174061.fb2 La Venganza De Moriarty - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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LONDRES

Lunes 16 de noviembre – Lunes 23 de noviembre de 1896

(El robo en la joyería de Cornhill)

Los hermanos Jacobs acababan de encontrar el lugar en Bermondsey. Este edificio se había utilizado en parte como almacén y también como oficinas de una pequeña cadena de ultramarinos que había caído en bancarrota hace un año.

Se puso a la venta durante algún tiempo, pero nadie lo cogió, ya que el lugar era húmedo y poco adecuado para la ampliación. Y tampoco había sido nunca un lugar muy adecuado para el almacén de productos alimenticios, ya que la parte trasera daba a un basurero. Sin embargo, estaba algo alejado de las hileras más cercanas de cabañas; las cerraduras y los barrotes eran muy seguros, y contaba con un pequeño patio y un establo en la parte trasera.

Después de algún regateo, Bertram Jacobs pagó 200 libras del dinero del Profesor y la transferencia se realizó en la mitad de tiempo. Lee Chow reunió a algunos de sus hermanos amarillos y, en unos cuantos días, el lugar estuvo completamente limpio; se dieron unas capas de pintura aquí y allá, mientras Harkness, el conductor del Profesor, hizo un par de viajes con muebles baratos que.colocó en la parte trasera de un coche de alquiler.

Durante la semana anterior Ember volvió a la casa de Edmonton y Spear se aseguró de que el coche negro, que luego utilizarían como si se tratara de uno de policía y que habían estado construyendo en unos establos cercanos, se pusiera en el patio, para que el Profesor, cuando les visitara el sábado, le diera el visto bueno, siempre que los que tenían que quedarse allí pudieran aguantar el hedor de las curtidurías y las tiendas de pieles cercanas.

En esta fecha Terremant ya había reclutado más matones y ya existían instalaciones para cocinar en Bermondsey, junto a abundantes provisiones.

Todavía se mantenía la vigilancia de la calle Cornhill desde la antigua joyería y Spear se las había apañado para conseguir uniformes de policía.

Durante la noche del lunes 16, Ember, llevando el pequeño paquete que contenía las herramientas de Bolton, se dirigió hasta Angel en cabriolé y luego caminó un poco hasta la casa de Schleifstein. Llegó a vislumbrar a Hoppy en Angel, Slim el Espantajo todavía estaba lleno de heridas; el ciego Fred y Ben Tuffnell se encontraban al acecho. Aparte de ellos, ahora Ember estaba por su cuenta. Mientras tiraba de la sucia campanilla metálica pensó brevemente en Bob el Nob vagando por la City y en la red invisible de informadores que le alertaría de cualquier peligro. También pensó en las últimas palabras que Moriarty le dijo antes de que saliera de Albert Square.

– Si me atrapas a Schleifstein, no volverás a necesitar dinero contante y sonante. Si fracasas, no necesitaras nada de nada.

Franz abrió la puerta.

– Entonces, ¿será esta semana?

– Viernes por la noche -dijo Ember mientras la puerta se cerraba a sus espaldas.

El viernes 20 de noviembre estuvo lloviendo todo el día. No era la llovizna con niebla propia de Londres en esa época del año, sino una lluvia torrencial que provocó riadas por las principales calles e inundó los callejones más estrechos y escondidos de la metrópolis. Los canales se convirtieron en arroyos impetuosos y desde los tejados y azoteas caía el agua en forma de cascada hasta llenar los desagües, provocando estragos e inundaciones donde las calles estaban sin adoquinar o mal construidas.

El tráfico iba muy lento y se produjeron los peores embotellamientos, mientras que los peatones se abrían camino entre las calles, luchando a brazo partido con las bayonetas de agua.

A última hora de la tarde el aguacero remitió un poco, aunque en aquel momento todos los que habían estado fuera ya estaban totalmente empapados. Pero no Bob el Nob.

Bob el Nob era conocido por otros de sus muchos seudónimos, Robert Lamb, Robert Betterton y Robert Richards; un solo hombre pero con tres nombres diferentes, aunque Bob el Nob era el nombre por el que le conocía la gente de la familia. Un individuo de unos cuarenta años, delgado, de pelo gris y aspecto bastante distinguido, que solía frecuentar las tabernas y los hostales de todas las zonas de la capital y, sin embargo, no era cliente «fijo» en ningún sitio. Si bebía en Brixton, por ejemplo, hablaba de sus negocios en Bethnal Green; y si pasaba la tarde en alguna taberna de Camden Town hablaba sobre el pequeño local que tenía en Woolwich.

Su memoria era muy buena y gozaba de un olfato especial para descubrir los lugares bien surtidos. Cuando bebía en los pubs de la City se le conocía como un sujeto alegre que tenía un pequeño negocio de alimentación en alguna parte de Clapham. De hecho, Bob vivía en dos habitaciones situadas encima de una carnicería en Clare Market, desde donde salía todos los días con la firme resolución de captar la mejor información. Era elegante, casi un caballero, y de temperamento plácido. El viernes 20 lo pasó casi todo el día en la cama, escuchando el ruido de la lluvia al mojar las calles, al golpear contra su ventana y sobre la fachada de la carnicería que tenía debajo.

El fue el informador que olfateó las posibilidades que ofrecía Freeland & Son. Su trabajo de esta noche era muy fácil: tomarse unos cuantos vasos en Dirty Dick's, el pub construido sobre las viejas bodegas de vino y licores de Bishopsgate. Allí era donde los trabajadores de Freeland & Son se dirigían los viernes después de salir del trabajo y había prometido que se reuniría con un par de ellos sobre las ocho de la tarde. Si algo iba mal, el joven Saxby estaría esperando en la casa relámpago de Whitechapel. Lo que se hacía con los mensajes que transmitía era algo que no interesaba a Bob el Nob.

Cuando llegó, el salón del bar estaba lleno de agitación, sobre todo con oficinistas que charlaban después de su jornada de trabajo. Muchos de ellos no volverían el sábado y algunos pasarían la noche antes de volver con sus mujeres con lo que quedaba de su paga.

A las ocho y media no había aparecido nadie del personal de la joyería y Bob comenzó a sentir los primeros síntomas de preocupación. A las nueve seguía sin haber ni rastro. No fue hasta las nueve y media cuando se les vio venir a los cuatro, cansados y con aspecto melancólico.

Saludó a sus particulares amigotes con gran alegría y con algún comentario en tono jocoso sobre su tardanza. El viejo Freeland les había retenido, dijeron, lo ' cual no les hacía mucha gracia. El trabajo que tenía que estar acabado el lunes, para ser recogido, llevaba un retraso considerable. No tenían la obligación de ir a trabajar el sábado, pero ahora todo había cambiado. Mañana sería un día completo de trabajo.

Para salvar las apariencias, Bob permaneció en el bar hasta un poco después de las diez, quedándose junto a la puerta para intercambiar alguna palabra con otro conocido antes de salir a la oscuridad. Había comenzado a llover de nuevo. No con la misma fuerza que anteriormente, pero lo suficiente para bañar los hombros de su gabán y salpicar su cara, hasta caer por sus cejas y obligarle a pestañear y pasar su mano por los párpados. Con la cabeza gacha, se fue a grandes zancadas hacia Cornhill y Leadenhall Street, las piernas moviéndose automáticamente, las manos hundidas en los bolsillos de su gabán y con la mente ocupada en cumplir la sencilla tarea de pasar la información a Saxby para Ember. «Ellos estarán mañana trabajando», era todo lo que tenía que decir. Más tarde a casa, quizá con una de las compañeras que se encuentran cerca de Clare Street. Una noche pasada horizontalmente le haría mucho bien.

El Nob estaba cruzando Aldgate cuando un cabriolé le golpeó.

Fue una combinación de mal tiempo y peor suerte. Principalmente el tiempo, ya que la lluvia era tan fuerte que los ojos del conductor vislumbraron la figura en la calle cuando ya era demasiado tarde. Pudo tirar de la rienda de su caballo hacia la derecha, una rápida acción que salvó a Nob de ser atrapado bajo los cascos, pero no lo suficientemente rápida para parar las ruedas, que le dieron un buen golpe, empujándole y derribándole sobre la húmeda calle donde ahora yacía inmóvil: como muerto.

Todos vestían sus ropas oscuras con las tirantes chaquetas, tal como Ember les había ordenado. Sentados en el pequeño salón de la casa de Edmonton, los cinco hombres realizaron sus habituales trabajos por última vez. Evans, todavía con aspecto malhumorado; Franz, el pulcro y cabezacuadrada alemán; Peter y su corpulento compañero despeinado llamado Claus; y Ember, por supuesto, que era el que más hablaba.

Wellborn y el muchacho del pelo lleno de grasa se encontraban en algún lugar de la casa, y Schleifstein se había ido a la cama. El cochero debería recogerles en su coche de cuatro ruedas a la una en punto y traerles más tarde. Mañana, cuando forzaran la caja fuerte, dejaría preparado el coche para que Evans lo tomara para cargarlo con el botín y luego alejarse lo más rápidamente posible del lugar. Todo estaba preparado.

Evans, el matón, iba a darles las señales y también se encargaría de conducir el coche a la noche siguiente; Peter y Claus eran los currantes y harían el trabajo duro. Franz actuaría como intermediario entre Ember y Evans y viceversa.

– No tenemos ninguna necesidad de precipitarnos -les dijo Ember por vigésima vez en tres días-. Eso es lo bonito: nos tomaremos nuestro tiempo en las dos noches. Esta noche veremos el estado de las cosas, entraremos en la tienda; más tarde, mañana, la forzaremos adecuadamente.

En la calle no había un sonido fuera de lo normal y Ember se sintió confiado. Ninguna señal. Todo estaba despejado. Spear y Terremant estarían mirando desde la tienda de la calle Cornhill y no necesitarían más de un par de horas para cortar el suelo. Probablemente menos. Lejos de Edmonton a la una. De regreso a las cinco. Todo en la oscuridad.

Buscó en su bolsillo el frasco de brandy y echó un trago. Un último vistazo a las herramientas de Bolton, todas empaquetadas y envueltas en un paño para evitar el ruido. Escoplos; cuatro palanquetas; taladros americanos, una sierra corta y hojas, arañas; un cortador y varias cabezas; cuerda y un gato metálico. En la parte superior, la oscura linterna que sería la única luz dentro del lugar [12].

Al cochero se le había pagado por adelantado. Siempre era así: el honor entre los ladrones no se extendía a asuntos de dinero. Él no tenía ni idea del lugar donde se iba a producir el golpe. Ni tampoco deseaba saberlo. Les dejaría en Bishopsgate y a las cuatro y media de la mañana realizaría una ruta de vuelta. Primero recogería a Ember con sus herramientas, y luego a los demás, en distintos intervalos: a dos en Houndsditch y a la otra pareja en Minories. Y luego de regreso, por un camino tortuoso hasta Edmonton.

Mientras bajaba los escalones hacia el coche, Ember pensó que había visto el rostro blanco de Tuffnell en la oscuridad del muro al otro lado de la carretera. Ninguna señal. Todo seguro. Justo antes de salir de casa había sacado su reloj de cadena, que marcaba la una en punto.

Nob sintió frío, humedad y dolor. Estaba oscuro. Había voces. Algunas personas le llevaron en coche y el dolor recorrió su cuerpo en forma de indescriptibles convulsiones. A continuación recordó una especie de carro. Pero sólo fue por breve tiempo, ya que volvió una vez más a la oscuridad.

Más tarde, el dolor apareció de nuevo, como si alguien estuviera aplastando su hombro. El tiempo no importaba y toda una vida habría pasado, como un sueño febril, mientras su mente sufría un conocimiento confuso y un sueño lleno de pesadillas. Luego, luces, el olor a desinfectante y algo que sujetaba su brazo derecho y su hombro. Más luz. Despertar en un ambiente extraño y… ¿ángeles? Blancos ángeles volando.

