174061.fb2 La Venganza De Moriarty - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

La Venganza De Moriarty - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

LONDRES Y ROMA

Martes 9 de marzo – Lunes 19 de abril de 1987

(Un interludio romano)

– La medida del tiempo es de gran importancia-dijo Moriarty-. Pero Spear se encargará de esa parte del asunto. Lo que yo realmente necesito saber, querida Sal, es si tú piensas que nuestra Tigresa italiana está preparada.

– Está preparada de sobra -parecía que Sal Hodges estaba algo desconcertada, como tímida ante la pregunta del Profesor. Se volvió para mirar su cuerpo medio desnudo en el gran espejo que adornaba la pared del dormitorio-. Estas bragas francesas nuevas, James, ¿excitan tu imaginación?

– Perifollos, Sal, es como escarchar un pastel que ya es lo suficiente bueno en cualquier momento.

– ¿Una mezcla tan buena como Carlotta?

– Más sabrosa. Háblame sobre la preparación de Carlotta.

– Ya lo he hecho. Está mejor preparada que nunca -se acercó donde el Profesor estaba tumbado-. Tus preguntas me dan a entender que estás a punto de marcharte a Roma, James.

Él afirmó en silencio.

– La Semana Santa es el único momento en que todo puede realizarse con seguridad.

– La chica está bien instruida. Sólo hay que preocuparse de que no le enseñes otras cosas mientras está contigo.

– ¿No voy a ser su padre?

– Entonces, no tengo duda de que será un asunto incestuoso.

– Ella no es más que un cebo, Sal, y… hablando de cebos, es el momento de dar otros pasos. ¿Dijiste que Crow está bien enganchado?

– Harriet me dice que no puede vivir sin ella.

– Excelente, suena como si hubiera caído en esa locura en que caen los hombres de su edad.

– ¿Qué es lo que planeas?

– Cuando un hombre tiene un hábito y las circunstancias repentinamente se lo niegan, Sal, el hombre suele hundirse en su propia destrucción. He visto cómo sucede una y otra vez. Crow ha sembrado sus propias semillas. Ahora debe recoger su cosecha. Avisa a Harriet. Debe marcharse ahora, con sigilo, sin una sola palabra, sin explicaciones. Hoy aquí. Mañana ya se ha marchado. Nosotros no tendremos que hacer más, la naturaleza humana lo hará por nosotros.

– Y tú, ¿te marchas a Italia?

– Con dos engaños, el collar de rubíes que resulta tan bello en la garganta de Lady Scobie… la Herencia Scobie, creo que lo llaman así, y nuestra joven y bella señorita Carlotta.

La inesperada partida de Harriet hirió profundamente a Crow. Por la mañana, cuando se marchó a New Scotland Yard, ella estaba allí, con su sonrisa de siempre y su belleza. Hasta le dio su especial contraseña secreta, que les recordaba la bella, aunque ilícita, experiencia que compartían. Cuando regresó por la noche, cansado y pensando en la entrevista que había tenido con el Comisario, se había marchado.

Sylvia no paró de hablar.

– Sólo una nota en la mesa de la cocina, Angus. Una nota clara. Me marcho, firmado H. Barnes. Ninguna explicación. Nada. Me marcho. H. Barnes… ni siquiera sabía que tenía otro nombre. Los sirvientes ya no saben dónde está su sitio… -y así siguió, con el mismo humor, hasta que la cabeza de Crow estuvo a punto de estallar.

No había ninguna nota para él. Ningún mensaje. Ninguna pista. Después de cenar -este inesperado suceso les hizo reunirse… -se sentó en el salón, con su mujer todavía parloteando, y se hundió en tal melancolía que estuvo a punto de llorar.

A la hora de acostarse, todavía fue peor, ya que su mente empezó jugarle malas pasadas, imaginándose grandes fantasías sobre lo que le podía haber sucedido. Era ella, en realidad, lo único que permanecía en la cabeza de Crow, que casi desterraba todo lo demás. Así, cuando el Comisario mandó buscarle la tarde siguiente -por segunda vez en dos días-, el detective se sintió muy presionado para dar una información razonable sobre las actividades del día.

El Comisario no estaba contento.

– Hay tres robos sobre los que no parece que haya hecho muchos progresos -le reprendió, irritable y picante como el curry-. Por no mencionar ese desagradable asunto en Edmonton y el asesinato del viejo Tom Bolton. Ahora es el asunto de Morningdale.

– Morningdale -repitió Crow como si escuchara el nombre por primera vez.

– Mi querido amigo, necesito explicaciones, no repeticiones. Parece que su mente ha estado en otra parte durante estas últimas semanas. Si no hubiera visto su vida privada con mis propios ojos, pensaría que tiene algún trastorno doméstico. O peor aún, que está liado con alguna mujer -hizo que esta última palabra fuera como una terrible serpiente.

Crow se mordió la lengua y tragó con dificultad.

– Ahora, el asunto de Morningdale. Usted, y sólo usted, Crow, ha hecho circular ese nombre y una descripción por los mejores hoteles de Londres, pidiendo que le informaran si ese tipo aparecía como huésped. Ayer me dijo que tenía algo que ver con el antiguo Profesor Moriarty. Todavía no me ha dado ningún detalle.

– Yo… -empezó Crow.

– Ni siquiera su sargento sabía quién era Morningdale, ni para qué se le buscaba. El resultado fue que cuando el director de un hotel informó de su presencia, no había nadie para entrar en acción, y a usted no se le encontró. Esa no es forma de dirigir un cuerpo de detectives, Inspector, deje que lo haga la policía. Ahora, dígame sobre Morningdale.

Crow le habló, de forma falseada, sobre su correspondencia con Chanson y sus sospechas en relación a las extrañas apariciones en el Grosvenor y sus alrededores. Era consciente de que no había dicho toda la verdad.

– Todo es mera suposición, Crow -gruñó el Comisario-. Ni siquiera tiene sentido. Está buscando a un hombre llamado Morningdale porque se le ha visto hablando con un antiguo asociado de Moriarty en París. Ahora aparece en el Grosvenor. También aparecen unos impostores que se hacen pasar por detectives; también, tres franceses. El director intenta buscarle pero no le encuentra. Usted no deja ningún mensaje diciendo dónde encontrarle. Hay una especie de riña en el hotel. Dos de los llamados detectives persiguen a uno de los franceses fuera del hotel. Morningdale se marcha, pagando todas las facturas de modo correcto. El director intenta de nuevo buscarle a usted. Se envía incluso a un oficial a buscarle a su casa y ni su buena esposa sabe que está fuera de servicio. Cuando por fin llega al Grosvenor, los pájaros han volado. No da ningún tipo de explicación sobre lo que cree que estaban tramando y ni siquiera hay evidencia de que se haya incumplido la ley, excepto por una pequeña pelea amistosa en un transporte público: un delito menor como máximo. Ese tipo de cosas se ven en el juzgado todos los días o las soluciona el policía que se encuentra en el lugar. O quizá, ¿no está enterado del peligroso juego del ratón y el gato del joven que corría a toda velocidad por los pisos superiores de los omnibuses? Quizá, Inspector Crow, un período de vuelta al uniforme, enfrentándose otra vez con los problemas de cada día, le familiarizaría más con las dificultades de este cuerpo.

Era una amenaza directa y Crow lo sabía. Lo que el Comisario le estaba diciendo era, en efecto, que hiciera su trabajo adecuadamente o volvería a alguna comisaría de policía divisional a enfrentarse con el papeleo y la rutina, con una gran pérdida en su estatus social por añadidura. Un destino peor que la muerte para el ambicioso Crow.

Incluso sabiendo esto, no podía salir del horrible letargo, soledad e insomne deseo que ahora le poseía. Todos sus pensamientos giraban en torno a Harriet. ¿Dónde estaba? ¿Por qué se había marchado? ¿Le había causado él algún problema? Durante las semanas siguientes, el trabajo de Crow comenzó a ir hacia abajo de forma alarmante. Su mente no podía asimilar ni las evidencias más simples; tomar decisiones le resultaba más y más difícil; estaba distraído a la hora de dar órdenes; siguió pistas equivocadas en dos ocasiones y una vez hizo un arresto tan injustificado que tuvieron que liberar al hombre con serviles disculpas por parte de todos los que estaban implicados. El problema más mortificante era que no tenía a nadie en quien confiar. Durante la semana anterior a la Semana Santa, era evidente, incluso para Crow en su estado de ánimo, que el hacha iba a caer de un momento a otro. El Comisario se le echaría encima como el proverbio del montón de ladrillos. Pero él seguía añorando a Harriet; soñaba con ella como un adolescente enfermo de amor; suspiraba por ella; no dormía por ella.

Como acto final de desesperación, Crow envió un mensaje a Holmes para tener una entrevista con él, de forma privada, como habían mantenido desde la primavera del 94.

– Querido colega -le saludó Holmes con buen humor-, parece que no se encuentra muy bien. Si no estuviera tan empeñado en mantenerles apartados a usted y a Watson, le pediría al buen doctor que le echara un vistazo. ¿Qué va mal? ¿Ha perdido el apetito, o qué le pasa?

– Peor que eso, señor Holmes -replicó el triste oficial de policía-. Me temo que tengo un gran problema y yo soy el único culpable.

– Ha venido a contármelo todo a mí, entonces -dijo Holmes, sentándose en su silla favorita y encendiendo su pipa-. ¿Una imprudencia, quizá?

Crow contó su afligida historia, sin ocultar nada, incluyendo incluso los embarazosos detalles de su intriga con la gentil Harriet.

Holmes escuchaba con gravedad y, cuando acabó la historia, dio una fuerte chupada a su pipa.

– La historia que me ha contado es tan vieja como el tiempo, Crow. Las mujeres, lo he visto en todas partes, se meten entre el hombre y la claridad de sus pensamientos, yo personalmente he renunciado a su compañía como si se tratara de una plaga, aunque comprendo los problemas. En realidad, hubo una sola mujer que podría… -su voz se desvaneció, como si su corazón hubiera tomado momentáneamente el control de su incisiva mente-. Si uno puede permanecer soltero, disfrutando sin llegar a tener complicaciones sentimentales, todo irá bien. Usted parecía pensar así durante mucho tiempo. Hasta que llegó la señora Crow, ¿eh?

Crow asintió tristemente.

– Por su matrimonio, usted es suficientemente viejo para saber que el arte de un buen matrimonio no está tanto en el amor como en el control. Hay un viejo proverbio árabe que dice que la mujer descontenta pide nieve asada. Usted decide. ¿Le proporciona nieve asada o sigue siendo el amo de su propia casa? No ha hecho ninguna de las dos cosas. Ha buscado refugio en una mujer que está por debajo de su posición social, y que sólo ha sido un capricho.

– Es difícil con Sylvia -dijo Crow sin convicción.

– Yo estoy totalmente en desacuerdo con usted, Inspector Crow, ya que ha cometido uno de los pecados más horribles. Ha permitido que sus emociones afecten a su trabajo y ese podría ser su final.

– Creo que el Comisario me llamará cualquier día.

– Debe centrarse en el trabajo y borrar de su cabeza a esa miserable Harriet.

– No es tan fácil.

– Entonces, inténtelo con todas sus fuerzas, señor. Debe hacerlo. ¿Qué hay de nuestro pacto contra Moriarty? Adelante, cuénteme más sobre los asuntos de Morningdale y Grisombre, ya que estoy totalmente seguro de que no se equivoca en sus deducciones. Morningdale es Moriarty.

Crow habló durante unos cinco minutos sobre sus teorías en relación al Profesor Moriarty y la venganza que estaba tramando contra los que imaginaba que eran sus enemigos.

– Ya ve -dijo Holmes con júbilo-. Es absolutamente capaz de tener pensamientos lógicos, incluso en medio de su tristeza. No ha habido ninguna señal del alemán desde el asunto de Edmonton, y dudo que vayamos a oír mucho más sobre el francés. Ambos estarán en el fondo del río, si conocemos los diabólicos métodos de Moriarty -de repente se paró en medio del torrente de palabras-. Descríbame otra vez a esa criatura llamada Harriet. ¿De unos veinticinco años, dijo?

Angus Crow describió el objeto de su aflicción con gran detalle, aunque con cierto dramatismo, como suele suceder en el caso de los que están afligidos por la flecha de Cupido.

– Veo que le ha afectado mucho esta detestable enfermedad -señaló Holmes-. Pero, hágame un favor y alargue el brazo hasta aquel gran volumen de allí. ¿Dice que su apellido es Barnes? Me suena que hay algo que podría borrar sus penas.

Crow le pasó un gran volumen que contenía un índice en el que Holmes tenía todas las referencias sobre todas las materias y personas que le resultaban de interés.

