174061.fb2 La Venganza De Moriarty - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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LONDRES Y PARÍS

Sábado 28 de noviembre de 1896 – Lunes 8 de marzo de 1897

(El robo de la obra de arte)

El último sábado de noviembre fue un día de mucho movimiento para los tenderos de Oxford Street y sus alrededores. No sólo tenían que tener contentos a sus clientes ese día, sino que además tenían que encargar todos los suministros para cubrir las próximas semanas. Siempre era igual cuando se acercaban las Navidades.

– Parece que las compras empiezan antes cada año -se decían unos a otros.

No es que se quejaran, sino que, sin ningún respeto por la gran celebración navideña, algunos adoptaban expresiones irónicas y expresaban sus maravillas como si se tratara de un festival, que cada vez se convertía más en una excusa para la glotonería y embriaguez, por no mencionar la completa extravagancia que lo precedía.

Incluso en Orchard Street, Charles Bignall, el farmacéutico, afirmó estar bien equipado con esas pequeñas cosas extra que se demandaban mucho más durante las semanas anteriores a la festividad cristiana del solsticio de invierno.

Estaba muy ocupado revisando sus pedidos: píldoras antibiliares, dosis Blue & Black, píldoras hepáticas, Cáscara Sagrada, cuando entró la dama en la tienda para realizar una pequeña compra: una simple botella de dos onzas de Jarabe de Buey.

Era una mujer atractiva, cliente habitual, y hasta que se marchó Bignall no se dio cuenta de que había otro cliente; el chino que vestía tan bien, casi como un hombre de negocios y no como algunos de los rufianes de su raza que a veces se veían en el West End.

– No dispongo de mucho tiempo -dijo Bignall secamente.

– Entonces tendrá que buscarlo, señor Bignall -los ojos del chino eran severos y relucían como cristal-. ¿Todavía suministra al caballero de Baker Street? -preguntó.

– Sabe que sí. Y a los demás que usted me envió.

– Bien, señor Bignall. Tendrá una recompensa. Estamos muy agradecidos con usted. Paga a tiempo y dudo que no esté contento con los beneficios que obtiene de nuestras transacciones.

– Habrá otros clientes dentro de poco. Por favor, atienda sus negocios.

– Sólo un pequeño aviso. Sólo cuando esté preparado.

– ¿Y entonces?

– Dentro de algún tiempo -parecía que el chino escogía con cuidado sus palabras-. Dentro de algún tiempo. Quizá pronto, quizá dentro de pocas semanas o meses, le daremos instrucciones.

– ¿Y?

– Instrucciones para dejar de suministrar a nuestro mutuo amigo de Baker Street.

Bignall mostró su malestar con un ligero tic bajo su ojo izquierdo.

– Pero es su medicina. Puede ponerse muy enfermo si…

– Si se le niega su medicina, se pone extremadamente nervioso. Se vuelve depresivo. Con mal genio. Suda mucho. Estará dispuesto a hacer todo lo que le pidamos a cambio de su medicina.

La cara de Bignall mostraba de forma patente su repugnancia.

– No se preocupe, señor Bignall. Recibirá un buen dinero. Haga lo que se le dice, o de otra forma… de otra forma… -el chino hizo una pantomima gráfica que indicaba una desagradable y decisiva solución a todos los problemas que Charles Bignall tuviera en la tierra-. No se preocupe, señor Bignall -repitió-. Ya se ha hecho antes. Ya se le ha hecho antes a ese hombre. Es un hombre muy listo, pero todos los hombres tienen un precio. Su precio es el polvo blanco. Por tanto, cuando reciba el mensaje, haga lo que se le ha dicho.

Bignall asintió con la cabeza para dar su conformidad, un gesto realizado de mala gana, pero inevitable, de todo su cuerpo. Moriarty había realizado otro movimiento en el mortal juego.

Ember fue llevado desde Bermondsey a Albert Square por la noche, la misma noche que convocaron en la casa a Bob el Nob, con el brazo todavía dolorido y en cabestrillo.

Ambos hombres permanecieron treinta y seis horas, la mayor parte del tiempo con Moriarty en su estudio, antes de salir hacia el continente, a orillas del lago Annecy. Su marcha mataba dos pájaros de un tiro: la conveniencia para Moriarty de que estos dos hombres estuvieran fuera del país y al mismo tiempo utilizarlos de forma que sirvieran para sus fines últimos. A partir de este momento, la mujer,

Irene Adler, estaría vigilada de cerca, su rutina diaria se exploraría con cuidado, se anotaría con detalle y se informaría al Profesor cada tres o cuatro días.

Gran parte del disgusto de Sal Hodges era que la chica italiana, Carlotta, estaba ahora instalada en Albert Square y, aunque Sal estaba más a menudo que nunca en compañía del Profesor en su dormitorio, ella también fue requerida para instruir a la «Tigresa latina» -como la llamaba Moriarty- en materia de etiqueta, comportamiento y moda.

Respecto a otros asuntos, no había nada encubierto en relación a Crow, cuya vida parecía haber sido completamente intachable y sin rastro de soborno o corrupción en su carrera dentro del cuerpo de policía.

Polly Pearson todavía suspiraba por Harry Alien, Bridget Spear engordaba a diario a medida que el niño iba creciendo dentro de ella. Spear se encargó del control diario del rejuvenecido imperio del crimen, informando con regularidad al Profesor; poseía una habilidad especial y era capaz de dirigir su Departamento de Personal -ya que Spear había llegado a eso- con infalible criterio. Schleifstein y su banda estaban retenidos, con razonable comodidad, incomunicados en Bermondsey. Por la noche, durante sus horas libres, Moriarty ensayaba los trucos y juegos de manos entresacados de la Magia Moderna del profesor Hoffman; y durante una hora cada noche, antes de retirarse, se sentaba frente a su tocador con los materiales de disfraz, perfeccionando una nueva imagen que utilizaría dentro de pocos meses.

En la segunda semana de diciembre, Harry Alien volvió a Albert Square.

Harry Alien nunca había sido un maestro de escuela, ni instintivo ni servicial. Había sido el hijo mimado de un pequeño potentado rural, su disciplina había sido, como la de muchos otros, brutal; durante el corto tiempo que pasó en la Universidad de Oxford destacó sólo por el excesivo libertinaje y la pérdida de tiempo.

Era, en efecto, un tanto derrochador, y cuando su padre murió le dejó poco, excepto sus propias deudas y las de su hijo. Harry se encontró al principio con muy pocos recursos. Un joven de constitución vigorosa con predilección por las damas, bebedor y jugador, por ese orden, encontró rápidamente un puesto como portero en una pequeña escuela privada en Buckinghamshire. Allí, a pesar de tener un temperamento mejor, practicó en los alumnos las mismas brutalidades que había sufrido hacía pocos años.

Su caída ocurrió cuando descubrió que su pequeño sueldo no era suficiente para costear sus placeres naturales. Como muchos otros antes que él, Harry Alien se aficionó a realizar pequeños robos a sus alumnos, y cuando no sacaba todo lo que necesitaba, recurrió a la simple extorsión, un abuso relativamente fácil desde su posición.

El director y propietario de la escuela era un amable clérigo ya mayor, interesado en sus alumnos, pero influenciable en materia de disciplina. Durante mucho tiempo hizo la vista gorda en cuanto al modo de vida de su portero, pero, como con todas las cosas, al final tuvo que enfrentarse con el día del ajuste de cuentas. El justo castigo para Harry Alien llegó con la repentina e inesperada llegada de tres parejas de padres, preocupados por las sumas de dinero que sus vástagos pedían continuamente. La verdad salió a la luz, y al menos dos de los padres se inclinaron por llevar al portero ante los magistrados locales sin ninguna dilación.

Con su talento natural, Alien se dedicó a una vida de villanía, con su talento natural, en la capital y fue falsificador, ladrón de poca monta y muy popular durante casi tres años -incluido el año que pasó en la Model- cuando Spear le encontró y le llevó al Profesor.

Ahora Harry Alien había regresado de París, elegante y ágil, con una gran maleta y con un porte que mostraba claramente que había cumplido el mandato de Moriarty, y que lo había cumplido bien.

Martha Pearson llevó las noticias a la cocina y, al escucharla, su hermana Polly cayó en tal frustración que Bridget Spear tuvo que amenazarla con un horrible castigo si no ponía interés en el trabajo.

– Si pudiera levantarme y verle tan sólo durante un momento -se lamentó la encaprichada Polly-. Luego volvería con las verduras y lo haría mejor que nadie.

– Bajará dentro de poco -le contestaron-. El amo ha ordenado que se quede recluido en el estudio. Ha estado ocupado en París y tiene mucho que contar.

En realidad, era mucho lo que Harry tenía que contar a Moriarty, pero cuando los dos hombres se encontraron, detrás de la puerta del estudio cerrada con llave y con William Jacobs de pie vigilando en el exterior, el Profesor tuvo un solo pensamiento en su mente.

– ¿Lo tiene? -preguntó en cuanto se cerró la puerta tras él.

– Naturalmente, señor, y no creo que le desagrade.

Y dicho esto, Alien abrió la valija y, revolviendo en el fondo, entre una pila de ropa blanca, sacó un panel de madera de álamo de treinta pulgadas de largo por doce de ancho. Dio la vuelta a la pieza de madera para ponerla delante de Moriarty.

El Profesor respiró con dificultad. Era muchísimo mejor de lo que nunca, incluso en los momentos de mayor optimismo, había soñado. Tenía enfrente a la

Gioconda, la Mona Lisa, sonriendo enigmáticamente desde la madera, decolorada, con grietas, mal barnizada, todavía inolvidable: la dama con sus risueños ojos marrones, mirando desde un fondo de peñascos rocosos y lagos que parecían acentuar la belleza humana. Serenidad frente al abrupto paisaje.

Durante un momento, Moriarty no se atrevió siquiera a tocar la pintura. Labrosse no se había enorgullecido en vano. No sólo había captado el genio de Leonardo en su creación, sino que también, milagrosamente, la pintura había alcanzado una edad de casi cuatrocientos años en cuestión de semanas.

– Una extraordinaria obra maestra del fraude -susurró Moriarty, todavía con respeto y temor.

– Bastante increíble -respondió Alien-. Observe, hasta las grietas están reproducidas exactamente.

Moriarty asintió con la cabeza, cerca del cuadro, examinando la tracería de grietas que daban fe de su edad.

– ¿Todo lo demás está en orden?

– Bajo la obra, en el ángulo inferior izquierdo -apuntó Harry Alien-. Raspe la pintura y aparecerá claramente.

– ¿Y Labrosse?

– No le molestará más.

– Infórmame sobre eso, Harry. ¿No se sirvió de nadie más?

– Todo como usted ordenó. Lo hice todo yo solo. Fue muy difícil al final del trabajo; cada vez iba más despacio y sólo quería pasar más y más tiempo bebiendo y con chicas. Tuve que ser bastante firme con él -sonrió como si pensara en divertidos recuerdos-. De todos modos, acabó la semana pasada y dijo que le tendría que dar una semana de plazo antes de poder verle. Yo lo acepté y hace tres días le sugerí que debíamos tener una verdadera noche de fiesta para celebrarlo. Expresó su deseo de ir al Moulin Rouge. A la gente de buen tono le gusta ir allí a bailar y a codearse con gente de la banda, hay en ello un elemento de peligro que parece tirar de ellos: eso y el canean-. Dios mío, Profesor, ese baile, y las chicas. Hay que verlo para creerlo. Creo que debería…

– Hábleme de la lascivia más tarde, Alien. Yo ya he visto todo. Supongo que mi vieja amiga, La Goulou, está bien… Pero es en Labrosse en quien estoy realmente interesado.

Alien estaba sudando visiblemente.

– Bien, fuimos al viejo Moulin Rouge y pasamos una buena noche. Todo el mundo estaba allí, hasta el pequeño y achaparrado pintor Lautrec. Yo vigilaba mi bebida, pero Labrosse no prestaba atención. Era como darle una fiesta de despedida. Le llevé de vuelta al estudio, donde le disparé, con habilidad suficiente, por la parte posterior de la cabeza, como si durmiera. Después le envolví con las ropas de la cama, le puse rápidamente en el baúl y viajé de vuelta con él -y depositó un billete de equipaje sobre el escritorio-. Ahora espera en la estación Victoria a que le recojan. Convendría recogerle cuanto antes… antes de que empiece a descomponerse.

– Me ocuparé de ello en seguida. William Jacobs bajará con otro hombre. ¿Tiene alguna información más para mí?

Alien sacó otro papel de su bolsillo.

– El cuadro, como ya sabe, está colgado en el Salón Carré del Louvre. He estado allí y lo he observado durante largos períodos de tiempo en las últimas semanas, y aquí están los últimos detalles en cuanto a la forma de colgarlo. Cada vez que he visitado el Louvre he visto que siempre hay momentos en los que el Salón está vacío, una vez incluso durante media hora. He podido examinarlo con tiempo. Las sujeciones utilizadas en el marco son sencillas y pienso que pueden quitarse y sustituir la pintura -asintió mirando hacia la réplica de la Mona Lisa- en cuestión de cinco o seis minutos.

Moriarty estudió el esquema que mostraba cómo se mantenía en su sitio la pintura por la parte posterior del marco mediante unos broches: unos catorce. Echó una mirada rápida a Alien, pensando que éste era el tipo de hombre del que tendría que valerse con frecuencia -muy inteligente, casi tan frío y despiadado como un animal predador-, que no había mostrado ni el más ligero remordimiento o emoción al deshacerse de Pierre Labrosse. Sería un buen compañero para Lee Chow.

Moriarty abrió el cajón superior de su escritorio, cerrado con llave, y sacó un pequeño monedero, con unas doscientas libras, que ofreció por encima del escritorio.

– Una gratificación por un trabajo bien acabado -dijo, con los labios curvados, con una sonrisa que podría pasar por amistosa-. Ahora, Harry, lo mejor es que bajes. Sé que una de las muchachas de abajo se propone tenerte dentro de poco.

Alien tuvo la decencia de ruborizarse.

Moriarty refunfuñó con una nota de semiaprobación.

– Tenga cuidado, joven Harry, no me importa que ella haga un pudding caliente para la cena, siempre que no deje la médula dentro de su panza.

En cuanto Harry Alien hubo salido de la habitación y Moriarty echado el último vistazo a la notable falsificación, llamó a William Jacobs, le dio el billete del equipaje e instrucciones para que fuera, con otro hombre, a recoger el baúl de la estación Victoria y desde allí llevarlo en el furgón a Romney Marsh, donde tendrían que deshacerse de él de forma que el cadáver de Labrosse no volviera a ver la luz del día nunca más.

Esa misma noche, más tarde, se sentó en el salón -Sal estaba con Carlotta enseñándole las primeras nociones sobre buena educación- y estuvo jugando con una baraja de cartas, practicando cómo escamotearlas, una cada vez, de la parte superior de la baraja. Se estaba haciendo bastante hábil en estas artes y descubrió que estar una hora con las cartas le ayudaba mucho a concentrarse. Ahora su instinto le decía que el complot contra Grisombre en París tenía todas las señales de éxito. Sólo dos cosas podrían salir mal. Si, por ejemplo, los expertos decidían que finalmente la Mona Lisa debía limpiarse, existiría un obvio peligro. El otro problema concernía al propio Grisombre. Moriarty se preguntaba si el pequeño francés podría encontrar a otro artista con capacidad para hacer una copia de la pintura tan espléndida y exacta.

Allí sentado, junto al fuego, con las lámparas de aceite apagadas, el Profesor rozaba suavemente en sus palmas la reina de corazones, y luego barajó las cartas de forma que quedara en la base: a continuación, con un rápido movimiento, la cambió por la reina de espadas. La sencilla prestidigitación le divirtió. Cambiar una dama por otra era parte del complot, y hacerlo sin que nadie lo descubriera. Se rió al pensarlo, y las sombras de las paredes parecían bailar al son de su risa.

Mañana, pensó Moriarty, saldré y compraré algún equipo fotográfico. Probablemente en la Stereoscopic Company de Regent Street, ya que dan lecciones gratuitas sobre fotografía y son también los proveedores de Su Majestad. Eso completaría la segunda fase del plan contra Jean Grisombre.

Hasta el 1 de diciembre, Crow no tuvo noticias de Holmes: un telegrama al mediodía que le pedía que fuera a Baker Street a las cuatro.

– Siento que haya tenido que esperar tanto tiempo mi respuesta a su nota -se disculpó Holmes casi antes de que Crow se hubiera instalado junto al fuego en la gran habitación del detective-. El día que llegó su mensaje yo no estaba libre. Siempre sucede lo mismo, largos períodos de inactividad seguidos de montones de interesantes trabajos. Watson y yo nos encontrábamos fuera de Londres ese domingo. En Sussex, siguiendo la pista de un vampiro -se rió-. Un antipático y joven vampiro.