– Ahí, estás bien -dijo uno de los ángeles inclinándose hacia él-. Estás bien.

– ¿Qué…? -su boca estaba seca y quería vomitar.

– Has tenido un accidente -dijo el ángel-. La policía te trajo aquí.

Al oír mencionar a la policía, Bob el Nob se despertó completamente. Se encontraba tendido en una habitación de azulejos blancos, sobre un sofá de piel. Los ángeles eran mujeres. Enfermeras.

– Estás en el hospital St. Bartholomew -dijo la enfermera, con la cara muy cerca de su rostro-. Tu hombro se ha roto, pero el cirujano lo ha vuelto a colocar. Vivirás para poder enfrentarte de nuevo a los cabriolés.

Todo volvió de nuevo y Bob el Nob se movió, intentando sentarse, pero el dolor permanecía, como una lanza al rojo vivo.

– ¿Qué hora es? ¡Es muy importante! -preguntó cuándo el dolor empezó a ser menos violento.

– Algo más de medianoche. Has estado inconsciente durante bastante tiempo.

Ahora se sintió más delicado y volvió el dolor, esta vez en forma de pequeñas punzadas.

– No puedo quedarme aquí -respiró con dificultad-. No puedo permitírmelo. No en un hospital.

– No te preocupes. Por la mañana te hablarán sobre ese tema. Realmente tuviste un atropello horrible.

Era una mujer de rostro anguloso, toda llena de almidón. Almidón por todas partes, pensó el Nob. Almidón por todas partes, no daba crédito.

– Deseo dar un mensaje -respiró profundamente.

– ¿A tu mujer?

– Sí -se aferró a la idea.

– Bien, tendré que llamar a tus familiares antes de que te levantes y veremos lo que se puede hacer en relación a tu esposa. De cualquier modo, la policía querrá todos los detalles. Yo realmente no lo sé. Eres el cuarto accidente que hemos tenido esta noche, pronto tendrán que hacer algo con el tráfico. Estos coches de caballos van demasiado rápido y hay demasiada gente en las calles. No están preparadas, ya lo sabes -ella tocó suavemente su cabeza, como para ver si tenía fiebre-. Descansa aquí, volveré en unos minutos.

Se fue por el suelo de baldosas, como un susurro de autoridad almidonada.

El dolor era terrible, pero consiguió ponerse de pie, sintiendo cómo la habitación daba vueltas y se paraba de nuevo. A continuación, más náuseas. El empapado gabán estaba sobre una silla, pero no fue capaz de ponérselo, ya que su brazo derecho y su hombro estaban tirantes.

– No importa -pensó el Nob-. Si necesito otro tratamiento, les contaré una historia en el dispensario oriental en Whitechapel. Agarrando su gabán con la mano izquierda y apretando los dientes por el dolor que le suponía cada paso, Bob caminó arrastrando los pies hasta la puerta. En el exterior había un amplio hall y algunas puertas de cristal. Un gran bullicio, ya que parecía que estaban trayendo dos nuevos casos en unas camillas. Bob pudo entrever a su enfermera echando una mano.

El camino hacia la salida estaba libre, por lo que, a su máxima velocidad, Nob se tambaleó hacia las puertas de cristal y salió. En el exterior la lluvia todavía seguía cayendo y parecía que, por un momento, se aclaraba su mente. Más tarde volvieron las náuseas y el dolor hacía que cada paso fuera una agonía.

No fue hasta después de la una cuando llegó a la casa relámpago en Whitechapel. Allí se habían producido varios accidentes y un par de sujetos se jactaban de un robo a mano armada que acababan de llevar a cabo en la parte occidental. Saxby estaba dormido sobre un banco de una esquina. El Nob le dio el mensaje y Saxby se fue, preocupado y pálido, con unos círculos oscuros bajo los ojos. Aún le quedaba un buen camino hacia Edmonton.

El Nob vio cómo se marchaba Saxby, luego se sintió enfermo y uno de los individuos le ayudó a apoyarse en una esquina y le dio un trago de su brandy.

A la entrada trasera de Freeland & Son se accedía a través de un estrecho callejón que salía de Bishopsgate y conducía a un diminuto patio. La puerta trasera era lo suficientemente segura, protegida por planchas de hierro, pero a la derecha de esta zona unos escalones descendían hasta la puerta de un sótano del que nadie se preocupaba.

El patio estaba cubierto de desperdicios y trastos: cajas viejas, cajones de embalaje y otro tipo de cosas, como si se tratara del vertedero común de la zona.

El policía de la ronda no estaba cuando bajaron del coche de alquiler. Ember susurró instrucciones al cochero y descendieron por el callejón y entraron al patio en sólo un par de minutos, dejando a Evans en el extremo de Bishopsgate, ya que era un punto privilegiado y oscuro. Ember pensó que tendrían unos diez minutos para entrar antes de que el policía bajara de nuevo por Bishopsgate.

La oscura linterna sólo ofrecía un círculo de luz, pero lo suficiente para utilizar una palanqueta en la cerradura simple.

– Siempre hay una forma de entrar -musitó Ember mientras trabajaba en los seguros-. Algunos tienen cajas fuertes con puertas inexpugnables, pero por detrás parecen de hojalata. Algunos protegen las puertas principales y se olvidan de los sótanos que están por debajo o de las oficinas de arriba.

La cerradura pareció seguir esta sencilla deducción y la puerta se abrió. Chirrió ligeramente y se produjo un crujido oxidado de uno de los goznes. En el interior, el lugar olía a polvo, humedad y al descuido de muchos años.

Hizo girar el pequeño círculo de luz alrededor del sótano, mirando todo para que sus ojos se adaptaran más rápidamente a la oscuridad. Al igual que el patio del exterior, el sótano estaba lleno de basura: un par de cajones de embalaje, una pila de cajas viejas, un cartel descamado (Dorado, plateado y grabado en el mínimo plazo. Reparaciones realizadas por especialistas con toda prontitud), que formaba parte de una vieja reja, ahora obsoleta por las contraventanas de hierro que rodeaban la parte delantera de la tienda.

– Quédate junto a la puerta -Ember susurró a Franz-. Escucha bien.

A continuación, como en un espectáculo mudo, señaló a Peter y Claus para que se acercaran a él mientras se movía hacia el sótano, mientras aparecía una rendija de luz en las vigas y en las tablas de arriba.

El sótano era largo y estrecho, y ahí estaba, a unos cuatro pasos y justo enfrente de sus cabezas, el cuadrado revelador de fuertes cerrojos que marcaba el soporte de hierro sobre el que la caja fuerte se mantenía en el interior de la tienda. Hizo la señal a los dos alemanes para que acercaran uno de los cajones de embalaje justo delante del cuadrado. Después, con cuidado y sin precipitación, Ember abrió la pequeña bolsa de herramientas y sacó el taladro americano, en el que colocó la broca más grande.

A continuación pasó la linterna a Peter, se subió sobre el cajón de embalaje y comenzó a taladrar hacia arriba a través del techo de madera, poniendo su rostro a un lado para evitar el serrín y las astillas.

Su finalidad era taladrar cuatro series de siete agujeros, cada una de ellas en ángulo recto, hasta formar las esquinas de un cuadrado delante de la zona de los cerrojos, dejando unos tres pies de separación en cada serie. De esta forma, si se unían los ángulos, cada uno de los lados tendría tres pies de longitud. Había taladrado dos agujeros, muy juntos, cuando oyeron el doble ladrido de un perro. Era la primera señal de Evans. La siguiente sería un silbido bajo, más tarde el sonido de una ave nocturna y luego de nuevo el ladrido.

Franz cerró la puerta con suavidad, inclinándose pesadamente contra ella. Ember se quedó rígido y quitó el taladro americano de la madera. Peter y Claus permanecieron sentados en cuclillas, silenciosos, cubriendo la linterna. En el exterior, sabían que Evans se habría retirado al patio y se habría agazapado detrás de los escombros.

Habían calculado que estarían cinco minutos sin trabajar cada vez que pasara el policía: a no ser que decidiera echar un vistazo en el patio, lo que solía hacer una vez cada noche. Esta vez no pasó. A continuación se relajaron y prosiguieron su trabajo.

Las planchas de madera del techo eran fáciles, la broca las cortaba como mantequilla y, de vez en cuando, ofrecía algo más de resistencia, cuando llegaba al suelo de linóleo que lo revestía. Después de tres paradas para dejar pasar al vigilante, Ember había completado las cuatro series de agujeros.

En el cuarto descanso, el policía pasó al patio. Podían escuchar el sonido de sus pasos sobre los guijarros mientras se alejaba por el callejón. Y más tarde, el resplandor de su linterna sorda a través de la mugrienta ventana del sótano. Alcanzó la puerta trasera y se paró en la parte superior de la zona de escalones: el corazón de Ember golpeaba como si fuera el martillo de un peón. Pero no bajó y pronto volvieron a respirar con facilidad a medida que retrocedía.

– Evans ya está de vuelta -susurró Franz, y Ember se inclinó hasta el pequeño paquete para coger el escoplo más grande y quitar la madera entre los agujeros hasta conseguir, finalmente, cuatro pequeñas hendiduras en ángulo recto.

A continuación, escogió la mejor hoja de sierra, atornilló bien las tuercas de mariposa y se las pasó al corpulento Claus. Ahora tocaba hacer el trabajo duro al par de alemanes, que consistía en serrar la madera, separando los ángulos, y conseguir un agujero cuadrado para acceder al taller de arriba.

Se necesitó una hora, con las pausas adecuadas para dejar pasar al vigilante. De cualquier modo, sólo cortaron tres lados. Peter y Claus tiraron de las planchas y las rompieron por el cuarto lado, hasta que se vinieron abajo con un estruendo capaz de despertar a un muerto. El ruido fue tan fuerte en las cercanías del sótano que Ember les aconsejó que permanecieran atentos, a la espera de escuchar los pasos del policía que volvía hacia la tienda.

Al arrancar violentamente las tablas, resplandecieron las luces de gas de la tienda e iluminaron todo el sótano. Por primera vez Ember se dio cuenta de que tendrían que idear algún modo de unir otra vez las tablas antes de dejar el lugar. Si el vigilante volvía al patio, desde ese momento hasta su próxima ronda por la mañana, se alertaría inmediatamente por esta extraña fuente de luz que se veía desde la ventana del sótano.

– Voy a subir para echar un vistazo -susurró Ember, haciendo un gesto a Peter y Claus para que le ayudaran a subir a través del agujero.

Lo habían hecho perfectamente. El agujero estaba justo enfrente del lecho metálico sobre el que se apoyaba la caja fuerte, resplandeciente en el centro del piso del taller. Un primer vistazo le dijo a Ember que, a pesar de su pulcra apariencia debida a la capa de pintura blanca, la caja tenía unos cuarenta años de edad. Dio una vuelta, se puso en cuclillas junto a la puerta en el lado de las bisagras y sonrió. Había espacio más que de sobra para insertar las cuñas entre la puerta y la caja.

Se enderezó y sacó su reloj. Marcaba las cuatro menos cuarto. Disponían de mucho tiempo y estarían de vuelta en Edmonton antes de las cinco, a pesar de tener que volver a colocar las tablas del suelo.

Ember echó un vistazo por todo el taller, limpio y ordenado con un largo banco de trabajo apoyado contra una pared; herramientas para los artesanos y sus propios instrumentos colocados en estantes de madera por encima del banco: cuatro juegos. En la parte externa de la tienda, los estantes de vidrio se encontraban vacíos y resplandecientes; por un momento, Ember se preguntó si debía asomarse por una de las hendiduras de las contraventanas y hacer una señal a Spear, que sin ninguna duda estaría observando desde el local de enfrente.

Su reconocimiento fue más largo de lo que se imaginó, ya que se produjo el susurro urgente de Franz desde la parte de abajo. El policía se estaba acercando una vez más.

