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– ¡Hum! No es una visión agradable -dijo el centurión Hortensio entre dientes-. Diomedes hizo un trabajo muy concienzudo.
A los Druidas les habían apartado las túnicas de un tirón y los habían rajado salvajemente desde las costillas hasta la entrepierna. junto a cada uno de ellos había una maraña de brillantes tripas y vísceras en un charco de sangre. Con una basca convulsiva, a Cato le subió el vómito por la garganta y se atragantó con su sabor agrio. Se dio la vuelta en tanto que Hortensio empezaba a dar instrucciones a los demás centuriones.
– No hay ni rastro del griego. Es una lástima. -Hortensio arrugó la frente, furioso-. Ardo en deseos de emprenderla con él a patadas hasta que cambie de color siete veces. Nadie mata a mis prisioneros a menos que me los haya comprado primero.
Los demás oficiales asintieron con un gruñido. Los prisioneros que iban a ser vendidos como esclavos se conseguían a costa de un gran riesgo personal, y eso ocurría demasiado poco frecuentemente como para que se perdieran de esa manera, incluso aunque se tratara de una cuestión de venganza. Si Diomedes reaparecía, Hortensio se aseguraría de exigir una compensación.
Alzó una mano para acallar las enojadas voces de fondo.
– Nos dirigiremos de vuelta a la legión con los demás prisioneros. Son muchos para mandarlos con una escolta, la cohorte se resentiría demasiado. Y sin el griego para que hable por nosotros, dudo que seamos muy bien recibidos en las otras aldeas atrebates que se supone tenemos que visitar. De modo que regresaremos inmediatamente.
Eso suponía incumplir las órdenes, pero la situación lo merecía y macro movió la- cabeza en señal de aprobación.
– Vamos a ver -continuó diciendo Hortensio-. Unos cuantos de esos cabrones hijos de puta y sus monturas lograron escabullirse y podéis estar seguros de que regresarán con sus amiguitos echando leches. El poblado fortificado Durotrige más próximo se encuentra a más de un día a caballo. Si van a movilizar a un ejército para que nos siga, al menos hasta dentro de dos días no tendríamos que verlo. Aprovechemos al máximo esta ventaja. Que vuestros hombres marchen con brío, tenemos que alejarnos lo más posible de este lugar antes de que anochezca. ¿Alguna pregunta?
– ¿Y los cadáveres, señor? -¿Qué pasa con ellos, Macro? -¿Los vamos a dejar ahí y ya está? -Los Durotriges pueden ocuparse de los suyos. Yo me he encargado de nuestros muertos y de los habitantes del pueblo. El escuadrón de caballería tiene instrucciones de poner a nuestros hombres en el pozo con los lugareños y llenarlo de tierra antes de seguirnos. Es lo mejor que podemos hacer. No hay tiempo para piras funerarias. Además, creo que los habitantes de aquí prefieren el entierro.
Los Romanos se estremecieron con desagrado ante la idea de someter a los muertos a una descomposición gradual. Era una de las prácticas más desagradables que empleaban las naciones menos civilizadas del mundo. La incineración era un pulcro y limpio final para la existencia corpórea.
– Volved a vuestras unidades. Nos vamos enseguida.
El sol dibujaba una suave parábola en un cielo despejado el segundo día de marcha de la cohorte de vuelta a la segunda legión. Habían pasado la noche anterior en un campamento de marcha levantado a toda prisa y, a pesar del extenuante esfuerzo de romper el suelo helado para hacer la zanja y el terraplén, el frío y el temor al enemigo privaron del sueño a los hombres de la cohorte. Desde que despuntaba el día Hortensio no permitía que se realizara ninguna parada para descansar y no les quitaba los ojos de encima a los soldados. Cualquier legionario que diera muestras de aflojar el paso recibía una sonora bronca, acompañada de su sarmiento de vid blandido a troche y moche cuando era necesario dar un poco más de ánimo. Aunque el aire era frío y la nieve se había compactado en forma de hielo bajo sus pies, los soldados pronto empezaron a sudar bajo la carga de sus arneses con el equipo. Los prisioneros Britanos, si bien iban encadenados, no llevaban nada a cuestas, lo cual les favorecía. Uno de ellos, que estaba herido en las piernas, se había dejado caer al suelo abandonando la columna hacia el final del primer día. Hortensio se quedó de pie junto a él y arremetió contra el Britano con su sarmiento de vid, pero el hombre se limitó a hacerse un ovillo para protegerse y no se levantaba. Hortensio movió la cabeza con aire grave, clavó el sarmiento en el suelo y con un solo movimiento amplio desenvainó la espada y le cortó el cuello al Britano. Dejaron el cadáver junto al camino y la columna siguió avanzando. Desde entonces ningún otro prisionero se había separado de la línea.