– Barnes… -Holmes pasó las páginas-. Baker… Baldwin… Balfour-mal negocio éste, Crow, catorce años de trabajos forzados [22]… Banks, Isabella, una sombra antes de mis trabajos, pero interesante como todos los doctores asesinos [23].

Ah, aquí está, ya me lo figuraba, Barnes, Henry: nacido en Camberwell en 1850. Delincuente común. Vagabundo en 1889, aunque con algunos recursos. Véase Parker. Una hija, Harriet, criada en centros públicos. Prostituta en 1894, trabajaba en una casa propiedad de la señora Sally Hodges. ¿No le quita esto un peso de encima, Crow?

– Yo no…

– ¿De veras? Parker, como ambos sabemos, dirigió la red de espías de Moriarty durante bastante tiempo. Barnes trabajó para él, y si no tiene idea de quién es Sally Hodges, entonces no tiene ningún derecho a su actual ocupación. El Profesor ya está sobre usted, Angus Crow, y ha caído en la trampa como un conejo. Moriarty es diabólicamente listo. Le he visto hacer este juego una y otra vez. Captura a la gente por la cintura, los atrapa por su punto más débil. La señorita Harriet estaba encargada de llevarle hacia la trampa y… -se había levantado y estaba paseando por la habitación de forma agitada-. Una pena no poder meter a Watson en esto. A usted tenemos que darle un respiro para que pueda recuperar sus sentidos y librarse de la cólera que le va a invadir. Le sugeriría un buen doctor que le ordenara descansar durante una semana o dos. En ese tiempo bien podremos atrapar a ese endiablado hombre por los talones. Le aseguro que ahora se está tramando un trabajo sucio en Italia o España -dejó de pasear y dirigió la vista hacia Crow-. Conozco a uno bueno en Harley Street. ¿Irá a verle?

– Haré cualquier cosa para llevar una nueva vida. Y acabar con Moriarty.

La furia de Crow, al haber sido engañado por una mujer empleada por el Profesor, podía apreciarse en su cara y en la tensión de su cuerpo.

– El doctor Moore Agar le pondrá bien -Holmes sonrió inexorablemente-. Aunque probablemente esté desesperado conmigo. Hace poco me prescribió una cura de reposo que, de algún modo, he interrumpido. Debe recordarme que le cuente a usted alguna vez el Horror de Cornualles [24].

– Entonces iré a su doctor Agar.

Luigi Sanzionare, el hombre más peligroso de Italia, era una persona de costumbres cuando se trataba de religión. Iba a misa dos veces al año -en Semana Santa y el día de su santo- y se confesaba todos los Sábados Santos, en el mismo confesonario de Il Gesü, la iglesia jesuita de Roma.

No importaba qué asuntos estuvieran pendientes, qué robos se estuvieran preparando, qué órdenes tuvieran que darse a los numerosos hombres y mujeres criminales que le tenían como líder, Luigi Sanzionare siempre hacía del período pascual un tiempo sagrado, asegurando su alma, por tanto, contra el infierno y la condenación.

Su amante, Adela Asconta, que tenía poca fe religiosa, no se preocupaba por la forma en que Luigi se marchaba de su villa de Ostia cada Viernes Santo, y no volvía hasta el Domingo de Resurrección, después de la Misa Solemne en la Basílica de San Pedro, dentro de los muros del Vaticano. Ella bien podría haber permanecido en la gran casa de Via Banchi Vecchi, pero Adela Asconta no soportaba la ciudad en esa época del año: había demasiados forasteros y el lugar se hacía insoportable con tanta gente. Comprendía que esto era bueno para el negocio de su amante, ya que los visitantes eran muy evidentes, sobre todo para los carteristas y los ladrones de hoteles, que tenían sus propios días festivos con los peregrinos de la Ciudad Eterna.

Sin embargo, siempre era lo mismo en Semana Santa. Adela Asconta se inquietaba en Ostia, preocupándose, no por el alma inmortal de Luigi Sanzionare, sino por su posible traición. Luigi tenía atractivo para las mujeres y la Signorina Asconta era extremadamente celosa. Este año todo iba peor que nunca a causa del telegrama de Inglaterra.

El telegrama había llegado el Jueves Santo, cuando Luigi se estaba preparando para ir a la ciudad, le necesitamos aquí urgentemente, asegurado gran beneficio, habitación reservada para usted solo en hotel langham. Willy y jean.

– Willy Schleifstein y Jean Grisombre -le explicó Luigi.

– Ya sé quiénes son. ¿Crees que soy tan idiota como tú? -Para su belleza y encanto, Adela Asconta tenía un temperamento muy fuerte, y el mofletudo Luigi Sanzionare era dueño completo del mundo, excepto cuando se trataba de mujeres. Sobre todo era esclavo de su amante-. ¿Irás a verlos, Gee- Gee? -continuó ella escupiendo fuego-. Son ellos los que deberían venir a ti.

– No me llamarían si no hubiera un gran beneficio, cara mía. Un gran beneficio para comprarte las cosas que más te gustan.

– Y que también te gustan a ti. ¿Irás solo?

– Eso parece. Mi corazón no estará tranquilo hasta que vuelva contigo, Adela. Tú lo sabes.

– Yo no sé nada. También hay mujeres en Londres. ¿Solo, Luigi? ¿Tú crees que eso es seguro, de verdad?

Ella habría preferido que alguno de sus hombres más próximos, Benno o Giuseppe, hubieran ido con él. Ellos la informarían sobre cualquier indiscreción.

– Benno puede venir como mucho hasta París. Después continúo solo.

– ¿Y vas a dejar tu preciada Semana Santa en Roma?

– Nunca. Me marcho el lunes. ¿Crees que me perdería nuestra tarde del Domingo de Resurrección juntos?

– Sí, si eso significa más poder, más dinero.

– Me marcharé el lunes. Hay una dirección de correos aquí -dio unos golpecitos en el telegrama-. Les telegrafiaré hoy.

Tras haber delatado su furia al pensar que iba a separarse de su protector, ahora Adela intentó acercarse de forma mimosa.

– Tráeme algo bonito. Algo realmente especial.

– El regalo de toda una vida.

En realidad, Luigi Sanzionare ya estaba deseando tomarse un respiro de los trabajos del crimen en Roma. La ciudad era un desagradable lugar en ese momento. La política del año pasado todavía reverberaba por las calles. Vivían una época de desorden en Italia, y la derrota del ejército en Adowa el mes de marzo anterior había causado la caída del gobierno. Ahora, un año después, los heridos y prisioneros estaban empezando a regresar, trayendo con ellos su propia humildad, recordando a la gente la inestabilidad.

Sanzionare recordó su encuentro con el Profesor Moriarty en su último viaje a Londres. Moriarty había dicho que deberían pedir el caos, demandar un estado de caos en el que sus propios negocios prosperarían. Ahora se preguntaba si Il Professore tenía razón. No había demasiada prosperidad en recoger la basura de un ejército derrotado. Pero entonces Moriarty había probado su utilidad. Un fracaso. Sí, sería bueno salir de Italia un poco. La primavera pronto se convertiría en verano y Adela nunca había estado en su mejor momento con el calor.

Viajó hacia la ciudad, con Benno, un hombre atezado, con ojos de lince, siempre en un lugar próximo en caso de que los enemigos -y había muchos, sobre todo entre los sicilianos- decidieran que era el momento de un cambio en la estructura de poder.

El Viernes Santo, Sanzionare se dirigió a cumplir con su religión, encaminado a los rituales del día: el descubrimiento de la cruz, la veneración y el canto solemne cuando se quita y lava el altar, como el cuerpo de Cristo después de la crucifixión. Rezó por las almas de sus padres y amigos que habían muerto a su servicio. También rezó por su propia alma y reflexionó sobre la maldad que estaba provocando tantos disturbios en este valle de lágrimas.

Después de la liturgia del día, Sanzionare regresó a su casa de Via Banchi Vecchi y recibió varias visitas: dos hombres a los que les iba a encargar el inicio de un fuego en una conocida tienda de la Via Veneto. El aumento de los precios estaba afectando a todo el mundo. El propietario de este establecimiento no quería pagar más por el honor de estar protegido por la gente de Sanzionare.

– Sólo un pequeño fuego -dijo al par depiromani-. Con eso lo entenderán.

También recibió a un hombre joven para que diera una paliza al propietario de un café.

– No hasta después de Pasqua -recomendó Sanzionare-. Y no quiero que muera, ¿entiendes?

– Sí, Padre mió -era un tipo atractivo con fuertes músculos y hombros como una estatua-. No habrá muertes.

Sanzionare sonrió y le indicó que se marchara. Estaba contento, ya que no quería quitar a la gente la vida… sólo cuando era inevitable. Por un momento pensó en la confesión que iba a hacer al día siguiente. Se confesaría culpable de ser un ladrón, lo que cubriría multitud de pecados, desde robo a asesinato, ya que un asesino era en realidad un ladrón de vidas: un pecado mortal que sería perdonado por la gracia de Dios, investido en su sirviente sacerdotal, y el sincero acto de contrición que Sanzionare haría en su penitencia.

Benno entró en la alta y espaciosa habitación con una bandeja que contenía una cafetera y unas tazas de plata.

– ¿Muchos más? -preguntó Sanzionare fatigadamente.

– Sólo dos. Carabinieri. Capitano Regalizzo de los Ludovisis y Capitano Meldozzi.

Sanzionare suspiró.

– Sabemos qué es lo que quiere Regalizzio, un poco más de aceite de oliva, ¿eh? -frotó su mano derecha sobre los dedos haciendo un movimiento circular-. Pero el otro, ¿le conocemos?

Benno negó con la cabeza.

– Que pase Regalizzo. Dile a Meldozzi que no le haremos esperar mucho.

Regalizzo era un dandy y su uniforme probablemente le habría costado la mayor parte del salario de un mes. Era educado, atento en lo relacionado con la Signorina Asconta y hablaba de lo triste que estaba con los prisioneros de la batalla etíope que ahora se encontraban por las calles; y lo exagerados que eran los precios. Estaba apenado, pero había dos firmas -«Usted las conoce, creo»- que le estaban causando demasiados problemas. Pensaba que debería haberlas cerrado.

Sanzionare encendió un cigarro y se volvió a sentar para esperar al otro policía. Llevaba ropas sencillas y no le había visto nunca.

– ¿Es usted, quizá, un amigo del Capitano Regalizzo? -preguntó Sanzionare una vez que se hubieron sentado.

– Le conozco -dijo Arnaldo Meldozzi-. En realidad, le conozco bastante bien, pero no estoy aquí para hablar de sus problemas, sino de los suyos, Signore.

Sanzionare se encogió de hombros y levantó su mano derecha, con la palma hacia arriba, con un gesto de permiso.

– No sabía que yo tuviera problemas.

– No son serios. Al menos pueden convertirse fácilmente, como si dijéramos, en algo inofensivo.

– Hábleme de mis problemas.

– La policía de Londres ha estado preguntando por usted.

Se produjo un desconcertante soplido que Sanzionare sintió como un dolor físico.

– ¿En Londres?

– Sí. He recibido esta carta. ¿Conoce al Inspector Crow? -y le pasó el documento por encima de la mesa.

Sanzionare lo devoró, sus ojos corrían a toda velocidad por la página.

– ¿Qué gana usted con esto, Capitano? -preguntó, frotándose la parte superior de una mano con la otra. Sus palmas estaban húmedas.

– Yo no saco nada de nada, Signore. Simplemente pensé que debería saberlo, cuando las fuerzas de policía de otros países muestran tanto interés en un ciudadano tan renombrado como usted.

– Dígame -hizo una pausa, inspeccionando la manicura de sus uñas como si buscara algún defecto-. Dígame, ¿ha contestado a esa extraordinaria petición?

El policía sonrió. Era joven y quizá, razonó Sanzionare, ambicioso.

– He informado de que la he recibido. Nada más.

– ¿Y qué piensa hacer? ¿Le han pedido información sobre cualquier visitante o incidente inusuales relacionados conmigo?

– No sé nada de lo que informar-los ojos se abrieron, manteniendo la mirada con los de Sanzionare-. No tengo nada de qué informar. Hasta ahora.

– Capitano -empezó, como si abordara un asunto difícil-. ¿Qué es lo que más necesita en la vida en este momento?

El Capitano Meldozzi hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

– Esperaba que me preguntara eso. Tengo mujer y tres hijos, Eccellenza. Sé que es una calamidad que acontece a la mayoría de los hombres. Mi salario no es bueno. Me estaba preguntando, quizá, si usted podría darme de alguna forma un empleo extra.

