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– Claro que soy capaz de hacerlo. ¿Qué otro podría hacerlo? No hay nadie en toda Europa que pueda hacer una copia tan bien como yo. ¿Por qué me ha buscado si esto no fuera verdad?
Pierre Labrosse le miró de forma macabra, como una marioneta espantapájaros movida por un cómico borracho y desconocido. Se recostó sobre una silla situada en el lado contrario a Moriarty, con un vaso de ajenjo en una mano -que parecía ser su dieta habitual-, mientras que con el otro brazo gesticulaba de forma grandilocuente.
Ambos habían cenado en privado, y ahora Moriarty empezaba a cuestionarse si había hecho una sabia elección al llamar a Labrosse. Había muchos otros artistas en Europa que harían una copia tan bien como él, incluso mejor. Por ejemplo, Reginald Leftly, un retratista continuamente insolvente y aspirante a académico, por citar sólo a uno a quien podrían localizar fácilmente.
El Profesor había elegido a Labrosse después de pensárselo mucho, habiéndose reunido con él sólo una vez durante su período de soledad en Europa, durante el asunto Reichenbach. En aquella ocasión ya se dio cuenta de la inestabilidad de este hombre, al tiempo que reconoció sus grandes cualidades. Para decir la verdad, Labrosse era un genio con un estilo propio que, de haberse aplicado a la creación original, posiblemente se habría hecho con un gran nombre. Sea como fuere, el único nombre que poseía era el de Süreté.
La carta que el Profesor le había dirigido cuando regresó a Londres había sido pensada cuidadosamente, dándole pocas pistas de lo que pedía y, sin embargo, diciendo lo suficiente para hacer que el pintor viniera a Inglaterra. En particular, se hacían alusiones a la gran habilidad y reputación del pintor, y se daban indicios de las grandes riquezas que ganaría. Pero ahora que Labrosse ya estaba en Albert Square, Moriarty no podía evitar tener otros pensamientos en relación a su elección. En el tiempo que había pasado desde su último encuentro, la inestabilidad de Labrosse era aún más pronunciada, las ilusiones de grandeza más marcadas, como si el veneno del ajenjo cada día profundizara más en su cerebro.
– Verá, querido amigo -continuó Labrosse-, mi talento es único.
– No le habría mandado buscar si no fuera así -afirmó Moriarty con suavidad, mintiendo al decirlo.
– Es un auténtico don de Dios. -Labrosse tocó su flamante corbata de seda a la altura del cuello. No hacía falta ser un detective para darse cuenta de que el hombre era un artista-. Un don de Dios -repitió-. Si Dios hubiera sido pintor, habría revelado su verdad al mundo a través de mí. Con toda seguridad yo habría sido Cristo el artista.
– Estoy seguro de que tiene toda la razón.
– Mi don es que cuando copio un cuadro lo realizo con la máxima atención a los detalles. Es como si el artista original hubiera pintado dos cuadros al mismo tiempo. Esto es algo difícil de explicar, es como si yo fuera el artista original. Si copio un Tiziano, entonces yo soy Tiziano; si copio un Vermeer, pienso que soy alemán. Hace sólo unas semanas realicé un buen cuadro moderno. Del impresionista Van Gogh. Me dolieron los oídos durante todo el tiempo. Esta capacidad es aterrorizadora.
– Puedo apreciar que posee un enorme respeto hacia sí mismo. Sin embargo, no realiza esta tarea por dinero.
– No sólo de pan vive el hombre.
Moriarty frunció el ceño, intentando seguir el razonamiento del francés.
– ¿Cuánto pagaría por una copia de La Joconde?
– Anteriormente no habíamos hablado de dinero, pero ahora que pregunta, le ofreceré alimento, un ayudante para que le asista en el trabajo y una suma final de cien libras.
Labrosse hizo un ruido, como el de un gato a quien le pisan la cola.
– No necesito ayudante. ¿Cien libras? Yo no copiaría un Turner por cien libras. Estamos hablando de un Leonardo.
– Tendrá el ayudante. Cocinará para usted y me informará de los progresos que vaya haciendo. Quinientas libras. Y por esto exijo mucha calidad. Debe comprender que es para una trampa muy elaborada. Tiene que ser convincente.
– Mi trabajo siempre es convincente. Si yo hago La Joconde, entonces será La Joconde. Los expertos no serán capaces de notar la diferencia.
– En este caso sí que lo harán -dijo Moriarty con firmeza-. Habrá una imperfección oculta.
– Nunca. Y nunca por unas miserables quinientas libras.
– Entonces debo buscar en otro sitio.
Era dudoso si Labrosse se dio cuenta de la voz glacial que adquirió el Profesor.
.-Al menos mil libras.
Moriarty se levantó y se acercó a la campanilla.
– Llamaré a la sirvienta para que traiga a uno de mis sirvientes más musculosos. Te echarán fuera, junto con tu equipaje. Es una noche muy fría, monsieur Labrosse.
– Quizá lo haría por ochocientas libras. Es posible.
– Entonces no me interesa -tiró de la campanilla.
– Desea una buena ganga. Quinientas.
– Quinientas y algunos extras. Incluyendo la inscripción de una palabra en la madera; dispongo de una pieza de madera de chopo viejo que he comprado para este fin. Marcará una palabra antes de que empiece, en el ángulo inferior derecho.
– Sólo hay un punto en el que no estoy de acuerdo. Debo estar solo. Sin ayudante.
– Sin ayudante, sin dinero. Sin comisión.
El francés se encogió de hombros.
– Llevará mucho tiempo. Para conseguir las grietas exactas se requiere mucha cocción durante todo el proceso.
– No tendrá más de seis semanas.
En esta ocasión Labrosse captó la amenaza, incluso a través de la niebla de sus ilusiones. Polly Pearson estaba en la puerta y Moriarty le ordenó que hiciera subir a William Jacobs y que buscara a Harry Alien para que fuera al salón. Polly, ya más rellena por la buena alimentación y las horas de trabajo, se sonrojó al oír el nombre de Alien.
Jacobs condujo a Labrosse a la habitación de huéspedes, con la estricta orden de no permitir que el artista vagara mientras él dormía. Harry Alien se presentó en el salón, y allí, a puerta cerrada, el Profesor le dio instrucciones en relación a su próxima estancia en París con el artista francés.
– Profesor, cuando esto acabe, ¿habrá otro trabajo para mí? -preguntó el maestro de escuela primaria mientras se despedía.
– Si el trabajo está bien hecho, se te considerará como uno de la casa, como alguien de la familia. Bert Spear siempre tiene trabajo para muchachos como tú.
Diez minutos más tarde, Moriarty bajó al estudio y sacó el trozo de chopo viejo de un cajón cerrado de su escritorio, girándolo entre sus manos y sonriendo. Dentro de pocas semanas este simple pedazo de madera se convertirá en la eterna y valiosa Mona Lisa. Entonces el cebo ya estará preparado para Grisombre, el francés. Mientras tanto, Spear y Ember estaban ocupándose del asunto que haría caer al arrogante Wilhelm Schleifstein.
Spear estaba con Ember y dos de los hombres de Terremant en el centro de la ciudad. Estaban agachados, en silencio, en una oscura habitación de un piso bajo, mirando el cruce de calles formado por Cornhill y Bishopsgate, con la atención puesta en el edificio de la esquina, una joyería. Dicho edificio parecía estar en completa oscuridad, excepto por dos diminutos haces de luz situados a la altura de los ojos en la ventana que daba a la calle Cornhill y por otra hendidura parecida en la ventana de Bishopsgate.
– Aquí vuelve de nuevo -susurró Ember-. Sube hacia Bishopsgate.
– Un buen cronometrador -sonrió Spear en medio de la oscuridad-. Regular como un reloj suizo. ¿Nunca cambia?
– No. Cada quince minutos. Lo he comprobado con el reloj durante tres semanas -siseó Ember-, Se reúne con su sargento a las diez y luego otra vez a la una. En algunas ocasiones también lo hacen a las cinco de la mañana, aunque no siempre.
– Llevan el mismo paso y hacen la ronda de la misma forma.
Permanecieron en silencio mientras el policía uniformado se dirigía hacia el cruce con Bishopsgate y se paraba para comprobar los puños de cada puerta, como un sargento de instrucción haciendo la revisión en una parada militar, con la linterna sorda colgada de su cinturón, que brillaba con una luz apagada.
Llegó hasta la esquina, se paró y echó un vistazo por la hendidura de la ventana de la calle Bishopsgate, comprobó las contraventanas y se paseó hacia la esquina de Cornhill, donde realizó la misma operación. Se escuchó un traqueteo de cascos por la zona de Leadenhall Street, mientras un solitario cabriolé pasaba ruidosamente, encaminándose hacia Cheapside.
El policía apenas se paró, echó un vistazo por ambas hendiduras del lado de Cornhill, comprobó el resto de los tiradores de las puertas, y luego siguió su camino, mientras el eco de sus pisadas resonaba en la calle vacía, hasta que de nuevo se restableció el silencio en toda la zona.
– Daré una vuelta y echaré un vistazo -dijo Spear, confiado y en voz más alta, ahora que el policía ya se había marchado.
La habitación desde la que habían estado mirando olía a rancio, como si estuviera habitada por ratas, y las tablas del suelo sonaron mientras Spear se dirigía a la puerta, sorteando los montones de escombros que los obreros habían dejado en el lugar. Sólo llevaba un mes vacío y Moriarty, bajo nombre falso, lo alquiló por poquísimo dinero. Como la tienda de enfrente, ésta también había sido una joyería -como muchos locales de Cornhill- y ahora estaba en «completa remodelación», tal como testimoniaba el tablón colocado en la puerta de la calle.