Crow refirió los hechos concernientes al robo de Cornhill y los extraños negocios en Edmonton, sin darle tiempo a Holmes para que sacara sus propias conclusiones. Por último, le informó del crimen de Bolton.

– Puede estar seguro de que Moriarty está detrás de todo esto -Holmes se levantó y comenzó a pasear nerviosamente por la habitación-. Detecto las manos de ese malvado en muchas de las cosas que están sucediendo últimamente. ¿No es verdad que ha habido un aumento de crímenes en las últimas semanas?

Crow tuvo que admitir que las cosas parecían seguir ese camino: robos en las calles, allanamientos de morada, hurtos en las tiendas, todo iba en aumento, mientras que existían más falsificaciones que nunca pasando tanto por manos de comerciantes como de banqueros.

– Sin ninguna duda ha regresado -Holmes continuó paseando-. Y casi estoy seguro de que nuestro viejo amigo alemán, Wilhelm Schlefstein está involucrado. ¿Ha llegado usted a alguna conclusión?

Crow aventuró su teoría de que el Profesor estaba relacionado con una serie de intrigas y vendettas.

Holmes asintió con la cabeza.

– Ni yo mismo lo podría haber dicho mejor. Entiéndame bien, estaremos atentos a otros extraños sucesos. Sea precavido, Crow, ya que usted también podría ser un candidato a la malevolencia de Moriarty.

– Usted también, Holmes, sobre todo si se entera de que hemos vuelto al trabajo.

Holmes inmediatamente quedó sobre aviso.

– ¿Se lo ha dicho a alguien más?

– A ningún alma viviente.

– Bien. Yo he tenido mucho cuidado en mantener nuestra asociación en la sombra. ¡Santo cielo!, hasta el buen Watson sigue creyendo en la muerte de Moriarty.

– Parece que el Profesor tiene ojos hasta en el papel de la pared de nuestras habitaciones.

Holmes pensó durante un momento.

– Es muy inteligente. Pero yo también tengo mis métodos. Y, Crow, estoy decidido a atraparle, gracias a su mediación.

Como se acercaban las Navidades, los secuaces de la familia criminal de Moriarty comenzaron a intercambiarse felicitaciones, ofreciéndose regalos, además del habitual tributo que pagaban una vez más por su protección y patronazgo.

Bertram Jacobs, que durante la ausencia de Ember estuvo a cargo de los informadores, llevó el regalo más valioso -intangible pero de gran importancia para el Profesor: noticias de que Crow se sentía todavía frustrado con su mujer, inquieto y molesto en la casa de King Street-. Moriarty, preocupado sobre la forma de enfrentarse al policía escocés, sabía que esto, y sólo esto, podía ser el único punto débil en la imponente armadura de este hombre. Inmediatamente mandó buscar a Sal Hodges, quien le encontró en su estudio jugando con el equipo fotográfico que había adquirido.

Sal Hodges se sentía molesta, aunque no a causa de la misteriosa Carlotta. Había otros asuntos en su mente que todavía no había revelado a Moriarty.

– Gracias a Dios, James -exclamó al descubrirle encorvado tras el trípode de la cámara, con la cabeza envuelta en una tela negra-. Verdaderamente, estos días eres un hombre lleno de hobbies. Si no son los trucos con las cartas, es el piano. Y ahora esto.

– Ah, querida, pero esto es un medio para conseguir un fin. En lo que se refiere a fotografía, el click del obturador es el resorte de la trampa. Pero lo que quiero es hablar de una mujer, Sal, o más que una mujer.

– ¿Te ha arañado la Tigresa? -los párpados de Sal se movieron rápidamente, su elegante boca se torció en una sarcástica sonrisa.

– No se trata de la Tigresa, y te ruego que recuerdes que ella, como esta cámara, no es más que un medio. Un cebo.

– Bien, ten cuidado de no caer en el lazo de su trampa de miel. ¿La hiciste feliz anoche?

– ¿Y si fue así?

– Mi intuición femenina me dice que la tienes contenta cada vez que yo no estoy.

Moriarty se rió.

– Bien, deja que tu intuición femenina trabaje en otro problema. La chica que tenemos en casa de Crow.

– ¿Lottie?

– Sí, si es ése su nombre.

– Lo es. Lo vi en las instrucciones de Bertram Jacobs antes de que regresaras a Inglaterra.

– Quiero quitarla y reemplazarla por alguien con un brío diferente.

– Carlotta sería buena. ¿Puedo utilizarla?

– Carlotta sería demasiado evidente. -Moriarty tuvo la gracia de sonreír-. No, quiero alguien un poco más sutil. Una chica que derrita la sangre de Crow.

– Ya veo lo que quieres, James, pero podría fallar. La generosa Sylvia no es idiota, aunque esté loca.

– La generosa Sylvia, como tú sueles llamarla, está muy interesada en mejorar su situación de vida, según me parece entender. Obséquiala con un fait accompli, una chica servicial y con buenas maneras que enseñará a Crow su bello tobillo. Está cansado de la actitud de su mujer. Sólo hay que verlo, Sal. Escoge a la chica adecuada, saca a Lottie y coloca a la otra antes de Navidad. Es un riesgo, lo sé, pero ya ha funcionado en otras ocasiones. Muchas bellas criadas han llevado a sus amos a la cama y les han proporcionado un feliz año lleno de placer ante las narices de sus esposas.

Sal se rió.

– Verdaderamente, James, es un viejo truco, y puede resultar una buena intriga. Me temo que la madre de la pobre Lottie se va a poner enferma repentinamente y su prima va a ser enviada para reemplazarla. Creo que puedo encontrar a la chica adecuada para este trabajo. Una mariposa que ha aprendido el arte de la inocencia, de forma que podría tentar hasta a un santo.

Como policía, Angus McCready Crow se jactaba de su especial intuición para olfatear el ambiente. Este sexto sentido fue utilizado más intensamente durante los cuatro días anteriores a la Navidad, cuando regresó a King Street. Esa noche estaba bajo de ánimo, ya que no se había podido encontrar a Ember, y Lee Chow -cuya descripción estaba en todas las comisarías de policía del área metropolitana- parecía haber desaparecido de la faz de la tierra. No había ni rastro de Schleifstein y sus compañeros, aunque ahora Crow había probado que verdaderamente se trataba del alemán que había estado viviendo en la casa de Edmonton. Además, conocidos ladrones habían vuelto ahora a ese viejo e inquebrantable silencio en cuanto se mencionaba el nombre de James Moriarty.

– Se han vuelto ciegos, sordos y mudos -dijo Tanner, después de una incursión entre los criminales que normalmente estaban acostumbrados a vender a sus propios padres por una botella de vino.

– Como los tres monosabios -comentó Crow tristemente, sabiendo demasiado bien que eso sólo podía significar una cosa-. El Profesor había reclamado su autoridad sobre la violencia de Londres.

En el instante en que abrió la puerta del número 63 de King Street, la sutil atmósfera le golpeó como el puño de un boxeador en el estómago. Había una tranquilidad nueva, acompañada por unos aromas más delicados y tangibles que se filtraban desde la cocina.

Sylvia, sin embargo, seguía estando susceptible. Apenas había entrado en el salón cuando empezó: «hoy hemos tenido aquí mucho ajetreo».

Crow no dijo nada, una táctica que, durante las últimas semanas le había parecido mejor adoptar cuando se enfrentaba a las afirmaciones de Sylvia.

– Con todos los preparativos para la Navidad -apuntó ella-. Con las idas y venidas, los preparativos y los planes. Demasiado mal. Demasiado mal… -dejó la frase sin acabar, como si su marido pudiera averiguar el significado mediante algún método para leer la mente.

Crow se alegró. Quizá, pensó, los dos tíos de Sylvia y sus mujeres no vengan a pasar las vacaciones después de todo, una posibilidad que alegraba la vida de Crow de forma considerable. Los tíos y sus mujeres eran indecibles alpinistas sociales de gran diligencia.

– Un telegrama -dijo Sylvia misteriosamente.

– Ah.

– Para Lottie, ¿tú te crees?

– El servicio postal es para todo el mundo, querida.

– No te das cuenta. De nada. Debe recoger todas sus cosas y marcharse esta tarde. Su madre, según parece. La gente es tan poco considerada, ponerse enferma en esta época del año.

La cara de Crow adoptó una sonrisa de las dimensiones de un gato de Cheshire.

– ¿Quieres decir que Lottie nos deja? ¿Se va?

– Ya le he dicho, ¿qué voy hacer? Se lo he dicho. -¿Y?

– Y la señora ya lo tenía todo dispuesto. No hubo opción. Parece que una prima suya ha llegado recientemente a Londres. De una pequeña familia muy buena, pero que cayeron en una mala situación y esperaba encontrar algún empleo. Llegó antes de la hora, así que aquí está. Lottie fuera. Harriet dentro.

Crow se quejó. Lottie había sido lo suficientemente mala. Una prima venida a menos podía resultar aún peor.

– Es todo el trabajo extra -protestó Sylvia, como si la pequeña casa de King Street fuera una especie de mansión-. Enseñarle el oficio, enseñarle a hablar.

En ese instante, un golpecito en la puerta anunció la llegada de la recién instalada Harriet -fresca, morena, guapa, con redondeadas caderas y sonriente, incluso delante de la ceñuda Sylvia Crow- anunciando que la cena estaba servida.

Al principio, Angus Crow se inclinó a pensar que su mujer había cocinado la cena, estaba riquísima. Pero al preguntar, entre el pastel de gallo (uno de sus platos favoritos, que no solía comerse en King Street) y el excelente pudding de limón, se dio cuenta de que toda la cena la había preparado Harriet. Las cosas, consideró, estaban mejorando.

Era ciertamente más animada que la austera Lottie, y mucho más agradable a la vista: sobre todo cuando entró más tarde para cubrir el fuego del salón, mostrando durante el proceso gran parte del tobillo y algo más que un poco de la pantorrilla.

Será un placer tener a Harriet en King Street, pensó el detective. Reflexionó sobre el doble significado de esto, muy sorprendido al encontrar que el viejo Adán resurgía dentro de él, rejuvenecido por la deslumbrante sonrisa de la chica, su manera de andar y la coqueta forma en que le preguntaba si había algo más que pudiera hacer por él.

Las Navidades llegaron y se marcharon de la casa de Albert Square con un genuino sentido de celebración. Para Martha y Polly Pearson fue un momento inolvidable, pero su amo se tomó la alegría de estos días de una forma más seria: permitiendo a todo el mundo que se uniera como si se tratara de una gran familia.

En Nochebuena se reunieron todos en el salón, alrededor de un árbol que habían traído dos días antes, y que la señora Hodges y la señorita Carlotta habían adornado con guirnaldas y bolas. Había jerez para beber, y el propio Profesor repartió pequeños regalos para todo el mundo. Un medallón para Polly y un broche de oro para Martha.

El día de Navidad Bridget Spear las mantuvo muy ocupadas, preparando un banquete en el que participarían casi todos; Harry Alien se ofreció para hacerles ' compañía y compartir su porción abajo.

Sin embargo, después, por la tarde, se les indicó que sirvieran el té con el gran pastel helado en el salón y, cuando apenas habían cogido las bandejas y los dulces, les dijeron que se quedaran y tomaran parte en la celebración, que incluía algunas divertidas canciones alrededor del piano, juegos, que dieron a Polly y a Harry aún mayor oportunidad para entrelazarse por los oscuros rincones de la casa, y una exhibición de increíbles trucos de magia realizados por el Profesor. Una extraña y desordenada Navidad, y enigmática para las chicas, que eran más conscientes de las barreras que la sociedad decretaba entre amos y sirvientes.

El día acabó con la cabeza de Martha dando vueltas por el exceso de vino que había tomado, tumbada sola en la habitación del ático, y Polly sacando el valor necesario para traspasar el límite del sexo femenino y acostarse cómodamente en la cama de Harry Alien.

Dos días después, el Profesor se marchó para realizar una corta excursión a París.

Ninguna de las chicas le vio marcharse, ya que salió a primera hora. Harkness le llevó a Dover y sólo se despidió del leal Albert Spear.

Aunque Polly o Martha le hubieran visto salir de la casa, es dudoso que hubieran podido reconocerle. En lugar de la familiar, y a veces severa persona, habrían observado a un larguirucho hombre de mediana edad, con el pelo gris, ralo y fino, y tan despeinado que el menor soplo de viento lo habría azotado como a un tejado de paja. Su nariz era ligeramente aguileña, y los ojos parpadeaban de incertidumbre. Las ropas de este hombre no eran tan inmaculadas como las que normalmente se veían en el Profesor. Por unas partes se ajustaban, por otras no: el pantalón era un poco largo, y las mangas de su chaqueta y de su gabán un poquitín cortas. Llevaba un baúl de viaje y una caja fotográfica, grande y oblonga, colgada de sus hombros con una banda. En realidad era James Moriarty, pero ahora llevaba en su cartera documentos que le presentaban como Joseph Moberly, extraordinario artista y fotógrafo.

Moriarty disfrutaba al viajar, sobre todo cuando usaba algún disfraz, ya que no había nada que le agradara más que saber que se estaba burlando de los que se encontraban a su alrededor. Su regla general era que un buen disfraz le ayuda a uno a mezclarse y a pasar desapercibido entre los demás. Como Joseph Moberly, sin embargo, siguió una línea de ataque diferente. Moberly era el compendio del artista distraído, despistado y muy nervioso, que tiene interés en todos los seres humanos que encuentra en su camino. Una voz fuerte y de tono agudo y una risa a carcajadas anunciaban su llegada a cualquier sitio, y unas extrañas características -como un raro chasqueo con la lengua y labios- revelaban, quizá, una falta de confianza.

Le dijo a todo el mundo que le miraba -tanto si les importaba como si no- que ésta era su primera visita a París y que planeaba fotografiar algunas de las pinturas más importantes del Museo del Louvre. También podría, exclamó, realizar algunas fotografías de las calles de la gran ciudad, que se proponía exhibir el próximo verano en la galería de Bond Street.

Los pasajeros del paquebote de la tarde desde Dover, y después, los del tren hacia París, estaban bastante hartos de él mucho antes de llegar a la Gare du Nord. Sonriendo para sus adentros, ya que el día había sido un juego -una diversión para pasar el viaje- Moriarty tomó un coche de alquiler para ir a una tranquila y modesta pensión cercana a la Plaza de La Ópera, donde cenó bien y descansó durante la noche. El día siguiente podría ser crucial.

A la mañana siguiente desayunó con tiempo, requiriendo constantemente los servicios del preocupado camarero con su execrable francés, antes de dirigirse, aproximadamente a las diez y media, al museo del Louvre, cargado con la gran maleta fotográfica.

Hasta este momento, toda la intriga y el complot contra los que había jurado dominar o vengarse había sido dirigido por Moriarty, pero lo habían llevado a cabo sus leales secuaces. Por fin, él, la mayor inteligencia criminal de la época, iba a realizar un acto fuera de la ley. Cuando el coche llegó cerca de la Rué de Rivoli, Moriarty sintió en su sangre la vieja agitación, esa sensación entre miedo y emoción que hace que se estremezca el cuerpo y la mente al estar al borde de una gran aventura criminal. Iba a ser llamado el crimen del siglo. Era una pena, pensó, que no pudiera ser reconocido públicamente. Eso era, quizá, parte del brillante e incisivo genio del proyecto. Que él dirigía la gran familia criminal de Londres era de dominio público; que había sido capaz de evadirse de la policía en una docena de países podía ser la envidia de otros miembros de la jerarquía del hampa, así como de causar grandes problemas a las fuerzas de seguridad; pero esto, el robo de una de las mejores obras maestras, no debía conocerse. Después de que éste hubiera sido consumado, lo que le tenía guardado a Grisombre sería una de sus glorias supremas. Lo triste era que también tenía que permanecer en la sombra y, por consiguiente, sólo podría convertirse en un rumor dentro del mundo del crimen.

Era un día luminoso, aunque frío, cuando Moriarty cruzó la Plaza du Carroussel para llegar al gran edificio, con sus largos brazos alargados como si quisiera dar un abrazo al visitante. Fue primero a las oficinas de administración, donde estuvo media hora solicitando el permiso para realizar fotografías en la Galería Principal y en el Salón Carré. Después pasó otra media hora esperando que le entregaran el permiso.

Desde luego, si Moriarty deseaba llamar la atención sobre su persona como Joseph Moberly, sus acciones no fracasaron. El conserje y los demás encargados del museo no tenían ninguna duda de que el fotógrafo inglés era un verdadero excéntrico. Cuando la despeinada figura entró en el vestíbulo principal y mostró su pase al encargado, la gente se volvió para mirarle, mientras otros se cubrían la boca para ocultar la sonrisa ante su pésimo acento y su aún peor gramática.

Pero el francés siempre ha apreciado a aquellos que llevan una vida de loco inconformismo. Los encargados le cogieron cariño y, durante los días siguientes, se referían a él con afectuosas sonrisas como Monsieur Plique-Plaque, por su costumbre de chasquear la lengua y los labios cuando trabajaba con sus fotografías en la Galería Principal del primer piso del museo.

