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La luna creciente ya había aparecido en el cielo cuando Prasutago y Cato abandonaron el bosque y se encaminaron hacia la Gran Fortaleza. El viento fresco arrastraba por la oscuridad salpicada de estrellas unas hebras de nubes que la luna teñía de plata. Prasutago y Cato atravesaron a todo correr los prados que rodeaban los terraplenes, echándose al suelo y arrastrándose en cuanto las nubes volvían a dejar la luna al descubierto. La inminente llegada de los primeros efectivos de la segunda legión había llevado a que todos los rebaños de ovejas de los alrededores fueran conducidos al interior del poblado fortificado y Cato agradeció que aquellos nerviosos animales no estuvieran por ahí para delatarlos; la pálida luz de la luna ya era dificultad suficiente.
Al cabo de unas dos horas, según el cálculo más aproximado que pudo hacer Cato, llegaron al otro extremo de la Gran Fortaleza. Prasutago lo condujo directamente hacia la negra mole del primer terraplén. El débil sonido de cantos y vítores descendía desde la planicie que había en lo alto del fuerte. Por delante de Cato, Prasutago avanzaba con sigilo, mirando constantemente a derecha e izquierda mientras el terreno empezaba a empinarse hacia el primero de los terraplenes.
Se detuvo y acto seguido se echó al suelo, y Cato hizo lo mismo, con los ojos y oídos bien atentos. Entonces Cato los vio: dos hombres cuyas siluetas se recortaban contra el cielo estrellado patrullaban por la parte superior del primer terraplén. Su conversación se oía desde el pie de la cuesta y el tono desenfadado de la misma sugería que no estaban realizando su trabajo tan a conciencia como deberían. Estaba claro que allí no se aplicaba la severa disciplina del servicio de guardia en las legiones. Cuando la patrulla hubo pasado de largo, se levantaron del suelo y empezaron a trepar por la pendiente cubierta de hierba del terraplén. La rampa era pronunciada y Cato pronto empezó a jadear debido al esfuerzo del ascenso, y pensó en cuánto más duro sería llevando la armadura completa y todo el equipo en caso de que la segunda legión lanzara un ataque contra el poblado fortificado.
Llegaron a la cima del terraplén y volvieron a echarse al suelo. Ahora que verdaderamente se encontraba en las defensas, Cato se quedó aún más sobrecogido por su tamaño.
Un estrecho sendero recorría el primer terraplén y se extendía a ambos lados hasta allí donde le alcanzaba la vista bajo la luz de la luna. Al otro lado, el terreno caía abruptamente en declive para formar una profunda zanja antes de volver a elevarse hacia el segundo de los terraplenes. En el fondo de la zanja había unas extrañas líneas entrecruzadas que Cato no podía identificar del todo. Entonces se dio cuenta de lo que era. Una franja de afiladas estacas, clavadas en el suelo en ángulos diferentes, se hallaba a la espera de empalar a cualquier atacante que consiguiera llegar hasta allí. Sin duda el foso entre el segundo y tercer terraplén contenía más de aquellas siniestras puntas.
– ¡Vamos! -susurró Prasutago. Agachándose todo lo posible, cruzaron el camino de patrulla y bajaron por el terraplén, medio corriendo y medio deslizándose, con mucho cuidado de frenar su descenso cuando se aproximaron a las afiladas puntas que había en el fondo.
Las estacas estaban hábilmente colocadas, de modo que si uno conseguía sortear una de ellas se encontraría inmediatamente frente al extremo afilado de otra. Cualquier intento de cruzar en grupo a toda prisa acabaría en un baño de sangre, y Cato rezó para que Vespasiano tuviera la sensatez de no intentar un asalto directo. Si sobrevivía a aquella noche era vital que advirtiera al legado de los peligros a los que se iban a enfrentar sus legionarios.
Con el único impedimento de las capas que llevaban, Prasutago y Cato fueron avanzando con mucho cuidado entre las estacas y, sin hacer ruido, emprendieron el ascenso por el segundo terraplén. Era ligeramente más corto que el anterior y Cato llegó a la cima con las extremidades doloridas. Desde allí podían ver la empalizada en lo alto del tercer y último terraplén. Era difícil estar seguro en la oscuridad, pero Cato calculó que la pared de madera tenía como mínimo tres metros de altura; más que suficiente para frenar el avance de cualquier enemigo lo bastante insensato como para intentar un ataque directo. Una rápida mirada a ambos lados del camino no reveló la presencia de ningún enemigo, así que se deslizaron hacia el otro extremo y descendieron por el otro lado del terraplén, donde les esperaban más estacas al fondo. En cuanto las hubieron superado, Prasutago ya no inició el ascenso por la última pendiente, sino que fue avanzando a lo largo de su base durante un rato al tiempo que miraba continuamente hacia la empalizada.
