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– Estoy seguro de que era por aquí -farfulló el centurión Macro al tiempo que miraba por un sombrío callejón que salía del muelle de Camuloduno-. ¿Alguna idea?
Los otros tres intercambiaron unas miradas y golpearon el suelo con los pies. junto a Cato, el joven optio de Macro, había dos mujeres jóvenes, nativas de la tribu de los Iceni, cálidamente envueltas en unas magníficas capas de invierno con ribetes de piel. Habían sido educadas por unos padres que hacía tiempo que habían previsto el día en que los césares extenderían los límites de su imperio y ocuparían Britania. Desde pequeñas, las muchachas habían aprendido latín de un esclavo culto importado de la Galia. Como consecuencia de ello el latín que hablaban tenía un acento musical, un efecto que Cato encontraba muy agradable al oído.
– Oye, tú -protestó la chica de más edad-. Dijiste que nos llevarías a una taberna cómoda y acogedora. No voy a pasarme la noche andando arriba y abajo por las calles heladas hasta que tú encuentres exactamente la que buscas. Entraremos en la próxima que veamos, ¿de acuerdo? -Se volvió hacia su amiga y Cato con una mirada feroz que exigía su aprobación. Ambos asintieron con la cabeza sin tardar.
– Tiene que ser por aquí -respondió rápidamente Macro-. Sí, ahora me acuerdo. Éste es el sitio.
– Será mejor que lo sea. Si no, nos vas a llevar a casa.
– Está bien -Macro levantó una mano apaciguadora-. Vamos.
Con el centurión en cabeza, el pequeño grupo avanzó con pasos que crujían por el estrecho callejón, formado a ambos lados por las oscuras chozas y casas de los trinovantes vecinos del lugar. La nieve había seguido cayendo durante todo el día y sólo había cesado de nevar poco después de anochecer. Camuloduno y el paisaje circundante estaban cubiertos por un grueso manto de un blanco reluciente y la mayoría de la gente estaba dentro de las casas, arrimada a la humeante lumbre. Sólo los más fuertes de entre los jóvenes lugareños se sumaron a los soldados en busca de antros donde poder pasar la noche disfrutando de la bebida, los cantos estentóreos y, con un poco de suerte, alguna pelea. Los soldados, provistos de bolsas repletas de monedas, se acercaban paseando a la ciudad desde el amplio campamento que se extendía al otro lado de la puerta principal de Camuloduno. Cuatro legiones (más de veinte mil hombres) esperaban el paso del invierno en unas burdas chozas de madera y turba, aguardando con impaciencia la llegada de la primavera para que así pudiera reanudarse la campaña para conquistar la isla.
Había sido un invierno especialmente riguroso y los legionarios, encerrados en su campamento y obligados a arreglárselas con una monótona dieta a base de cebada y guisos hechos con las verduras de la estación, estaban inquietos. Sobre todo desde que el general les había adelantado una parte de la donación que el emperador Claudio entregó al ejército. Dicha bonificación se concedió para celebrar la derrota del comandante Britano, Carataco, y la caída de su capital en Camuloduno. Los habitantes de la ciudad, la mayoría de los cuales se dedicaban a algún tipo de negocio, se habían recuperado rápidamente del golpe de esa derrota y habían aprovechado la oportunidad de desplumar a los legionarios acampados a sus puertas.
Se habían abierto varias tabernas para proporcionar a los legionarios todo un abanico de brebajes locales, así como de vino transportado en barco desde el continente por aquellos mercaderes dispuestos a arriesgar sus embarcaciones en los mares invernales a cambio de unos precios elevados.
Los lugareños que no estaban sacando dinero de sus nuevos amos miraban con desagrado a los extranjeros borrachos que salían de las tabernas y volvían a casa tambaleándose, cantando a voz en cuello y vomitando ruidosamente en las calles. Al final, a los ancianos de la ciudad se les acabó la paciencia y enviaron una comisión para que hablara con el general Plautio. Le pidieron con educación que, en interés de los recientes lazos de alianza que se habían forjado entre los Romanos y los trinovantes, tal vez fuera mejor que a los legionarios no se les permitiera más la entrada a la ciudad. Aunque comprendía la necesidad de mantener una buena relación con los habitantes del lugar, el general sabía también que se exponía a un motín si les negaba a sus soldados un desfogue a las tensiones que siempre se generaban durante los largos meses que pasaban en los cuarteles de invierno. Por lo tanto, se llegó a un acuerdo y se racionó el número de pases distribuidos a los soldados. Como consecuencia de ello, los soldados estaban aún más decididos a correrse una juerga salvaje cada vez que se les permitía ir a la ciudad.