– Puede arreglarse -dijo Sanzionare con un tono cansado, pensando que estaba ahí otra boca que alimentar, u otras cinco bocas que alimentar, y quizá también que alguna de las chicas perdiera su tiempo una vez a la semana. Siempre era así para tener una vida en paz.

Sin embargo, las noticias se referían a él. La policía de Londres preguntando por él no era una buena señal, sobre todo cuando estaba a punto de viajar hacia Inglaterra. ¿Era adecuado? Reflexionó durante largo rato. Schleifstein y Grisombre vendrían a él si les llamaba. Sería mejor no mencionar el incidente a Adela. Tendría que ir él.

Durante el Sábado Santo, la ciudad parecía estar esperando la gran celebración cristiana, ardiendo con el deseo de hacer sonar sus campañas y gritar «Christus Surrexit. Hallelluja». El día era claro y cálido, agradable, sin el terrible y agobiante calor que más tarde se producía. Luigi Sanzionare se preparó para su confesión anual y luego salió de casa. Tenía uno o dos pequeños asuntos que atender antes de ir a II Gesü. Comprar los billetes para el viaje. Hacer algunas pequeñas compras.

La primera vez que la vio fue aproximadamente a media mañana en los escalones de la Piazza di Spagna. Alta, morena, encantadora con su vestido amarillo limón y su amplio sombrero, con una sombrilla que llevaba con elegancia. Casi podría jurar que ella dejó de hablar a su acompañante y volvió sus oscuros ojos para mirarle a medida que se iba acercando. Tenía la misma cualidad que poseía Adela cuando fijó en ella los ojos por primera vez -esa mirada, no de promesa, sino de posibilidad-. Notó una sensación muy especial con esa mirada y Sanzionare sintió un sudor frío que bajaba por su espalda. La chica, que no debía tener mucho más de veinticinco años, estaba con un hombre de casi el doble de edad, quizá más -con cincuenta y muchos o casi sesenta años, pensó Sanzionare-, una persona alta y cargada de espaldas, con pelo corto y negro, quevedos dorados y modales estudiados, muy atentos hacia la chica: casi paternales. En algunos aspectos este hombre le recordaba al delincuente inglés Moriarty, pero el parecido era sólo superficial.

Volvió a verlos a la hora de comer. Estaban sentados a unas pocas mesas de distancia de la suya en su trattoria favorita de la Piazza Cavour, junto al castillo de San Angelo. Ella parecía comportarse tímidamente hacia el hombre, hablaba poco y picaba la comida. Sanzionare ahora estaba convencido de que su acompañante era un pariente y no un amante. En varias ocasiones, al mirarla, se dio cuenta de que ella le buscaba con la vista por la habitación. Todas las veces bajaba la mirada con una coquetería disimulada y todas las veces Sanzionare sentía el mismo sudor frío que descendía desde su cuello. Según avanzaba la comida el frío se transformó en un calor vivo, y al final en fuego, un calor súbito que se extendía hacia abajo.

Volvió a levantar la vista y descubrió que la chica le estaba mirando con una especie de adoración en los ojos. El sonrió, inclinando ligeramente la cabeza. Por un momento, ella pareció confusa, luego sonrió también, sus labios se separaron y su mirada fue más obvia que antes. Era el tipo de adulación visual que a Sanzionare le encantaba, un indicio de que todavía tenía el poder magnético que le daba esa gran confianza.

El acompañante de la chica dijo algo, inclinándose sobre la mesa, y ella respondió, agitando de forma nerviosa su servilleta y sonriendo de manera forzada, como en una mala pintura. Poco después salieron del restaurante, pero, en la puerta, la chica se paró y lanzó una rápida mirada hacia atrás en dirección a Sanzionare.

Una hora después, Luigi Sanzionare, con gran piedad, entró en la suntuosa iglesia barroca de Il Gesü -iglesia madre de la Compañía de Jesús- para mantener su cita anual con el perdón de Dios.

Hacía frío en el interior, algo de humo debido a las numerosas velas titilantes, agrupadas delante de los numerosos altares y estatuas. Susurros, toses y pisadas retumbaban en las paredes, como entrometiéndose en los reprimidos rezos de los fieles, guardados en los pilares y piedras durante más de tres siglos.

Sanzionare respiró profundamente, captando la esencia del persistente incienso y el olor acre del humo que flotaba en el aire -el olor a santidad-. Se persignó con agua bendita del pilón de la entrada, hizo una genuflexión hacia el altar mayor y se unió a un grupo de penitentes arrodillados junto al confesonario en el lateral derecho de la nave.

Sanzionare no sabía que el Padre Marc Negratti SJ, que debía estar en este confesonario, y cuyo nombre aparecía en el exterior, había sufrido un desafortunado y leve accidente. Sus superiores no sabían siquiera esto. Ni conocían al cura que estaba sentado tranquilamente proporcionando consuelo y absolución en ese lugar.

El cura tenía una voz suave y convincente. Nadie habría podido imaginar que sólo esperaba escuchar una única voz a través de la fina rejilla de alambre. Escuchó las repetidas listas de pecados con una ligera sonrisa en las comisuras de sus labios, aunque, cuando le susurraban al oído un gran pecado, la cabeza del cura se movía ligeramente de un lado a otro.

En su regazo, donde nadie podía verlo, el cura tenía una baraja de cartas. Sin mirar hacia abajo, permanecía en silencio realizando una serie de trucos y prestidigitaciones como si fuera un experto.

– Bendígame, Padre, por haber pecado -Sanzionare presionó sus labios junto a la rejilla.

Moriarty sonrió para sus adentros, ésta era la mayor ironía que había planeado. Moriarty, el mayor criminal de Europa, escuchando la devota confesión del malvado más importante de Italia. Es más, dando la absolución y sembrando la semilla de la caída de este hombre, para así erigirse él de nuevo.

Sanzionare había faltado a Dios, dejado de rezar regularmente, perdido la paciencia, utilizado un lenguaje blasfemo y obsceno, timado, robado, cometido fornicación y codiciado los bienes ajenos, por no mencionar a la mujer del vecino, a quien había deseado.

Cuando terminó la lista y el penitente hizo un acto de contrición y pidió la absolución, Moriarty empezó a hablar sosegadamente.

– ¿Se da cuenta, hijo mío, que su mayor pecado es haber faltado a Dios?

– Sí, Padre.

– Pero necesito saber más sobre sus pecados veniales.

Sanzionare frunció el entrecejo. Los jesuitas rara vez indagaban. Este no era su cura habitual.

– Dice que ha robado. ¿Qué es lo que ha robado?

– Las posesiones de otras personas, Padre.

– ¿En particular?

– Dinero, y cosas.

– Sí. Y fornicación. ¿Cuántas veces ha fornicado desde la Semana Santa anterior?

Esto era imposible.

– No le podría decir, Padre.

– ¿Dos o tres veces? ¿O muchas veces?

– Muchas veces, Padre.

– La carne es débil. ¿Está casado?

– No, Padre.

– ¿No se abandonará a prácticas antinaturales?

– No, Padre -casi escandalizado.

– La fornicación debe acabar, hijo mío. Debería casarse. Con la fuerza del Sacramento del matrimonio será más fácil controlar la carne. El matrimonio es la respuesta. Debe pensar seriamente sobre esto, ya que continuar fornicando sólo le llevará a las llamas de la condenación eterna. ¿Entiende?

– Sí, Padre.

Estaba preocupado. Este cura le estaba poniendo los nervios de punta. ¿Matrimonio? Nunca podría casarse con Adela. Si se casara, ella nunca le dejaría en paz. Podría incluso entrometerse en sus asuntos. Sin embargo, la condenación eterna era un precio muy alto.

– Muy bien. ¿Hay algo más que quiera contarme?

No fue una confesión demasiado buena. Había engañado al cura sobre la cuestión del robo. ¿Le negaría eso la absolución? No. Había confesado. Él sabía lo que quería decir y también Dios y la Virgen.

– Como penitencia tendrá que rezar tres Padrenuestros y tres Avemarias -Moriarty levantó la mano para dar la absolución-. Ego te absolvo in nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti. -Ésta fue la última blasfemia en la carrera del Profesor.

En el exterior, con el sol de la recién estrenada primavera, Sanzionare sintió necesidad de beber. No, debía tener cuidado. No debía caer en pecado antes de tomar la comunión por la mañana. Pasearía durante un rato. Quizá iría a los Jardines Borghese. Debían ser maravillosos esa mañana. Sería agradable estar allí. Benno iba detrás de él, observando, con la vista al acecho.

Entonces, la vio otra vez. Sólo una fugaz visión del vestido y el sombrero amarillos. Era como una especie de muñeca de papel, pensó.

Muy apesadumbrado por el consejo del cura, Sanzionare caminó, dando vueltas en su cabeza a los asuntos. Era verdad, suponía que lo natural para un hombre como él era casarse, pero sus apetitos siempre habían sido muy variados. De cualquier forma, él era un buen marido. Adela se comportaba como una esposa. Le daba la lata tanto como una esposa. La chica del vestido amarillo limón, qué esposa sería. Qué esposa. Quizá, cuando acabase la Semana Santa y estuviera de camino hacia una nueva aventura en Londres podría pensar adecuadamente. Eso era, necesitaba estar lejos de esta empalagosa atmósfera de Roma.

Aproximadamente a las seis, Sanzionare regresó hacia Via Veneto. Un pequeño trago antes de volver a casa por la noche. Sólo uno para vencer la sequedad de su garganta.

Ella estaba sentada en una mesa en la acera de uno de los cafés más grandes, con su acompañante masculino, mirando la procesión que pasaba y dando sorbos en un vaso alto. Casi se vieron al mismo tiempo. Sanzionare rechazaba los instintos que habían surgido en su cuerpo y en su mente, pero no podía controlar el impulso de hacer algún avance. El café estaba lleno de gente, camareros con delantales blancos iban casi corriendo entre las mesas con los pedidos, balanceando sus bandejas cargadas con cafés y bebidas por encima de sus cabezas, realizando proezas que no habrían estado fuera de lugar en el circo.

Las aceras estaban atestadas de gente en su paseo casi ritual: mujeres, jóvenes y viejas, cogidas del brazo entre ellas o del de sus maridos, parejas severamente vigiladas, peregrinos de otras partes de Europa e, incluso, de lugares tan lejanos como América, chicos jóvenes que echaban el ojo a grupos de chicas: un feliz e inseguro bullicio, lleno de charla y color.

En la mesa donde estaba sentada la chica había una silla metálica libre, apoyada e inclinada por la parte posterior formando un ángulo contra la mesa. No era el mejor momento, pero Sanzionare estaba decidido. Se acercó a la mesa, mirando durante un segundo hacia detrás para asegurarse de que Benno no estaba lejos.

– Perdonen -se inclinó hacia la pareja-. Hay poco sitio, ¿les molestaría si me uno a ustedes?

El hombre levantó la vista.

– En absoluto. Nosotros nos vamos a marchar dentro de un momento.

– Gracias, es usted muy amable.

Su tono era serio y nada efusivo. Luego, llamó a un camarero que pasaba y le pidió un vermut Torino.

– ¿No me acompañan? -preguntó a la pareja.

– No, gracias -el hombre alto no sonrió y la chica agitó la cabeza con un movimiento negativo, aunque sus ojos le decían a Sanzionare que le gustaría poder decir sí.

– Permítanme presentarme -prosiguió Sanzionare-. Luigi Sanzionare, de esta ciudad.

– Mi nombre es Smythe, con y griega -el acompañante de la chica habló en italiano, con la pronunciación lenta y poco acentuada de un inglés-. Mi hija, Carlotta.

– ¿No es italiana? -mostrando una agradable y halagüeña sorpresa.

– Mi madre era italiana -el acento de la chica era puro napolitano-. Pero -sonrió- ésta es mi primera visita a su país.

– Ah. Es bello, ¿verdad?

– Mucho. Me gustaría vivir aquí, pero mi padre dice que debemos regresar a Inglaterra a causa de su trabajo.

Sanzionare se volvió hacia Smythe.

– ¿No está su mujer con usted en Roma?

– Mi mujer, señor, murió hace un año.

– Oh, perdone. No podía saberlo. Entonces, ¿es ésta una peregrinación?

– Deseaba mostrarle a Carlotta la tierra natal de su madre. Hemos querido pasar algunos días en Roma antes de regresar a Londres.

– A Londres. Ah, una bella ciudad, la conozco bien -mintió Sanzionare-. Entonces, ¿van a pasar la Semana Santa?

– Sólo hasta que acabe. -Carlotta se estaba acercando imperceptiblemente hacia él-. Yo soy el que está más triste por tener que marcharnos.

