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Cato se despertó con un persistente dolor de cabeza que le martilleaba la frente. Fuera era de noche y sólo una rendija apenas visible indicaba el lugar donde la portezuela de lona de la tienda se había bajado pero no atado. Sin saber la hora que era, cerró los ojos y trató de volver a dormirse. Fue inútil; pensamientos e imágenes se deslizaron de nuevo por los límites de su conciencia, negándose a no ser tomados en cuenta. Todavía no se había recuperado de las noches en blanco de marcha y combate y ya estaba a punto de embarcarse en aquella nueva y peligrosa empresa cuando debería estar descansando. A pesar de sus preocupaciones tras la larga reunión de la noche anterior, se había quedado dormido enseguida cuando se acurrucó bajo la manta. Los demás soldados de su sección ya estaban fuera de combate, con Fígulo que rezongaba para sí mismo en sueños como siempre.
Cuando los soldados de la sexta centuria se levantaran al amanecer, su centurión y su optio habrían abandonado el campamento. Ése sería el menor de los cambios en su mundo inmediato. Aquélla iba a ser la última mañana en la que se levantarían siendo compañeros de la misma unidad. La sexta centuria iba a desintegrarse y los hombres que aún la formaban serían repartidos por otras centurias de la cohorte para cubrir sus bajas.
A Macro le dio mucha pena cuando Vespasiano le informó de ello. La sexta centuria había sido suya desde que lo habían ascendido a centurión y Macro había desarrollado el acostumbrado orgullo intenso y la actitud protectora típicos del primer mando de un oficial. Desde que desembarcaron en Britania, él y sus hombres habían luchado juntos en numerosas batallas sangrientas y enconadas escaramuzas. Muchos habían muerto, otros habían quedado tullidos y los habían mandado de vuelta a Roma para que les concedieran la baja prematura. Los huecos en las filas se habían llenado con un torrente de nuevos reclutas. Pocas caras quedaban de los ochenta hombres originales que tuvo frente a él por primera vez hacía año y medio en la plaza de armas. Pero mientras que los soldados iban y venían, la centuria, su centuria, había perdurado, y Macro había llegado a considerarla como una prolongación de sí mismo que respondía a su voluntad y estaba orgulloso de su reñida eficiencia en combate. Perder la sexta centuria era para él como perder un hijo y Macro estaba enojado y afligido.
Pero ¿qué otra cosa se podía hacer?, había razonado con él el legado. La centuria no podía quedarse sin nadie al mando mientras esperaba el regreso de su comandante y las demás centurias necesitaban unos reemplazos experimentados. El general Plautio ya había recurrido a todos los refuerzos destinados a las legiones en Britania y no cabía esperar más en varios meses. Cuando terminara la misión y volviera a la legión, a Macro le ofrecerían el primer mando que quedara vacante.
Cato había mirado a Macro y el centurión se había encogido de hombros con pesar. El ejército no hacía distinción de equipos bien forjados y no había nada que hacer si el legado había tomado una decisión.
– ¿Y qué pasa con mi optio, señor? -había preguntado Macro-. Si es que conseguimos regresar.
Vespasiano había mirado al joven alto y delgado un momento y luego había asentido con la cabeza.
– Cuidaremos de él. Tal vez un puesto temporal en mi Estado Mayor mientras esperamos una vacante en la lista de optios.
Cato había intentado que no se notara su decepción; ser destinado a una centuria distinta de la de Macro no era una perspectiva tentadora. Había tardado meses en ganarse el renuente respeto de su centurión y en convencerlo de que era digno del rango de optio. Cuando se había alistado en la legión Cato, un antiguo esclavo imperial, había sido víctima de un amargo resentimiento y de muchos celos a causa de su inmediato ascenso, del cual tenía que dar las gracias al mismísimo emperador. El padre de Cato había sido un distinguido miembro del servicio imperial y, al morir, el emperador Claudio le había concedido la libertad al chico y lo había mandado a que se uniera a las águilas, con un amable empujón hacia el primer peldaño de la escala de ascensos. Había sido un gesto hecho con la mejor intención, pero una persona tan noble como el emperador no podía imaginarse la amargura con la que las personas de los estratos más bajos de la sociedad reaccionaban ante el nepotismo descarado.