Comenzaba a trabajar relativamente pronto todos los días y acababa antes de las tres de la tarde, a causa de la luz. Durante los dos primeros días, Moriarty estuvo haciendo fotografías de los cuadros de la Galería Principal -con seiscientas yardas de paredes abarrotadas de cuadros-, situada entre el Salón Carré y la Sala Van Dyck, y con vista sobre el Quai du Louvre. Habría preferido ir a trabajar directamente al Salón Carré, donde la Mona Lisa estaba colgada ocupando el primer puesto, pero, para su frustración, dos fotógrafos oficiales ya estaban instalados allí por encargo del Director.

Pasaba parte del tiempo con este par de artistas, que iban de vez en cuando a la Galería Principal para ver si podían aprender algo nuevo de las técnicas del inglés.

El Profesor cada vez se sentía más y más irritado en su interior. Había esperado poder ocuparse de sus asuntos rápidamente, pero los dos fotógrafos oficiales pusieron fin a eso, y él se vio forzado a improvisar, a obrar de acuerdo con las reglas: realizar algunas fotografías del San Sebastián de Vanucci, del Hombre con un guante de Tiziano, y de dos Leonardos -San Juan Bautista y Baco-. Todavía se inquietó más cuando, durante la tercera mañana, un estudiante entró en la Galería Principal y colocó su caballete para empezar una copia de la Sagrada Familia de Andrea del Sarto.

El cuarto día los dos fotógrafos oficiales no estaban allí, aunque el artista principiante seguía trabajando en su copia. El excéntrico inglés comentó la ausencia de sus amigos a uno de los encargados que pasaba, haciendo la habitual ronda por la Galería Principal. Ya han terminado aquí, le dijo, y ahora están trabajando abajo, en el Salón du Tibre.

Moberly asintió con la cabeza con entusiasmo, usando además todo su cuerpo, y le dijo al encargado que ahora podría hacer algunas fotografías en el Salón Carré, destacando que tendría que ir abajo a ver a sus colegas más tarde, como si él también tuviera que marcharse hoy. A continuación, comenzó a doblar su trípode, a guardar su equipo en la gran maleta oblonga y se dirigió hacia el Salón Carré.

Había varias personas en la gran galería, dos mirando al estudiante, todavía realizando laboriosamente un esbozo sobre su lienzo para preparar la copia de la Sagrada Familia, los otros deambulaban y se paraban, casi al azar, delante de cuadros que despertaban su imaginación entre el amplio mosaico de lienzos que cubría las paredes. Un grupo -madre, padre (con quevedos sobre su nariz) y dos hijas de aspecto tísico- se pararon delante de un gran Murillo, normalmente llamado La cocina de los ángeles. Moriarty echó un vistazo rápido a sus caras, que estaban fijas con esa mirada que la gente tiene cuando cree que la contemplación del arte les dará algún bien espiritual.

Cretinos, pensó el Profesor cuando pasó junto a ellos. El arte es solamente bueno por dos cosas: su valor económico o el profundo conocimiento secreto de que uno posee algo único que nadie más puede tener en un millón de años. El gran arte puede compararse con el gran poder, sobre todo si se utiliza de la forma que él había planeado.

Pasó a través del arco para entrar en el Salón Carré y comenzó a colocar su cámara delante de la Mona Lisa, observando todos los ángulos desde los que él podría ser visto. Había tres entradas al pequeño salón: una desde la Galería

Principal, a través de la que él había pasado; otra justo enfrente, en la Galería d'Apollon, que guardaba lo que había quedado de las Joyas de la Corona de Francia [15] y denominada así por el panel de Delacroix en el techo, que representa a Apolo asesinando a la Pitón: la tercera entrada era a través de la puerta de la pequeña habitación que contenía La virgen y los donantes de Hans Memling, y los frescos de Luini.

Moriarty pensó que sólo podría ser visto desde escasas zonas de la Galería Principal y de la Galería d'Apollon, aunque también era posible que los visitantes o los encargados entraran sigilosamente desde la habitación del fresco sin que él se diera cuenta. Cuando llegara el momento, tendría que trabajar rápidamente y con gran sigilo.

Permaneció allí, ajustado su cámara, mirando a través de las lentes y observando la pintura durante casi diez minutos. Durante ese tiempo sólo entraron dos visitantes en el Salón, sin prisa, de camino hacia la Galería Principal. Fue el momento más importante. Sus oídos estaban pendientes de cualquier sonido, tos, pasos o cualquier ruido inesperado. Estaba tan concentrado en escuchar que podía detectar hasta la vibración más pequeña. Por fin, se agachó y abrió la oblonga caja fotográfica que tenía a sus pies, sin apenas mirarla, ya que sus ojos intentaban visualizar las peligrosas entradas y salidas.

Palpando con la punta de los dedos, Moriarty encontró la cerradura oculta en el lateral derecho más largo de la caja. Presionó hacia abajo y el lateral se retiró, mostrando un escondrijo en el que se encontraba la copia de Labrosse acolchada entre terciopelo, que encajaba perfectamente excepto en una pequeña zona que contenía unas tenacillas de punta larga.

Agarrando las tenacillas con fuerza, con sus sentidos en tensión hasta el límite, Moriarty empezó a cruzar la pequeña área que quedaba entre su cámara y el trozo de pared que contenía la pintura. Estaba a punto de asir el reborde inferior del marco cuando le llegaron los apagados sonidos de lejanas voces en el otro extremo de la sala adyacente, en la Galería d'Apollon.

Tres zancadas y de nuevo se encontraba junto a la caja, colocando las tenazas en su lugar y cerrando el lateral partido antes de volver a adoptar su posición detrás de la cámara.

Las voces se iban elevando y cada vez estaban más cerca: un constante monólogo puntuado por una especie de gruñido de una segunda parte; el golpeteo de un bastón y el sonido de al menos cuatro pares de pies.

El Profesor escondió su cabeza bajo el paño negro detrás de su cámara justo cuando el cuarteto entró en el Salón.

– Sé que mi vista casi ha desaparecido, Monsieur le Directeur -una voz parloteaba incansablemente-. Pero incluso en este nublado otoño de mi vista, puedo ver la verdad.

Moriarty levantó su cabeza, preparado para dar a los intrusos el completo tratamiento de Moberly. Un impresionante cuadro atrajo su mirada. La figura central llevaba gafas con gruesas lentes y caminaba con precisión con un bastón que iba golpeando delante de él. A su lado, la figura de barba gris del director del Louvre se inclinaba con respeto. Detrás de ellos, les seguían dos acompañantes.

– Sé que soy una molestia para usted, Directeur-continuó el hombre de corta vista-. Pero, como otros artistas, sólo estoy interesado en preservar la verdad fundamental y la belleza.

– Me doy cuenta de eso -sonrió indulgentemente el director-. De la misma forma que me doy cuenta de que tiene de su lado a un gran número de artistas de peso y de gran influencia. Sin embargo, yo tengo que enfrentarme a los testarudos, Degas [16].

– Testarudos, imbéciles, locos, todos los que no son capaces de distinguir óleos de acuarelas. Todo lo que quieren son bonitas pinturas colgadas en sus paredes. Cuadros que parezcan limpios y recién barnizados.

– Parece que estamos interrumpiendo a uno de nuestros fotógrafos -intervino el director.

Uno de sus acompañantes tosió, el otro caminó hacia Moriarty arrastrando los pies, como para proteger a los dos hombres importantes.

– No importa, Monsieur le Directeur -le lisonjeó Moriarty, y se inclinó en una reverencia.

– Un inglés -lanzó Degas-. Tiene que venir a París para poder ver inapreciables trabajos ¿eh?

– Tengo el privilegio de realizar fotografías, señor, de algunas de las mejores pinturas del mundo -Moriarty tomó aliento, como para emprender una de las charlas de Moberly.

– Espero que sus fotografías sean mejores que su francés -dijo rápidamente Degas. Y luego, más lentamente, a beneficio de Moriarty-: ¿y está fotografiando La Joconde? ¿Es, quizá, un experto en esta pintura?

– Conozco su incalculable valor. De la misma manera que soy consciente del gran honor que supone el estar hablando con un artista como usted, Monsieur Degas -se burló para sus adentros: un mal pintor, un pintor de bailarinas, de bailarinas borrosas y poco nítidas, y de mujeres realizando su aseo.

Degas se rió.

– Estoy irritado. A punto de una pequeña tormenta. Los idiotas de aquí, del Louvre, quieren La Joconde limpia. ¿Qué piensa usted sobre esto, inglés?

– He leído los argumentos, señor -lanzó una mirada de soslayo al director, que estaba empezando a estar involucrado sin querer-. En mi humilde opinión, usted y sus colegas llevan razón al luchar contra tal decisión. Limpiar la Mona Lisa es arriesgarse a un gran daño. Límpienla y se arriesgarán a algo más que a dañarla, se arriesgan a una transformación.

– Ya ve -gritó Degas, golpeando con su bastón en el suelo-. Hasta los fotógrafos ingleses lo entienden. Límpienla y se hará irreconocible. Mírela, Directeur. Yo no puedo verla tan claramente como quisiera, pero puedo sentirla. Limpiar y volver a barnizar La Joconde sería como desnudar a la mujer más fascinante de la tierra. Se puede desear todavía a una mujer que se ha visto desnuda, pero la sensación de misterio siempre se aleja con el revoloteo de la última prenda. Eso sucedería con La Joconde. La fascinación pasaría a la historia. Sería lo mismo quemarla que limpiarla.

– Bravo -la carcajada en tono alto que emitió Moriarty resonó por todo el Salón y el director, barruntando una embarazosa charla por parte de este desconocido visitante, agarró a Degas del brazo.

– Debemos dejar que nuestro amigo inglés continúe con su trabajo. Usted ya ha dado su opinión y podrá volverla a dar ante el Comité esta tarde.

El gran artista se dejó llevar lentamente de vuelta hacia el Salón d'Apollon.

– Estoy casi ciego, fotógrafo -volvió a decir-. Pero no completamente ciego, como esos cretinos que cuidan la herencia de la humanidad.

Moriarty dio un suspiro, todavía detrás de su cámara, con los ojos fijos en la pequeña obra maestra de Leonardo. Por tanto, aún siguen pensando en limpiarla. Era un riesgo que tenía que correr.

La familia, que había quedado tan impresionada con La cocina de los ángeles, estaba ahora regresando al Salón; también había entrado otro visitante, junto con un encargado. Miraba como si fuera a instalarse y examinar cada cuadro hasta en el detalle más insignificante.

– ¿Entonces, vio a ese hombre importante? -le preguntó el encargado.

Moriarty asintió con la cabeza.

– Un honor, un considerable honor.

– Hace las cosas agradables para el director y el Comité -se rió entre dientes el encargado-. ¿Yo? Yo no sé si deberían limpiarla o no. Yo sólo trabajo aquí. No sé nada de arte -y se encogió de hombros y se dirigió hacia la Galería d'Apollon.

Cinco minutos después no había moros en la costa. Para su sorpresa, Moriarty descubrió que estaba sudando abundantemente. Levantó las manos y vio que temblaban ligeramente. ¿Seguro que sus nervios no le iban a fallar? Echó un vistazo a su alrededor, escuchó una vez más hasta el límite, a la vez que alcanzaba la caja de la cámara y volvía a abrir la parte oculta. Percibía un olor seco y, en el arco entre el Salón y la Galería d'Apollon, observó cómo caían las motas de polvo que se veían con la luz. Más lejos, alguien dejó caer algo con un ruido seco. Ahora estaba junto al cuadro, sus manos en el marco, levantándolo de los ganchos de la pared, su corazón latiendo con golpes pesados en sus oídos, quizá distorsionando los sonidos de otras partes del museo. El marco era pesado, mucho más pesado de lo que esperaba, aunque lo quitó de la pared con bastante facilidad.

Moriarty lo dejó en el suelo, inclinado contra la pared, le dio la vuelta, dejando visible la parte posterior, donde los catorce broches mantenían en su sitio la pintura original. Dejó de trabajar durante un instante al escuchar algo extraño en el aire, y se dio cuenta de que sólo era su propia respiración. Después, las tenazas fueron hasta los broches, girando cada uno de ellos hacia el exterior, hacia el marco, uno a uno, hasta que el panel de álamo del Leonardo quedó libre. Agarrando la parte superior del marco, el Profesor lo inclinó hacia delante desde la pared, con la otra mano detrás de la pintura, dejando que se separara del marco.

Sostenerlo fue casi como una experiencia sexual. Tenía que moverse rápidamente, dando las tres zancadas de vuelta hacia la caja fotográfica; sujetar la verdadera Mona Lisa con una mano mientras sacaba la versión de Labrosse de su escondrijo, e introducir el Leonardo en el lugar secreto, con un ajuste perfecto.

Ahora estaba contando para retroceder hasta el marco, colocando el borde inferior de la copia sobre el reborde. Durante un segundo, Moriarty sintió una opresión en la garganta, ya que la copia parecía no ajustar perfectamente. Luego, un ligero movimiento y encajó en su lugar. Las tenacillas otra vez sobre los broches y el esfuerzo para dejar todo el conjunto otra vez colgado en su sitio.

Cuando iba a colocar de nuevo las tenacillas en su nicho de la caja fotográfica, sintió unos pasos que venían de la habitación del fresco. Cerró el falso lateral, se agachó sobre una rodilla y comenzó a revolver en la caja. Un encargado se encontraba detrás de él. ¿Cuánto tiempo llevaría ese hombre allí?, se preguntó. ¿Cuánto tiempo había tardado en realizar el cambio? Las motas de polvo seguían flotando en el aire y los ruidos del fondo todavía llegaban distantes.

– Charlot me dice que mañana ya no viene -dijo el encargado.

Moriarty trató de respirar lentamente, controlándose, luchando contra las palpitaciones que sentía en sus oídos.

– No, no -replicó con la estrepitosa risa de Moberly-. He terminado mi trabajo aquí.

Permaneció un poco más de tiempo en el Salón Carré, sin apresurar su salida, antes de salir del Louvre con la caja fotográfica negra colgada al hombro. Nadie que hubiera visto su larguirucha figura, ladeada por el peso de su equipo, cruzando la Plaza du Carroussel, podría haber imaginado que llevaba consigo uno de los más importantes legados de Leonardo da Vinci.

Dos días más tarde, Moberly se marchó de Francia -en realidad desapareció de la faz de la tierra- y Moriarty regresó a la casa de Albert Square para colocar el tesoro en un lugar secreto y oculto. Notaba una extraña sensación al sentarse en el estudio y contemplar la pintura original, sabiendo que ahora era suya. Todavía existía una sensación de anticlímax. Ahora sólo él sabía la localización de la Gioconda, la Joconda, la Mona Lisa… como quiera llamarse. También sabía que nadie excepto él pondría los ojos sobre ella hasta su acuerdo final con Jean Grisombre, quien le había traicionado tan vilmente. Sin embargo, para continuar con el complot en acción tenía que regresar a París, y rápidamente. Esta vez regresaría como otro personaje de su repertorio de disfraces -un caballero americano de indiscutible riqueza [17].

El americano no era cursi ni ostentoso en ningún sentido. Llevaba sus riquezas con la naturalidad del que ha nacido con ellas, sin las maneras agresivas ni presuntuosas de muchos de los que en estos días vienen a Europa desde el continente americano, y que han adquirido su fortuna rápidamente con oro o líneas férreas, y derrochan, tiranizan y ordenan como si su reciente opulencia fuera la clave de la vida, como, por desgracia, suele suceder.

Era un hombre corpulento de cuarenta y muchos años, mofletudo, de semblante rojizo, pelo oscuro y voz suave. Era una de las transformaciones más simples de Moriarty, lograda con un hábil relleno bajo sus ropas y sus carrillos, una preparación cosmética para aumentar el color de piel y tinte para el pelo. Añadió unas gafas con montura de asta, su propio y considerable talento para adoptar diferentes acentos, y documentos, entre los que se incluían letras de crédito que mostraban que era Jarvis Morningdale, de Boston, Mass. Con él viajaba un secretario al que llamaba Harry. Ambos tenían reservada una suite en el Crillon.

La reputación de París como ciudad del placer había partido desde la zona de Montmartre a principios de siglo, y ahora se extendía hasta las calles y callejones alrededor de Pigalle, donde los turistas y visitantes iban a ver los escandalosos espectáculos que habían sido las habladurías de occidente desde finales de 1880. Durante su primera noche en París, Jarvis Morningdale, de Boston, se dirigió directamente a Montmartre, buscando, más que pecado, a una persona que sabía casi con certeza que estaría donde el pecado florece más prolíficamente.

Era un frío y severo invierno de 1897, los cabarets y cafés estaban todavía atestados hasta las puertas. Aproximadamente a las once, el americano se sentó en una mesa junto a la pista de baile del Moulin Rouge, viendo cómo las chicas bailaban el canean con atlético entusiasmo; dando vueltas rápidamente, lanzando sus faldas hacia lo alto, girando en el port d'armes y dando desacordes y salvajes gritos en el gran écart.

