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Bajando a toda velocidad por la ladera cubierta de hierba, el viento rugía en los oídos de Cato y el corazón le estallaba en el pecho. Hacía unos instantes se encontraban avanzando con mucho cuidado a lo largo de un sendero muy poco transitado. Ahora el destino les había proporcionado una pequeña oportunidad de rescatar a la familia del general y Cato sentía el loco y excitante terror de la acción inminente. Al mirar al frente, vio que la plaza fuerte quedaba entonces oculta tras los árboles que se extendían a lo largo del camino. A media milla de distancia el carro avanzaba lentamente sobre sus sólidas ruedas de madera, tirado por un par de lanudos ponis. Los dos Druidas del pescante aún no se habían dado cuenta de la aproximación de los jinetes e iban sentados derechos, con el cuello estirado hacia delante para ver si vislumbraban los terraplenes de la Gran Fortaleza. Tras ellos, sobre el eje, una cubierta de cuero ocultaba a sus prisioneros. Mientras los cascos golpeaban el suelo por debajo de él, a Cato le pareció imposible que no hubieran detectado su presencia y rogó a cualquier dios que lo oyera que pasaran inadvertidos un momento más, Lo suficiente para evitar que los Druidas pusieran los ponis al trote a golpe de látigo y ganaran el tiempo necesario para alertar a los compañeros que se habían adelantado.
Pero los dioses, o bien ignoraban aquel minúsculo drama humano, o acaso conspiraban cruelmente con los Druidas.
De pronto el acompañante del conductor echó un vistazo hacia atrás y se levantó de un salto del pescante al tiempo que daba gritos y señalaba a los Romanos que se aproximaban. Con un fuerte chasquido que se oyó claramente a lo largo de todo el terreno abierto, el conductor arremetió contra las anchas grupas de sus ponis, el carro dio una pesada sacudida hacia delante y el eje protestó con un crujido. El otro druida volvió a sentarse en el pescante, tizo bocina con las manos y gritó pidiendo ayuda, pero la curva de la línea de los árboles impedía que sus compañeros lo vieran y sus gritos no se oyeron.
Cato se encontraba entonces lo bastante cerca como para distinguir los rasgos de los dos Druidas por encima de la agitada crin de su caballo y vio que el conductor tenía el pelo cano y exceso de peso, mientras que su compañero era un joven delgado, de piel cetrina y rostro de aspecto enfermizo. La lucha terminaría rápidamente. Con suerte podrían liberar a los rehenes y se alejarían a toda velocidad de la fortaleza mucho antes de que los Druidas a caballo empezaran a extrañarse de la tardanza del carro. Bajo la frenética insistencia del conductor, la carreta siguió adelante con estruendo a un ritmo cada vez mayor, dando violentos tumbos y sacudidas a lo largo del sendero lleno de rodadas mientras se dirigía hacia la curva que describían los árboles cerca del puente. Sus perseguidores se encontraban a poca distancia de ellos, clavando los talones en sus monturas salpicadas de espuma, hostigándolas para que siguieran adelante.
Cato oyó un agudo chillido de pánico a sus espaldas y miró hacia atrás para ver que el caballo de Boadicea caía de cabeza y sus patas traseras se agitaron en el aire antes de chocar contra el cuello del animal. Boadicea salió despedida hacia delante y, por instinto, agachó la cabeza y se hizo un ovillo antes de caer al suelo. Rebotó contra los montículos cubiertos de hierba con un grito- Sus compañeros se detuvieron. Su caballo yacía retorcido, con la espalda rota y las patas delanteras tratando en vano de levantar la mitad trasera de su cuerpo. Boadicea había ido a parar a un charco y se estaba poniendo en pie con aire vacilante.
– ¡Dejadla! -gritó Macro al tiempo que espoleaba su caballo-. ¡Alcancemos el maldito carro antes de que sea demasiado tarde!