– Basta de ruido -siseó, alejándose de la caja y fuera de la línea de visión de los resquicios de observación. Su respiración era pesada y se inclinó contra el banco de trabajo, consciente de las sordas pisadas de las botas del policía sobre el suelo del exterior, tan cercanas, mezclándose de vez en cuando con otros ruidos de la calle.

Volviendo la cabeza, Ember vislumbró algo blanco cerca de su mano sobre el banco de trabajo. Justo delante de una de las herramientas, y sujeto con un trozo de metal, se encontraba un papel. Una florida escritura a mano con buena caligrafía bajo el encabezado de John Freeland & Son. La fecha podía apreciarse muy claramente en la parte superior: vienes, 20 de noviembre de 1896. Luego, decía más abajo:

Axton. En relación a nuestra conversación de esta tarde, creo que quizá sea un poco tarde entrar para abrir la caja por la mañana. Es algo inevitable, aunque molesto, dada la urgencia del trabajo. Quizá utilice este tiempo para decir a los empleados que serán recompensados por venir a terminar el trabajo para Lady S y Su Majestad. La reputación de la firma depende de ello. Atentamente, etc. John Freeland.

Pasaron algunos segundos antes de que Ember comprendiera el completo significado de la anotación. Era consciente de las pisadas del policía al otro lado de las ventanas de la tienda exterior, pero su mente estaba dando vueltas por toda la complejidad del asunto. Los empleados vendrían dentro de unas horas. Quizá a las siete y media o a las ocho en punto. Si deseaban tener éxito en el robo, la caja fuerte tendría que abrirse ahora. Esta noche. Inundado por todos estos pensamientos, y junto a los pasos siniestros del policía, sabía que sería imposible abrir la caja mientras el muchacho de azul estuviera por los alrededores. Demasiado ruido y ninguna posibilidad de disimular la puerta destrozada. Eso era una parte del plan que había ocultado cuidadosamente a Schleifstein. Todo el asunto dependía del policía, que sería sustituido por uno de los matones de Terremant.

Incluso si lo conseguían por algún milagro, el núcleo interno de la intriga de Moriarty no serviría para nada: el falso coche de policía, los matones disfrazados de polis atrapándoles mientras salían, la redada en la casa de Schleifstein en Edmonton y el desenlace final, todo demostraría a Schleifstein que el Profesor todavía llevaba las riendas. Todo se perdería. Peor aún, el Profesor le culparía a él. Podría incluso imaginar que Ember le había traicionado y habría una sola conclusión a todo esto.

Los pasos del policía se estaban desvaneciendo y Ember sabía que ahora debía tomar la decisión más importante de toda su vida criminal.

El muchacho, Saxby, llegó a Edmonton justo después de las dos en punto y encontró a Ben Tuffnell en su lugar habitual, hecho un ovillo junto a la puerta situada enfrente de la casa de Schleifstein. Estaba durmiendo con un ojo abierto y miró con expectación cuando el muchacho le sacudió.

– Ellos no deben ir.

– ¿Quién lo dice?

– El Nob ha tenido un accidente. Le ha atropellado un coche de caballos. Pero v no deben ir.

– Ya se han ido, joven Saxby. Hace más de una hora que se han ido.

– Entonces, ¿qué hay que hacer?

– ¿Viste al Nob?

– Le vi. Una terrible confusión. Recibió un golpe en un hombro.

– ¿Qué fue lo que dijo? ¿Cuáles fueron sus palabras exactas?

Ben Tuffnell agarró al muchacho por la solapa de la chaqueta y sus ojos adquirieron una mirada salvaje.

– Dijo que no debían ir esta noche porque la tienda va a abrirse mañana.

– Dios nos ampare -afirmó Tuffnell-. Realmente no sé qué hacer, muchacho. Francamente. No lo sé.

Spear habría preferido estar en la cama con su Bridget en vez de pasar la noche junto a la tienda de Freeland & Son de la calle Cornhill. Ahora, a altas horas de la noche, sintió añoranza del calor de su esposa junto a él, a pesar de que ya había empezado a engordar: el fruto de la unión ya se estaba desarrollando en su interior.

Pero estaba de acuerdo en que esa noche había que vigilar, aunque mañana se ocuparía de los verdaderos asuntos. Echando un vistazo en la oscuridad, Spear tuvo la sensación de que Terremant y el otro matón llamado Betterridge estaban tan fatigados como él.

Todo parecía que iba como la seda. Anteriormente habían visto al coche entrar en Bishopsgate y, desde entonces, nada había roto la rutina de la noche. El policía seguía haciendo su ronda y el tráfico que solía haber a estas horas era escaso, con esos extraños furgones y algunos cabriolés aislados que todavía seguían circulando.

Justo después de las dos, la lluvia cesó; media hora más tarde, dos caballeros jóvenes, con un par de maravillosas chicas, bajaban alegremente hacia Cornmarket, con el eco de sus risas, que luego fue desapareciendo poco a poco, y que era la demostración de que la juventud echaba una cana al aire hasta en los sobrios límites de la sagrada milla cuadrada de la City de Londres.

Un poco antes de las cuatro y media, el coche de caballos vacío había subido lentamente desde la zona de «Royal Exchange» y entró silenciosamente en Bishopsgate. Aunque él no podía verlo desde su lugar de observación, Spear estaba seguro de que iría bajando lentamente y se pararía cerca del callejón que conducía a la parte trasera del local de Freeland, donde recogería a Ember. Luego ganaría velocidad y con gran estruendo recogería a los dos miembros de la pandilla que, en ese momento, ya estarían andando hacia Houndsditch.

A medida que reflexionaba en todo esto, algo le preocupó.

– No hemos visto a la pareja que pasó hacia Minories -susurró a Terremant.

– Sin ninguna duda habrán tomado otro camino -replicó el enorme matón.

Spear lo estuvo pensando un momento y se dio cuenta de que era la única explicación posible. Sin embargo, no le agradó mucho, ya que quería decir que cuatro hombres podrían estar tomando la misma dirección hacia Bishopsgate, incluso durante un breve período de tiempo.

El policía volvió a aparecer de nuevo, solemne e imponente, sin duda pensando en el desayuno que le estaba aguardando dentro una hora y media, pero realizando los mismos movimientos que había hecho desde la medianoche: el vigilante de la ley y el orden durante la guardia de una noche sin nada especial.

– Es el momento de escabullirse -Spear se dirigió a los otros hombres, que ya estaban recogiendo sus posesiones y listos para salir.

A continuación, la cabeza de Spear se inclinó ante el sonido de cascos y ruedas. Un coche de caballos venía de Cheapside, deteniéndose como para dejar a un pasajero, y luego siguió su camino. Cuando hubo pasado, Spear tuvo la sensación de que era el mismo coche que Ember había utilizado. Un cierto malestar comenzó a producirse en su interior. El coche entró en Bishopsgate y una pequeña figura cruzó rápidamente por la ventana de la tienda. Spear conocía a la sombra y su forma de andar le era familiar. Ember. Algo más tarde, unos golpecitos muy suaves sobre la puerta de la tienda confirmaron sus observaciones.

– Algo pasa arriba -dijo a Terremant, que ya estaba saltando para fugarse a toda velocidad.

Ember escuchó los pasos del policía que se iban apagando poco a poco hasta que sólo quedó el ruido de las lámparas incandescentes en la tienda principal. Miró a la caja fuerte y se preguntó cuánto tiempo le llevaría arrancar la puerta; miró su reloj para cerciorarse del tiempo. Las cuatro menos diez. Quedaba algo menos de media hora antes de que dos de ellos se dispersaran a Houndsditch; cinco minutos más tarde otros dos a Minories, dejando a Ember solo, vulnerable con su pequeño paquete de herramientas, a la espera del coche.

Ember puso orden en su mente en la mitad de tiempo, se arrodilló y a través del agujero del sótano dijo a Franz que se subiera sobre el cajón de embalaje.

– Ha habido un cambio de planes -dijo en voz baja, para que los otros no pudieran oírlo-. Este maldito lugar abrirá mañana, por lo que tendré que abrir ahora la caja.

Franz murmuró algún juramento en alemán.

– No lo haré -añadió a continuación muy enfadado-. El Jefe no podrá desembarazarse de las joyas hasta el domingo.

– Bien, tendrá que quedarse con ellas. Súbeme la bolsa y avisa a Evans que no vamos a abrirla como estaba programado. Quiero que estéis al tanto del reloj. Yo saldré fuera a las cuatro y media, daré una vuelta por esta zona en el coche y le daré instrucciones. Vosotros os quedaréis aquí.

– Evans puede dar las instrucciones -Franz estaba alerta, incluso receloso.

– Yo no le permitiré aproximarse al coche. Es mi vida…

– Él nos ha dado una buena información sobre los golpes.

– Dar información es una cosa. Llevar a cabo un plan es otro asunto. Yo seré el responsable, no él. Sube aquí las herramientas y déjame que siga. Saldré a las cuatro y media y volveré en diez minutos, pero voy a abrir esta caja antes de que amanezca, por lo que debemos movernos.

Franz no parecía muy contento, pero se encogió de hombros y le pasó la pesada bolsa. Ember se colocó cerca del lado de las bisagras de la caja fuerte, cogió una palanqueta delgada y plana, y el gato, y se puso manos a la obra. Insertó la palanqueta en la grieta entre la puerta y la cubierta de la caja y comenzó suavemente, quitando todos los restos de pintura, polvo y suciedad, justo por debajo de la bisagra superior, abriendo su apertura natural al máximo. A continuación realizó una operación similar por debajo de la bisagra inferior. Cuando hubo terminado todo esto, el policía iba a hacer la ronda una vez más y Ember tuvo que quitarse de la vista y pegarse a la pared, llevando consigo todas las herramientas.

Cuando se le avisó de que no había moros en la costa, dejó el pequeño paquete de herramientas donde estaba y se acercó de nuevo a la caja, armado sólo con una llave de horquilla y el gato. La herramienta era pesada, de metal de buena calidad, con la parte de abajo de forma circular, como un tambor alargado, sobre el que iba un fuerte tornillo, puntiagudo en un extremo y cuadrado en el otro a fin de que pudiera colocarse la llave inglesa. Normalmente solía utilizarse como un taladro, el extremo puntiagudo se metía en una cerradura y luego se desatornillaba desde el otro extremo con la llave inglesa, de forma que la cerradura se abriera. Era un método poco sutil, pero muy seguro, para abrir las cerraduras.

Sin embargo, era la parte superior de la herramienta lo que preocupaba a Ember. Era un simple torno, pero con aberturas que iban hacia arriba como si fueran dos labios. Cuando estaba cerrado, era como un par de escoplos extraordinariamente grandes apretados el uno contra el otro. El torno se accionaba mediante una fuerte tuerca en un lateral, en cuyo extremo había una bola metálica, y donde el orificio encajaba en el extremo de la palanca de la llave inglesa.

Ember insertó los labios del gato en la hendidura situada por debajo de la bisagra superior, poniendo la palanca en su lugar. Lentamente comenzó a girar la llave hasta que los dos labios comenzaron a presionar hacia fuera a ambos lados de la hendidura. Al empujar con gran fuerza, se conseguía una enorme presión sobre la puerta y los principales revestimientos de la caja, con lo que literalmente se rompía en dos partes. [13]

Ember jadeaba, descansaba y volvía a jadear, empleando toda su fuerza en cada empuje sobre la palanca, y más tarde paró para descansar y recuperar el aliento. Al sexto intentó notó que la puerta se movía ligeramente en las bisagras. A continuación llegó la señal de que debían parar el trabajo. Rápidamente recogió la palanca y se retiró a su rincón hasta que el policía se alejó.

Urgía el tiempo y necesitaba que el policía estuviera fuera de su ronda. También tenía que estar seguro del cochero. Dejando la palanca junto a la pequeña bolsa en la pared, Ember se deslizó por el agujero y se dejó caer con suavidad en el interior del sótano. Ya eran las cuatro y veinte minutos.

– Cuando vuelva necesitaré ahí arriba algo de fuerza bruta -dijo a Franz-. ¿Has avisado a Evans?