Cato se resistía a recordar sus primeras experiencias de la vida en la segunda legión: la dura disciplina de los instructores que recaía mucho más sobre él que sobre cualquier otro recluta, la intimidación por parte de un cruel ex convicto llamado Pulcher y, tal vez lo peor de todo, la manifiesta desaprobación de su centurión. Eso le había dolido más que nada y lo había impelido a demostrar su valía siempre que le fue posible. Ahora, aquella lucha por el reconocimiento de sus aptitudes volvería a empezar de nuevo. Además, tenía cierta estima personal por Macro, junto al cual había combatido en las batallas más terribles de la campaña hasta el momento. No le iba a ser fácil adaptarse al estilo de otro centurión.
Vespasiano se había fijado en la expresión del optio y trató de ofrecerle unas palabras de consuelo.
– No importa. No puedes seguir siendo optio para siempre. Algún día, quizás antes de lo que crees, tendrás tu propia centuria.
Vespasiano no dudaba que estaba apelando a las ambiciones más íntimas del muchacho. Todos los jóvenes que había conocido soñaban con el honor y el ascenso, aun a sabiendas de lo muy poco probables que éstos pudieran ser. Pero aquél podría lograrlo. Había demostrado su coraje y su inteligencia y, con una pequeña ayuda por parte de alguien lo bastante bien situado como para poder influir, seguro que serviría bien al Imperio. Dado que había pocas posibilidades de que ni él ni Macro volvieran nunca a la segunda legión, aquellas palabras amables de Vespasiano eran claramente vanas. Eran típicas del manido ánimo que todos los comandantes dirigían a aquellos que se enfrentaban a una muerte segura y Cato había sentido desprecio por sí mismo por haberse dejado engañar por un momento por la astucia del legado. La amargura del joven no le había abandonado en toda la noche.
– ¡Idiota! -masculló para sus adentros dándose la vuelta en su saco de dormir relleno de helechos. Se envolvió bien con la gruesa manta del ejército y se tapó también la cabeza para resguardarse del frío. Una vez más trató de dormirse y apartar así de su mente cualquier pensamiento, y una vez más las sutiles artimañas del insomnio volvieron a empujarlo a pensar en el encuentro de la noche anterior.
La sorpresa al ver a Boadicea y a su peligroso primo se vio reflejada en los rostros del general Plautio y de Vespasiano cuando se dieron cuenta de que los recién llegados no eran unos desconocidos para el centurión y su optio.
– Veo que ya os conocéis -sonrió Plautio-. Esto tendría que facilitar las cosas en todos los sentidos.
– Yo no estoy tan seguro de ello, señor -replicó Macro al tiempo que miraba recelosamente al guerrero Britano, mucho más alto que él-. La última vez que nos vimos, Prasutago aquí presente no parecía sentir mucho afecto por los Romanos.
– ¿En serio? -Plautio miró fijamente a Macro-. ¿No mucho afecto por los Romanos, o no mucho por ti?
– ¿Señor?
– Deberías saber, centurión, que este hombre se ha ofrecido voluntario para ayudar en todo lo que pueda. En cuanto hice saber a los ancianos Iceni que mi familia estaba prisionera, este hombre se presentó voluntario para hacer todo lo que estuviera en sus manos para ayudarme a recuperarlos.
– ¿Se fía de él, señor?
– Tengo que hacerlo. ¿Qué otra alternativa tengo? Y vosotros vais a trabajar en estrecha colaboración con él. Es una orden.
– Creía que éramos voluntarios, señor.
– Lo sois, y ahora que lo sois vais a obedecer mis órdenes. Tenéis que cooperar totalmente con Prasutago. Conoce el territorio y las costumbres de los Durotriges y sabe muchas cosas sobre las prácticas y los lugares secretos de los Druidas de la Luna Oscura. Él es nuestra mejor oportunidad. De manera que cuidad de él y prestad mucha atención a lo que os diga, o mejor dicho, a todo lo que esta señora de aquí os traduzca. Al parecer también la conocíais de antes.