Spear se paró en la calle vacía, con los oídos preparados para captar el sonido más débil. Era extraño, pensó al cruzar, cómo esta calle podía ser tan bulliciosa durante el día y tan desierta por la noche. Pocos tenderos vivían en sus locales y preferían vivir en casas adosadas más cómodas situadas a una hora de distancia en tren u ómnibus. El señor Freeland, cuyo nombre aparecía junto al de su hijo, en letras cuadradas y blancas, sobre la parte superior de las ventanas del lado de Cornhill y Bishopsgate, tenía una residencia coquetona en St. John's Wood. Spear sonrió para sí mismo. Esta gente parece que no aprende nunca. Un robo los hace cautelosos sólo durante cierto tiempo. Preparan nuevos cierres e incluso contratan vigilantes nocturnos. Pero en uno o dos años el temor pasa y vuelven a sus viejos métodos. Los fabricantes de cajas fuertes diseñan nuevos modelos, pero los viejos siguen utilizándose en toda la ciudad.
Spear llegó a la fachada de John Freeland & Son de la calle Cornhill. No se oía nada ni se veía a nadie, la calle relucía bajo la luz de los faroles como si estuviera cubierta de hielo. Toda la fachada de la tienda tenía contraventanas de hierro, que cubrían las ventanas, excepto unas pequeñas ranuras que quedaban a unos cinco pies y medio de la acera: con nueve pulgadas de largo y dos de profundidad. Spear metió el ojo en la primera ranura. En el interior, la tienda estaba bien iluminada, ya que las lámparas incandescentes estaban encendidas y abiertas al máximo: eran perfectamente visibles el mostrador y las vitrinas vacías de la parte más externa de la tienda. La auténtica finalidad de estos agujeros no era la vigilancia de la primera habitación, donde todos los días los clientes compraban anillos y relojes, collares y prendedores, o bien hacían pedidos de piedras engastadas en chucherías de diseños complicados, sino la habitación trasera donde se llevaba a cabo la verdadera artesanía.
Un muro separaba las dos habitaciones, que se mantenían unidas mediante un amplio arco, y los agujeros estaban especialmente diseñados para que un observador pudiera ver directamente a través de esta abertura el único objeto de importancia: una gran caja fuerte de hierro, pintada de blanco, que se encontraba en el centro de la trastienda.
Spear se movió hacia la derecha y echó un vistazo a través del segundo resquicio. De nuevo, lo que se veía era la caja fuerte blanca, esta vez desde un ángulo ligeramente distinto, pero de forma muy clara. Todavía con los oídos atentos al ruido de las botas del policía, Spear dio la vuelta a la esquina y echó otro vistazo. La ranura de Bishopsgate ofrecía otra perspectiva de la caja fuerte, esta vez con la ayuda de un espejo hábilmente situado en un rincón. Movió la cabeza para sí mismo y comenzó a volver hacia la tienda vacía. Si la información de Ember era correcta, no le importaría realizar este robo, ya que el botín podría servir para el rescate de un rey.
– ¿Estás seguro de la entrada por la parte trasera? -preguntó a Ember cuando ya estaban de nuevo en la tienda vacía.
– Totalmente seguro. Las únicas entradas que les preocupan son las puertas que se ven desde las contraventanas de hierro; y los tres cierres de seguridad de la caja fuerte. ¿Qué otra cosa debería preocuparles? -Ember sonrió con cierto mosqueo-. Creen que no podremos hacer mucho si conseguimos entrar, ya que está el chico de azul echando un vistazo cada quince minutos.
– ¿Y las fechas son ciertas?
– Totalmente ciertas. Viene para acá…
El policía se acercaba de nuevo tranquilamente hacia Bishopsgate.
Esa noche se produjo un gran murmullo en el rellano del ático de la casa de Albert Square, ya que Polly estaba besuqueándose con Harry Alien a altas horas.
Cuando finalmente se introdujo en la cama que compartía con su hermana, con los ojos llenos de lágrimas, se sorbió tanto la nariz que despertó a Martha.
– Poli, no deberías hacer esto; ambas tendremos problemas con la señora Spear si te llegan a atrapar. Y Harry entrará en la lista negra del Profesor. Precisamente ahora, que tenemos una buena situación.
– No tienes motivo para preocuparte. -Polly se sorbió la nariz todavía más fuerte-. No habrá problemas durante mucho tiempo. A Harry le han mandado fuera.
– ¿Qué? ¿Ha sido despedido?
– No. Oh, Martha, le echaré mucho de menos. Se va a Francia con ese extraño caballero que vino esta noche.
– ¿Qué? ¿Ese viejo en los huesos? Vaya broma, irse a Francia.
– Para varias semanas. Dice que no volverá hasta después de navidades.
– De buena nos libramos -contestó Martha, sinceramente preocupada por su hermana-. Es la mala influencia que ha ejercido Harry sobre ti, mi niña. Un poco más y te metería en serios problemas. Y entonces, ¿dónde estaríamos?
– Harry no es así…
– Dime dónde hay un hombre que no sea así.
– Dice que me traerá buenos regalos cuando regrese de París.
– Estás haciéndote planes que sobrepasan tu posición, Poli. No olvides que hace algunas semanas teníamos frío, vestíamos con andrajos y removíamos todo en busca de comida. Conseguir entrar en este lugar ha sido un milagro y no quiero que los gustos de Harry Alien acaben con todo esto.
– Es un caballero.
– Un inútil, diría yo.
Polly comenzó a llorar.
– Bien, mañana te librarás de él -gritó con enorme frustración-, y no tendrás que preocuparte por mí.
– Por Dios, cierra ya la boca, Poli. Vas a despertar a toda la puñetera manzana.
Harry Alien metió el trozo de madera de chopo en su maleta cuando salió a la mañana siguiente con Labrosse. También llevaba una pistola.
Durante el día, Polly Pearson lloró a lágrima viva cuando alguien le hablaba con brusquedad, situación que agravó Bridget Spear al amenazar a la desafortunada chica con una azotaina si no era capaz de recobrar la calma por sí sola.
– Mira lo que has hecho -siseó Martha a su hermana mientras estaban en el fregadero-. Nos azotarán a las dos, y no puedo ni imaginármelo.
Los ojos de Polly volvieron a llorar.
– Yo puedo soportarlo -lloriqueó-, si es por él.
Polly todavía tenía mucho que aprender de los hombres.
Por la tarde, Ember y Spear se reunieron en el estudio con el Profesor, y los hermanos Jacobs recibieron instrucciones para que no se les molestara. Incluso a Sal Hodges, que vino a casa algo después de la una en punto, le dijeron que tendría que esperar.
– ¿Y estás seguro del material?
Moriarty se sentó detrás de su escritorio, con los papeles apilados ordenadamente delante de él y una pluma en su mano derecha. Ember y Spear acercaron dos sillas al escritorio y se sentaron, en posición erguida, frente a su líder. Los tres tenían un aire de hombres de negocios que encaraban un importante problema para su empresa: Ember, con su pequeña cara de hurón hacia delante, como oliendo; Spear estaba muy serio, con la luz de la ventana dando en la parte izquierda de su cara y remarcando su cicatriz como en relieve.
– Más seguro que nunca -afirmó Ember.
– ¿Lo conseguiste de un trabajador?
– Mientras estaba fanfarroneando con uno de los nuestros, Bob el Nob, en una esclusa durante un día de cobro. Presumiendo del material tan valioso que manejaban. Nuestro sujeto lo dejó una semana y luego volvió por más. Le dijo: «supongo que tendrás los Diamantes de la Reina para pulirlos.» «No tengo los de la Reina -dijo el trabajador- pero sí un material muy atractivo de Lady Scobie y la Duquesa de Esher.» Nuestro individuo compró algo más y echó un vistazo a la lista. Tengo una copia.
El papel apareció entre los pliegues de su ropaje y se lo dio al Profesor.
Moriarty echó un vistazo a la lista y empezó a leer, medio en voz alta, y algunas veces hasta convertirse en un murmullo, para subir más tarde otra vez de tono al pronunciar las palabras extrañas, como para acentuar su valor.
– Se llevará el lunes, 16 de noviembre, y se recogerá el 23, también lunes. El trabajo debe estar totalmente terminado para el viernes 20.
– Allí no hay nadie durante el sábado -dijo Spear-. Todo estará en la caja fuerte, con el resto del material habitual, desde la noche del viernes, para abrirse el lunes.
Moriarty asintió con la cabeza y continuó leyendo.
– Duquesa de Esher: una diadema de diamantes: limpiar y pulir, también comprobar los engastes. Un par de pendientes de diamantes: reparar los enganches. Medallón de diamante, cadena de oro: reparar una unión ligeramente dañada de la cadena, colocar un nuevo anillo. Ensartar el collar de perlas. Cinco anillos. Uno de oro con un grupo de cinco diamantes: limpiar y asegurar los engastes de dos piedras más pequeñas. Dos, de oro con una gran esmeralda: reengastar. Tres, de oro blanco con seis zafiros: reengastar de acuerdo al diseño proyectado. Cuatro, de oro con tres grandes diamantes: limpiar. Cinco, sello de oro: limpiar y volver a grabar.
– Quieren las joyas antes de los bailes y fiestas de navidad. Serán invitadas de las funciones más solemnes.
Moriarty parecía no haber oído.
– Lady Scobie -continuó leyendo-, diadema, oro blanco con treinta y ocho diamantes: limpiar y comprobar los engastes. Un collar de rubí y esmeralda (de la herencia Scobie): nuevas uniones entre la tercera y cuarta piedra, reparar el cierre. Pendientes con rubí: nuevos enganches. Un anillo de diamante, de oro con un gran diamante y diez piedras más pequeñas (el Diamante Scobie): limpiar y apretar los engastes de una piedra grande. Una auténtica fortuna si todo esto es cierto.