Olieron el desagüe antes de verlo; un hediondo tufo a excrementos humanos y a residuos de comida en descomposición. Bajo sus pies, el suelo se volvió resbaladizo y se oía un ruido de succión a medida que seguían avanzando con sigilo. Alrededor de las estacas se habían formado unos negros charcos de inmundicia. Pronto los charcos dieron paso a una fétida ciénaga de desperdicios que inundaba la zanja y brillaba bajo la luz de la luna. Allí se alzaba un inmenso montón de basura y aguas residuales, como un enorme cono cuya base llenaba y desbordaba la zanja y cuyo vértice se fundía con un estrecho barranco que llegaba hasta la empalizada que se alzaba por encima de ellos.
Prasutago agarró al optio por el brazo y señaló el barranco. Cato asintió con un movimiento de la cabeza y ambos iniciaron el ascenso hacia la última línea de las defensas del poblado fortificado. Cuanto más alto trepaban, más intenso era el hedor. La atmósfera estaba tan cargada de él que Cato se atragantó al notar que la bilis le subía a la garganta. Trató desesperadamente de combatir sus ganas de vomitar, no fuera caso de que el ruido llamara la atención de alguien. Al final llegaron a la empalizada y descansaron junto al maloliente ribazo. Por encima del borde del barranco se había construido una pequeña estructura de madera que sobresalía a cierta distancia de la pared. En su base había una pequeña abertura cuadrada por la que se arrojaban las basuras y aguas residuales. No había señales de vida en lo alto de la empalizada, sólo se oía el distante barullo de los Durotriges que se estaban emborrachando. Prasutago volvió a bajar con cuidado al barranco, procurando afirmar los pies en el suelo resbaladizo. Se colocó justo debajo de la abertura, se agarró a la base de la empalizada que tenía frente a él y le hizo señas a Cato.
A Cato se le imaginó que en aquel momento se le ocurriera a algún Durotrige arrojar la basura encima del orgulloso Iceni y no pudo reprimir un bufido de risa. Prasutago lo miró furioso y señaló la abertura con la mano.
– Perdona -susurró Cato al tiempo que se abría paso hacia él-. Son los nervios.
– Quita capa -le ordenó Prasutago. Cato desabrochó el cierre y dejó caer la capa de Boadicea. Completamente desnudo en medio del aire frío, empezó a tiritar violentamente.
– ¡Arriba! -dijo Prasutago entre dientes-. Encima de mí. Cato puso las manos en los hombros del guerrero y se levantó hasta apoyar las rodillas a ambos lados de la cabeza de Prasutago. Luego se agarró con una mano al borde de la abertura. Debajo de él, Prasutago resoplaba a causa del esfuerzo que debía hacer para mantenerse erguido y por un instante se balanceó de forma alarmante. Cato alzó los brazos y se asió al armazón de madera. Lentamente fue subiendo hasta que consiguió sacar un codo por encima del borde, luego levantó rápidamente un pie. El resto fue fácil y se quedó jadeando sobre las tablas de madera, mirando fijamente hacia el corazón de la fortaleza que se extendía ante sus ojos.
Allí cerca había una amplia extensión de rediles levantados a toda prisa, llenos de ovejas y cerdos que hozaban tranquilamente en torno a la bazofia que les habían dejado amontonada en el interior de cada uno de los corrales. Un puñado de campesinos estaba atareado con la horca y metían forraje de invierno en un recinto en el que había caballos. A lo lejos, a la derecha, se alzaba todo un surtido de casas redondas con techos de paja y juncos, agrupadas en torno a una choza enorme, que estaba iluminada de manera inquietante por una inmensa hoguera que ardía en el amplio espacio abierto de enfrente. Había una gran multitud sentada en diversos grupos cerca del fuego, bebiendo y animando a un par de guerreros gigantescos que luchaban frente a las llamas y que proyectaban unas sombras alargadas que bailaban en el suelo. Mientras Cato observaba, uno de ellos fue derribado y un rugido surgió de los espectadores.