– ¡Hemos llegado! -exclamó Macro triunfalmente-. Ya os dije que era aquí.
Se encontraban ante la pequeña puerta tachonada de un almacén construido en piedra. Una ventana con postigos atravesaba la pared unos pocos pasos callejón arriba. Un cálido resplandor rojizo rodeaba el borde de los postigos y se oía el alegre barullo de las vocingleras conversaciones en el interior.
– Al menos no hará frío -dijo la chica más joven en voz baja-. ¿Tú qué crees, Boadicea?
– Creo que más vale que sea como dices -replicó su prima, y llevó la mano al pestillo de la puerta-. Venga, entremos.
Horrorizado ante la perspectiva de que una mujer lo precediera al entrar en una taberna, Macro se metió torpemente entre ella y la puerta.
– Esto, permíteme, por favor. -Sonrió, tratando de fingir buenos modales. Abrió la puerta y agachó la cabeza bajo el marco. Su pequeño grupo lo siguió. La cálida atmósfera viciada, cargada de humo, envolvió a los recién llegados y el resplandor de la lumbre y de varias lámparas de sebo parecía extremamente brillante comparado con la oscuridad del callejón. Unas cuantas cabezas se volvieron para inspeccionar a los que acababan de llegar y Cato vio que muchos de los clientes eran legionarios fuera de servicio, vestidos con gruesas túnicas y capas militares de color rojo.
– ¡Vuelve a poner la madera en el agujero -gritó alguien antes de que se nos congelen las pelotas!
– ¡Cuida tu lenguaje! -le respondió Macro con enojo-. ¡Hay damas presentes!
Hubo todo un coro de abucheos por parte de los demás clientes.
– ¡Ya lo sabemos! -exclamó riendo un legionario cercano a la vez que le tocaba el culo a una camarera que pasaba con un montón de jarras vacías. Ella soltó un grito y se dio la vuelta rápidamente para dejar caer una hiriente bofetada antes de largarse al mostrador situado en el extremo más alejado de la taberna. El legionario se frotó la colorada mejilla y volvió a reírse.
– ¿Y tú recomiendas este lugar? -preguntó Boadicea entre dientes.
– Dale una oportunidad. Yo me lo pasé fenomenal la otra noche. Tiene ambiente, ¿no te parece?
– No hay duda de que lo tiene -dijo Cato-. Me pregunto cuánto rato pasará antes de que empiece una bronca.
Su centurión le lanzó una mirada sombría antes de volverse hacia las dos mujeres.
– ¿Qué vais a tomar, señoras?
– Asiento -contestó Boadicea de manera cortante-. Un asiento sería ideal, por ahora.
Macro se encogió de hombros. -Encárgate de ello, Cato. Busca un lugar tranquilo. Yo traeré las bebidas.
Mientras Macro se abría camino entre la multitud hacia la barra, Cato echó un vistazo a su alrededor y vio que el único sitio que quedaba libre era una desvencijada mesa de caballetes flanqueada por dos bancos justo al lado de la puerta por la que acababan de entrar. Echó hacia atrás el extremo de uno de los bancos e inclinó la cabeza.
– Aquí tenéis, señoras. Boadicea torció el gesto ante aquella pieza de mobiliario tan toscamente tallada que le ofrecían, y tal vez se hubiera negado a sentarse si su prima no se hubiera apresurado a darle un suave empujón. La mujer más joven se llamaba Nessa, una Iceni de cabellos castaños, ojos azules y mejillas redondas. Cato era perfectamente consciente de que su centurión y Boadicea habían procurado que ella los acompañara para distraerlo mientras la pareja de más edad continuaba con su peculiar relación.