– Ni que lo diga, señor -replicó Macro en voz baja, e inclinó formalmente la cabeza ante Boadicea.
– Centurión Macro -respondió ella a su saludo-. Y tu encantador optio.
– Señora. -Cato tragó saliva, nervioso. Prasutago fulminó a Macro con la mirada un momento y luego se sirvió una copa del vino del legado, que bebió con tanta rapidez que por ambos lados del borde unas gotas del rojo líquido se derramaron sobre el grueso y abundante pelo rubio de su ornamentado bigote.
– Es curioso -dijo Vespasiano entre dientes al tiempo que alzaba las cejas con preocupación cuando el Britano volvió a tomar la jarra para servirse una tercera copa.
– Como parece que estáis de acuerdo… -Boadicea se unió a Prasutago y se sirvió una copa que llenó hasta el borde-. Por un regreso sin percances.
Se llevó la copa a los labios y bebió, apurando hasta la última gota, y luego la bajó de golpe. Boadicea esbozó una sonrisa burlona ante las escandalizadas expresiones del general y su legado. Aquél era un mundo alejado de las remilgadas pautas de comportamiento a las que estaban acostumbrados entre las mujeres Romanas de clase más alta.
Prasutago rezongó algo y le dio un suave codazo a Boadicea para que lo tradujera.
– Dice que el vino no está mal.
Vespasiano sonrió sin abrir la boca y se sentó.
– Muy bien, ya basta de formalidades. No disponemos de mucho tiempo. Centurión, daré las instrucciones a tu equipo con todo el detalle que pueda y luego os hará falta descansar. Tendré preparados unos caballos, armas y provisiones para que podáis salir del campamento antes de que amanezca. Es importante que nadie vea que tu grupo abandona la legión. Principalmente viajaréis por la noche y durante el día no os moveréis. Si por casualidad os tropezáis con alguien necesitaréis una historia que os sirva de tapadera. Lo mejor que podéis hacer es fingir que sois unos artistas ambulantes. Prasutago adoptará el papel de un luchador que se ofrecerá a enfrentarse por dinero a todos los que quieran. Ella se hará pasar por su mujer.
Vosotros dos vais a ser un par de esclavos griegos, unos ex soldados que compraron para proporcionarles protección en esta tierra salvaje. Las tribus del sur de Britania están acostumbradas a las idas y venidas de mercaderes, comerciantes y artistas.
Una imagen de las masacradas víctimas de la aldea incendiada le pasó fugazmente por la cabeza a Cato.
– Disculpe, señor, a juzgar por la manera en que tratan a los atrebates ¿qué le hace pensar que no nos matarán ya de entrada?
– Una convención tribal: nadie tira piedras sobre su propio tejado. Hay que asaltar por todos los medios a las demás tribus, pero no hay que ahuyentar el comercio exterior. Ése es el modo de actuar de todas las tribus de los confines del imperio. No obstante, haréis bien en tener cautela. Los Druidas son un elemento desconocido en todo esto. No sabemos lo que harán los Durotriges bajo su influencia. Prasutago es el que se encuentra en mejor situación de resolver cualquier circunstancia a la que os enfrentéis. Observadlo con atención y seguid su ejemplo.
– Yo lo observaré con muchísima atención -dijo Macro en voz baja.
– ¿De verdad cree que va a funcionar, señor? -preguntó Cato-. ¿Los Durotriges no desconfiarán un poco de los desconocidos ahora que hay un campamento Romano tan cerca de sus fronteras?
– Admito que esto no soportará un escrutinio demasiado prolongado, pero puede que os haga ganar tiempo en caso de que lo necesitéis. A Prasutago lo recordarán en algunos lugares, cosa que tendría que servir de algo. El optio y tú deberéis permanecer ocultos lo más lejos posible y dejar que Prasutago y Boadicea se acerquen a los Durotriges de cualquiera de los poblados que os encontréis. Ellos estarán atentos a las noticias que haya sobre mi familia. Seguid cualquier pista que tengáis durante el tiempo que haga falta y encontradles.