A la izquierda había un recinto aparte. A lo largo de la planicie se extendía una empalizada interior que tenía una única puerta. A cada lado de la puerta había un brasero, y de ellos emanaban unos refulgentes focos de luz. Cuatro Druidas, armados con largas lanzas de guerra, se calentaban en los braseros. A diferencia de sus aliados Durotriges, no estaban bebiendo y parecían mantenerse alerta.
Cato volvió a meter la cabeza por la abertura. -Volveré pronto. ¡Espérame aquí!
– Adiós, Romano.
– Volveré -susurró Cato con enojo.
– Adiós, Romano. Cato se puso en pie con cautela y descendió por la corta rampa que bajaba de la empalizada a los rediles de los animales. Unas cuantas ovejas levantaron la vista cuando pasó y lo observaron con el habitual recelo de una especie cuya relación con el hombre era totalmente parcial desde el punto de vista comestible. Cato vio una horca en el suelo junto a uno de los rediles y se inclinó para cogerla. El corazón le latía con fuerza y todo su ser le decía que se diera la vuelta y echara a correr.
Le hizo falta toda su fuerza de voluntad para seguir adelante, abriéndose camino lentamente hacia el recinto vigilado por los Druidas al tiempo que se mantenía lo más alejado posible de los campesinos. Si alguien trataba de entablar conversación con él, estaba perdido. Cato se detuvo en cada uno de los corrales, como si comprobara el estado de las bestias, y de vez en cuando les echaba un poco de comida fresca. Si acaso los animales se desconcertaron momentáneamente por las raciones extra, pronto se recuperaron de la impresión y se pusieron a comer.
La puerta del recinto de los Druidas estaba abierta y a través de ella Cato pudo distinguir unas cuantas chozas más pequeñas y más Druidas agachados en torno a pequeñas fogatas, todos ellos envueltos en sus capas negras. Pero la entrada era pequeña y, por tanto, le limitaba la visión. Cato se fue acercando a la puerta todo lo que se atrevió, siguiendo la línea de corrales hasta que estuvo a unos cincuenta pasos del recinto. De vez en cuando se arriesgaba a echar un vistazo a la entrada, procurando que no se notara que miraba. Al principio los guardias hicieron caso omiso de él, pero luego uno de ellos debió de decidir que Cato se estaba entreteniendo demasiado. El guardia levantó la lanza y empezó a andar despacio hacia él.
Cato se volvió hacia el redil más próximo, como si no hubiera visto al hombre, y se apoyó en la horca. El corazón le latía desbocado y sintió un temblor en los brazos que nada tenía que ver con el frío. Tenía que escapar, pensó, y casi pudo notar como el helado venablo de acero del extremo de la lanza del druida hendía la noche para alcanzarlo en la espalda mientras huía. Aquella idea lo llenó de terror. Pero, ¿y si el hombre le hablaba? Seguramente el final sería el mismo.
Oía ya las pisadas del druida, luego el hombre le dijo algo en voz alta. Cato cerró los ojos, tragó saliva y se dio la vuelta con toda la tranquilidad de la que fue capaz. Sería una verdadera prueba del disfraz de Prasutago; nunca en su vida se había sentido Cato tan Romano como entonces.
A no más de diez pasos de distancia el druida le gritó algo y con la lanza señaló hacia las apartadas chozas de los Durotriges. Cato se quedó ahí parado, mirándolo fijamente con los ojos como platos y asiendo con fuerza la horca. El druida volvió a dar un grito y caminó hacia Cato con enojo. Cuando Cato se quedó clavado en el sitio, petrificado y temblando, el druida lo hizo virar en redondo bruscamente y le propinó una patada en el trasero cuya fuerza lo apartó del recinto y lo empujó hacia los campesinos que se estaban ocupando de los otros animales. Los demás guardias de la puerta estallaron en un coro de risotadas cuando Cato se alejó como pudo a cuatro patas. Al verle las nalgas, el druida arrojó la lanza contra el joven y sólo falló porque Cato logró ponerse en pie y salir corriendo. El druida gritó algo a sus espaldas que volvió a suscitar las carcajadas de sus compañeros y luego se dio la vuelta y regresó a su puesto.
Cato siguió corriendo a través de los rediles hasta que estuvo seguro de que los Druidas no lo veían. En cuclillas, trató de recuperar el aliento, aterrorizado, si bien lleno de júbilo por haber logrado escapar. Había encontrado el recinto de los Druidas sin demasiados problemas, pero ahora tenía que hallar la manera de entrar en él. Se puso en pie y miró detenidamente por encima de los corrales, a través del vaho que despedían los animales apiñados, hacia la pared del recinto. A menos que la vista le engañara, la pared estaba levemente combada hacia fuera y la puerta se hallaba ligeramente a un lado. Si lograba acercarse por el pie de la empalizada del fuerte hasta el otro lado del saliente, tal vez encontrara el modo de saltar por encima del muro sin que los Druidas de la puerta lo vieran.