Los Druidas les habían tomado una valiosa ventaja a sus perseguidores. La carreta retumbaba furiosamente a apenas unos cien pasos del puente; pronto quedaría a plena vista de la fortificación y de los jinetes Druidas que iban no mucho más adelante. Hundiendo con fiereza los talones en los ijares de su montura, Cato salió a toda prisa tras su centurión con Prasutago a su lado. Iban galopando en paralelo al camino, evitando sus traicioneros surcos, y por delante de ellos veían los atados faldones de cuero de la parte posterior del carro. El druida más joven volvió de nuevo la vista atrás para mirarlos, con una expresión de terror en el rostro.
Al doblar la curva del camino aparecieron las sólidas defensas del poblado fortificado; Cato obligó a su caballo a hacer un último y desesperado esfuerzo y rápidamente se acercó al carro. Las enormes ruedas de madera de roble maciza le lanzaron terrones de barro a la cara. Parpadeó, agarró la empuñadura de su espada y la desenvainó con un áspero ruido de la hoja al ser extraída. Frente a él, Macro adelantó al conductor e hizo virar bruscamente a su caballo para bloquear el paso a los ponis. Con unos relinchos aterrorizados, éstos últimos trataron de detenerse pero los arneses los empujaron hacia delante debido al impulso del carro que iba dando sacudidas tras ellos. Cato sostuvo su espada baja a un lado, lista para atacar. Mientras se arrimaba al pescante hubo un confuso y borroso movimiento y el druida más joven se le echó encima. Ambos cayeron al suelo. El impacto dejó sin respiración a Cato y un destello le cegó cuando su cabeza golpeó contra la tierra. Se le despejó la visión y se encontró con el rostro gruñón del joven druida a pocos centímetros del suyo. Entonces, mientras la saliva le goteaba de su manchada dentadura, el druida dio un grito ahogado, abrió los ojos de par en par con expresión de sorpresa y se desplomó hacia delante.
Cato apartó de sí aquel cuerpo inerte y vio que el guardamano de su espada estaba apretado contra la oscura tela de la capa del druida. No había ni rastro de la hoja, sólo una mancha que se extendía alrededor de la guarda. La hoja había penetrado en el vientre del druida y se había clavado en los órganos vitales bajo las costillas. Con una mueca, Cato se puso en pie y tiró de la empuñadura. Con un escalofriante sonido de succión la hoja salió, no sin dificultad. Rápidamente el optio miró a su alrededor buscando al otro druida.
Ya estaba muerto, desplomado sobre la cubierta de cuero mientras la sangre manaba a borbotones de una herida abierta en su cuello, allí donde Prasutago le había hecho un tajo con su larga espada celta. El guerrero Iceni había desmontado y estaba dando tirones a las ataduras de la parte trasera de la lona. Desde el interior del carro llegó a sus oídos el grito amortiguado de un niño. Se desató el último nudo y Prasutago echó a un lado las portezuelas y metió la cabeza dentro. Unos nuevos chillidos hendieron el aire.
– ¡No pasa nada! -exclamó Boadicea en latín al tiempo que subía corriendo por el camino. Le dirigió unas palabras enojadas a Prasutago en su lengua nativa y lo apartó de un empujón-. No pasa nada. Hemos venido a rescataros. ¡Cato! ¡Acércate! Necesitan ver una cara Romana.
Boadicea volvió a meter la cabeza en la carreta e intentó que su voz sonara calmada.
– Hay dos oficiales Romanos con nosotros. Estáis a salvo. Cato llegó a la parte de atrás del carro y miró en el sombrío interior. Había una mujer sentada, encorvada, que con los brazos rodeaba los hombros de un niño pequeño y una niña apenas mayor, que estaban lloriqueando con unos ojos aterrorizados y abiertos de par en par. Las ropas que llevaban, antes de excelente calidad, se hallaban entonces sucias y rotas. Tenían aspecto de vulgares mendigos callejeros y estaban acurrucados y asustados.
– Mi señora Pomponia -Cato trató de sonar tranquilizador-, soy un optio de la segunda legión. Su marido nos envió a buscaros. Aquí está mi centurión.
Cato se echó a un lado y Macro se acercó a ellos. El centurión le hizo una señal a Prasutago para que vigilara el camino que conducía a la fortaleza.
– ¿Todos sanos y salvos entonces? -Macro miró a la mujer y a los dos niños-. ¡Bien! Será mejor que nos movamos. Antes de que esos cabrones regresen.
