174087.fb2 Las Garras Del ?guila - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

Las Garras Del ?guila - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

CAPÍTULO VI

Se pasaron todo el día siguiente reforzando las fortificaciones del campamento principal de la legión y construyendo toda una serie de puestos de avanzada al norte, dominando el Támesis, y al oeste, para protegerse de las incursiones por parte de los Durotriges. La mañana siguiente a su llegada, un grupo de jinetes que provenía de la dirección en la que se encontraba Calleva se aproximó al campamento. Al instante se convocó a la cohorte de guardia en las defensas, y se hizo llegar al legado la noticia de los jinetes. Vespasiano acudió a toda prisa a la torre de guardia y, con la respiración agitada después de trepar por la escalera, dirigió la mirada ladera abajo. La pequeña columna de jinetes trotaba con toda tranquilidad hacia la puerta y justo detrás de la cabeza de la columna ondeaban un par de estandartes, en uno de ellos aparecía la serpiente britana Y el otro llevaba la insignia de un destacamento de vexilarios Romanos de la vigésima legión.

Un crujido en la escalera anunció la llegada del tribuno superior de la legión. Hacía poco que Cayo Plinio había sido designado para el cargo en sustitución de Lucio Vitelio, que en aquellos momentos ya se encontraba de camino a Roma y hacia una brillante carrera como favorito del emperador.

– ¿Quién es, señor? -Verica, me imagino.

– ¿Y los nuestros? -Su guardia personal. El general Plautio mandó a una cohorte de la vigésima para dar más peso a Verica cuando reclamara el trono. -Vespasiano sonrió-. Por si acaso los atrebates decidían que serían más felices sin su nuevo gobernante. Será mejor que veamos lo que quieren.

El portón de madera toscamente tallada se abrió hacia dentro para dejar entrar a los jinetes. A un lado del revuelto sendero, en el suelo enfangado, una centuria reunida a toda prisa se alineó para dar la bienvenida a los invitados. A la cabeza de la columna iba un individuo alto de largos y sueltos cabellos canos. Verica había sido un hombre impresionante en su juventud, pero la edad y los años de preocupación en el exilio lo habían convertido en una débil y encorvada figura que desmontó cansinamente de su caballo para saludar a Vespasiano.

– ¡Bienvenido, señor! -saludó Vespasiano y, tras una ligerísima vacilación, Plinio siguió el ejemplo de su legado, tragándose su aversión a semejante deferencia hacia un mero nativo, aunque soberano de su pueblo. Verica caminó con rigidez hacia el legado y estrechó el antebrazo tendido hacia él.

– ¡Saludos, legado! Confío en que el invierno os haya tratado bien a tus hombres y a ti.

– No ha acabado del todo con nosotros. -Vespasiano señaló con un gesto de la cabeza el barro resbaladizo que tenían en torno a ellos.

– ¡Va con la hierba! -Verica sonrió, satisfecho con su chiste. Luego se volvió hacia los jinetes, cuyas nerviosas bestias se movían impacientes y resoplaban en aquel entorno desconocido-. ¡Centurión! Si eres tan amable, diles a los soldados que desmonten. Luego reúnete con nosotros, por favor.

Un oficial Romano que estaba junto al portaestandarte de los vexilarios saludó y dio la orden rápidamente.

Vespasiano se volvió hacia su tribuno superior.

– Plinio, asegúrate de que les den alguna cosa para que entren en calor.

– Sí, señor. -Gracias, legado -dijo Verica con una sonrisa--. Yo también agradecería un trago. Creo recordar que le tomé cierto cariño a un vino de Falerno que tenías la última vez que nos vimos.

– Por supuesto, señor. Todavía me queda un poco. -Vespasiano se obligó a sonreír.

