. Realmente buenas noticias. Espera a que el Profesor lo sepa. Estará orgulloso como un viejo perro Colé.

– ¿De verdad lo estará?

– Por supuesto, pequeña. Porque es un niño de la banda. El Profesor será con mucho gusto su padrino.

– ¿Bert? -ella se acercó a él colocando suavemente una mano sobre su brazo-. Sólo deseo lo mejor para el niño. Él no llevará la vida que nosotros tuvimos cuando éramos ladronzuelos, ¿no te parece?

– El Profesor estará junto a él. No, pequeña, le querrá de modo desinteresado.

Se oía desde abajo el sonido líquido del piano; a continuación, y mucho más lejos, el sonido de la campanilla de una puerta.

Mientras el Profesor James Moriarty se sentaba para tocar a Chopin, Angus McCready Crow iba a reunirse con su mujer en la casa de King Street.

El detective le había pedido de forma especial que no se reuniera con él en la estación de ferrocarril. En parte porque no veía bien que las mujeres casadas estuvieran solas y, sobre todo, porque era pesimista en relación con los horarios y sabía bien que en un abrir y cerrar de ojos allí aparecían todo tipo de peligros, deslices, codazos y empujones.

Pero luego, de hecho, llegó a su casa prácticamente a la hora calculada, más tranquilo por haber sobrevivido durante todo este viaje. Mientras llamaba al picaporte de bronce, desaparecieron de su mente todas las frustraciones referentes al fracaso con Moriarty y se presentaron otros pensamientos que llenaron todo su cuerpo, ya que no podía negar que deseaba abrazar el abundante cuerpo de Sylvia, y algo más. Sus deseos, sin embargo, no eran sólo de naturaleza lujuriosa. Una de las cosas que más había echado de menos en sus viajes era la cocina de Sylvia Crow. Para él, nadie hacía el filete y el pastel de riñón como ella, ni cocinaba mejor tartas y pasteles, y además, el guisado de liebre, según afirmaba Crow, era un placer del paraíso en la tierra.

Mientras esperaba que su mujer abriera la puerta, a Crow le asaltó una auténtica ráfaga de deseos. Aromas que recordaba bien y sabores suculentos combinados con las sensualidades escondidas del dormitorio y todos los estremecimientos que Sylvia utilizaba con tanto aplomo. El aroma de sus pechos y muslos mezclado de forma atractiva con imágenes de patatas asadas y cordero.

La puerta se abrió y Angus Crow, sobrecogido por la imaginación de sus sentidos, se adelantó para abrazar a la señora Crow. Hogar para el marinero, hogar desde el mar y la casa del cazador desde la colina.

– Sylvia, querida -canturreó en voz baja, con los ojos medio cerrados y el acento aumentado, tal como siempre hizo en épocas de estrés emocional.

Sus manos apenas tocaron a la mujer antes de que sintiera una gran conmoción.

Crow abrió los ojos y vio, no a su querida Sylvia, sino a una mujer joven de aspecto anguloso, vestida de negro y con un delantal blanco y un gorrito. Su primera reacción fue mirar nerviosamente a la puerta para asegurarse de que no se había equivocado de número. Pero ahí estaba, claro y limpio, algo más arriba del picaporte. Sesenta y tres.

La mujer joven recuperó la compostura un poco antes que Crow.

– Buenas noches, señor -dijo, toda temblorosa-. ¿A quién anuncio?

– Inspector Crow.

Rápidamente se lo imaginó. Sylvia siempre había tenido ideas. Antes de la boda, ella siempre había dirigido su pequeña casa, contenta al tener que cocinar y hacer las camas, limpiar, quitar el polvo y hacer la compra sin disponer siquiera de un momento de ocio. Era evidente para Crow que, en su ausencia, su esposa había quebrantado la tranquilidad de ambos al contratar criados.

– Angus -ella había esperado a que la chica abriera la puerta para recibirle y, a continuación, incapaz de seguir las más correctas reglas sociales, se abalanzó sobre él dentro del diminuto recibidor-. Oh, Angus, otra vez en casa -le abrazó rápidamente y le besó en ambas mejillas, antes de que le sujetara por los brazos y se dirigiera a la criada-. Rápido, Lottie, el equipaje del señor. Pásalo, chica, antes de que salgan todos los vecinos para echar un vistazo.

