174087.fb2 Las Garras Del ?guila - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 29

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CAPÍTULO XXVI

– Tus amigos Druidas han encontrado un buen lugar para esconderse del mundo -masculló Macro al tiempo que escudriñaba el anochecer con los ojos entrecerrados. A su lado, Prasutago dio un gruñido como para entablar conversación y miró de reojo a Boadicea, la cual susurró una rápida traducción de las palabras del centurión.

– Sa!-asintió enérgicamente Prasutago-. Sitio seguro para Druidas. Mal sitio para Romanos.

– Puede ser. Pero vamos a entrar ahí de todos modos. ¿Tú qué opinas, muchacho?

Los oscuros ojos de Cato observaron con detenimiento el escenario a través del enmarañado follaje. Se encontraban en lo alto de una pequeña loma, mirando hacia una gran isla situada al otro lado de una ancha extensión de agua salobre. Parte de la isla parecía natural, el resto era artificial y se sostenía gracias a unos sólidos conjuntos de troncos y unos resistentes pilares clavados profundamente en el blando lecho del lago. Una densa espesura de sauces mezclados con fresnos se alzaba a corta distancia de la costa de la isla. Bajo su ramaje se distinguía una alta empalizada. Sus miradas no podían penetrar más allá. A su derecha, a lo lejos, un paso elevado largo y estrecho se alzaba sobre el lago y se extendía hacia una sólida puerta, provista de una torre, que conducía a la arboleda más sagrada y secreta de los Druidas.

– Es un buen emplazamiento, señor. El paso elevado es lo bastante largo como para mantenerlos fuera del alcance de las flechas y hondas y lo bastante estrecho para restringir cualquier ataque a un frente de dos o tres hombres. Incluso contra un ejército, con los hombres adecuados los Druidas podrían resistir varios días, tal vez un mes.

– Buena valoración -asintió Macro moviendo la cabeza en señal de aprobación-. Has aprendido mucho durante el último año. ¿Qué recomendarías dada la ausencia de un ejército atacante?

– Entrar por el acceso principal es totalmente imposible bajo cualquier circunstancia ahora que ya han sido alertados de la presencia de Prasutago. Parece ser que no tenemos elección. Tenemos que tratar de entrar por el sitio que él conoce.

Macro miró las sombrías aguas que se extendían entre ellos y la isla de los Druidas. En el terreno más cercano no había orilla, sólo una maraña de juncos y árboles bajos que surgían de un oscuro fango de turba. Si los descubrían mientras transitaban por ahí no tendrían ninguna posibilidad de escapar. Se asombró ante lo seguro que estaba el guerrero Iceni de poder volver a encontrar el camino en la oscuridad. No obstante, Prasutago había jurado por todos sus dioses más sagrados que los llevaría sanos y salvos hasta la isla. Pero tenían que confiar en él y seguir sus pasos con sumo cuidado.

– Nos iremos cuando haya oscurecido bastante -decidió Macro-. Nosotros tres. La mujer se queda.

– ¿Qué? -Boadicea se volvió hacia él con enojo. -¡Chitón! -Macro hizo un gesto con la cabeza hacia la isla--. Si encontramos a la familia del general pero no conseguimos volver, alguien tiene que llegar hasta la legión y hacérselo saber.

– ¿Y cómo exactamente me lo harás saber a mí? Macro sonrió.

– No asciendes a centurión si no se te puede oír a distancia.

– En esto tiene toda la razón -dijo Cato entre dientes.

– Pero, ¿por qué yo? ¿Por qué no dejar aquí a Cato? Me necesitáis como intérprete.

– No hará falta hablar mucho. Además, Prasutago y yo estamos llegando a un entendimiento, si se le puede llamar así. Ahora ya sabe unas cuantas palabras. Unas cuantas palabras de un verdadero idioma, eso es. ¿No tengo razón?

Prasutago movió su greñuda cabeza en señal de asentimiento.

– Así pues, mantén aguzado el oído. Si grito tu nombre, yo o cualquiera de nosotros, ésa es la señal. Los hemos encontrado. No esperes ni un momento. Regresa donde están los caballos, monta en uno y galopa como el viento. Informa de todo a Vespasiano.

