174089.fb2 Las Hijas del Fr?o - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

Las Hijas del Fr?o - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

2.

Strömstad, 1923.

Efectuó una experta estimación de por dónde partir la piedra con menos esfuerzo y dejó caer el martillo en la cuña. En efecto, el granito se quebró justo donde él había calculado. Era algo que le había enseñado la experiencia de tantos años, pero también podía atribuirse a un talento natural. Se tenía o no se tenía.

Anders Andersson amaba la montaña desde el primer día en que, siendo un niño, tuvo ocasión de trabajar en la cantera. Y la montaña lo amaba a él, aunque era una profesión que desgastaba a cualquier hombre. El polvo de la piedra iba destrozando los pulmones a medida que pasaban los años y las lascas que saltaban de la roca podían dañar la visión un día entero o dejarla borrosa para siempre. En invierno pasaban frío y, puesto que no podían hacer bien el trabajo con guantes, se les congelaban los dedos hasta el punto de que sentían que se les caerían de las manos; y en verano sudaban a mares al sol ardiente. Pese a todo, no había nada que prefiriese hacer. Ya fuese picar adoquines o «dos centimillos», como también llamaban a las piedras que servían para hacer carreteras, o ya fuese la posibilidad de dedicarse a algo más complicado, amaba cada duro y doloroso minuto, pues sabía que estaba haciendo aquello para lo que había nacido. A la edad de veintiocho años ya le dolía la espalda y tosía como un loco al menor indicio de humedad, pero si se concentraba en la misión que tenía ante sí, olvidaba los dolores y sólo sentía en los dedos la angulosa dureza de la roca.

Para él el granito era la piedra más hermosa. Anders Andersson llegó a Bohuslän de Blekinge, como tantos otros picapedreros habían hecho desde siempre. El granito de Blekinge era mucho más difícil de trabajar que el de las regiones limítrofes con Noruega; de ahí que los picapedreros de Blekinge gozasen de muy buena fama, por la habilidad que habían desarrollado al verse obligados a trabajar con un material mucho más odioso. Tres años llevaba allí y el granito lo atrajo desde el primer momento. Había algo que lo embelesaba en el contraste del rosa con el gris y en el ingenio necesario para partirlo correctamente. A veces incluso hablaba con él mientras lo trabajaba, y lo acariciaba amorosamente si se dejaba hacer y resultaba suave como una mujer.

No era que le hubiesen faltado ofertas de las mujeres de verdad. Al igual que los demás picapedreros solteros, se corría sus aventuras cuando se le presentaba la ocasión, pero ninguna mujer lo había atraído tanto como para hacerle saltar el corazón en el pecho. Por lo tanto, mejor de aquel modo, Se las arreglaba bien él solo y los demás muchachos del equipo lo apreciaban, así que solían invitarlo a casa y de esta manera disfrutaba igualmente de un plato cocinado por una mujer. Y, ante todo, tenía la piedra, que era más hermosa y más fiel que la mayoría de las mujeres a las que había conocido, y hacía con ella una buena pareja.

– Oye, Andersson, ¿puedes venir un momento?

Anders interrumpió su trabajo con el gran bloque que tenía entre manos y se dio la vuelta. Era el capataz quien lo llamaba y, como siempre, sintió una mezcla de esperanza y de temor. Cuando el capataz te requería, podían ser tanto buenas como malas noticias: o bien más trabajo, o bien que podías marcharte a tu casa y dejar la cantera. Aunque Anders confiaba más en la primera alternativa. Sabía que era bueno en su oficio y, desde luego, había otros que merecían el despido más que él en el supuesto de que quisieran reducir la plantilla; pero, por otro lado, en esas cosas no siempre regía la lógica. La política y los abusos de poder habían enviado a casa a muchos buenos picapedreros, de modo que uno nunca podía estar seguro. Además, su actitud comprometida con el movimiento sindical lo convertía en un personaje vulnerable cuando el patrón necesitaba deshacerse de gente. Los picapedreros políticamente activos no se cotizaban mucho.