– ¿Qué es esto, Sylvia? -susurró Crow.

– Pas devant les domestiques -afirmó Sylvia mientras aparecía en su boca una sonrisa de bienvenida-. Oh, ¡qué agradable es volver a verte! Lottie, sube el equipaje. Querido, ven al salón y déjame verte -continuó en voz alta.

Crow, abrumado por los acontecimientos, se dejó empujar hasta el pequeño salón que, tal como pudo observar, estaba algo cambiado.

– Sylvia, ¿quién es esa mujer? -dijo con fuerza casi antes de que se cerrara la puerta.

– Una sorpresa, Angus. Pensé que te agradaría. Es Lottie, nuestra cocinera y criada.

– ¿Cocinera? ¿Qué significa eso en una casa?

– Es nuestra sirvienta. Después de todo somos un matrimonio de cierta posición, y tú estás esperando un importante puesto en Scotland Yard…

– ¿Qué puesto importante?

– Bien, estás destinado a ser ascendido y…

– No tienes ninguna razón para pensar, ni siquiera por un momento, que seré ascendido. Si lo que deseas es la verdad, he fracasado miserablemente en mi actual misión, y tendré suerte si no me castigan la próxima semana. ¿Por qué has traído a alguien más a nuestro pequeño hogar? ¿Nuestro pequeño…? -dudó- ¿Nuestro pequeño nido de amor?

Sylvia comenzó a llorar. Era algo que normalmente funcionaba.

– Pensaba que te agradaría. Nos da más categoría -se sorbió la nariz-. Lleva a cabo algunas de las tareas domésticas -volvió a sorberse la nariz y, al llamar alguien a la puerta, desaparecieron todas sus lágrimas-. Adelante -no había ningún temblor en su voz.

– La cena está servida -proclamó la geométrica Lottie.

La cena consiguió que el humor de Crow fuese todavía peor. Antes de pasar al salón, intentó consolar a su esposa diciéndole que no deseaba que fuera una esclava y que él se encontraba un poco cansado, por el viaje y por todo. Sin embargo, la cena fue una experiencia poco afortunada, ya que era obvio que Sylvia no había tomado parte ni en la cocina ni en los preparativos. La sopa estaba aguada, el filete de ternera demasiado hecho y las hortalizas caladas, y el pastel de manzana era algo indescriptible.

Después de la cena Crow bebió un poco y escuchó con paciencia el monólogo de su esposa en lo referente a los problemas que había tenido que afrontar durante su ausencia. Al final, incapaz de soportarlo durante más tiempo, Crow anunció que ya era el momento de irse a la cama, sin dejar ninguna duda sobre su significado e intenciones. Al menos, sacó la conclusión, ella no puede tener una criada que la sustituya en el lecho conyugal. Ni tampoco lo desearía. Sylvia siempre había sido entusiasta y experta en ese aspecto.

Los ojos de la señora Crow se volvieron a llenar de lágrimas. -Angus, no es culpa mía -se lamentó la mujer-. No tengo ningún dominio sobre las fases de la luna. Lo siento, querido, pero hay un candado en el jardín del placer.

Angus Crow habría llorado. Su fracaso al seguir la pista del Profesor había sido lo suficientemente desagradable, y había conseguido disimular la realidad con los pensamientos de su hogar. Se retiró a su silla favorita en el salón y comenzó a clasificar el montón de cartas que habían llegado durante su estancia en América.

Sobre todo eran cuentas de comerciantes y breves notas de familiares, pero en la parte superior del montón se encontraba una nota que el mensajero entregó esa misma mañana. Reconoció inmediatamente a la persona que la escribió, y la rasgó. Su deducción era correcta, ya que el encabezado mostraba que provenía del número 221B de Baker Street. Decía así:

Querido Crow:

No sé si ya habrá regresado de nuestras antiguas colonias. Si no es así, esta carta le esperará. Usted, obviamente, tendrá noticias más recientes que yo. Sin embargo, hoy me han revelado ciertos asuntos que tienen relación con nuestro amigo. Por tanto, le agradecería que entrara en contacto conmigo lo antes posible.