Jarvis Morningdale, dando pequeños sorbos a su champán y con la cara más sonrosada de lo habitual, se volvió hacia su secretario y le habló en voz baja.

– Mi querido Harry, deberías haber estado aquí hace algunos años -sonrió-. Ahora todo es espectáculo. En aquellos días era sexo. Incluso estas chicas llevan ropa interior decente y apenas puedo entrever un muslo desnudo. Cuando Zidler dirigía este lugar, las mujeres eran mujeres: La Goulue, Jane Avril, Cri-Cri, Rayón d'Or, La Sauterelle y Nini Patte-en-l'air. Podías ver su femineidad en sus gotas de sudor y olería por toda la habitación [18].

– A mí todavía me parece bastante exagerado -replicó Harry Alien, sin quitar los ojos de los traseros con encajes blancos que iban a ser presentados a la audiencia como la charanga para un llamativo final.

Se unieron al aplauso con tanto vigor como el resto de la multitud, y Moriarty dio un codazo a su acompañante.

– Ahora viene una de las genuinas -susurró, moviendo la cabeza hacia una delgada y morena chica con aspecto de gitana, que se deslizaba y abría camino con las caderas entre las mesas como si estuviera buscando a alguien. Los ojos de Moriarty siguieron a la chica, como si deseara atraerla para que mirara hacia él-. La conozco de otras veces -murmuró a Alien-, aunque creo que ella no me reconocerá en mi actual persona.

La chica se paró, mirando directamente a Moriarty, quien hizo una inclinación de cabeza. Ella sonrió, con una luz en sus oscuros ojos, y luego se acercó con largas y sensuales zancadas hacia la mesa. Iba vestida de un modo algo bohemio, una falda suelta que no llegaba al suelo y una blusa ceñida que revelaba que llevaba poca ropa interior.

– ¿Le gustaría invitarme a beber algo, Monsieur? -la voz era áspera, como si hablara el idioma con acento extranjero.

El americano contestó afirmativamente con la cabeza y replicó con un fluido francés.

– Siéntese, ¿champán?

– ¿Hay alguna otra bebida?

Un camarero había llegado a la mesa incluso antes de que Moriarty hubiera levantado la mano.

La chica examinó a ambos hombres con desprecio.

– ¿Desearía usted…? -comenzó ella.

– Lo que yo desee no es asunto tuyo -la suave voz hacía alusión a un posible peligro-. Eres Suzanne ¿verdad?

Su nariz se hinchó.

– Nunca le he visto aquí antes. ¿Cómo es que me conoce?

– Eso es cosa mía. No tienes por qué preocuparte. Igual que tú, estoy aquí para hacer negocios. -¿Sí?

– Sea cual sea tu precio, yo lo doblaré, y llévate a este amigo mío a tu casa.

Suzanne miró a Harry Alien como si estuviera examinando a un caballo semental.

– ¿Y qué más?

– He hecho un largo viaje para hacer una proposición a un amigo tuyo, no importa de qué le conozco, pero es famoso hasta en América. ¿Dónde puedo encontrar a Grisombre?

– ¿Eso es todo? A Grisombre le encontrará fácilmente. En la Rué Veron hay un cabaret, uno pequeño, como todos los de por allí. Se llama La Maison Vide. Grisombre suele estar allí a esta hora, en realidad creo que el local le pertenece, como muchos en Montmartre. -Y sin mostrar mayor interés se volvió hacia Harry Alien-. Tiene un gran amigo si le compra un regalo como yo.

El americano, Morningdale, sonrió calladamente, casi regresando con sigilo a su propia persona, ya que su cabeza se movió de un lado para otro con esa familiar y reptiliana costumbre.

– Adelante, Harry. Yo no se lo diré a tu pequeña fregona de Albert Square. Todos me han dicho que Suzanne la Gitana vale todo lo que se paga -se rió de su comentario y depositó unas monedas en la mesa con un pequeño tintineo, dejó su champán y se preparó para salir.

– ¿Podrá arreglárselas solo? -Alien lanzó una disimulada e inquieta mirada a su jefe.

– Harry, me las he arreglado solo en lugares más peligrosos y corruptos que Montmartre. Pásatelo bien y mañana por la mañana te veré en el hotel.

En el exterior, en la Plaza Blanche hacía un frío enorme. Al otro lado de la carretera, un grupo de cocheros pataleaban en el suelo y calentaban las manos alrededor de los braseros de los vendedores de castañas. Una prostituta se separó de un pequeño corrillo de mujeres de la calle que estaba en una esquina y trató al Profesor de forma natural.

– Hola, chéri -comenzó animadamente-. Puedo hacerte pasar el mejor momento de tu vida -su pequeña nariz estaba azulada por el frío y sus dientes castañeaban.

Durante un momento, Moriarty abandonó un poco el papel de Jarvis Morningdale.

– Tócame, ramera, y tendré tu corazón -pronunció con afectación.

La chica le escupió directamente y Moriarty alargó la mano, agarró con el puño su barato abrigo y tiró de ella hacia sí, habiéndola en un francés bastante rápido, en el argot de las callejuelas y callejones.

– Ferme ton bec, ma petite marmite, ou je casse ton aileron <strong>[19]</strong>.

La empujó por la espalda, de forma que se balanceó y cayó en la cuneta. Los modales de Moriarty, más que sus palabras, la hicieron callar. Cuando ella se hubo levantado, él ya se encontraba en un coche, ordenando al conductor que le llevara a la Rué Veron.

La Maison Vide tenía una pequeña fachada, una puerta con un diseño oriental en el porche, una ventana decorada desde el interior con una lamparilla de vidrio rojo y varios carteles que anunciaban a las artistas que actuaban en ese momento o que habían actuado anteriormente en ese lugar.

Un hombre de vigorosa mandíbula cogió la pequeña propina que le dio Moriarty al solicitar su entrada y le condujo hasta un camarero con pajarita y un manchado y arrugado traje de noche. El interior no era distinto a los demás cabarets de su tipo: mesas rústicas agolpadas, separadas de la pista de baile por una barandilla de madera. En el extremo más alejado se encontraba una banda, con los músicos muy apretados en una esquina junto al pequeño escenario. El local estaba abarrotado, obviamente estaba de moda, y Moriarty tuvo que parpadear una o dos veces para acostumbrarse a la densa capa del humo de cigarros. El camarero, con extraordinaria precisión, le acompañó entre las mesas, con un complicado y encadenado baile, hasta un lugar que acababan de desalojar un hombre y una mujer. La silla todavía estaba caliente por el trasero de la mujer, y el vaso que estaba delante del Profesor podría haber sido el que ella acababa de utilizar, los desperdicios tirados por el suelo. No tuvo necesidad de pedir, ya que el camarero sacó una botella como por arte de magia, la descorchó y llenó una copa, antes de tener oportunidad de pedir otra cosa. El champán no tenía gas.

Ahora que estaba sentado, tendría tiempo para mirar alrededor. La banda tocaba un fuerte acorde, el tambor, con un pequeño redoble, sonaba como una lata de galletas, y las cortinas del pequeño escenario se dividían y revelaban un pequeño diván. Con otro redoble del tambor, apareció una regordeta y coqueta chica por detrás de las cortinas, guiñando el ojo y mirando de forma incitadora a los clientes, quienes, por sus gritos y silbidos, mostraban que estaban totalmente predispuestos para su actuación.

La chica, que estaba completamente vestida, caminó con pasos menuditos hasta llegar abajo del escenario, avanzando con una exagerada cojera. Se paró. Guiñó un ojo y, de repente, reaccionó como si algo le picara o mordiera junto a su pecho derecho. La audiencia, obviamente muchos ya habían visto la actuación, se rió a carcajadas. Sin duda, a la chica le estaba causando grandes molestias una pulga. Como las molestias iban en aumento, y ella se rascaba cada vez más, se vio obligada a quitarse el vestido para atrapar al molesto y diminuto insecto. Cuando se hubo quitado el vestido, el imaginario insecto cambió de lugar, y así sucesivamente, siempre siendo necesaria la eliminación de alguna prenda interior, hasta que se quedó, con coquetería, con muy poca ropa [20].

El desvestimiento final fue tan inevitable como que la noche siga al día, y la actuación terminó con un estrepitoso aplauso. La banda empezó a tocar de nuevo y el Profesor comenzó a mirar alrededor.

Jean Grisombre estaba sentado en una gran mesa colocada junto a la pista de baile, dispensando hospitalidad a dos tíos de aspecto duro que bien podrían haber sido banqueros. Grisombre era un hombre bajo y ágil, que se movía como un bailarín, pero con una cara que no tenía ninguno de los encantos necesarios para esa profesión. Era poco expresivo y rara vez sonreía abiertamente, sólo su boca se movía en un reflejo casi simulado. Estaba sentado enfrente de los dos hombres de negocios, flanqueado por sus dos omnipresentes guardaespaldas, los dos con aspecto de apaches: delgados, con caras muy morenas y moviendo los ojos constantemente.

Al cabo de unos diez minutos, el par de serios hombres de negocios se levantó. Grisombre les estrechó la mano con una solemne despedida. Algún tipo de unión se había sellado con el vino. Moriarty se preguntó quién sería traicionado o a quién robarían, estafarían o peor aún. Uno de los guardaespaldas acompañó a los invitados hasta la puerta, mientras Grisombre hablaba tranquilamente, como si estuviera dando órdenes, con el otro.

El Profesor estaba observando el movimiento de sus labios y casi podía oír la voz de Grisombre durante el último de sus encuentros. «Lo siento -dijo-. Es la decisión de todos. Si uno de nosotros hubiera fracasado y se encontrara en una comprometida situación con la policía, usted haría lo mismo sin ninguna duda. Nos ha fallado como líder, Profesor, y tengo que pedirle que deje París y se marche de Francia cuanto antes. No hay nada más que decir, excepto que yo no le puedo garantizar su protección aquí durante más tiempo.»

Bien, pensó Moriarty, pronto olfatearás mi cebo y suplicarás de nuevo mi liderazgo. Levantó la mano para llamar la atención del camarero que se encontraba más próximo, que fue rápidamente, preocupado, pero inclinándose de forma zalamera.

– ¿Otra botella, señor?

– Desearía hablar con Monsieur Grisombre.

La actitud del hombre cambió, la sonrisa se desvaneció y la sospecha alanceó sus ojos.

– ¿Quién debo decirle…?

– Mi nombre no significa nada para él. Será suficiente con que le dé esto.

La mano de Moriarty se hundió en el bolsillo de su abrigo y sacó una carta que él personalmente había dictado a Wilhelm Schleifstein. M. Jean Grisombre. En mano, decía en el sobre. El mensaje del interior era simple. Querido Jean: el motivo de esta carta es presentarle a un amigo americano, Jarvis Morningdale. Es extremadamente rico y tiene una proposición que, creo, usted merece más que yo. Esté seguro de que pagará cualquier precio. No bromea con el dinero. Su obediente amigo, Willy.

Grisombre rasgó el sobre casi antes de que el camarero se lo entregara, lanzando una rápida mirada en dirección a Moriarty. Examinó el contenido lentamente, como si se tratara de un difícil texto latino, y luego levantó la cabeza. Esta vez observó al Profesor con más interés. Moriarty levantó su vaso. Grisombre dijo algo al guardaespaldas, éste asintió con la cabeza e hizo señas al Profesor para que se acercara a la mesa.

– ¿Usted es Jarvis Morningdale? -le preguntó en francés.

– En efecto. Herr Schleifstein me recomendó a usted.

– Tiene un buen acento para ser americano.

– Es bastante sorprendente. Mi madre era de Nueva Orleans. El francés es mi segunda lengua.

– Bien.

Grisombre le invitó a sentarse. Uno de los guardaespaldas le sirvió una copa de champán. Esta vez no estaba muerto.

– Tengo la sensación de que ya le conozco -Grisombre le miró fijamente, pero Moriarty mantuvo la mirada del francés sin vacilar, seguro de su disfraz.

– No creo -dijo el Profesor-. Mis visitas a París han sido, hasta ahora, bastante raras.

Grisombre seguía mirándole de forma severa.

– Willy Schleifstein dice que probablemente puedo servirle de ayuda.

Moriarty se permitió una sonrisa.

– No sé, pero me gustaría pensar que así es.

– Dígame entonces.

Las chicas estaban dando alaridos en la pista, alineadas para el canean. Probablemente esto era así en la mitad de los cabarets de París, pensó Moriarty.

– Lo que tengo que decirle sólo puede ser en privado -dijo en voz alta.

Grisombre señaló a sus guardaespaldas.

– Sea cual sea su negocio puede discutirse delante de ellos.

Moriarty se encogió de hombros.

– Lo siento. Es un plan demasiado importante. Hay una gran cantidad de dinero por medio.

Parecía que Grisombre estaba pensando y Moriarty tomó las medidas exactas del hombre: el dinero era lo más importante en su reflexión.

– De acuerdo -dijo el francés finalmente-. Aquí hay una habitación que podemos utilizar. Arriba.

Luego susurró una palabra al guardaespaldas, que ya había regresado de acompañar a los anteriores invitados. El hombre inclinó la cabeza y se marchó, sin importarle las salvajes cabrioladas del baile de las chicas.

– ¿Le gustan las chicas, señor Morningdale? -Grisombre sonrió de forma adusta, como siempre.

– Con moderación, señor Grisombre. Encuentro esta danza demasiado extravagante para mis gustos.

– Usted es americano. Quizá pueda arreglarle una cita con una chica que sé que le gustará, una mulata que ha vivido en París durante la mayor parte de su corta vida. Es muy discreta y, ¿cómo podría explicarlo?: ¿impaciente e ilusionada?

Una mujer era el último enredo que Moriarty necesitaba: especialmente con este disfraz que, en un dormitorio, se descubriría sin ninguna dificultad.

– Creo que no. Verá, voy detrás de una dama de excepcional cuna.

– Si desea ser tan melindroso -y se encogió de hombros.

– Su nombre -dijo Moriarty lentamente- es Madonna Lisa, esposa de Zanobi del Gioconda.

Grisombre parpadeó nerviosamente.

– Entonces, creo que sí lleva razón. Debemos hablar en privado.

La utilización habitual de la habitación a la que subieron no era difícil de definir. Una gran cama de latón ocupaba casi todo el espacio; también había un vistoso tocador y muchos espejos, incluido uno en el techo. Grisombre y Jarvis Morningdale se sentaron uno enfrente del otro en un par de sillones de nogal con bellas patas talladas, los asientos, los brazos y los respaldos estaban ricamente tapizados de rojo con brocados dorados. Eran buenas reproducciones, como las chicas que, suponía Moriarty, utilizaban esa habitación.

Los guardaespaldas dejaron una botella de brandy y dos copas, aunque Moriarty habría apostado a que los dos hombres estaban en la puerta, por si había que llamarlos rápidamente. Él habría hecho lo mismo.

– Cuénteme más sobre Madonna Lisa -dijo Grisombre, fingiendo divertirse. Las comisuras de sus labios se levantaron, pero sus ojos permanecían muertos, como los ojos de un cordero degollado.

– Hay poco que contar. Meramente le estoy exponiendo un asunto abstracto, Monsieur Grisombre. Si usted deseara obtener un tesoro sin que los propietarios se dieran cuenta de que ha desaparecido, ¿qué haría?

– Comprendo que el método usual es cogerlo y dejar alguna copia en su lugar. Así se ha hecho en numerosas ocasiones, a menudo por personas que debían conocerlo bien. Se ha hecho con joyas, creo. Pero usted está hablando de un cuadro. Un trabajo de gran valor y antigüedad.

– La pintura está expuesta en el Museo del Louvre. En el Salón Carré. Seré sincero con usted. Había pensado llevar a cabo todo el plan yo solo. He investigado sobre ello, pero, desgraciadamente, hace falta experiencia en ciertas artes, como el robo, por ejemplo. Dígame, ¿sería difícil robar tal pintura?

Grisombre sonrió brevemente.

– El robo sería sencillo. Por lo que yo recuerdo no es una pintura grande, y el Louvre no tiene ni idea de proteger sus tesoros. ¿Por qué iban a hacerlo? ¿Quién iba a ser tan idiota de robar tales obras? No pueden venderse.

– Si se pudiera ocultar el robo, podrían venderme el cuadro a mí

Grisombre permaneció en silencio durante un minuto.

– ¿Y cuánto estaría dispuesto a pagar por semejante objeto? ¿Cuál es su valor, señor Morningdale?

– Se dice que es incalculable, pero a todas las cosas de la tierra se les puede calcular un precio. Yo tenía un pariente… ya se ha marchado, que era un matemático nada despreciable. Calculó el precio por mí. Fue hace algunos años, le advierto. Se dijo que Francisco I compró la pintura de Leonardo por 4.000 florines de oro.