– Una pena. Me habría gustado enseñarles las mejores vistas. Nadie puede mostrar Roma tan bien como un romano.

– Hemos visto todo lo importante -el padre de Carlotta estaba decididamente malhumorado.

Sanzionare permaneció imperturbable.

– Quizá, ¿podrían hacerme el honor de cenar conmigo?

– Eso sería… -empezó a decir Carlotta.

– Imposible -contestó bruscamente Smythe-. Tenemos mucho que hacer esta noche. Muy amable por pedírnoslo, pero es imposible.

– Pero seguramente, Padre…

– No hay más que hablar. Carlotta, debemos marcharnos. La cena nos espera en el hotel.

– Lo siento. Mis modales son escasos -rezumó Sanzionare, levantándose-. No quería entrometerme.

Smythe estaba pagando la cuenta, examinando la factura como si el camarero fuera a timarle.

– Espero que volvamos a encontrarnos otra vez, Signorina -Sanzionare se inclinó hacia la mano de Carlotta.

– Me encantaría -sus ojos eran casi suplicantes, como si necesitara gran ayuda. En la cabeza de Sanzionare se formaron fantásticos pensamientos. Una dama en apuros. Se vio a sí mismo como un caballero, cabalgando hacia el rescate-. Me gustaría mucho -repitió Carlotta-. Pero me temo que no será posible.

Smythe hizo una rígida inclinación, cogió a su hija del brazo y se marcharon, perdiéndose entre el tumulto de paseantes.

Sanzionare, de repente, vio a uno de sus carteristas, moviéndose entre la muchedumbre, que se dirigía hacia Smythe. Miró alrededor buscando a Benno, haciéndole señales frenéticamente para que se acercara a él, y le dio unas rápidas instrucciones para que interceptara al carterista.

– Que no toque a ese inglés. Si lo hace le aplastaré las manos.

Benno asintió con la cabeza y se dirigió hacia la muchedumbre sin rumbo.

Era uno de esos extraños encuentros en la vida, reflexionó Sanzionare. Un momento en el que, si las circunstancias hubieran sido diferentes, se podría haber convertido en una nueva forma de vida, una vida con salvación eterna. Obviamente, no era así, por tanto tendría que continuar en los bajos fondos de esta parte de Italia, presumiblemente con Adela como consorte. Quizá, mientras estuviera en Londres podría ver otra vez a la bella Carlotta. No, este período de separación de Adela y de Roma convendría usarlo para pensar en su futuro estado. Si fuera necesario, podría incluso casarse con su amante. Una apasionada aventura con una mujer como Carlotta -ya que sería muy apasionada- podría ser su fin, al menos exigiría demasiados esfuerzos.

El Domingo de Resurrección asistió temprano a misa y luego fue a la Misa Solemne en San Pedro, confundiéndose con la muchedumbre en el exterior para recibir la Bendición Papal antes de regresar a Ostia con la llorona Adela, ahora muy susceptible por su inminente viaje.

Moriarty, sin su disfraz de Smythe, se sentó en el escritorio de su habitación en el Albergo Grande Palace, para escribir una carta. Carlotta, que estaba aburrida y había venido de su habitación contigua, se tumbó en la cama mientras comía suculentas uvas rojas.

Signorina -escribió Moriarty con una letra bien diferente a la suya-, debo advertirle de que su protector, Luigi Sanzionare, ha partido hoy en tren hacia París en compañía de una mujer mucho más joven que usted. Se trata de la señorita Carlotta Smythe, mitad inglesa y mitad napolitana. Me temo que están planeando casarse en secreto en Londres, que es su destino final. Un partidario de usted.

Sonriendo para sí mismo, el Profesor repasó la nota dos veces antes de doblarla y meterla en un sobre. Luego dirigió la epístola a la Signorina Adela Asconta, a la casa de Sanzionare de Ostia. A la mañana siguiente se la entregaría en mano al mozo antes de coger el tren hacia París. Con suerte, sería una dulce bomba para la hembra Asconta.

Se levantó y caminó hacia el espejo colocado sobre la pesada cómoda, que se encontraba entre las dos ventanas, y se miró la cara desde numerosos ángulos. Desde el año pasado había sido numerosas personas diferentes, con distintos comportamientos, hablas, idiomas y edades. Madis; Meunier; el profesor americano, Cari Nicol, del número cinco de Albert Square; el fotógrafo Moberly; el corpulento americano Morningdale; el cura jesuita; y, el viudo Smythe. Cada papel se ajustaba como un guante, pero había uno que debía interpretar cuando regresaran a Londres. El papel de su vida. Se encogió de hombros con una especie de modestia burlona. Durante un poco más de tiempo sería Smythe.

– ¿Acabaré quedándome con los rubíes? -preguntó Carlotta desde la cama.

Moriarty cruzó hacia ella, mirando a la chica con esa extraña mirada que solía lanzar.

– No, querida hija. Eso de ninguna manera. Quizá encuentre alguna otra chuchería para ti.

– Eso sería maravilloso -hundió su cabeza en la almohada y se rió de forma sofocada-. ¿Vamos a realizar incesto otra vez, Papá?

Holmes había cumplido con lo prometido. El doctor Moore Agar, de Harley Street, examinó a Crow y le indicó que debía tomarse al menos un mes de descanso, preferiblemente en un balneario. Podría hacer algunos trabajos ligeros, pero no le recomendaba trabajar la jornada completa en el Cuerpo. Escribiría al Comisario esa misma noche, explicándole la situación y diciéndole que cuando Crow estuviera listo para regresar, le garantizaba que sería un hombre sano al cien por cien y con su antigua seguridad.

Crow se atormentaba mentalmente por la lucha con Sylvia.

– ¿Le darás la nieve asada? -le había preguntado Holmes-. ¿O seguirás siendo el amo de tu propia casa?

El camino estaba bastante claro, su mente estaba decidida, ¿no había ya herido bastante su orgullo con la intrigante Harriet? Tenía que aceptar el hecho de que no sólo había hospedado en su casa a una de las personas de Moriarty, sino que también había perdido el juicio por ella. Eso no sería fácil de olvidar. Esta ausencia le proporcionaría dos oportunidades: poner en orden su casa y hacer otro enérgico esfuerzo, con la ayuda de Sherlock Holmes, y coger a Moriarty por las solapas y entregarlo a la justicia.

Sylvia estaba lamentándose por la escasez de buenas sirvientas cuando Crow regresó a King Street.

– He entrevistado a docenas en el día de hoy -dijo con mal humor desde su silla junto a la chimenea-. Es imposible. Hay dos que podrían servir. No sé.

– Yo sí -dijo Crow plantando firmemente su espalda ante el fuego.

– Angus, ¿podrías apartarte de ahí? Me estás quitando el calor -gruñó Sylvia.

– No me moveré, ni de aquí ni de ninguna otra parte, y si vamos a hablar del calor de la gente, considere entonces, madam, qué calor me da a mí.

– Angus.

– Sí, Sylvia. Nosotros éramos totalmente felices cuando yo estaba aquí como tu huésped y tú cocinabas, limpiabas y eras sincera conmigo. Ahora que estamos casados, todo es juerga, bullicio, afectación y melindres, con su permiso, sí señora, no señora. Estoy cansado de todo esto.

Sylvia Crow abrió la boca para protestar.

– Silencio, mujer -Crow gritó como un sargento de instrucción.

– Nadie me hablará así en mi casa -se enfadó Sylvia.

– En nuestra casa, señora Crow. Nuestra casa. Ya que lo tuyo es mío y lo mío es tuyo. Es más, yo soy el amo ahora. Sylvia, estaba tan deprimido que esta misma tarde he tenido que ir a ver a un médico en Harley Street.

– ¿Harley Street? -los humos empezaron a bajar.

– Sí, señora, Harley Street. Me ha dicho que debo descansar durante algún tiempo, y que si tú me niegas los placeres de una vida familiar decente y ordenada, bien podrías causarme la muerte.

– Pero yo te he dado una vida decente, Angus -ahora había preocupación en su voz.

– Me has dado afectación y melindres. Sirvientas que queman la carne y dejan aguada la col. Me has dado dolores de cabeza, cenas y fiestas, y te has comportado como si fueras la Gran Duquesa. No quiero saber más de todo esto, Sylvia. Nada más. Ahora me voy a la cama y me gustaría una de tus sabrosas comidas en una bandeja. Servida por ti. Después subirás y actuarás como debe hacerlo una esposa.

Dicho esto, Angus Crow, sin saber si era el ganador o no, salió del salón pisando fuerte y subió las escaleras hacia el dormitorio, dejando a Sylvia, con la cara roja y la boca abierta, mirando cómo se cerraba la puerta sin comprender nada.

Sanzionare tenía un compartimento de primera clase en coche cama en el Expreso Roma-París. Benno estaba en el coche siguiente y, a medida que el tren iba adquiriendo velocidad al dejar los barrios de las afueras de la ciudad, el jefe de la banda italiana se relajó. Echaría una siestecita antes del almuerzo en el elegante coche restaurante. Quizá tomaría algún vaso de vino más de lo usual, ya que podría pasar la tarde durmiendo. Luego, como era costumbre, se vestiría para la cena. Quizá habría alguna mujer sola a bordo. También podría aprovechar el tiempo que pasara lejos de Adela.

A mediodía fue al coche restaurante, donde encontró una agradable, y no totalmente apagada, atmósfera. Los camareros eran elegantes, la comida excepcional. La primera parte del viaje iría bien.

No sabía, sin embargo, que en el vagón próximo a éste había dos compartimentos de coche-cama reservados con los nombres de Joshua y Carlotta Smythe.

La pareja había subido al tren a primera hora en la estación de Roma y, desde la salida, nadie había asomado la nariz del compartimento de Joshua Smythe. Ni pensaban hacerlo hasta la noche, ya que Moriarty mantenía que el impacto más enérgico se produciría si hacían una espectacular entrada en la cena. Sería entonces cuando Carlotta podría exhibir mejor la Herencia Scobie y, si Moriarty era conocedor de la naturaleza humana, Luigi Sanzionare caería en la telaraña que le habían preparado.

Cuando el tren les había alejado de la Ciudad Eterna, Moriarty mandó buscar al director del coche restaurante e hizo algunos preparativos para la noche. El resto del día lo pasó con buen humor, y con razón, ya que de todos sus planes, éste contenía un elemento de absurdo que habría deleitado a los más grandes exponentes del arte teatral. Carlotta, adormilada, curioseaba las copias de los periódicos y revistas que Moriarty le había dejado para combatir el aburrimiento.

Esa noche, mucho más tarde, llegarían a Milán, donde se engancharía el tren francés que unía esa ciudad con París. El menú de la cena era, por tanto, completamente italiano, como para saborear por última vez el país antes de arrojar a los pasajeros a las extravagancias de la cocina francesa. En el restaurante, los preparativos de la cena se realizaban con la solemnidad de una festividad religiosa, las lámparas se encendieron pronto, las mesas se cubrieron con manteles limpios, y la reluciente cubertería brillaba con el reflejo de la luz, todo ello bastante alejado del ambiente más modesto de los pasajeros de segunda clase y de las condiciones notoriamente espartanas de la tercera clase.

Un poco antes de las siete sonó el gong en los pasillos de primera clase y Sanzionare, vestido impecablemente, con el pelo acicalado con aceite perfumado y la humedad de sus mejillas tapada con polvos cosméticos, ocupó su lugar en el coche restaurante unos minutos después de la llamada para la cena.

Cuando llegaron los Smythe, él se encontraba ante una importante decisión, si escoger la pasta o una de las cuatro sopas que había, o, quizá, el Melone alia Roma, para preceder a la Anguilla in Tiella ai Piselli y al Pollo in Padella con Peperoni. Absorto en sus pensamientos, sintió, más que observó, su entrada.

Cuando Sanzionare levantó la vista, parecía como si alguna invisible autoridad hubiera dado el alto a toda actividad. Los camareros que iban con los pedidos parecían helados como figuras de cera; las damas se callaron en medio de sus cursis conversaciones; los caballeros que iban a elegir los vinos perdieron todo el interés por las uvas; los vasos medio levantados que iban en busca de los labios quedaron suspendidos en el aire. Hubo una ilusión de gran quietud, el murmullo normal cayó en un silencio que excluía hasta el más mínimo susurro y daba la sensación de que el carruaje había dejado de andar.

Carlotta Smythe permaneció en el marco de la puerta, su padre ligeramente detrás de ella. Llevaba un sencillo vestido blanco de exquisito gusto, mostrando su color de piel y contrastando a la perfección con su pelo. Era lo suficiente modesto, pero de alguna manera este sencillo estilo quitaba la respiración a todos los hombres que había delante.