– Es totalmente cierto -Ember lamió sus labios como si estuviera saboreando un bocado de buccino.
– Y además están el resto de las existencias -dijo Spear dulcemente-. Relojes, anillos y de todo. Por un valor de unas tres mil libras. Todo el lote dentro de la caja fuerte durante todo el fin de semana.
– ¿Y la caja fuerte?
– De gran tamaño. Triple cerradura de gran grosor. Anclada al suelo y asegurada a una base de hierro. Es viejo -añadió con una sonrisa algo afectada.
– Entonces, ¿es de madera?
– Suelo ordinario.
– ¿Qué más se ve a través de los resquicios? -las preguntas eran rápidas, como las de un abogado en la sala de justicia.
– Sólo la caja fuerte. Apenas algo del suelo.
– ¿Y qué hay abajo?
– El sótano. Ahí no hay ningún problema.
– ¿No hay timbres u otros dispositivos modernos?
– Quizá existan, pero sólo hay que cortar los cables cuando encontréis las baterías. Habrá mucho tiempo.
– ¿Cuenta Schleifstein con un buen especialista en cerraduras? -le dijo a Ember.
– No lo suficientemente bueno para esto. Todos sus chicos son fuerza bruta e ignorancia.
– Tú posees mucha experiencia, Ember. ¿Podrías hacerlo?
– Podría -respondió Spear.
La cabeza de Moriarty se movió peligrosamente, como la de un reptil agresivo listo para saltar.
– Estaba preguntando a Ember. Schleifstein no conoce a Ember.
Spear asintió con la cabeza, sin ningún tipo de vergüenza por el tono brusco de Moriarty. Dentro de la mente del Profesor apareció la imagen de un perro inquietando a una rata; después vino el proceso lógico y las preguntas. ¿Podrían tentar al alemán? ¿Podría ese hombre despreciable llevarlo a cabo sin que le atraparan? -Eso sería hasta que él, Moriarty, estuviera preparado para atraparle.
– Por otro lado -continuó dirigiéndose a Spear-, te necesitaré para los policías. Y tú, Ember, ¿podrás hacerlo?
– Llevará bastante tiempo. No se puede trabajar durante el día. Entraré el viernes por la noche y cortaré el suelo, luego saldré de nuevo y reza para que nadie entre durante el sábado. Volveré a entrar el sábado por la noche y levantaré la caja por el lado de las bisagras. Habrá que trabajar diez minutos de cada quince, eso hará que sea más difícil una vez que hayamos quitado la puerta.
– ¿Podrás manipular un triple cierre de gran grosor? ¿No tendrías que cortarlo con un soplete?
– Pienso que sí. Es un modelo viejo.
Moriarty asintió.
– No obstante, las bisagras son resistentes.
– Puedes incluso quitar la puerta siempre que haya espacio para meter las cuñas. Una vez que se introduzcan las cuñas en las rendijas, se abrirá con un gato como si fuera una lata. Siempre que tengas paciencia. Y con la condición de que no dobles demasiado la puerta y luego no pueda apuntalarse. Si el hombre que hace la ronda ve algo, tocará la alarma de inmediato.
– Deja al hombre de la ronda para Spear -el Profesor hizo una mueca, como una gárgola-. Ya verás, Ember, vas a caer en una trampa cuando salgas con el botín.
Ember volvió a sonreír.
– Desde luego, jefe… Lo había olvidado totalmente.
– ¿Sabes dónde está haciendo Schleifstein sus ofertas fraudulentas?
– En uno o dos sitios.
– ¿Puedes acercarte?
Ember asintió con la cabeza, sin sentirse del todo contento por tener que trabajar en el campo enemigo.
Moriarty, que advirtió una cierta sensación de cobardía, le miró con dureza, demostrando su fuerza al pequeño villano a través de sus profundos ojos. Cuando habló, lo hizo con una voz rítmica y tranquila, llena de suavidad, como una niñera hablaría a un bebé.
– Acércate y véndete a ti mismo. Haz que se sienta a gusto, pero debes estar atento a su hombre, Franz, el grande. Si llega a sospechar de ti, te aplastará con su dedo pequeño.
Cuanto todos se fueron y le dejaron solo, Moriarty empezó a hacer algo de aritmética. Había hecho bien al concentrarse en meter en cintura a los extranjeros y a ese par de detectives, dejando que los demás reconstruyeran su honor y rango. Estaba satisfecho, tanto intelectual como estéticamente, por haber tramado una conjura que acabaría con los poderes que le amenazaban; deseaba ponerlo todo en práctica y ansiaba ver los resultados. Había algo divino en su realización. Su habilidad, pensaba, radicaba en planificar y guiar y, si hubiera reconocido la verdad, se habría dado cuenta de que el funcionamiento día a día de su sociedad criminal era un tanto monótono. Este era el supremo reto. Movió nerviosamente la nariz, ya que Grisombre y Schleifstein estaban predestinados y los acontecimientos estaban produciéndose. Por otra parte, Crow y Holmes desconocían la trama que se cruzaría en sus caminos.
Pero volvamos a lo básico. ¿Qué le estaba costando de la fortuna que había traído de América? A los informadores, los matones y otros criminales que ahora volvían con él les estaba pagando todas las semanas, pero ya recibía una recompensa por su dinero: comenzaba a fluir un tributo por parte de los chantajistas; carteras, relojes, pañuelos de seda y monederos que le traían los carteristas y los fileteadores. También pagaba al joven Harry Alien. Se ganaban hasta el último penique, ya que Harry parecía ser un buen chico. La gestión de la casa de Albert
Square, la adquisición de la tienda en Cornhill. Los dos nuevos locales para Sal. Como respuesta a sus pensamientos, Sal Hodges apareció en la puerta, tocó suavemente y pasó sin esperar la respuesta del Profesor.
– Creo que tengo una tentación para ti, James -miró casi con modestia, mostrando los cordones de sus botas por debajo de la larga y estrecha falda, con una blusa blanca hasta el cuello que hacía que la textura de su bonito pelo fuera más impresionante de lo habitual-. El tipo de tentadora que necesitas -sonrió como una gata que ha engullido toda la crema de la despensa-. La tentación de una tigresa.
– Bien, Sal, ¿es una tigresa? ¿Una tigresa italiana?
Había hablado con ella hacía unas noches -entre los arrebatos de pasión en el viejo juego-, sobre la necesidad de una chica italiana. Sus instrucciones, como siempre, fueron claras. Prefería una chica italiana nacida en Inglaterra. Una chica que nunca hubiera visto su verdadero país de origen. Y, sobre todo, una chica que fuera una tigresa entre las sábanas.
– Apasionadas, las italianas -murmuraba todo el rato.
– ¿Eso quiere decir que nosotras, las inglesas, no somos ardientes?
Ella le tomaba el pelo, a modo de reto, mientras empezaba a acariciar con sus muslos los de Moriarty.
– Todas no son como tú, Sal.
En este momento, ella cerró la puerta y se acercó a él, inclinándose para besarle suavemente en la frente.
– Esta tigresa… -empezó Moriarty.
– ¿Piensas probar tú mismo a la tigresa? -la sonrisa que apareció en su boca exageró las curvas que tenía en la cara, a ambos lados de los labios, como dos paréntesis, que le habían salido al reírse.
Lentamente, casi de forma grave, el Profesor movió la cabeza.
– Forma parte de mi gran plan, Sal. Es necesario. No es una falta de respeto hacia ti, niña, pero yo mismo tengo que adiestrarla.
– Entonces, lo mejor es que te la traiga. ¿Te parece bien esta noche, o ya tienes otros planes?
– Tengo mucho que hacer. Quédate tú esta noche, Sal. ¿Y sobre esta chica? ¿Es inteligente? ¿Posee un ingenio rápido?
– Servirá. Cualquiera que sea tu propósito, ella servirá.
Sabía que ella estaba intentando pescarle, pero el propósito de la chica italiana formaba parte del proyecto global diseñado en su mente y no caería en el cebo que Sal le tendía. La italiana estaba destinada al libertino Sanzionare. Echó un vistazo al papel que Ember le había dado. Había un collar de rubíes en esa lista, que también podría servir para Sanzionare. La mano de Moriarty se apretó como si estuviera tirando de unas cuerdas invisibles.
Envió a Sal a buscar a Bertram Jacobs, que se presentó al cuarto de hora. Había que soltar más dinero. Otra vez en propiedades. Esta vez para un lugar seguro situado dentro de una zona dura. Moriarty se había fijado en un lugar cerca del río, un antiguo lugar de su predilección. Quizá en Bermondsey, sugirió. Tendría que ser seguro, donde pudieran observar bien y nadie pudiera caer sobre ellos de sopetón. Bertram Jacobs lo comprendió bien y salió para cumplir el encargo de su jefe.
Esa noche, Spear le habló sobre el estado de Bridget. Sin embargo, Moriarty mostró poco interés, excepto para decir que esperaba que Bridget adiestrara bien a las dos chicas, ya que deseaba que fueran leales mientras ella estuviera de parto.
– No puedo permitir que se altere el ritmo ordinario de la vida en esta casa -dijo, y más tarde Spear volvió a su zona de la casa con un vago desasosiego.
Mientras tanto, Labrosse y Harry Alien se encontraban en el tren francés, cerca de París: Labrosse completamente borracho de ajenjo, y Alien cumpliendo con su cometido, es decir, hacer de vigilante. De regreso a Londres, Ember vagó ruidosamente por los distintos mesones que sabía que eran las guaridas de los hombres del alemán. Después de unas cuantas horas de búsqueda se dio una vuelta por Lawson's en la escabrosa St. George Street. El local estaba dirigido por un alemán, aunque su clientela la componían principalmente marineros noruegos y suecos. La primera persona que encontró al entrar fue el guardaespaldas de Schleifstein, Franz. De unos siete pies de altura.