– Conozco la historia -Grisombre se inclinó como si husmeara dinero.

– Bien, si lo considera como una inversión inicial realizada a principios del siglo XVI, y calcula el tres por ciento de interés compuesto, en la actualidad esa inversión valdría algo así como novecientos millones de dólares. Once millones de libras esterlinas.

– ¿En francos? -preguntó el francés.

– No me interesan los francos. Solamente dólares o libras esterlinas y, para ser honesto con usted, señor, no tengo gran fe en la moneda de las naciones.

– ¿No? -Grisombre levantó sus cejas burlonamente.

– ¿No lo nota en el ambiente? Es lo mismo en América que en Europa. Por un lado, existe gran riqueza, poder. Por el otro, gran pobreza, inquietud. Entre los dos hay una increíble evolución. Invenciones que se forman en las mentes. Pero la pobreza y la riqueza al final deben enfrentarse. Es inevitable. Las semillas de la revolución y del caos están a nuestro alrededor, querido amigo: las bombas, los anarquistas, los trabajadores organizándose por sí solos. Al final heredarán la tierra, pero olvidarán la corrupta influencia del poder. Quizá suceda dentro de cinco años, o diez. Quizá no suceda hasta dentro de setenta u ochenta años, no durante nuestra vida. Pero cuando la corrupción sea completa, el mundo regresará a un sistema feudal. Será como en las Edades Bárbaras, y desde ahora hasta ese momento sólo sobrevivirá el más fuerte. Creo que nosotros debemos proteger las cosas de valor permanente contra el tiempo. Las cosas que verdaderamente no tienen precio, como ese trozo de madera cubierto con pintura por un artista del siglo dieciséis. Por eso, ahora pagaré un razonable precio en la moneda actual, que al final no tendrá valor.

– ¿Cuánto? -dijo sencillamente. La pregunta que Moriarty había estado esperando.

– Yo soy un hombre rico, monsieur. Seis millones de libras esterlinas. Pero con una condición.

– Sí.

– Que no se descubra el robo.

– ¿Que se sustituya la verdadera pintura por una reproducción?

– Algo así. ¿Conoce a alguien que le pueda proporcionar un buen trabajo, que pase hasta la inspección más minuciosa?

– Posiblemente sólo hay tres hombres con ese talento.

– También yo me he informado. ¿Sus nombres?

– ¡Oh, no, señor Morningdale! Le doy los nombres y, quizá, usted gane una gran suma de dinero.

La cabeza de Moriarty comenzó a oscilar de un lado a otro. Tenía que utilizar gran fuerza de voluntad para controlar la acción nerviosa.

– Muy bien -dio un sorbo a su brandy-. Un hombre de París llamado Pierre Labrosse; un inglés, Reginald Leftly; y un artista que vive en Holanda y se llama a sí mismo Van Eyken, aunque ése no es su verdadero nombre.

La voz de Grisombre decayó hasta convertirse en casi un susurro.

– Estoy impresionado, señor Morningdale. Debe tomarse muy en serio todo esto.

– Deseo ser el propietario de esa pintura: la Mona Lisa, la Madonna Lisa, La Joconde, la Gioconda. La dama con la sonrisa esperando sentada en el Salón Carré. Naturalmente, yo soy serio y quiero decirle algo más. Labrosse no es bueno. Bebe demasiado y sé que ahora se ha marchado de París. El denominado holandés es viejo y de poca confianza, aunque probablemente sería el que hiciera la mejor imitación. Reginald Leftly es el único candidato posible. De la misma forma que usted es el único hombre con valor y recursos para cambiar la pintura.

El francés movió la cabeza para indicar que estaba de acuerdo. Era como un pez con la boca abierta, deslizándose rápidamente por el agua para alcanzar el cebo y el anzuelo.

Moriarty ahora tenía que jugar con discreción.

– Le pagaré cinco mil libras ahora, para cubrir sus gastos. Después, tendrá que moverse rápidamente. Yo estaré en Londres durante una semana: del 8 al 13 de marzo. En el Hotel Grosvenor. Si desea llevar a cabo este encargo, envíeme un telegrama durante esos días. Dirá, La dama espera verle. Lo firmará Georges, y eso querrá decir que ya ha cambiado la pintura. Yo esperaré en el Hotel Grosvenor, todas las noches de ocho a nueve hasta el día 13, la llegada de ese telegrama. Me llevará la pintura allí. A cambio, le pagaré los millones restantes.

– Es una gran suma de dinero -la voz de Grisombre era gutural, ronca, como si pensar en tal riqueza fuera demasiado.

Jarvis Morningdale sonrió y extendió su mano en un acto casi humilde.

– Tengo muchísimo dinero -dijo.

Al cabo de veinticuatro horas, Jean Grisombre ya había llamado al americano del Crillón y recogido las cinco mil libras esterlinas. A las cuarenta y ocho horas, Jarvis Morningdale y su secretario habían salido de Francia y James Moriarty había regresado a Albert Square. Pasaron ocho semanas hasta que Morningdale resucitó.

Ocho semanas de crudo tiempo invernal, hielo y nieve que iban dando paso gradualmente a los primeros indicios de la primavera.

Hacia finales de enero, Angus McCready Crow estaba ocupado en el rastreo y detención de James Moriarty.

Su idea sobre el asunto había sido clara. Aproximadamente una semana después de las Navidades, Crow se dio cuenta de que había muy pocas esperanzas de que algún policía, o detective, detuviera a Ember o Lee Chow o a cualquiera de los demás nombres asociados al Profesor.

Ahora estaba seguro de que Moriarty estaba relacionado con una serie de vendettas y, como una de las víctimas, Schleifstein, parecía haber desaparecido, la respuesta estaba en salir y vigilar a los otros.

Según parecía, Holmes tenía gente en el continente que le informaba de cualquier cosa inusual concerniente a Grisombre, Sanzionare o Segorbe. Pero el detective tenía claro que no se debía tener demasiada confianza en estos espías. Crow, sin embargo, tuvo que hacer algunos movimientos solo. Comenzó escribiendo a su viejo amigo Chanson, de la Policía Judicial, indicándole que le sería de gran ayuda cualquier información actual sobre Jean Grisombre -contactos, gente extraña, repentinos movimientos, incidentes inusuales-. Al mismo tiempo, Crow escribió cartas similares a algunos policías de Roma y Madrid. Estas cartas estaban dirigidas a hombres que no conocía -el capitán Meldozzi de los Carabinieri y el capitán Tomaro de la Guardia Civil-, aunque ambos eran muy conocidos en sus propias fuerzas. Ambos respondieron a su carta, asegurándole, con frases casi poéticas, que le ayudarían de cualquier forma posible, pero sin aportar nada sustancioso en cuanto a Sanzionare o Segorbe. Solamente Chanson le proporcionó información, aunque escasa. Grisombre, dijo, se había mantenido apartado, pero había notado un pequeño detalle a comienzos de año. Se refería a una visita que el líder francés de la banda había hecho al hotel Crillon, en el número 10 de la Place de la Concorde, la noche del 4 de enero.

Un detective del primer Distrito, que abarcaba los números del 1 al 8 -el Crillón estaba situado en el 8-, se encontraba en el hotel la noche en cuestión, haciendo unas preguntas relacionadas con una queja de poca importancia, cuando reconoció a Grisombre en el vestíbulo. Ver a Grisombre en el Crillón puso al detective en guardia. Inmediatamente preguntó por las joyas que estaban guardadas en la caja de caudales del hotel y preguntó al conserje que se encontraba trabajando sobre Grisombre. Mediante estas preguntas, el detective sacó la conclusión de que Jean Grisombre había sido invitado por un huésped americano, el señor Jarvis Morningdale. También obtuvo una descripción de Morningdale con una nota que explicaba que había llegado a Francia desde Dover el 3 de enero, viajando directamente a París, y que había salido por la misma vía dos días más tarde.

Chanson no pudo resistir una disimulada indirecta al final de la carta, diciendo que esperaba que esas fechas de entrada y salida fueran útiles, ya que la policía británica no tenía ninguna pista de los movimientos del americano, al permitir, como hacían, que los visitantes recorrieran el país a voluntad.

El detective francés sabía que Crow había sido partidario del sistema de la cai te d'identité (y el Meldewesen alemán) para mantener vigilados a los visitantes [21]. Crow estaba irritado por esta interrupción y decidió que era el momento de enviar otra memoria sobre este asunto al jefe de policía, aunque quizá no sirviese de nada.

Sin embargo, Angus Crow tenía otros pensamientos en la cabeza. El número de crímenes que estaba investigando había aumentado considerablemente durante las Navidades, y a este incremento de trabajo no le ayudaba la situación doméstica en el número 63 de King Street. No era fácil para él resignarse a las numerosas veladas y cenas que Sylvia concertaba, por no mencionar aquéllas a las que estaban invitados. Repetidas veces, Crow volvía tarde a King Street, cansado por las investigaciones que le habían llevado a horribles zonas de la capital, o incluso más lejos, para encontrar a Sylvia con un ánimo quisquilloso y susceptible. Los invitados estaban a punto de llegar en cualquier momento o sólo disponía de media hora para ir a algún lugar, normalmente a casa de personas con las que Crow tenía muy poco en común. Pero nada podía parar a Sylvia, que estaba determinada a elevarse en sociedad, y Crow se sentía bastante incapaz de hacer comprender a su obsesionada mente que sólo se estaba mezclando con gente que tenía las mismas pretensiones que ella: un estrato medio dentro de la clase media que vivía en las nubes.

Esta eterna y cómica tarea de cenas y veladas musicales estaban también arruinando los placeres del dormitorio, y Crow estaba empezando a descubrir que las desenfrenadas pasiones que había tenido antes de su matrimonio ahora se estaban apagando y, a veces, ni existían.

Sylvia le apartaba con excusas de lo que ella denominaba «actos conyugales» -con dolores de cabeza, fatiga o simplemente mal humor-, por lo que la frustración de Crow iba en aumento. Era un hombre sano, en la flor de la vida, que siempre había estado acostumbrado a los placeres de la carne. Ahora parecía que se le habían negado. Se inquietaba, meditaba tristemente y, cada vez más y más, se fue dando cuenta de la trabajadora y atractiva Harriet, cuya luminosa sonrisa y su constante buen humor impresionaban profundamente al detective.

Por tanto, una noche a principios de febrero, después de una fiesta con cena de intenso aburrimiento, Sylvia, quejándose de dolor de cabeza y principios de un resfriado, se marchó a la cama con inusual precipitación, dejando a Crow tomando en el salón su tisana.

Un golpecito en la puerta, unos quince minutos después de que Sylvia saliera, anunció la llegada de Harriet, sonriendo y preguntando si necesitaba algo más.

– ¿Está la señora entre las sábanas, Harriet? -preguntó Crow, el inconcebible y oscuro pensamiento formándose ya en su mente.

– Así es, señor. Y con todas las lámparas apagadas. Creo que esta noche está mucho más resfriada. Antes de retirarse, me hizo prepararle su leche templada y la aspirina.

– Bien -Crow tragó saliva-. Harriet, ¿le importaría tomar una copa de brandy conmigo?

– ¿Yo, señor? Yo, yo no sé. ¿Qué diría…? Bien, si es eso lo que desea el señor -y se acercó hacia el sofá en el que estaba arrellanado Crow.

– Es lo que deseo, Harriet. Coja una copa y acérquese y siéntese junto a mí -sólo podía pensar que era el exceso de vino que había tomado en la cena lo que le hacía tan atrevido.

– Sí, señor -replicó ella con una ligera voz.

Permaneció de pie mientras ella se acercaba, con la copa en la mano. En realidad, la medida de Crow era mala -o impecable, como desee mirarse-, ya que los dos sufrieron una ligera colisión. Crow sintió los blandos senos de Harriet contra su pecho.

– ¡Oh, señor! -ella respiró con dificultad, poniendo una mano en el hombro de él para sujetarse a sí misma-. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué pensará la señora?

Crow apenas podía creer lo que luego dijo.

– Al diablo con lo que piense la señora.

Pasó sus brazos alrededor de la chica y la estrechó contra él.

– ¿Señor? -todavía con una débil y jadeante voz, como de un pajarillo, preguntándose por la atrevida acción, pero sin resistirse. Más bien apretándose contra él, con la mano que sujetaba la copa buscando un lugar por detrás donde poder dejarla.

– Harriet, ¿sabes que eres terriblemente atractiva? -la voz de Crow ahora estaba casi sin aliento.

La mano de Harriet buscó el borde de una mesa, sobre la que dejó la copa.

– Ha habido hombres que me han dicho eso, señor. Pero todos son unos aduladores -cuando habló, Crow la notó todavía más cerca, con sus muslos apretados contra él.

Crow cedió al deseo que ardía en ambos. Sus labios se encontraron, era como si quemaran y nada pudiera apagar la sed que ardía en sus bocas, tan cálido era el ímpetu de labio sobre labio, lengua sobre lengua.

Crow apenas se dio cuenta de que fue Harriet quien le empujó hacia el sofá, y que fue ella misma quien se desabrochó la blusa y le presentó su busto sin corsé.

– ¡Que bonitas y pequeñitas! -jadeó Crow-. Diminutas flores con los pétalos carmesí.

– ¡Oh, señor Crow, qué poético! -jadeó ella, moviéndose hacia arriba para precipitarse sobre su boca y tirando de su larga falda negra, y ayudándole a él a quitársela.

– Angus -gimió Crow, entre sorbo y sorbo de sus pechos. -

– ¿Señor?

– Angus -sorbió-. Cuando estemos como ahora llámame Angus, chiquilla.

En momentos de drama y tensión, Crow siempre volvía a su acento escocés.

– ¡Oh! -gimió de nuevo, tocando con la mano el borde de sus bragas-. Y, ¡qué delicado seto hay en el jardín! Harriet, querida.

– Profundice más, señor… Angus. Profundice más.

En ese momento de su unión, Crow tuvo una repentina visión. Era como si Sherlock Holmes estuviera de pie detrás de su hombro, agitando la cabeza y chasqueando la lengua en señal de desaprobación.

A la mañana siguiente, Angus Crow estuvo acosado por un gran sentimiento de culpa. Tanto que le resultó difícil mirar a Sylvia y a Harriet a los ojos. Esto, sin embargo, no le frenó a que por la noche buscara a la sirvienta en la cocina, cuando Sylvia se hubo retirado, y la poseyera enérgicamente sobre la mesa con la pasión de un hombre mucho más joven.

Entre Año Nuevo y primeros de marzo, sucedieron muchas cosas de importancia en Albert Square; entre ellas, la más singular fue la revelación de Sal Hodges al Profesor de que estaba esperando un niño. Desde antes de Navidad ella había estado buscando el momento adecuado para comunicarle la noticia y había decidido que debía ser cuando regresara de su viaje a París.

Moriarty se encontraba, afortunadamente, con buen humor la primera noche de su vuelta, sabiendo que todas las cosas le habían ido bien en Francia. Se había encargado un ganso para la cena y Bridget estuvo vigilando en la cocina a las chicas de Pearson para asegurarse de que la comida fuera un banquete digno.

Un poco antes de las seis, Sal ordenó bruscamente a Carlotta que saliera de la habitación y se propuso desafiar a Moriarty en el salón, donde estaba tomándose una copa de jerez.

– No es fácil decir lo que tengo que decirte -comenzó, echándole una rápida mirada, casi con timidez, mientras él permanecía de pie, sonriendo, delante del acogedor fuego que acababan de preparar con unos troncos.

– Por qué, Sal, tú nunca has sido vergonzosa conmigo. Venga, dímelo.

Ella se acercó, poniendo una mano sobre su manga.

– James, casi no podrás creerlo, pero vas a ser padre.

Por un segundo, pensó que se lanzaría sobre ella con rabia.

– Estúpida lagarta -rugió Moriarty-. Iba a tener cuidado. Es su sangre latina, Sal, maldita sea si no es eso. Es la fecundidad de los climas cálidos, aunque ella no haya estado nunca en Italia. Se reproducen más rápidamente. Maldita mujer, ahora todos mis planes para Sanzionare en Roma van a estallar como un globo.

Ella dejó que estallara la tormenta, controlando su propia paciencia y temperamento como sólo una mujer de carácter puede hacerlo.

– No, James, no has entendido lo que te he dicho. No es la Tigresa quien está embarazada. Soy yo.

La aturdida expresión de Moriarty permaneció durante tres segundos.

– Ah, eso es un alivio, Sal -se rió-. Si hubiera sido Carlotta, el tiro habría salido por la culata, ya que ella lo está haciendo bien. Estará lista para la primavera, ¿verdad?

– Sí, James, estará preparada y entrenada como tú deseas. Pero yo voy a criar a tu hijo.

– Sí, sí, Sal. Como digas. ¿Esperas casarte entonces? No conseguirás eso de mí.

– No, James, sólo un poco de comprensión y la promesa de que reconocerás al niño.