Estaba maravillosa para todos los gustos y, para realzar el cuadro, la garganta de Carlotta estaba rodeada por un collar de rubíes y esmeraldas unidos con cadenas de plata, dispuestas en tres círculos que caían formando un triángulo hacía arriba y en cuyo vértice colgaba un medallón de rubí de un brillante color oscuro. Era como si la garganta de la chica estuviera en llamas, el resplandor que emitían las piedras era como de pequeñas lenguas de llamas rojas y verdes.

Lo llevaba como si supiera que tenía una fortuna alrededor del cuello: el par -la mujer y las joyas- formaba una combinación de completo deseo.

Sanzionare, como cualquier otro hombre del vagón, clavó en ella la vista durante un segundo, sin saber qué codiciaba más: la mujer o el collar. El conjunto encerraba todo lo que él siempre había deseado: riqueza, elegancia, la belleza de un tesoro y la sensual promesa del cuerpo de la chica envuelto en seda blanca. Por esto valdría la pena arriesgar la vida y la libertad, el honor, el poder e incluso la sensatez.

El efecto y el impacto de la entrada de los Smythe pareció durar una eternidad. En realidad sólo pasaron unos pocos segundos -suspendidos todavía en la eternidad- hasta que el tren y sus ocupantes volvieron a sus funciones normales.

El encargado del restaurante estaba delante de la pareja, inclinándose como si pertenecieran a la realeza, disculpándose, parecía, porque no había ninguna mesa libre para que la pareja cenara sola. Estuvo mirando alrededor a los distintos grupos de clientes, como esperando que se produjera algún milagro de repente. Luego, para mayor alegría de Sanzionare, que todavía miraba completamente paralizado, el empleado les acompañó hacia su mesa.

Se inclinó hacia Sanzionare con medio cuerpo, de forma que la otra mitad estuviera todavía hacia los Smythe, un acto de zalamería casi acrobática.

– Mil perdones -susurró el encargado-. No hay sitio para esta dama y este caballero. ¿Podría hacerles el honor de permitirles compartir su mesa? -todo esto muy bajo.

Sanzionare se levantó y se inclinó, sonriendo y asintiendo con la cabeza.

– Será un honor compartir la mesa con ustedes, señor y señora Smythe -cuando pronunció el apellido, inclinó aún más su cabeza a modo de reverencia-. Por favor, siéntense conmigo, por favor.

– Mire, padre -Carlotta abrió mucho los ojos, contenta de volver a verle-, es el Signor Sanzionare, a quien conocimos el sábado. ¿Recuerda?

– Sí, sí, me acuerdo -Smythe dejó perfectamente claro que preferiría no recordar ese encuentro-. ¿No hay otra mesa? -dijo al encargado.

– Ninguna, milord. Ninguna -una enigmática expresión nubló su sonrisa.

– Entonces no tenemos elección. -Smythe se encogió de hombros, mirando de forma desagradable a Sanzionare, que estaba, en este momento, frotándose las manos y sujetándose con todas sus fuerzas para no saltar de placer.

– Vamos, padre -Carlotta ya había ocupado el asiento frente a Sanzionare-. Debería agradecer al Signor Sanzionare su amabilidad. Esta es la segunda vez que nos muestra su generosidad, señor. Padre, por favor, no sea grosero.

Con un gran despliegue de falsa elegancia, Smythe se sentó.

– Es una desgracia. Pero si tenemos que compartir su mesa, Signore, entonces debo darle las gracias.

– Por favor -dijo con efusión el italiano-. Por favor, es un verdadero honor. La otra noche les pedí que cenaran conmigo y no fue posible. El destino nos ha echado una mano. Este encuentro estaba obviamente predestinado. Confío mucho en el destino.

– Oh, sí, también yo -dijo Carlotta con una deslumbrante sonrisa-. ¡Qué agradable es encontrar a un amigo en este tedioso viaje!

– No quisiera ser rudo -cortó pomposamente su padre-. Signore, no se ofenda, por favor, pero yo no estoy de acuerdo en que mi hija se mezcle demasiado con personas de su raza. Lo siento, pero así es. Perdone mi franqueza.

– Pero, señor, usted mismo me dijo que su madre era napolitana. No lo entiendo.

Carlotta se inclinó hacia delante, sus pechos tocaron la mesa y la sangre subió a la cabeza de Sanzionare.

– Lo que dice mi padre es verdad -adquirió un tono de profundo pesar-. La familia de mi madre la trató muy mal después de que se casara y se marchara a vivir a Inglaterra. Mi padre, por desgracia, lo asocia a todo el país y a toda la raza. Por este motivo, he tenido que insistir durante años para que permitiera esta corta visita.

Smythe aclaró su garganta ruidosamente.

– Estaré más contento cuando regresemos a Inglaterra y a su buena comida -y miró con gran desdén el menú.

Su hija intentó hacerle callar, ya que estaba hablando muy alto.

– La comida de aquí me recuerda mucho a mamá -dijo Carlotta en tono confidencial-. Me entristezco con mucha facilidad.

– Y mi estómago se entristece con todo el aceite que ponen en los alimentos -gruñó Smythe.

– Yo también voy a hablar con franqueza, señor -Sanzionare estaba un poco irritado por el arrogante comportamiento del inglés hacia su hija-. Yo no me siento atraído por la comida inglesa. Tiene demasiada agua. Pero, cuando soy un visitante no me quejo a los habitantes del país. Podría aconsejarle que fuera discreto en la elección de su comida. Un poco de melón y quizá algo de carne fría.

– Sus carnes frías, para mi gusto, están completamente llenas de ajo y demasiado rancias por la grasa.

– Entonces alguna pasta.

– Fécula. Llenan y sin nada de sabor -dejó caer el menú sobre la mesa con un irritado «¡bah!»- No es una cosa decente. Ni siquiera un buen caldo o Brown Windsor, o un filete bien hecho. Y estamos obligados a compartir. Esto no habría sucedido en el Great Western.

La comida continuó con inquietud, con Carlotta reluciente como el collar de su garganta y su padre gruñendo y quejándose durante todo el tiempo. En realidad, la situación se hizo tan difícil que Sanzionare dejó de dirigirse a Smythe cuando llegaron al plato principal, prestando toda su atención a la hija, que parecía tener ojos sólo para él.

En el postre, de repente, Smythe se inclinó y preguntó bruscamente al italiano qué hacía para vivir, con un tono tan ofensivo que Sanzionare se quedó totalmente desconcertado.

– Tengo una buena posición en Roma, como debería saber, señor -replicó.

– ¿Política? -preguntó Smythe con cautela-. Yo no apruebo demasiado a los políticos. Parece que siempre quieren meter mano a tus bolsillos o inmiscuirse en tus asuntos.

Sanzionare deseó haber podido decir a ese hombre que en su negocio era él quien metía mano en los bolsillos de los políticos, igual que en los de todos los demás hombres.

– Trato con objetos de valor, señor Smythe.

– ¿Dinero? ¿Se ocupa de asuntos financieros? -Moriarty sonrió secretamente. Sanzionare no era el payaso que parecía.

– Dinero, sí, y otras cosas también. Piedras y metales preciosos, objetos de arte, antigüedades.

– ¿Piedras preciosas como las que están alrededor del cuello de mi hija, por ejemplo?

– Es un collar muy bello.

– ¿Bello? -dijo Smythe a gritos, de forma que todo el vagón pudo oírlo-. /Bello? ¡Dios mío!, si fuera un verdadero experto podría decir algo más. Vale el rescate de un rey. Una fortuna. ¿Y usted negocia con piedras preciosas? Más bien diría carbones preciosos. Dudo que pueda distinguir el vidrio del granate.

Sanzionare sintió asco. En Roma podría haber despachado a este inglés de tan mal temperamento en cuestión de minutos.

– Si es tan valioso, señor-su voz era fría- entonces debería vigilarlo. Viajar con joyas tan valiosas es peligroso. En cualquier país.

Smythe se puso de color carmesí.

– ¿Me está amenazando a mí, señor?

Varias personas de las mesas de al lado pudieron oír la conversación, a pesar del traqueteo del tren, y estaban mirando con escandalizado interés.

– Yo simplemente le ofrezco un consejo. Sería una pena perder semejante chuchería -la gente que realmente conocía a Sanzionare se habría estremecido de miedo con su tono.

– ¿Chuchería? Tú oyes a este hombre, Carlotta. ¿Chuchería? -el inglés empujó hacia atrás su silla-. Ya he tenido suficiente con esto. Ya es bastante malo estar obligado a comer en la misma mesa con un tipo como usted. No me quedaré aquí para que me amenacen -agitó un dedo a una pulgada de la nariz del italiano-. Y también he visto cómo ha estado mirando a mi hija. Todos ustedes son iguales, con su sangre latina. Piensan que una chica rica es carne fácil, estoy seguro. Una chica inglesa rica.

– Señor -Sanzionare se levantó, furioso, pero Carlotta le puso la mano para refrenarle.

– Perdone a mi padre, Signor Sanzionare -ella sonrió, incómoda por el revuelo que estaban causando-. Para él es una gran tensión volver a Italia. Tiene muy malos recuerdos, y también está el constante recuerdo de mi madre, a la que amaba locamente. Por favor, perdónele.

– Debería tener más cuidado -la voz del italiano temblaba-. Con alguien de naturaleza menos comprensiva, podría tener serios problemas.

– Carlotta -Smythe se encontraba ahora alejado unos pasos-. Vamos. No te dejaré aquí sola.

Ella se inclinó, su voz bajando hasta convertirse en un susurro.

– Mi compartimento es el número cuatro, coche D. Venga después de medianoche, así podré ofrecerle una satisfacción por esta terrible escena -y se marchó, siguiendo a su padre y con las mejillas sonrosadas por la vergüenza.

Sanzionare se dejó caer hacia atrás en su silla. Seguramente Smythe estaba trastornado. No había ningún motivo para una escena como ésta. Por regla general, el inglés es muy reservado, pensó. Luego cambió sus pensamientos hacia la chica. Espléndida, encantadora, un premio. Pero, qué precio había que pagar, cargar con su padre también. No, pensó Sanzionare, es mejor asociarse con un diablo conocido. Al menos Adela Asconta no tenía parientes apoplécticos. Casarse, o incluso cortejar, a la atractiva Carlotta sería como enfrentarse al juez, al jurado y al público ejecutor. Sanzionare era un hombre muy bravo en todo lo relacionado con crímenes, pero anhelaba la paz familiar. Sin embargo, ella le había ofrecido algún tipo de compensación. Pidió una copa de brandy y pensó en las delicias privadas que Carlotta le podría proporcionar en la intimidad del compartimento. Mientras daba un sorbo del brandy, Sanzionare saboreó la idea de una aventura nocturna.

Le gustaría dar una lección a Smythe. ¿Sería suficiente el precio del cuerpo de Carlotta? Un tren tenía tantas restricciones. Quizá cuando llegaran a Londres podría persuadir a Schleifstein y a Grisombre para realizar un espectacular robo. Así, podría incluso regresar junto a Adela con el collar. Eso era negocio, y la llama de la pasión, la cálida lascivia que había sentido por Carlotta estaba casi apagada por la idea de un robo en Londres para llenar sus propias arcas y castigar a Smythe por sus insultos.

Esperó en su compartimento hasta después de la medianoche antes de hacer un movimiento. Benno había ido a ver si todo marchaba bien algo después de que Sanzionare abandonara el coche restaurante.

– ¿Desea que me ocupe del inglés? -preguntó Benno.

– No seas estúpido, la escena fue en público, y por nada.

– Pero él le insultó. Yo he visto cómo ha matado a hombres por cosas mucho más insignificantes.

– Si sufre algún daño aquí en el tren, no perderán tiempo para ir a buscarme. Calma, Benno. No deseo llamar la atención. Tengo otros planes para él.

– ¿Y para su hija también? -sonrió burlonamente Benno.

Sanzionare no dijo nada. Un subordinado como Benno no tenía por qué saber demasiado sobre su vida privada. En el mundo secreto italiano ya había suficiente intriga y competencia. Hasta este momento, los talones de Aquiles ya habían sido utilizados como fulcros para derribar a muchos hombres de sus posiciones de poder.

No había nadie en el pasillo cuando Sanzionare se deslizó de su compartimento y se dirigió por el inestable suelo hasta el siguiente coche. La iluminación era tenue, pero encontró el número del compartimento sin dificultad.

Ella le estaba esperando, tal y como él había imaginado, vestida sólo, por lo que pudo ver, con una ligera bata y poco más.

– Estoy tan contenta de que haya venido -su voz era ronca, casi sin aliento.

Una buena señal, juzgó Sanzionare.