Echó una última ojeada al bloque de piedra antes de ir al encuentro del capataz. Trabajaban a destajo y cualquier interrupción significaba menos ingresos. Por aquel trabajo le pagaban dos céntimos por piedra, de ahí su nombre de «dos centimillos», y tendría que trabajar duro para recuperar el tiempo perdido si el capataz se extendía mucho.

– Buenos días, Larsson -saludó Anders inclinándose con el gorro entre las manos.

El capataz se ajustaba al máximo al protocolo y no mostrarle el respeto de que se consideraba acreedor había resultado ser una razón más que suficiente para el despido formal.

– Buenos días, Andersson -masculló el hombre regordete mesándose el bigote.

Anders aguardaba tenso a que continuase.

– Pues, verás, nos ha entrado un pedido de Francia. Quieren un gran bloque para una estatua y hemos pensado ponerte a ti a picarlo.

El corazón le martilleaba de alegría, pero al mismo tiempo sintió un destello de terror. Era una gran oportunidad que te encargasen extraer la materia prima de una estatua: podía dar mucho más dinero que el trabajo habitual y era más interesante y estimulante, pero al mismo tiempo entrañaba un gran riesgo. En efecto, él sería el responsable hasta que se fletase el material y, si algo iba mal, no le pagarían ni un céntimo por el trabajo realizado.

Contaban la historia de un picapedrero al que le habían encargado la piedra para dos estatuas y, justo cuando estaba a punto de terminar el trabajo, se equivoco y las malogró las dos. Decían que fue tal su desesperación que se quitó la vida y dejó mujer y siete hijos. Pero esas eran las condiciones. Él no podía hacer nada y era una ocasión demasiado buena como para rechazarla.

Anders se escupió en la mano y se la tendió al capataz, que lo imito y le dio un firme apretón. El acuerdo estaba cerrado. Anders dirigiría los trabajos con el bloque.

Le preocupaba ligeramente lo que dijesen los compañeros de la cantera. Muchos llevaban más años que él en el oficio y, seguramente, alguno que otro protestaría a sus espaldas pensando que el trabajo debería haberle tocado a cualquiera de ellos que, además y a diferencia de él, tenían familias a las que mantener y el dinero que les reportaría el encargo habría sido un buen extra de cara al invierno. Al mismo tiempo, todos sabían que Anders era el mejor picapedrero del grupo, pese a ser tan joven, lo que acallaría la mayor parte de las críticas. Además, Anders tendría que elegir a varios de sus compañeros para que le ayudasen en el trabajo y ya había demostrado en ocasiones anteriores que sabía sopesar quién era bueno y quién necesitaba más el dinero.

– Baja mañana a la oficina y concretaremos los detalles le dijo el capataz retorciéndose el bigote. El arquitecto no vendrá hasta que se acerque la primavera, pero ya tenemos los planos y podemos empezar los planes preliminares.

Anders hizo una mueca de disgusto. Seguramente les llevaría un par de horas revisar los planos, lo que significaba otra interrupción en el trabajo que en aquel momento estaba realizando. Ahora necesitaba cada céntimo, pues el trabajo con los bloques se cobraba después, cuando todo estaba listo. Y ello implicaba que debía hacerse a la idea de prolongar sus jornadas laborales más aún e intentar compaginar el trabajo habitual picando adoquines con el nuevo encargo. Sin embargo, la interrupción involuntaria no era la única razón por la que la visita a la oficina no despertaba en él el menor entusiasmo. Por alguna razón, siempre se sentía incómodo allí dentro Las personas que trabajaban allí eran delicadas, tenían las manos blancas y se movían con moderación en sus elegantes trajes de oficina, mientras que él se sentía como una grotesca mole. Y pese a que cuidaba mucho la limpieza, la mugre se le había incrustado en la piel sin remedio. En cualquier caso, tenía que hacerlo y lo haría. Tendría que bajar a la oficina y zanjar la cuestión antes de volver a la cantera, donde se sentía como en casa.

– Bien, nos vemos mañana, pues le dijo el capataz balanceándose adelante y atrás. Hacia las siete. No llegues tarde le advirtió el capataz.

Anders asintió sin más. No había riesgo alguno, pues una oportunidad como aquélla no se presentaba a menudo.