– Si es un chico será mi orgullo, Sal. Ningún chico estará mejor cuidado, eso te lo prometo. Irá a la Harrow School y a la Universidad de Cambridge, y eso te lo garantizo. Luego, cuando tenga una buena educación, los de mi familia le instruirán en nuestros asuntos -su cara se envolvió con una gran sonrisa, una sonrisa que Sal Hodges nunca había visto en él-. Será mi heredero, Sal. Piensa en ello, el heredero del Imperio criminal de Europa.

La levantó en brazos y comenzó a dar vueltas con ella como un joven sentimental.

– Esto, Sal, es la fundación de una dinastía y me hace muy feliz. Esto se llenará de niños gateando con Bridget y contigo. Esperemos que Harry Alien tenga más cuidado con la joven Polly.

– ¿Y si es una niña, James?

– Tonterías. Lo prohíbo. Procura que sea un chico, Sal, de lo contrario os rechazaré a las dos. ¿Cuándo realicé este maravilloso acontecimiento?

– Según mi calendario, sucedió en nuestra primera noche aquí, en Londres.

– El mejor momento. Aliméntalo bien, Sal -y puso su mano suavemente en el estómago de ella-. Llevas dentro de ti mi esperanza para el futuro.

Sal sabía que era mejor no discutir o intentar que el Profesor pensara de una forma más realista. Si era una niña, ya saltaría el obstáculo a su debido tiempo. James Moriarty estaba demasiado metido en sus complots y planes de venganza para escuchar otros argumentos; y si la posibilidad de un hijo le daba mayor poder de concentración, ella se sentía satisfecha. Aceptando la situación, -Sally Hodges bajó a la cocina a dar la noticia a Bridges Spear, que le sirvió de gran consuelo.

El propio Bert Spear estaba resultando ser un excepcional Jefe de Personal y Moriarty no tenía necesidad de molestarle con asuntos familiares. El pago venía de forma regular y cada vez a un mayor ritmo. Las joyas del robo de Cornhill estaban ahora -todas excepto una pieza- en manos de peristas de Holanda y Alemania, la recompensa de la estafa llenaba los cofres. También Spear, con la ayuda de los hermanos Jacobs, estaba capacitado para manejar temas de disciplina y tomar decisiones relacionadas con los robos y asaltos que otros malhechores le sugerían.

Cada semana, Harkness conducía a Moriarty a Bermondsey para ver a Schleifstein. El alemán estaba siendo razonable y aceptaba la derrota, no sólo de forma psicológica, sino también de una manera que le dejaba sitio para futuros planes. Moriarty había probado que era el líder y él lo aceptó y ahora se comprometía, junto con los que le seguían, a cooperar en el gran plan del Profesor.

Moriarty, sin embargo, renunció a mostrar ningún síntoma de debilidad, insistiendo en que Schleifstein y su lugarteniente debían permanecer cerca de este lugar de Bermondsey. Le permitió -a modo de concesión- que enviara algunos telegramas a Berlín, para que el alemán pudiera tener a su gente controlada. Hablarían todas las semanas y Moriarty le prometió la compañía de Jean Grisombre dentro de poco, explicándole exactamente qué estaba haciendo para meter de nuevo al líder francés en el redil.

– Muy inteligente, Profesor -Schleifstein se rió a carcajadas cuando le reveló todo el complot-. Su cara. Me gustaría ver su cara cuando le dé las noticias. Pero ¿qué carta tiene guardada en la manga para nuestro amigo italiano?

– ¿Para Luigi, o Gee-Gee, como ellos le llaman? Tengo un plan para golpearle en su talón de Aquiles en todo momento. Todos los hombres tienen sus puntos débiles, Willy. Todos los hombres. Y quizá Sanzionare tiene más que la mayoría.

– ¿Cuáles?

– Su avaricia es mucho más acusada que en la mayoría de nosotros. Como a Grisombre, le encantan las joyas bellas. También le encantan las mujeres en las que poder colgarlas. Y de todas sus mujeres, la que más Adela Asconta. Una dama celosa. Sanzionares es, como muchos de su raza, un hombre supersticioso. La iglesia latina ha explotado las características naturales de los italianos y españoles. ¿Creerías que Gee-Gee Sanzionare, un criminal despiadado, todavía cumple con sus obligaciones con la Madre Iglesia con la misma piedad que un inocente? Las cláusulas de excepción de su religión están escritas con esa sutileza que normalmente sólo está reservada para los inteligentes estafadores de la ley. Pero utilizando todos estos elementos, le traeré de nuevo a la gran familia europea del crimen. Un cebo es lo que tengo preparado para Sanzionare.

– ¿Y dice que todos tenemos debilidades, Profesor? -Schleifstein adoptó una suave mirada de inocencia, una de sus expresiones favoritas con las que solía hacer caer en el lazo a sus víctimas.

La cabeza de Moriarty osciló ligeramente.

– No me atraparás con preguntas, Willy. Para conquistar en nuestro precario oficio tenemos que ser conscientes de nuestro propio punto débil; nuestros principales pecados. Yo conozco el mío y, por tanto, lo protejo.

En el camino de vuelta hacia Albert Square, Moriarty reflexionó sobre su.actual debilidad -ese gran deseo de querer dominar a todos los líderes del crimen europeo y ver a Crow y a Holmes caer en desgracia-. Los deseos le abrumaban, a veces de una forma tan exagerada que se sentía como cuando un hombre se está ahogando e intenta alcanzar una tabla donde asirse. Saber eso no siempre era suficiente.

De igual forma que el tributo y la mayor tajada de los robos, pequeños y grandes, las demás mercancías comerciales llegaban con regularidad a Albert Street: la información, entresacada casi entre los guijarros de las calles, entre el maderaje de los cuatro bares de cerveza y del rancio goteo del canalón. Esa gran red de informadores, que habían estado en su cénit antes de que Moriarty les forzara al exilio, fueron una vez más preparados y reclutados para que las noticias llegaran en suaves susurros, primero a Bert Spear y luego al mismo Profesor. A finales de enero, por ejemplo, hubo noticias de que Grisombre había pasado dos días en Londres y había regresado a Francia con una particular compañía, el excéntrico pintor de retratos Reginald Leftly, un hombre bajo y con abundante barba. El corazón de Moriarty latió de alegría con estas noticias, ya que significaban que el complot estaba eclosionando como los huevos debajo de una buena gallina. Siempre era así. Uno sólo tenía que hacer sugerencias, colocar a la gente en yuxtaposición y la naturaleza humana, con sus flaquezas, deseos, lujuria y caprichos, haría el resto.

A principios de febrero, Sal Hodges apareció con más noticias, las cuales provocaron en el Profesor un estado de diabólica alegría.

– Nuestra bella dama en la casa de Crow nos ha informado -le dijo ella, casi con indiferencia, cuando se estaban desnudando para irse a la cama.

– En efecto -hizo una pausa, con una mano en los botones de su chaleco.

– Las noticias no pueden ser mejores -Sal comenzó a reírse entre dientes-. El hombre está totalmente encaprichado con ella. Dice que apenas puede alejar las manos de su corpiño, aunque su mujer esté cerca.

– Un prisionero de la lascivia -el Profesor se unió a la risa-. Un hombre en ese estado no tiene conciencia. Muchos hombres han sido derribados por un par de bellos ojos, un suave busto y el dulce aliento del deseo carnal.

Sal, desabrochándose con coquetería la bata, le miró con los párpados medio cerrados.

– ¿Tampoco tú tienes conciencia, James? Me gustaría saber qué piensas sobre eso. Vamos, antes de que esté demasiado hinchada con tu cachorro, muéstrame eso del dulce aliento.

En medio de todas las idas y venidas, el Profesor encontró tiempo para pasar algunas horas tranquilas con sus cartas. También seguía una fuerte disciplina consigo mismo -probablemente más que en otros momentos de su vida- para trabajar con sus disfraces. Algunos eran fáciles, sobre todo la transformación, que ahora podía realizar en cuestión de minutos, que le convertía en la viva imagen de su flaco y ascético hermano académico, calvo y de ojos hundidos. Pero todas las noches trabajaba en lo que iba a ser su mejor imitación. Delante del espejo, tras las puertas de su dormitorio cerradas con llave, Moriarty empleó sus artes, alterando su cuerpo y fisonomía para convertirse en un hombre bien conocido en todas las esferas de la vida, reconocido igualmente por ricos y pobres y famoso en todo el mundo. Hacia finales de febrero había conseguido una semejanza asombrosa.

El 7 de marzo, un día antes de lo que le había dado a entender a Jean Grisombre, el americano Jarvis Morningdale, junto a su secretario, llegó con un gran equipaje al Hotel Grosvenor. No le esperaba ningún mensaje, aunque en esa primera noche como huésped recibió al menos tres visitas.

Al día siguiente, 8 de marzo, llegó un telegrama de París. Lo llevaron en mano a la suite de Morningdale a las diez de la mañana, justo cuando el americano estaba desayunando. El mensaje decía: La dama está deseando verle. Y estaba firmado, Gorges. Media hora después de que llegara el telegrama, el secretario de Morningdale salió del hotel. Si alguien le hubiera seguido habría visto que llamaba a un coche en la esquina entre Victoria Street y Buckingham Palace Road, y se ponía en camino en dirección a Notting Hill. Finalmente, el secretario llegó a Albert Square y entró en el número cinco. Permaneció en la casa unas dos horas, saliendo para volver a reunirse con su jefe en Grosvenor. Esta vez, llevaba una larga maleta plana.

Durante este tiempo Morningdale había bajado al vestíbulo principal del hotel. Estaba, se lo dijo al empleado del mostrador, esperando a un tratante de arte de París. Posiblemente compraría algunas pinturas y deseaba que el hotel le proporcionara y enviara a su suite un par de caballetes.

Por la tarde enviaron a las habitaciones los caballetes y el mismo Morningdale supervisó su montaje a ambos lados del salón.

Por la tarde, el director del Hotel Grosvenor, en su despacho privado de arriba, echó un vistazo a la lista de los invitados actuales. El nombre de Jarvis Morningdale le llamó la atención. Era un nombre que había visto recientemente: no sólo cuando el secretario de Morningdale había reservado el alojamiento. Había visto el nombre en alguna circular de la policía. El director se quedó preocupado por ese nombre durante el resto de la tarde.

Un poco después de las cinco, tres hombres preguntaron por el señor Morningdale en el mostrador de recepción. El empleado les preguntó si el señor Morningdale les estaba esperando y ellos le aseguraron que así era.

– ¡Oh, usted debe ser el caballero de París! -dijo el recepcionista con una aduladora sonrisa.

El hombre más grande -con una amenazadora figura y una dentada cicatriz que bajaba por una de sus mejillas y dividía la comisura de su boca- le devolvió la sonrisa.

– No -dijo-. Nosotros somos de la Agencia de Detectives Donrum. El señor Morningdale espera ver algo más que valiosas pinturas en este hotel en algún momento de esta semana. Nosotros hemos sido contratados para que ciertas obras de arte no sufran daños. Le interesa a usted tanto como a él.

El empleado estuvo de acuerdo en que así era y envió a un muchacho para que mostrara a Albert Spear y a los hermanos Jacobs la suite que Jarvis Morningdale ocupaba.

Cuando se estaba preparando para bajar a cenar, el director del Hotel Grosvenor repentinamente recordó donde había visto el nombre de Jarvis Morningdale. Corrió a su oficina, abrió su escritorio cerrado con llave y comenzó a hojear los ficheros de correspondencia. Unos minutos después tenía una carta en sus manos. Era un documento oficial con el sello de la Policía Metropolitana en la parte superior y un encabezamiento impreso de las oficinas de policía de New Scotland Yard.

Esta carta -leyó-, va dirigida a todos los hoteles de la metrópoli. No se refiere a un crimen específico, ni a un criminal específico. Estamos, sin embargo, muy ansiosos por hablar con un caballero americano, un tal señor Jarvis Morningdale. Si, por tanto, el señor Morningdale reserva alojamiento en su hotel, o se presenta personalmente con objeto de ser su huésped, les rogamos que contacten inmediatamente y en persona con el Inspector Angus McCready Crow del Departamento de Investigación Criminal de New Scotland Yard. Si hacen esto evitarán gran cantidad de problemas al señor Morningdale y a ustedes mismos. La carta estaba firmada por el propio Inspector Crow y con fecha de principios de febrero, y el director nunca sabría cómo se le podía haber ido de la cabeza. Inmediatamente telefoneó a las oficinas de la policía, donde le dijeron que el Inspector Crow ya había salido y no volvería hasta la mañana siguiente. El director supuso que todo iría bien si lo dejaba hasta entonces, aunque tuvo la ligera sospecha de que debía haber preguntado la dirección privada del inspector. Sin embargo, aunque lo hubiera hecho, habría sido en vano. Sylvia Crow estaba sola en King Street esa noche. Su marido, estaba segura, estaría trabajando hasta bastante tarde y era la noche libre de Harriet.

El Hotel Grosvenor lindaba directamente con el lateral de la estación Victoria y tenía su entrada principal en la transitada Victoria Street, llena de tráfico, desde cabriolés y carros pesados hasta los numerosos omnibuses amarillos y verdes, que iban y venían constantemente a la estación desde primera hora de la mañana hasta media noche.

Como hotel, el Grosvenor era quizá el más conocido entre los dirigidos en asociación con las compañías de ferrocarril y, por tanto, estaba orgulloso de su servicio y cocina.

Durante la noche del 8 de marzo de 1897, el Grosvenor estaba vigilado desde casi todos los ángulos. Hombres y mujeres bien vestidos, escondidos y al acecho, se turnaban para patrullar Buckingham Palace Road, desde donde se observaba la mayor parte del hotel, mientras que un pequeño grupo de hombres disfrazados, que se hacían pasar por mendigos, mozos de estación o viajeros, vigilaban la entrada del hotel y las distintas zonas de aproximación desde la estación de trenes. Moriarty había escogido el lugar de reunión suponiendo que Grisombre desearía entregar las pinturas lo antes posible en cuanto llegara a Inglaterra, y la estación Victoria era la estación terminal principal para las líneas de ferrocarril de Londres, Chatham y Dover. Grisombre acababa de bajar del tren y se dirigía hacia el hotel para deshacerse del tesoro, a cambio de una inmensa fortuna ofrecida por Jarvis Morningdale.

Moriarty también fue prudente al sugerir que estaría a su disposición en el hotel a partir de las ocho durante todos los días del plazo fijado, ya que uno de los trenes costeros que conectaban con el paquebote que cruzaba el Canal llegaba todas las noches un poco antes de las ocho.

El Profesor también tuvo en cuenta que Grisombre, hambriento por la recompensa, dejaría pasar poco tiempo desde su llegada. En realidad, le esperaba la primera noche. Y no se equivocó con esta suposición; cuando el tren de Dover llegó, uno de los informadores que llevaba un uniforme de mozo de estación fue quien primero se acercó a Grisombre y a su pareja de guardaespaldas y, colocando sus cuatro baúles de viaje en un carro, siguió las instrucciones de llevarlos al Hotel Grosvenor. Ninguno de los franceses se dio cuenta de que el mozo hacía un movimiento afirmativo con su cabeza a un par de chicos que distraídamente miraban cómo llegaba el tren, ni vieron que uno de los chicos se marchó rápidamente del andén e hizo una señal a un grupo de tres hombres y a otro chico -esta vez con un uniforme de la oficina de correos- que paseaba tranquilamente al final del andén. Unos segundos después, este mismo chico del uniforme estaba entregando un telegrama con su sobre amarillo en el mostrador de recepción del Grosvenor. El telegrama pasó a otro mozo del hotel que rápidamente lo llevó al tercer piso, donde se encontraba la suite de Jarvis Morningdale.

El sobre estuvo en las manos de Morningdale antes de que el trío francés hubiera llegado siquiera al mostrador del vestíbulo.

– Ya está aquí, entonces -el Profesor tenía el sobre levantado para que todos pudieran verlo, Harry Alien, Spear y los hermanos Jacobs. Todos estaban reunidos en el salón, donde una puerta daba directamente al pasillo, y las otras dos a los dormitorios ocupados respectivamente por Alien y Moriarty-. Todavía tardarán un momento, pero es mejor estar preparados. Harry trae a la dama.

Harry Alien fue directo a la habitación del Profesor, donde estaba la verdadera Mona Lisa sobre la cama, cubierta con un trapo negro. También sobre la cama se encontraban, como preparadas para alguna fiesta, las ropas que Moriarty utilizaba para disfrazarse de su difunto hermano académico: los pantalones rayados, una camisa y cuello blancos, el largo abrigo negro y los demás adornos. En el suelo estaban las botas con suelas elevadas, mientras que el resto del disfraz se encontraba sobre el tocador.

Sobre el tocador había otras cosas. El arma favorita del Profesor, una pistola automática Borchardt que Schleifstein le había dado hacía tres años, cuando se reunieron en Londres para establecer la alianza. Delante de la pistola había una botella de trementina Winsor & Newton, un cuchillo de hoja plana y un trapo seco.