Su sincero colega

Sherlock Holmes

– ¿Conoce la llamada Guardia Pretoriana de Moriarty? -Holmes permanecía de pie de espaldas a la chimenea mientras observaba a Crow sentado en la silla de mimbre.

– Ciertamente.

Crow Hizo rápidamente todas sus gestiones al día siguiente. Holmes iba a estar solo a última hora de la tarde y, algo antes de las cinco, se presentó en la puerta principal.

La señora Hudson le pidió perdón en nombre de su señor, diciendo que Sherlock Holmes había salido durante un momento y le había dado instrucciones para que el inspector estuviera cómodo hasta su vuelta.

Cuando apareció Holmes, unos quince minutos más tarde, Crow estaba junto a una bandeja con té, muffíns y abundante mermelada de fresa hecha en casa por la señora Hudson.

– Le ruego que no se levante, Crow -afirmó Holmes mientras entraba en la habitación-. Le agradezco que me haya esperado. Me da la impresión de que está un poco delgado de cara. Confío en que no haya perdido su apetito por la hospitalidad americana.

Crow observó que estaba ligeramente sonrojado y que llevaba una serie de pequeños paquetes que depositó sobre la mesa. Uno de ellos, según podía apreciar el policía, estaba sellado con cera y tenía una etiqueta de un farmacéutico. Charles Bignall, APS, Orchard Street.

Holmes parecía cansado y algo nervioso mientras explicaba que le habría gustado regresar a las cinco. Sin embargo, ahora estaban juntos los dos y el detective consultor deseaba escuchar los progresos que Crow había hecho en América.

Angus Crow pasó por cada etapa de su investigación, finalizando con su intento abortado de atrapar al Profesor en San Francisco, y del gran estrés y frustración al estar tan cerca, y no obstante tan lejos, de su captura. Hasta que no hubo terminado su monólogo, Holmes no le preguntó si tenía conocimiento de la Guardia Pretoriana.

– Al principio -continuó Holmes- había cuatro hombres que formaban esta particular y diabólica banda. Un chino feroz llamado Lee Chow; un miserable tipejo, pequeño y baboso, conocido como Ember; un bandolero llamado Albert Spear y un bribón llamado Paget. Desde la primavera del 94, sólo hay tres.

– Tengo noticias de Paget -afirmó Crow secamente-. Parece que ahora hay otros dos. Dos a los que todavía no he puesto los nombres. También tengo la Pequeña duda de si Johnny Chinaman, Ember y Spear han estado todos con nuestro hombre, en uno u otro momento, en América.

– Bien -Holmes observó al detective con una expresión de gravedad-. Sé de buena fuente que Ember, al menos, ha vuelto a Londres. Anteayer por la noche le vieron en distintos lugares donde usted y yo tendríamos que luchar para defender nuestras vidas. Dispongo de métodos algo irregulares para echar un vistazo en esos sitios. Ha, ha. Su risa era poco genuina.

– Entonces…

– Según mi experiencia, el Profesor aparece pronto en cualquier sitio donde se encuentre un miembro de la llamada Guardia Pretoriana.

Crow no podía hacer otra cosa que asentir, con sus frustraciones cada vez más evidentes, ya que Holmes no había hecho ningún comentario en relación con la aventura americana y era evidente que había servido de bien poco. Sin embargo, Angus Crow salió de Baker Street con alegría. Quizá su persecución estaba más cerca ahora de lo que había soñado. Mañana se enfrentaría a todo lo sucedido, cuando informara a Scotland Yard. Y ahora, en un estado de ánimo que iba disminuyendo, debía volver a King Street y afrontar las pretensiones sociales de su esposa. Tendría que ser más agradable si deseaba que ese pequeño problema se solucionara sin demasiadas fricciones.