– ¿Cómo podría rechazar una invitación como ésta? -y le puso una mano sobre el brazo.

– Mi padre fue imperdonablemente rudo. Y usted excepcionalmente paciente. Yo desearía que todos los hombres fueran así con él. Ha habido veces durante este viaje que he temido por su seguridad. Por favor, siéntese -señaló hacia el asiento que se había preparado como cama.

– Querida Carlotta -se esforzaba por buscar las palabras correctas-. ¿Qué puedo hacer por usted, para calmar su apesadumbrado pecho? -su mano giraba en torno a la zona adyacente a esa parte de su cuerpo-. Su padre la trata de una forma muy presuntuosa. Yo no hablaría ni a mi perro de la forma en que él le ordena a usted.

Ella se retiró ligeramente.

– ¿Tiene un perro, Signor Sanzionare? ¡Qué maravilla! Yo siempre he deseado tener un perro.

– Es una forma figurada de hablar, querida. Sólo deseo ayudarla.

Él se hundió en la cama, una mano todavía alrededor del brazo de Carlotta, intentando suavemente recostarla a ella también.

Ella se resistió.

– No necesito ayuda, Signore. Ninguna ayuda. Simplemente deseaba agradecerle en privado el haber sido tan comprensivo.

Sanzionare asintió con la cabeza.

– Lo sé, cara mía. Sé lo que es eso para una mujer como usted, privada de la compañía de un verdadero hombre. Dominada por un padre enfermo. Es un bruto.

Ella dio un paso hacia atrás

– Oh no, señor. Nada de eso. Admito que todavía está aturdido por el dolor de la muerte de mi madre, pero eso pasará.

En el pasillo, Moriarty, con la oreja pegada a la puerta, sonrió, asintió con la cabeza y se dirigió hacia el compartimento de Sanzionare. Carlotta tendría al italiano allí durante un buen rato.

No había nadie en el pasillo, ninguna señal de vida mientras el tren avanzaba en la noche. En el oscuro exterior de las ventanas, el Profesor veía de forma ocasional el brillo de luces de algunas casas, en las que la gente se quedaba hasta bastante tarde.

No había actuado mucho durante la cena, reflexionó. Italia no era uno de sus lugares favoritos y no le gustaba de verdad la comida. En realidad, Roma era una bella ciudad, con sus fuentes, estrechas calles y avenidas bajo la sombra de los cipreses. Pero nada, consideró, podía compararse con su Londres. Sólo el placer de coger en una trampa a Sanzionare compensaba esas privaciones particulares que estaba obligado a soportar.

Moriarty llegó al compartimento de Sanzionare. Seguía sin verse a nadie en el oscuro y ruidoso pasillo. Suavemente, giró el picaporte, puso sus hombros sobre la puerta y avanzó hacia el interior.

– La primera vez que la vi en Roma sentí que éramos espíritus afines -seducía Sanzionare.

– Es bueno saberlo -Carlotta permanecía en el extremo más alejado de la cama. Sanzionare iba avanzando poco a poco hacia ella, sus palmas húmedas, casi sin aliento en la garganta-. Es bueno saber -repitió ella- que una tiene un amigo.

– Yo puedo ser más que un amigo, Carlotta. Mucho más.

– Hable bajo -con un dedo sobre los labios-. No quisiera que mi padre le encontrara a usted aquí. No estoy acostumbrada, como usted sabrá, a entretener a los hombres de esta manera.

– Créame, yo lo entiendo -ya había alcanzado el extremo de la cama, medio levantado, como si quisiera inmovilizarla contra la ventana-. No tiene nada que temer. No si no hay ninguna razón para sentirse culpable. Estos impulsos suelen ser más fuertes que nuestra voluntad. Ven a mí, Carlotta -sus brazos estaban completamente extendidos.

El cuerpo de Carlotta estaba presionado contra la oscura ventana.

– ¿Signor Sanzionare…?

– Luigi, bambina, Luigi. No tienes que ser tímida conmigo.

– No soy tímida -la voz de Carlotta se elevó hasta alcanzar una estridencia inusual-. Creo que ha confundido mis intenciones. Oh… -su boca formó de repente un ancho círculo, sus ojos se abrieron como si se hubiera dado cuenta por primera vez de su propósito.

Sanzionare arremetió contra ella; una mano, durante un fugaz segundo, unida al suave pecho, pero ella forcejeó hacia los lados y le dejó abrazando el aire, arrodillado en el suelo, mientras ella avanzaba rápidamente hacia la puerta, dejando escapar un corto y agudo grito.

– Pensaba que le había invitado aquí para… -gritó con un elevado tono.

– Silencio, Carlotta, silencio. Tu padre nos oirá… cara.

– Quizá debería oírnos. Pensaba…

– ¿Qué otra cosa debería pensar un hombre?

– Pero usted es viejo -su boca se torció hacia abajo, como si hubiera bebido leche agria-. Imaginaba que lo hacía todo simplemente por amabilidad y generosidad hacia dos viajeros en una tierra extranjera. Mi padre está en lo cierto sobre los hombres italianos, sólo buscan una cosa. Solamente desean su placer. Tienen una cruel forma… -ahora ella estaba histérica, las lágrimas empezaban a formarse en sus ojos: la actuación para la que el Profesor la había entrenado con la ayuda de Sal Hodges.

Sanzionare trató de tranquilizarse. Ella había dicho que era viejo y eso le había partido el corazón. La inocencia. Ella le estaba ofendiendo. A él. A Luigi Sanzionare, a quien las mujeres se disputaban a golpes en oscuros lugares de la Ciudad Eterna. Pero todavía su sentido común le hizo contenerse pensando en la venganza. Sería una tragedia que el escándalo circulara por el tren. Tenía necesidad de ella.

Escarbó con sus pies.

– Mil perdones, Signorina. La he interpretado mal.

– Por favor, márchese -parecía estar sujetándose a sí misma, jadeando y apoyándose contra la puerta.

– No puedo.

– Si me toca, gritaré para pedir ayuda. Márchese.

– Carlotta, no puedo irme. Por favor.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Voy a ser violada? -parecía provenir de una gran ópera.

– No puedo irme -casi gritaba.

– ¡Oh! -ella caminó hacia un lado, con lágrimas corriendo por sus carrillos, mientras la rolliza mano de Sanzionare iba hacia la puerta.

– Lo siento. Perdóneme. Por favor, perdóneme -sintiéndose un poco ridículo, y bastante frustrado, salió tambaleándose hacia el pasillo.

Carlotta se inclinó hacia atrás, con las lágrimas todavía manando y sus hombros muy pesados. Pero ahora no era con histeria ni terror. Todo su cuerpo se agitó por la risa al ver la imagen del hombre más peligroso de Italia batiéndose en retirada, con terror, por una situación que no era capaz de manejar. Moriarty se lo agradecería. Todo había ido exactamente como él había dicho.

La humillación de esta situación abrasaba a Sanzionare, no sólo en su orgullo sino también en el honor de la familia. Si las circunstancias hubieran sido diferentes, meditaba tristemente, entonces la zorra se habría enterado, con gritos o sin ellos. Su historial, los valores por los que había crecido y vivido, todo le decía que esta chica medio italiana lo pagaría con algún tipo de castigo, y su padre también. En realidad, su padre sólo había sido un panadero, pero todavía recordaba el momento, cuando sólo tenía siete años, en que la hija del carnicero rechazó a su hermano mayor. Había echado chispas con tanto odio que nadie en la ciudad quiso saber nada de ello, ni siquiera ahora.

Sin embargo, mezclado con la humillación, había un persistente horror por las palabras de Carlotta -«pero usted es viejo»-. Muchas mujeres le encontraban cada vez más atractivo; por qué si no, incluso Adela -una joya de mujer-estaba constantemente celosa. ¿Sería esto el principio del fin? ¿Acaso la virilidad y el encanto de Luigi Sanzionare estaban empezando a marchitarse como una planta vieja, secándose y muriendo?

Se tumbó en la oscuridad de su compartimento, acosado por la frustración y la desesperación ocasionadas por el rechazo de Carlotta. Dio vueltas y vueltas en la cama, era consciente de cada uno de los movimientos del tren; podría haber contado las traviesas de madera por las que pasaban; cada variación de velocidad; todos los estridentes silbatos de la locomotora de vapor. Pensó que cuando llegaran a Milán, ya sin movimiento, quizá podría descansar, pero hubo tantos golpes y sacudidas mientras los coches maniobraban para engancharse al tren francés que fue imposible.

Con los ojos rojos, llamó a Benno al aparecer la primera luz del día y le dio instrucciones para que le llevaran la comida a su compartimento. No tenía deseos de encontrarse cara a cara ni con Carlotta ni con su padre durante el resto del viaje.

En la villa de Ostia, ya tarde, la sirvienta le llevó a Adela su desayuno en la cama y, con él, los periódicos de la mañana y una sola carta.

La amante de Sanzionare se incorporó sobre los almohadones y se preparó para pasar un día mimándose a sí misma aprovechando la ausencia de su amante. Dio un sorbo de café y miró con atención el sobre, como si intentara identificar la escritura, antes de abrirlo con un abrecartas plateado.

Unos segundos después estaba gritando con un lenguaje adornado con las expresiones más coloristas de los barrios bajos de la ciudad, pidiendo que fuera Giuseppe, que su sirvienta comenzara a hacer el equipaje y que prepararan los caballos. Al cabo de una hora, nadie en la villa habría dudado que Adela Asconta estaba a punto de emprender un viaje a Londres.

Spear estaba esperando en Albert Square cuando Carlotta y el Profesor regresaron con muy buen humor.

– ¿Ha sido un éxito? -preguntó, una vez que estaba encerrado a solas con su jefe.

– Magnífico. Necesitaría ver a Sal para que nos bendiga con su presencia. Nuestra pequeña Tigresa italiana debería estar actuando en el teatro. Tenemos a nuestro amigo romano atado con cuerdas como si fuera un pavo de Navidad, aunque él no lo sabe todavía.

– Aquí también hay buenas noticias -Spear se rió entre dientes. -¿Sí?

– Crow.

El Profesor levantó la vista severamente.

– Tiene excedencia en su trabajo -dijo Spear con gran énfasis.

– ¿Entonces? -la sonrisa apareció sobre la cara de Moriarty una vez más, con la cabeza oscilando ligeramente-. Entonces ya lo tenemos. Son precavidos estos policías. ¿Te das cuenta de que pocas veces permiten que un escándalo llegue a ser del dominio público? Excedencia -se sentó detrás de su escritorio, dando muestra de confianza-. Verdaderamente es una buena noticia, Spear, saber que hemos acabado con el entrometido Crow. Ahora, ¿está todo lo demás preparado?

– Los informadores están vigilando las estaciones de ferrocarril para localizar a la dama, Profesor. Las noticias estarán aquí pocos minutos después de su llegada.

– Bien. No habrá tiempo que perder una vez que ella esté en Londres. Ten también preparado a Harry Alien. ¿Sabe su papel?

– Se le ha entrenado como dijo y es lo bastante bueno para representar las obras de Ibsen.

– ¿Y la nota?

– Ya se ha entregado, y está esperando a la italiana como indicaste.

– Y el Langham, ¿está vigilado?

– Noche y día.

– Bien, ahora que todo está preparado, Spear, dime qué más ha sucedido durante mi visita a Roma. Cuáles han sido las tarifas del resto de los criminales de mi familia, qué plagios y robos se han realizado y cuántos bolsillos se han vaciado.

Después, cuando Spear hubo referido los numerosos acontecimientos que eran los asuntos diarios del imperio reunido del Profesor, Moriarty cogió su diario y fue a la página de notas donde se encontraba Angus McCready Crow. Como tenía ahora por costumbre, trazó una línea diagonal sobre las páginas, cerrándolo de esta manera como si se tratara de una cuenta saldada. Durante un momento, curioseó las páginas que contenían información sobre Luigi Sanzionare, con su pluma suspendida en el aire, pero sin hacer todavía la línea final. Ese placer llegaría bastante pronto.

Sherlock Holmes de Baker Street mandó llamar a Crow al cabo de una semana.

– ¿Ya está recuperado, mi buen amigo Crow? -preguntó con prontitud, frotándose las manos.

– Todavía me siento como un bobo recordando lo que ha sucedido -replicó Crow-. Haberme convertido en semejante loco por el detestable Moriarty no es para estar con buen humor.

– Y, según parece, sus asuntos domésticos se han arreglado solos.

– ¿Cómo puede saber eso, señor Holmes? -Crow miró alarmado.

– Por simple observación. Ahora tiene un aspecto como una patena, el aspecto de un hombre que está bien atendido. Apostaría a que ha puesto los pies en el suelo.

– Sí, lo he hecho.