– Ya está hecho, pero te aviso, Ember, si me das de lado, te veré en el infierno -le amenazó con un acento entrecortado y verdaderamente en serio.

– ¿Por qué te iba a dar de lado? Estamos todos juntos en esto y compartiremos el botín. [14]

– Te aconsejo que no me hagas ninguna faena, Ember.

Franz se presentaba difícil, pero pasó por la mente de Ember que si el Profesor estaba satisfecho con los resultados de esta noche de trabajo -si acababa con Scheifstein- Franz no sería alguien por quien preocuparse en el futuro.

Salió silenciosamente por la puerta del sótano, subió los escalones y atravesó el patio hasta llegar al final.

– No hay rastro ni del policía ni del cochero -susurró Evans-. ¿Qué debo hacer?

– Vuelve al sótano y espérame. No tardaré mucho. Sólo quédate quieto.

Evans salió, como una sombra silenciosa, trepando por el muro. Ember se colocó en el extremo de la finca, mientras esperaba al policía y sus oídos estaban atentos a la llegada del cochero. Un par de minutos después llegó el coche desde Cornhill y, cuando paró al lado del callejón, Ember se abalanzó, abriendo la puerta y diciendo al conductor «lléveme a Oíd Broad Street y aléjeme del camino de cualquier poli.»

El cochero salió, pasó por el cruce de Threadneedle Street y continuó hasta el siguiente giro a la derecha, hasta que llegaron a Oíd Broad Street, que era una calle paralela a Bishopsgate.

Se pararon justo antes de la Oficina de Recaudación, en la acera de la izquierda. No había ni un alma, sólo las sombras que arrojaban las lámparas de gas sobre las húmedas calles. La noche estaba llegando a su fin; eran las últimas horas antes del amanecer.

– ¿Puede permitirse una mentira por esta noche? -preguntó Ember al conductor-. Ha habido un cambio. Quiero que deje el coche como si fuera mañana.

– ¿En Helen's Place?

– Eso es.

Saint Helen's Place era el lugar que se había fijado como punto de reunión para la noche siguiente. Estaba situado en el lado opuesto a Bishopsgate y muy lejos del lugar del robo. También era un lugar que no presentaría sospechas.

– Si el precio es el adecuado -susurró el cochero entre dientes.

– Otras veinte guineas -afirmó Ember.

– Me parece bien. ¿Cuándo?

– Con el resto, tal como lo acordamos. Ya me conoce.

El cochero asintió con la cabeza

– ¿Lo dejo allí ahora? -dijo.

– Lléveme a Cornhill y déjeme en el lado derecho de la calle. Yo le diré dónde. A continuación vaya a Helen's Place lo más rápido que pueda.

– En un momento, jefe.

Cuatro minutos después Ember estaba dando pequeños golpecitos sobre la puerta de la tienda situada enfrente de Freeland & Son.

– Es mejor que cojas al ciego Fred -dijo Ben Tuffnell al joven Saxby después de un largo movimiento de cabeza.

– ¿Dónde? -preguntó el muchacho. Tenía frío y estaba muy cansado. También tenía hambre. Demasiado licor y pocos alimentos sólidos mientras estaba esperando al Nob en Whitechapel.

– En esta ocasión él estará por la mañana cerca de Angel. Iría yo mismo, pero… -Tuffnell no dijo el resto. No era una excusa. Su tarea era permanecer vigilando en la casa del alemán.

Saxby tardó una hora en encontrar al ciego Fred, que estaba jugando a las cartas en una especie de taberna, que no era otra cosa que un sótano. El muchacho le llamó aparte y le susurró en su oído lleno de cera que el asunto era urgente. Fred se sintió incómodo cuando comprendió perfectamente el mensaje.

– Ben Tuffnell dijo que tenía que decírselo -Saxby parecía apologético-. Me dijo que usted ya sabría lo que tenía que hacer.

– Tengo que acudir a la propia fuente -susurró el ciego Fred-. Nada más al respecto. Tengo que ir con Bert Jacobs. No con Ember, porque tendrá que hacer. La chica está durmiendo -movió la cabeza hacia la esquina del pequeño y húmedo sótano donde se encontraba un fardo de trapos, la joven hermana del ciego Fred, que se encargaba de guiarle por las calles para que su ceguera pareciera real.

– Tendrás que llevarme a Notting Hill, muchacho.

Saxby se estremeció y se sintió resignado ante la tarea de llevar al ciego Fred donde él quisiera ir. A los cinco minutos ya estaban de nuevo en las calles.

Ember contó con brusquedad el embuste a Spear, cuyo malestar fue más aparente.

– ¿Qué desgracia le ha sucedido a Nob? Le romperé los huesos si ésa es su manera de hacer las cosas.

– Tengo que regresar antes de que me sigan la pista -Ember comenzaba a sonar patético-. Y quiero que ese policía esté fuera de mi camino.

– No temas por el muchacho de azul. Le mandaremos a dormir. Yo estoy preocupado porque tú puedas llevarte limpiamente las joyas y no podamos echaros la vista encima.

Terremant estaba junto a Spear.

– Tendremos que atraparlos en Edmonton, eso es todo -añadió.

Spear asintió con la cabeza:

– Betteridge, ponte un traje azul y harás la ronda; reza para que al sargento no se le antoje darse una vuelta a primera hora de la mañana. Y tú vuelve a tu trabajo -dijo a Ember.

En cuanto Ember salió de la habitación, vio a Betteridge subir por un pequeño montón de uniformes que se habían dejado preparados para la noche siguiente.

Spear observó al pequeño criminal mientras se escabullía por la calle y desaparecía en Bishopsgate. Sintió en su bolsillo, mientras enrollaba sus dedos alrededor de la piel de anguila, el alargado bulto de lona lleno de arena que le había tocado llevar. Intercambió algunas palabras con Terremant e hizo una mueca a Betteridge, que ya se había puesto todo el uniforme, con el casco de ala ancha sobre la cabeza. A continuación hizo un gesto de asentimiento a Terremant y salieron de la tienda.

– Oh, policía, no me arreste. Tengo mujer y seis niños que mantener -sonrió Terremant mientras seguía a Spear por la puerta.

Betteridge esperó junto a la puerta, incómodo con este disfraz, a la espera de acontecimientos.

Spear y Terremant bajaron corriendo hasta el estrecho St. Peter's Alley y esperaron donde no podían ser vistos y sin dejar de observar la esquina de Bishopsgate. A los cinco minutos apareció el policía y apenas había dado la vuelta a la esquina cuando Terremant se acercó corriendo hacia él con voz estridente, gritando y gesticulando.

– Un asesinato -vociferó-. Un sangriento asesinato, ayuda.

El policía, alejándose de su ruta ordinaria, comenzó a correr hacia Terremant y, en cuanto se encontraron, el enorme matón comenzó a balbucear:

– ahí… ahí… en el callejón… es una mujer… Dios mío, es terrible… un asesinato…

Con estos gritos casi condujo al desventurado policía hasta St. Peter's Alley, y a las garras de Spear, que le estaba esperando.

Terremant hizo saltar su casco por el impacto mientras Spear le golpeaba con la porra de piel de anguila en la base del cráneo. El policía se arrugó como si fuera una concertina, y emitió un breve sonido que se llevó el viento.

Terremant volvió a la tienda, guiñando un ojo a Betteridge, que se deslizó a la calle y comenzó a marcar el paso de la ronda.

De vuelta en St. Peter's Alley, arrastraron al policía hasta la barandilla de la iglesia, le pusieron el gabán hasta la altura de los codos, le quitaron las botas y le ataron el cinturón alrededor de las rodillas. A continuación, levantándolo, colocaron sus muñecas entre los huecos de la barandilla. Spear entró en el patio de la iglesia mientras Terremant le quitaba los cordones a una de sus botas. Utilizando estos cordones, Spear aseguró las muñecas. Más tarde le amordazaron con uno de sus propios calcetines.

– Es la primera vez que un policía prueba el sabor de su propio pie -Spear se echó a reír.

Luego volvieron a la entrada del callejón para seguir vigilando, advertidos del peligro de este engaño, sobre todo porque Betteridge tenía que pasar por delante del departamento de policía en Bishopsgate. Cuanto más rápido lo hiciera Ember, sería mucho mejor. Una vez que estuvieran a salvo, los hombres con uniforme tendrían que salir de la tienda y buscar otro lugar seguro. No como Bermondsey. En cualquier caso, tendrían que utilizarse con mucha elegancia, y a plena luz del día; esto era algo que tenía que ver con Spear, ya que hay mucha diferencia entre llevar a cabo un engaño y atrapar a una banda en la oscuridad o hacerlo a pleno día. Especialmente si se trataba de un ataque frontal a la casa de Edmonton.

Mientras tanto, Betteridge caminaba por las calles como policía, Ember trabajaba en la caja fuerte, y Spear, junto con Terremant, esperaban resultados.

En cuanto volvió al sótano, Ember hizo subir a los dos alemanes, Peter y Claus, por el agujero de la tienda. Evans volvió a su puesto de vigilancia y Franz se quedó junto a la puerta.

Trabajaban en filas por estricto orden, cada uno ejerciendo la máxima presión sobre la palanca y luego dando paso al siguiente. A los diez minutos la bisagra superior estaba comenzando a moverse y a salir. A continuación Franz hizo una llamada en voz baja, dando a entender que el vigilante estaba de nuevo haciendo la ronda. Un minuto después apareció por el agujero la enorme cabeza del alemán.

– Evans dice que está trabajando al otro lado de la calle -afirmó.

– Cambiar es tan bueno como descansar, es lo que se dice -sonrió Ember mientras pensaba que Betteridge estaba espabilándose.

La bisagra superior se rompió cinco minutos más tarde. Claus estaba manejando la palanca cuando cedió, de forma rápida y con bastante ruido, ya que cogió por sorpresa al sucio bribón, haciendo que se cayera y arrojara la palanca, que rodó hacia la pared y cayó al sótano provocando un sonido metálico.

Franz la recuperó y empezaron a trabajar en la bisagra inferior, colocando la palanca dentro de la hendidura situada justo debajo de la bisagra. No se movió durante media hora, y durante todo ese tiempo pararon una sola vez por orden de Franz al oír la señal de Evans.

Durante los pocos minutos que pasaron mientras esperaban, Ember maldijo una y otra vez, ya que estaba pensando en las peores cosas que podrían sucederles. Betteridge descubrió que algo iba mal. Podía olerse a sí mismo mientras estaba en cuclillas cerca del muro, y no era su mal olor habitual, sino el hedor del miedo que surgía de los poros de su piel y de sus entrañas, odiándose a sí mismo por esta prueba evidente de su cobardía. Más tarde, el momento pasó y volvieron a la caja, trabajando con la palanca hasta que sus músculos les dolieron por la enorme tensión y su respiración se volvió entrecortada debido al esfuerzo.

En el exterior, el día comenzaba a abrirse paso a través de las nubes, y la primera luz apareció sobre los tejados. En las calles, la vida comenzaba, los coches y los furgones empezaban a moverse y se veía caminar a los primeros trabajadores. En las casas, las luces oscilaban en las ventanas.

Eran casi las seis menos veinte cuando cedió la bisagra inferior.

Junto a la iglesia de St. Peter, el policía gemía y se movía. Spear, en la parte superior del callejón, susurró a Terremant que no se arriesgarían a esperar durante más tiempo. Tenían que salir de la tienda los hombres de uniforme. Tenían que abandonar las cosas ahora o arriesgarse a ser vistos cerca del policía.

– Enviaremos de nuevo un informador una vez que veamos el campo libre -murmuró mientras se apresuraba hacia Cornhill-. Tendrás que vencer los obstáculos hasta Bermondsey mientras yo comunico al Profesor todo lo sucedido.

Mientras tanto, el Profesor dormía solo y de forma ruidosa. Había tenido los nervios de punta durante la tarde anterior y decidió prescindir de los servicios de Sal o de Carlotta. Después de todo, si algo iba mal no quería tener mujeres que le confundieran.