– Pensaba que sólo nos quedaban veintitantos días, señor, Antes de que finalice el trato de los Druidas.
Plautio le respondió. -Sí, es cierto. Pero en cuanto haya vencido el plazo y… y si sucede lo peor, me gustaría poder ofrecerles un funeral como es debido. Aunque todo lo que quede sean huesos y cenizas.
Una mano agarró a Cato por el hombro y lo sacudió de forma violenta. Sus ojos parpadearon hasta abrirse y su cuerpo se puso tenso con aquel brusco despertar.
– ¡Shhh! -siscó Macro en la oscuridad-. ¡No hagas ruido! Es hora de irse. ¿Tienes tu equipo?
Cato asintió con la cabeza y luego se dio cuenta de que aún estaba demasiado oscuro para que Macro pudiera verle.
– Sí, señor. -Bien. Entonces vámonos.
Aún cansado y reacio a abandonar el relativo calor de la tienda, Cato se estremeció al salir de ella con sigilo, llevando consigo el fardo que había preparado la noche anterior antes de acostarse. Envueltos en una túnica de repuesto estaban su cota de malla y su arnés de cuero junto con su espada y su daga. El casco, el escudo y todo lo demás lo recogería el personal del cuartel general, que lo guardaría hasta su regreso para evitar que se lo robaran. A Cato no le cabía la menor duda de que acabaría convirtiéndose en propiedad de otra persona en un futuro próximo.
Mientras seguía a Macro entre las oscuras hileras de tiendas en dirección a los establos, el miedo a lo que le aguardaba empezó a deshacer su determinación de llevar la misión a buen término. Estuvo tentado de tropezar a propósito con una cuerda tensora y caerse para fingir que se había torcido un tobillo. En la oscuridad podría pasar por una excusa creíble. Pero podía imaginarse las desdeñosas dudas que con seguridad albergarían, o expresarían, Macro y el legado. Aquella vergonzosa perspectiva le hizo descartar la idea y pisar con más cautela, no fuera a darse el caso de que sufriera un accidente de verdad. Además, no podía dejar que Macro anduviera dando tumbos por lo más profundo del territorio enemigo con Prasutago y Boadicea como única compañía. El guerrero Iceni lo tendría demasiado fácil para cortarle el cuello a Macro mientras durmiera. Pero no lo sería tanto si se turnaban para vigilarse unos a otros. No había ninguna manera de salir de aquella situación, concluyó con tristeza. Si Macro no hubiera sido tan grosero con el general él no hubiese tenido que intervenir. Ahora los dos iban camino del matadero, gracias a Macro.
Refunfuñando en silencio para sus adentros, Cato olvidó prestar atención a donde ponía los pies. Se le enganchó la espinilla con una cuerda tensora y cayó de cabeza con un grito agudo. Macro se dio la vuelta rápidamente.
– ¡Silencio! ¿Quieres despertar a todo el maldito campamento?
– Lo siento, señor -susurró Cato mientras trataba de volver a ponerse en pie sujetando el pesado fardo con ambos brazos.
– No me lo digas, ahora resulta que te has torcido el tobillo.
– ¡No, señor! ¡Claro que no! Alguien se movió en el interior de la tienda.
– ¿Quién anda ahí?
– Nadie -respondió Macro con brusquedad-. Vuelve a dormirte… Vamos, muchacho, y mira por donde pisas.
junto a la caballeriza, una tenue luz brillaba en el interior de la gran tienda en la que se almacenaban los arreos y las armas de la caballería. Cato siguió a Macro a través de la portezuela de lona bajo el pálido resplandor de una lámpara de aceite que había colgada. Prasutago, Boadicea y Vespasiano los esperaban allí.
– Será mejor que os cambiéis ahora mismo -dijo Vespasiano-. Vuestros caballos y bestias de carga están preparados.
Dejaron los fardos que llevaban y se desnudaron hasta quedarse en taparrabos. Bajo la curiosa mirada de Boadicea, Cato se apresuró a cubrirse con una túnica limpia y se colocó encima la cota de malla. Se puso el arnés' sujetó las vainas de la espada y de la daga y alargó la mano para coger su capa militar.