Harry Alien cogió la pintura, meciéndola en sus manos, apenas permitiendo que sus dedos tocaran la obra, y la llevó al salón, donde el propio Moriarty había ayudado en la colocación del caballete en el lugar más próximo a la puerta de su dormitorio. Después, Alien fue a buscar el trapo negro con el que cubrían el Leonardo, comprobando que colgara bien por la parte posterior para que no hubiera posibilidad de que al tocarlo se pudiera caer.

– Sin duda, se lavarán y prepararán en sus habitaciones -Moriarty se dirigió al cuarteto reunido-. No me cogerán desprevenido. A sus puestos. Esperaremos preparados.

Los cuatro hombres dieron su asentimiento, Bertrán Jacobs y Albert Spear fueron a la habitación de Harry Alien, mientras William Jacobs, con una sonrisa maliciosa, salió de la habitación por la puerta principal.

Fuera, se paró para escuchar cualquier sonido de crujidos o pasos sobre la gruesa alfombra. En el pasillo, a unas quince yardas, había un armario de retama. William Jacobs se dirigió directamente hacia su escondite, se deslizó dentro y tiró de la puerta hasta cerrarla casi sobre él.

Tuvieron que esperar unos cuarenta minutos hasta que Grisombre y su par de estafadores llegaron al tercer piso; uno de los gorilas llevaba una maletín plano. Tuvieron que preguntar en el vestíbulo por el señor Morningdale y, al escuchar su acento francés, el recepcionista les informó de que les estaban esperando. Después de pasar por los trámites necesarios de la reserva en el hotel, Grisombre ordenó que debían deshacerse de las pinturas cuanto antes. No deseaba permanecer en Londres más tiempo del necesario y, aunque tenían habitaciones en el Grosvenor, era clara su intención de coger el tren de la noche a Dover, y estar en París otra vez, como un hombre más rico, a la mañana siguiente.

Harry Alien respondió a la llamada en la puerta y Morningdale se levantó para recibir a sus huéspedes.

– Adelante, caballeros, tengo el presentimiento de que no me harán perder el tiempo.

La puerta se cerró detrás de los visitantes, se dieron la mano, tomaron unas copas de brandy y hubo sonrisas por todas partes. En el exterior, en el pasillo, William Jacobs salió del armario de retama y ocupó su lugar delante de la puerta de la suite de Morningdale.

– Entonces, lo tiene -la mirada de Morningdale parecía no dejar de observar el maletín que la zarpa del guardaespaldas francés agarraba fuertemente.

– Lo tengo -Grisombre hizo un pequeño gesto señalando hacia el maletín-. No hay que alarmarse, puede ser suyo, Monsieur Morningdale, si tiene el dinero.

Morningdale chasqueó impacientemente la lengua.

– El dinero, el dinero, eso no es problema. Está aquí, naturalmente. Pero, permítame verla. Déjeme ver qué es lo que me ha traído.

Grisombre se mostró indeciso.

– Monsieur, esta transacción se ha realizado a cambio, yo…

– El cambio fueron cinco mil libras. Apenas puede llamar a eso un simple cambio. El cuadro.

Su chasquido, él lo sabía, se acercó peligrosamente a su voz normal y a su propia personalidad. Pero pasó desapercibido. Después de otra vacilación, Grisombre asintió con la cabeza hacia el hombre con la maleta, quien la depositó en el suelo, sacó la llave y apareció la pintura, envuelta en terciopelo. Harry Alien se acercó para coger la pieza de madera y colocarla en el caballete vacío que estaba junto a su propio dormitorio.

– Sujétalo -Morningdale caminó en círculo ante la pintura que aún estaba sin desenvolver-. Miraré por detrás antes de colocarla. No soy nada experto, Monsieur Grisombre. Hay ciertas marcas de identidad.

La cara de Grisombre se ensombreció, su ira amenazaba como una tormenta a punto de estallar.

– ¿Está sugiriendo que yo voy contra usted?

– Shush-shush – Morningdale hizo ademanes de apaciguar la situación-. No es necesario enfadarse conmigo, Grisombre. Una simple precaución. Existen marcas en el lado derecho del panel; y otras cosas: grietas específicas, ciertas manchas en la parte posterior derecha; abrasiones alrededor de la boca; marcas en el dedo índice de la mano derecha y, naturalmente, esa red de grietas por toda la pintura. Parece un informe médico, ¿verdad? Existen, como usted ve, en la parte posterior derecha del panel -la pintura estaba ahora desenvuelta y las marcas se veían claramente-. Colócalo ya en el caballete, Harry.

Harry Alien cogió el panel de madera que sostenía el guardaespaldas y comenzó a colocarlo en el caballete. Como si se diera cuenta por primera vez, Grisombre gesticuló señalando el otro caballete.

– ¿Y eso qué es?

– Un simple pintarrajo -Morningdale levantó las cejas-. Un tratante está intentando hacerlo pasar por un desconocido Rembrandt. Se lo mostraré más tarde. ¡Ah! -retrocedió para admirar a la Mona Lisa, que ya estaba en su lugar-. ¿No es hermosa? El misterio. Lo conocido aún sin conocer. La atemporalidad. Una tangible unión con el verdadero genio.

Era, sin duda, la copia que Lambrosse había hecho para él, y Moriarty se preguntaba cómo sería la reproducción de Leftly. Esperaba que fuera de similar categoría. Fuera como fuera, sonrió para sus adentros, el Louvre nunca permitiría que se supiera que ése no era el original, aunque lo descubrieran. Se acercó a la pintura, como para examinar hasta el más mínimo detalle.

– ¿Quién hizo la copia? -preguntó, casi hablando consigo mismo.

– Quien sugirió. Reginald Leftly -Grisombre estaba muy cerca.

– ¿Es buena?

– Son como dos gotas de agua.

– Y Leftly, ¿no se irá de juerga y contará la verdad en algún bar?

– El señor Leftly -dijo Grisombre suavemente- permanecerá en silencio como una tumba.

Morningdale hizo un movimiento afirmativo.

– ¿Por qué iba a compartir la comisión, eh?

– ¿Qué me dice del dinero?

– Un momento. ¿Cómo se… realizó el cambio?

– Como le dije, fue fácil. Por desgracia, ocurrió un pequeño accidente en una de las ventanas. Un cristalero tuvo que ir a arreglarlo, en el Salón Carré. Después de que cerraran el museo. El hombre estuvo trabajando allí.

– Ya veo.

– Muy triste lo que sucedió luego, señor Morningdale, muy triste. Al día siguiente estaba muerto. Un accidente cuando se dirigía a trabajar. Un caballo desbocado. Muy triste. Y ahora, ¿qué hay del dinero?

– Ha hecho un excelente trabajo -Morningdale le miró directamente a los ojos. Esta proposición había costado tres vidas-. Excelente. Sí, es hora de pagarle, Monsieur Grisombre. Caballeros, si no les importa esperar unos momentos. Mi secretario les ofrecerá otra copa. Siéntense, mis queridos amigos -se dio la vuelta y caminó lentamente hacia su dormitorio.

Tardó seis minutos y algunos segundos. Cuando regresó fue como el Profesor James Moriarty, el que fue matemático hace algún tiempo, autor del Tratado sobre el Teorema Binomial y la Dinámica de un Asteroide. Los tres franceses estaban alineados sobre el sofá entre los dos caballetes, y Harry Alien permanecía de pie junto a la puerta de Moriarty. Cuando el Profesor entró, Harry Alien sacó la mano de su chaqueta con una pistola. La puerta del otro dormitorio se abrió y Spear y Bertram Jacobs entraron rápidamente en la habitación, con sus revólveres apuntando fijamente al trío francés, mientras, en ese mismo momento, se abrió la puerta principal y apareció William Jacobs igualmente armado.

Grisombre y sus compañeros se movieron un poco, sus manos intentaron alcanzar las armas ocultas, luego se quedaron inmóviles al sentir en el aire el peligro potencial de la situación.

– ¡Qué agradable verle de nuevo, Jean! -la voz de Moriarty era casi un susurro, su cabeza tenía esa familiar oscilación reptiliana-. El señor Jarvis Morningdale le envía sus saludos, pero le resulta imposible ayudarle durante más tiempo.

Parecía que Grisombre había perdido la voz. La pareja de guardaespaldas miraban ceñudos y Bert Spear se acercó hacia ellos para quitarles las armas que llevaban encima.

– Realmente tengo que felicitarle, monsieur Grisombre -Moriarty habló con su acento de Jarvis Morningdale-. Es hora de pagarle.

– Sabía que había algo. Sabía que le había visto antes -el gruñido de Grisombre salió como de la parte posterior de su garganta-. Esa primera noche en La Maison Vide.

– ¡Qué pena que no me identificara entonces, Jean! Pero, cálmese, amigo mío. No soy un hombre rencoroso. Conozco su valor para mi gran estrategia. ¿Recuerda eso? ¿Nuestro plan de unión para Europa? La alianza conmigo a la cabeza. No sufrirá ningún daño. Sólo deseaba hacerle saber quién es superior.

Grisombre hizo un ruido de disgusto.

– Yo robé La Joconda para usted, ¿no es así? Sin dejar ninguna pista a la policía.

Moriarty le miró fijamente y de modo burlón.

– Me temo que en eso está equivocado, amigo mío. Es sólo en ese punto donde yo apoyo mi caso. Harry -su cabeza se inclinó hacia la puerta del dormitorio.

Harry Alien se dio la vuelta y entró en la habitación, volviendo a aparecer casi inmediatamente con una botella de trementina, la paleta y el trapo.

Moriarty, que tenía agarrada su automática Borchardt, la pasó a su cinturón y cogió los materiales que le ofrecía Alien.

– Sólo mire, Jean. Observe y aprenda.

Fue hacia la pintura que los franceses habían traído y procedió a empapar el trapo con trementina. Devolviendo la botella a Alien, Moriarty comenzó a frotar con fuerza en la esquina inferior derecha de la Mona Lisa. Uno de los guardaespaldas franceses ahogó un grito. Grisombre respondió con una afilada blasfemia.

– Moriarty. El Leonardo, lo destruirá… -pero una punzada en los riñones con el revólver de Spear le impidió continuar.

– ¿Cree que no sé lo que estoy haciendo?

El Profesor había cogido la botella otra vez para añadir más trementina al paño. La pintura estaba comenzando a ablandarse bajo su presión y ahora se ayudaba con unos pequeños golpes con la paleta. La zona oscura debajo del brazo izquierdo de la Mona Lisa estaba desprendiéndose con bastante rapidez.

– Ahí.

Moriarty se movió hacia atrás. Debajo de la pintura podía verse con toda claridad una palabra grabada en el panel de álamo, moriarty.

Grisombre miraba completamente paralizado, dirigiendo su mirada hacia el Profesor y, un segundo después, hacia el nombre grabado bajo la gran pintura que él mismo había dispuesto que se robara del Louvre.

– No puede… -empezó a decir.

Moriarty, con gran teatralidad, se volvió y señaló dramáticamente la pintura despojada.

– Ésta es la pintura que me trajo de Francia Grisombre. La pintura que estaba colgada en el Salón Carré. La que yo reemplacé por una copia. Ya ve, amigo, yo ya me había ocupado de la dama, mucho antes de que le encargara el robo -dos pasos y se colocó junto al caballete cubierto con un paño negro-. Ha robado un trozo de madera y óleo sin valor, Grisombre. El verdadero Leonardo ya estaba aquí -y con estilo, quitó el paño para revelar la obra maestra de Leonardo da Vinci.

La cara de Grisombre era una mezcla de asombro y temor.

– Tengo que admitir que mi farsa ha sido un poco dramática -Moriarty soltó una risa sofocada-. Pero creo que muestra bien mi poder y prueba mi argumento. Seguramente estará de acuerdo en que soy yo quien debe dirigir la alianza de nuestra gente en el continente europeo.

Lentamente, Grisombre se levantó, caminando como un hombre que se recobra de una grave enfermedad, dirigiéndose primero hacia la verdadera Mona Lisa y luego hacia la que él había traído de París. Los dos guardaespaldas permanecieron sentados, con los revólveres apuntándoles. William Jacobs se había acercado también, permaneciendo junto a Grisombre.

– ¿Qué hará ahora? -preguntó el francés.

– Me ha traicionado, amigo. Como los demás, ha rechazado mi liderazgo en una sociedad con un enorme potencial para el saqueo desconocido desde los tiempos de Atila el Huno. ¿Qué cree que debo hacer?

– No me quedaré quieto y dejaré que me mate como a un perro -gritó Grisombre, levantando su mano derecha y agarrando el caballete que sostenía la falsa Mona Lisa. Después lo giró alrededor de él formando un círculo completo y dispersó a los hombres de Moriarty, que perdieron el equilibrio por el repentino movimiento, debido a la rápida y enorme fuerza con que el francés estaba balanceando el marco de madera. Cuando dio un círculo completo, Grisombre dejó el caballete, gritó a sus guardaespaldas, y se abalanzó hacia la puerta mientras Moriarty gritaba.

– Grisombre, estás loco, para. No quiero hacerte daño. Grisombre.

Pero él ya se había marchado, corriendo atropelladamente por el pasillo.

Uno de los guardaespaldas intentó seguirle, pero William Jacobs, recuperándose rápidamente del impulso que le había hecho caer al suelo, obstaculizó su camino, amartilló su revólver y apuntó una pulgada por encima de la cabeza del hombre.

– Bertram. William -dijo con brusquedad el Profesor-. Id tras él. No disparéis. La menor violencia posible. Cogedle. Si no es aquí, entonces a Bermondsey.

Tenía su Borchardt fuera, apuntando al par de franceses, mientras los hermanos Jacobs, ocultando sus revólveres, salieron precipitadamente de la habitación para la persecución.

Spear volvió hacia la puerta y la cerró de una patada, mientras Harry Alien comenzaba a limpiar. Las maletas se volvieron a llenar con precipitación, se eliminaron todas las huellas de las habitaciones y se escondieron las pinturas, mientras Moriarty volvía a su disfraz de Morningdale.

Al cabo de veinte minutos había recogido el equipaje de las habitaciones de los franceses y Spear, con Harry Alien como acompañante, salió del hotel con los guardaespaldas de Grisombre. Un poco más tarde, Moriarty bajó y pagó todas las facturas. En ese momento ya se había avisado a Harkness para alejar al Profesor, sin dejar ninguna pista, excepto para la invisible presencia de los informadores que rodeaban el hotel. Ellos todavía seguían allí cuando llegó la policía.

Grisombre llegó al final de la escalera y aminoró la marcha. Se pasó la mano por el pelo y arregló sus ropas para deambular tranquilamente por el vestíbulo sin llamar la atención. Quizá podría encontrar algún tipo de protección en la estación de ferrocarril. Probablemente ocultarse hasta que saliera el próximo tren a Dover, y cogerlo en el último momento. En su mente, la lógica le dijo que no confiara en Moriarty. Si él estuviera en lugar del Profesor, no tendría compasión de alguien que le hubiera traicionado en un momento de necesidad. ¿Por qué iba a ser el Profesor diferente?

Cuando llegó a las puertas del hotel, miró hacia atrás y vio dos corpulentas figuras que bajaban corriendo por las escaleras. No se molestaron en los detalles, no disminuyeron su paso ni intentaron dar una impresión de normalidad. Cruzaron el vestíbulo hacia él como sabuesos persiguiendo a un zorro.

Con pánico en todo su cuerpo, Grisombre empujó las puertas y salió al exterior, al frío aire nocturno. Indeciso, corrió por el patio que separaba el hotel y la estación de Victoria Street, luego, con mucha precaución, se metió entre el tráfico para llegar a la acera de enfrente.

La calle era un burbujeante y ruidoso río de confusión humana. En las aceras, la gente regresaba de sus trabajos, algunos paseaban, disfrutando de la barahúnda, otros, con caras inexpresivas, se dirigían rápidamente a sus últimas citas, aburridas cenas, citas que no esperarían y podrían cambiar el curso de las historias personales, trenes que tenían que coger, mensajes que llevar, horas que tenían que ocuparse con una manifestación externa de actividad, esposas mirando el reloj, empresarios satisfechos, conciencias que se tenían que apaciguar. Había parejas charlando, conmovedores amantes paseando, silenciosos matrimonios, mendigos pidiendo, pillos y tramposos, borrachos y abstemios, chicos que gritaban para vender sus periódicos y admirados visitantes.

En la calzada, el tráfico pasaba lentamente bajo la brillante iluminación de las farolas de gas: las parpadeantes lámparas de los cabriolés, las paradas totalmente iluminadas de los omnibuses, cada uno pintado con su particular y vivo color -el piso superior abierto para que los pasajeros tuvieran vistas panorámicas-, los anuncios en movimiento lanzando sus mensajes en blancos, rojos, verdes y amarillos: Sanitas Disinfectant, non-poisonous and fragant; Tomato Soup 57 Heinz varieties Baked Beans, los largos carteles debajo del pretil superior pidiendo que utilicen Okley's Knife Polish, Fry's Cocoa, Pears' Soap.