– ¿Y qué pasa con vosotros? -preguntó Boadicea. -Si nos oyes gritar a alguno, lo más probable es que ésas sean nuestras últimas palabras. -Macro alzó una mano y la asió suavemente por el hombro-. ¿Te ha quedado todo claro?

– Sí.

– Bien, entonces éste es un lugar tan bueno como cualquier otro para esperar. Quédate aquí. En cuanto haya oscurecido lo suficiente nos despojaremos de las túnicas y las espadas y seguiremos a Prasutago hasta la isla.

– Y para variar -dijo Macro en voz baja-, estamos metidos hasta las pelotas en agua helada.

El olor a descomposición que emanaba de las perturbadas aguas que los rodeaban era tan acre que Cato creyó que vomitaría. Aquello era peor que cualquier otra cosa que había olido antes. Peor incluso que la curtiduría situada al otro lado de las murallas de Roma y que una vez visitó con su padre. Los fuertes curtidores, indiferentes al hedor desde hacía tiempo, se habían reído a más no poder al ver a aquel niñito vestido con los estupendos ropajes imperiales vomitando hasta el hígado en una cuba llena de vísceras de oveja.

Allí en aquel manglar, la acritud de la vegetación podrida se combinaba con el olor a excrementos humanos y el hedor dulzón de carne en descomposición. Cato se tapó la nariz con la mano y se tragó la bilis que le subía a la garganta. Al menos la oscuridad ocultaba los desechos que flotaban en torno a sus rodillas. Por delante de él, más allá de la ancha y oscura mole de Macro, sólo podía-ver la alta figura de Prasutago que abría la marcha a través de los juncos. Los tallos crujían cada vez que el Britano avanzaba lentamente de una estaca a otra. La mayoría de ellas aún estaban en su sitio y Prasutago sólo se había perdido en una ocasión, en la que había caído en aguas más profundas con un chapoteo y un grito agudo. Los tres se habían quedado paralizados al tiempo que aguzaban el oído por si percibían cualquier indicación de alarma proveniente de la oscura masa de la isla de los Druidas por encima del agua fangosa. Cuando el agua revuelta se apaciguó de nuevo, Prasutago volvió con mucho cuidado a un terreno más firme y sonrió débilmente al centurión.

– Mucho tiempo antes yo aquí -susurró.

– Está bien -repuso Macro en voz queda-. Ahora mantén la boca cerrada y concéntrate en la tarea.

– ¿Eh?

– Que sigas adelante, joder.

– Oh. Sa! Al final salieron de entre los juncos y Prasutago se detuvo. La isla aún parecía encontrarse a cierta distancia pero Cato se fijó en que los carrizos se acercaban más a ella en aquel punto y entendió el motivo de que Prasutago hubiera elegido aquella ruta para sus citas nocturnas. En el agua que quedaba al descubierto ya no había más estacas para guiarlos. Prasutago iba cambiando de posición y miraba la isla con mucha atención.

Siguiendo su mirada, Cato pudo ver dos troncos de pino muertos que se destacaban del resto de los árboles de la isla. Estaban tan juntos que desde ciertos ángulos daban la impresión de ser un solo tronco, y Cato se dio cuenta de que era mediante su alineación que Prasutago se guiaba a través de las despejadas aguas hacia la isla. El Iceni se desvió a la izquierda arrastrando los pies y les hizo una señal a los otros dos para que le siguieran.

Moviéndose con lentitud, con el agua que se arremolinaba suavemente en torno a sus rodillas, el grupo puso rumbo hacia la oscura y agorera sombra de la isla de los Druidas.