– Yo no puedo -dijo Pomponia al tiempo que levantaba el destrozado dobladillo de su capa. Su pie desnudo estaba encadenado por el tobillo a un grillete de hierro que había en el suelo del carro.
– ¿Los niños? Pomponia dijo que no con la cabeza. -Muy bien, niños, salid del carro para que pueda ocuparme de la cadena de vuestra mamá.
Los niños se apretaron aún más contra su madre. -Vamos, haced lo que dice -dijo Pomponia con suavidad-. Estas personas están aquí para ayudarnos y llevarnos de vuelta con vuestro padre.
La niña, vacilante y arrastrando los pies por las mugrientas tablas, se dirigió a la parte trasera del carro y se deslizó por el extremo, en brazos de Boadicea. El niño giró el rostro contra su madre y se asió a los pliegues de su capa con sus pequeños puños muy apretados. Macro frunció el ceño.
– Mira, chico, no hay tiempo para estas tonterías. ¡Sal de ahí ahora mismo!
– Así no vas a conseguir nada -dijo Boadicea entre dientes-. El niño ya está bastante asustado.
Al tiempo que sujetaba a la niña sobre la cadera, alargó la mano hacia el niño. Con un suave empujón por parte de su madre, el chico permitió de mala gana que lo bajaran de la carreta. Se agarró a la pierna de Boadicea y miró a Cato y a Macro con preocupación.
El centurión subió al carro y examinó la cadena que estaba sujeta a un grillete.
– ¡Mierda! Está sujeto con un perno de hierro, no hay cerradura.
Hacía falta una herramienta puntiaguda especial para extraer el sólido perno de hierro que fijaba el grillete. Macro desenfundó la espada y colocó la punta con cuidado en uno de los extremos de la clavija. Pomponia lo observó alarmada y retiró la pierna instintivamente.
– Tendrá que estarse quieta. -Lo intentaré. Tenga cuidado, centurión. Macro asintió con la cabeza y empujó el extremo de la clavija de hierro, aumentando poco a poco la presión. Al ver que no cedía, apretó con más fuerza, procurando que la punta de la espada no se escapara del extremo del perno. Se le tensaron los músculos de los brazos y apretó los dientes mientras hacía un gran esfuerzo por liberar a la mujer. La hoja resbaló y golpeó el suelo del carro con un ruido sordo, pasando muy cerca de la piel del sucio pie de Pomponia.
– Lo siento. Voy a probarlo otra vez.
– Date prisa, por favor.
Un grito de Prasutago hizo que Cato levantara la mirada. El guerrero Iceni bajaba al trote por el camino hacia la carreta al tiempo que hablaba atropelladamente. Boadicea asintió con un movimiento de la cabeza.
– Dice que vienen. Cuatro. Llevan sus caballos al paso hacia aquí.
– ¿A qué distancia están?
– preguntó Cato.
– A unos cuatrocientos metros del puente.
– Pues no disponemos de mucho tiempo. -Intento sacarla de aquí lo más rápido que puedo -gruñó Macro a la vez que volvía a colocar la espada en el perno una vez más-. ¡Ya! Estoy seguro de que se ha movido un poco.
Cato corrió hacia la parte delantera de la carreta. Tiró del cadáver del druida gordo para ponerlo derecho y colocó el látigo entre las piernas del muerto. Luego le hizo un gesto a Prasutago para que se llevara de ahí al druida más joven y lo dejara en el borde de la arboleda. Prasutago se inclinó para recoger el cuerpo y sin ningún esfuerzo se lo echó al hombro. A paso rápido rodeó la parte delantera del carro y arrojó el cuerpo a las sombras de la linde del bosque.
– ¡Escondamos nuestros caballos! ¿Dónde está el de Boadicea?
– Está muerto -dijo Boadicea--. Se rompió la espalda con la caída. Tuve que dejarlo atrás.
– Tres caballos… -A Cato lo invadió un frío terror--. Somos siete. Podríamos montar dos en un caballo, pero ¿tres?