Después de cenar se sentó en el salón, tocó algo de Chopin y luego se llevó al dormitorio una botella de brandy, una baraja de cartas y su ejemplar del profesor Hoffman: Magia Moderna. Deseaba practicar los seis métodos de cambiar una carta por otra, de modo que se sentó durante un buen rato delante del gran espejo de su habitación y realizó los juegos de manos una y otra vez. Esto le calmó enormemente y, al final, cuando se terminó la mitad de la botella de brandy, Moriarty se desvistió, se metió en la cama y cayó en un sueño profundo, en el cual soñó que realizaba increíbles trucos con una baraja hecha de retratos: Schleifstein, Grisombre, Sanzionare, Segorbe, Crow y Holmes eran las figuras más importantes y él las movía a toda velocidad, las manipulaba y hacía que aparecieran y desaparecieran a voluntad con sus diestras manos. El sonido de la campanilla a primeras horas no llegó a penetrar en su inconsciencia.

Estaba todo allí, las diademas, pendientes, collares, reluciente fuego dentro de sus cajas cubiertas de terciopelo o bolsas de terciopelo negro. Incluso bajo la luz de gas y sintiendo en sus bocas el amargo sabor de la primera hora de la mañana, los tres hombres alrededor de la caja fuerte no podían dejar de sentir la belleza de su botín.

Ember llamó a Franz y le dijo que saliera Evans para recoger el coche en St. Helen's Place y que luego volviera.

– Como si le llevara el viento -añadió.

Franz lanzó hacia arriba el saco de lona que había traído para el botín y desapareció para ir a buscar a Evans. Ahora todo se hacía deprisa, y los alemanes estaban tan excitados como chicos que salen de la escuela. Ember, que se había educado bajo la férrea disciplina del Profesor en lo referente a los atracos, tuvo que hacerlos callar con amenazas. A pesar de la prisa, tuvo gran cuidado en la selección de los artículos de la caja y en su colocación dentro de la bolsa, asegurándose de tener todas las joyas de gran valor antes de tocar las bandejas de relojes y anillos del surtido del señor Freeland. Al final volvió a colocar la pesada puerta, apoyándola contra la caja fuerte, sólo para que pasara la revisión de cualquier policía auténtico que echara un vistazo por las rendijas de las contraventanas. A continuación, con un rápido movimiento de cabeza, dejó que los otros dos bajaran gateando hasta el sótano, luego cogió la pequeña bolsa de herramientas y el saco de las joyas y realizó su último descenso por el suelo.

Estaba a medio camino, bajando por el callejón hacia Bishopsgate, cuando escuchó los silbatos de la policía en el otro lado de la calle.

Betteridge no tenía otra opción. Estaba subiendo despacio por Threadneedle Street desde la dirección del Royal Exchange, cuando vio al sargento acercándose a él desde el extremo de Bishopsgate. Bill Betteridge tenía mucha experiencia sobre la policía y no poca de las cárceles. No estaba dispuesto a pelearse con este sargento, por lo que no tenía otra opción: se dio media vuelta y echó a correr por donde había venido.

El sargento, pensando que se habría cometido algún crimen, o que Betteridge estaba en plena persecución de algún delincuente, tiró de la cadena de su silbato, dio tres soplidos y siguió a quien pensaba que era su policía.

Los silbatos de Treadneedle Street llegaron hasta Bishopsgate, y allí los oyeron una pareja de policías que llegaban a la estación para el turno de las seis en punto. Al ser hombres de carácter, contestaron con otros silbatos de respuesta y comenzaron a correr. En ese mismo momento, Evans salió con el coche desde St. Helen's Place.

Los silbatos de la policía llenaron de pánico a Evans. Convencido de que la policía estaba encima de él, azuzó a los caballos y puso el coche a toda velocidad calle abajo. Acción que hizo que la pareja de policías acelerara el paso, mientras usaban los silbatos y echaban mano de las porras.

Evans hizo girar el coche a lo largo de la calle y dio rienda a los caballos, que avanzaban muy próximos a la acera, para dirigirse al callejón que conducía a la parte trasera de Freeland & Son. Se equivocó, ya que pasó y se detuvo unas diez yardas más adelante, de modo que los cuatro hombres que estaban agachados en el callejón tuvieron que salir corriendo, calle abajo, para aferrarse a la puerta.

Ember fue el último en entrar, arrojando el saco delante de él antes de saltar al coche, mientras gritaba a Evans que azuzara a los caballos. Evans no necesitaba ninguna orden y, a continuación, se produjo un tirón tan fuerte que Ember casi cayó hacia atrás en medio de la calle. Sus dedos estaban fuertemente asidos a la puerta, lo que hizo que soltara la bolsa y se cayera en mitad de la calle por dónde Venían los dos policías, mientras uno de ellos lanzaba su porra sobre el vehículo que escapaba.

Ember estaba soltando maldiciones dentro del abarrotado coche. Sabía que deberían haber usado un canario -una mujer que cogiera tanto las herramientas como el botín y se fuera en la dirección contraria-. Ahora ya estaban marcados en el coche. Pronto tendrían que abandonarlo y volver a Edmonton por separado con el saco de las joyas: a él no le dejarían que fuera solo, al menos no con el botín. Franz se le pegaría como si fueran hermanos.

Dejaron a los dos hermanos cerca de Finsbury Square y a continuación abandonaron el coche en una calle perpendicular a City Road. Evans se fue por su cuenta para llevar instrucciones a Edmonton utilizando las escondidas callejuelas que pudiera encontrar. Ember tenía razón. Franz estaba junto a él como si estuvieran esposados.

Bertram Jacobs despertó personalmente al Profesor algo antes de las seis. Polly Pearson había estado limpiando la parrilla -entre las cinco y las cinco y media- cuando sonó la campanilla de la puerta de servicio, que se encontraba bajo la zona de los escalones. Martha estaba en la cocina realizando las primeras tareas de la mañana, preparando el desayuno de Bridget Spear y alimentando el fuego del horno.

Se quedó desconcertada, y no sin razón, ante la presencia del andrajoso ciego Fred y el pequeño y escuálido muchacho que se encontraban de pie junto a los escalones. Pensando que eran mendigos, iba a darles un portazo cuando Fred puso su blanco palo sobre la jamba de la puerta.

– Bert Jacobs, y hazlo rápido, muchacha, o te prometo que no oirás el final en boca de tu jefe.

Un olor desagradable emanaba del cuerpo del mendigo ciego. El hedor de la carne que no se ha lavado; de la grasa rancia en el pelo y de licores fuertes en el aliento. Un olor que trajo malos recuerdos a Martha Pearson, al recordar las noches anteriores al momento de su salvación por Sal Hodges, cuando, junto a su hermana, pasaba horas de pesadilla en las peores pensiones.

Sin embargo, el ciego Fred utilizó el tono adecuado y Bertram Jacobs, despeinado y con sueño, apareció en la cocina. Cuando hubo escuchado todo el relato, en el lugar que un día fue la despensa del carnicero, Jacobs ordenó al informador y a Saxby que esperaran mientras hablaba con el Profesor.

A las siete menos cuarto, Moriarty se reunió en su estudio con los hermanos Jacobs, Lee Chow, el ciego Fred y Saxby. Esta última pareja se sentía intranquila ante el austero lujo de aquella habitación.

Moriarty habló poco, como si una especie de ira ardiente consumiera sus más íntimos pensamientos. Hizo algunas preguntas detalladas, tanto a Saxby como al ciego Fred, antes de mandar al muchacho de nuevo a Cornhill para reconocer el estado de las cosas y recoger rumores y sucesos sobre el terreno.

A las siete y veinte llegó Spear, sofocado y molesto. El robo se había realizado completamente, con su cooperación en lo referente al policía de ronda. Todo el grupo había escapado limpiamente, aunque había habido algunos momentos desagradables y una especie de persecución. Betteridge estaba perdido. Aparte de eso, lo único que podían hacer era esperar acontecimientos.

– No se hable más -ahora Moriarty estaba serio y en su comportamiento podían observarse indicios de determinación-. Si esperamos acontecimientos, entonces perderemos la oportunidad de atrapar a Schleifstein y se irá a su muladar de Berlín con el botín.

Su cabeza osciló lentamente, con ese movimiento reptiliano que hizo recordar a Spear algunas palabras de la Sagrada escritura: Y se aferró al dragón, esa vieja serpiente, que es el Diablo, y Satán, y le confinó durante mil años: un vivido retrato que recordaba de alguna antigua escuela dominical.

– ¿Cuánto tiempo necesitan tus matones para ir a Bermondsey? -Moriarty miró ceñudamente a Spear.

– Terremant estuvo buscándoles después de esconder los uniformes.

– Hazlo lo más rápido que puedas. Reúnelos. Vístelos tal como lo hubieras hecho para nuestro plan original, luego llévalos a toda velocidad hasta Edmonton y desafía a ese prusiano cazador furtivo en su propio escondite.

– Es peligroso…

– Desde luego que es peligroso, Spear. ¿Crees que te pago por sentarte en casa y hacer calceta? Te pago para que cumplas mis órdenes. Si a alguien no le gusta, puede amargarse en el Asilo de Pobres con mis mejores deseos.

– Los cascos son de la Policía…

– Precisamente por eso tratará de recuperarlos. Ahí está tu respuesta. Tendrás que enfrentarte tanto a la policía como a los alemanes. Por Dios, Spear, nunca te había visto tan precavido. -Moriarty se rió profundamente, con un sonido gutural que no denotaba ningún compromiso y se dirigió a los hermanos Jacobs-; Spear os dirigirá. Coged a esos locos rápidamente, con el falso coche de policía en la puerta y llevarlos a Bermondsey, sin ningún tipo de preguntas -añadió con una risa sin el más mínimo sentido del humor.

Los hermanos Jacobs asintieron con la cabeza.

– Entonces, manos a la obra -Moriarty levantó la mano para indicar que la entrevista había terminado-. Decid a Harkness que quiero que traiga aquí mi cabriolé dentro de una hora. Yo también iré a ver a nuestros amigos cuando les atrapéis. Es un placer que he estado esperando.

Spear sabía que no se podía razonar con él, ya que Moriarty había arriesgado demasiado en la trampa para que ahora todo se fuera a pique. De forma solemne se despidieron, quedándose solos el Profesor y Lee Chow.

– ¿Desea que vaya a Berdmonsey? -preguntó el chino.

– Podría ser -una astuta sonrisa apareció tímidamente en los labios del Profesor-. Iré disfrazado con mi aspecto más familiar. Ármate, Lee Chow y permanece atento a Harkness y al coche.

A continuación el Profesor subió a su habitación para ponerse el disfraz que había utilizado en los viejos tiempos: se puso el corsé que le ayudaba a parecer más delgado y los aparatos para simular la permanente carga de espaldas, las botas con suelas altas que le proporcionaban una altura extra y la increíble peluca calva para tener la frente abovedada.

Después de ponerse las ropas negras de hombre de profesión, James Moriarty se sentó ante el espejo, armado con cepillos, colores y otros materiales para disfrazarse. Luego, con unos cuantos retoques,, se convirtió en su desaparecido hermano: el profesor de Matemáticas a quien el mundo conocía como el auténtico James Moriarty, Profesor del Mal, Napoleón del Crimen.

A las nueve y media, seis matones, sin contar a Terremant, se encontraban reunidos en el almacén de Berdmonsey. Spear trató de que fueran lo más elegantemente posible con los uniformes que llevarían para prender a los ladrones de Cornhill. En el primer plan, los hermanos Jacobs tenían que haber ido, junto a Terremant, disfrazados de polis de paisano para atrapar a Schleifstein. Ahora todos estaban involucrados.

A Spear no le agradó nada ver los cascos de esos uniformes de policía, con la cresta del dragón del cuerpo de la ciudad, un símbolo que inmediatamente levantaría sospechas si tuvieran que realizar una tarea dentro del territorio de la Policía Metropolitana. Spear era un criminal sensible y lo último que deseaba era utilizar la violencia contra un miembro de la policía.