En sus almacenes privados sólo quedaba una exigua cantidad de aquel excelente añejo, y le molestaba tener que compartirlo. Pero las órdenes del general Plautio habían sido explícitas: tenían que esforzarse al máximo para seguir en perfectas relaciones con los aliados que Roma se había ganado entre las tribus de aquella isla. La invasión tenía tantas posibilidades de éxito como de fracaso debido a la mezquindad de Roma a la hora de asignar tropas para dicha tarea. Plautio no se atrevía a avanzar sin estar seguro de que las tribus leales a Roma le guardaban los flancos. De manera que todo soldado de su ejército, sin tener en cuenta su rango, tenía que comportarse con la mayor de las cortesías con las tribus aliadas de Roma o sufrir la ira del general. Eso incluía tener que ofrecerles vino de Falerno a personas que juzgaban una bebida puramente por su capacidad de embriagar.

– Supongo que ya conoces al centurión Publio Polio Albino, ¿no? -Verica alzó la mano para señalar al oficial que se acercaba a ellos a grandes zancadas. El centurión dirigió un rápido saludo al legado y se cuadró al lado del rey.

– Centurión. -Vespasiano lo saludó con la cabeza antes de volverse de nuevo hacia su invitado.

– Albino es uno de nuestros mejores soldados. Confío en que le esté proporcionando un buen servicio.

– No me puedo quejar. Vespasiano miró a Albino, pero la expresión del centurión no se inmutó ante el poco menos que exagerado elogio, justificando así que el general lo hubiese seleccionado a él para una misión que requería un alto grado de diplomacia y tolerancia.

– ¿Cómo va el entrenamiento de sus hombres, señor? -Bastante bien. -Verica se encogió de hombros; era evidente que no le preocupaban excesivamente los esfuerzos de Roma para dotar a su régimen de un eje central estable-. Soy demasiado viejo para que me interesen demasiado los asuntos militares. Pero yo diría que el centurión Albino está haciendo un buen trabajo. Tomando en cuenta la calidad del personal que os proporcionan los atrebates, no deberíais tener muchos problemas en crear un cuerpo de soldados eficaz que imponga mi voluntad, ¿eh, centurión?

– No tengo motivos de queja, señor. Vespasiano le lanzó una mirada de advertencia, pero el centurión dirigía su vista al frente, impertérrito.

– Sí, bueno, creo que podríamos retirarnos a la más cálida comodidad de mis tiendas. Si sois tan amables de seguirme.

Sentados alrededor de un brasero de bronce, con un leño recién puesto que crepitaba en las brasas, Vespasiano y sus dos invitados tomaban vino a sorbos en copas de plata y se empapaban del calor. En torno a ellos, los terrones de barro ensuciaban el magnífico estampado de las alfombras tejidas que había esparcidas sobre los paneles de madera del suelo, y Vespasiano maldijo en su fuero interno la necesidad de ser tan absolutamente fiel a las órdenes de su comandante con respecto a la hospitalidad hacia los nativos. -¿Cómo está el general Plautio? -preguntó Verica al tiempo que se inclinaba para acercarse al brasero.

– Está bien, señor. Os manda afectuosos recuerdos y confía en que gocéis de buena salud.

– ¡Oh, estoy seguro de que está muy preocupado por ello! -Verica soltó una risita--. No sería muy amable por mi parte el morirme ahora. Los atrebates no derramaron ni una sola lágrima cuando Carataco me echó a patadas, y no se puede decir que acogieran mi retorno, acompañado de guardaespaldas Romanos, con afecto. Quienquiera que me suceda haría mejor afirmando su lealtad a Carataco en lugar de a vuestro emperador Claudio si es que quiere ganarse el corazón de su pueblo.

– ¿De verdad los atrebates estarían dispuestos a arriesgarse a las terribles consecuencias de permitir que un hombre como ése reclame su trono?

– Mi trono es mío porque lo dice vuestro emperador -fue la queda respuesta.

Vespasiano creyó detectar un dejo de amargura en el tono del anciano. Si Verica fuese más joven, eso le hubiera causado cierta preocupación al legado. Pero su avanzada edad parecía haber generado un deseo por la paz y sofocado la ardiente ambición que había acicateado los brillantes logros de juventud de Verica. El rey Britano dio un sorbo a su vino antes de seguir hablando.