– Tendremos que intentarlo -repuso Boadicea con firmeza al tiempo que les daba un apretón tranquilizador a los niños-. Nadie va a quedarse atrás. ¿Cómo va esa cadena, Macro? -¡La condenada no sale! La clavija es demasiado pequeña. -Macro se deslizó por la parte trasera del carro-. Espere ahí, mi señora. Vuelvo en un momento. Vamos a ver… -Miró camino arriba, entrecerrando los ojos en la creciente oscuridad del atardecer. Cuatro negras figuras se dirigían al estrecho puente de caballete-. Primero tendremos que encargarnos de ésos. Luego volver a probar con la cadena. Si es necesario cortaré ese maldito grillete. Todo el mundo al bosque. Por aquí.
Macro alejó del carro a Boadicea y los niños y los condujo hacia las sombras de los árboles. Pasaron por encima de la despatarrada figura del druida más joven y se agacharon cerca de los caballos que Prasutago había amarrado al tronco de un pino.
– Desenvainad las espadas -dijo Macro en voz baja-. Seguidme.
Llevó a Cato y a Prasutago a una posición situada a unos quince metros de distancia frente al carro y allí se agacharon a esperar que aparecieran los Druidas. Los ponis enganchados a la carreta estaban igual de quietos y silenciosos que el cuerpo de su amo en el pescante. Permanecieron los tres a la espera, agudizando los sentidos para percibir los primeros sonidos de los Druidas acercándose. Entonces se oyó el retumbo de los cascos sobre las tablas del puente de caballete.
– Esperad hasta que yo haga el primer movimiento -susurró Macro. Observó la socarrona expresión de Prasutago y probó con una frase más simple.
– Yo ataco primero, luego tú. ¿Entendido? Prasutago movió la cabeza para demostrar que lo había entendido y Macro se volvió hacia Cato.
– Bien, que sea rápido y sangriento. Tenemos que acabar con todos ellos. No debemos dejar que ninguno escape y dé la alarma.
Al cabo de unos momentos los Druidas vieron el carro y gritaron. No hubo respuesta y volvieron a gritar. El silencio los hizo prudentes. A unos cien pasos de distancia detuvieron a sus caballos y empezaron a murmurar entre ellos.
– ¡Mierda! -masculló Macro-. No van a tragarse el anzuelo. El centurión hizo ademán de levantarse pero Cato hizo lo inconcebible y alargó la mano para contener a su superior.
– Espere, señor. Sólo un momento.
Macro se sobresaltó tanto por la desfachatez de su optio que se quedó inmóvil el tiempo suficiente para oír las quedas risas de los Druidas. Luego los jinetes siguieron avanzando. Cato apretó con más fuerza la empuñadura de la espada y se puso tenso, listo para saltar detrás de Macro y lanzarse contra el enemigo. A través de la irregular malla que formaban las ramas más bajas Cato vio acercarse a los Druidas, que avanzaban en fila india a lo largo del sendero. A su lado, Macro soltó una maldición; ellos tres no podían desplegarse sin llamar la atención. -Dejadme el último a mí -susurró.
El primero de los Druidas pasó junto a su posición y le gritó algo al conductor, al parecer burlándose de él. Prasutago sonrió ampliamente al oír el comentario de aquel hombre y Macro le propinó un fuerte codazo.
El segundo druida pasó junto a ellos en el preciso momento en que su líder volvía a gritar, mucho más fuerte esta vez. Uno de los ponis se sobresaltó con el ruido e intentó retroceder. La carreta giró ligeramente y, ante los ojos de los emboscados, el cuerpo del conductor se fue inclinando lentamente hacia un lado y cayó al camino.
– ¡Ahora! -bramó Macro al tiempo que salía de entre las sombras dando un salto y profiriendo su grito de guerra. Cato hizo lo mismo y se lanzó contra el segundo druida. A su derecha, Prasutago blandió su larga espada describiendo un arco de color gris pálido que terminó en la cabeza de su oponente. El golpe causó un crujido escalofriante y el hombre se desplomó en la silla. Armado con una espada corta, Cato actuó tal y como le habían enseñado y la hincó en el costado de su objetivo. El impacto dejó sin respiración al druida, que soltó un explosivo grito ahogado. Cato lo agarró por la capa negra, de un fuerte tirón lo echó al suelo, extrajo la hoja de su arma y rápidamente le rajó el cuello al druida.