Bertram Jacobs iba a encargarse del asalto, ya que Schleifstein conocía demasiado bien a Spear para aparecer cerca de la casa de Edmonton, y quizá diera la impresión de que el «arresto» no era lo que ellos pensaban.

– Tratad a Ember de forma algo brutal -les aconsejó Spear-. Sólo por el efecto. Supongo que no desearéis una reyerta en la parte trasera del furgón durante el recorrido. Podría llamar la atención más de lo normal.

Bertram asintió con la cabeza mientras levantaba su chaqueta para que apareciera la larga culata curvada del revolver de doble acción del servicio francés, que sobresalía de su cinturón.

– Usarlo solamente si hay que silenciar a alguien a quien no podéis coger.

– No hay ningún problema. Sabemos lo que hay que hacer.

– ¿Os habéis aprendido bien el plano del lugar?

– Ember nos habló al respecto. Suelen estar en el salón situado a la derecha del recibidor. La habitación del jefe está en el primer piso. Yo mismo lo atraparé.

Iban a subir al coche, situado en el patio junto a los edificios, cuando llegó Betteridge, sofocado y cansado, que ya se había desembarazado de su uniforme de policía en la tienda de una muchacha en Gilí Street, cerca de los puertos West India. Spear decidió que Betteridge ya había cumplido con la farsa lo suficiente durante aquel día y decretó que se quedara en Bermondsey a la espera de los prisioneros.

Ember estaba dentro, nervioso y agitado. Durante todo el camino de vuelta a Edmonton había estado esperando que le apuntaran con un arma: la bolsa de las joyas era muy llamativa y Franz enormemente suspicaz. Sin embargo, Schleifstein estaba muy contento después de su primer malestar y consternación al escuchar que el golpe se había llevado a cabo en una sola noche.

El alemán subió la bolsa a su dormitorio, mientras a Wellborn y al muchacho del pelo lleno de grasa les ofrecían bacon y pan y les daban de beber un té del color de la cerveza negra. Esto ayudó mucho a reavivar el ánimo de Ember, aunque Franz seguía observándole con miradas cautelosas.

Peter y Claus regresaron a pie, algo después de las ocho, y anunciaron que no había habido ningún tipo de problemas. Evans, muy asustado después de su penosa experiencia con el coche, llegó unos quince minutos después.

Muy lentamente, la tensión de la noche dio paso a una atmósfera más relajada, llena de bromas, a la que Ember le costó mucho unirse, sabiendo como él sabía, que lo más seguro era que se produjera una refriega antes de que acabara el día.

Algo después de las nueve, Schleifstein llamó al muchacho y algunos minutos más tarde Ember escuchó al chico que bajaba y salía por la puerta principal. Cinco minutos más tarde, el líder alemán entró en el salón y pidió a Ember que se reuniera con él arriba.

La bolsa estaba por el suelo y las gemas se encontraban sobre la cama, colocadas con sumo cuidado y orden. El rostro de Schleifstein mostraba buen humor.

– Ha mantenido su palabra, señor Ember. Es el mejor botín que he visto en toda mi vida. Una vez que saquemos las joyas del país, no tengo ninguna duda de que se comentará por ahí que yo planeé el trabajo de esta noche. Supongo que mejorará mi reputación entre la gente del hampa de Londres.

– Muchísimo.

– No quiero que las piedras estén aquí durante mucho tiempo -no podía separar la vista de la cama con su precioso cargamento. Era la colcha más valiosa en toda la historia del crimen-. Habría preferido que no lo trajeran aquí hasta mañana por la mañana, pero ya está hecho. El muchacho había ido a buscar a uno de los magnates que se encargaría de transportar estos preciosos objetos.

El corazón de Ember se hundió. Después de todo todavía el Profesor podría perder la presa.

– Aquí estarán lo suficientemente seguras -dijo Ember-, ¿Confía en ese hombre?

En el rostro de Schleifstein apareció una ligera y breve sonrisa.

– Su mujer y sus hijos están en Berlín. Estoy seguro de que no me hará ninguna faena.

Abajo, la campanilla sonó suavemente, un campanilleo que en la cabeza de Ember sonaba como una docena de diminutas cajas musicales. El alemán sólo prestó un interés pasajero.

– Se llevará sólo las piezas más grandes -continuó-. Las diademas y los collares.

Abajo se oyeron unas fuertes voces. Después se escuchó un grito seguido del sonido de un disparo de pistola.

Ben Tuffnell había observado todas las idas y venidas de la casa de Edmonton desde su puesto en el exterior y estaba completamente alerta bajo una apariencia de desinterés. No había mucho movimiento en la calle mientras subía el coche, justo alrededor de la esquina, y muy poca gente le prestó atención. Tuffnell vio a los hermanos Jacobs y a Terremant trepando por la parte trasera, embozados en sus gabanes, y caminando tranquilamente hacia la casa del alemán. Los otros matones, vestidos de policías, permanecían junto al furgón en la esquina, y no continuarían hasta que Bertram Jacobs subiera los escalones y moviera el sucio tirador metálico de la puerta. Los hombres uniformados caminaban en fila, sin ninguna prisa, y el individuo sobre el coche tampoco azuzaría a los caballos hasta que recibiera la señal de que la puerta había sido abierta.

Bertram Jacobs se quedó de pie en lo alto de los escalones con una mano dentro de su abrigo, descansando sobre la culata del revólver. Su hermano y Terremant estaban en el otro lado, algo más abajo que él, sobre los escalones.

El enorme Franz abrió la puerta.

– Somos oficiales de policía -dijo Bert Jacobs, empujando hacia delante.

Franz intentó dar un portazo sobre su rostro para regresar al recibidor, pero tanto los Jacobs como Terremant utilizaron su fuerza para empujar hacia delante, hasta que entraron en el hall, mientras Franz retrocedía, tambaleándose y gritando en alemán que había llegado la policía. Los matones uniformados ahora estaban corriendo y subían los escalones de dos en dos mientras Franz metía la mano en la parte interna de su chaqueta, sacaba un gran revólver y disparaba una sola vez.

La bala dio a uno de los matones -un boxeador bajo y fuerte de nombre Pug Parsons- en el pecho y lo derribó por las escaleras, donde permaneció quejándose con todo el uniforme azul empapado de sangre. Hubo algunos gritos que provenían de la calle mientras Terremant saltaba hacia delante y con su porra -una pequeña y ligera porra que llevaba- golpeaba fuertemente sobre las muñecas de Franz; y luego volvió a darle otra vez en un lado de la cabeza.

Los dos Jacobs subieron las escaleras, al tiempo que sus colegas uniformados irrumpieron en el salón para prender a los que ya estaban intentando escapar por la ventana delantera.

Cogieron a Schleifstein bastante desprevenido; su rostro reflejaba una mezcla de confusión y enfado, y sus ojos demostraron que no comprendió lo que sucedía hasta que se encontró a medio camino del cajón de su mesa.

– Le cogeremos vivo -afirmó Bertram Jacobs enseñando el revólver, con el brazo tendido, mientras su hermano agarraba a Ember, le daba la vuelta y le ponía las esposas en las muñecas, antes de empujarle contra la pared sin ningún tipo de miramientos.

Bertram hizo lo mismo con el alemán, que ahora estaba hablando alternativamente en inglés y alemán. Se necesitó menos de un minuto para pasar el botín desde la cama al saco de lona, mientras William miró a través de la ventana y observó a una multitud que se reunía en la calle mientras los hombres uniformados metían a los otros en la parte trasera del furgón.

Un minuto después, hicieron bajar a Schleifstein y a Ember por la estrecha escalera y los llevaron fuera, bajando por los escalones de piedra. En la parte inferior uno de los matones levantó la cabeza de Pug Parsons para ver qué es lo que podía hacer.

– Está muerto -gruñó el matón a Bertram mientras pasaban junto al cuerpo.

– Entonces, déjale -susurró Jacobs empujando a Schleifstein por detrás con el cañón de su revólver.

La operación había llevado menos de seis minutos desde el principio al final y, mientras el falso coche de policía hizo un gran estruendo, Terremant se asomó por la ventana trasera cubierta de barrotes: sus prisioneros estaban todos encerrados en sus pequeñas jaulas, que se encontraban a ambos lados del interior del furgón. A través de la multitud, pudo observar a una pareja de policías mientras corrían hacia el bullicio.

– Vámonos como el viento -dijo quedamente Terremant-. Los polis ya están de camino.

Justo antes de que Lee Chow y el Profesor salieran hacia Bermondsey, Saxby regresó a Albert Square con la noticia de que se había producido una gran alarma en los alrededores de Bishopsgate y Cornhill. Ya habían encontrado al policía que estaba haciendo la ronda, atado y amordazado en la barandilla de la iglesia de St. Peter, y era evidente que la banda de ladrones se había dejado las herramientas. Puesto que las herramientas de un buen ladrón se consideran como su «firma», la policía confiaba en que no tardaría mucho en atrapar a los culpables.

El Profesor permaneció en silencio mientras escuchaba las noticias. Al final se volvió hacia Lee Chow, como para decir algo de importancia.

Lee Chow habló antes que él.

– ¿Desea que vaya a St. John's Wood?

De nuevo Moriarty sopesó el asunto antes de hablar.

– No. Primero vendrás conmigo a Bermondsey. No me gusta salir en la situación actual sin que me acompañe al menos un miembro de la Guardia Pretoriana. Cuando veas que estoy seguro allí, te irás y arreglarás los asuntos en St. John's Wood.

El viaje de vuelta de Bermondsey dentro del furgón de la policía fue accidentado y poco cómodo. Sólo había seis compartimentos para los prisioneros, por lo que Ember tuvo que quedarse en el estrecho pasillo junto a los matones. De cualquier modo, seguía habiendo muy poco espacio y el vehículo se balanceó peligrosamente y crujió debido al peso excesivo.

Nadie les desafió, y al fin, con gran alivio, llegaron al patio situado detrás del almacén y de las oficinas.

Se habían preparado seis habitaciones y un gran vestíbulo. Las sillas y las mesas se colocaron en el hall y unas pobres camas en las habitaciones, con las ventanas adecuadamente cubiertas de barrotes. Mientras que las ventanas ya eran seguras en el momento de la compra de la casa, las puertas sólo estaban equipadas con cerraduras baratas, por lo que durante la semana anterior tuvieron que añadirse nuevas cerraduras y planchas de hierro. Se había limpiado y blanqueado toda esta parte del edificio, por lo que Schleifstein y sus seguidores podrían haber pensado que no se les había llevado a un centro oficial.

Ahora estaban allí todos, bastante dóciles, aunque el enfado era visible en todos los rostros, aparte de cierta agresividad en el caso de Franz, a quien se le había dicho durante todo el viaje que estaba destinado al manzano de Jack Ketch: todos ellos fueron testigos de su disparo en los escalones de la casa de Edmonton.

Spear permaneció escondido hasta que se dividió a todos los prisioneros, se les cacheó por segunda vez y se les encerró bajo llave. Recibió muy mal la noticia de la muerte de Pug Parson, y no sólo porque Parson era un viejo camarada, sino también por el hecho de que tuvo que dejarse el cuerpo a plena vista en Edmonton. Pero estuvo de acuerdo en que no tuvieron otra elección.

Se pusieron vigilantes en la calle y Spear se encargó del saco de lona. En este mismo instante, Harkness metía en el patio el coche personal de Moriarty.

Todos cogieron aliento de forma audible, tanto los matones como los miembros de la Guardia Pretoriana, cuando el Profesor entró en el edificio, ya que ésta era la primera vez desde su llegada de América en que el Profesor aparecía con el disfraz de su famoso hermano.