Franz se sentó en una mesa del rincón, junto a un hombre llamado Wellborn: nombre que desmentía su linaje. Ambos estaban bebiendo whisky barato y lo tragaban como si hubiera un fuego en sus gargantas y tuvieran que sofocarlo.
El lugar era muy ruidoso y totalmente lleno de humo, con varias putas jóvenes trabajando allí todo el tiempo, tratando que los hombres soltaran su dinero. Ember rechazó a una chica de aspecto gitano de unos quince años, que había alargado la mano hacia él antes de que diera tres pasos entre la multitud.
Ember simuló no darse cuenta de la presencia de Franz y Wellborn y se dirigió directamente al bar, donde pidió ginebra, luego volvió sobre sus pasos hasta el mostrador para observar un poco a través del ambiente cargado, intentando no hacer caso del estrépito que le rodeaba. Había visto a Franz en algunas ocasiones, pero nunca tan cerca. Y lo mismo en relación a Wellborn, que debía trabajar para alguien: un ladrón de gran talento que tenía como profesión robar a los huéspedes de los hoteles mientras dormían, astuto y de poca confianza. Si el alemán tuviera a muchos como ése en su banda, no tendría muchas posibilidades de salir adelante, pensó Ember.
Captó la mirada de Wellborn y asintió con la cabeza, viendo cómo se inclinaba y susurraba algo a Franz. El hombre grande se puso rígido y luego miró directamente a Ember. Era un hombre duro con ojos fríos y fuertes músculos, y vestía una chaqueta de terciopelo. Ember afirmó con la cabeza fríamente, levantó su vaso y comenzó a andar a empujones.
– Hola, señor Ember. ¿Qué le trae por aquí? -Wellborn poseía una voz tosca y un tono casi sarcástico.
– Estoy intentando saber de dónde viene este hedor, y creo que ya lo he averiguado -dijo Ember volviéndose hacia el alemán-. ¿Habla inglés? -preguntó con indiferencia, usando este truco que aprendió durante su carrera.
– Naturalmente -dijo con un acento recortado lleno de desconfianza.
Ember se volvió hacia Wellborn.
– ¿Trabajas con él?
– Es una manera de decirlo. Sólo le dije que hace tiempo estabas con el Profesor. Entonces, ¿no te fuiste al extranjero con su banda?
Ember aclaró su garganta y escupió en el suelo.
– Ahora trabajo por mi cuenta, por la culpa del maldito Moriarty…
– Era un hombre inteligente -dijo Franz con idéntico tono cortante-. Pero no lo suficientemente inteligente.
– He oído que su jefe está tramando algo…
– ¿Sí? ¿Quién se lo ha dicho?
– Estoy al corriente. Tengo amigos que también conoce él. He estado por aquí algún tiempo, señor…
– Llámame Franz. ¿Qué sabes sobre lo que mi jefe está tramando?
Ember necesitaba tiempo para pensar, pero el tiempo se había esfumado. Se precipitó.
– Tengo lo que necesita. A condición de que yo lo lleve a cabo. No es algo fácil.
– ¿Un golpe? -preguntó Wellborn.
– Eso sólo le interesa al jefe.
– ¿Tienes una propuesta?
– Creo que tú lo presentarías así -bajó el volumen de su voz-. Es algo grande, Franz. Requiere una buena banda. Es el asunto adecuado para el señor Schleifstein.
– Herr Schleifsten -iba implícita una corrección- está buscando algo realmente grande.
– Esto es excepcional.
– El botín…
– Será muy grande, lo sé. Tiene que serlo. Demasiado grande para que yo pueda manejarlo. Y tiene que protegerse en el otro lado del Canal. Quiero verle, Franz. Dile la verdad, estoy esperándole.
– ¿No puedes decirme de qué se trata?
– Sólo a tu jefe.
– Ven conmigo. Ahora.
– Yo prefiero marcharme. -Wellborn comenzó a levantarse, pero Franz se inclinó y le empujó suavemente hacia el asiento.
– El señor Wellborn vendrá con nosotros.
– Creo que eres inteligente, Franzy. Wellborn tiene una reputación…
– Un momento, Ember.
– Vendrás con Franz y conmigo. Ya he dicho demasiado, y no quiero que vayas por todo Londres diciendo que Ember tiene un buen golpe.
– Yo no haría eso. Sólo…
– El señor Ember tiene razón. Volverás con nosotros. -Franz sacudió sus pies y una sonrisa apareció en su rostro lleno de pústulas-. Vendrás, o te rompo los brazos.
Ember ya había visto la casa de Edmonton cuando estaba colocando a los informadores. Cuando bajaron del ómnibus en Angel y caminaron unos cientos de yardas hasta la casa, Ember vio a dos de su banda, el ciego Fred vendiendo cerillas al otro lado de la calle, al que seguía su pequeña y delgada hija, y Ben Tuffnell, que tiritaba entre una carnicería y una sombrerería. El ciego Fred dio tres golpes con su bastón para indicar a Ember que le había visto, lo que no fue de gran ayuda. Si Franz hubiera estado atento, habría roto el cuello a Ember y aplastado a Fred, metido en su disfraz, en un abrir y cerrar de ojos. Aunque no se sentía muy seguro, al menos estaba contento porque los informadores estaban haciendo su trabajo.
La casa era pequeña y ordenada: de piedra gris con dos largos arcos empotrados a ambos lados de la puerta, y altas ventanas entre los arcos del primer y segundo piso. Una pequeña puerta de hierro dio paso a un sendero, y cinco escalones de piedra se encontraban ante la puerta principal. A la derecha, había una ridícula campanilla metálica que, a media luz, tenía un aspecto sucio y de color verde. Franz tenía su propia llave, pero en cuanto pasaron al interior, Ember comprobó que todo el lugar estaba desvencijado. El mobiliario era de poca calidad y el recibidor necesitaba un nuevo papel pintado. También podían encontrase manchas de grasa sobre la alfombra. Aquí no hay mujeres, pensó. Schleifstein estaba haciendo todo esto del modo más barato.
Franz los condujo a un comedor situado a la derecha, donde encontraron a dos alemanes que comían sopa grasienta en un cuenco. Uno era rechoncho y estaba sin afeitar, de aspecto sucio; el otro era un individuo más joven de aspecto bastante diferente, muy limpio y presentable. Ambos movieron la cabeza e intercambiaron algunas palabras con Franz en su propia lengua.
– Espere. -Franz tomó precauciones y dejó la habitación.
Ember escuchó sus pisadas al subir por las escaleras y el sonido de una puerta que se abría.
A continuación, voces que venían de arriba. Luego otra voz que provenía de la puerta.
– Hola, Ember. ¿Estás buscando trabajo?
El recién llegado era un hombre grande, un sobornador de Houndsditch que había mejorado su situación, y uno de los hombres del Profesor en los viejos tiempos. Se llamaba Evans, y era una persona a la que Ember ni siquiera habría confiado el gato de su hermana.
Ember levantó la cabeza hacia el techo.
– Entonces, ¿trabajas para el tío Prooshan?
– Cuando está por aquí. No es lo mismo que estar con Moriarty, pero hay muy poco en estos tiempos. ¿No es así? ¿Tú trabajas por tu cuenta?
Franz bajaba de nuevo por las escaleras. Miró pausadamente mientras estaba en la puerta. Ember se dio cuenta de que Evans, el sobornador, le trataba con deferencia.
– Te recibirá. Arriba. Ven conmigo.
Los ojos de Franz se encontraron con los del resto de la banda, y Ember tuvo la sensación de no estar entre amigos.
Schleifstein habría pasado fácilmente por gerente de un banco provincial, lo que podría haber llegado a ser de haber seguido por el camino estrecho y recto. Aquí, en su viejo dormitorio, con su pequeña cama de hierro, la mesa de madera barata y el papel de las paredes que se caía a tiras, tenía un aspecto absurdo. Ember se preguntó si todo esto realmente era una apariencia o si, por alguna razón, Schleifstein había sido expulsado de una mejor posición en Berlín.
Gozaba de una figura imponente, vestido con ropa oscura y profesional; era un hombre con el aura del que ha nacido para guiar; un hombre muy distinto a los que le seguían.
En realidad, Wilhelm Schleifstein comenzó su carrera en la banca, lo que le llevó al desfalco y al fraude, y más tarde al robo y al comercio de mujeres. Ember conocía su reputación como hombre sin escrúpulos, pero su actual situación no podía compararse -con la rendida banda que tenía abajo- con el criminal legendario que fue en Berlín. En segundo lugar se preguntaba la razón por la que el Profesor había concebido un plan tan elaborado sólo para tenderle una trampa.
– Buenas tardes, señor Ember. He oído hablar mucho de usted. Franz me dijo que tenía una proposición. -Hablaba un inglés muy bueno, sólo con un ligero acento ts en vez de ds. Sus grandes manos estaban inmóviles sobre la mesa y sus pequeños ojos miraban fijamente-. Sólo puedo ofrecerle la cama para que se siente, y ya veo que se está preguntando por qué vivo en una pocilga.
– No parece que sea su estilo.
Ember decidió que un acercamiento algo engreído, aunque peligroso, sería el mejor método. Hablarle con los mismos términos, pensó para sí mismo.
– El colapso del orden anterior ha dejado a Londres sumido en el caos y se necesita una mano fuerte que lo reorganice. Su anterior jefe llevaba bien la disciplina, tal como lo hago yo en mi elemento natural: Berlín.
– Ya lo he oído.