Sin prestar atención al gorgoteo de las agónicas bocanadas de aquel hombre, Cato se dio la vuelta con la espada a punto. Prasutago se estaba acercando al líder Superviviente. Al darse cuenta de la directa acometida, el primer druida había desenvainado la espada y había dado la vuelta a su caballo. Clavó sus talones y galopó directamente hacia el guerrero Iceni. Prasutago se vio obligado a echarse a un lado y a agachar la cabeza para evitar el ataque con espada que siguió. El druida soltó una maldición, volvió a clavar los talones en su montura y galopó hacia Cato. El optio se mantuvo firme, con la espada en alto. El druida lanzó un salvaje gruñido ante la temeridad de aquel hombre que, armado únicamente con la espada corta de las legiones, se enfrentaba a un rival a caballo que empuñaba una espada larga.
Con la sangre martilleándole en los oídos, Cato observó cómo el caballo se acercaba a él a toda velocidad y su jinete levantaba el brazo de la espada con la intención de propinarle un golpe mortífero. En el preciso momento en que notó el cálido resoplido de los ollares del caballo, Cato alzó la espada bruscamente, la hizo descender golpeando con ella al animal en los ojos y se alejó rodando por el suelo. El caballo dio un relincho, ciego de un ojo y desesperado por el dolor que le producía el hueso destrozado en toda la anchura de la cabeza. El animal se empinó agitando los cascos de las patas delanteras y tiró a su jinete antes de salir corriendo por la llanura, sacudiendo la cabeza de un lado a otro y lanzando oscuras gotas de sangre. De nuevo en pie, Cato recorrió a toda velocidad la corta distancia que lo separaba del jinete, el cual trataba desesperadamente de alzar su arma. Con un seco sonido de entrechocar de espadas, Cato se apartó para esquivar el golpe e hincó su arma en el pecho del druida. Aterrorizados por el ataque, los dos caballos sin jinete salieron corriendo y se perdieron en el atardecer.
Cato se dio la vuelta y vio que Macro estaba lidiando con el último druida. A unos treinta pasos de distancia se estaba produciendo un duelo desigual. El druida se había recuperado de la sorpresa del ataque antes de que Macro pudiera alcanzarle. Con su larga espada desenvainada asestaba golpes y cuchilladas contra el fornido centurión, que había conseguido dar la vuelta para bloquear el camino de vuelta al puente.
– ¡Me iría bien un poco de ayuda! -gritó Macro al tiempo que alzaba su espada para parar otra resonante arremetida.
Prasutago ya estaba en pie y se apresuró a acudir en su ayuda y Cato salió corriendo tras él. Antes de que ninguno de los dos alcanzara al centurión, éste tropezó y cayó al suelo. El druida aprovechó la oportunidad y le propinó una cuchillada con su espada, inclinándose sobre el centurión para asegurar el golpe. La hoja hizo impacto con un ruido sordo y rebotó en la cabeza de Macro. Sin emitir un solo sonido, Macro se fue de bruces y por un instante Cato no pudo hacer otra cosa que quedarse mirando fijamente, paralizado a causa del horror. Un aullido de furia por parte de Prasutago hizo que volviera en sí y Cato se volvió hacia el druida, decidido a derramar su sangre. Pero el druida era lo bastante sensato como para no enfrentarse a dos enemigos a la vez y sabía que debía conseguir ayuda. Dio la vuelta a su caballo y volvió a enfilar al galope el camino que llevaba al poblado fortificado al tiempo que gritaba para que lo oyeran sus compañeros.
Cato enfundó su ensangrentada espada y cayó de rodillas junto a la inmóvil figura de Macro. -¡Señor! -Cato lo agarró del hombro y puso de espaldas al centurión, estremeciéndose al ver la salvaje herida que tenía a un lado de la cabeza. La espada del druida le había causado un corte que llegaba hasta el hueso y que le había desgarrado un buen trozo de cuero cabelludo. La sangre cubría el rostro inerte de Macro. Cato metió la mano bajo su túnica. El corazón del centurión aún latía. Prasutago se encontraba arrodillado a su lado y sacudía la cabeza, apenado.