– ¡No! -Vespasiano interrumpió el gesto-. Ésa no. Poneos éstas. -Señaló un par de mugrientas capas de color marrón, muy gastadas y manchadas de barro-. Será mejor que no parezcáis un par de legionarios cuando lleguéis a territorio Durotrige. Y poneos también estas correas alrededor de la cabeza.
Les dio dos tiras de cuero que eran anchas por delante y se estrechaban en los extremos.
– Los griegos las llevan para sujetarse el cabello hacia atrás.
Vuestro corte de pelo militar os delata al instante, así que no os las quitéis, llevad siempre las capuchas y tal vez paséis por un par de griegos… de lejos. No intentéis entablar conversación con nadie.
– De acuerdo, señor. -Macro hizo una mueca al ver la correa y luego se la ató a la cabeza. Prasutago observaba a Macro mientras Boadicea sonreía a Cato:
– No sé por qué pero tienes un aspecto más convincente como esclavo griego que el que nunca has tenido como legionario.
– Gracias. Te lo agradezco mucho.
– Dejadlo para después -ordenó Vespasiano-. Venid conmigo.
Le hizo una seña a Prasutago y los llevó fuera. Atados a los postes había cuatro caballos con unas sencillas mantas echadas sobre sus lomos que ocultaban la marca de la legión. De cada ijada colgaba una alforja y a un lado había dos ponis que llevaban más provisiones.
– Bueno, será mejor que os vayáis. El oficial de guardia os espera en la puerta, así podréis salir de aquí sin que algún idiota os grite el alto. -El legado los examinó por última vez y rápidamente le dio una palmada en el hombro a Macro-. ¡Buena suerte!
– Gracias, señor. Macro respiró hondo, puso una pierna por encima de su caballo y empujó el cuerpo tras ella. Acto seguido profirió una serie de maldiciones contenidas antes de que se hubiese sentado adecuadamente y tuviera bien agarradas las riendas. Al ser más alto, Cato logró montar su caballo con un poco más de estilo.
Prasutago le dijo algo entre dientes a Boadicea y Macro se volvió.
– ¿Qué ha dicho?
– Se preguntaba si no sería mejor que tú y tu optio fuerais a pie.
– ¿Ah, sí? Muy bien, pues le dices…
– ¡Basta, centurión! -exclamó Vespasiano con brusquedad-. Marchaos ya.
El guerrero Iceni y la mujer montaron con confiada soltura e hicieron girar sus caballos en dirección a la puerta del campamento. Tras ellos, Macro y Cato tiraron de las largas riendas de los animales de carga y los siguieron. Mientras los cascos golpeaban el barro helado del camino, Cato echó una última mirada por encima del hombro. Pero Vespasiano caminaba ya de vuelta al calor de sus aposentos y enseguida lo envolvió la oscuridad.
Frente a ellos se alzaba la puerta y mientras se acercaban a ella se dio una orden en voz baja. La tranca se deslizó en su soporte con un chirrido y uno de los portones se abrió hacia adentro. Cuando lo atravesaron, un puñado de legionarios los observaron en silencio, curiosos pero obedientes a las instrucciones estrictas de no pronunciar una sola palabra. Al otro lado de las defensas, Prasutago sacudió las riendas y los condujo cuesta abajo hacia el bosque del cual habían salido los Druidas con el prefecto de la flota varios días antes.
Sin el casco y el escudo, y sin la seguridad del campamento a su alrededor, de pronto Cato se sintió terriblemente expuesto. Aquello era peor que entrar en combate. Mucho peor. Por delante se extendía el territorio enemigo. Y aquel enemigo era de naturaleza diferente a la de cualquier otro al que los Romanos se hubieran enfrentado. Al mirar hacia el oeste, allí donde el terreno estaba tan oscuro que casi se fundía con la noche, Cato se preguntó si le engañaba la vista o si acaso las sombras de los Druidas de la Luna Oscura no ennegrecían más aún aquella negrura.