La fetidez disminuyó a medida que se iban alejando de los carrizos. Cato se permitió inspirar profundamente unas cuantas veces mientras seguía avanzando cuidadosamente alineado con los demás. Bajo sus pies, notaba el fondo extrañamente blando y flexible, y la firmeza de alguna rama de vez en cuando. Por un momento se preguntó cómo era posible que Prasutago hubiese construido aquel sendero sumergido. Entonces decidió que debía tratarse únicamente de la enmarañada acumulación de materia caída y muerta que el Britano debió haber encontrado por casualidad y de la que había sacado provecho. Cato se sonrió para sus adentros. Tal vez le había sacado provecho, pero había servido para que lo expulsaran de la orden de la Luna Oscura.

Pensar en los Druidas hizo que su mente regresara de pronto al presente. El oscuro perfil de la isla se hallaba cada vez más cerca, imponente contra la más débil sombra del cielo nocturno, y daba la sensación de que la isla flotara no en el agua, sino en la etérea neblina que emanaba del lago. Sin duda alguna parecía un lugar muy siniestro, reflexionó Cato. El terror que la cara de Prasutago reflejaba cada vez que se había referido a este lugar durante los dos últimos días daba a entender que la cosa no terminaba ahí. Pero, ¿qué podía haber en este mundo que fuera tan terrible como para asustar a aquel enorme guerrero? La imaginación de Cato se puso en marcha para proporcionar una respuesta y él sintió que un escalofrío de horror le recorría la espalda. Se maldijo por aquel exceso de superstición pero, a medida que iban deslizándose en silencio a través del agua, sus agudizados sentidos siguieron exagerando cada sonido y cambio en las sombras. Necesitó una gran fuerza de voluntad para evitar que su imaginación invocara a los demonios que acechaban invisibles en las orillas de la sagrada isla de los Druidas.

En aquellos momentos se hallaban lo bastante cerca de la costa como para que las ramas exteriores de sus árboles centenarios colgaran sobre ellos. Al levantar la vista a través de los negros y retorcidos zarcillos del sobresaliente ramaje, Cato vio las estrellas, fijas e impasibles por encima de la neblina. Luego giró la vista, por encima de las aguas sombrías, hacia el lugar donde Boadicea los esperaba. Se preguntó si volvería a verla de nuevo y se encontró deseando desesperadamente ver su rostro una vez más. Aquel espontáneo y vehemente deseo fue bastante impactante y Cato se asombró ante semejante revelación de sí mismo.

Se sobresaltó cuando Macro lo agarró del brazo y al echarse atrás provocó un chapoteo en el agua.

– ¡No te muevas! -le dijo Macro con un siseo-. ¿Quieres que hasta el último condenado druida de Britania se entere de que estamos aquí?

– Lo siento. Macro se volvió de nuevo hacia Prasutago, que farfullaba algo entre dientes. El susurro de sus palabras fluía con una cadencia y ritmo que no se parecían en nada al habla cotidiana y Macro se dio cuenta de que aquello debía de ser algún tipo de hechizo. Cuando el Britano se calló, Macro le rozó suavemente el hombro.

– Vamos, amigo. Prasutago, lo miró fijamente un momento, silencioso e inmóvil como una piedra, antes de mover la cabeza con gravedad y volver a avanzar sigilosamente. Aquella parte de la costa se hallaba bordeada de mimbreras reforzadas con pilares de madera y se encontraba a unos sesenta centímetros por encima de las gélidas aguas. Subieron tratando de hacer el menor ruido posible, pero inevitablemente el agua goteó y salpicó, con un rumor peligrosamente alto. Prasutago miró con inquietud hacia las sombras bajo los árboles, seguro de que los debían de haber oído. Pero nada se movió, ni siquiera un soplo de aire agitó las más ligeras de las oscuras ramas. Los tres se quedaron quietos un rato, en cuclillas y escuchando. Cato tiritaba mientras esperaba a que Prasutago les hiciera la señal para seguir adelante. Se abrieron camino siguiendo la costa un corto trecho hasta que llegaron a un sendero que se adentraba en el tenebroso grupo de árboles. A Cato le pareció que de pronto la noche se había vuelto más fría, como si soplara una brisa, pero en torno a él el aire estaba totalmente en calma.

– ¿Por ahí? -susurró Macro.

– Sa. Vamos, pero ¡shhh!