– ¡Vamos! Agárralo de los pies. Llevémosle al carro. Regresaban con dificultad con el inerte centurión a cuestas cuando Boadicea apareció de entre los árboles llevando a uno de los críos en cada mano. Se detuvo cuando vio el cuerpo de Macro. Junto a ella, la pequeña se estremeció ante aquella visión.
– ¡Oh, no…
– Está vivo -gruñó Cato.
Dejaron cuidadosamente a Macro en el suelo de la carreta mientras Boadicea recuperaba un odre de agua que había debajo del pescante. Palideció cuando pudo ver bien la herida del centurión, luego sacó el tapón del odre y vertió un poco de agua sobre la ensangrentada maraña de piel y pelo.
– Dame el pañuelo que llevas al cuello -le ordenó a Cato y él se lo desató rápidamente y le entregó la tira de tela. Con una mueca, Boadicea volvió a colocar en su sitio con sumo cuidado el trozo de carne de la cabeza de Macro y ató el pañuelo firmemente alrededor de la herida. Entonces le quitó a Macro su fular, que ya estaba manchado de sangre, y se lo ató también.
El centurión no recuperó la conciencia y Cato oyó que su respiración era superficial y dificultosa.
– Va a morir.
– ¡No! -exclamó Boadicea con fiereza-. No. ¿Me oyes? Tenemos que sacarlo de aquí.
Cato se volvió hacia Pomponia. -No podemos irnos. No sin usted y sus hijos. -Optio -dijo Pomponia en tono suave-, llévate a tu centurión y a mis hijos y márchate ahora mismo. Antes de que regresen los Druidas.
– No. -Cato también negó con la cabeza-. Nos iremos todos.
Ella levantó el pie encadenado. -Yo no puedo irme. Pero tú debes llevarte de aquí a mis hijos. Te lo ruego. No puedes hacer nada por mí. Sálvalos a ellos.
Cato se obligó a mirarla a la cara y vio la desesperada súplica en sus ojos.
– Tenemos que marcharnos, Cato -dijo entre dientes Boadicea, a su lado-. Debemos irnos. El druida ha ido a buscar a los demás. No hay tiempo. Tenemos que irnos.
El corazón de Cato se hundió en un pozo de negra desesperación. Boadicea tenía razón. A menos que le cortaran el pie a Pomponia, no había otra manera de que pudieran soltarla antes de que los Druidas regresaran en masa.
– Me lo podríais hacer más fácil -dijo Pomponia con un prudente movimiento de la cabeza en dirección a sus hijos-. Pero primero lleváoslos de aquí.
A Cato se le heló la sangre en las venas.
– ¿No lo dirá en serio?
– Por supuesto que sí. O eso o me quemarán viva. -No… No puedo hacerlo. -Por favor -susurró ella-. Te lo ruego. Por piedad.
– ¡Vamos! -interrumpió Prasutago en voz alta-. ¡Ya vienen! ¡Rápido, rápido!
Instintivamente, Cato desenvainó la espada y la apuntó hacia el pecho de Pomponia. Ella apretó los ojos.
Boadicea bajó la hoja de un golpe. -¡Delante de los niños no! Deja que primero los monte en el caballo.
Pero era demasiado tarde. El niño se había percatado de lo que estaba ocurriendo y abrió los ojos de par en par, horrorizado. Antes de que Cato o Boadicea pudieran reaccionar, trepó por la parte de atrás del carro y estrechó a su madre con fuerza entre sus brazos. Boadicea agarró a la hija de Pomponia del brazo antes de que pudiera seguir a su hermano.
– ¡Dejadla en paz! -gritó el niño con las lágrimas resbalándole por sus sucias mejillas-. ¡No la toquéis! ¡No dejaré que le hagáis daño a mi mamá!
Cato bajó la espada y masculló: -No puedo hacerlo. -Tienes que hacerlo -le dijo entre dientes Pomponia por encima de la cabeza de su hijo-. ¡Llévatelo, vamos!