Era una de las leyendas que James Moriarty había creado: su habilidad para convertirse rápidamente en dos personas. Con su particular sentido teatral, se quedó en el umbral durante un momento para que sus seguidores comprendieran bien su transformación. Una figura alta y delgada con los hombros cargados y el rostro chupado, con ojos profundos y finos labios: era un disfraz completo y realmente magistral y, para darle mayor veracidad, el mismo Moriarty era perfectamente consciente de su transformación cada vez que la realizaba: ¿acaso no había eliminado a su hermano académico con su propias manos para poseer totalmente su carácter, junto con el aura de respeto que le rodeaba?

– ¿Todo está hecho? -preguntó. Hasta su voz parecía algo alterada, más vieja y en consonancia con el cuerpo que la sostenía.

Spear avanzó.

– Todos están aquí. Y también el botín.

Moriarty asintió con la cabeza.

– ¿No ha habido dificultades?

Spear le contó cómo se había producido la muerte de Parsons, y la mirada del Profesor, mientras escuchaba la noticia, adquirió un aspecto filosófico.

– Traedme al berlinés -dijo al final.

Los hermanos Jacobs desaparecieron en la habitación donde se dejó a Schleifstein y uno o dos segundos más tarde se vieron cara a cara los dos líderes del hampa.

La conmoción de Schleifstein fue evidente desde el momento en que vio al Profesor, su curtida piel se secó repentinamente y adquirió ese quebradizo color amarillento del papel. Ambos se chocaron las manos, y por un momento pareció como si le hubiera dado un ataque epiléptico.

– ¿Qué es este juego? -al final refunfuñó mientras trataba de apoyarse sobre la mesa para no caerse.

– Buenos días, querido Wilhelm -habló el Profesor con suavidad, sin dejar de mirar a los ojos de Schleifstein ni siquiera por un segundo-. ¿No me esperaba? -elevó el tono de voz por un instante-. ¿Realmente pensaba que le dejaría tramar un buen golpe en mi propio jardín? ¿Me habría concedido el mismo privilegio en Berlín, aun cuando le hubiera pedido permiso?… lo cual usted no hizo.

– Usted estaba… -la voz de Schleifstein se desvaneció poco a poco. Dijo algo más pero era algo muy confuso y no pudieron escucharlo el resto de los presentes.

– ¿Fuera? ¿En el extranjero? ¿En América? Yo era un arrendatario ausente. ¿Es eso lo que pensaba? ¿Cuándo el gato está lejos? Pero yo estaba… y usted y sus compinches de Francia, Italia y España se desdijeron de todo lo que habíamos acordado, ¿verdad?

– Querido Profesor -el alemán parecía haber recobrado el color-. Estaba cercado y la ley asaltó su imperio.

– Y por tanto decidió que usted debía asaltarlo desde el interior. En vez de permanecer juntos, decidió dividir. Para tirarme por la borda como un saco de ratas. Y usted se llama a sí mismo un líder; piensa que ha realizado un buen golpe, ¿no es así? Bien, como puede ver ni lo habría olido si no fuera por mí. ¿Cómo cree que se realizó en realidad? Sólo por mí, Wilhelm. ¿Cómo cree que se vigiló el lugar y se planeó lo de los policías?

– ¿Qué es lo que quiere?

– ¿Qué cree?

– El botín.

La risa de Moriarty fue un grito de mofa.

– El botín. No, señor. Ya lo tengo. Lo que deseo es el respeto que se me debe. El reconocimiento de que soy el líder de todas nuestras bases, aquí y en el continente. Deseo restablecer la alianza de modo que se lleve adecuadamente y no a la buena de Dios, que es como se encuentra en este momento… esto es así porque que le agrada la confusión, que es peor que el caos de la sociedad establecida.

Schleifstein extendió las manos.

– Hablaré con los demás. Yo…

– No hablará con nadie que no sea yo. Se verá lo de los demás cuando llegue el momento. Nadie se escapará y todos deben comprender que, en los asuntos referentes a la familia, yo soy su jefe y su líder. ¿Afirma esto, Wilhelm Schleifstein?

El rostro de Schleifstein se retorció de rabia.

– En Berlín le habría aplastado como un escarabajo.

– Pero estamos en Londres, Wilhelm -dijo el Profesor con tranquilidad-. Con usted aquí, a mi merced. Desearía saber si puedo conseguir poder sobre su gente de Berlín. Quizá lo haga.

Hubo una larga pausa. Los ojos de Schleifstein se movían de un lado a otro, como una bestia atrapada que busca algún sitio para salir.

Moriarty se rió fuertemente.

– Wilhelm, usted tramó un admirable golpe, sólo que fui yo quien realmente manejó todo el asunto: mi gente, mi plan. ¿Y si corro la voz de que…? -dejó la sentencia en el aire.

Todas las miradas se volvieron hacia el alemán.

– Podría haber sido más duro. Hasta podría ser inmisericorde -Moriarty no sonrió-. Yo solamente le pido que me acepte como su líder. Vamos, ya lo he probado, y también lo probaré con los demás.

El silencio parecía interminable; a continuación, Schleifstein miró largamente y de modo estremecedor, entre irritado y vencido.

– Sé cuándo estoy vencido -dijo con una voz baja y temblorosa-. Nunca me he dado fácilmente por vencido, Moriarty, pero me ha detenido bruscamente -creo que ésta es la expresión-. Podría seguir luchando, pero ¿de qué servirá? -en este intento de mantener la dignidad en la derrota, el alemán sólo consiguió parecer un hombre todavía más vencido-. Yo siempre pensé que el gran proyecto de los criminales de Europa era lo suficientemente sólido. Fue su derrota en Sandringham y la fuga desordenada de la gente de su familia lo que me hizo ilusionarme.

– Ya no tiene que hacerse ningún tipo de ilusiones, porque he vuelto. Las cosas volverán a ser lo que eran.

– Ya me ha demostrado que soy su inferior. Le ayudaré a convencer a los demás.

– Yo mismo les convenceré mientras usted se pudre aquí durante un tiempo. Mi propósito es el que siempre fue. Controlar todo el hampa de Europa y, para este fin, urdiré tramas que, a simple vista, son invisibles. Usted es la prueba de esto.

Angus McCready Crow había pasado uno de los días más difíciles de su carrera y sabía que la noche quizá sería todavía peor: aunque en otro sentido. Para su sorpresa, el Comisario había aceptado la poco razonable invitación de Sylvia para cenar la noche del sábado 21 de noviembre y, en cierto modo, Crow había razonado, esto suponía un gran honor. Había sido muy firme con Sylvia al pedirle, o más bien exigirle, que se encargara de la preparación de la comida con sus propias manos. Al principio discutieron un poco, y Sylvia se quejó de que al no tener un perro él mismo tenía que ladrar. Angus Crow se vengó diciendo que ella ladraría más fuerte si el perro fuese una perra indócil, y de este modo ganó en la pelea.

Sin embargo jamás habría esperado lo que el día le depararía. Comenzó muy tranquilamente, en su oficina de Scotland Yard, cuando Tanner entró con la noticia de un gran robo de joyas realizado con gran audacia en el centro.

– Miles de libras, creo entender. El vigilante de la zona atado como un pollo y forzada la puerta de la caja fuerte. Freeland & Son. Los muchachos de la City están corriendo de un lado a otro como gatos escaldados. Estoy contento porque es algo que a nosotros no nos compete.

Crow aguzó los oídos al escuchar la noticia de un robo de gran magnitud. Desde que escuchó el relato del viejo Bolton, había estado qué vive en asuntos como éste. Bien podría ser el caso. Preguntó a Tanner sobre todos los detalles, pero lo único que su sargento pudo añadir fue que alguien había mencionado que a los ladrones se les habían caído las herramientas.

Crow todavía consideraba el teléfono como una invención del diablo -una extraña actitud en relación a una de sus ideas fijas y radicales-, pero en esta ocasión no tuvo más remedio que usarlo. Inmediatamente se puso en contacto con uno de sus pocos amigos en la Policía Metropolitana, un inspector llamado John Clowes, hombre reservado, aseado, con barba y muy astuto en todos los asuntos referentes a la fraternidad criminal.

Clowes, como pronto se dio cuenta, estaba muy susceptible por el asunto del robo, y bien podía estarlo, ya que su cuerpo había quedado desprestigiado. Finalmente admitió a Crow que se habían dejado un juego de herramientas, que se cayeron cuando los ladrones volaron de Bishopsgate.

– ¿Me haría el honor de dejarme echar un rápido vistazo a esas herramientas? -preguntó Crow-. Tengo mis razones. Quizá pueda identificarlas, y si así fuera también podría dar el nombre del bribón que las tuvo en sus manos por última vez.

De mala gana, Clowes dijo que pediría el permiso para que su colega pudiera ir a examinar la prueba.

Una sola mirada dijo a Crow que el pequeño paquete y los distintos materiales eran los que había visto en tantas ocasiones en casa de Tom Bolton en St. John's Wood.

– Están buscando a un individuo que posiblemente esté en los archivos -dijo de forma inflexible-. Sin ninguna duda está en los nuestros. Nick Ember, un pequeño y sucio peón que suele trabajar para un tal James Moriarty, del que sin ninguna duda habrá oído hablar.

– Ah, el omnívoro Profesor. -Clowes, sentado en su escritorio, juntaba los extremos de los dedos de ambas manos y parecía estar contándolos, separando una vez cada par y luego volviéndolos a juntar-. Todos nosotros conocemos el asunto que tuvo con el Profesor, Angus. También conozco a Ember, aunque me sorprende que se haya vuelto ladrón. Estas herramientas son viejas, y de muy buena calidad.

Crow indicó con un guiño y una mirada certera que había algo más en las herramientas de lo que podía observarse a simple vista.

– Yo lo pasaré al lugar adecuado, Angus -Clowes se levantó y se acercó hacia la puerta-. Sin duda nos mantendrá informados si es usted quien le detiene primero. Nos gustaría esa información.

– Lo que sea con tal de complacerle -destelló Crow. Había una escondida rivalidad entre los dos cuerpos-. Mientras tanto, yo haré más preguntas respecto a las herramientas. Buenos días, John y mis respetos para su esposa.

Crow se sintió indebidamente presuntuoso durante su viaje de regreso en ómnibus a Scotland Yard. Pero ahí se terminó, ya que se había producido una refriega en Edmonton y el Comisario le estaba llamando a voz en grito.

Tanner ya estaba en el lugar cuando Crow llegó a Edmonton, los policías de la comisaria de la zona se apiñaban en las cercanías, recogiendo declaraciones y examinando el terreno.

Como lo del hombre muerto, era un asunto asombroso.

– Me he puesto en contacto con la Policía Metropolitana -le dijo Tanner-. No hay ningún policía con esa identificación, por lo que parece que tenemos un policía que nunca fue policía.

Crow escuchó la exposición de todo el relato, sobre una redada policial mientras pasaban los transeúntes; dispararon a un policía y se llevaron a unos cuantos hombres dentro de un furgón policial. Su número variaba según los testigos, algunos decían seis o siete, otros afirmaban que eran tres y en muchos casos declaraban que su número era superior a diez.

Los vecinos servían de poca ayuda.

– Siempre evitaban tener contacto con los demás vecinos -dijo a Crow la señora de la casa vecina-. Yo estaba orgullosa por todo esto. Me parecían personas sin educación. La mayoría extranjeros.

– ¿Qué quiere decir con la mayoría?

– Bien -no estaba seguro de ello-. Les oí hablar en inglés, pero sobre todo escuché un idioma extranjero. Alemán, creo que me dijo mi esposo.

Crow entró en la casa con Tanner a sus talones. Había muestras de que allí abajo se había producido una pelea y una mesa aparecía volcada en el primer piso, enfrente del dormitorio. Crow tomó notas y volvió a Scotland Yard, preocupado, con varias hipótesis que sólo eran briznas en el viento, y ninguna tomaba forma. El Comisario quería verle en cuanto volviera a su oficina. Crow le encontró envalentonado y muy poco agradable.