Mientras avanzaban en silencio por el camino, la oscuridad se cernió sobre ellos, impenetrable como la tinta, y la atmósfera pareció hacerse aún más fría, esta vez con cierta humedad. Cato contó los pasos que daba, tratando de mantener una clara imagen mental de la isla a medida que se iban adentrando cada vez más en ella. Poco después de que hubiera contado cien, los árboles se abrieron, permitiendo el paso del tenue y grato brillo de las estrellas. El sendero terminaba bruscamente en una valla de madera en la que había una puerta. Se mantenía cerrada por un simple pestillo que se accionaba tirando de una cuerda. Prasutago se quedó escuchando un momento, pero el centro de la isla se hallaba inmerso en un silencio igual de opresivo que el de sus límites y el único sonido que Cato pudo oír por encima del rápido latir de su corazón fue el ocasional retumbo de un abejorro a lo lejos, en el pantano. Prasutago tiró de la cuerda con suavidad, el pestillo se levantó y empujó la puerta para abrirla. La atravesó dejando a los dos Romanos en cuclillas junto a la entrada; al cabo de un momento su cabeza volvió a aparecer y les hizo una seña.

Al otro lado de la valla se abría un gran claro. Era más o menos circular y estaba flanqueado por unas chozas con tejado de paja y juncos. El suelo era pelado y duro; al dar los primeros pasos, las botas militares de los dos Romanos provocaron un ruido de fuertes pisadas en su superficie antes de que Cato y Macro procuraran poner los pies en el suelo con toda la suavidad posible. Dominando el centro del claro había una enorme choza circular frente a la cual se había erigido una plataforma. Una silla de madera tallada de inmensas proporciones descansaba en medio de la plataforma, y sujetos al alto respaldo se hallaba el par de cuernos más grande que Cato había visto en su vida. Frente a la plataforma estaban los restos de una hoguera sobre una enorme rejilla de hierro. Los rescoldos conferían un tenue tono anaranjado a las volutas de humo que se elevaban en la noche.

No había ni un solo movimiento en el claro. No ardía ninguna antorcha en las bases de hierro que había colocadas delante de todas las chozas. No había señales de vida. Y sin embargo, una inquietante presencia parecía cernirse sobre el claro, como si estuvieran siendo observados desde todas y cada una de las sombras. No es que Cato intuyera algún tipo de trampa, sino que tenía la sensación de que su presencia había sido detectada por alguien o por algo. Silenciosamente se acercaron a la puerta de la primera choza y entraron en ella con sigilo. Estaba oscuro, demasiado oscuro para poder distinguir ningún detalle, y Macro soltó una maldición en voz baja.

– No hay nada que hacer, necesitamos un poco de luz.

– ¡Señor, es una locura! -exclamó Cato entre dientes-. Nos verían enseguida.

– ¿Quién? Aquí no hay nadie. Hace horas que no hay nadie… Mira el fuego.

– Entonces, ¿dónde están?

– Pregúntaselo a él -Macro señaló a Prasutago con el dedo. El Britano captó la pregunta y se encogió de hombros.

– Los Druidas se han ido. Se han ido todos.

– En ese caso, consigamos un poco de luz para que podamos ver algo -insistió Macro-. Debemos procurar que no se nos pase nada por alto.

Sacó de su soporte la antorcha que tenía más cerca y la metió en las brasas, lo que hizo que una arremolinada nube de brillantes chispas se alzara volando por los aires. La antorcha se encendió. Manteniéndola en alto frente a él, Macro volvió a la primera choza dando grandes zancadas y se agachó para entrar en ella. El parpadeante resplandor de la antorcha iluminó el interior con una luz temblorosa. Había varias camas a un lado, cubiertas con mantas y pieles. Al otro había una hornacina, contra la cual se apoyaban un par de pequeñas arpas. Algunas fuentes y copas de cerámica estaban apiladas junto a una tina de agua.

– No hay chimenea para cocinar -reflexionó Cato.

– No cocinan -dijo Prasutago-. Otros traen comida para los Druidas.