Con paso ligero, volvió a la piedra que estaba trabajando en aquellos momentos. Estaba tan contento que la cortaba como si fuese mantequilla. La vida le sonreía.

* * *

Daba vueltas en el espacio. Caída libre entre planetas y cuerpos celestes que difundían un suave resplandor a su alrededor cuando ella pasaba a su lado. Escenas oníricas se mezclaban con leves destellos de realidad. En sus sueños veía a Sara. Sonrió. Su pequeño cuerpo de bebé era perfecto. Blanco como el alabastro, manitas de largos dedos. Ya durante sus primeros minutos de vida agarró el índice de Charlotte y lo retuvo como si fuese lo único capaz de sujetarla a aquel nuevo mundo aterrador. Y quizá fuese así, pues ella sintió que, al agarrarle el dedo con tanta energía, se aferraba a su corazón con una firmeza aún mayor que duraría toda la vida.

Ahora pasaba junto al sol, camino de la bóveda celeste y su intenso resplandor le hizo pensar en el cabello de Sara. Rojo como el fuego. Rojo como el mismo diablo, como alguien dijo con una broma que, según recordó en el sueño, ella no apreció lo más mínimo. No había nada de demoníaco en el bebé que ella sostenía en sus brazos Ni en el cabello rojizo que al principio tenía encrespado y tieso, como si fuese una pequeña adepta a la moda punk, y que con los años fue creciendo más abundante y largo sobre sus hombros.

Ahora las pesadillas ahuyentaban tanto la sensación de los dedos del bebé en torno a su corazón como la visión del rojo cabello en movimiento mientras la pequeña corría llena de vida. Ahora lo veía oscurecido por el agua, flotando alrededor de la cabeza de Sara como un halo deforme. Lo veía ondeando sobre el agua de aquí para allá y, bajo la melena, largos brazos de algas que se extendían para alcanzarlo. También al mar le complacía el cabello de su hija y lo reclamaba para sí. En sus pesadillas veía el blanco de alabastro oscurecerse y convertirse en azul y morado, y los ojos cerrados y muertos. Muy despacio, su hija giraba en el agua con los pies apuntando al cielo y las manos cruzadas sobre el pecho. Luego, la velocidad iba en aumento, cada vez más, y cuando ya giraba tan rápido que empezaban a formarse pequeñas ondas en las grises aguas, los brazos verdes se apartaban de ella. La niña abría los ojos. Los tenía totalmente blancos.

El grito que la despertó parecía provenir de un profundo abismo. Cuando sintió las manos de Niclas sobre sus hombros zarandeándola enérgicamente, comprendió que lo que había oído era su propio grito. Por un instante, sintió un alivio indecible. Aquella desgracia había sido una pesadilla. Sara estaba sana y salva, sus sueños le habían jugado una mala pasada. Pero entonces miró a Niclas a los ojos y lo que vio en ellos le generó otro grito en el pecho. Él se adelantó y la apretó contra sí, de modo que el alarido se transformó en profundos lamentos y resuellos. El jersey de Niclas estaba mojado y Charlotte sintió el poco familiar olor de sus lágrimas.

– Sara, Sara -gimió Charlotte mientras él la mecía y le hablaba con la voz quebrada-. ¿Dónde has estado? -sollozó ella en voz baja.

Pero él seguía arrullándola y acariciándole el cabello con mano temblorosa.

– Shhh, ya estoy aquí. Duerme un poco más.

– No puedo…

– Sí, claro que puedes. Shhh…

Y siguió arrullándola rítmicamente hasta que la oscuridad y los sueños volvieron a adueñarse de ella.

La noticia se había difundido por la comisaría mientras ellos estaban fuera. No era frecuente que tuviesen casos de niños muertos, tan sólo algún que otro accidente a intervalos de muchos años, y nada era capaz de impregnar aquella casa de una tristeza tan profunda como ese tipo de trágicos sucesos.