Macro y Boadicea se habían conocido poco después de la caída de Camuloduno. Dado que los Iceni eran en teoría neutrales en la guerra entre Roma y la confederación de tribus que oponían resistencia a los invasores, Boadicea sentía más curiosidad que hostilidad hacia los hombres provenientes del gran imperio situado al otro lado del mar. Los ancianos de la ciudad se habían apresurado a congraciarse con sus nuevos gobernantes y sobre el campamento Romano llovieron las invitaciones a fiestas. Hasta se solicitaba la asistencia de centuriones subalternos como Macro. En la primera de aquellas noches había conocido a Boadicea. Al principio su carácter directo lo había horrorizado; los celtas parecían tener una actitud desagradablemente igualitaria hacia el bello sexo. Al encontrarse al lado de un centurión que a su vez se hallaba junto a un barril de la cerveza más fuerte de todas con las que se había topado, Boadicea lo acribilló a preguntas sobre Roma sin perder ni un minuto. En un primer momento su abierto acercamiento llevó a Macro a considerarla otra más de las mujeres de rostro caballuno que formaban mayoría dentro de la clase alta britana. Pero poco a poco, a medida que soportaba su interrogatorio, puso cada vez menos interés en la cerveza A regañadientes primero y más de buen grado después -mientras que, con astucia, la muchacha lo hacía entrar en una discusión más expansiva-, Macro habló con ella como nunca antes lo había hecho con una mujer.
Hacia el final de la noche supo que quería volver a ver a aquella alegre Iceni y, con voz entrecortada, le pidió que volvieran a encontrarse. Ella aceptó con mucho gusto y lo invitó a una fiesta que daban sus familiares la noche siguiente. Macro fue el primer invitado que hizo acto de presencia y se quedó de pie en incómodo silencio junto al banquete de carnes frías y cerveza tibia hasta que llegó Boadicea. Luego vio con horror que ella lo igualaba con una copa tras otra. Antes de que se diera cuenta, ella ya le había pasado el brazo por los hombros con un palmetazo y lo apretaba firmemente contra sí. Al echar un vistazo a su alrededor, Macro observó el mismo desparpajo en las otras mujeres celtas y estaba tratando de resignarse a las extrañas costumbres de aquella nueva cultura cuando Boadicea le plantó un beso borracho en los labios.
Momentáneamente asustado, Macro intentó zafarse de su fuerte abrazo, pero la muchacha, por error, había interpretado sus contorsiones como muestra de su ardor y se limitó a agarrarlo con más fuerza. De manera que Macro cedió, le devolvió el beso, y en las ebrias alas de la pasión se habían dejado caer bajo una mesa en un rincón oscuro y se habían pasado el resto de la noche manoseándose. Tan sólo los debilitantes efectos secundarios de la cerveza impidieron la consumación de su atracción mutua. Boadicea se portó como era debido y no exageró la importancia del asunto.
Desde aquel momento siguieron viéndose casi a diario y a veces Macro invitaba a Cato a que los acompañara, sobre todo por un sentimiento de lástima por el chico, que recientemente había visto morir a su primer amor a manos de un aristócrata Romano traidor. Debido a la contagiosa sociabilidad de Boadicea, Cato, callado y tímido al principio, lentamente se había ido mostrando menos reservado y ahora los dos podían pasarse horas conversando. Macro tuvo la sensación de ir quedando excluido poco a poco. A pesar de que Boadicea afirmaba mantener relaciones únicamente con personas adultas, Macro no estaba convencido de ello. De ahí la presencia de Nessa, a sugerencia de Macro. Una chica a la que Cato pudiera dedicarse mientras él seguía cortejando a Boadicea.
– ¿Tu centurión frecuenta a menudo lugares como éste?
– preguntó Boadicea.
– No siempre son tan agradables. -Cato sonrió-. Deberías sentirte honrada.
A Nessa se le escapó el tono irónico y resopló con indignación ante la sugerencia de que cualquier persona sensata tuviera que considerar un privilegio que la llevaran a un antro como aquél. Los otros dos pusieron los ojos en blanco.
– ¿Cómo te las arreglaste para que te dieran permiso para salir? -le preguntó Cato a Boadicea-. Creí que a tu tío le iba a dar un ataque la noche que tuvimos que llevarte a casa.