– Se aprovechan de la gente normal y corriente, ¿eh? -Cato sacudió la cabeza-. Es lo mismo en todo el mundo, por lo que a los sacerdotes se refiere.

Macro chasqueó los dedos. -Cuando vosotros dos hayáis terminado con vuestra fascinante conversación teológica, os recuerdo que tenemos unas cuantas chozas que registrar. Buscad cualquier señal de la familia del general.

Registraron minuciosamente todas las chozas pero, aparte de las escasas posesiones de los Druidas, no encontraron nada que indicara que algún Romano había estado allí.

– Vamos a probar en la choza grande -sugirió Cato-. Me imagino que es allí donde vive el jefe de los Druidas.

– De acuerdo -asintió Macro.

– Na!

Los Romanos se volvieron a mirar a Prasutago. Se había quedado a la entrada de la última choza que habían inspeccionado, paralizado, con una mirada de terror absoluto en su rostro. Movió la cabeza de manera suplicante.

– ¡Yo no entrar!

Macro se encogió de hombros. -Haz lo que quieras. Vamos, Cato. La entrada era tan impresionante como la choza en sí. Un enorme armazón de madera, de dos veces la altura de un hombre, estaba coronado por un dintel tallado con grabados de unos rostros horribles e inhumanos, unos rostros feroces que aullaban mostrando unos dientes puntiagudos. En sus fauces yacían los cuerpos medio devorados de hombres y mujeres con la boca abierta de terror. Tan imponentes eran aquellas imágenes que Macro se detuvo en el umbral y levantó la antorcha para verlas mejor.

– ¿Qué demonios es esto?

– Me imagino que es lo que el futuro le depara a la humanidad cuando Cruach resurja y reivindique su dominio, señor.

Macro se volvió hacia Cato con las cejas arqueadas. -¿Eso crees? No pienses que querría tropezarme con este tal Cruach en una calle oscura.

– No, señor. justo en la entrada colgaban toda una serie de pesadas pieles de animales que obstruían totalmente la visión del interior. Macro las echó a un lado y entró en los aposentos del jefe de los Druidas. Levantó la antorcha y soltó un silbido.

– ¡Menudo contraste! Cato asintió mientras su mirada recorría las pieles que cubrían la mayor parte del suelo, las grandes camas tapizadas colocadas a un lado, la formidable mesa de roble y las sillas de talla elaborada. Sobre la mesa estaban los restos de un banquete a medio terminar. Delante de las sillas había unas enormes fuentes de madera llenas de trozos de carne que descansaban aún sobre sus jugos solidificados. junto a las bandejas había pedazos de pan y queso. Las cuernas se apoyaban en unos intrincados soportes de oro decorados al estilo celta.

– Parece que los Druidas superiores saben vivir bien -sonrió Macro-. No me extraña que quieran esconderse de las miradas indiscretas. Pero, ¿qué es lo que hizo que se marcharan con tanta prisa?

– ¡Señor! -Cato señaló al otro extremo de la choza. Una pequeña jaula de madera descansaba sobre el suelo de tierra desnudo. La puerta estaba entreabierta. Se acercaron a ella. Dentro no había nada, aparte de un orinal cuya parte superior, afortunadamente, estaba tapada. Cato miró con más detenimiento y se inclinó sobre la jaula al tiempo que alargaba la mano hacia la cubierta, que no era más que un pedacito de tela.

– Dudo que estén ahí escondidos -dijo Macro. -No, señor. -Cato retiró la tela y la sostuvo en alto para examinarla con más atención a la luz de la antorcha. Era seda, con un dobladillo bordado. Estaba manchada en el centro.

– ¡Vaya aroma que has destapado! -Macro arrugó la nariz-. Ahora vuelve a ponerlo en su sitio.

– Señor, es la prueba que estábamos buscando. ¡Mire! -Cato le tendió la tela a su centurión para que la viera-. Es de seda, diseñada en Roma, y el fabricante ha bordado un pequeño símbolo en la esquina.

Macro se quedó mirando el cuidado diseño: una cabeza de elefante, el motivo familiar de los Plautio.