– Bien, bien -Holmes estaba ocupado llenando su gran pipa con tabaco-. Espero que no tendré ninguna objeción por su parte en cuanto a las nocivas cualidades de la nicotina -sonrió.

– Desde luego que no. Siento gran respeto por las perjudiciales propiedades del tabaco -Crow sacó su propia pipa del bolsillo y siguió el ejemplo del gran detective.

– Magnífico -Holmes encendió la pipa y empezó a formar grandes nubes de humo, con gran contento en su cara-. No hay mejor amigo en el mundo que Watson, pero tiene la facilidad de recordarme, con demasiada frecuencia, mis debilidades. Aunque quizá tenga razón al hacerlo.

– Estoy deseando ver al doctor Watson -se atrevió a decir Crow.

– No, no -Holmes agitó la cabeza con un movimiento negativo-. Eso nunca. Hay algunas cosas que yo no deseo. Déjele permanecer en la ignorancia en cuanto a nuestros ocasionales encuentros y al particular propósito de nuestros esfuerzos. Watson nunca debe saber que Moriarty vive.

– ¿Dónde está ahora, entonces?

– Si yo lo supiera -Holmes se quedó absorto en sus pensamientos durante un momento-. Ah, se refiere al doctor Watson, ¿no?

– Sí, desde luego.

– Por un momento pensé que se refería al Profesor. No. He enviado a Watson a Cornualles otra vez. Sin duda tendré que trasladarme allí en breve, o será difícil asistir al final del asunto. Creo que le he dicho que Moore Agar me había ordenado descanso.

– ¿Y no lo está haciendo?

Holmes asintió con la cabeza.

– Le he pedido un poco de tiempo bajo el pretexto de ordenar algunos libros y tomar algunas notas en el Museo Británico. Una treta inofensiva, ya que Watson sabe que estoy interesado en el lenguaje de Cornualles y que pretendo publicar un artículo sobre ello a su debido tiempo. Servirá para dirigir su atención hacia otro lugar. Ahora, Crow, ¿está preparado para un viaje?

– ¿Un viaje? Pero ¿adonde?

– A París. ¿A qué otro lugar podría ser, mi querido colega? Sabemos que Moriarty ha vuelto a su viejo juego. Sólo por lógica, los dos estamos convencidos de que está implicado en el asunto de Cornhill y el asesinato del viejo Bolton. También sabemos que sus miras estaban puestas sobre su cabeza, Crow, y usted casi se vino abajo. Por ahora, lo único definitivo que tenemos es que el criminal francés Grisombre se ha reunido con Morningdale.

– Exacto.

– Usted está de acuerdo conmigo en que Morningdale y Moriarty son la misma persona.

– Estoy convencido.

– Tenemos una descripción de Morningdale, y todavía nadie ha estimado conveniente hacer indagaciones más profundas sobre este hombre. No ha podido permanecer en sus habitaciones del hotel Crillón durante toda su estancia en París. Alguien debe haberle visto, incluso haber hablado con él. Debemos hablar con ellos, Crow.

La simple, aunque divina lógica, capturó la imaginación de Crow. Naturalmente, Holmes tenía razón. París tenía las únicas pistas posibles en este momento.

El Hotel Langham, en Langham Place -donde también se encontraba la famosa iglesia de Todas las Almas- era una magnífica estructura gótica, que ocupaba aproximadamente un acre de terreno, y poseía más de seiscientas habitaciones y comedores para más de dos mil personas. Sobre todo, era un punto de reunión de los viajeros americanos, aunque el personal estaba bien acostumbrado a agradar a los extranjeros de cualquier tipo, por lo que Luigi Sanzionare no se sintió fuera de lugar.

Había estado preocupado por miedo a que algo hubiera ido mal en los planes de sus colegas, ya que nadie fue a recibirle a la estación. Después de todo, él había telegrafiado para comunicar sus intenciones por adelantado.

Sin embargo, estos temores se desvanecieron pronto, cuando llegó al gran vestíbulo del hotel y firmó en el registro de huéspedes, ya que allí había una nota, escrita en papel de escritorio del Langham, firmada por Grisombre en representación de él mismo y de Schleifstein, diciendo a Sanzionare que se acomodara, descansara bien después de un viaje tan duro y no se preocupara por nada. Ellos se pondrían, decía la nota, en contacto con él en un futuro muy próximo, cuando estuvieran preparadas todas las cosas.

Sanzionare se preguntó si le dejarían suficiente tiempo para hacer algunas preguntas sobre la residencia del señor Joshua y su hija. El insultante comportamiento de ambos Smythe le había calado hondo, asunto sobre el que había meditado tristemente durante todo el viaje. Había tenido cuidado, sin embargo, de mantenerse alejado de su camino. Tanto cuidado que no les había visto ni siquiera un momento en París, donde había pasado la noche para no viajar en el mismo vapor hacia Inglaterra.

Cuando se estableció en las lujosas habitaciones que habían sido reservadas para él, Sanzionare decidió que lo mejor sería dejar a los Smythe en paz, al menos hasta que tuviera el apoyo de sus amigos francés y alemán.

Dando permiso al ayuda de cámara para que se marchara, quien educadamente había preguntado si debía desempaquetar el baúl y la pequeña bolsa de viaje del italiano, Sanzionare se dispuso a hacerlo él mismo. No podía soportar que algún extraño revolviera entre su ropa. Benno y Giuseppe, incluso Adela algunas veces, se ocupaban de estas cosas en Roma. Aquí podría hacerlo él mismo.

En el dormitorio, abrió la llave del baúl de viaje y comenzó a sacar sus camisas, cuellos y otras ropas. Había colocado las camisas bien ordenadas en un cajón de una cómoda, y justo cuando iba a sacar un par de pantalones recién hechos, notó algo duro y desconocido en la parte inferior entre las ropas. Metió la mano más profundamente entre los distintos artículos hasta que sus dedos tocaron el objeto. Una sorprendida mirada apareció en sus ojos y sacó la mano, ceñudo.

Estaba agarrando un pequeño paquete de papel de seda. Desenvolvió el paquete y casi tiró el objeto, ya que allí, en sus manos, estaban los rubíes y esmeraldas, unidos por la cadena plateada, con el magnífico rubí colgando. El collar de Carlotta que él tanto había codiciado en esa desastrosa primera noche del viaje.

Sanzionare se vio a sí mismo en el gran espejo del dormitorio, sin reconocer apenas lo que veía: un hombre gordo, de mediana edad, con la cara blanca como si estuviera conmocionado, y con unos dedos temblorosos que agarraban el preciado collar.

Miró el collar y luego al espejo otra vez. ¿Era un sueño? No creía. Las piedras preciosas que estaban en sus manos eran suficientemente reales. Había estado muy cerca de él durante la cena en el tren y había manejado muchas joyas para estar equivocado. Pero, ¿cómo? ¿Por qué? Había tenido las llaves de su equipaje durante todo el viaje. ¿Benno? Era la solución más probable. Benno, en contra de todas las instrucciones, podría haber robado el collar antes de llegar a París. Era bastante fácil que tuviera unas llaves del equipaje y podría haber colocado las joyas en el baúl. ¿Un complot? ¿O simplemente un acto de irreflexiva venganza en nombre de su jefe? Bien, Benno estaba ahora de vuelta a Roma.

Sanzionare se dejó caer pesadamente en la cama, mientras sus manos agarraban todavía el collar que caía sobre su regazo. Era una pieza muy peligrosa para conservar. Pero demasiado valiosa para dejar que se fuera.

Comenzó a pensar lógicamente. Los Smythe podrían no haber echado de menos la pieza antes de París. Si hubieran descubierto entonces su pérdida, lo más probable es que se hubieran detenido en Francia, antes de coger el barco a Inglaterra. O, si se hubieran dado cuenta de su desaparición más tarde, a él se le habría interrogado a su llegada al puerto o en Londres.

¿Había mencionado este hotel cuando habló con los Smythe? Creía que no. Veinticuatro horas. Daría un día. Quizá unas horas más. Si Grisombre y Schleifstein no llegaban al hotel al cabo de ese tiempo, se marcharía con el collar. Entonces, el largo viaje al menos habría merecido la pena. Sí, no podía arriesgarse a quedarse más tiempo.

Sanzionare, con los dedos todavía temblando, terminó de sacar su ropa y miró alrededor para buscar un sitio seguro donde esconder las joyas. Hace tiempo había descubierto que normalmente el lugar más obvio era el lugar más seguro. Su bolsa de viaje estaba llena de los objetos usuales, incluyendo cinco frascos y botellas de cristal con tapas de plata de ley en forma de cúpula. El más grande contenía agua de colonia y, en ese momento, estaba medio vacío. Sanzionare abrió la bolsa, sacó el frasco, desenroscó la tapa y, sujetando el collar por el broche, lo sumergió en el líquido.

Los informadores tenían bien vigiladas las estaciones de Charing Cross y Victoria, y un equipo de chicos jóvenes estaban colocados a pequeños intervalos entre ambas estaciones y Albert Square, para servir como correos. Llevaban, como era habitual, distintos disfraces y todos habían recibido cuidadosas instrucciones.

El Hotel Langham también era el objetivo de una docena de pares de ojos. Harkness, con el vehículo privado del propio Profesor, permanecía preparado, y Terremant, el gran matón, estaba interpretando un nuevo papel, el de conductor de un cabriolé, que iba desde las dos estaciones hasta el Hotel Langham en un coche muy especial, uno que, curiosamente, no recogía a ningún pasajero.

Adela Asconta llegó con un séquito formado por una sirvienta y el atezado Giuseppe, exactamente como había predicho Moriarty, unas veinticuatro horas después de que Sanzionare hiciera su aparición.

Estaba cansada y sucia por el viaje, y con un genio áspero hacia los mozos que sacaban su equipaje del cabriolé, conducido por Terremant, quien la ayudaba en el interior, junto con su sirvienta. A Giuseppe se le habían dado instrucciones para que la siguiera en un segundo cabriolé.

La cadena de chicos, colocados en las esquinas de las calles y en las puertas de entrada, comenzó a hacer su trabajo y, al cabo de un corto espacio de tiempo, un harapiento corredor llegó a la puerta del número cinco de Albert Square.

Moriarty -disfrazado como su hermano académico- llevaba preparado y esperando una hora, y Sal Hodges había levantado de la cama a Carlotta tres horas antes de su horario habitual. Harry Alien estaba en el recibidor, vestido de forma respetable, con su traje cubierto con un impermeable Chesterfield y con un bombín marrón en sus manos. Harkness tenía el cabriolé en la puerta y Moriarty dio las últimas instrucciones a Harry Alien y Carlotta antes de que la pareja saliera en dirección a Langham. Harkness les dejaría allí y regresaría por el Profesor, de forma que el Profesor pudiera representar el último acto de la trampa de Sanzionare en el momento oportuno.

Adela Asconta no tenía habitaciones reservadas en el Hotel Langham, pero el hotel tenía sitio de sobra, por lo que se mostró muy agradecida con el personal, que le asignó una suite en el segundo piso, con alojamiento al lado para su sirvienta y una pequeña habitación para el criado, como describió a Giuseppe.

Permaneció con calma, aunque un poco irritada, durante las formalidades de registro, y sólo cuando se estaba marchando, seguida por el botones y dos mozos hacia la gran escalera, se paró y preguntó, «creo que se hospeda un pariente en este hotel: Signor Luigi Sanzionare». Le dijeron que el Signor Sanzionare se había registrado el día anterior y que su habitación era la 227, en el mismo piso que ella.

Una vez que llegó a su habitación, Adela Asconta sólo se detuvo para quitarse la capa de color burdeos que llevaba puesta, antes de encaminarse con gran decisión hacia la habitación 227.

Sanzionare había decidido que si Grisombre y Schleifstein no habían llegado, o enviado algún mensaje a las diez, se marcharía, cogería el primer barco disponible y regresaría a Roma. Era de sentido común. Había desayunado solo en su habitación, examinado cada una de las columnas del Times en busca de alguna información relacionada con el collar de Carlotta Smythe. Nada. Todavía se sentía intranquilo, como si una suerte predestinada se acercara hacia él con la inevitable fuerza de una avalancha.

Dio un sorbo de café y a las diez menos cuarto decidió que se marcharía esa misma mañana. A las diez menos cinco alguien llamó a la puerta. ¿El francés o el alemán?

Adela Asconta estaba de pie en el pasillo, con su pequeño pie dando golpecitos con un impaciente tamborileo y sus carrillos sonrosados por la ira reprimida durante el viaje.

– ¿Dónde está ella? -empujó a Sanzionare para apartarle de su camino y entró en la habitación con paso airado, volviendo la cabeza de un lado a otro y con el puño cerrado agresivamente-. La mataré. Y a ti también.