– ¡No! -gritó el niño, y se asió con fuerza del brazo de su madre-. ¡No te dejaré, mamá! ¡Por favor, mami, por favor, no me hagas irme!
Por encima de los sollozos del niño Cato oyó otro sonido: unos débiles gritos que provenían de la misma dirección en la que se encontraba la plaza fuerte. El druida que había escapado de la emboscada debía de haber alcanzado a sus compañeros. Quedaba muy poco tiempo.
– No lo haré -dijo Cato con firmeza--. Prometo que encontraré otra manera.
– ¿Qué otra manera? -gimió Pomponia, que finalmente perdió su patricio control de sí misma-. ¡Van a quemarme viva!
– No, no lo harán. Lo juro. Por mi vida. La liberaré. Lo juro.
Pomponia sacudió la cabeza sin ninguna esperanza. -Y ahora dadme a vuestro hijo. -¡No! -chilló el niño, tratando de alejarse de Cato. -¡Vienen los Druidas! -gritó Prasutago, y todos pudieron oír el distante repiqueteo de cascos.
– ¡Coge a la niña y vete! -le ordenó Cato a Boadicea.
– ¿Y adónde voy? Cato pensó con rapidez, reconstruyendo mentalmente el terreno basándose en lo que recordaba del día de viaje.
– A ese bosque que estaba a unas cuatro o cinco -millas de aquí. Dirígete hacia allá. ¡Vamos!
Boadicea asintió, y con la niña cogida del brazo se dirigió a los árboles y desató los caballos. Cato llamó a Prasutago para que se acercara y señaló la inmóvil figura de Macro.
– Tú llévatelo a él. Sigue a Boadicea.
El guerrero Iceni dijo que sí con la cabeza y cogió en brazos a Macro sin dificultad.
– ¡Con cuidado!
– Confía en mí, Romano. -Prasutago le dirigió una mirada a Cato, luego se dio la vuelta y se dirigió con su carga al lugar donde estaban los caballos, dejando a Cato solo en la parte trasera de la carreta.
Pomponia agarró a su hijo de las muñecas.
– Elio, ahora debes irte. Pórtate bien. Haz lo que te digo. A mí no me pasará nada, pero tú debes marcharte.
– No lo haré -sollozó el pequeño-. ¡No te dejaré, mami! -Tienes que hacerlo. -Ella le apartó las muñecas a la fuerza, alejándolas de ella y dándoselas a Cato. Elio forcejeó frenéticamente para soltarse. Cato lo agarró por la cintura y tiró suavemente de él para sacarlo del carro. Su madre lo observó con lágrimas en los ojos, sabiendo que nunca volvería a ver a su hijito. Elio gimió y se retorció intentando zafarse de Cato. A muy poca distancia, los cascos resonaron en la madera cuando los Druidas alcanzaron el puente de caballete. Boadicea y Prasutago estaban esperando, montados en sus caballos, en la linde del bosque. La niña iba sentada frente a Boadicea, en silencio. Prasutago, que con una mano sujetaba firmemente el cuerpo del centurión, le tendió a Cato las riendas del último caballo y el optio subió al niño a lomos del animal antes de trepar él también a la silla.
– ¡Vamos! -les ordenó a los demás, y empezaron a avanzar por el sendero, alejándose del poblado fortificado. Cato echó un último vistazo al carro, consumido por la culpabilidad y la desesperación, y luego hincó los talones.
Cuando el caballo dio una sacudida para ponerse al trote, Elio se escurrió y se escabulló de entre los brazos de Cato. Rodó por el suelo alejándose del caballo, se puso en pie y regresó corriendo al carro todo lo deprisa que le permitían sus piernecitas.
– ¡Mami!
– ¡Elio! ¡No! ¡Regresa! ¡Por piedad! -¡Elio! -gritó Cato-. ¡Vuelve aquí! Pero no sirvió de nada. El niño alcanzó el carro, se subió a él y se arrojó en brazos de su sollozante madre. Por un instante Cato encaró a su caballo hacia la carreta, pero tras ella vio movimiento en el sendero.
– Soltó una maldición, luego tiró de las riendas, puso su caballo al galope y siguió a Boadicea y Prasutago.