Sin períodos de descanso que permitieran aliviar la presión de las duras barras del arnés sobre los hombros de los soldados, la marcha se estaba convirtiendo en un suplicio. En las filas los soldados se quejaban de sus oficiales en voz baja y cada vez con más resentimiento mientras se obligaban a poner un pie delante del otro. No eran muchos los que habían dormido desde la noche anterior al ataque contra los Durotriges. A primera hora de la tarde del segundo día, cuando el sol empezaba a descender hacia el borroso gris del horizonte invernal, Cato se preguntó si podría resistir mucho más aquella presión. La carga le había rozado la clavícula hasta dejársela en carne viva, los ojos le escocían a causa de la fatiga y a cada paso que daba unas punzadas de dolor le subían desde las plantas de los pies.
Cuando miró al resto de la centuria, Cato vio las mismas expresiones crispadas grabadas en todos los rostros. Y cuando el centurión Hortensio diera la orden de detener la marcha al final de la tarde, los soldados tendrían que empezar con el agotador trabajo de preparar un campamento de marcha. La perspectiva de tener que emprenderla con el suelo helado a golpes de pico aterraba a Cato. Al igual que en muchas otras ocasiones, se maldijo por estar en el ejército y su imaginación se concentraba en las relativas comodidades de las que había disfrutado anteriormente en su condición de esclavo en el palacio imperial de Roma.
En el preciso momento en que se rindió a la necesidad de cerrar los ojos y saborear la imagen de un pequeño y ordenado escritorio junto al cálido y parpadeante resplandor de un brasero, un inesperado grito devolvió a Cato a la realidad. Figulo había tropezado y se había caído y trataba de recuperar rápidamente su equipo desparramado. Contento de tener un motivo para abandonar la columna, Cato dejó su mochila en el suelo y ayudó a Fígulo a ponerse en pie.
– Recoge tus cosas y vuelve a alinearte.
Fígulo asintió con la cabeza y alargó la mano para coger su arnés.
– ¡Madre mía! ¿Qué diablos está pasando aquí? -gritó Hortensio al tiempo que bajaba corriendo junto a la columna hacia los dos soldados-. ¡No se les paga por horas, jovencitas! Optio, ¿es uno de los tuyos?
– Sí, señor. -Entonces, ¿por qué no le estás dando unas cuantas patadas bien dadas?
– ¿Señor? -Cato se sonrojó-. ¿Patadas? -Dirigió la mirada más arriba de la columna, hacia Macro, con la esperanza de recibir apoyo por parte de su centurión. Pero Macro poseía la veteranía suficiente como para saber cuándo no debía intervenir en una confrontación y ni siquiera miró hacia atrás.
– ¿Eres sordo además de mudo? -le rugió Hortensio muy cerca de su cara-. En mi cohorte sólo se permite romper filas a los soldados muertos, ¿comprendido? ¡Cualquier otro desgraciado que lo intente deseará estar jodidamente muerto! ¿Entiendes?
– Sí, señor. A un lado, Fígulo continuaba enganchando tan rápidamente como podía su equipo al arnés. El centurión superior giró sobre sus talones.
– ¿He dicho yo que pudieras moverte?
Fígulo sacudió la cabeza en señal de negación y al instante el bastón de vid del centurión superior se alzó contra el legionario y chocó contra un lado de su casco con un fuerte sonido metálico.
– ¡No te oigo! Tienes una maldita boca. ¡Utilízala!
– Sí, señor -respondió bruscamente Fígulo con los dientes apretados para protegerse contra el doloroso zumbido en su cabeza. Soltó el equipo y se cuadró-. No, señor. No dijo que pudiera moverme.
– ¡Bien! Ahora recoge el escudo y la jabalina. Deja el resto. La próxima vez te lo pensarás dos veces antes de tirar el equipo.
A Fígulo le hirvió la sangre a causa de la injusticia de la orden. Le iba a costar varios meses de paga reemplazar el equipo.
– Pero, señor. Estaba cansado, no pude evitarlo.
– ¡No pudiste evitarlo! -gritó Hortensio- ¿No pudiste evitarlo? ¡sí QUE PUEDES EVITARLO, MALDITA SEA! Como digas una palabra Más te cortaré los ligamentos de la corva y te dejaré aquí para que te encuentren los Druidas. ¡Ahora vuelve a la formación!
Fígulo tomó su equipo de combate y, tras dirigir una afligida mirada a su arnés y a sus desperdigadas pertenencias, regresó corriendo al hueco de la sexta centuria en el que había estado marchando. Hortensio volcó de nuevo su ira contra Cato.
Se inclinó para acercarse más a él y le habló con un susurro amenazador.