– ¡Pues ya está! Están aquí. O al menos lo estaban. ¿Pero dónde están ahora?

– Deben de haber ido con los Druidas.

– Tal vez. Será mejor que inspeccionemos el lugar por si encontramos algún otro indicio de la familia del general… o de lo que pueda haber sido de ellos.

Fuera de la choza Prasutago no pudo disimular su alivio al encontrarse de nuevo en compañía de otros seres humanos.

Macro le tendió la seda.

– Estuvieron aquí.

– Sa! Ahora nos vamos, ¿sí?

– No. Seguiremos buscando. ¿Hay algún otro lugar en la isla donde pudieran haberlos llevado?

Prasutago lo miró sin comprender. Macro trató de simplificar lo que quería decir.

– Seguiremos buscando. ¿Otro lugar? ¿Sí? Prasutago pareció entenderlo y se volvió para señalar un sendero que conducía hacia los árboles que había justo enfrente de la silla astada.

– Allí.

– ¿Qué hay allí? Prasutago no respondió y continuó con los ojos clavados en el sendero. Macro vio que estaba temblando. Cogió al guerrero del hombro y lo zarandeó.

– ¿Qué hay allí? Prasutago dejó de mirar el camino y se volvió hacia él, con unos ojos como platos a causa del terror.

– Cruach.

– ¿Cruach? ¿Ese tétrico dios vuestro? Me tomas el pelo.

– ¡Cruach! -insistió Prasutago-. La arboleda sagrada de Cruach. Su lugar en este mundo.

– Eres muy hablador cuando estás cagado de miedo, ¿eh? -Macro sonrió-. Vamos, hombre. Vamos a charlar un poco con este tal Cruach. Vamos a ver de qué pasta está hecho.

– Señor, ¿es eso prudente? -preguntó Cato-. Hemos encontrado lo que vinimos a buscar. Dondequiera que esté la familia del general, ahora no está aquí. Deberíamos irnos antes de que nos descubran.

– No hasta que no hayamos investigado la arboleda -replicó Macro con firmeza-. Ya basta de tonterías. Vamos.

Con Macro al frente, los tres hombres cruzaron el claro a grandes zancadas y empezaron a seguir el camino. Bajo la titilante luz de la antorcha que llevaban delante veían los nudosos troncos de los robles que bordeaban la ruta a ambos lados.

– ¿Está muy lejos la arboleda? -preguntó Macro.

– Cerca -susurró Prasutago, que no se alejaba de la parpadeante antorcha.

A su alrededor los árboles estaban silenciosos; nada se movía entre ellos, ni un búho ni cualquier otra criatura de la noche. Era como si la isla estuviera bajo alguna clase de hechizo, decidió Cato. Entonces se dio cuenta de que volvía a notarse el olor a descomposición. A cada paso que daban por el sendero, el aroma a muerte y el pútrido dulzor se hacían más intensos.

– ¿Qué ha sido eso? -Macro se paró de pronto.

– ¿Qué ha sido el qué, señor? -¡Calla! ¡Escuchad! Los tres se detuvieron y aguzaron el oído para ver si oían algo por encima del chisporroteo y el murmullo anormalmente altos de la antorcha. Entonces Cato lo oyó: un suave gemido que aumentó de volumen y decreció hasta convertirse en un quejido. Luego una voz masculló algo. Unas extrañas palabras que él no pudo entender del todo.

– Desenvainad -ordenó Macro en voz baja, y los tres hombres sacaron las hojas de sus vainas con cuidado.

Macro avanzó y sus compañeros lo siguieron con nerviosismo, forzando los sentidos para intentar descubrir el origen de aquel ruido. Frente a ellos, el sendero empezó a ensancharse y de la oscuridad surgió imponente una estaca con una forma abultada en lo alto. Al acercarse, la luz de la antorcha iluminó las oscuras manchas que se deslizaban por toda su longitud y la cabeza clavada en el extremo.

– ¡Mierda! -exclamó entre dientes el centurión-. Me gustaría que los celtas no hicieran estas cosas.