Annika miró inquisitiva a Patrik cuando éste pasó con Martin ante la recepción, pero él no tenía fuerzas para hablar con nadie, sólo deseaba entrar en su despacho y cerrar la puerta. Se cruzaron por el pasillo con Ernst Lundgren, que tampoco dijo nada, de modo que Patrik se escurrió al interior de su pequeño refugio y Martin hizo lo propio. No existía una sola asignatura en la formación policial que los preparase para este tipo de situaciones. Dar la noticia de una muerte se contaba entre las misiones más repugnantes de la profesión, y dar la noticia de la muerte de un niño a sus padres era lo peor del mundo. Iba contra toda lógica y toda decencia.

Nadie debería verse obligado a transmitir un mensaje de esa naturaleza.

Patrik se sentó ante el escritorio, apoyó la cabeza entre las manos y cerró los ojos. Enseguida volvió a abrirlos, pues lo único que veía tras sus párpados cerrados era la piel lívida de Sara y sus ojos sin vida clavados en el cielo. Tomó el portarretratos que tenía a su lado y lo apretó contra su mejilla. La primera fotografía de Maja. En el hospital, reposando en brazos de Erica, cansada y amoratada. Fea, pero hermosa al mismo tiempo, con esa belleza que sólo comprenden quienes ven a su hijo por primera vez. Y Erica, agotada y exhausta, sonriente pero con la espalda erguida con una nueva altivez y el orgullo de haber realizado una hazaña que sólo podía describirse como un milagro.

Patrik era consciente de que se estaba comportando de un modo sentimental y patético, pero a aquella hora del medio día empezaba a comprender el alcance de la responsabilidad que había asumido al nacer su hija y el alcance del amor y del miedo que implicaba. Cuando vio a la niña ahogada tendida como una estatua sobre la cubierta, deseó por un instante que Maja no hubiese nacido, pues ¿cómo vivir con el riesgo de perderla un día?

Dejó la fotografía en su sitio sobre la mesa y se retrepó en la silla con las manos cruzadas en la nuca. Continuar con las tareas que estaba realizando antes de la llamada de Fjällbacka de pronto se le antojaba totalmente absurdo. En realidad, quería irse a casa, meterse en la cama, taparse hasta la cabeza y quedarse allí el resto del día. Unos golpecitos en la puerta lo sacaron de su lúgubre cavilar. Respondió «¡Entra!» y apareció Annika empujando tímidamente la puerta.

– Hola, Patrik, disculpa que te moleste, sólo quería decirte que llamaron del Instituto Forense para comunicarnos que ya tienen el cadáver y que recibiremos el informe de la autopsia pasado mañana.

Patrik asintió cansado.

– Gracias, Annika.

La joven vaciló un segundo antes de preguntar:

– ¿La conocías?

– Sí, últimamente veía bastante a menudo a Sara, la niña, y a su madre. Charlotte y Erica se han visto mucho desde que nació Maja.

– ¿Cómo crees que sucedió?

Patrik lanzó un suspiro y amontonó con desgana los documentos que tenía ante sí sin mirar a Annika.

– Se ahogó, ya lo habrás oído. Probablemente bajaría a jugar a los muelles, tropezaría y no pudo subir. El agua está tan fría que seguro que la hipotermia no tardó en paralizarla. Ir a contárselo a Charlotte ha sido lo más horrible…

Su voz se quebró y giró la cabeza para que Annika no viese que las lágrimas amenazaban con aflorar a sus ojos.

Ella cerró muy despacio la puerta de su despacho y lo dejó tranquilo. Tampoco la recepcionista pudo hacer gran cosa aquel día.

Erica volvió a mirar el reloj. Charlotte debería haber llegado hacía media hora. Apartó con cuidado a Maja, que dormía junto a su pecho, y extendió el brazo en busca del teléfono. Estuvo esperando un buen rato, pero nadie respondió. ¡Qué raro! Habría salido y se olvidó de que iban a verse aquella tarde, aunque no era muy propio de ella.

Sentía que se habían convertido en muy buenas amigas en poco tiempo. Tal vez porque las dos se encontraban en un momento delicado de sus vidas o quizá simplemente porque se parecían mucho. En realidad era muy curioso: a Charlotte la sentía como a una hermana mucho más que a Anna. Sabía que Charlotte se preocupaba por ella y le hacía sentirse segura en medio del caos.