– Roma seguirá estando en paz con los atrebates siempre y cuando el centurión Albino y sus hombres estén aquí para cerciorarse de que se respeta la palabra del emperador. Pero con Carataco por ahí suelto y escabulléndose entre vuestras legiones para castigar a las tribus cuyos líderes se han pasado al bando de los Romanos, es comprensible que algunos entre mi gente puedan poner en duda mi lealtad hacia Roma.

– Por supuesto que lo comprendo, señor. Pero sin duda usted puede hacerles entender que las legiones terminarán aplastando a Carataco. No puede ser de otro modo. Estoy seguro de ello.

– ¿Ah, sí? -Verica alzó las cejas y movió la cabeza burlonamente-. En esta vida no hay nada seguro, legado. Nada. Y tal vez la derrota de Carataco sea de las cosas menos seguras.

– Muy pronto será derrotado. -Pues encárgate de que así sea, de lo contrario no puedo responder de la lealtad de mi gente. Especialmente con esos malditos Druidas revolviendo las cosas.

– ¿Los Druidas? Verica asintió con la cabeza.

– Ha habido unos cuantos ataques a pequeñas aldeas y establecimientos comerciales en la costa. Al principio pensamos que podría tratarse de una pequeña banda de los Durotriges. Hasta que nos llegó un informe más detallado, claro está. Al parecer dichos asaltantes no se contentaron con robar y masacrar un poco. No dejaron nada. Ni un solo hombre, mujer o niño. Ni siquiera el ganado. Les prendieron fuego a todas las casas, a todas las chozas, sin importar lo humildes que fueran. Y lo peor aún estaba por venir. -Verica hizo una pausa para tomar otro trago de su vino y Vespasiano observó que la mano que sostenía la copa temblaba. Verica apuró el vaso y rápidamente le hizo un gesto a Albino para que lo volviera a llenar. Le hizo un gesto con la cabeza sólo cuando el vino tinto había llegado casi al borde.

– Será mejor que se lo cuentes tú, Albino. Después de todo estabas allí. Tú lo viste.

– Sí, señor.

Vespasiano desvió su atención hacia el centurión, un hombre curtido y lleno de cicatrices con una carrera bastante larga. Albino era delgado, pero la musculatura de sus antebrazos era claramente definida. Tenía aspecto de ser una persona que no se asustaba fácilmente y hablaba con el tono brusco y monótono de un profesional avezado. -Cuando la noticia de los primeros ataques llegó a Calleva, el rey aquí presente me mandó a investigar con una centuria.

– ¿sólo con una centuria? -Vespasiano estaba horrorizado-. No es precisamente la clase de cautela que fomenta el ejército, centurión.

– No, señor -replicó Albino con una ligera inclinación de la cabeza dirigida a Verica, que estaba ocupado tomando otro largo trago del vino de Falerno del legado-. Pero creí que era mejor que el resto de la cohorte se quedara para proteger los intereses del rey.

– Bueno, sí, claro. Continúa.

– Sí, señor. A dos días de marcha de Calleva encontramos los restos de una aldea, Reconocí el terreno a conciencia antes de acercarnos. Era tal como ha dicho el rey Verica, no quedaba nada con vida, ni un solo edificio en pie. Sólo que no encontramos más que un puñado de cadáveres, todos ellos de hombres, señor.

– Debieron de hacer prisioneros a los demás.

– Eso es lo que pensé, señor. Había un poco de nieve en el suelo y pudimos seguirles el rastro fácilmente. -Albino hizo una pausa para mirar directamente al legado-. No tenía intención de cometer ninguna estupidez, señor. Sólo quería ver de dónde habían venido y luego regresar para informar.

– Está bien.