– Aquí es diferente. Esto ahora es algo así como un mercado abierto. Y yo lo puedo volver a hacer funcionar. Pero no deseo llamar la atención. Si yo hiciera mis planes en uno de los mejores hoteles, la policía estaría olfateando, como perros alrededor de una perra en celo. Si me coloco en una baja posición y me doy a conocer de forma discreta, entonces quizá la gente venga a verme. Gente que conoce mi reputación. Gente como tú.
– Es lógico. Yo estoy aquí, ¿no es así?
– Si me preparo para un gran golpe, utilizando tipos como los de abajo, probablemente atraeré a gente de primera clase. Es mejor comenzar desde abajo, Ember, y luego crecer, en vez de ponerse manos a la obra sin la debida preparación. ¿Cuál es su propuesta?
Ember miró hacia Franz, que todavía estaba junto a la puerta. Se produjo una incómoda pausa durante la cual se escuchó un canturreo, de alguien borracho, que provenía de la calle. Probablemente era Ben Tuffnell, para hacerse notar y demostrar que seguía vigilando.
Schleifstein pronunció una rápida frase en alemán. Franz asintió y, con una rápida y suspicaz mirada a Ember, salió de la habitación y sus pasos por las escaleras se oyeron como golpes de tambor.
– Ahora-Schleifstein se relajó-. Sé algo sobre usted. Sé que trabajaba para Moriarty y que ocupaba un puesto de cierta importancia. Habrá que ver si puedo confiar en usted. Su propuesta.
Ember tenía un duplicado de la lista de las joyas que estarían en la caja fuerte de Freeland & Son durante el fin de semana del 20 al 23. En la lista no aparecía el nombre de la empresa ni la dirección, ni tampoco los nombres de Lady Scobie o de la Duquesa de Esher. Las fechas también se omitieron.
Schleifstein leyó dos veces la lista. Una vez más era la visión de un gerente de banco mientras examinaba una cuenta delicada.
– Una lista de gemas. ¿Entonces?
– Estarán todas juntas en un determinado lugar y en un determinado momento. Y además hay más cosas.
– ¿Dónde?
– En Londres. Esto es todo por el momento.
– ¿Y se puede entrar?
– Bueno, no será como abrir una casa de muñecas, pero es posible hacerlo con un buen grupo.
– Uno de cuyos miembros será usted…
– Yo seré el más importante.
– ¿Es un ladrón? No había oído nada al respecto.
– He hecho un poco de todo. Puedo hacer esto con la adecuada planificación.
Schleifstein no parecía muy convencido.
– Entonces, ¿por qué no lo hace, amigo Ember? ¿Por qué viene precisamente a mí?
– Son piezas grandes, algunas muy conocidas. Necesito ocultarlas en Francia u Holanda. Quizá en Alemania -añadió.
– Con toda seguridad, tiene que haber alguien con quien haya trabajado anteriormente.
– Mucha gente. Pero cuando desaparezcan estas relucientes piedras, los polis visitarán a todos los peristas de Londres. Usted podría tenerlas muy lejos antes de que se echen en falta.
– ¿Y qué opina de la división del botín?
– Usted se quedaría con la mayor parte. Luego vengo yo. Y el resto se dividiría entre los demás.
– ¿Cuántas personas en la banda?
– Sería un trabajo para cuatro. Una tarea para realizar en dos noches, un trabajo duro.
– Déme el nombre del lugar y las fechas.
– Lo siento, Herr Schleifstein. Tiene que confiar en mí y yo en usted.
El alemán miró la lista una vez más.
– ¿Está seguro de que todo esto estará allí?
– Estará allí. Y puede llevarse a cabo.
– Dígame cómo.
Por primera vez Ember detectó el brillo de la avaricia en los ojos de este hombre. Le explicó el plan, evitando dar cualquier pista que pudiera servir para que localizara la situación exacta.
– Será más seguro si lo hacen entre cinco hombres -dijo Schleisfstein cuando finalizó-. Un individuo más para vigilar. ¿Lo haría con Franz y otros tres?
– Depende de los otros tres.
– Ya ha visto abajo a dos de mis alemanes.
– Sí.
– Ellos y un hombre llamado Evans que también está en la casa.
– También cuenta con un ladrón de hoteles, Wellborn, que está abajo. Es demasiado locuaz. Si lo voy a hacer con él, quiero que tenga la boca cerrada.
– Eso no es problema.
– Y después de que hayamos cortado el piso en la noche del viernes habrá un día de espera hasta que volvamos el sábado. Quiero que estemos todos juntos durante ese tiempo. Nadie por su cuenta.
– Podréis meteros todos aquí arriba. Es lo suficientemente seguro.
– ¿Cuánto tiempo necesitará por adelantado? Para arreglar lo referente al transporte.
– Cuatro días. Mis hombres están entrando y saliendo de Londres continuamente.
– Entonces lo haré.
– Bien -Schleifstein pronunció la palabra como si estuviera mordiendo un pastel de mermelada-. ¿Cuándo se llevará a cabo?
– Todavía falta un poco. Volveré dentro de tres días y hablaré con Franz y sus hombres. Deles las órdenes.
– Entonces, cerremos el trato.
Ember estaba a punto de darle la mano.
– En realidad todavía no hemos hablado de las condiciones. Dijo que la mejor parte sería para mí. La mitad para mí y el resto lo dividiéramos en otras dos partes: la mitad para usted y lo demás para mis hombres. ¿Le parece bien?
– Será un considerable botín.
– Entonces, choquemos las manos.
La palma de Schleifstein parecía como un pedazo de tripa. Ember se dio cuenta que Schleifstein se frotó con un pañuelo después de haberle dado la mano.
El ciego Fred había desaparecido en el exterior y Ember no podía ver a Tuffnell, pero presumía que estaba vagando entre las sombras por cualquier lugar. Ya no se veía a mucha gente, pero cuando llegó a Angel observó a Hoppy Jack sobre sus muletas, apoyado contra la pared y con un vaso en la mano. Había dos o tres granujas andrajosos por los alrededores, algunos dando sorbos a una botella de ginebra.
Ember empezó a cantar, con las manos metidas hasta lo más profundo de sus bolsillos, cantaba en voz baja pero muy contento:
«Un caballeroso soldado, que estaba en una garita,
Se enamoró de una doncella rubia,
e intrépidamente cogió su mano,
Amablemente la saludó, la besó de broma,
La penetró en la garita, prendada de su capote militar.»
Hoppy Jack no prestó atención mientras pasaba, pero la canción indicaba que alguien le iba a seguir, alguien que tenía algo más que un interés pasajero en Ember.
Ya no había omnibuses por ningún sitio, por lo que decidió caminar un rato. A los cinco minutos sabía que alguien le seguía. Dos veces se paró rápidamente, en calles desiertas, y el eco de otras pisadas continuó durante un segundo. Más tarde se paró en una esquina y vislumbró una figura que daba la vuelta por un callejón.
El momento para escapar, pensó Ember, y comenzó a cruzar y volver a cruzar su propio camino, escabullándose por los callejones y volviendo por el lado contrario de las calles. Pero no consiguió dar el esquinazo al perseguidor. Todo siguió así durante una media hora, hasta que ya casi estaba en Hackney. Holly Jack ya había perdido sus muletas y era lo suficientemente ágil. Sin embargo, eso no era suficiente. Ember estaba intrigado y un poco receloso.
Llegó a la esquina de un callejón estrecho y desierto que se extendía a unas trescientas yardas de Dalston Lañe. A medio camino, un soporte de un farol arrojó una pequeña y difusa luz. Ember se paró un momento y luego huyó atropelladamente por Alston Lane. Sus pies golpeaban fuertemente los guijarros de la calle, mientras el sonido rebotaba en las sucias paredes de ambos lados. Pasó la luz y ahora se encontraba en la oscuridad y lejos de cualquier calle principal. Más tarde se metió en una zona de oscuridad más profunda y pisó suavemente, escuchando el rápido ruido de las pisadas que se acercaban.
Ember no era un hombre violento por naturaleza. No tenía el cuerpo adecuado para ello, pero su ingenio no tenía igual. Su mano derecha encontró el objeto que deseaba en el bolsillo de su abrigo: un par de porras metálicas que siempre llevaba encima. Permaneció pegado al muro, vuelto hacia la fuente luminosa. La otra figura se acercaba hacia él, podía oír el jadeo, y cuando el extrañó estuvo a su altura, Ember le golpeó en el pie.
Soltando un taco, el hombre cayó al suelo, y dio la vuelta hacia una zona algo iluminada. Ember dio un rápido paso hacia la figura tendida y su bota encontró un objetivo. Se produjo un resplandor blanco en la oscuridad cuando el rostro de la víctima acusó el impacto. El golpe le había dejado sin sentido.
Ember levantó la cabeza y silbó suavemente. Hoppy bajaba por el callejón.
– Aquí -le llamó Ember, usando el tacón de su bota para dar la vuelta a lo que tenía a sus pies. El rostro apareció bajo la luz del farol. Era Evans, el sobornador, insensible y dormitando sobre el suelo.
Moriarty escuchó en medio de un silencio concentrado el relato de Ember sobre los sucesos de la tarde anterior.
– Wilhelm ha sido muy prudente -dijo cuándo su astuto lugarteniente acabó el relato-. En muchos aspectos es admirable. Yo habría hecho lo mismo. Sin embargo, estoy inquieto. Estaría más contento si Franz te hubiera seguido. Recuerdo al amigo Evans. Músculo y pelotas, pero muy poca inteligencia constructiva. Tenía, si recuerdo bien, una cierta facilidad con las palabras. Alguien que podría estafar. El hecho de escogerle para que te siguiera demuestra que tiene confianza en él y que es capaz de oler a los ladrones, Ember. Debemos actuar como gatos sobre una capa delgada de hielo.