Erica había dedicado toda su vida a preocuparse por los demás, en especial por su hermana Anna, y sentirse por una vez pequeña y asustada suponía una extraña liberación. Al mismo tiempo, era consciente de que Charlotte tenía sus propios problemas. No sólo se veía obligada a vivir con su familia en casa de Lilian, que no parecía una persona fácil de tratar; también se le ensombrecía el semblante cada vez que hablaba de Niclas, su marido. Erica sólo lo había visto de pasada alguna que otra vez, pero le dio la impresión de que inspiraba desconfianza. Aunque desconfianza quizá fuese exagerado… Más bien diría que Niclas le parecía una de esas personas que tienen buenas intenciones, pero que, al final, anteponen sus propias necesidades y deseos a los de los demás. Parte de lo que Charlotte le había contado confirmaba aquella impresión, aunque nunca se lo decía claramente, pues, por lo general, ella hablaba de su marido en términos elogiosos. Admiraba a Niclas y en varias ocasiones le había confesado que no entendía cómo había tenido tanta suerte, que era incomprensible que ella se hubiese casado con alguien como él. Y claro que, de forma objetiva, Erica estaba dispuesta a admitir que él merecía mejor calificación por su físico: era alto, rubio y tenía buen tipo, según decían las féminas acerca del nuevo doctor. Y claro que, a diferencia de su esposa, él tenía una carrera universitaria. Sin embargo, si atendía a sus cualidades interiores, Erica consideraba que era más bien al contrario.

Niclas debía dar gracias por su buena estrella. Charlotte era una mujer cariñosa, sensata y dulce, y tan pronto como Erica lograse salir de su apatía, haría lo posible por lograr que la propia Charlotte lo comprendiese. Por desgracia, en estos momentos le resultaba imposible hacer otra cosa que reflexionar sobre la situación de su amiga.

Un par de horas más tarde ya había anochecido y la tormenta se había desatado con toda su fuerza. Al ver el reloj, Erica pensó que debía de haberse dormido durante una o dos horas con Maja, que la utilizaba como chupete. Justo estaba a punto de echar mano del teléfono para llamar a Charlotte cuando oyó la puerta.

– ¿Hola?

Patrik no debía volver a casa hasta dentro de un par de horas, así que pensó que tal vez fuese Charlotte, que por fin se dignaba aparecer.

– Soy yo -dijo Patrik con una voz apagada que enseguida llenó de preocupación a Erica.

Cuando lo vio entrar en la sala de estar, se inquietó aún más. Parecía sombrío y asomaba a sus ojos una expresión exánime que desapareció en cuanto vio a Maja, dormida en el regazo de Erica. De un par de zancadas se les acercó y, antes de que Erica lograse reaccionar, le había arrebatado al bebé para abrazarlo con todas sus fuerzas. Tan rápido la levantó que la pequeña se despertó asustada y empezó a llorar a pleno pulmón, pero ni siquiera entonces se la devolvió a su madre.

– ¿Qué haces? ¡La estás asustando!

Erica intentó arrebatarle a la pequeña para calmarla, pero él neutralizó sus esfuerzos y siguió abrazándola más fuerte aún. Maja gritaba histérica y, a falta de una idea mejor, Erica golpeó a Patrik en el brazo y le gritó:

– ¡Contrólate! ¿Qué te pasa? ¿No ves que está muerta de miedo?

Sólo entonces pareció despertar de pronto y miró a su hija, que estaba roja de irritación y de pánico.

– Perdón -dijo devolviéndola a los brazos de Erica.

Esta, desesperada, le susurró al oído para que se calmase. Lo consiguió tras unos minutos y el llanto se convirtió en callados sollozos. Erica miró a Patrik que, sentado en el sofá, contemplaba absorto la tormenta.

– ¿Qué pasa, Patrik? -preguntó Erica, esta vez en tono más suave, incapaz de ocultar la preocupación que la embargaba.

– Hoy recibimos una llamada, habían encontrado a una niña ahogada. De aquí, de Fjällbacka. Martin y yo fuimos al lugar de los hechos.

Aquí se detuvo, pues le costaba continuar.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha pasado? ¿Quién era?