– Así pues seguimos las huellas durante otro día más hasta que justo antes de anochecer divisamos un poco de humo que se alzaba al otro lado de una pequeña cresta. Pensé que tal vez se tratara de otro pueblo que estaba siendo saqueado. Subimos lentamente por la ladera, en silencio, y luego ordené a los hombres que se quedaran atrás mientras yo seguía adelante solo. Al principio oí gritos de mujeres y niños, luego pude escuchar el sonido del mismísimo fuego a no demasiada distancia al otro lado de la cima de la colina. Ya estaba bien entrado el anochecer cuando hube avanzado lo suficiente para ver lo que ocurría. -Se detuvo, no del todo seguro de cómo continuar bajo el escrutinio de su superior, y le echó una rápida mirada a Verica, que había dejado de beber y observaba al centurión con una temerosa expresión en el rostro, aun cuando ya había oído la historia.

– ¡Bueno, suéltalo ya, hombre! -ordenó Vespasiano, que no estaba de humor para dramatismos.

– Sí, señor. Los Druidas habían construido un enorme hombre de mimbre, hecho con flexibles tallos retorcidos y ramas entrelazadas. Era hueco y habían llevado a su interior a las mujeres y los niños. Cuando vi lo que estaba ocurriendo ya estaba completamente en llamas. Algunas de las personas que estaban dentro aún gritaban. Aunque no por mucho tiempo… -Frunció los labios y bajó la mirada un momento-. Los Druidas se quedaron mirando un rato más, luego montaron, se alejaron al galope y se perdieron en la noche. Llevaban unas túnicas negras, como si fueran sombras. De modo que me reuní con mis hombres y volví directamente a Calleva para informar.

– Esos Druidas. ¿Dices que iban vestidos de negro?

– Sí, señor. -¿Portaban algún otro rasgo distintivo, alguna insignia?

– Estaba oscureciendo, señor.

– Pero había fuego.

– Lo sé, señor. Lo estaba mirando…

– Está bien. -Vespasiano podía comprenderlo, pero era decepcionante que un centurión veterano pudiera desviar la atención de los detalles importantes con tanta facilidad. Se volvió hacia Verica-. He leído cosas sobre los sacrificios humanos de los Druidas, pero en este caso debe de tratarse de algo más. ¿Una muestra del destino que les espera a aquellos que se pongan de parte de Roma, quizá?

– Quizá -Verica asintió con la cabeza-. Casi todas las sectas Druidas se han pasado al bando de Carataco. Y ahora, al parecer, incluso la Logia de la Luna Oscura.

– ¿La Luna Oscura? -Vespasiano frunció el ceño un instante antes de que el recuerdo de los barracones de prisioneros en las afueras de Camuloduno formara una vívida imagen en su mente-. Esos Druidas llevan una media luna oscura en la frente, ¿verdad? Una especie de tatuaje. Una luna negra.

– ¿Los conoces? -Verica arqueó las cejas. -Me topé con algunos de ellos. -Vespasiano sonrió-. Invitados del general Plautio. Los hicimos prisioneros después de derrotar a Carataco en los alrededores de Camuloduno. Ahora que lo pienso, fueron los únicos Druidas que apresamos. Los demás estaban todos muertos, la mayoría habían puesto fin a sus vidas con sus propias manos.

– No me sorprende. Vosotros los Romanos no sois precisamente famosos por vuestra tolerancia con los Druidas -respondió Verica.

– Depende de quién sea emperador en ese momento -replicó Vespasiano con irritación-. Pero si los Druidas prefieren morir antes que ser capturados, ¿por qué los de la Luna Oscura dejaron que los hiciéramos prisioneros?

– Creen que son los elegidos. No se les permite acabar con sus propias vidas. Son los siervos de Cruach, el que trae la noche. Con el tiempo, según cuenta la leyenda, resurgirá, romperá el día en mil pedazos y dominará un mundo de noche y sombras para siempre.

– Suena horrible. -Vespasiano esbozó una sonrisa-. No puedo decir que me gustase conocer a este tal Cruach.

– Sus siervos ya son bastante terribles, por lo que Albino ha descubierto.

– Ya lo creo. Me pregunto por qué las tribus de la isla los toleran.

– Por miedo -admitió Verica sin reparos-. Si Cruach viene algún día, el sufrimiento de los que le rinden culto no será nada comparado con los tormentos eternos de los que han insultado a sus siervos y minusvalorado su nombre.