– El ciego Fred me dio un mensaje a primera hora. -Ember parecía cansado. No era un buen estado para alguien que va a tomar parte en un peligroso golpe-. Dice que Evans regresó a Edmonton un par de horas después de que yo le dejara. Se movía despacio. Después de media hora, Franz y los otros dos prusianos estaban en las calles.
La cabeza de Moriarty se movió de un lado para otro.
– Actúa de forma inocente -le consoló-. Sí, alguien saltó sobre ti, pero no te paraste a mirar.
Ember miró tristemente.
– Creo que Hoppy le quitó la cartera.
Spear, que estaba sentado en silencio en un rincón del estudio, levantó la vista.
– Tú no podías saber quién se acercó a husmear una vez que le dejaste allí.
– Hay dos cosas -dijo Moriarty, que habló como un hombre que utiliza extremo cuidado al elegir las palabras: un hombre buscado por la policía-. Primero, es posible que te estén buscando. Tú debes buscarles. Si llega el momento de la verdad, di que algún ladrón callejero te estaba persiguiendo y tú pensabas que era mejor no decírselo a ellos. Si ellos no disimulan el hecho de que era Evans, tú debes sentirte ultrajado. No deseas que haya hostilidad en tu banda. Todos sabemos lo que sucede en esos casos. Segundo, si ellos han decidido vigilarte, no debes conducirlos aquí. Debes estar ojo avizor.
– Pondré a unos informadores vigilando mi culo -sonrió Ember de modo burlón.
– Sería lo mejor. Asegúrate de que son de confianza…
– Dos que no hayan estado cerca de la casa de Edmonton. Slowfoot y una de las mujeres, la viuda Winnie será mejor que cualquiera.
– No será por mucho tiempo, menos de tres semanas, pero debemos vigilar todos los rincones. -Moriarty empezó a ponerse con ahínco manos a la obra, siempre dando lo mejor de sí mismo cuando movía los peones del juego criminal-. Necesitamos informadores en cada extremo, en Cornhill, escondidos, y a lo largo de todo el camino de vuelta desde Edmonton. Sería una cruel desgracia descubrir que el amigo Wilhelm cambia de planes en el último momento. ¿Qué hay sobre los policías, Spear?
– Todo es normal durante la noche del viernes. Meteremos a nuestro hombre el sábado, lo más tarde posible.
– ¿Y el sable?
– Parecerá real; y los uniformes serán también totalmente convincentes.
– ¿Dispone de herramientas, Ember?
– Las pediré prestadas. Acabadores dobles, cruces de soporte, ensambladores y brocas, sierras, palanquetas. Lo habitual. Se las pediré prestadas al viejo Bolton. Vive más arriba de St. John's Wood. Siempre deseoso de echar una mano, el viejo Bolton.
– No te fíes de nadie, ni siquiera de tu sombra -Moriarty se levantó de su escritorio y se dirigió a la ventana-. Conviene que digas que las pides prestadas para un amigo. ¿No tenemos herramientas propias en la banda?
– Usted dijo que es mejor que tengamos un material que no haya sido usado durante años.
El Profesor asintió con la cabeza. Personalmente no le agradaba Ember, pero era un hombre fiel y auténtico. En su interior, el entusiasmo por la banda se estaba convirtiendo en una especie de placer sensual, ya que sabía que muy pronto sus afilados dientes atraparían las piernas de Schleifstein. El pensamiento era indiscutiblemente erótico. Tengo que decir a Sal que me baje a la chica italiana -reflexionó.
Ember subió hasta St. John's Wood y fue a ver al viejo Bolton, el ladrón retirado, en su pequeña y coqueta villa comprada con los beneficios de toda una vida dedicada a robar. El motivo de la visita era recoger las herramientas.
– Son para un amigo -explicó-. Para un pequeño golpe en una vieja caja fuerte en el campo.
– Son unas herramientas muy buenas -dijo el viejo. Sus ojos eran acuosos y ahora ya tenía que moverse con la ayuda de un par de bastones; se había esfumado toda su agilidad anterior, él, un hombre que podía deslizarse a través de las ventanas más difíciles e introducirse por las azoteas como una serpiente. No hay nada de vuestro novedoso material, sabes -parecía estar poco dispuesto a dejarlo-. Nada de sopletes y ese tipo de cosas.
– No serán necesarias -replicó alegremente Ember-. Ya digo que es una vieja caja fuerte.
– No es que me importe prestártelas -sin ninguna duda sí que le importaba-. Sin embargo, me gustaría saber quién las utilizará.
– Es un amigo mío prusiano. Le están buscando por toda Alemania y ahora no dispone de dinero. Sólo con este golpe tendrá para una buena temporada. Un buen tipo. El mejor.
– Bien.
– A ti te corresponden cien guineas.
– Eso es mucho dinero, Ember. No puede ser un robo tan pequeño.
– No hagas preguntas, Tom. Cincuenta ahora. El resto más tarde.
A regañadientes, el ladrón retirado tiró de sí mismo hacia arriba. Ember escuchó que se movía ruidosamente en el dormitorio.
– Están en el rellano de la escalera -dijo Bolton cuando volvió a aparecer-. Yo no consigo bajarlas. La edad y el reúma son cosas terribles. En una ocasión me llevé algunas herramientas y cuarenta libras de un botín a ocho azoteas de altura, con los polis persiguiéndome todo el tiempo. Ahora necesito una hora para prepararme el té. Un prusiano, ¿dijiste? ¿Le conozco yo?
– Lo dudo. -Ember dejó caer los soberanos de oro sobre la mesa de la cocina y subió las escaleras para recoger la bolsa de herramientas, lo que llamaban una pequeña bolsa de cuero marrón. No se arrepentirá -replicó al viejo Bolton-. Las tendrá otra vez aquí antes de que acabe el mes.
Tom Bolton tenía una mujer que le ayudaba y le hacía la compra. No era caridad, ya que le pagaba una buena suma y además sabía que ella le sisaba de la compra, pero era necesario tenerla. Cuando ella entró de sopetón a la mañana siguiente, le pidió que enviara una carta que le había llevado mucho tiempo escribir, hasta el punto de que se hincharon sus nudillos. La llevó hasta el buzón mientras iba de camino a la compra. La carta estaba dirigida a D. Angus McCready Crow, a su domicilio particular.
Tal como había prometido, Ember volvió a la casa de Edmonton a la tercera noche después de su primera visita. Durante estos tres días sólo vislumbró a Franz y a otro de los alemanes, al más limpio. Ellos no le vieron, y los informadores, Slowfoot y la viuda Winnie, estaban seguros de que no le habían seguido.
Franz le abrió la puerta y Ember sintió de forma inmediata el ambiente. En el comedor, Wellborn estaba sentado junto al rechoncho y sucio alemán. Evans se encontraba junto al fuego, con un vendaje en la cabeza.
– ¿Qué tal? -preguntó Ember lo más alegre que pudo.
– Cierra el pico -dijo Evans de forma desagradable.
– ¿Tuvo problemas para llegar a casa la otra noche, señor Ember? -afirmó Franz con un tono de pocos amigos.
– Bien, ahora que lo mencionas, algún gorila lo intentó, a este lado de Hackney.
– Por la noche hay mucha gente desagradable. Debes cuidarte.
– Ya lo hago, Franz. Nunca he sido un vago a la hora de defenderme.
La casa olía a verduras rancias y este aroma omnipresente resultaba familiar a Ember, que no estaba de acuerdo en pensar que la falta de limpieza iba unida a la piedad.
Evans susurró algo desde la chimenea.
– ¿Cuándo daremos el golpe? -preguntó Franz.
– Cuando yo lo diga, y no antes.
– ¿No confías en nosotros?
– Yo no confío en nadie, simpático. Confiaré en ti, Franz, cuando todo esté hecho y estemos en lugar seguro.
Schleifstein entró y olfateó el ambiente rancio.
– Me gustaría hablar con usted arriba, amigo Ember.
Schleifstein estaba tan pulcro como siempre, y lleno de autodominio, aunque a Ember le dio la impresión de que el alemán pensaba que sus ropas ya tenían algo de olor.
– ¿Hizo pasar a Evans un mal trago? -preguntó Schleifstein cuando ya estaban solos.
– ¿Evans? ¿Un mal trago?
– Vamos, vamos, Ember. Pedí a Evans que viera el lugar donde vive. Usted le golpeó por Dalston Lane.
Ember ya sabía que estaba fuera de toda sospecha, en casa y seguro. Podía permitirse atacar.
– Era Evans, ¿no? Con todos los respetos, jefe, no vuelva a hacerme esto otra vez. No sin decírmelo. No me agrada que me vigilen por las calles. Me pone nervioso. Suelo atacar cuando estoy nervioso.
– Yo sólo quería protegerle -lo dijo de forma suave, hasta creíble-. Sin embargo, no se han producido daños. Excepto en el rostro de Evans, pero eso pronto pasará. Su orgullo está herido, téngalo en cuenta. No creo que sea prudente decirle quién fue.
– No. Supongo que no.
– Ni tampoco creo que sea bueno coger su cartera.
– Yo no cogí ninguna cartera.
– Si dice que no, entonces será que no. Evans mejorará en una semana. ¿Hay tiempo suficiente o necesitaremos a otra persona?
– Hay suficiente tiempo.
– Bien. Entonces si Peter forma parte, lo mejor es que les ponga al corriente sobre el plan.
– Una cosa -Ember hizo como si tirara de la manga de Schleifstein-. Quiero que quede claro que mientras estemos en el interior, yo soy el jefe.
– Algo así será.
Ember pensó que eso no sonaba demasiado prometedor.
Peter era el más limpio de los dos alemanes. Había regresado cuando ellos ya estaban abajo, aunque nadie dijo dónde había estado o qué había hecho. Pero también se encontraba otra persona en el salón: un muchacho de unos diecisiete años, alto y desgarbado, con un pelo tan grasiento que se podría freír pan sobre él.