Se encontraron con más estacas, todas ellas con una cabeza en estado de descomposición más o menos avanzado. Todas estaban colocadas de cara al sendero, de modo que los tres intrusos caminaban bajo la mirada de los muertos. Una vez más Cato tuvo la sensación de que el aire era más frío de lo normal y estaba a punto de expresarlo en voz alta cuando un nuevo quejido rompió el silencio. Provenía del otro extremo de la arboleda, más allá del oscilante foco de luz de la antorcha. En aquella ocasión el gemido creció en intensidad y se convirtió en un desgarrador lamento agónico que atravesó la oscuridad y heló la sangre de los tres mortales.

– ¡Nos vamos! -murmuró Prasutago-. ¡Nos vamos ahora! ¡Viene Cruach!

– ¡Y una mierda! -replicó Macro-. Ningún dios hace un sonido como éste. ¡Venga, cabrón! Ahora no te acobardes.

Llevó al Britano casi a rastras hacia el sonido y Cato lo siguió a regañadientes. En realidad, con mucho gusto se habría dado la vuelta y se habría alejado a todo correr de la arboleda, pero eso hubiera significado abandonar la seguridad del resplandor que proporcionaba la antorcha. La posibilidad de encontrarse solo y perdido en aquel terrible y siniestro mundo de los Druidas hizo que se pegara todo lo posible a los demás.

Otro grito se alzó en la noche, mucho más cerca entonces, y frente a ellos surgió imponente la losa de un altar, y más allá el ser que emitía los alaridos de agonía que tanto parecían formar parte de aquel espantoso lugar.

– ;Qué diablos es eso? -gritó Macro. A no más de quince pasos de distancia, al otro lado del altar, la figura de un hombre se retorcía lentamente. Se hallaba suspendido de una viga de madera, atado a su rugosa superficie por los antebrazos. Por debajo estaba empalado en una larga vara que penetraba en su cuerpo justo por debajo de los testículos. Mientras observaban, el hombre trató de alzarse, tirando de las cuerdas que amarraban sus brazos. Asombrosamente, consiguió hacerlo durante unos momentos antes de que le abandonaran las fuerzas y volviera a deslizarse hacia abajo, lo cual provocó que soltara otro terrible lamento de agonía y desesperación. Aquel ruido inhumano dio paso a plegarias y maldiciones proferidas en un lenguaje que a Cato casi le era tan familiar como su propio latín.

– ¡Está hablando en griego! -¿Griego? No es posible… A menos que… -Macro se acercó más a aquel hombre, levantando la antorcha mientras se aproximaba- sea Diomedes…

El griego se movió al oír su nombre y se obligó a abrir los párpados. -¡Ayudadme! -farfulló en latín con los dientes fuertemente apretados-. ¡Ayudadme, por caridad!

Macro miró a sus compañeros. -¡Cato! Sube a esa viga y córtale las ataduras. ¡Prasutago! ¡Sujétalo para que no se clave más con su propio peso!

El Britano apartó la vista del terrible espectáculo y se quedó mirando sin comprender a Macro, quien rápidamente imitó la acción de levantar algo con una mano al tiempo que con la otra señalaba a Diomedes. Prasutago asintió con la cabeza y se apresuró a ir hacia allá. Agarró al griego por las piernas y lo levantó con cuidado, soportando todo el peso de Diomedes con sus fuertes brazos sin ningún problema. Mientras tanto, Cato, que nunca fue de complexión excesivamente atlética, trataba de trepar a uno de los postes que sostenían el travesaño. Con un suspiro de impaciencia, Macro fue hacia allí y se puso de espaldas al poste.

– ¡Usa mis hombros para subir! Una vez en la viga transversal, Cato avanzó lentamente por ella hasta la primera atadura. Su espada cortó la gruesa cuerda, no sin dificultad, hasta que el brazo del griego se soltó y cayó desmadejado contra su costado. Cato se estiró para llegar a la otra atadura y al cabo de un momento el otro brazo estuvo suelto. El optio saltó al suelo desde la viga transversal.