– Optio, si tengo que tomar cartas en el asunto otra vez e imponerles disciplina a tus hombres en tu lugar, juro que será a ti a quien dejaré inconsciente de una paliza y al que abandonaré para que lo atrape el enemigo. ¿Qué crees que les parece a los demás soldados que tú vayas y actúes como si fueras su condenada niñera? Antes de que te des cuenta van a estar todos cayendo como moscas y lloriqueando que están demasiado cansados. Tienes que aterrorizarlos hasta el punto de que ni se les pase por la cabeza descansar. Hazlo y podrás salvarles la vida. Pero si pierdes el tiempo como te he visto hacerlo, cualquier rezagado que el enemigo mate será responsabilidad tuya. ¿Lo has entendido?
– Sí, señor.
– Espero que así sea, ricura. Porque si hay algo…
– ¡Enemigo a la vista! -gritó una voz distante, y desde más allá de la cabeza de la cohorte uno de los jinetes del escuadrón de caballería bajaba galopando por la línea, buscando a Hortensio. El animal dio un giro brusco para detenerse frente al centurión. A su lado, por el sendero, los soldados de la cohorte siguieron marchando puesto que no se les había dado el alto, pero el grito del jinete había hecho que se alzaran todas las cabezas y los hombres miraban a su alrededor en busca de cualquier señal del enemigo.
– ¿Dónde?
– Delante de nosotros, al otro lado del sendero, señor. -El explorador de la caballería señaló camino arriba hacia un punto en el que describía una curva y rodeaba una baja colina arbolada. El resto del escuadrón, unas diminutas formas oscuras que contrastaban con el paisaje nevado, formaban en línea en el lugar donde el camino empezaba a torcer en torno a la loma.
– ¿Cuántos son? -Centenares, señor. Y tienen carros de guerra e infantería pesada.
– Entiendo. -Hortensio asintió con la cabeza y bramó la orden para que la cohorte se detuviera. Se volvió hacia el explorador-. Dile a tu decurión que los mantenga vigilados. Hacedme saber cualquier movimiento que hagan.
El explorador saludó, hizo dar la vuelta a su caballo y regresó hacia las distantes figuras del escuadrón con un retumbar de cascos que, a su paso, lanzaron la nieve que levantaban contra los rostros de los legionarios.
Hortensio hizo bocina con las manos.
– ¡Oficiales! ¡Venid aquí!
– No queda mucho rato de luz -dijo Cato entre dientes al tiempo que miraba el cielo con preocupación.
Macro asintió pero no levantó la vista de la gruesa línea de guerreros enemigos que bloqueaban el camino allí donde pasaba por un estrecho valle. Aquellos hombres permanecían quietos y en silencio, cosa poco habitual en los Britanos, con la infantería pesada alineada en el centro, la infantería ligera a ambos lados y un pequeño contingente de cuadrigas en cada flanco. Había por lo menos unos mil hombres, calculó él. Dado que la cuarta cohorte disponía de cuatrocientos cincuenta efectivos, ésta tenía todas las de perder. El escuadrón de caballería ya no estaba con ellos; Hortensio les había ordenado que rodearan al enemigo sin que éste se diera cuenta y que se dirigieran a toda velocidad al cuartel general de la legión para rogarle al legado que les mandara una columna de apoyo. La legión se encontraba a unas veinte millas de distancia, pero los exploradores deberían llegar allí durante la noche, si todo iba bien.
La cohorte tenía otro problema mientras se hallaba en estado de alerta, formada en un cuadro hueco que se extendía a ambos lados del sendero. En el centro, agachados y rodeados por media centuria de nerviosos legionarios, se encontraban los prisioneros que habían capturado en el poblado. Estaban agitados y estiraban el cuello para ver a sus camaradas, cuchicheando unos con otros con tono apremiante hasta que un áspero grito y un brutal golpe de escudo los hicieron callar. Pero era como tratar de contener una corriente irresistible y en cuanto se acallaba una sección, los murmullos surgían en otra parte.
– ¡Optio! -le bramó Hortensio al oficial al cargo de los prisioneros--. ¡Haz que cierren el maldito pico! Mata al próximo Britano que abra la boca.
– sí, señor. -El optio se volvió hacia los prisioneros y desenvainó la espada, desafiándolos a que pronunciaran un solo sonido. Su postura era lo bastante elocuente y los nativos retrocedieron y se sumieron en un silencio hosco.
– Y ahora qué, me pregunto yo -dijo Macro. -¿Por qué no nos atacan, señor? -No tengo ni idea, Cato. Ni idea. Mientras que la luz del cielo se debilitaba y crecía la penumbra de última hora de la tarde, los dos ejércitos permanecieron en silenciosa confrontación. Cada uno de ellos esperaba que el otro se rindiera a la necesidad imperiosa de hacer algo para poner fin a la tensión que los sacaba de quicio. Macro, veterano como era, se encontró dando golpes con los dedos en el borde del escudo y sólo fue consciente de ello por la curiosa mirada de soslayo que le dirigió su optio. Retiró la mano, hizo crujir los dedos con una fuerza que hizo que Cato se estremeciera y apoyó la palma de la mano en la empuñadura de su espada.