– ¡Adela! Estás en Londres. ¿Qué? -tartamudeó Sanzionare.

– Estás en Londres, estás en Londres -imitó Adela-. Naturalmente que estoy en Londres -dijo con un rápido italiano-. ¿Y dónde esperabas que estuviera? Sentada tranquilamente en Ostia mientras tú me traicionas?

– Traicionarte, cara. Yo nunca te traicionaría, ni siquiera con mis pensamientos. Ni por un segundo.

– ¿Dónde está esa puta?

– Aquí no hay putas. ¿Quién…?

– Esa mujer. Esa Carlotta.

Eso le indicó a Sanzionare que estaba metido en un gran lío.

– ¿Carlotta? -repitió huecamente.

– Carlotta -gritó Adela-. Lo sé, Luigi. Lo sé todo sobre Carlotta.

– Qué sabes, ¿qué? No hay nada que saber.

Un montón de posibilidades se amontonaron en su cabeza; que Benno le hubiera traicionado, llenándole la cabeza con una serie de invenciones; o que Carlotta, al descubrir el robo del collar, se hubiera puesto en contacto con la policía en Roma. Estaba tan aturdido que ni siquiera se dio cuenta de que esto último era imposible.

– ¿Nada? ¿Niegas entonces que has viajado a Londres con Carlotta Smythe?

– Claro que lo niego.

– Ella estaba en el tren. Tenía su reserva en Roma.

– Sí, había una Carlotta Smythe en el tren. Viajando con su padre. Cenaron conmigo la primera noche. No les he vuelto a ver desde entonces, sólo viajé con ellos.

– ¿No está contigo?

– Por supuesto que no. Te tengo a ti, ¿qué iba a querer con esa Carlotta? ¿Me tomas por loco, Adela?

– Te tomo por un hombre. ¿Me estás diciendo la verdad?

– Por la tumba de mi madre.

– No confío en ti. Y tampoco en la tumba de tu madre.

– Adela, cálmate. ¿Qué es esto? ¿Por qué me has seguido?

Ella permaneció de pie, con los hombros caídos, mientras su perfecto pecho subía y bajaba rápidamente, y los puntos rojos de sus mejillas aparecían de un color más carmesí que antes.

– Una carta -dijo con una voz más indecisa que en cualquiera de las frases anteriores.

– ¿Una carta?

– Esta -tenía el papel preparado en la manga.

Sanzionare examinó rápidamente el documento, mirando con detenimiento la fecha. Terribles posibilidades comenzaron a surgir en su ya aturdida mente. La carta había sido escrita como muy tarde durante la mañana de la partida. El autor sabía que los Smythe irían en el tren. Carlotta le había provocado, él ya se había dado cuenta de eso. Luego, de repente, aparece en su baúl el collar. ¿Una trampa? No podía ser otra cosa excepto una trampa. ¿Quién, y por qué, se burlaba de él?

– Adela-procuró que su voz hablara con calma-. No puedo explicarte todo ahora, pero hemos sido engañados, los dos. Por qué, no puedo decírtelo, pero sé que debemos marcharnos de aquí rápidamente.

La gente, pensó con prontitud, tiene que levantarse muy temprano para superar a Luigi Sanzionare. Se lo demostraría a quien intentara engañarle. Incluso se marcharía intacto con el collar.

Se precipitó por la habitación, sus dedos manejaban torpemente la cadena de llaves para abrir la bolsa de viaje y romper el frasco de cristal.

Después rápidamente metió algo de dinero en uno de sus bolsillos mientras derramaba el contenido del frasco en una palangana, donde había realizado hacía poco sus abluciones matinales. Recuperó el brillante trofeo de la jabonosa agua fría, lo frotó con una toalla de manos y apareció en el salón de su suite mirando a Adela con aire triunfal, cuando de repente la puerta se abrió.

– Ése es el hombre, Inspector -gritó Carlotta, señalándole con un dedo acusador. Detrás de ella, apareció un joven fuerte con un bombín marrón encasquetado en la cabeza.

– Es el hombre que intentó violarme, y quien robó mis joyas. Mire, las tiene allí -Carlotta avanzó gritando.

El hombre joven cerró la puerta tras de sí y se acercó a Sanzionare.

– Si yo fuera usted, me estaría quieto, señor. Ahora, deme el collar.

– ¡Luigi! ¿Quién es esta gente? -el color carmesí de Adela ahora se había reemplazado por el blanco.

– Yo soy el Inspector Alien, señora, si usted habla inglés.

– Sí, hablo.

– Bien, esta dama es la señorita Carlotta Smythe.

– Sanguisuga -silbó Adela-. Sanguijuela.

– Pertenezco al cuerpo oficial de detectives de la Policía Metropolitana -continuó Alien.

– Vecchia strega -escupió Carlotta-. Vieja bruja.

– Yo puedo explicarlo -se ofreció Sanzionare sin convicción, mirando el collar, luego lo alejó otra vez, como si pretendiera que no estuviera allí.

– La señorita Smythe demanda, señor…

– Entró a la fuerza en mi compartimento del coche cama e intentó violarme. Después descubrí que mi collar de rubíes y esmeraldas había desaparecido. Él lo tiene ahora, en sus manos.

Adela tomó aire: era como el bufido de una bestia salvaje a punto de saltar. Sanzionare abrió los dedos y dejó que el collar cayera en la alfombra, levantando los brazos para proteger su cabeza.

– Monstro informe! -Adela se lanzó hacia él.

– ¿Qué es todo esto? -el Inspector Alien fue a separar a la pareja que luchaba-. Luigi Sanzionare -continuó diciendo mientras le aferraba-, queda detenido por el robo de este collar de rubíes y esmeraldas, tiene derecho a guardar silencio y todo lo que diga puede ser tomado en su contra.

– Scandalo! -gritó Sanzionare, sabiendo que éste era el resorte de una trampa. Adela gemía y de vez en cuando salían obscenos improperios de sus labios.

A continuación, de repente, todo quedó tranquilo. Sanzionare vio a Adela Asconta mirar fijamente hacia la puerta. El apretón de Alien se relajó ligeramente.

Luigi Sanzionare levantó la cabeza. En la puerta estaba la alta y delgada figura del Profesor James Moriarty.

– Luigi. Qué agradable es volverle a ver -la cabeza de Moriarty se movía lentamente de un lado a otro.

Carlotta estaba satisfecha, con una risa sofocada.

– Cállate, niña -dijo con brusquedad el Profesor-. Crees que esto es ahora cosa de risa.

– ¿Qué…? -Sanzionare notó cómo sus piernas se volvían de una consistencia de spaguetti bien cocidos y sintió un ruido sordo en la cabeza. La habitación giró una vez más ante sus ojos, luego se paró. Parpadeó, mirando fijamente a Moriarty, temiendo que le diera un violento ataque en cualquier momento. Débilmente, percibió su completa perdición-. Moriarty -dijo en voz baja.

– El mismo -la boca del Profesor formó una severa línea.

– Es usted quien ha hecho todo esto.

– Se creía astuto en su chochez, Sanzionare.

– Me habían dicho que estaba acabado. Después de los acontecimientos de Sandringham.

– Entonces, fue una locura creerlo, querido amigo.

El italiano miró alrededor, como si no estuviera en su sano juicio.

– Pero, ¿por qué? ¿Por qué esto?

– ¿Tiene su cabeza tanta vanidad que no puede ver por qué? -Moriarty caminó hacia el desventurado criminal italiano-. Es para darle una lección práctica, Luigi. Para mostrarle varias cosas. Para informarle de la mejor manera posible que yo soy el maestro del crimen en Europa; que en cualquier momento puedo alargar la mano y apartarle de la tierra como a un excremento -su voz era baja, como el susurro del viento en los árboles.

Sanzionare temblaba.

– ¿Entonces…?

– Sí, le he ajustado las cuentas, como dicen. Si esto hubiera sido real, y no la farsa que planeé, en este momento estarían a punto de juzgarle.

– ¿Farsa? -el italiano refunfuñó débilmente, mirándole con unos ojos llenos de terror.

Moriarty se permitió una pequeña sonrisa.

– Trabaja con piedras preciosas, ¿eh? -dijo, utilizando la voz de Smythe-. Carbones preciosos más bien. Dudo que sea capaz de distinguir un vidrio de un granate.

– Usted era Smythe -la voz de Sanzionare era débil y sin música.

– Naturalmente que yo era Smythe -el Profesor se volvió hacia Adela-. Signorina Asconta, debe perdonar a Luigi. Es muy difícil resistirse a Carlotta. Creo que podría tentar hasta al mismo San Pedro.

Adela Asconta hizo un ruido disgustado.

– ¿El Inspector? ¿Es…? -Sanzionare tragó saliva.

– Mi hombre. En realidad, como todos vosotros, mis hombres y mujeres. Sólo deseo probarle, Luigi, que en cualquier momento y en cualquier lugar, puedo controlarle, doblegarle a mi voluntad, vencerle y eliminar su insignificante poder. Ya se lo he demostrado a Grisombre y Schleifstein. Han visto sus errores y ahora están conmigo. Sólo tiene que pronunciar la palabra.

Sanzionare susurró una blasfemia.

– La vieja alianza -la voz de Moriarty se elevó-. He tomado la determinación de que vuelva a formarse la vieja alianza. Juntos, conmigo una vez más al timón, podemos dominar a los habitantes del crimen en toda Europa. Es su oportunidad. Aún tiene Italia. Pero, por su cuenta, no piense que va a durar mucho tiempo.

Más tarde, después de ofrecer a Sanzionare un brandy y tranquilizar a Adela, el italiano preguntó.

– Pero, ¿qué pasaría si yo hubiera luchado? ¿Si hubiera intentado escapar?

– Poco probable -sonrió el Profesor-. Soy capaz de confundir tanto a mis víctimas que hasta pierden el sentido de la realidad. Sin embargo, en el caso de ese infeliz acontecimiento, habría utilizado algunos métodos más fuertes. Asómese a la ventana.

Permanecieron de pie juntos, mirando la Plaza Langham, mientras Moriarty señalaba a Terremant y su cabriolé.

– Él le habría visto y no llegaría muy lejos. Si yo lo hubiera considerado necesario, le habría matado.

Algunas horas más tarde, después de haber llevado a Sanzionare a Bermondsey para que se reuniera con sus viejos compañeros del crimen, Moriarty se sentó y se dispuso a realizar su ritual de cancelar la cuenta en la parte posterior de su diario. Sólo dos más. Segorbe y Holmes. Los otros tres servirían de lección para Segorbe. Se acercaría a él directamente, y si esto fallara, entonces Segorbe serviría de lección para los otros tres.

Llamó a Spear y le dictó un sencillo telegrama dirigido al tranquilo español en Madrid. Decía: debemos hablar con usted urgentemente en Londres, por favor, infórmenos de la hora y lugar de llegada.

Estaba firmado por Grisombre, Schleifstein y Sanzionare. La dirección del remite era Poste Restante, oficina de correos de Charing Cross, Londres.


  1. <a l:href="#_ftnref22">[22]</a> Balfour. Holmes se refiere a Jabez Spencer Balfour, un hombre de negocios inglés que en 1895 fue extraditado desde Argentina y procesado en Londres por fraude a su propio grupo de empresas. Cumplió catorce años de cárcel, durante los cuales escribió su famosa obra: My Prison Life, que posiblemente es el libro mejor escrito de recuerdos carcelarios.

  2. <a l:href="#_ftnref22">[23]</a> Isabella Banks (o Bankes). Esposa del bigamo doctor Thomas Smethurst. Smethurst fue encontrado culpablo de envenenar a su esposa en 1859, pero después de la sentencia, una autoridad médica, Sir Benjamín Brodie, fue encargado de investigar el caso para el ministerio del interior. Como resultado, Smethurst fue indultado de la pena de muerte y condenado a un año por bigamia. Holmes deja clara su opinión sobre el caso.

  3. <a l:href="#_ftnref24">[24]</a> No se especifica la fecha. Debe haber tenido lugar poco después del 20 de marzo. Holmes estuvo ciertamente en Cornualles entre el 16 y el 20 de marzo, y probablemente después de esos días, que cubren el periodo de «La Aventura del Pie del Diablo», narrada por Watson. En vista de los sucesos posteriores, el interés estriba en la mención de Holmes al doctor Moore Agar, que fue la causa de que el gran detective estuviera en Cornualles. Dado el estado de Holmes, el doctor Agar le recomendó un completo descanso. Como se verá más tarde, la indisposición de Holmes está relacionada con la droga al encontrar vía de suministro en Charles Bignall de Orchard Street.