– Personas disfrazadas de oficiales de la policía, Crow. Es lo último, aunque fueran camuflados bajo uniformes de la Policía Metropolitana. O llega al fondo de todo esto o volveré a verle hacer la ronda.

Era una afrenta al orgullo de Crow, sobre todo porque tendría que cenar con él esa misma noche. Se puso colorado.

– ¿De qué pistas dispone? -le dijo el Comisario de sopetón-. ¿Qué indicios?

– Sólo una o dos posibles ideas. Estas cosas llevan algo de tiempo, señor, usted lo sabe bien.

– Se ha producido una protesta general. Ya he informado a los periódicos de que usted está al mando y no me sorprendería si ponen el grito en el cielo en las ediciones de última hora. Sin ninguna duda, el Times tratará el asunto.

– Bien, señor, quizá lo mejor es que siga con mis investigaciones.

– Sí. Desde luego, Crow. No era mi intención ser duro con usted, pero va a haber un gran escándalo con todo esto.

Crow se desahogó riñendo a Tanner, diciéndole que debería tener todas las declaraciones de Edmonton en su poder a última hora de la tarde. El Comisario estaba exigiendo un arresto inmediato. Más tarde, se sentó para pensar en alguna explicación lógica. Era obvio que existía alguna relación entre el robo y el asunto de la policía, a no ser que fuera una desafortunada coincidencia: puesto que él sabía, por Clowes, que había aparecido un mítico policía haciendo la ronda Cornhill- Bishopsgate a primeras horas de la mañana.

En caso de que existiera esa conexión, sería de enorme importancia. ¿No le había dicho Bolton que Ember había hablado con un ladrón alemán? Después de comer se pasaría por St. John's Wood y hablaría con Bolton. Quizá con la noticia de que sus herramientas se habían utilizado en un robo, el viejo soltaría alguna afirmación imprudente.

Cuando salió de Scotland Yard para ir a comer, había cuatro hombres de la prensa esperando a Crow. Respondió a sus preguntas con educación y les dijo, de modo bastante creíble, que estaba siguiendo una particular línea de investigación. Esto pareció agradarles, y más tarde el detective reflexionó sobre el asunto mientras tomaba una pinta de cerveza y una empanada de cerdo en el bar de un mesón cercano.

Era un caso para Holmes, decidió. ¿Cómo lo habría llamado Watson? ¿La Aventura del Falso Policía? Crow acabó su empanada y salió: primero a enviar una nota a Holmes mediante un mensajero de la oficina de correos; luego cogería un cabriolé hasta St. John's Wood, donde se bajaría, como solía ser habitual, a unas cien yardas de la residencia del viejo Tom Bolton.

Ya era media tarde y empezaba a hacer mucho frío, mientras el humo de las chimeneas ofrecía un aspecto nuboso sobre los tejados. Había algo de brisa y le dolía un poco la cabeza, ya que el frío penetraba por su nariz y sus oídos. Nieve, pensó, nieve en el aire.

No hubo respuesta a su doble llamada; ningún sonido. Volvió a llamar. Más fuerte, el sonido parecía retumbar por la calle. Pasó una mujer con un niño pequeño colgado de la mano. En el otro lado de la carretera, un pilluelo andrajoso chapoteaba en los canales llenos de agua como si estuviera buscando un tesoro entre el lodo y las hojas. Pasaron de largo un par de cabriolés. Seguía sin haber ningún ruido dentro de la casa.

Repentinamente, Crow notó que se le erizaban los pelos del cuello y le sacudió un súbito presentimiento. Dejó la puerta delantera y dio la vuelta a la casa hasta la entrada trasera, la de la cocina. Empujó la puerta y cedió inmediatamente. Todo parecía muy acogedor, como siempre.

– Tom -dijo Crow, pero el silencio era todavía más intenso que antes. Atravesó la habitación y abrió la puerta que daba al recibidor delantero.

El viejo Tom Bolton yacía de espaldas en medio del recibidor. Una de sus muletas estaba a cierta distancia del cuerpo, mientras que la otra todavía seguía en su mano. La parte delantera de la camisa estaba empapada de sangre. Crow se arrodilló para examinar el cadáver, no necesitaba la evidencia médica para saber que estaba muerto, ya que había tenido oportunidad de ver muchos cadáveres. Este todavía estaba caliente y el cuchillo que había hecho el trabajo aún sobresalía por la tráquea de Bolton.

De esta forma, Angus Crow comenzó una nueva investigación de asesinato, además del disparo y del extraño asunto de Edmonton. Todo en un solo día.

Había llegado tarde y se encontraba nervioso y cansado cuando regresó a King Street, donde todo era agitación para la inminente cena. Apenas puso un pie en el interior Sylvia empezó a parlotear: le dijo que llegaba tarde, que tendría que darse prisa para estar preparado a tiempo, que había mucho ajetreo en la cocina, que el carnicero había mandado la carne equivocada, que sólo tenía dos botellas de vino de sobra y no sabía si sería suficiente, que si su crespón amarillo era el adecuado para el vestido o si la seda azul iría más con la ocasión.

Crow dejó que siguiera hablando durante un momento y luego levantó la mano para pedir silencio.

– Sylvia -dijo con una firmeza que sólo demostraba cuando estaba frente a sus subordinados-, hoy me ha tocado investigar sobre dos desdichadas criaturas, ambas con una muerte violente y repentina. No deseo enfrentarme a una tercera.

La tarde fue pasando con algunas dificultades. Cierto, Crow estaba preocupado con lo sucedido durante el día y estaba esperando que llamaran a la puerta, pues había pedido a Holmes que le enviara una nota a su casa. Pero no llegó ningún mensaje. El Comisario fue algo más afable, diciendo que cenar con los Crow había sido una excelente idea, ya que le permitía ver cómo vivían sus oficiales. Sylvia se irritó un poco cuando la esposa del Comisario se refirió a su hogar como «vuestra pequeña y curiosa casa». Pero la irritación fue muy pequeña.

La comida, sin embargo, fue de las mejores de Sylvia -sopa juliana, tajadas de bacalao en salsa alemana, cuarto trasero de cordero, tarta de manzana- y cuando las mujeres se retiraron, dejando solos a los caballeros, el Comisario retomó la conversación sobre los sucesos de aquel día.

Crow sólo le habló de los hechos -cómo el asesinato de Tom Bolton estaba relacionado con el robo de la joyería-, alejando todas las oscuras sospechas que tenía en su mente. Algo después de que volvieran las mujeres, Lottie, que durante toda la tarde se las había arreglado para no tirar nada, anunció que el señor Tanner estaba en la puerta con un mensaje para Crow.

El detective se excusó, deseando la respuesta de Holmes. En vez de eso, Tanner, que había estado trabajando durante todo este tiempo, ya tenía la identificación definitiva del hombre que murió por disparo en Edmonton.

– Pug Parsons -anunció, como si fuera un nombre que apenas sale en los periódicos-. Le hemos atrapado en varias ocasiones, señor. Hace algunos años era un conocido guardaespaldas de las prostitutas de Haymarket: se ocupaba del dinero de alguna de las chicas de Sal Hodges.

El rostro de Crow se iluminó.

– Por tanto, por asociación, tiene relación con el amigo Moriarty.

– Así lo parece. Todavía hay más si desea oírlo. Creo entender que Sal Hodges ha vuelto muy fuerte al negocio, con dos casas nuevas, al menos se la ha visto en dos lugares recientemente abiertos.

– Entonces, es probable que el dinero sisado por Madis y Meunier ya esté moviéndose por Londres.

– Otro punto de gran interés. El cuchillo que mató al viejo Bolton.

– Sí.

– De origen chino, no se vende en este país, pero puede conseguirse en muchos establecimientos de San Francisco.

– Ember, Lee Chow y Spear -susurró Crow para sus adentros, completamente seguro de que existía una pauta perfectamente distinguible detrás de todo lo que estaba sucediendo.

– Apostaría a que el alemán, Schleifstein, se encontraba en la casa de Edmonton -dijo en voz alta-. Tiene sentido. Todo tiene sentido. Si Moriarty fue rechazado por sus amigos extranjeros, después del asunto Sandringham, quizá ahora esté preparando una gran venganza. Demos por supuesto, Tanner, que

Schleifstein estaba involucrado, no puedo asegurarlo todavía: en ese caso es muy probable que surjan más intrigas en relación a los otros tres. ¿Cuáles son sus nombres? Sanzionare, el francés Grisombre y Segorbe. ¿Cuál será el siguiente?, me pregunto.

– Señor, si es una venganza, entonces es posible añadir otro nombre.

– ¿Quién? -preguntó Crow de forma cortante.

– ¿Por qué no usted mismo, señor Crow? Usted también podría estar en la lista.

Casi en el mismo instante en que se estaba llevando a cabo esta conversación, James Moriarty estaba pasando las páginas de uno de los libros encuadernados en piel de su diario codificado.

Estaba incorporado, apoyado sobre almohadones, en su cama y con el libro abierto sobre sus rodillas. Sal Hodges estaba en el tocador completando su aseo.

El Profesor fue a la parte final del libro, a las anotaciones codificadas que tenía sobre las seis personas a las que tenía pensado infligir un astuto castigo. Cogiendo su estilográfica, Moriarty trazó una débil línea diagonal sobre las páginas que había dedicado a Wilhelm Schleifstein.

Cerró el diario y miró hacia arriba mientras su rostro se retorcía con una malvada sonrisa. Sal Hodges estaba luchando con su corsé.

– Sal -dijo el Profesor-. Dentro de unas semanas pasaré una temporada en París. ¿No te enfadarás si no te invito a venir conmigo?


  1. <a l:href="#_ftnref12">[12]</a> (*) Herramientas del ladrón. Algunas de las anteriormente mencionadas se explican por sí mismas -como escoplos y palanquetas-. Con otras no sucede los mismo. El taladro americano es un berbiquí y una barrena; la palanqueta era originalmente una herramienta con forma de L, pero en el momento de la narración este nombre se aplicaba a un instrumento mucho más pequeño para abrir cerraduras. Las arañas eran ganzúas y las brocas eran llaves maestras con guardas en ambos extremos. Otra de las herramientas utilizadas en el robo era semejante a un par de tenazas largas con los extremos hundidos, que se utilizaba para asir una llave y darle la vuelta en el otro lado de una cerradura. El cortador quizá fuera la herramienta más difícil de encontrar entre los útiles de un ladrón y requería mucha habilidad para usarse correctamente. Tenía forma de T, el recorrido hacia abajo era apuntado y poseía una barra ajustable en ángulo recto, en la que podían adaptarse varias cabezas cortantes -para metal, madera o vidrio-. Se colocaba una cabeza y se usaba, como si fuera un compás, para cortar orificios circulares bien definidos. En esta época, sin embargo, las modernas cajas fuertes se abrían con los relativamente nuevos sopletes o, en el caso de los modelos más antiguos, mediante el muy utilizado gato, o gato de tornillo, cuya operación se describe a continuación.

  2. <a l:href="#_ftnref13">[13]</a> El gato era capaz de levantar tres toneladas de peso. Podía abrir cualquier caja o puerta que no se hubiera construido para soportar esta presión. (Noel Currer-Briggs: Contemporary Observations on Security from the Chubb Collectanea 1818-1968). Hay que advertir que ésta era una caja fuerte antigua, que databa de 1860.

  3. <a l:href="#_ftnref14">[14]</a> Es una extraña expresión, pero la he puesto en boca de Ember porque aparece tres veces en el diario de Moriarty. Es probable que Moriarty la oyera en América, por lo que Ember la conocería. Significa, por supuesto, «compartir el botín». Eric Partridge, en su valiosísimo Dictionary ofthe Underworld, cita su utilización en 1895 por J. W. Sullivan, Tenement Tales of New York. Flexner, en su Dictionary of American Slang no recoge esta variante y puntualiza que en 1893 la palabra «boodle» ya era arcaica.(N. del T.: la nota anterior se refiere a la expresión inglesa «to bleed the boodle», que significa «compartir el botín».)