– Estuvo a punto. El pobre ya no ha sido el mismo desde entonces y sólo accedió a dejarnos salir y pasar la noche en casa de unos primos lejanos siempre y cuando nos acompañara alguien.
Cato frunció el ceño.
– ¿Y dónde está la escolta?
– No lo sé. La perdimos entre el gentío cerca de las puertas de la ciudad.
– ¿A propósito?
– Claro. ¿Por quién me tomas?
– No me atrevería a decirlo.
– Muy sensato por tu parte. -¡Probablemente Prasutago se estará meando encima de preocupación! -Nessa soltó una risita-. Podéis apostar que nos estará buscando en todas las tabernas que se le vengan a la cabeza.
– Con lo cual estamos bastante seguras, puesto que a mi querido pariente por cierto) no se le ocurrirá pensar en este lugar. Dudo que nunca se haya aventurado a entrar en los callejones de detrás del muelle. Estaremos bien.
– ¡Si nos encuentra -Nessa abrió unos ojos como platos- se pondrá como loco! Recuerda lo que le hizo a ese muchacho de los atrebates que intentó flirtear con nosotras. ¡Pensé que Prasutago iba a matarle!
– Lo habría hecho si yo no me lo hubiera llevado a rastras. Cato cambió de posición nerviosamente.
– ¿Este pariente vuestro es un tipo grandote?
– ¡Enorme! -Nessa se rió-. Si! «Enorme» es la palabra adecuada.
– Con un cerebro inversamente proporcional a su físico -añadió Boadicea--. De modo que ni se te ocurra intentar razonar con él si entra aquí. Tú echa a correr.
– Entiendo.
Macro volvió del mostrador con los brazos en alto para mantener la jarra y las copas por encima de la multitud. Las depositó en la rugosa superficie de la mesa y cortésmente llenó de vino tinto hasta el borde todas las tazas de cerámica.
– ¡Vino! -exclamó Boadicea-. Sabes cómo mimar a una dama, centurión.
– Se ha terminado la cerveza -explicó Macro-. Esto es lo único que les queda, y no es que sea barato precisamente. Así que apurad las copas y disfrutad.
– Mientras podamos, señor.
– ¿Eh? ¿Qué pasa, chico?
– Estas señoritas están aquí sólo porque se escabulleron de un pariente bastante corpulento que probablemente ahora mismo las esté buscando, y no de muy buen humor.
– No me sorprende, en una noche como ésta. -Macro se encogió de hombros-. De todos modos, hemos tenido suerte. Tenemos fuego, bebida y buena compañía. ¿Qué más se puede pedir?
– Un asiento junto a la lumbre -repuso Boadicea.
– Venga, brindemos. -El centurión alzó su taza-. ¡Por nosotros! -Macro se llevó el vaso a los labios, se bebió el vino de un solo trago y volvió a bajar la taza de golpe-. ¡Ahhhh! ¡Esto sí que sienta bien! ¿Quién quiere más?
– Un momento. -Boadicea siguió su ejemplo y apuró su copa.
Cato conocía sus limitaciones respecto al vino y dijo que no con la cabeza.
– Como quieras, muchacho, pero el vino funciona igual de bien que un golpe en la cabeza para ayudarte a olvidar los problemas.
– Si usted lo dice, señor. -Sí que lo digo. Especialmente si tienes que dar malas noticias. -Macro miró hacia el otro lado de la mesa, a Boadicea.
– ¿De qué noticias hablas? -preguntó ella con acritud.
– Van a mandar a la legión al sur. -¿Cuándo? -Dentro de tres días. -No había oído nada al respecto -dijo Cato-. ¿Qué pasa? -Supongo que el general quiere utilizar la segunda legión para cortarle cualquier ruta de escape a Carataco al sur del Támesis. Las otras tres legiones pueden despejar el terreno al norte del río.
– ¿El Támesis? -Boadicea puso mala cara-. Eso está muy lejos. ¿Y cuándo va a volver tu legión?
Macro estaba a punto de ofrecer una respuesta fácil y tranquilizadora cuando vio la apenada expresión del rostro de Boadicea. Se dio cuenta de que la manera más adecuada de actuar en esa situación era ser sincero. Era mucho mejor que Boadicea supiera la verdad en aquel momento y no que luego estuviera resentida con él.