Entonces, las ideas empezaron a agolparse en la cabeza de Erica hasta encajar en su lugar como pequeñas piezas de un rompecabezas.

– ¡Oh, Dios mío! -repitió-. Es Sara, ¿no es cierto? Charlotte iba a venir a tomar café esta tarde, pero no se presentó y en su casa no cogen el teléfono. Es eso, ¿verdad? La niña ahogada era Sara, ¿no es cierto?

Patrik no tuvo fuerzas más que para asentir con la cabeza y Erica se dejó caer en el sillón porque le flaqueaban las piernas. Recordó a Sara saltando en el sofá de su sala de estar hacía tan sólo unos días. Con el largo cabello rojizo revoloteando alrededor de su cabecita y su risa burbujeante como una primitiva fuerza imparable.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Erica una vez más llevándose la mano a la boca mientras sentía que el corazón se le desplomaba como una piedra.

Patrik persistía en su actitud, mirando por la ventana, y Erica, que lo veía de perfil, se dio cuenta de que le temblaban los labios.

– Ha sido tan horrendo, Erica. Yo no había visto a Sara muchas veces, pero contemplarla allí tumbada en la barca, totalmente inerte… Tuve presente a Maja en todo momento. Desde entonces, la misma idea me ha martilleado la cabeza: ¿te imaginas que a Maja le ocurriese algo así? Y tener que ir a contarle lo sucedido a Charlotte…

Erica no pudo ahogar un lamento. No tenía palabras para describir la magnitud de la compasión que sentía por Charlotte y también por Niclas. Comprendió enseguida la reacción de Patrik y se sorprendió apretando a Maja contra sí cada vez más fuerte. Jamás la soltaría. Se quedaría allí sentada con ella en su regazo, donde estaba segura, por toda la eternidad. Maja se retorció molesta; con la sensibilidad de los bebés, entendía que algo no andaba bien.

Fuera seguía arrasando la tormenta y Patrik y Erica se quedaron allí sentados un buen rato, observando el espectáculo salvaje de la naturaleza. Ninguno de los dos podía dejar de pensar en la niña que se había llevado el mar.

El forense Tord Pedersen emprendió su tarea con una expresión de inusual amargura en él. Después de tantos años en la profesión, había alcanzado ese estadio de impermeabilidad, deseable o despreciable según se mirase, en el que la mayor parte de los horrores que presenciaba en su trabajo no le dejaban ninguna huella digna de mención al final del día. Sin embargo, había algo en el hecho de seccionar el cadáver de un niño que apelaba a un instinto primitivo, algo que se sobreponía a cualquier procedimiento rutinario, a toda la experiencia que los años de forense le habían permitido acumular. La indefensión de los niños derribaba todas las defensas que su psique había ido concitando con los años, de ahí que la mano le temblase ligeramente al dirigirla al pecho de la pequeña.

Muerte por ahogamiento, ésa era la primera información que le proporcionaron cuando la trajeron, y era su cometido confirmar o desechar tal suposición. Sin embargo, hasta ahora, nada que él pudiese apreciar a simple vista invalidaba el ahogamiento como causa de la muerte.

La implacable luz de la sala de autopsias ponía de relieve su lividez y parecía que la pequeña tuviese frío. El helado mostrador de aluminio sobre el que estaba tendida la niña actuaba como un espejo que reflejaba el frío y Pedersen tiritó de pronto bajo su uniforme de color verde. La pequeña estaba desnuda y se sintió como si estuviese cometiendo un abuso al girar y cortar su cuerpo indefenso. Pero se obligó a sofocar esa sensación. Sabía que su tarea era importante, tanto para la niña como para sus padres, aunque ellos no siempre lo comprendieran. Para que pudiesen procesar su dolor, era necesario que tuviesen un dictamen definitivo de la causa de la muerte. Por más que aparentemente no había nada extraño en este caso, el protocolo tenía una clara razón de ser. Era consciente de ello en el plano profesional, pero, como ser humano normal y corriente, también era padre de dos hijos y, en momentos como aquél, se preguntaba cuánto había de humanidad en la función que desempeñaba.