Cato volvió a transitar por los corrales y se encaminó hacia el desagüe hasta situarse a una distancia de sesenta metros de los Druidas. Alrededor de los rediles el suelo carecía de hierba y formaba una extensión de barro revuelto. Cato se echó boca abajo y, apretado contra el suelo, empezó a avanzar lentamente alrededor de los corrales hacia el lugar donde la pared del recinto se apoyaba en la empalizada. Las estacas de madera se habían acortado de manera que sus extremos quedaran alineados con los de la empalizada. Si había algún sitio por el que pudiera entrar al recinto, era ése.
Cato se obligó a avanzar despacio, evitando cualquier movimiento brusco que pudiera llamar la atención de los guardias. Si lo volvían a pillar ya no habría más juegos. Tuvo la sensación de que tardaba horas, pero Cato al fin llegó más allá de la curva del recinto, fuera de la vista de los guardias, y podía arriesgarse a ir corriendo hasta el ángulo que formaban los muros. Con un último vistazo rápido hacia ellos, se puso en pie y corrió la distancia que le quedaba hasta el lugar donde la pared conectaba con la empalizada, agachado y pegado a la sombra que proyectaba su base. Luego volvió a echar otro vistazo alrededor. No había señales de que le hubieran visto. Subió por la rampa a la empalizada y miró por encima de la pared.
Dentro del recinto había montones de Druidas, no solamente el puñado que él había divisado en torno a sus fogatas. Muchos de ellos estaban durmiendo en el suelo y Cato supuso que aún habrían más en las chozas que bordeaban el interior del recinto. Otros tantos estaban despiertos y trabajaban en unas estructuras de madera que no eran muy distintas de los armazones de las catapultas de la legión. Estaba claro que los Druidas estaban creando su propio y rudimentario tipo de maquinaria de guerra. Registró el recinto con la mirada, pero podría ser que la esposa y el hijo del general estuvieran en alguna de las chozas. Decidió no dejarse vencer por la desesperación, y volvió a escudriñar las cabañas. Ya casi se había dado por vencido cuando vio la jaula. junto a una de las chozas más grandes, medio oculta entre las sombras que proyectaban las superpuestas techumbres de paja y juncos, había una pequeña jaula de mimbre con unos barrotes de madera atravesados en la entrada. Detrás de los barrotes, apenas visibles bajo la pálida luz de la luna, había dos rostros que observaban el trabajo de los Druidas. Los guardias estaban apostados a ambos lados con sus lanzas apoyadas en el suelo.
A Cato le dio un vuelco el corazón cuando vio a los desdichados prisioneros. No había forma de llegar hasta ellos, era imposible. En cuanto intentara encaramarse a la pared para saltar al otro lado lo verían. Y aun en el caso de que, por el más increíble de los milagros, no lo vieran, ¿cómo iba a sacarlos de la jaula él solo? El destino había creído oportuno permitir que su intento de rescate llegara hasta ese punto, nada más.
Cato se desmoralizó, consciente de que no había forma de poder llegar hasta los rehenes sin que lo mataran. Siempre había sabido que aquella sería una misión inútil, pero no por ello pudo soportar con mayor facilidad la confirmación de que así era. No había nada más que pudiera hacer. Tenía que marcharse de ahí enseguida.
Volvió a encaminarse hacia el agujero del desagüe con el mismo cuidado con el que se había acercado al recinto. Cuando Cato estuvo seguro de que nadie lo observaba, se inclinó a través de la abertura.
– Prasutago… -dijo en un susurro. En la cuesta se alzó una sombra que se acercó a él con sigilo. Cuando el guerrero Iceni se hubo colocado bajo el agujero, Cato se dejó caer, no pudo agarrarse y cayó hacia el barranco. Un fuerte puño se cerró sobre su tobillo, tiró de él y lo frenó a apenas treinta centímetros por encima de los excrementos y la orina que bajaban por los empinados taludes. Prasutago lo arrastró hasta la hierba y al cabo de un momento se dejó caer a su lado.
– Gracias -le dijo Cato, jadeando-. Ya me veía con la mierda hasta las orejas.
– ¿Los encontraste?
– Sí -replicó Cato con amargura-. Los encontré.