– No lo sé. Tal vez dentro de unas cuantas campañas mas, tal vez nunca. Todo depende de cuánto tiempo siga luchando Carataco. Si logramos aplastarlo rápidamente, la provincia se puede colonizar enseguida. El caso es que ese cabrón artero no deja de asaltar nuestras líneas de abastecimiento y mientras tanto trata de negociar con otras tribus para que se unan a él y nos opongan resistencia.
– No puedes culparlo por luchar bien. -Puedo hacerlo si eso nos obliga a estar separados. -Macro le tomó la mano y le dio un apretón cariñoso-. Así que esperemos que sea lo bastante inteligente como para darse cuenta de que nunca podrá ganar. Entonces, cuando la provincia se haya pacificado, conseguiré un permiso y vendré a buscarte.
– ¿Esperas que la provincia se calme así de rápido? -Boadicea montó en cólera-. ¡Por Lud! ¿Cuándo aprenderéis los Romanos? Carataco sólo está al frente de las tribus que se encuentran bajo el dominio de los catuvelanios. Existen muchas otras tribus, la mayoría de ellas demasiado orgullosas para dejarse conducir a la batalla por otro jefe, y sin duda demasiado orgullosas para someterse mansamente al Imperio Romano. Mira el caso de nuestra propia tribu. -Boadicea hizo un gesto hacia Nessa y hacia ella-. Los Iceni. No conozco a ningún guerrero a quien se le haya ocurrido convertirse en súbdito de vuestro emperador Claudio. Cierto es que habéis intentado buscar el apoyo de nuestros jefes con promesas de alianza y de una parte del botín que se obtenga de aquellas tribus a las que Roma derrote en el campo de batalla. Pero os lo advierto, en el momento en que tratéis de convertiros en nuestros amos y señores, Roma pagará un alto precio con la sangre de sus legiones…
Su voz se había hecho bastante estridente y por un instante sus ojos refulgieron desafiantes en dirección al otro lado de la mesa. Los clientes de los bancos vecinos se volvieron a mirar y la conversación se acalló unos breves instantes. Luego las cabezas volvieron a girarse y el volumen volvió a incrementarse paulatinamente. Boadicea se sirvió otra taza de vino y se la bebió toda antes de proseguir, en voz más baja.
– Esto también es válido para la mayoría de las demás tribus: Créeme.
Macro se la quedó mirando fijamente y asintió lentamente con la cabeza a la vez que volvía a cogerle la mano y la sostenía con delicadeza en la suya.
– Lo siento. No era mi intención ofender a tu gente. En serio. No sé expresarme demasiado bien.
Los labios de Boadicea se alzaron en una sonrisa.
– No importa, lo compensas de otras maneras.
Macro se volvió a mirar a Cato. -¿Crees que podrías llevarte a esta muchacha al mostrador un rato? Mi dama y yo tenemos que hablar.
– Sí, señor. -Cato, consciente de lo que era necesario hacer en aquella situación, se levantó rápidamente del banco y le ofreció el brazo a Nessa. La joven miró a su prima, quien le hizo un leve gesto con la cabeza.
– Está bien. -Nessa esbozó una sonrisa burlona-. Ten cuidado, Boadicea, ya sabes cómo son estos soldados.
– Sa! ¡Sé cuidarme sola! Cato no lo dudaba. Había llegado a conocer a Boadicea bastante bien durante los meses de invierno y comprendía perfectamente a su centurión. Condujo a Nessa a través de la multitud de bebedores hacia el mostrador. El camarero, un viejo galo a juzgar por su acento, había prescindido de las modas Romanas del continente y vestía una túnica muy estampada sobre cuyos hombros descansaban sus trenzas. Estaba enjuagando unas tazas en una tina de agua sucia y levantó la vista cuando Cato golpeó el mostrador con una moneda. Al tiempo que se secaba las manos en el delantal, se acercó arrastrando los pies y arqueó las cejas.
– Dos vasos de vino caliente -pidió Cato antes de tener en cuenta a Nessa-. ¿De acuerdo?