– Ahora saquémoslo de la estaca. ¡Levántalo, idiota! Prasutago lo entendió y con toda la fuerza de sus brazos empezó a empujar al griego hacia arriba para librarlo de la estaca que le penetraba profundamente en el cuerpo. Se oyó un húmedo sonido de succión de la herida y luego un amortiguado chirrido de hueso. Diomedes echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito a los cielos.

– ¡Mierda! ¡Ten cuidado, estúpido!

Con un empujón, Prasutago acabó de sacar al griego de la estaca y lo depositó con suavidad en el altar. Un oscuro chorro de sangre manó de la herida abierta allí donde antes estaba el ano de Diomedes y Cato se estremeció al ver aquello. El griego temblaba de forma intermitente y sus ojos giraban en las cuencas mientras luchaba contra aquel terrible y mortal sufrimiento. Se hallaba muy próximo a la muerte.

Macro se inclinó y le habló al oído a Diomedes.

– Diomedes. Te estás muriendo. Eso nadie puede evitarlo. Pero puedes ayudarnos. Ayúdanos a vengarnos de los hijos de puta que te hicieron esto.

– Druidas -dijo jadeando Diomedes-. Traté de… hacérselo pagar… Traté de encontrarlos.

– Y los encontraste. -No… Me atraparon ellos primero… Me trajeron aquí… y me hicieron esto.

– ¿Viste a algún otro prisionero? Un espasmo de dolor le crispó las facciones. Cuando se calmó un poco, movió la cabeza en señal de afirmación.

– La familia del general…

– ¡Sí! ¿Los viste?

Diomedes apretó los dientes. -Estaban… aquí.

– ¿Y dónde están ahora? ¿Adónde se los han llevado?

– Se han ido… Oí que alguien decía… que se refugiarían en… la Gran Fortaleza. Ellos la llaman Mai Dun… Era el único lugar seguro… después de descubrir que habían sido… traicionados por un druida. -¿La Gran Fortaleza? -Macro frunció el ceño-. ¿Cuándo fue eso?

– Esta mañana… creo. -Diomedes suspiró. Sus fuerzas se iban debilitando rápidamente a medida que la sangre salía a borbotones de la herida abierta. Se convulsionó cuando otro agónico espasmo le recorrió el cuerpo. Una de sus manos agarró la túnica del centurión.

– Por piedad… mátame… ahora -siseó entre dientes.

Macro se quedó mirando un momento aquellos ojos de loco y luego respondió con dulzura:

– De acuerdo. Haré que sea rápido. Diomedes movió la cabeza en señal de gratitud y cerró fuertemente los ojos.

– Sujeta la antorcha -ordenó Macro, y se la pasó a Cato.

Luego levantó el brazo del griego a un lado, dejando la axila al descubierto, y clavó la mirada en el rostro de Diomedes.

– Has de saber una cosa, Diomedes. Juro por todos los dioses que vengaré tu muerte y la de tu familia. Los Druidas pagarán por todo lo que han hecho.

Cuando la expresión del griego se suavizó, Macro le clavó profundamente la espada en la axila y le atravesó el corazón dejando escapar un gruñido animal debido al esfuerzo. El cuerpo de Diomedes se puso tenso un instante y en la boca se le ahogó un grito cuando el impacto del golpe se llevó el agónico aliento de sus pulmones. Luego su cuerpo quedó flácido y la cabeza le cayó de lado, con la vidriosidad de la muerte en sus ojos. Durante un instante nadie dijo nada. Macro extrajo la hoja y la limpió con los sucios restos de la túnica del griego. Levantó la vista para mirar a Prasutago.

– Habló de la Gran Fortaleza. ¿La conoces?

Prasutago inclinó la cabeza, oyendo las palabras pero incapaz de apartar la mirada de Diomedes.

– ¿Puedes llevarnos allí? Prasutago volvió a asentir con la cabeza.

– ¿Está muy lejos?

– Tres días.

– Entonces será mejor que nos pongamos en marcha. Los Druidas nos llevan un día de ventaja. Si nos damos prisa todavía podríamos alcanzarlos antes de que lleguen a esa Gran Fortaleza suya.