Los días siguientes fueron de intensa actividad en Albert Square. La reconstrucción de la banda criminal del Profesor era una tarea lenta y cuidadosa, pero no pasaba ningún día sin hacer algún progreso o descubrir a un antiguo seguidor y hacerle volver al grupo. Todo se llevaba a cabo con mucha cautela y sin mencionar jamás en voz alta el nombre del Profesor.

Durante este período crucial, Moriarty dejó los asuntos diarios en las competentes manos de sus lugartenientes -ahora asistidos por la fuerza muscular de Terremant y sus matones- mientras él pasaba el tiempo dando órdenes y vigilando sus finanzas: visitando a los peristas y abriendo nuevas cuentas bancarias con nombres hasta ahora desconocidos. Todas las tardes tocaba un rato el piano, leía los periódicos, maldecía a los políticos tratándolos como imbéciles y, de vez en cuando, se dedicaba a su otro hobby, el arte de la conjura.

Todas las noches se sentaba durante casi una hora frente al espejo con un ejemplar del famoso libro del Profesor Hoffman, Magia Moderna, abierto sobre sus rodillas y con una baraja de cartas en la mano. Consideraba que su aprendizaje era bueno, ya que dominaba la mayoría de los trucos de prestidigitación que venían en el libro. Era capaz de hacer desaparecer las cartas de cinco maneras diferentes, cambiarlas, hacerlas aparecer y escamotearlas con gran destreza. Cuando Sally Hodges pasaba la noche en Albert Square tuvo que acostumbrarse a actuar como conejillo de indias con los nuevos trucos de cartas antes de pasar a los viejos trucos entre las sábanas [11].

Dado que el aspecto financiero de los planes de Moriarty había progresado, se encargó de tratar varios asuntos urgentes, en los que Sal Hodges tenía un especial papel. Compraron dos casas más en el extremo occidental y, durante la segunda semana de octubre, Sally supervisó la lujosa decoración y reclutó el personal, compuesto por mujeres jóvenes, elegantes y llenas de entusiasmo. El Profesor tenía total seguridad en que a finales de año estas inversiones darían sus beneficios.

Moriarty también pasó largas horas con las anotaciones que había tomado sobre los cuatro individuos del continente, y sobre Crow y Holmes. Los informadores localizaron rápidamente a Irene Adler y descubrieron a través de sus homólogos extranjeros que estaba viviendo sola, y con muy poco dinero, en una pequeña pensión en la orilla del lago Annecy. Al Profesor le agradó mucho que tuviera muy poco dinero, y al día siguiente del descubrimiento ordenó que se buscara a un hombre en quien pudiera confiar y que pasara tanto por francés como inglés. Aunque primero iba a ser utilizado en otros asuntos no relacionados con esta mujer llamada Adler.

Durante las siguientes veinticuatro horas, Spear trajo a dicha persona: un maestro de enseñanza primaria que había tenido una mala racha y que incluso llegó a pasar un período en la Modelo por ladrón. Su nombre era Harry Alien, y el resto de los miembros de Albert Square se sorprendieron al ver que el Profesor insistía en que se trasladara de inmediato a la casa. Era un individuo joven y bien parecido que pronto fue útil para la casa y parecía tener una gran simpatía por Polly Pearson.

En una o dos ocasiones, Spear intentó descubrir la finalidad de Harry Alien, dentro del plan general del líder, ya que el hombre tenía poco que hacer, excepto hablar durante mucho tiempo con el Profesor a puerta cerrada. Sin embargo, cuando su lugarteniente tocaba el tema, Moriarty se limitaba a sonreír y decía que cuando llegara el momento todo sería revelado.

Pronto fue evidente que, entre los líderes europeos, Grisombre, Sanzionare y Segorbe estaban al abrigo de sus respectivas ciudades. Existía información de que Sanzionare había visitado París en verano durante aproximadamente una semana, y se le había visto con Grisombre, pero el gran plan de Moriarty de crear una sociedad criminal europea parecía haber quedado en nada.

Pero Schleifstein, el alemán, no se encontraba en su nativo Berlín. Los informadores lo localizaron, viviendo con un puñado de dudosos criminales de distintas nacionalidades en una tranquila villa de Edmonton, no lejos de Angel. Se colocó a un observador en este lugar y pronto fue evidente que el alemán estaba preparando un enorme e impresionante golpe.