Ella dijo que sí con la cabeza y el camarero cogió dos tazas y se dirigió a un abollado caldero de bronce que estaba apoyado en una rejilla ennegrecida encima de unas brasas que resplandecían débilmente. El vapor salía del interior formando volutas y, incluso desde donde estaba, Cato percibió el aroma de las especias por encima de la cerveza y de los agrios olores a humanidad subyacentes. Cato, alto y delgado, miró por encima del hombro a su compañera Iceni mientras ella observaba con avidez cómo el galo hundía un cucharón en el caldero para agitar la mezcla. Cato frunció el ceño. Sabía que debía tratar de entablar conversación, pero eso nunca se le había dado bien, pues siempre temía que lo que dijera sonara poco sincero o simplemente estúpido. Además, no tenía ganas. No es que Nessa no fuera atractiva (sobre su personalidad sólo podía hacer conjeturas), era tan sólo que aún lloraba la muerte de Lavinia.
La pasión que había sentido por Lavinia corría por sus venas como el fuego, incluso después de que ella lo hubiese traicionado y se hubiera metido corriendo en la cama de ese cabrón de Vitelio. Antes de que Cato pudiera aprender a despreciarla, Vitelio había involucrado a Lavinia en un complot para matar al emperador y la había asesinado a sangre fría para no dejar rastro. A Cato le vino a la cabeza una imagen de la oscura cabellera de Lavinia cubriéndose con la sangre que manaba de su garganta cortada y le entraron ganas de vomitar. La echaba de menos más que nunca.
Toda la pasión que le quedaba le servía para alimentar un violento odio hacia el tribuno Vitelio, un odio tan profundo que no había venganza que pudiera considerarse demasiado terrible. Pero Vitelio había regresado a Roma con el emperador después de haber salido como un héroe de su frustrado intento de asesinato. En cuanto se vio claro que los guardaespaldas del emperador iban a salvar a su amo, Vitelio había caído sobre el asesino y había acabado con él. Ahora el emperador consideraba al tribuno como su salvador, para quien ningún honor o recompensa podían constituir suficiente muestra de gratitud. Con la mirada perdida en un segundo plano, la expresión de Cato se endureció hasta convertirse en un implacable rostro de labios apretados que asustó a su compañera.
– ¿Qué diablos te pasa?
– ¿Eh? Lo siento. Estaba pensando.
– No creo que quiera saber en qué.
– No tenía nada que ver contigo.
– Eso espero. Mira, ya viene el vino. El galo volvió al mostrador con dos tazas humeantes cuyo intenso aroma excitó incluso el paladar de Cato. El galo tomó la moneda que Cato le había dado y se dirigió de nuevo hacia su tina de enjuagar.
– ¡Eh! -exclamó Cato-. ¿Qué hay de mi cambio?
– No hay cambio -farfulló el galo por encima del hombro-. Es lo que vale. El vino escasea, por culpa de las tormentas.
– Aun así…
– ¿No te gustan mis precios? Pues te vas a la mierda y te buscas otro lugar en el que beber.
Cato notó que se ponía lívido y que apretaba los puños de ira. Abrió la boca para gritar y a duras penas consiguió evitar ponerse hecho una furia y paliar el deseo de hacer pedazos a ese hombre. Cuando recuperó el dominio de sí mismo se sintió horrorizado ante semejante suspensión del raciocinio del que él se enorgullecía. Se avergonzó y echó un vistazo a su alrededor para ver si alguien había notado lo cerca que había estado de hacer el ridículo. Sólo una persona estaba mirando en su dirección, un fornido galo apoyado en el otro extremo del mostrador. Miraba a Cato con detenimiento y había llevado una mano hacia el mango de una daga que le colgaba del cinturón dentro de una vaina forrada de metal. Sin duda era el matón a sueldo del viejo galo. Cruzó una mirada con el optio y levantó la mano para hacerle un gesto admonitorio con el dedo, esbozando una leve sonrisa de desprecio al tiempo que advertía al joven que se comportara.