– Bueno, yo no he visto cosa igual -dijo tratando de entablar conversación-. Los Durotriges deben de poseer el mayor dominio de sí mismos que nunca he visto en una tribu celta, o bien es que tienen más miedo de nosotros que nosotros de ellos.
– ¿Cuál de las dos cosas cree que es, señor? -Yo no estaría muy seguro de que estén asustados. Mientras él hablaba, la línea enemiga se separó para dejar pasar a un grupo de hombres. Con un estremecimiento de terror Cato vio que su líder llevaba una especie de casco astado en la cabeza y que tanto él como sus seguidores a caballo iban envueltos en las mismas vestiduras negras que llevaban cuando su jefe había decapitado al prefecto de la marina, Maxentio, frente a los terraplenes de la segunda legión. Con un lento, amenazador y deliberado modo de andar, los Druidas hicieron avanzar a sus caballos al paso en dirección a la cohorte y los frenaron con suavidad en un punto fuera del alcance de las jabalinas. Por unos instantes no hubo más movimiento que el ligero piafar de sus caballos. Entonces el líder levantó la mano.
– ¡Romanos! ¡Quisiera hablar con vuestro jefe! -El druida tenía un marcado acento que delataba sus orígenes galos. Su voz grave resonó cansinamente en las laderas cubiertas de nieve del valle-. ¡Que venga aquí!
Macro y Cato se volvieron para mirar a Hortensio. Éste frunció los labios con desprecio un instante antes de que la conciencia del peligro que corría la cohorte le devolviera el dominio de sí mismo. El soldado más próximo a él lo vio tragar saliva, tensar la espalda y luego dejar las filas de la cohorte y dirigirse confiado hacia los Druidas. Al observarlo, Cato sintió un cosquilleo de temor en la nuca. No podía ser que Hortensio fuera tan tonto de arriesgarse a acabar como Maxentio. Cato se inclinó hacia delante, mordiéndose el labio.
– Tranquilo, chico -le dijo Macro con un quedo gruñido-. Hortensio sabe lo que hace. Así que no demuestres lo que sientes, o pondrás nerviosas a las mujeres. -Con un gesto de la cabeza señaló a los soldados de la sexta centuria que estaban más cerca y aquellos que lo oyeron esbozaron una sonrisa burlona. Cato se ruborizó y se quedó quieto, obligándose a evitar cualquier movimiento de sus facciones mientras miraba cómo Hortensio se acercaba a los Druidas.
El centurión superior se detuvo a una corta distancia de los jinetes y se quedó ahí con los pies separados y la mano en el pomo de su espada. Ambas partes conversaron, pero las palabras eran apenas perceptibles y no se podían entender. La conversación fue breve. Los jinetes permanecieron donde estaban en tanto que Hortensio retrocedió unos cuantos pasos antes de darse la vuelta poco a poco y regresar a la seguridad de la cohorte. En cuanto estuvo dentro de la pared de escudos, llamó a sus oficiales. Macro y Cato acudieron al trote para unirse con los demás, todos ellos ardiendo en deseos de saber lo que había pasado entre Hortensio y los siniestros Druidas.
– Dicen que nos dejarán proseguir la marcha sin trabas -Hortensio hizo una pausa y les ofreció una sonrisa irónica a sus oficiales-, siempre y cuando dejemos libres a nuestros prisioneros.
– ¡Y una mierda! -Macro escupió en el suelo-. Deben de creer que nacimos ayer.
– Eso es exactamente lo que pienso yo. Les dije que sólo soltaría a sus compañeros cuando estuviésemos tras las paredes del campamento de la segunda legión. La propuesta no les convenció y sugirieron un compromiso. Que liberáramos a los prisioneros en cuanto divisáramos el campamento.
Los oficiales consideraron la oferta, ponderando todos ellos la probabilidad de que la cohorte pudiera llegar al campamento, sin cargar con los cautivos, antes de que los Britanos incumplieran el pacto y trataran de hacerlos pedazos.
– Habrá muchas más oportunidades de hacer prisioneros más adelante durante la campaña -sugirió uno de los centuriones, que se calló cuando Hortensio rompió a reír y sacudió la cabeza.
– ¡Ese cabrón de Diomedes nos la ha jugado bien! -¿Señor? -¡No quieren a esos desgraciados de ahí! -Hortensio señaló con el dedo a los Britanos que estaban en cuclillas-. Están hablando de los Druidas que capturamos en el poblado. Los que mató ese mierdoso de Diomedes.