– Entiendo. ¿Y usted qué lugar ocupa en todo esto?

– Yo creo lo que mi gente considera importante que crea.

Así que ofrezco mis plegarias a Cruach, junto con los demás dioses, cada vez que tengo que hacerlo. Pero sus sacerdotes, esos Druidas, son harina de otro costal. Mientras sigan atacando mis aldeas y masacrando a mi gente puedo tratarlos de extremistas. Unos fanáticos pervertidos que adoran al más terrible de nuestros dioses. Dudo que a muchos atrebates, o cualquier otra tribu, les conmueva la implacable supresión de esta logia de Druidas en concreto. -Apartó la mirada de Vespasiano y la dirigió al corazón del resplandeciente fuego-. Espero que Roma se ocupe de ello lo más pronto posible.

– No tengo órdenes explícitas respecto a los Druidas -replicó Vespasiano-. Pero el general ha dejado claro que quiere asegurar vuestro territorio antes de que empiece la campaña en primavera. Si ello significa lidiar con esos Druidas de la Luna Oscura, entonces nuestros intereses coinciden.

– Bien. -Verica se puso de pie con cuidado y, cortésmente, los Romanos se alzaron de sus asientos-. Bueno, estoy cansado y voy a volver a Calleva con mis hombres. Supongo que querrá hablar un momento con el centurión.

– Sí, señor. Si no es un problema. -En absoluto. Hasta luego entonces, Albino. -Sí, señor. -El centurión saludó al tiempo que Vespasiano acompañaba a su invitado fuera de la tienda, respondiendo a la despedida del rey Britano con la mayor muestra posible de respetuosa formalidad. Luego Vespasiano regresó y lanzó una mirada de resentimiento a la jarra vacía que había sobre la mesa antes de hacerle señas al centurión para que volviera a sentarse en la silla.

– Entiendo que Verica considera la reanudación de su reinado una especie de desafío.

– Supongo que sí, señor. No hemos tenido demasiados problemas con los atrebates. Parecen más huraños que rebeldes. Los catuvelanio fueron unos señores bastante duros. El cambio de monarca tal vez no haya mejorado mucho las cosas, pero tampoco las ha empeorado.

– Espera a que conozcan a algunos agentes catastrales Romanos -dijo Vespasiano entre dientes.

– Bueno, sí, señor. -El centurión se encogió de hombros; los expolios que llevaba a cabo la burocracia civil tras el paso de las legiones no eran de su incumbencia-. De todos modos, Calleva y sus alrededores se han pacificado. Tengo a dos centurias patrullando la zona continuamente. Una tercera está realizando un rastreo más amplio por los pueblos que lindan con los Durotriges.

– ¿Alguna patrulla se ha topado con los Druidas? El centurión negó con la cabeza. -Aparte de la vez que los vi, nunca nos hemos encontrado con ellos, señor. Todo lo que hemos hallado son los restos de las aldeas y los cadáveres. Van a caballo, por supuesto, cosa que nos coloca en inmediata desventaja puesto que no podemos plantearnos una persecución.

– Pues te cederé la mitad de mis fuerzas montadas mientras estemos emplazados cerca de Calleva. El resto lo necesito para realizar mi propio reconocimiento del terreno.

Sesenta exploradores de la caballería de la legión no iban a tener mucha influencia sobre los ataques de los Druidas, pero era mejor eso que nada y Albino movió la cabeza en señal de agradecimiento.

– ¿Cómo va el entrenamiento de la gente del lugar? El rostro del centurión dejó entrever un asomo de desesperación cuando la máscara de impasible profesionalidad se retiró momentáneamente.

– Yo no diría que no hay esperanza, señor. Pero tampoco creo que debamos ser demasiado optimistas.