– Sólo hablaré a la banda -dijo Ember, dirigiendo su mirada a algún sitio situado entre Schleifstein y Franz.
Mandaron fuera a Wellborn y al muchacho y Ember comenzó a explicar el plan. Les hizo saber que se llevaría a cabo aproximadamente dentro de una semana y que habría dos visitas, aunque no dio ninguna pista sobre el tamaño y la disposición del lugar, el trabajo que debería realizarse y quién haría cada cosa. Más tarde, Franz intentó preguntar algunas cosas, pero Ember sólo respondió a las que sabía que no le iban a descubrir.
Todos parecían más amistosos cuando se disponía a salir, aunque Ember no bajó la guardia.
– En el plazo de las próximas tres semanas; por tanto, manténgalos unidos -dijo a Schleifstein en el recibidor, consciente de que ahora le tocaba a él dar las órdenes-. Volveré el lunes o el martes anterior a la fecha del golpe. Así tendrá tiempo suficiente para dar las últimas instrucciones. Que no me siga nadie esta noche, jefe. De verdad que puedo arreglármelas por mi cuenta -dijo junto a la puerta.
Ben Tuffnell todavía estaba en la calle como algo permanente y no les llamaba la atención más que un muro de ladrillo. Doscientas yardas más abajo, en la misma acera que la casa, Sim el Espantajo estaba pidiendo limosna en la cuneta. Ember pensó que ahora tenía más llagas que la última vez que le observó. Tenían un aspecto muy real y la buena gente de Edmonton parecía que soltaba mucho dinero para tranquilizar su conciencia.
A fin de tranquilizar a la italiana, Moriarty le estaba enseñando un truco de cartas que se hacía con los cuatro ases. Pones los dos ases negros en el centro de la baraja y los ases rojos encima y debajo. A continuación lo barajas todo bien y ya está, los ases negros aparecen por encima y por debajo, y los rojos juntos en el centro. La italiana estaba impresionada.
Su nombre era Carlotta y poseía un talle lo suficientemente estrecho para poder abarcarse con las dos manos; el pelo suelto y una tez oscura, casi negra, que intrigaba mucho al Profesor. También tenía unos bonitos tobillos, y su cuerpo se movía bajo su vestido de tal forma que hacía que la sangre corriera velozmente por las venas del Profesor.
Sal la había educado y le había dicho que el Profesor tenía que contarle unas cuantas cosas bonitas; que debía ser buena con él y que no tenía que tener miedo.
Moriarty vio a Sal Hodges junto a la puerta del salón y le lanzó una sonrisa satisfecha y susurró: «Sapos, salamandras y lagartos. Ya hablaremos, James. Espero que ella sea adecuada».
El Profesor la aseguró que pensaba que Carlotta sería admirable para lo que tenía pensado. Más tarde habló a la muchacha, tocó algo de Chopin para ella y realizó el truco de cartas de los cuatro ases.
Ella parecía muy joven, quizá de diecinueve o veinte veranos, y su forma de ser era muy tranquila, sin ningún signo del fogoso temperamento que Moriarty asociaba a las mujeres latinas. Bridget Spear había preparado una colación fría: jamón cocido, lengua y uno de los pasteles de carne de cerdo del señor Bellamy. También había dos botellas de Moet & Chandon, Dry Imperial del 84, y se bebieron una botella antes de irse a la cama, donde Carlotta demostró que era mucho más que una tigresa.
– Sé por la señora Hodges -dijo Moriarty durante una pausa para recuperarse- que nunca has estado en tu Italia natal.
Ella puso mala cara.
– No. Mis padres no querían volver y yo nunca he tenido ni la ocasión ni el dinero necesario. ¿Por qué me lo pregunta?
Le miró con descaro y le incitó con los ojos. Con algo de maquillaje y la ropa adecuada -estaba vestida muy llamativamente- la morena Carlotta podría pasar por una condesa.
– Estoy pensando en hacer un pequeño viaje a Italia en primavera. Roma es muy agradable en esa época del año.
– Es usted muy afortunado -se inclinó y le acarició por detrás de esa manera tan descarada propia de su profesión-. Afortunado por más de un motivo -añadió coquetamente.
– Creo que podría arreglarse todo para que me acompañaras a Roma. Si es que te apetece.
Carlotta emitió algunas frases en italiano que sonaron como una mezcla de adoración y placer.
– No carecerías de nada. Vestidos nuevos. Todo -sonrió a través de la almohada, astuto y reservado-. Y un collar de rubíes para ponerte en tu bonito cuello.
– ¿Auténticos rubíes?
– Desde luego.
La mano de la chica llevó a cabo algunos trucos verdaderamente exquisitos, cosas de las que una chica tan joven no debería tener ningún conocimiento ni experiencia.
– ¿Podré tener una criada propia? -arrulló en los oídos de Moriarty.
Al anochecer, Angus Crow solía llamar al ladrón retirado y dócil. Nunca hablaban de su acuerdo, aunque era algo habitual entre ellos, dado que era la señal que el viejo le proporcionaba. Si estaba solo, las cortinas del salón delantero se corrían al hacerse de noche (en verano, la ventana se dejaba cerrada). Si había alguien, siempre aparecía una franja de luz entre las cortinas.
Crow sospechó que esta señal también la utilizaba para otras personas, ya que Tom Bolton invariablemente cojeaba hasta el salón siempre que él llegaba. Ellos siempre se sentaban y charlaban en la diminuta cocina trasera.
Era un alivio para Crow tener una excusa para salir de King Street por la tarde. Sylvia parecía estar perdiendo el sentido. La desdichada criada, Lottie, todavía estaba en casa, constantemente a sus pies mientras él se encontraba allí. Como remate, Sylvia estaba planeando todo tipo de nuevas diversiones y las cenas eran su última obsesión. Crow reflexionó, con algo de felicidad, que lo más probable era que los amigos que cenaban una vez con ellos no volvieran a hacerlo nunca más. Al menos si Lottie seguía en la cocina.
Con un sentimiento de alivio estaba ahora sentado en la vieja cocina trasera de Bolton, con un ponche caliente ante él sobre el rojo mantel bordado, el cálido fuego en la cocina, la olla chorreando vapor sobre el quemador y la lámpara encendida. Reflexionó, como lo había hecho en otras ocasiones, que la loza, colocada ordenadamente sobre un pequeño aparador, era de buena calidad; ¿quién, se preguntó, habría sido su antiguo dueño?
Bolton, fumando tranquilamente en su pipa, le contó la historia de las visitas de Ember y de sus propósitos de forma muy concisa, y Crow le dejó hablar sin interrupción hasta que finalizó su exposición.
– Entonces, ¿le dejó que se las llevara? -le preguntó cuándo hubo finalizado, con una voz que reflejaba la disconformidad que sentía sobre la debilidad de los criminales.
– No me quedó otro remedio, ya sabe cómo es esa gente, señor Crow. Yo sé que soy un viejo inútil, pero todos nos aferramos a la vida. Ese grupo trabaja en la sombra. Se arrastran por las sentinas. Levantas una piedra y allí los encuentras.
Crow emitió un fuerte gruñido. No había forma de saber si implicaba simpatía, comprensión o reprensión.
– En mis tiempos hice algunas cosas malas, pero nunca estuve involucrado en un asesinato. No quiero ser ahora una víctima.
– ¿Dice que es alemán?
– Me dijo que era alemán. Un individuo buscado en su propio país y que ha tramado aquí este golpe. Un robo que hará que se mantenga durante cierto tiempo.
– ¿No será para toda la vida? -Crow detectó el cinismo de su voz-. Es la historia de siempre, Tom. ¿No es así? Un buen golpe para establecerse. Más tarde, es el momento de retirarse y llevar una vida sin tacha.
– Eso es lo que dicen muchos de ellos, jefe. Realmente es cierto, yo ya lo había dicho antes.
– ¿Será un golpe utilizando ganzúas y llaves, o se abrirá mediante el uso de la fuerza?
– Dios mío, Crow, no hay mucha diferencia. Usted ha escuchado demasiados cuentos. Los muchachos que roban forzando se consideran mejores que los que lo hacen mediante llaves. ¿No le he enseñado eso? Si vas a un lugar donde piensas que puedes quitar las bisagras de la puerta y ves que no puedes, entonces la fuerzas con la palanqueta. Cualquier ladrón que se gana el pan que come ha hecho de todo: forzar, romper, levantar el suelo, cortar, barrenar, doblar los barrotes. Recuerdo cuando era más joven… -y comenzó uno de sus numerosos y largos recuerdos, ya que Tom Bolton había comenzado como deshollinador a los ocho años.
Crow le escuchó antes de lanzarle la siguiente pregunta.
– Ember solía trabajar para el Profesor, ¿verdad? ¿Para Moriarty?
Era increíble, pensó Crow, cómo sólo el nombre provocaba una reacción en los criminales más endurecidos. Las manos hinchadas del viejo se apretaron -movimiento que debe causar gran dolor- y sus ojos se movieron nerviosamente. Su rostro se volvió gris, como papel seco.
– No sabía eso -refunfuñó con voz cansada, como si su garganta se hubiera secado de repente.
– Hace tiempo que se fue, Tom. No hay nada que temer.
Hubo un momento en que no se escuchó nada, excepto el crepitar del fuego y el tic-tac del reloj.
– Mire, señor Crow -parecía que respirar le suponía un gran esfuerzo-. Le he enseñado algunas cosas, pero ésta es la primera vez que he soplado a alguien. No es algo propio de mí. Sólo lo hice por mis herramientas. No me gusta pensar que va a utilizarlas un extraño.