Moriarty ya estaba uniendo toda la información referente a un suceso especialmente lucrativo en el centro de la ciudad, un cebo para que el avaricioso criminal se humillara. -

Las últimas hojas de los árboles de Albert Square caían como si fueran trozos de papel quemado; los vientos eran gélidos y los días mucho más cortos. Se utilizaban abrigos y bufandas, descartados durante el verano, y en las monótonas callejuelas frecuentadas por la gente del hampa todos parecían hacerse un ovillo ante la embestida del invierno.

Cada día, las nieblas ascendían antes sobre el río y se mezclaban con el hollín de las fábricas y las chimeneas de las casas, mientras la humedad característica del otoño invadía la ciudad. Durante la última semana de octubre hubo tres días en los que todo el mundo estuvo aislado de sus semejantes, ya que un manto espeso, característico de Londres, cubrió las principales calles, callejones y caminos apartados. Lámparas de nafta resplandecían en las esquinas y la gente llevaba linternas y antorchas, mientras que los lugares más conocidos se desvanecían en medio de la oscuridad para volver a aparecer de forma inesperada, como si fueran barcos en movimiento. Aumentó el número de robos y los carteristas y timadores hicieron buenos beneficios, la muerte acechó a las personas de los barrios bajos cercanos al río, donde los viejos y los enfermos con dolencias respiratorias crónicas morían como moscas. Al cuarto día una ligera brisa fue levantando esta densa niebla y el sol, débil y rasgado como una fina muselina, iluminó otra vez la gran metrópoli. Pero todos los que conocían bien el clima de la ciudad predijeron un largo y duro invierno.

En la tarde del jueves 29 de octubre Moriarty tuvo una visita. Salió del tren en la estación Victoria, era un hombre alto envuelto en un largo abrigo negro que había visto días mejores. Sobre su cabeza llevaba un sombrero de ala ancha y aspecto clerical, y su barba daba la impresión de haber sido roída por las ratas. Portaba un gran baúl de viaje y hablaba inglés con un fuerte acento francés.

Una vez fuera de la estación, tomó un ómnibus hacia Notting Hill, y luego caminó el resto del camino hasta Albert Square. Su nombre era Pierre Labrosse. Venía de París como respuesta a la carta del Profesor y, con su llegada, la venganza del Profesor ya se estaba poniendo en práctica.


  1. <a l:href="#_ftnref7">[7]</a> El verdadero nombre ha sido alterado y no debe confundirse con el actual Albert Square.

  2. <a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Mítica nobleza que se atribuye de forma jocosa a aquellas personas que visten o se comportan por encima de su estatus.

  3. <a l:href="#_ftnref9">[9]</a> Muchas cosas se han dicho sobre esta mujer. Sin embargo, conviene resaltar que es famosa por su relación con Sherlock Holmes, tal como lo relata el doctor Watson en Un escándalo en Bohemia, al que nos referiremos más adelante. En palabras del doctor Watson, podemos resaltar que «para Sherlock Holmes ella siempre es la mujer».

  4. <a l:href="#_ftnref10">[10]</a> (**) No consta cuál era el periódico. O era atrasado o lento en la recepción de las noticias. El discurso de Gladstone en Liverpool -por cierto, el último- se llevó a cabo el día 24. Durante el mes anterior los revolucionarios armenios habían atacado el Banco Otomano de Constantinopla: acción que provocó una masacre durante tres días.

  5. <a l:href="#_ftnref11">[11]</a> (*) Los que hayan leído la crónica anterior, El Retorno de Morirty, recordarán que a Moriarty le gustó mucho un mago durante una función en el Teatro Alhambra, y parece ser que desde entonces el Profesor adquirió un gran interés en el arte de la prestidigitación.(Nota de la Editorial).- Los lectores de Los Archivos de Baker Street no se quedarán sin conocer los pormenores de esta primera aventura del Profesor, acaecida después del asunto Reichenbach.