– ¿Y eso? -Son fuertes -dijo Albino a regañadientes-. Más fuertes que muchos de los soldados que sirven con las águilas. Pero en cuanto tratas de instruirlos de un modo disciplinado y formal todo se convierte en un jodido y absoluto caos. Y disculpe mi lenguaje galo, señor. No se coordinan; cada uno por sí mismo realiza una salvaje carga contra el enemigo. Lo que se les da mejor es la práctica individual con las armas. Aun así utilizan las espadas con las que los hemos equipado como si fueran malditos cuchillos de carnicero. No dejo de repetirles que quince centímetros de punta valen más que todo el filo del mundo, pero no me entienden. Son imposibles de adiestrar, señor.

– ¿Ah, sí? -Vespasiano arqueó las cejas-. ¿No me dirás que un hombre de tu experiencia no puede entrenarlos? Te has enfrentado a casos más difíciles en otras ocasiones.

– Casos difíciles, señor. Pero no razas difíciles.

Vespasiano asintió con la cabeza. Todos los celtas que había conocido compartían la misma confianza arrogante en la superioridad innata de su cultura y adoptaban una actitud de profundo desprecio por lo que ellos consideraban los refinamientos, impropios de un hombre, de las civilizaciones griega y Romana. Aquellos Britanos eran los peores. Se pasaban de estúpidos, concluyó Vespasiano.

– Haz lo que puedas, centurión. Si no aprenden de sus superiores nunca serán una amenaza para nosotros.

– Sí, señor. -Albino bajó la mirada con desaliento.

El toque amortiguado de un clarín sonó más allá de la tienda. Momentos después oyeron gritar algunas órdenes. El centurión miró al legado pero Vespasiano se negó a que lo consideraran una persona que se alteraba ante cualquier distracción pasajera. Se reclinó en la silla para hablarle al centurión.

– Muy bien, centurión. Mandaré un despacho al general para informarle de tu situación, y de los ataques de esos Druidas. Mientras tanto seguirás con el adiestramiento y mantendrás las patrullas. Tal vez no mantengamos alejados a los Druidas pero al menos sabrán que les estamos buscando. Los exploradores deberían hacer más fácil la tarea. ¿Tienes algo más que decirme?

– No, señor.

– Puedes retirarte.

El centurión cogió el casco, saludó y salió de la tienda a paso rápido.

Vespasiano se dio cuenta de que el griterío había aumentado: el tintineo de las armas y las corazas indicaba que un gran contingente de soldados se disponía a ponerse en marcha. Le costó resistir el impulso de salir corriendo de la tienda para ver qué ocurría, pero ¡que lo asparan si se permitía comportarse como un nervioso tribuno subalterno en su primer día en el ejército! Se obligó a coger un rollo y empezar a leer los últimos informes de efectivos. Sonaron unas pisadas en las tablas de madera del suelo que había justo en el exterior de la tienda.

– ¿Está el legado ahí dentro? -les gritó alguien a los centinelas que montaban guardia junto a los faldones de la entrada a la tienda de Vespasiano-. Pues dejadme pasar.

Los faldones de cuero se abrieron y Plinio, el tribuno superior, entró a toda prisa, jadeando. Tragó saliva ansiosamente.

– ¡Señor! Tiene que ver esto.

Vespasiano levantó la vista de las hileras de números del pergamino.

– Cálmate, tribuno. Ésta no es la manera de comportarse de un oficial superior.

– ¿Señor?

– Uno no va zumbando por todo el campamento a menos que se trate de una emergencia de lo más grave.

– Si, señor. -¿Y estamos en grave peligro, tribuno?

– No, señor. -Entonces no pierdas la calma y sirve de ejemplo al resto de la legión.

– Sí, señor. Lo lamento, señor.

– Está bien. ¿Qué es eso tan urgente que debes explicarme?

– Se acercan unos hombres al campamento, señor.

– ¿Cuántos?

– Dos, señor. Y algunos más que se han quedado junto al bosque.

– ¿Dos? ¿Y entonces a qué viene todo este alboroto?

– Uno de ellos es Romano…

Vespasiano esperó pacientemente un momento.

– ¿Y el otro? -No lo sé, señor. No he visto nada igual en toda mi vida.