– Debe ser algo grande, Tom. Para que ellos quieran sus herramientas, quiero decir. Ya no se hacen herramientas como las suyas.
– La forma de utilizarlas es lo que cuenta.
– Un alemán -murmuró Crow, como volviendo al punto delicado mientras intentaba poner cada pieza en su lugar dentro de su cerebro-. ¿Nuestro Ember ha sido ladrón en alguna ocasión?
– Le he conocido desde que era un muchacho. Pequeño y nervioso. Ha hecho un poco de todo. Él sabrá cómo. Sin embargo, yo no haría que se enfadara. Mantiene una cierta posición, tal como usted dice.
– El Profesor.
– No puedo escucharle.
– ¿Le creyó? ¿En lo referente al alemán?
– Él lo creyó.
– Entonces, le dejaste las herramientas. Tan sencillo como eso.
Bolton había omitido hacer mención al pago. Era una cantidad muy grande por el alquiler de un equipo de herramientas, aunque fueran de muy buena calidad. Durante un segundo, y no más, le remordió la conciencia al viejo.
– No quería que me aporreara ni que me rajara. No me gusta meterme en todo esto.
Tiene que ser algo muy gordo. Crow no podía quitarse a Moriarty de la cabeza, ya que Ember era un hombre enteramente del Profesor. Cuando todos los extranjeros se reunieron en el año 94 en Londres, había un alemán con Moriarty. Crow se preguntaba muchas cosas en relación a esto. Tendría que haber algo escrito en los informes de Scotland Yard. De cualquier modo, había muchos alemanes en Inglaterra.
– Veré si podemos hablar un rato con Ember -dijo en voz alta.
– ¿No dirá nada?
– ¿Sobre usted, Tom? Quédese tranquilo, viejo amigo, su nombre no se mencionará. Buscamos a Ember por algo más que pedir prestadas una serie de herramientas. De cualquier modo, gracias por su ayuda. Y ahora, ¿necesita algo?
– Me voy arreglando. Siempre salgo adelante, a pesar de que algunas semanas me cuesta un poco.
Crow depositó cuatro soberanos de oro sobre el mantel rojo.
– Hagamos un pequeño trato, Tom. Y cuídese mucho.
– Dios le bendiga, señor Crow. Tenga mucho cuidado con ese tal Ember, es muy astuto… ¿Señor Crow?
Cuando ya estaba en la puerta el detective se volvió. -¿Sí?
– Sígale la pista. Ese Ember apesta.
– Lo tendré en cuenta.
Había muy poca gente en Scotland Yard y nadie en esta parte del edificio. Crow encendió el gas y se dirigió a la habitación del sargento Tanner, abrió el armario y miró las carpetas. La que quería no era demasiado gruesa. La llevó a su mesa y se sentó, en medio del silencio, pasando las páginas y tratando de encontrar la inspiración en las entradas más claras, elementos extranjeros entre los asociados a james moriarty, decía el encabezado.
Contenía unos veinte o treinta dossiers, y entre los de origen germánico había un perista llamado Muller que dirigía una casa de empeños cerca de Ludgate; otro se llamaba Israel Krebitz, un pez gordo llamado Solly Abrahams y un hombre conocido como Rutter. También podían encontrarse algunas notas de Tanner sobre los hermanos Jacobs.
Con mucha diferencia, el dossier más largo era el de Wilhelm Schleifstein. Lugar de origen: Berlín. Allí era muy conocido: robos, bancos, prostíbulos, un poco en todos los sitios. Ciertamente ya había sido identificado como uno de los que iban con Moriarty en 1894. También se encontraba un gigante que solía acompañarle, Franz Bucholtz, también muy conocido y bastante peligroso.
Mañana, pensó, le pediré permiso al Comisario para telegrafiar a Berlín y preguntar si conocen el paradero de Herr Schleifstein y de su amigo Bucholtz.
Sylvia estaba despierta, sentada en la cama con un ejemplar de Lady Hester, and the Danvers Papers de Charlotte M. Yonge, y con una caja de pasteles de vainilla Cadbury.
– Angus -comenzó a hablar, dejando el libro-. Angus, tengo una increíble idea.
– Bien, bien.
Sus pensamientos todavía estaban concentrados en Ember y en la posibilidad de un robo planeado por el alemán. Dejó que el parloteo de su mujer siguiera adelante, como el ruido del agua entre las rocas. Le habría gustado hablar con Ember, por lo que mañana haría circular el rostro de la pequeña rata por todas las divisiones. Entonces oyó el nombre del comisario, que provenía de los labios de su mujer.
– Lo siento, cariño. No te he entendido.
– Angus, deberías escucharme cuando te hablo. Decía que espero que no tengas ningún compromiso para la noche del día 21.
– ¿El día 21? ¿Qué es ese día, cariño?
– Un sábado.
– No, a no ser que tenga un caso… -«a no ser que Ember se vuelva contra el alemán y yo tenga que dar la alarma», pensó. «O que el alemán utilice las herramientas de Bolton para abrir el Banco de Inglaterra y la Policía Metropolitana requiera mis servicios. A no ser que…»-. ¿Por qué el día 21, querida?
– He enviado una nota de nuestra parte al Comisario y a su mujer para que vengan a cenar esa noche.
Hasta Lottie, encerrada en su ático, pudo escuchar el grito de rabia.
– ¿Qué has…? ¿Qué has pedido… al Comisario? ¿A mi Comisario? -Crow se hundió en una silla con el rostro lleno de asombro-. Sylvia, estás loca. Dios mío. Un inspector no presume de invitar a cenar a un comisario. Sobre todo si se le va a ofrecer la cena de Lottie. Por Dios, mujer, imaginará que me estoy arrastrando.
Angus Crow ocultó su rostro con las manos y pensó que bien podría estar ocupado durante esa noche del día 21. En una celda de la policía esperando el juicio por el asesinato de su mujer, Sylvia.
– Estarás aquí hasta que sea el momento de volver a la casa de Edmonton. Hay espacio en el ático, en la habitación de Harry Alien. Él no la necesitará hasta mediados de diciembre -dijo el Profesor a Ember.
Los informadores estaban siendo más precisos en sus disposiciones. Al ciego Fred le había llegado el soplo, de un observador llamado Patchy Dean, de que los polis estaban haciendo preguntas sobre un tal Ember y envió a un mensajero para localizar a Ember y darle la noticia: un muchacho joven que a veces estaba pidiendo en un punto de Regent Street, más arriba del Quadrant. Este muchacho, Saxby, puso al corriente al taimado lugarteniente más allá de Bermondsey, donde estaba buscando propiedades junto a los hermanos Jacobs. Ember tuvo el estómago delicado durante todo el viaje de vuelta hacia Albert Square. Más tarde Spear le confirmó que estaban haciendo preguntas y que la poli había ordenado su detención.
– No habrás estado hablando donde no debías -le preguntó Moriarty.
– Usted me conoce, Profesor. Ni siquiera una palabra. Sólo al prusiano y a su banda, y sólo lo que les convenía saber. Pero si ellos han dejado salir a Wellborn, entonces ya está todo claro.
– Wilhelm ha mantenido a Wellborn encerrado. Si está adecuadamente enganchado, no hará nada para perjudicarse. ¿Qué hay de ese Bolton donde has conseguido las herramientas?
– Él no sabía nada.
– Excepto que te pondrías en contacto para los instrumentos. Sabía que eras tú.
– Bolton no…
– Yo no me fío. Es mejor tener los ojos bien abiertos. Lee Chow se encargará de él si se va de la lengua. -Moriarty hizo una pausa, pero Ember movió la cabeza, rechazando pensar que el viejo Bolton hubiera podido decírselo a los polis-. Todo está preparado, ¿no es así? ¿No se ha olvidado nada?
– Tendré que utilizar a uno de los mensajeros como cochero, si es que no se me permite subir. Dije al alemán que el coche de alquiler estaría listo a partir de las tres de la mañana.
– Eso puede hacerse. ¿Tienes a un informador escuchando a los trabajadores en el lugar?
– El mejor. Spear tiene vigilado el lugar desde la tienda de la acera de enfrente y Bob el Nob está escuchando a los trabajadores de los que obtuvimos la primera información.
– ¿Has preparado alguna señal? ¿Y si no está despejado el camino?
– Ben Tuffnell todavía está en Edmonton. Si hay peligro antes de que salgamos, él estará cantando borracho alrededor de la casa. Cantará The Mower.
Moriarty asintió con la cabeza a modo de despedida, pero cuando Ember llegó a la altura de la puerta le dio un último mandato.
– Báñate Ember, si vas a quedarte aquí. No quiero tener esta casa con olor a pedos y al último pescado del verano.
El Profesor debería haber dado otras órdenes, ya que en cuanto Ember llegó a la habitación que anteriormente ocupaba Harry Alien, allí estaba Martha Pearson para decirle que su baño estaba preparado y la señora Spear le había traído toallas limpias, una pastilla de jabón Sunlight y un cepillo para que se restregara.
A la mañana siguiente llegó una carta de París del profesor Cari Nicol, el estudioso caballero americano del número 5 de Albert Square.
Estimado señor -decía la carta,
Estamos aquí muy bien establecidos. Pierre está bebiendo como una esponja, pero al menos trabaja unas cuatro horas al día. Trata continuamente de buscar excusas y se queja con frecuencia de la luz, dice que no está lo suficientemente bien, pero veo que va haciendo progresos. Es un auténtico placer verle pintar y estoy seguro que usted estará contento con los resultados. La madera ha sido marcada según sus instrucciones.
También me he encargado de que no salga nunca solo. He ido con él en todas sus visitas para ver el original. Puede descansar tranquilo con la seguridad de que todo está saliendo tal como lo ha ordenado.
Le saluda atentamente Su obediente criado
H. Alien