– Cato, hay sitio junto al fuego. Vamos. -Nessa lo empujó suavemente para alejarse del mostrador y dirigirse hacia la chimenea de ladrillos donde unos troncos recién puestos silbaban y crepitaban. Cato se resistió a su contacto un instante pero luego cedió. Se abrieron paso entre la clientela con cuidado de no derramar el vino caliente y se sentaron en dos taburetes bajos junto a otro puñado de personas que buscaban el calor del fuego.
– ¿A qué venía todo eso? -preguntó Nessa-. Tenías un aspecto que daba miedo, ahí en el mostrador.
– ¿Ah, sí? -Cato se encogió de hombros y a continuación sorbió cuidadosamente el contenido de su taza humeante.
– Sí. Creí que ibas a echártele encima.
– Iba a hacerlo.
– ¿Por qué? Boadicea me dijo que eras un tipo tranquilo.
– Lo soy. -Entonces, ¿por qué?
– ¡Es una cuestión personal! -replicó Cato con brusquedad. Rápidamente se ablandó-. Lo lamento, no quería decirlo así. Es que no quiero hablar de ello.
– Entiendo. Pues hablemos de otra cosa.
– ¿De qué?
– No sé. Piensa tú en algo. Lo que te parezca.
– De acuerdo, dime, ese primo de Boadicea, Prasutago, ¿de verdad es tan peligroso como parece?
– Peor. No es simplemente un guerrero. -Cato se percató de la asustada expresión de su rostro-. Tiene otros poderes.
– ¿Qué clase de poderes?
– No… no puedo decirlo. -¿Boadicea y tú vais a correr algún peligro cuando él os encuentre de nuevo?
Nessa lo negó con un movimiento de cabeza al tiempo que tomaba unos sorbos de su taza y derramaba unas cuantas gotas de vino en la delantera de su capa, donde por un momento brillaron con el reflejo de la luz del hogar antes de calar en el tejido.
– Oh, no, se pondrá colorado y gritará un poco, pero no pasará de ahí. En cuanto Boadicea le mire cariñosamente se pondrá de lado y esperará que le haga cosquillas en la tripa.
– Entonces, ¿ella le gusta?
– Tú lo has dicho. Le gusta demasiado.
– Nessa estiró el cuello para mirar a su amiga que, al otro lado de la estancia, estaba inclinada sobre la mesa y acunaba la mejilla de Macro en la palma de la mano. Se volvió de nuevo hacia Cato y le susurró en tono confidencial, como si Boadicea pudiera oírla de algún modo-: Entre nosotros, he oído que Prasutago está completamente enamorado de ella. Va a escoltarnos hasta nuestro pueblo en cuanto llegue la primavera. No me sorprendería que aprovechara la ocasión para pedirle permiso al padre de Boadicea para casarse con ella.
– ¿Y ella qué siente por él?
– Bueno, aceptará, por supuesto.
– ¿En serio? ¿Por qué?
– No ocurre todos los días que a una chica le pida en matrimonio el próximo gobernador de los Iceni.
Cato asintió con un lento movimiento de cabeza. Boadicea no era la primera mujer que había conocido que anteponía el ascenso social a la propia satisfacción emocional. Cato decidió que no le diría nada de todo eso a su centurión. Si Boadicea iba a plantar a Macro para casarse con otro, se lo podía contar ella misma.
– Es una pena. Ella se merece algo mejor. -Por supuesto que sí. Por eso tiene un lío con tu centurión. No me extraña que quiera divertirse todo lo posible, mientras pueda. Dudo que Prasutago le dé demasiada libertad cuando estén casados.
A sus espaldas sonó un repentino estrépito. Cato y Nessa se dieron la vuelta y vieron que la puerta de la taberna se había abierto de una patada. En ella apareció uno de los hombres más corpulentos que Cato había visto nunca. Cuando el hombre se enderezó, con bastante torpeza, su cabeza topó con el techo de paja. Con una furiosa maldición en su lengua materna, agachó la testa y avanzó hasta un punto donde pudiera ponerse derecho y desde allí miró detenidamente a los clientes. Medía más de metro ochenta y su anchura iba en concordancia a su altura. Los prominentes músculos bajo la vellosa piel de sus antebrazos hicieron que Cato tragara saliva cuando, con una angustiosa sensación de indefectibilidad, supuso quién era el recién llegado.