Grisombre intentó llamar a un cabriolé que pasaba, pero el conductor le gritó: «Me largo a cenar, jefe», así que se dio la vuelta e intentó avanzar entre la muchedumbre de las aceras y, quizá, retirarse por alguna calle lateral. Echó un vistazo a la estación y el hotel, no muy lejos en esa misma calle, y estaba seguro de que los hombres de Moriarty estaban en algún lugar entre el tráfico.

Estaba a punto de marcharse cuando uno de los omnibuses verdes Favourite aminoró. Los peldaños abiertos y en curva que se dirigían hacia el piso superior parecían ser una invitación tan atrevida como su modesto cartel anunciador de Ogden's «Guinea Gold» Cigarettes.

– ¿Dónde va, compañero? -le gritó el conductor cuando entró.

– A cualquier parte donde vaya -Grisombre apenas pudo balbucir.

– ¿Todo el trayecto, compañero? Seguro. Hornsey Rise, seis peniques.

Grisombre no tenía ni idea del valor real del dinero inglés y tenía muy poco en su bolsillo, así que puso un florín en la mano del hombre, cogió el cambio y su billete y subió las escaleras, prestando poca atención a lo que le decía el conductor.

– Vaya con cuidado. Agárrese fuerte.

En el piso de arriba, al aire libre, el autobús parecía balancearse y se vio obligado a agarrarse a los respaldos de los asientos mientras caminaba por el estrecho pasillo hacia la parte delantera, donde había un sitio doble vacío a la derecha. Mientras hacía su corto y precario viaje, pudo oír una conmoción abajo, en la plataforma: el sonido de una particular voz flotando en el aire. Los hombres de Moriarty estaban sin duda en el vehículo.

Ellos le esperarían abajo. Eso era todo lo que tenían que hacer: permanecer en la plataforma con el conductor o sentarse en el interior. Finalmente, Grisombre tendría que bajar y, cuando lo hiciera, estarían esperándole allí.

El ómnibus iba ahora un poco más rápido, el conductor abriéndose paso con sus caballos entre el tráfico, de forma que las ruedas iban casi rozando con los cabriolés, las carretas, los carros pesados y los omnibuses que se movían en dirección contraria, de vuelta hacia la estación. Pasaron dos omnibuses a un par de pies de distancia y los conductores, desde abajo, se saludaban o insultaban a gritos.

Grisombre miró hacia delante. Hacia ellos venía otro ómnibus, uno amarillo, Camden, con el piso superior medio lleno, los ocupantes embozados y abrochados para protegerse contra el frío aire de la noche, hablando y señalando, riéndose, y una pareja ajena a todo, excepto a ellos mismos.

Los omnibuses ahora se encontraban casi al mismo nivel. No podía vacilar por más tiempo. Los asientos de la parte trasera estaban vacíos y, cuando se encontraban de frente, Grisombre se levantó, se agarró al pretil y saltó aproximadamente un pie entre los dos vehículos, cayendo sobre la barandilla del Camden, con los pies en uno de los asientos; fue consciente del chillido de una mujer que viajaba cerca y el gruñido de protesta de su compañero.

Deslizándose en el asiento, miró hacia atrás. Uno de sus perseguidores le había visto y saltó de la plataforma del Favourite, corriendo y esquivando el tráfico para dirigirse al ómnibus en que él había aterrizado.

– Ya está bien. No quiero bromas en mi ómnibus -el conductor estaba asomando la cabeza por las escaleras, sólo a unos pies de distancia-. Eh, muchacho, deberías comportarte mejor a tu edad. Te harás daño tú solo. La semana pasada casi se mata un muchacho por jugar al ratón y al gato. Se está convirtiendo en una moda. Venga, estate quieto antes de que llame a la poli.

El hombre de Moriarty estaba detrás del conductor, en las escaleras, diciéndole algo. El conductor mostró sorpresa, luego deferencia, y comenzó a aminorar para que el enorme sujeto pudiera subir las escaleras.

Grisombre miraba a su alrededor frenéticamente. Otro ómnibus verde -el Harverstock-Hill- estaba casi al lado, el piso superior vacío, pero el hueco entre los dos omnibuses era ancho, de casi tres pies.

El hombre de las escaleras estaba llegando arriba. Grisombre se volvió hacia el hueco que quedaba entre los dos vehículos que se movían en direcciones opuestas. Podía ver el otro cartel que anunciaba la eficacia de Grape Nuts. Se agarró al pretil, colocando un pie encima para darse el impulso necesario, y se lanzó hacia el otro bus.

Se dio cuenta de que su salto no había sido bueno, ya que parecía que los dos omnibuses se separaban, se distanciaban uno de otro mientras saltaba, asiéndose con sus manos como si fueran ganchos.

Sus dedos engancharon momentáneamente el pretil del Harverstock-Hill, luego se escurrieron. Vio el anuncio -la N de Nuts en su nariz y en sus ojos- durante una fracción de segundo, antes de que cayera entre las fustas de un cabriolé que caminaba entre los omnibuses. Hubo gritos, sonido de cascos, otros ruidos. Luego oscuridad.

Crow regresó a King Street un poco antes de las once y encontró a Sylvia con una cara inexpresiva y un duro semblante parecido al de las gárgolas que habían visto en la catedral de Notre Dame en París durante su luna de miel.

– Angus, han estado aquí, buscándote. De Scotland Yard -su inflexión era más de lo que se hubiera esperado de una gárgola.

– ¿Sí?, querida -la cabeza de Crow daba vueltas, esforzándose por dar las respuestas correctas a las preguntas que todavía no se habían pronunciado.

– Dijeron que tú no estabas trabajando anoche. ¿Puedes explicarme eso?

– No -dijo Crow con firmeza-. Hay algunas cosas relacionadas con el trabajo que no tengo que explicar. De ninguna manera te aburriría con el recital de esas extrañas cosas que un detective está obligado a hacer para ganar su sueldo.

– ¿De verdad? -era evidente que ella no le acababa de creer.

– ¿Y qué es lo que querían los de la oficina de policía, querida?

– Dijeron que debías ir cuanto antes al Hotel Grosvenor… algo sobre un tal Morningdale.

Crow ya estaba volviendo a coger el sombrero que acababa de quitarse.

– ¿Jarvis Morningdale?

– Eso parece.

– ¡Por fín! -exclamó, con una mano en la puerta de la calle.

– Estuvo allí antes, según parece. También ha habido una especie de refriega cerca de Victoria Street. En cualquier caso, se requiere tu presencia con urgencia.

– No me esperes, Sylvia. Esto puede llevar su tiempo.

En la esquina se chocó con Harriet, que regresaba de su noche libre. Crow levantó su sombrero para saludar a la chica, su corazón palpitaba alegremente y su estómago se revolvía con su sonrisa, que era tan cálida como la que ella le había ofrecido una hora antes cuando se separaron.

El paso de Crow era ligero, casi danzaba sobre el reluciente pavimento, en busca de un cabriolé que le llevara a Grosvenor. El mundo, le parecía, le sonreía. Crow creía que por fin había encontrado en Harriet la respuesta a todos sus secretos pensamientos y ocultas ansias. Porque ella, una simple jovenzuela, le hacía sentirse como un joven muchacho otra vez, un aturdido muchacho lleno de sentimiento. Hasta el hollín de la ciudad olía como el aromático brezo de su juventud. Al tocarla sentía un delirio, y tenerla cerca, en sus brazos, era como estar en el paraíso.

En el Grosvenor decayó su estado de ánimo. Morningdale había estado allí, pero se había marchado. Un grupo de franceses también había estado allí. También se habían ido. El personal contaba confusas e insustanciales historias sobre uno de los franceses, que había salido precipitadamente perseguido por dos detectives consultores de la Agencia Donrum.

También le informaron de una historia que contó uno de los policías que hacía la ronda. Un asunto ridículo, un extranjero perseguido entre el tráfico, saltando desde el piso superior de un ómnibus a otro, que finalmente cayó entre las fustas de un cabriolé y fue recogido en estado inconsciente.

– Sus dos amigos dijeron que lo llevarían al hospital, señor -le dijo el policía-. En realidad, todo era muy extraño y yo tardé algo en cortar el tráfico. Debía ir un poco bebido, creo. Supongo que no será nada grave, pero les dije que llamaría al Western Dispensary en cuanto pudiera.

Crow habría apostado cien soberanos a que no había ni rastro del caballero extranjero lesionado, ni de sus amigos, en el Western Dispensary. Ni en ningún otro hospital. Se sentó en el despacho del director de Grosvenor e intentó ir atando cabos sobre lo que podía estar relacionado con la visita de Jarvis Morningdale al hotel, la presencia de los ficticios empleados de la igualmente ficticia Agencia de Detectives Donrum, y el trío de visitantes franceses. Al cabo de una hora estaba convencido de que otra vez había perdido a James Moriarty. Una negra desesperación se posó sobre Angus McCready Crow mientras volvía a King Street. Era una desesperación que sólo podría desaparecer, él lo sabía, con los delicados servicios de Harriet.

Grisombre se dio cuenta de que continuaba vivo por el dolor de cabeza, el dolor a lo largo del brazo y las voces que venían de las borrosas figuras que le rodeaban. Parecía recordar que había viajado de forma poco confortable en una especie de coche. También tenía una viva imagen del lateral del ómnibus, el espantado bufido de los caballos y esa terrible sensación de caída.

Su vista se fue aclarando y comenzó a luchar. James Moriarty estaba inclinado sobre él y al fondo estaban los demás. Entre ellos, Wilhelm Schleifstein.

– Está seguro, Grisombre -le arrulló Moriarty-. Fue una tontería por su parte salir corriendo. Nadie desea hacerle daño.

Él seguía debatiéndose, pero tuvo que hundirse en la almohada con gran debilidad.

– Es verdad lo que dice el Profesor, Jean -Schleifstein se acercó-. Tiene un brazo roto, algunos cardenales y sin ninguna duda el orgullo herido. Sé que el mío también lo estuvo cuando el Profesor me condujo a ese divertido baile, pero lo que dice es verdad. Sólo desea probarse a sí mismo que tiene el dominio. Hemos hablado mucho y estoy convencido. La alianza continental entre nosotros debe permanecer, con James Moriarty a la cabeza.

– No se preocupe ahora por esto -hasta Moriarty parecía preocupado-. Aquí está seguro y permanecerá durante algún tiempo, y mis hombres le tratarán bien. Duerma, yo volveré mañana.

Grisombre asintió con la cabeza y cerró los ojos, cayendo en un profundo y curativo sueño durante el cual soñó con los pisos superiores de cien omnibuses que descendían a toda velocidad por una iluminada calle. Todos los pasajeros eran mujeres, sus ojos y caras reflejaban una sonrisa burlona. Las mujeres eran todas idénticas y sabía el nombre de todas. Madonnae Lisas.

Moriarty sacó el diario encuadernado en cuero y abrió las últimas páginas, que contenían notas clave sobre los seis hombres a los que iba dirigida su venganza. Cogió su pluma y dibujó una fina línea diagonal en las páginas que trataban de Grisombre.


  1. <a l:href="#_ftnref15">[15]</a> (*) Sabemos por los Diarios de Moriarty (la historia completa se encuentra en El Retorno de Moriarty) que el Profesor vio frustrado, en 1890-91, su intento de robo de las Joyas de la Corona de Inglaterra de la Torre de Londres. Las Joyas de la Corona Francesa eran otro asunto y estaban constituidas por la Corona de Carlomagno (supuestamente las genuinas piedras en una nueva montura), que se utilizaron en la coronación de Napoleón; la Corona de Luis XV (quizá montada con piedras falsas); una espada con un diamante incrustado que perteneció a Napoleón; un reloj rodeado de diamantes que el Bey de Argel regaló a Luis XIV; y el espléndido diamante del Regente -si no el mayor diamante del mundo, probablemente el más puro-. De algunas notas de los Diarios de Moriarty, podría parecer que el Profesor acariciaba la idea de ser el propietario de las Joyas de la Corona a finales de 1880, pero deja constancia de que «La única pieza que merece la pena conseguir es la del Regente».

  2. <a l:href="#_ftnref16">[16]</a> No merece la pena enumerar las aptitudes del artista Edgar Degas, ya que son bien conocidas por todos. En esa época, tenía sesenta años y su vista, debilitada durante su servicio en el ejército en la Guerra Franco-Prusiana, iba empeorando día a día. También estaba, en este período, concentrado en la escultura, a la que él llamaba «un arte del hombre ciego». Mantenía unos criterios muy severos sobre la Gioconda de Leonardo y, junto a otros artistas, hizo una ruidosa campaña en contra de cualquier intento de limpiarla.

  3. <a l:href="#_ftnref17">[17]</a> (*) El robo de la Mona Lisa. Por lo que se reveló sobre el robo en esta crónica y los posteriores sucesos documentados en las siguientes páginas, es interesante hacer notar lo siguiente:El lunes 21 de agosto de 1911 -unos quince años después de que James Moriarty robara el trabajo de Leonardo del Louvre- se descubrió que la Mona Lisa había desaparecido. No hubo ninguna pista durante dos años. Por fin, en la segunda mitad de 1913, Vincenzo Perugia, un pintor de brocha gorda, fue arrestado por intentar vender la pintura en Florencia.Durante el período que estuvo «desaparecida», varias facciones de la prensa francesa expresaron dos teorías. (1) Había sido robada por un periódico francés para probar una afirmación anterior aparecida en un número del periódico, que decía que la pintura ya había sido robada. (2) El robo había sido organizado por un coleccionista americano que tenía preparada una copia exacta y, a su debido tiempo, colocaría la copia en el Louvre y guardaría el original en su colección privada. Ahora sabemos que ambas teorías son correctas en algunos puntos, aunque tardías en su exposición.

  4. <a l:href="#_ftnref18">[18]</a> (*) Zidler y el Moulin Rouge. Zidler, el empresario, había sido denominado correctamente «uno de los arquitectos de la fama de Montmartre». Ya a principios de 1870, el centro de la más vulgar y excitante vida nocturna de París se encontraba alrededor de las áreas de Clichy y Pigalle del Montmartre bajo. Era el territorio, como si fuera un hormiguero, de una gran parte del hampa parisina: un lugar de ladrones, peristas, chulos, prostitutas, estafadores, gitanos, cantantes, bailarines y pillos. Destacaba por sus bares, café-conciertos y cabarets, y también era el seno del baile que tan popularmente evoca al París denominado de los «Locos Años Noventa» -el cancán, que comenzó su vida como le chalut, una salvaje e improvisada versión de la cuadrilla en la que el pudor se arrojaba por los aires-. Su popularidad comenzó a extenderse desde lugares como el Elysée-Montmartre, pero alcanzó su madurez comercial cuando Zidler convirtió un antiguo salón de baile, la Reine Blanche en Pigalle, en el famoso Moulin Rouge. Tolouse-Lautrec, con sus pinturas y pósters, unlversalizó este lugar y a los que estaban asociados a él -sobre todo a la sensual La Goulue y Jane Avril-, Con el Moulin Rouge, y otras guaridas nocturnas de la zona, París se puso de moda, por no mencionar a la gente que lo frecuentaba (se dice que La Goulue, en la cumbre de su fama, se burló del Príncipe de Gales con las palabras, «Hola, Gales, ¿eres tú quien está pagando el champán?) Sin embargo, por esta época, Zidler había vendido el Moulin Rouge -en 1984- y, aunque todavía era una atracción muy popular, su fortuna estaba disminuyendo. La Goulue se marchó en 1895 y, en las fechas en que Moriarty fue allí a buscar a Grisombre, Jane Avril estaba trabajando en el entonces más popular Follies Bergére.

  5. <a l:href="#_ftnref19">[19]</a> Literalmente, «Cierra el pico, pequeña marmita, o te romperé un ala». El argot criminal francés, según M. Joly, «transforma las formas vivas en cosas, compara al hombre con los animales». De esta forma: la boca es un bec y el brazo un aileron. El comentario más insultante de Moriarty fue llamar a la chica marmite: la que mantiene a un chulo putas.

  6. <a l:href="#_ftnref20">[20]</a>Tales representaciones -como la famosa Le Coucher d'Yvette- eran frecuentes en los cabarets de Montmartre. Una de las artistas más famosas fue Angele Hérard, que se desnudaba mientras simulaba la caza de una pulga. Pero es poco probable que fuera Mme. Hérard a quien Moriarty viera en La Maison Vide, ya que ella lo representaba casi exclusivamente en el Casino de París.

  7. <a l:href="#_ftnref21">[21]</a> (*) Tanto la Policía como el Gobierno Británicos se oponían fuertemente a los diferentes sistemas continentales -que seguían con detalle la pista de todos los movimientos personales-, ya que lo consideraban una violación de la libertad individual.